DOMINGO

52

Llegó a la universidad antes que Lisa. Dejó el coche en la zona de aparcamiento destinada a visitantes, puesto que no deseaba que vieran su llamativo Mercedes estacionado delante de la Loquería, y luego atravesó a pie el oscuro y desierto campus. Mientras esperaba impaciente delante de la fachada del edificio lamentó no haber hecho un alto en el camino para comprar algo de comer. No había tomado nada sólido en todo el día. Pensó con nostalgia en una hamburguesa con queso y patatas fritas, en un trozo de pizza con pimientos, en un pastel de manzana con helado de vainilla y hasta en una inmensa ensalada César de ajos tiernos. Por fin apareció Lisa al volante de su elegante Honda blanco.

Se apeó del coche y tomó a Jeannie de las manos.

– Estoy abochornada -dijo-. No debí dar ocasión de que me recordases lo estupenda amiga que eres.

– Pero te comprendo -repuso Jeannie.

– Lo siento.

Jeannie la abrazó.

Entraron y encendieron las luces del laboratorio. Jeannie conectó la cafetera mientras Lisa accionaba el dispositivo de arranque de su ordenador. Resultaba extraño verse en el laboratorio en mitad de la noche. Aquel antiséptico escenario blanco, las luces brillantes y las máquinas silenciosas le hicieron pensar en un depósito de cadáveres.

Supuso que probablemente recibirían la visita de un guardia de seguridad, tarde o temprano. Después del allanamiento protagonizado por Jeannie, no quietarían ojo a la Loquería y, desde luego iban a ver las luces encendidas. No tenía nada de extraño que los científicos trabajasen en el laboratorio a las horas más insólitas, y no habría ningún problema, a menos que uno de los vigilantes hubiese visto a Jeannie la noche anterior y la reconociese.

– Si se presenta un guardia de seguridad a ver qué pasa, me esconderé en el armario del material de escritorio -dijo a Lisa-. Sólo por si se da el caso de que el guardia en cuestión sea alguien que sepa que en teoría no debo estar aquí.

– Espero que le oigamos acercarse antes de que llegue y nos sorprenda -dijo Lisa, nerviosa-. Tendríamos que preparar alguna clase de alarma.

Jeannie ansiaba llevar a cabo cuanto antes la búsqueda de los clones, pero contuvo su impaciencia; eso de la alarma sería una precaución razonable. Lanzó una pensativa mirada por el laboratorio y sus ojos tropezaron con un jarroncito de flores que adornaba el escritorio de Lisa.

– ¿Tienes en mucho aprecio ese florero de cristal? -preguntó.

Lisa se encogió de hombros.

– Lo conseguí en un mercadillo. Puedo comprar otro.

Jeannie retiró las flores y vació el agua en un fregadero. De un estante tomó un ejemplar de Gemelos idénticos educados en ambientes distintos, de Susan L. Farber. Se dirigió al extremo del pasillo, donde la doble hoja de una puerta batiente daba paso a la escalera. Tiró de las hojas de la puerta un poco hacia dentro, utilizó el libro para inmovilizarlas allí y luego colocó el jarrón en equilibrio encima del canto superior de las puertas, a caballo entre ambas hojas. Nadie podía pasar por allí sin que el florero cayese y se hiciera añicos contra el suelo.

Lisa miró a Jeannie y dijo:

– ¿Y si me preguntan por qué hice una cosa así?

– Les contestas que no te hacía ninguna gracia que alguien se te acercara sigilosamente -repuso Jeannie.

Lisa asintió con la cabeza, satisfecha.

– Dios sabe que tengo todos los motivos del mundo para estar paranoica.

– Vamos a lo nuestro.

Regresaron al laboratorio y dejaron la puerta de par en par a fin de tener la certeza de que oirían el ruido de los cristales rotos. Jeannie insertó el precioso disquete en la computadora de Lisa e imprimió los resultados del Pentágono. Allí estaban los nombres de ocho criaturas cuyos electrocardiogramas eran tan semejantes como si pertenecieran a una misma persona. Ocho minúsculos corazones que latían exactamente del mismo modo. De una manera o de otra, Berrington se las ingenió para que los hospitales del ejército hiciesen aquella prueba a los niños. Sin duda se remitieron copias a la Clínica Aventina, donde permanecieron hasta que el viernes pasado procedieron a destrozarlas. Pero Berrington se olvidó, o acaso nunca pensó en ello, de que el ejército podía conservar los gráficos originales.

– Empecemos con Henry King -propuso-. El nombre completo es Henry Irwin King.

Encima de su mesa, Lisa tenía dos unidades de CDROM, una encima de la otra. Tomo dos discos de un cajón de la mesa e introdujo uno en cada unidad.

– En esos dos discos tenemos todos los teléfonos de domicilios particulares de Estados Unidos -dijo-. Y disponemos de software que nos permite pasar los dos discos simultáneamente.

En el monitor apareció una pantalla de Windows.

– Por desgracia -añadió Lisa-, la gente no siempre pone su nombre completo en la guía telefónica. Veamos cuantos H. King hay en Estados Unidos.

Tecleó:

H* KING


pulsó el ratón sobre Recuento. Al cabo de un momento apareció una ventana de Recuento con el numero 1,129.

Jeannie se descorazonó.

– ¡Nos pasaremos la noche entera si hemos de llamar a todos esos números!

– Espera, podemos hacer otra cosa mejor.

Lisa tecleó:

HENRY I. KING O HENRY IRWIN KING


e hizo clic sobre el icono de Búsqueda: el dibujo de un perro. Instantes después aparecía una lista en la pantalla.

– Tenemos tres Henry Irwin King y diecisiete Henry I. King. ¿Cuál es su última dirección conocida?

Jeannie consultó lo impreso.

– Fort Devens (Massachussetts).

– Muy bien. Tenemos un Henry Irwin King en Amherst y cuatro Henry I. King en Boston.

– A llamarlos.

– ¿No has reparado en que es la una de la madrugada?

– No puedo esperar hasta mañana.

– La gente no querrá hablar contigo a estas horas de la noche.

– Ten la seguridad de que si -dijo Jeannie. Sabía que iba a tener problemas. No estaba preparada para esperar hasta la mañana siguiente. Aquello era demasiado importante-. Diré que soy de la policía y que sigo la pista de un asesino en serie.

– Eso tiene que ir contra la ley.

– Dame el número de Amherst.

Lisa puso en pantalla la lista y pulso Fz. El modem de la computadora produjo una rápida sucesión de series de bips. Jeannie cogió el teléfono.

Oyó varios timbrazos y luego una voz somnolienta que contestaba:

– ¿Sí?

– Aquí, la detective Susan Farber, del Departamento de Policía de Amherst -anunció. Medio esperaba oír decir: «Y un cuerno», pero no hubo respuesta y continuó vivamente-: Lamentamos molestarle en plena noche, pero se trata de una cuestión policial urgente. ¿Hablo con Henry Irwin King?

– Sí… ¿Qué ocurre?

Parecía tratarse de la voz de un hombre de mediana edad, pero Jeannie insistió para estar segura.

– Sólo es una encuesta rutinaria.

Eso fue un error.

– ¿Rutinaria? -El malhumor destilaba a grandes dosis de la voz del hombre-. ¿A estas horas de la noche?

– Investigamos un delito grave -improvisó Jeannie apresuradamente- y necesitamos eliminarle a usted de la lista de sospechosos, señor. ¿Podría darme la fecha y lugar de su nacimiento?

– Nací en Greensfield (Massachussetts), el cuatro de mayo de I945.

– ¿No tiene un hijo que lleve el mismo nombre que usted?

– No, tengo tres hijas. ¿Puedo ya volver a dormir?

– No será preciso que le molestemos más. Gracias por colaborar con la policía, y que descanse usted bien. -Jeannie colgó y lanzó a Lisa una mirada triunfal- ¿Ves? Habló conmigo. No le hizo mucha gracia, pero contestó a mis preguntas.

Lisa se echó a reír.

– Doctora Ferrami, tiene usted grandes cualidades para dar el pego.

Jeannie sonrió.

– Lo único que se necesita es cara dura. Vayamos a por los Henry I. King. Yo llamo a los dos primeros y tú a los dos últimos.

Sólo una de ellas podía utilizar el sistema automático de marcar. Jeannie buscó un cuaderno de notas, escribió los dos números, cogió un teléfono y marcó manualmente. Respondió una voz masculina y Jeannie le soltó su alocución:

– Aquí, la detective Susan Farber, de la policía de Boston…

– ¿Qué coño pretende llamándome a estas horas de la noche? -rugió la voz del hombre-. ¿Sabe usted quién soy?

– Supongo que Henry King…

– Supone que acaba de perder su jodido empleo, tonta del culo -bramó el hombre-. ¿Ha dicho Susan que…?

– Sólo necesito comprobar su fecha de nacimiento, señor King…

– Póngame ahora mismo con el teniente.

– Señor King…

– ¡Obedezca!

– Maldito gorila -dijo Jeannie, y colgó. Temblaba de pies a cabeza-. Confío en que no voy a pasarme la noche en conversaciones como esta.

Lisa también había colgado ya.

– El mío era un jamaicano, como su acento demostraba -dijo-. Deduzco que el tuyo era un tipo desagradable.

– Mucho.

– Podríamos dejarlo ahora y continuar por la mañana.

Jeannie no iba a dejarse vencer por la grosería de un tipo mal educado. -Diablos, no -dijo-. Puedo resistir un poco de abuso verbal.

– Lo que tú digas.

– Por su voz he calculado una edad muy superior a los veintidós años, así que podemos olvidarlo. Probemos con los otros dos. Hizo acopio de ánimo y marcó de nuevo.

El tercer Henry King aún no se había ido a la cama; como fondo se oían en la habitación voces y música.

– ¿Sí, quién es?

Sonaba como si tuviera la edad adecuada, y las esperanzas de Jeannie se revitalizaron. Repitió su simulacro de una detective en funciones, pero su interlocutor se mostró receloso.

– ¿Cómo sé que es usted de la policía?

La voz tenía el mismo tono que la de Steve y el corazón de Jeannie se perdió un par de latidos. Aquél podía ser uno de los clones Pero ¿cómo iba a entendérselas con sus sospechas? Decidió echarle descaro.

– Podría llamarme usted aquí, al cuartelillo de policía -sugirió temerariamente.

Una pausa.

– No, olvídelo -dijo el hombre.

Jeannie volvió a respirar.

– Soy Henry King -declaró el sujeto-. Todos me llaman Hank. ¿Qué es lo que quiere?

– ¿Podría primero comprobar su fecha y lugar de nacimiento?

– Nací en Fort Devens hace exactamente veintidós años. Precisamente es mi cumpleaños. Bueno, lo fue ayer, sábado.

¡Era él! Jeannie ya había encontrado a un clon. Ahora era cuestión de establecer si el domingo pasado se encontraba en Baltimore. Se esforzó en eliminar de su voz todo asomo de emoción al preguntar:

– ¿Podría decirme cuándo viajó usted fuera del estado por última vez?

– Déjeme recordar, ocurrió en agosto. Fui a Nueva York.

A Jeannie el instinto le dijo que el hombre decía la verdad, pero continuó interrogándole.

– ¿Qué hizo usted el domingo pasado?

– Estuve trabajando.

– ¿En qué trabaja?

– Bueno, soy estudiante del Instituto Tecnológico de Massachussetts, pero los domingos atiendo la barra del Café Blue Note en Cambridge.

Jeannie tomó nota.

– ¿Y fue allí donde estuvo el domingo pasado?

– Sí. Serví por lo menos a cien personas.

– Gracias, señor King. -Si eso era verdad, no se trataba del violador de Lisa-. ¿Tiene inconveniente en darme el número de teléfono de ese local para que pueda verificar su coartada?

– No me acuerdo de ese número, pero viene en la guía. ¿qué se presupone que he hecho?

– Estamos investigando un caso de incendio premeditado.

– Me alegro de tener coartada.

Le resultaba desconcertante oír la voz de Steve y saber que escuchaba a un perfecto desconocido. Le hubiera gustado poder ver a Henry King, comprobar con sus propios ojos el parecido entre Steve y él. De mala gana, dio fin a la conversación.

– Gracias otra vez, señor. Le ruego me perdone. Buenas noches. -Colgó e infló las mejillas, deshinchadas como consecuencia del desencanto-. ¡Vaya!

Lisa había estado escuchando.

– ¿Le encontraste?

– Sí, nació en Fort Devens y hoy hace veintidós años. Es el Henry King que estamos buscando, sin el menor género de duda.

– ¡Buen trabajo!

– Pero parece contar con una coartada. Dice que estaba trabajando en un bar de Cambridge. -Consultó su cuaderno de notas-. El Blue Note.

– ¿Lo comprobaremos? Se había despertado el instinto cazador de Lisa, cuya perspicacia era aguda.

Jeannie asintió. -Es tarde, pero supongo que un bar tendría que estar abierto, sobre todo un sábado por la noche. ¿Puedes sacar de tu CDROM el número de teléfono?

– Sólo tenemos los de domicilios particulares. Los teléfonos comerciales están en otro juego de discos.

Jeannie llamó a Información, obtuvo el número del Blue Note y lo marcó. Respondieron casi inmediatamente.

– Al habla la detective Susan Farber, de la policía de Boston. Póngame con el encargado, por favor.

– El encargado está al aparato, ¿ocurre algo malo?

El hombre hablaba con acento hispano y parecía intranquilo.

– ¿Tiene un empleado llamado Henry King?

– Hank, si, ¿qué ha hecho ahora?

Sonaba como si Henry King hubiese tenido anteriormente sus más y sus menos con la ley.

– Puede que nada. ¿Cuándo le vio por última vez?

– Hoy, quiero decir ayer, sábado, trabajó en el turno de cuatro de la tarde a medianoche.

– ¿Podría jurarlo, si fuese necesario, señor?

– Eh, sin problemas. -Al encargado pareció aliviarle lo suyo enterarse de que aquello era todo cuanto deseaban de él. Jeannie pensó que si ella fuese policía de verdad no le quedaría más remedio que sospechar que el hombre tenía una conciencia culpable-. Llame cuando quiera -dijo el encargado, y colgó.

– La coartada se sostiene -confesó Jeannie, desilusionada.

– No te desanimes -dijo Lisa-. Lo hemos hecho muy bien al eliminarle tan deprisa…, en especial tratándose de un nombre tan corriente. Veamos qué pasa con Per Ericson. No serán muchos los que se llamen así.

La lista del Pentágono indicaba que Per Ericson había nacido en Fort Rucker, pero veintidós años después no existía ningún Per Ericson en Alabama. Lisa probó:

P* ERICS?ON

y por si acaso llevaba dos s, probó luego:

P* ERICS$N

para incluir las posibilidades de «Ericsen» y «Ericsan», pero el ordenador no encontró nada.

– Inténtalo en Filadelfia -sugirió Jeannie-. Allí es donde me agredió.

En Filadelfia había tres. El primero resulto ser un tal Peder, el segundo la anciana voz cascada y frágil de un contestador automático, y el tercero una mujer, Petra. Jeannie y Lisa empezaron a abrirse camino a través de todos los P. Ericson de Estados Unidos: había treinta y tres en la lista.

El segundo P. Ericson de Lisa hizo una demostración de su talante malhumorado e injurioso y la muchacha tenía el semblante blanco como el papel cuando colgó el teléfono, pero se tomó una taza de café y luego siguió adelante con determinación.

Cada llamada constituía un pequeño drama. Jeannie tenía que recurrir a todo su desparpajo para hacerse pasar por agente de policía. Era angustioso preguntarse si lo que oiría a continuación por el aparato no iba a ser la voz de un individuo que diría: «Ahora me vas a hacer una paja, si no quieres que te deje baldada de una paliza». Luego estaba la tensión de mantener la falsa identidad de un detective de la policía frente al escepticismo o la brusquedad de las personas que contestaban al teléfono. Y la mayor parte de las llamadas concluían en decepción.

Cuando Jeannie colgaba, tras la sexta llamada infructuosa, oyó decir a Lisa:

– Oh, lo lamento profundamente. Nuestros datos sin duda no están al día. Perdone la intromisión, señora Ericson. Buenas noches. -Dejó el auricular en la horquilla con aire de persona destrozada. Manifestó en tono solemne-: Cumplía todos los requisitos. Pero falleció el invierno pasado. La persona con la que estaba hablando era su madre. Se me echó a llorar cuando le pregunté por él.

Jeannie se preguntó en aquel momento que personalidad tendría. ¿Era como Dennis, un psicópata, o era como Steve?

– ¿Cómo murió?

– Al parecer era un campeón de esquí y se rompió el cuello cuando intentaba algo peligroso.

Un muchacho audaz, sin miedo.

– Suena como si fuese nuestro hombre.

A Jeannie no se le había ocurrido la posibilidad de que no estuviesen vivos los ocho. Comprendió ahora que debía de haber más de ocho implantes. Incluso actualmente, cuando la técnica está bien establecida, muchos implantes no «prenden». Y también era probable que algunas de las madres hubiesen abortado. La Genético podía haber hecho sus experimentos con quince o veinte mujeres, e incluso más.

– Es duro hacer estas llamadas -dijo Lisa.

– ¿Quieres que nos tomemos un respiro?

– No. -Lisa se había animado-. Lo estamos haciendo muy bien. Ya hemos descartado a dos de los cinco y aún no son las tres de la madrugada. ¿Quién viene ahora?

– George Dassault.

Jeannie empezaba a creer que encontrarían al violador, pero no tuvieron tanta suerte con ese nombre. En Estados Unidos sólo había siete George Dassault, pero tres de ellos no contestaron al teléfono. Ninguno tenía relación con Baltimore o Filadelfia -uno estaba en Buffalo, otro en Sacramento y otro en Houston-, pero eso no quería decir nada. Lo único que podían hacer era seguir adelante. Lisa imprimió la relación de números de teléfono para poder intentarlo después.

Surgió otra pega.

– Me parece que no tenemos ninguna garantía de que el hombre al que estamos buscando se encuentre en el CD-ROM -dijo Jeannie.

– Eso es verdad. Puede que no tenga teléfono. O que su número no figure en la guía.

– Podía figurar con algún seudónimo, Pincho Dassault o Capirotazo Jones.

Lisa río entre dientes.

– Podría ser un cantante de rap que hubiera cambiado su nombre por el de Sorbete de Nata Cremosa.

– Podría ser un luchador que se presentara como Billy Acero.

– Podría ser un escritor de novelas del Oeste que firmara Macho Remington.

– O de literatura pornográfica bajo el alias de Heidi Latigazo.

– Pijo Presto.

– Henrietta Chichi.

El estrépito de cristales rotos interrumpió bruscamente sus risas. Jeannie salió disparada de su taburete y se zambulló en el armario de artículos de escritorio. Cerró la puerta desde dentro y permaneció inmóvil, aguzado el oído.

Oyó a Lisa decir nerviosamente:

– ¿Quién es?

– Seguridad -llegó la voz de un hombre-. ¿Dejó usted ese jarro de cristal ahí?

– Sí.

– ¿Puedo preguntarle por qué?

– Para que nadie se me acercara furtivamente, sin que yo me diese cuenta. Una se pone nerviosa cuando está trabajando aquí tan tarde.

– Bueno, pues yo no voy a barrer los trozos de cristal. No pertenezco al personal de limpieza.

– Me parece muy bien, déjelos donde están.

– ¿Está usted sola, señorita?

– Sí.

– Echaré un vistazo.

– Como si estuviera en su casa.

Jeannie aferró el picaporte con las dos manos. Si el hombre intentaba abrir la puerta, ella lo impediría.

Le oyó andar por el laboratorio.

– ¿Qué clase de trabajo está haciendo, de todas formas?

Su voz sonaba muy cerca de Jeannie. La de Lisa le llegó de más lejos.

– Me encantaría hablar un rato, pero sucede que no tengo tiempo, lo que si tengo es una barbaridad de trabajo.

«Si no tuviese tanto trabajo, tío, no estaría aquí en plena noche, así que, ¿porqué no te largas y le dejas que lo haga?»

– Está bien, no pasa nada. -La voz sonaba justo delante de la puerta del armario-. ¿Qué hay aquí dentro?

Jeannie apretó con fuerza el picaporte y empujó hacia arriba, dispuesta a resistir la posible presión.

– Ahí es donde guardamos los cromosomas de virus radiactivos -dijo Lisa-. Probablemente es completamente seguro, aunque puede entrar si no está cerrado con llave.

Jeannie contuvo una carcajada histérica. Los cromosomas de virus radiactivos era un camelo inexistente.

– Creo que pasaré de ello -dijo el guardia de seguridad. Jeannie estaba a punto de soltar el picaporte cuando notó una repentina presión. Tiró hacia arriba con todas sus fuerzas. El guardia constató-: Está cerrado, de todas formas.

Sucedió una pausa de silencio. Cuando el hombre volvió a hablar, su voz sonó distante y Jeannie se relajó.

– Si se siente sola, venga a la garita de vigilancia. Le prepararé una taza de café.

– Gracias -respondió Lisa.

La tensión de Jeannie empezó a suavizarse, pero la cautela le aconsejó seguir donde estaba, a la espera de que el terreno se despejase definitiva y totalmente. Al cabo de un par de minutos, Lisa abrió la puerta.

– Ahora está saliendo del edificio informó.

Volvieron a los teléfonos.

Murray Claud era otro nombre poco corriente y lo localizaron enseguida. Jeannie hizo la llamada. Murray Claud padre le dijo, con voz preñada de amargura y perplejidad, que su hijo estaba en la cárcel de Atenas desde hacía tres años, a raíz de una pelea en una taberna a navajazo limpio, y no lo dejarían en libertad hasta el mes de enero, como muy pronto.

– Ese chico podría haber sido cualquier cosa -explicó el hombre-. Astronauta. Premio Nobel. Estrella cinematográfica. Presidente de Estados Unidos. Es inteligente, tiene encanto y buena presencia. Y todo lo ha tirado por la ventana. Sencillamente lo ha tirado por la ventana.

Jeannie comprendió el dolor de aquel padre. Estuvo tentada de contarle la verdad, pero no estaba preparada y, de cualquier modo, tampoco disponía de tiempo. Se prometió volverle a llamar, otro día, y proporcionarle todo el consuelo que pudiera ofrecerle. Luego colgó.

Dejaron a Harvey Jones el último porque sabían que iba a ser el más difícil.

La moral de Jeannie descendió hasta quedar a la altura del barro cuando comprobó que había casi un millón de Jones en Estados Unidos y que H. era una inicial de lo más corriente. El segundo nombre era John. Había nacido en el Hospital Walter Reed, de Washington, D.C., así que Jeannie y Lisa empezaron por llamar a todos los Harvey Jones, a todos los H. J. Jones y a todos los H. Jones de la guía telefónica de Washington. No encontraron uno solo que hubiese nacido aproximadamente veintidós años atrás en el Walter Reed; pero, lo que aún era peor, acumularon una larga lista de posibles: gente que no contestó al teléfono.

De nuevo Jeannie empezó a dudar de las posibilidades de éxito de aquella tarea. Habían dejado sin resolver tres George Dassault y ahora veinte o treinta H. Jones. Su enfoque era teóricamente sólido, pero si las personas no respondían a su llamada, no podían interrogarlas. Empezaba a tener la vista borrosa y los nervios de punta a causa del exceso de café y de no dormir.

A las cuatro de la madrugada Lisa y ella la emprendieron con los Jones de Filadelfia.

A las cuatro y media, Jeannie lo encontró.

Pensó que iba a ser otro de los posibles que quedarían aplazados. El teléfono sonó cuatro veces y acto seguido se produjo la característica pausa y el no menos característico chasquido de un contestador automático. Pero la voz del contestador le resultó sobrecogedoramente familiar.

– Llama usted al domicilio de Harvey Jones -decía el mensaje, y a Jeannie se le erizaron los pelos de la nuca. Era como escuchar a Steve: el mismo timbre de voz, dicción, expresiones, todo era de Steve-. En este momento no puedo ponerme al teléfono, de modo que tenga la bondad de dejar su recado después de oír la señal.

Jeannie colgó y comprobó la dirección. Era un piso de la calle Spruce, en la Ciudad Universitaria, no muy lejos de la Clínica Aventina. Se dio cuenta de que le temblaban las manos. Era porque deseaba con toda su alma cerrarlas alrededor de la garganta de aquel individuo.

– He dado con él -le dijo a Lisa.

– Oh, Dios mío.

– Es un contestador automático, pero la voz es la suya, y vive en Filadelfia, cerca de donde me asaltaron.

– Déjame escucharla. -Lisa marcó el número. Al escuchar el mensaje, sus mejillas rosadas se tornaron blancas. Dijo-: Es él. Puedo volver a oírle ahora. «Quítate esas bonitas bragas», dijo. ¡Oh, Dios!

Jeannie descolgó el teléfono y llamó a la comisaría de policía.

53

Berrington se pasó toda la noche del sábado sin pegar ojo. Permaneció en la zona de aparcamiento del Pentágono, sin perder de vista el negro Lincoln Mark VIII del coronel Logan, hasta la medianoche, hora en que llamó a Proust y se enteró de que habían arrestado a Logan, pero que Steve logró escapar; presumiblemente en metro o en autobús, dado que no lo hizo en el automóvil de su padre.

– ¿Qué hacían en el Pentágono? -le preguntó a Jim.

– Fueron a la Comandancia del Centro de Datos. Ahora precisamente trataba de descubrir que era con exactitud lo que se llevaban entre manos. Mira a ver si puedes localizar al chico o a la Ferrami.

Berrington ya no tenía inconveniente en dedicarse a la vigilancia. La situación era desesperada. No era el momento de enarbolar la bandera de la dignidad; si fallaba en la tarea de frenar en seco a Jeannie, no le quedaría dignidad alguna que defender.

Al volver a la casa de Logan se la encontró oscura y desierta; el Mercedes rojo de Jeannie había desaparecido. Esperó cosa de una hora, pero no se presentó nadie. Dando por supuesto que la muchacha habría vuelto a su casa, regresó a Baltimore y recorrió en ambos sentidos la calle donde vivía Jeannie, pero el coche de la joven tampoco estaba allí.

Asomaba la aurora cuando se detuvo delante de su domicilio en Roland Park. Entró en casa y telefoneó a Jim, pero no obtuvo respuesta ni en su domicilio ni en la oficina. Berrington se tendió en la cama, y continuó allí vestido, con los párpados cerrados, pero aunque estaba exhausto, la preocupación le mantuvo despierto.

Se levantó a las siete y volvió a llamar a Jim, pero no consiguió ponerse en contacto con él. Tomó una ducha, se afeitó y se puso unos pantalones de algodón negros y un polo a rayas. Se bebió un vaso largo de zumo de naranja de pie en la cocina. Miró la edición dominical del Baltimore Sun, pero los titulares no le dijeron absolutamente nada; era como si estuviesen escritos en finlandés.

Proust llamó a las ocho.

Jim se había pasado la mitad de la noche en el Pentágono, con un amigo que era general, interrogando al personal del centro de datos, con el pretexto de que investigaba una brecha en la seguridad. Al general, un amigote de los tiempos en que Jim estaba en la CIA, sólo le dijo que Logan trataba de sacar a la luz una operación secreta realizada en los setenta y que él, Jim, pretendía impedírselo.

El coronel Logan, que continuaba arrestado, no decía nada, salvo «Quiero hablar con mi abogado». No obstante, los resultados del barrido de Jeannie estaban en la terminal de la computadora y Steve los había utilizado; eso permitió a Jim enterarse de lo que descubrieron.

– Supongo que tú debiste encargar electrocardiogramas de todos los niños -dijo Jim.

Berrington lo había olvidado, pero ahora volvió a su memoria.

– Sí, los encargamos.

– Logan los encontró.

– ¿Todos?

– Los ocho.

Era la peor de todas las noticias posibles. Los electrocardiogramas, como los de gemelos univitelinos, eran tan semejantes como si se hubiesen tomado a una misma persona en diferentes fechas. Steve y su padre, así como seguramente Jeannie, debían de saber ya que Steve era uno de ocho clones.

– ¡Rayos! -exclamó Berrington-. Hemos mantenido esto en secreto durante veintidós años, y ahora esa maldita chica va y lo descubre.

– Te dije que deberíamos haberla hecho desaparecer.

Sometido a presión, Jim era de lo más insultante. Y después de pasarse una noche en blanco, a Berrington no le sobraba paciencia.

– Si vuelves a pronunciar lo de «Te dije», te vuelo la maldita cabeza, lo juro.

– ¡Está bien, está bien!

– ¿Lo sabe Preston?

– Sí. Dice que estamos acabados, pero siempre lo dice.

– Esta vez podría tener razón.

La voz de Jim adoptó un tono de patio de armas:

– Tú puedes estar preparado para darte por vencido, Berry, pero yo no -rechinó-. Sea como sea, hemos de mantenerlo tapado hasta la conferencia de prensa de mañana. Si nos las arreglamos para conseguirlo, la venta se consumará.

– Pero ¿qué pasará después?

– Después dispondremos de ciento ochenta millones de dólares, y no sabes la enorme cantidad de silencio que se compra con eso.

Berrington deseó creerle.

– Ya que eres tan listo, ¿qué crees que deberíamos hacer ahora?

– Hemos de averiguar cuánto saben. Nadie tiene la certeza de que, cuando salió del Pentágono, Steve Logan llevase en el bolsillo una copia de la lista de nombres y direcciones. La teniente del centro de datos jura que no, pero su palabra no me basta. Ahora bien, esas direcciones tienen veintidós años de antigüedad. Y ésta es mi pregunta: contando sólo con los nombres, ¿puede Jeannie Ferrami seguir la pista de los clones y dar con ellos?

– La respuesta es sí -repuso Berrington-. En el departamento de Psicología somos expertos en eso. Tenemos que hacerlo constantemente, rastrear gemelos idénticos. Si esa lista llegó anoche a manos de Jeannie Ferrami, a estas horas ya habrá encontrado a alguno de ellos.

– Me lo temía. ¿Hay algún modo de comprobarlo?

– Supongo que puedo llamarlos y descubrir si han tenido noticias de ella.

– Tendrás que ser discreto.

– Me sacas de quicio, Jim. A veces te comportas como si fueras el único tío, en todo Estados Unidos con medio jodido cerebro. Claro que seré discreto. Volveré a llamarte.

El golpe que dio al colgar resonó estruendoso.

Los nombres y números de teléfono de los clones, escritos en una clave sencilla, estaban en su Wizard. Lo sacó de un cajón del escritorio y lo abrió.

Les había seguido la pista a lo largo de los años. Se sentía hacia ellos mucho más paternal que Preston o Jim. Al principio, escribía cartas desde la Clínica Aventina, pidiendo información, con el pretexto de ponerse al corriente en los estudios sobre el tratamiento de hormonas. Con posterioridad, cuando esa excusa resulto inverosímil, recurrió a diversos subterfugios, tales como fingirse agente de la propiedad inmobiliaria que llamaba para preguntar si tenían intención de vender la casa o hacerse pasar por vendedor de libros que deseaba saber si los padres estarían interesados en adquirir una obra en la que figuraban todas las becas disponibles para los hijos de antiguos miembros del estamento militar. Había observado con creciente consternación que la mayoría de los muchachos evolucionaban de la condición de niños inteligentes pero desobedientes a la de audaces delincuentes juveniles y a la de brillantes adultos inestables. Eran desdichados subproductos de un experimento histórico, pero el se sentía culpable debido a los muchachos. Lloró cuando Per Ericson se mató mientras realizaba saltos mortales en la pista de esquí de Vail.

Contempló la lista mientras trataba de imaginar un pretexto plausible para llamar. Luego cogió el teléfono y marcó el número del padre de Murray Claud. El teléfono sonó y sonó, pero no respondió nadie. Al final, Berrington se figuró que aquel era el día en que el hombre iba a la cárcel a visitar a su hijo.

A continuación llamó a George Dassault. Esa vez tuvo más suerte. Descolgó el auricular una joven voz conocida.

– ¿Sí, quién es?

– Aquí, la Bell Telephone, señor -dijo Berrington-: Estamos comprobando la existencia de llamadas fraudulentas. ¿Ha recibido usted alguna fuera de lo normal en las últimas veinticuatro horas?

– No, no puedo decirlo. Pero he estado ausente de la ciudad desde el viernes, así que no me encontraba aquí para responder al teléfono.

– Gracias por colaborar en nuestro estudio, señor. Adiós.

Jeannie podía tener el nombre de George, pero no había entrado en contacto con él. Claro que eso era poco concluyente.

Berrington probó entonces con Hank King, de Boston.

– ¿Sí, quién es?

Era asombroso, reflexionó Berrington, todos contestaban al teléfono de la misma forma carente de simpatía. Puede que no hubiese un gen que suavizase los modales telefónicos. Pero la investigación de mellizos estaba plagada de tales fenómenos.

– Aquí la AT y T -dijo Berrington-. Estamos realizando un estudio relativo al uso fraudulento del teléfono y desearíamos saber si ha recibido usted alguna llamada extraña o sospechosa en el curso de las últimas veinticuatro horas.

La voz de Hank tenía dificultades con las palabras.

– Dios, la juerga ha sido tan tremenda, que no podría recordarlo. -Berrington puso los ojos en blanco. Claro, ayer fue el cumpleaños de Hank. Estaba seguro de que se emborrachó o se drogó. O las dos cosas-. ¡No, espere un momento! Hubo algo. Ahora me acuerdo. Fue en medio de la jodida noche. Ella dijo que estaba en la policía de Boston.

– ¿Ella? -Muy bien podía haber sido Jeannie, pensó Berrington, con la premonición de una mala noticia.

– Sí, era una mujer.

– ¿Dio su nombre? Eso nos permitiría determinar su autenticidad.

– Claro que lo dio, pero no lo recuerdo. Sarah o Carol o Margaret… o Susan, eso es, detective Susan Farber.

Ya no cabía duda. Susan Farber era la autora de Gemelos idénticos educados en ambientes distintos, único libro sobre el tema. Jeannie había empleado el primer nombre que se le vino a la cabeza. Lo que significaba que tenía la lista de nombres. Berrington se sintió aterrado.

– ¿Qué dijo, señor?

– Me preguntó mi fecha y lugar de nacimiento.

Eso le confirmaría que estaba hablando con el verdadero Henry King.

– Me pareció que era como un poco raro -continuo Hank-. ¿Se trata de algún tipo de chanchullo?

Acuciado por la situación, Berrington inventó:

– Realizaba una prospección de datos para una compañía de seguros. Es ilegal, pero lo hacen. AT y T lamenta las molestias que hayamos podido ocasionarle, señor King, y le agradecemos la cooperación que nos ha prestado en nuestro estudio.

– No faltaría más.

Berrington colgó, absolutamente desolado. Jeannie tenía los nombres. Que los localizase a todos sólo era cuestión de tiempo.

Berrington se hallaba ante la situación más comprometida de su vida.

54

Mish Delaware se negó en redondo a subirse a un coche y trasladarse a Filadelfia para entrevistar a Harvey Jones.

– Ya lo hicimos ayer -respondió a Jeannie, cuando esta consiguió hablar con ella por teléfono, a las siete y media de la mañana-. Mi nieta cumple hoy un año. Tengo una vida privada, ¿sabes?

– ¡Pero te consta que estoy en lo cierto! -protestó Jeannie-. Tuve razón en el caso de Wayne Stattner… era un doble de Steve.

– Salvo por el pelo. Y el individuo tenía coartada.

– ¿Qué vas a hacer, entonces?

– Voy a llamar a la policía de Filadelfia, hablaré con alguien de la Unidad de Delitos Sexuales de allí y le pediré que vaya a verle. Enviaré por fax el retrato electrónico de identificación facial. Ellos comprobarán si Harvey Jones se parece al sujeto del retrato y le preguntarán si puede dar cuenta de sus movimientos en la tarde del domingo pasado. Si los resultados son «Si» y «No», respectivamente, tendremos un sospechoso.

Jeannie colgó el teléfono con un golpe furioso. ¡Después de haber pasado por todo lo que había pasado! ¡Después de haber estado toda la noche siguiendo la pista y localizando a los clones!

Si de algo estaba segura era de que no iba a quedarse cruzada de brazos, a la espera de que la policía hiciese algo. Decidió ir a Filadelfia y echarle una mirada a Harvey. No le abordaría ni le dirigiría la palabra. Aparcaría el coche delante de su casa y comprobaría si la abandonaba. Caso de fallar eso, podría hablar con sus vecinos y enseñarles la foto de Steve que Charles le había dado. De una manera o de otra, se las arreglaría para determinar que era el doble de Steve.

Llegó a Filadelfia alrededor de las diez y media. En la Ciudad Universitaria había familias negras que vestían con elegancia y se congregaban fuera de las iglesias evangélicas y adolescentes ociosos que fumaban en los porches de las vetustas casas, pero los estudiantes aún estaban en la cama y su presencia en el barrio sólo la denunciaban los desvencijados Toyotas y los abollados Chevrolets cubiertos de pegatinas que aclamaban gráficamente a equipos deportivos de las facultades y a las emisoras de radio de la localidad.

El edificio donde vivía Harvey Jones era una casa victoriana enorme y destartalada, dividida en apartamentos. Jeannie encontró un espacio libre en un aparcamiento, al otro lado de la calle, y observó la puerta de la fachada durante un rato.

A las once entró en el edificio.

El inmueble se aferraba tenazmente a sus últimos vestigios de respetabilidad. Una zarrapastrosa alfombra ascendía por la escalera y en los alfeizares de las ventanas se veían jarrones baratos con flores de plástico cubiertas de polvo. Avisos de papel, escritos a mano con la esmerada caligrafía de una mujer de edad, rogaban a los inquilinos que cerrasen las puertas sin dar golpes, que sacasen la basura en bolsas de plástico bien cerradas y que no dejasen que los niños jugaran por los pasillos.

Vive aquí, pensó Jeannie, y notó un hormigueo en la piel. Me pregunto si estará ahora en su casa.

La dirección de Harvey era el 5B, que estaba en el último piso. Llamó a la primera puerta de la planta baja. Un hombre con cara de sueño, pelo largo y barba enmarañada salió descalzo a abrir.

Jeannie le mostró la foto. El hombre sacudió negativamente la cabeza y cerró de un portazo. Le recordó al residente del edificio de Lisa que le había dicho: «¿Dónde te crees que estás, joven… en la aldea de Hicksville? Ni siquiera se que aspecto tiene esa vecina».

Jeannie apretó los dientes y subió a pie los cuatro pisos, hasta la última planta de la casa. En la puerta del apartamento 5B había un marquito de metal con una tarjeta que decía simplemente «Jones». La puerta no tenía ningún otro rasgo distintivo.

Jeannie permaneció unos segundos allí quieta, atento el oído. Lo único que pudo percibir fueron los asustados latidos de su propio corazón. Ningún ruido llegaba del interior del piso. Probablemente no estaba allí.

Llamó con los nudillos a la puerta del 5A. Se abrió al cabo de un momento y en el hueco apareció un hombre blanco muy entrado en años. Llevaba un traje a rayas que en otro tiempo debió de ser elegante y su pelo tenía un color tan rojizo que por fuerza tenía que ser producto del tinte. El anciano parecía cordial.

– Hola -dijo.

– Hola. ¿Está su vecino en casa?

– No.

Jeannie se sintió aliviada y decepcionada a la vez. Sacó la foto de Steve que le había dado Charles.

– ¡Se parece a este chico?

El hombre tomó la foto y la contempló con los párpados entornados.

– Sí, es él.

«¡Tenía razón! ¡Estaba en lo cierto! ¡Mi programa informático de búsqueda funciona!»

– Guapísimo, ¿verdad?

El vecino era homosexual, supuso Jeannie. Un viejo gay elegantón. Jeannie sonrió.

– Opino lo mismo. ¿Tiene usted idea de dónde puede estar esta mañana?

– Se va casi todos los domingos. Suele marcharse hacia las diez y vuelve pasada la hora de la cena.

– ¿Salió el domingo pasado?

– Sí, señorita, creo que sí.

«Es él, tiene que ser él.»

– ¿Sabe usted adónde va?

– No.

«Pero yo sí. Va a Baltimore.»

El hombre continuó: -No habla mucho. A decir verdad, no habla nada. ¿Es usted detective?

– No, aunque me siento como si lo fuera.

– ¿Qué ha hecho el mozo?

Jeannie vaciló. Luego pensó: «¿Porqué no contarle la verdad?».

– Creo que es un violador.

El hombre no dio muestras de sorprenderse.

– No me cuesta nada creerlo. Es un chico extraño. He visto jovencitas salir de ahí llorando. Ha sucedido en dos ocasiones.

– Me gustaría poder echar un vistazo al interior. Tal vez encontrase algo que lo relacionara con la violación.

El vecino le dirigió una mirada pícara.

– Tengo la llave.

– ¿De veras?

– Me la dio el inquilino anterior. Éramos buenos amigos. Después de que dejara el piso, no la devolví. Y este muchacho no cambió la cerradura cuando se mudo aquí. Supongo que se figura que es demasiado alto y fuerte para que intenten robarle.

– ¿Me dejaría usted entrar?

Titubeó el hombre.

– También yo siento cierta curiosidad por echar una mirada. Pero ¿y si vuelve mientras estamos dentro? Es bastante corpulento… No me gustaría nada que se pusiera furioso conmigo.

La idea también le puso a Jeannie la piel de gallina, pero la curiosidad era más fuerte aún que el temor.

– Correré el riesgo si lo corre usted -dijo.

– Espere aquí. Enseguida vuelvo.

¿Qué iba a encontrar dentro? ¿Un templo dedicado al sadismo como en el piso de Stattner? ¿Un antro repelente lleno de comida a medio consumir y ropa sucia? ¿La limpieza llevada a las últimas consecuencias por una personalidad obsesiva?

Reapareció el vecino.

– A propósito, me llamo Maldwyn.

– Yo, Jeannie.

– Mi verdadero nombre es Bert, la verdad, pero es un nombre que tiene muy poca gracia, ¿no le parece? Siempre me he llamado a mi mismo Maldwyn.

Introdujo una llave en la cerradura de la puerta del 5B y entró.

Jeannie hizo lo propio.

Era el típico apartamento de un estudiante, un estudio con cocina americana y cuarto de baño minúsculo. Estaba amueblado con un diverso surtido de trastos de desecho; un aparador de pino, una mesa pintada, tres sillas de distintos juegos, un sofá hundido y un televisor grande, viejo, de modelo antiguo. Hacía bastante tiempo que no se limpiaba y la cama estaba revuelta. Era decepcionantemente típico.

Jeannie cerró tras de sí la puerta del apartamento.

– No toque nada, sólo mire… -advirtió Maldwyn-, no quiero que sospeche que he entrado aquí.

Jeannie se preguntó qué esperaba encontrar. ¿Un plano del edificio del gimnasio, el cuarto de la sala de máquinas de la piscina con la anotación de «La violé aquí»? No se había llevado ninguna prenda interior de Lisa como recuerdo grotesco. Tal vez la estuvo acechando y fotografiando durante semanas antes de lanzarse. Cabía la posibilidad de que tuviese una pequeña colección de artículos birlados: un lápiz de labios, una cuenta de un restaurante, el envoltorio de una barrita de caramelo, propaganda de la que se envía por correo, con la dirección en el sobre.

Mientras examinaba el cuarto, empezó a entender con cierto detalle la personalidad de Harvey. En una pared había un encarte central, arrancado de una revista masculina, en el que aparecía la imagen de una mujer desnuda, con el vello púbico afeitado y la carne de los labios de la vagina atravesados por un aro. Jeannie se estremeció.

Inspeccionó la librería. Vio Los 120 días de Sodoma, del marqués de Sade, y una serie de cintas de video clasificadas X, con títulos como Dolor y Extremo. Había también algunos textos sobre economía y temas comerciales; al parecer Harvey cursaba un master de administración de empresas.

– ¿Puedo echar un vistazo a su guardarropa? -preguntó. No deseaba que Maldwyn se molestase.

– Claro, ¿por qué no?

Abrió cajones y armarios. Las ropas de Harvey eran como las de Steve, un tanto conservadoras para su edad: pantalones clásicos y polos, chaquetas deportivas de tweed, camisas, zapatos de cordones y mocasines. El frigorífico estaba vacío de alimentos, pero tenía dos paquetes de seis botellines de cerveza y una botella de leche: Harvey comía fuera. Debajo de la cama encontró una bolsa de deporte con una raqueta de squash y una toalla sucia.

El desencanto cundió en Jeannie. Allí era donde vivía el monstruo, pero no era ningún palacio de perversión, sólo una estancia sucia y desordenada, con cierta repugnante pornografía.

– Se acabó -le dijo a Maldwyn-. No estoy segura de lo que buscaba, pero no está aquí.

Y entonces la vio. Colgada de un gancho, detrás de la puerta del apartamento, había una gorra roja de béisbol.

La moral de Jeannie se elevó hacia la estratósfera. «Tenía razón, he pillado a este hijo de puta ¡y ahí está la prueba! Se acercó. La palabra SEGURIDAD figuraba impresa con letras blancas en la parte frontal de la gorra. Jeannie no pudo resistir la tentación de ejecutar una victoriosa danza de guerra por el apartamento de Harvey Jones.

– Ha encontrado algo, ¿eh?

– El muy canalla llevaba puesta esa gorra cuando violó a mi amiga. Salgamos de aquí.

Abandonaron el apartamento y cerraron la puerta. Jeannie estrechó la mano de Maldwyn.

– No puedo agradecérselo lo suficiente. Esto es importante de verdad.

– ¿Qué va a hacer ahora? -preguntó el hombre.

– Volver a Baltimore y llamar a la policía -respondió Jeannie.

Mientras regresaba a casa por la I 95, se puso a pensar en Harvey Jones. ¿Por qué iba a Baltimore los domingos? ¿A ver a una novia? Tal vez, pero la explicación más probable era que sus padres viviesen allí. Muchos estudiantes llevaban a casa la ropa sucia los fines de semana. Seguramente estaría ahora en la ciudad, degustando la carne asada que hubiese preparado la madre o viendo por la tele un partido de fútbol junto a su padre. ¿Asaltaría a otra chica por el camino de vuelta a su casa?

¿Cuántas familias Jones había en Baltimore: mil? Ella conocía a un Jones, claro: su antiguo jefe, el profesor Berrington Jones…

«Oh, Dios mío. Jones.»

La impresión resultó tan fuerte que tuvo que hacerse a un lado de la interestatal y parar.

«Harvey Jones podía ser hijo de Berrington.»

Recordó de súbito el pequeño gesto que Harvey hizo en la cafetería de Filadelfia, la primera vez que se lo encontró. Se había atusado las cejas con la yema del dedo índice. En aquel momento le intrigó un poco, porque le pareció que aquel gesto lo había visto antes. No logró recordar a quien le vio realizarlo y pensó vagamente que debió de ser Steve o Dennis, dado que los clones suelen tener ademanes idénticos. Pero ahora se acordaba. Era Berrington. Berrington se alisaba las cejas con la yema del dedo índice. En aquel acto había algo que irritaba a Jeannie, algo fastidiosamente presuntuoso o quizá vanidosamente arrogante. No era un gesto que todos los clones tuviesen en común, como cerrar las puertas con el talón cuando entraban en un cuarto. Harvey lo había aprendido de su padre, como expresión de autosuficiencia.

Probablemente, Harvey estaría en aquellos instantes en casa de Berrington.

55

Preston Barck y Jim Proust llegaron a casa de Berrington hacia el mediodía y se sentaron en el estudio con unas cervezas. Ninguno había dormido gran cosa, y su aspecto era lamentable. Marianne, el ama de llaves, preparaba el almuerzo dominical y el aroma apetitoso de sus guisos llegaba a ráfagas desde la cocina, pero nada podía levantar el alicaído ánimo de los tres socios.

– Jeannie habló con Hank King y con la madre de Per Ericson -informó Berrington, hundido en el pesimismo-. No he tenido ocasión de comprobar si también lo hizo con algún otro, pero los habrá localizado antes de mucho tiempo.

– Seamos realistas -dijo Jim-: Exactamente, ¿qué puede haber hecho esa chica antes de mañana a estas horas?

Preston Barck estaba con el ánimo por los suelos.

– Te diré lo que haría yo en su lugar -dijo-. Me encantaría montar una demostración pública de lo que hubiese descubierto, de forma que, si pudiera, cogería a dos o tres de los muchachos, me los llevaría a Nueva York y me plantaría en el programa Buenos días, América. A la televisión le vuelven loca los gemelos.

– Dios no lo permita -dijo Berrington.

Se detuvo un coche fuera. Jim miró por la ventana y anuncio: -Un viejo Datsun herrumbroso.

– Empieza a gustarme la idea original de Jim -dijo Preston-. Hacerlos desaparecer.

– ¡No habrá ninguna muerte! -chilló Berrington.

– No grites, Berry -dijo Jim con sorprendente calma-. A decir verdad, supongo que fanfarroneaba un poco al hablar de hacer que eliminasen a la gente. Quizás hubo una época en la que tenía poder para ordenar que matasen a alguien, pero realmente ahora ya no es así. En los últimos días he pedido algunos favores a viejos amigos, y aunque me los han prestado sin poner pegas, comprendo que todo tiene un límite.

Berrington pensó: «Gracias a Dios».

– Pero tengo otra idea -dijo Jim.

Sus dos socios se lo quedaron mirando.

– Nos acercamos discretamente a cada una de las ocho familias. Confesamos los errores que cometimos en la clínica durante los primeros días. Decimos que no se causó ningún daño pero que deseamos evitar la publicidad sensacionalista. Les ofrecemos un millón de dólares como compensación. Será pagadero en diez años y les diremos que los pagos se suspenderán en el momento en que hablen…, en cuanto se lo cuenten a alguien: a la prensa, a Jeannie Ferrami, a los científicos, a cualquiera.

Berrington afirmó despacio con la cabeza.

– Santo Dios, eso sí que puede salir bien. ¿Quién va a decir no a un millón de dólares?

– Lorraine Logan -replicó Preston-. Quiere demostrar la inocencia de su hijo.

– Exacto. No lo haría ni por diez millones.

– Todo el mundo tiene su precio -dijo Berrington, que había recuperado su característica prepotencia-. De todas formas, poco podemos hacer sin la colaboración de uno o dos de los otros.

Preston decía que sí con la cabeza. También Berrington vislumbraba una nueva esperanza. Podía haber un modo de hacer callar los Logan. Pero existía un obstáculo más serio.

– ¿Y si Jeannie se presenta al público antes de las veinticuatro horas? -sugirió-. Lo más probable sería que la Landsmann aplazase la toma de posesión en tanto se investigaban los alegatos. Y entonces no dispondríamos de ningún millón de dólares para ir repartiéndolo.

– Tenemos que enterarnos de sus intenciones: cuánto ha descubierto hasta ahora y qué planes está tramando.

– No se me ocurre ningún modo de hacerlo -dijo Berrington.

– A mí sí -afirmó Jim, sonriendo-. Conocemos una persona que: podría fácilmente ganarse su voluntad y averiguar con exactitud qué le bulle en la cabeza.

La rabia empezó a crecer dentro de Berrington.

– Sé lo que estas pensando…

– Ahí llega ya -dijo Jim.

Sonaron unos pasos en el vestíbulo y segundos después entraba el hijo de Berrington.

– ¡Hola, papá! -saludó-. ¿qué tal, tío Jim? ¿Cómo te va, tío Preston?

Berrington le contempló con una mezcla de orgullo y pesar. Parecía un chico maravilloso con sus pantalones de pana azul marino y su jersey de algodón azul celeste. De cualquier modo, ha heredado mi estilo de vestir, pensó Berrigton. Dijo:

– Tenemos que hablar, Harvey.

Jim se puso en pie.

– ¿Quieres una cerveza, chico?

– Claro -aceptó Harvey.

Jim Proust tenía una fastidiosa tendencia a alentar en Harvey las malas costumbres.

– Olvida la cerveza -saltó Berrington-. Jim, ¿por qué no os vais Preston y tú al salón y nos dejáis a nosotros dos echar unas parrafadas?

El salón era una estancia rigurosamente protocolaria que Berrington jamás utilizaba.

Salieron Preston y Jim. Berrington se puso en pie y abrazó a Harvey.

– Te quiero, hijo -declaró-. Incluso aunque seas malvado.

– ¿Soy malvado?

– Lo que le hiciste a esa pobre chica en el sótano del gimnasio fue una de las cosas más infames que puede hacer un hombre.

Harvey se encogió de hombros.

Santo Dios, no he logrado inculcarle el sentido del bien y del mal, pensó Berrington. Pero era demasiado tarde para tales lamentaciones.

– Siéntate y escúchame un momento -dijo.

Harvey se sentó.

– Tu madre y yo intentamos durante años tener un hijo, pero teníamos problemas -explicó-. En aquella época, Preston trabajaba en la fertilización in vitro, método en el que el espermatozoide y el óvulo se unen en el laboratorio y después el embrión se implanta en el útero.

– ¿Me estás diciendo que soy un niño probeta?

– Eso es secreto. Jamás debes decírselo a nadie, en toda tu vida. Ni siquiera a tu madre.

– ¿Ella no lo sabe? -articuló Harvey, atónito.

– Hay algo más que eso. Preston tomó un embrión vivo y lo dividió, formando así gemelos.

– ¿Ese muchacho al que detuvieron por la violación?

– Lo dividió más de una vez.

Harvey asintió. Todos tenían la misma inteligencia viva y rápida.

– ¿Cuántas?

– Ocho.

– ¡Joder! Y supongo que el esperma no procedía de ti.

– No.

– ¿De quién?

– De un teniente del ejército destinado en Fort Bragg: alto, fuerte, bien constituido, inteligente, agresivo y guapo.

– ¿Y la madre?

– Una mecanógrafa de West Point, igualmente bien dotada.

Una sonrisa torcida contorsionó el agraciado rostro del muchacho.

– Mis verdaderos padres.

Berrington hizo una mueca.

– No, ellos no son tus padres -dijo-. Te gestaste en el vientre de tu madre. Ella te alumbró y, créeme, fue doloroso. Te vimos dar los primeros pasos vacilantes, forcejear con el cubierto para conseguir meterte en la boca la primera cucharada de puré de patatas y balbucear tus primeras palabras. -Berrington observaba atentamente el semblante de su hijo, pero no pudo adivinar si el chico le creía o no.

«Diablos, nuestro cariño hacia ti fue creciendo más y más, mientras tu te hacías cada vez menos adorable. Todos los malditos años nos llegaba el mismo informe del colegio: "Es muy agresivo, no ha aprendido aún a compartir, pega a los otros chicos, tiene dificultades en los deportes de equipo, alborota la clase, debe aprender a respetar a los integrantes del sexo contrario". Cada vez que te expulsaban de un colegio, teníamos que emprender una penosa peregrinación para rogar e implorar que te admitiesen en otro. Contigo lo intentamos a base de mimos, de golpes, de retirarte los privilegios. Te llevamos a tres psicólogos infantiles distintos. Nos amargaste la vida.

– ¿Estás diciendo que destrocé vuestro matrimonio?

– No, hijo, de eso me encargue yo solito. Lo que trato de decirte es que te quiero, hagas lo que hagas, exactamente igual que los demás padres quieren a sus hijos.

Harvey seguía turbado.

– ¿Porqué me cuentas todo eso ahora?

– Seleccionaron a Steve Logan, uno de tus dobles, como sujeto de estudio en mi departamento. Como puedes imaginar, me llevé un sobresalto de todos los diablos cuando le vi allí. Luego la policía lo detuvo por la violación de Lisa Hoxton. Pero una de las profesoras, Jeannie Ferrami, empezó a recelar algo. Para abreviar, te diré que está siguiéndote la pista. Quiere demostrar la inocencia de Steve Logan. Y probablemente desea también sacar a la luz toda la historia de los clones y arruinarme.

– ¿Es la mujer que conocí en Filadelfia?

Berrington se quedó de piedra.

– ¿Qué la conociste?

– Tío Jim me llamó y me encargó que le diera un susto.

Berrington montó en cólera.

– El muy hijo de perra, voy a arrancarle su jodida cabeza de encima de los hombros…

– Cálmate, papá, no pasó nada. Sólo dimos un paseo en su coche. Es mona la chica, a su modo.

Le costó un buen esfuerzo, pero Berrington se dominó.

– Tu tío Jim siempre ha sido un irresponsable en su actitud hacia ti. Le encanta tu insensatez, sin duda porque también el es un imbécil nervioso.

– A mí me cae bien.

– Vamos a hablar de lo que debemos hacer. Necesitamos enterarnos de las intenciones de Jeannie Ferrami, especialmente en lo que se refiere a las veinticuatro horas inmediatas. Hemos de averiguar si tiene alguna prueba que te relacione con Lisa Hoxton. Sólo se nos ha ocurrido un modo de llegar a ella.

Harvey asintió.

– Quieres que vaya a hablarle, haciéndome pasar por Steve Logan.

– Sí.

Harvey sonrió.

– Suena divertido.

Berrington gruñó.

– No cometas ninguna tontería, por favor. Sólo habla con ella.

– ¿Quieres que vaya ahora mismo?

– Sí, hazme el favor. No sabes lo que me molesta pedirte que hagas esto…, pero has de hacerlo por ti tanto como por mí.

– Tranquilo, papá… ¿qué puede pasar?

– Tal vez me preocupe demasiado. Supongo que no entraña un gran peligro ir al piso de una chica.

– ¿Y si el verdadero Steve estuviese allí?

– Echa una mirada a los coches aparcados en la calle. Steve tiene un Datsun como el tuyo; esa es otra razón por la que la policía estaba tan segura de que era el autor de la violación.

– ¡Te estás quedando conmigo!

– Sois como gemelos idénticos, elegís las mismas cosas. Si ves su coche en la calle, no subas. Me llamas y trataremos de idear algún modo de hacerle salir de la casa.

– Supongamos que se presenta cuando yo estoy allí.

– Vive en Washington.

– Está bien. -Harvey se levantó-. ¿Cuál es la dirección?

– La chica vive en Hampden. -Berrington escribió las señas en una tarjeta y se la tendió-. Ve con cuidado, ¿de acuerdo?

– Claro. Hasta pronto, Moctezuma.

Berrington sonrió forzadamente.

– Hasta dentro de un plís plas, carrasclás.

56

Harvey recorrió la calle de Jeannie en ambos sentidos, al tiempo que buscaba con la vista un coche como el suyo. Había cantidad de automóviles vetustos, pero no localizó ningún Datsun herrumbroso de color claro. Steve Logan no andaba por los alrededores.

Encontró un hueco cerca de la casa de Jeannie, aparcó y apagó el motor. Permaneció un rato sentado en el coche. Iba a necesitar todos sus recursos mentales. Se alegró de no haber bebido aquella cerveza que le había ofrecido tío Jim.

No dudaba que Jeannie le tomaría por Steve, puesto que ya lo hizo antes una vez, en Filadelfia. Steve y el eran físicamente idénticos. Pero la conversación sería algo más peliagudo. La muchacha aludiría a un sinfín de cosas que teóricamente el debía conocer.

Estaría obligado a responder a ellas sin demostrar ignorancia. Debía conservar la confianza de la muchacha el tiempo suficiente para descubrir las pruebas que tenía contra él y lo que proyectaba hacer con lo que había averiguado. Sería muy fácil cometer algún desliz y traicionarse.

Pero mientras meditaba sobriamente en el amedrentador desafío que constituía suplantar a Steve, a duras penas lograba contener su emoción ante la perspectiva de volver a ver a Jeannie. Lo que hubiera hecho con ella en el coche habría sido el más apasionante encuentro sexual de que hubiera disfrutado nunca. Incluso más alucinante que el de encontrarse en el vestuario de mujeres con todas ellas dominadas por el pánico. Se excitaba cada vez que se ponía a sonar en desgarrarle la ropa mientras el automóvil rodaba haciendo eses de un lado a otro de la autopista. Se daba perfecta cuenta de que ahora tenía que concentrarse en la tarea. No debía pensar en el semblante contraído por el miedo de la muchacha ni en sus fuertes piernas retorciéndose y agitándose. Tenía que arrancarle la información y luego retirarse. Pero nunca, en toda su vida, había sido capaz de comportarse de manera razonable.

Jeannie telefoneó a la policía nada más llegar a casa. Sabía que Mish no iba a estar en el cuartelillo, pero dejó recado para que la detective la llamase con la máxima urgencia.

– ¡No dejó usted también un mensaje urgente a primera hora de esta mañana? -le preguntaron.

– Sí, pero este es otro, tan importante como aquél.

– Haré cuánto esté en mi mano para transmitirlo -manifestó la voz escépticamente.

La siguiente llamada la hizo a la casa de Steve, pero no descolgaron el teléfono. Supuso que estarían con el abogado, intentando conseguir la libertad de Charles, y que Steve la llamaría en cuanto le fuera posible.

Se sentía desilusionada; estaba deseando dar a alguien la buena noticia. La emoción de haber dado con el apartamento de Harvey se disipó y Jeannie empezó a sentirse deprimida. Volvió a pensar en lo peligrosa que era su situación frente al futuro, sin dinero, sin empleo y sin forma humana de ayudar a su madre.

Se preparó un desayuno tardío como método para animarse. Se hizo tres huevos revueltos, puso en la parrilla el beicon que compró el día anterior para Steve y se lo comió acompañado de tostadas y café. Cuando dejaba los platos en el fregadero sonó el timbre del portero automático.

Cogió el interfono.

– ¡Hola!

– ¿Jeannie? Soy Steve.

– ¡Entra! -acogió ella, eufórica.

Steve llevaba un jersey de algodón del mismo color que sus ojos, y parecía estar en buena forma para comer. Jeannie lo besó y lo apretó contra sí, dejando que sus senos se oprimieran debidamente sobre el pecho de Steve. Las manos del chico se deslizaron espalda abajo hasta las nalgas de Jeannie y la apretó también contra su cuerpo. Steve volvía a oler distinto: se había aplicado alguna clase de loción para después del afeitado con fragancia de hierbas. También sabía distinto, algo así como si hubiera bebido té.

Al cabo de un momento, Jeannie se separó.

– No vayamos demasiado aprisa jadeó. Deseaba saborear aquello-. Sentémonos. ¡Tengo muchas cosas que contarte!

El chico se sentó en el sofá y ella se acercó al frigorífico.

– ¿Vino, cerveza, café?

– Vino me parece de perlas.

– ¿Crees que estará bueno?

Qué diablos quería decir con eso de «¿Crees que estará bueno?».

– No sé -respondió.

– ¿Cuánto tiempo hace que la descorchamos?

«Muy bien, compartieron una botella de vino, pero no se la acabaron, así que volvieron a ponerle el corcho, la guardaron en el frigorífico y ahora ella se pregunta si el vino estará bien. Pero quiere que sea yo quien decida.»

– Veamos, ¿qué día fue?

– El miércoles; hace cuatro días.

El chico ni siquiera sabía si se trataba de vino tinto o blanco. «Mierda.»-Demonios, echa un poco en un vaso y lo probaremos.

– Genial idea.

Jeannie vertió un poco de vino en una copa y se lo tendió. Él lo saboreó.

– Se deja beber -dijo el muchacho.

Jeannie se inclinó por encima del respaldo del sofá.

– Deja que lo pruebe. -Le besó en los labios y dijo-: Abre la boca, quiero catar el vino. -El rió entre dientes e hizo lo que le pedía. Jeannie le introdujo la punta de la lengua en la boca. «Dios mío, esta mujer es realmente provocativa»-. Tienes razón -dijo Jeannie-. Se deja beber.

Se echó a reír, llenó la copa del chico e hizo lo propio con la suya.

El falso Steve empezó a sentirse a gusto.

– Pon algo de música -sugirió.

– ¿En qué?

El no tenía idea de lo que Jeannie estaba diciendo. «Oh, Cristo, acabo de meter la pata.» Miró en torno: nada de estero. «Tonto.»

– Mi padre me robó el estero, ¿no te acuerdas? -dijo Jeannie-. No tengo ningún aparato para poner música. Un momento, claro que tengo uno. -Pasó a la habitación contigua (el dormitorio, seguramente) y volvió con una de esas radios a prueba de agua que se cuelgan en la ducha-. Es una tontería, mamá me lo dio unas Navidades, antes de que empezara a volverse majareta.

«El padre le robó el estero, la madre esta pirada… ¿de qué clase de familia procede?»

– Suena fatal, pero es lo único que tengo. -Lo encendió-. Siempre está sintonizado en la 92Q.

– Veinte éxitos seguidos -dijo el muchacho automáticamente.

– ¿Cómo lo sabes?

«Ah, mierda, Steve no conocería las emisoras de radio de Baltimore.»

– La cogí en el coche cuando venía.

– ¿Qué clase de música te gusta?

«No tengo ni idea de los gustos de Steve, pero supongo que tu tampoco, así que la verdad servirá.»

– Me va el rap gangsta… Snoop Doggy Dog, Ice Cube, ese tipo de cosas.

– Joder, haces que me sienta una carrozona de mediana edad.

– ¿Qué te gusta a ti?

– Los Ramones, los Sex Pistols, los Damned. Quiero decir cuando era chica, una chica de verdad, una punki, ya sabes. Mi madre oía toda esa charanga horrible de los sesenta que a mí nunca me dijo nada. Luego, cuando me anduve por los once años, de pronto, zas! Talking Heads. ¿Te acuerdas de «Psycho Killer»?

– Desde luego que no.

– Vale, tu madre tenía razón, soy demasiado vieja para ti. -Se sentó junto a él. Le puso la mano sobre el hombro y luego la deslizó por dentro del jersey azul celeste. Le acarició el pecho y le frotó los pezones con la punta de los dedos. Le gustó-. Me alegro de que estés aquí -dijo.

Él también deseaba tocarle los pezones, pero tenía cosas más importantes qué hacer. Recurrió a toda su fuerza de voluntad para decir:

– Es preciso que hablemos en serio.

– Tienes razón. -Jeannie se irguió en el sofá y tomó un sorbo de vino-. Tú primero. ¿Sigue tu padre bajo arresto?

«Jesús, ¿qué tengo que decir?»

– No, primero tú -se escabulló-. Dijiste que tenías muchas cosas que contarme.

– Vale. Número uno: sé quién violó a Lisa. Se llama Harvey Jones y vive en Filadelfia.

«¡Cielo santo!» Harvey tuvo que esforzarse al máximo para mantener impávida la expresión. «Gracias a Dios que he venido aquí»

– ¿Hay pruebas de que sea él quien lo hizo?

– Estuve en su apartamento. El vecino de al lado me abrió la puerta con un duplicado de la llave y me facilitó la entrada.

«A ese jodido marica le voy a romper el asqueroso cuello.»

– Encontré la gorra de béisbol que llevaba el domingo pasado. Estaba colgada de un gancho, detrás de la puerta.

«¡Jesús! Debí haberla tirado. Pero ¿quién iba a imaginarse que alguien iba a seguirme la pista y a dar conmigo?»

– Lo has hecho asombrosamente bien. -Steve se mostraría entusiasmado con tales noticias; le libraba de toda sospecha-. No sé cómo darte las gracias.

– Ya se me ocurrirá algo. -Jeannie le dedicó una sonrisa pícaramente sensual.

«¿Podré volver a Filadelfia a tiempo de desembarazarme de esa gorra antes de que se presente allí la policía?»

– Todo esto se lo habrás contado ya a la policía, ¿no?

– No. Dejé un mensaje para Mish, pero aún no me ha llamado.

«¡Aleluya! Aún tengo una oportunidad.»

– No te preocupes -continuó Jeannie-. Ignora por completo que estemos ya encima de él. Pero no has oído lo mejor. ¿A quién más conocemos que se llame Jones?

«¿Digo "Berrington"? ¿Se le ocurriría a Steve decirlo?»

– Es un apellido muy corriente…

– ¡Berrington, desde luego! ¡Creo que Harvey se ha criado como hijo de Berrington!

«Se supone que debo mostrarme sorprendido.»

– ¡Increíble! -exclamó Harvey.

«¿Qué rayos he de hacer ahora? Tal vez papá tenga alguna idea. He de contarle todo esto. Necesito una excusa para llamarle por teléfono.

Jeannie le tocó la mano.

– ¡Eh, mírate las uñas!

«Joder, ¿qué pasa ahora?»

– ¿Qué tienen de malo?

– ¡Te crecen rápido! Cuando saliste de la cárcel estaban rotas y como dientes de sierra. ¡Ahora las tienes largas!

– Todo se me cura enseguida. Jeannie le dio la vuelta a la mano y le lamió la palma.

– Hoy estás caliente -comentó Harvey.

– ¡Oh, Dios! Me paso de insinuante, ¿verdad? -Otros hombres le habían dicho lo mismo. Desde que llegó, Steve estuvo frío y reservado, y ella comprendía ahora el motivo-. Sé por qué lo dices. Toda la semana pasada te estuve dando largas y ahora tienes la sensación de que trato de devorarte para cenar.

El asintió.

– Sí, más o menos.

– Simplemente es que soy así. Una vez me decido por un hombre, voy al grano y a por todas. -Dio un bote y saltó fuera del sofá-. De acuerdo, daré marcha atrás. -Se fue a la cocina y cogió una sartén. Era tan grande y pesada que necesitó las dos manos para levantarla-. Ayer compré comida para ti. ¿Estás hambriento? -La sartén tenía cierta cantidad de polvo, Jeannie no cocinaba mucho, y la limpió con un paño de cocina-. ¿Te apetecen unos huevos?

– En realidad, no. Pero, cuéntame, ¿fuiste punki?

Jeannie dejó la sartén.

– Sí, durante una temporadita. Ropa rota y deshilachada, pelo verde.

– ¿Drogas?

– Solía darle a las anfetas en el colegio, cuando tenía dinero.

– ¿Qué partes de tu cuerpo te perforaste?

Jeannie se estremeció al recordar de pronto el encarte que tenía Harvey Jones en la pared, el desnudo de mujer con el vello púbico afeitado y un aro atravesándole los labios de la vagina.

– Sólo la nariz -dijo-. Dejé lo punki por el tenis cuando tenía quince años.

– Conocí una chica que tenía un aro en el pezón.

Los celos picaron a Jeannie.

– ¿Te acostaste con ella?

– Claro.

– Cabrito.

– Venga ya, ¿creías que era virgen?

– ¡No me pidas que sea racional!

El muchacho alzó las manos en ademán defensivo.

– Vale, no te lo pediré.

– Aún no me has dicho que ha pasado con tu padre. ¿Lo pusieron en libertad?

– ¿Porqué no llamo a casa y nos enteramos de las últimas noticias? Si le oía marcar un número de siete cifras, se daría cuenta de que estaba haciendo una llamada urbana, cuando su padre, Berrington, había mencionado que Steve Logan vivía en Washington, D.C. Mantuvo la horquilla baja, apretándola, en tanto marcaba tres cifras al azar, como si fueran las del prefijo, después soltó la horquilla y marcó el número de su padre.

Berrington contestó y Harvey dijo:

– Hola, mamá. Apretó con fuerza el auricular, mientras confiaba en que su padre no dijese: «¿Quién es? Se ha equivocado de número». Pero su padre se hizo cargo instantáneamente de la situación.

– ¿Estás con Jeannie?

«Bien hecho, papá.»

– Sí, te llamo para saber si papá ha salido ya de la cárcel.

– El coronel Logan sigue arrestado, pero no está en la cárcel. Lo retiene la policía militar.

– Malo, esperaba que lo hubiesen liberado ya.

Vacilante, el padre preguntó:

– ¿Puedes decirme… algo?

A Harvey no dejaba un segundo de atormentarle la tentación de mirar a Jeannie y comprobar si se estaba tragando su comedia. Pero comprendía que tal mirada le iba a revestir de un aire de culpabilidad que a ella no le pasaría inadvertido, de modo que se obligó a seguir con la vista fija en la pared.

– Jeannie ha hecho maravillas, mamá. Ha descubierto al verdadero violador. -Se esforzó con toda el alma en infundir a su voz un tono complacido-. Se llama Harvey Jones. En este momento estamos esperando que un detective la llame para darle la noticia.

– ¡Jesús! ¡Eso es espantoso!

– Sí, lo que se dice formidable de verdad.

«¡No seas tan irónico, estúpido!»

– Al menos estamos prevenidos. ¿Puedes impedir que hable con la policía?

– Creo que tendré que hacerlo.

– ¿Qué hay respecto a la Genético? ¿Tiene algún plan para hacer público lo que ha averiguado acerca de nosotros?

– Aún no lo sé. «Déjame colgar antes de que se me escape algo que me delate.»

– Has de enterarte como sea. Eso también es importante.

– ¡Está bien! Vale. Bueno, confío en que papá salga pronto. Llámame si se produce alguna novedad.

– ¿Es seguro?

– No tienes más que preguntar por Steve. Se echó a reír como si hubiera hecho un chiste.

– Jeannie podría reconocer mi voz. Pero puedo decirle a Preston que haga él la llamada.

– Exacto.

– Muy bien.

– Adiós.

Harvey colgó.

– Debo llamar otra vez a la policía -dijo Jeannie-. Quizá no se hayan percatado de lo urgente que es esto.

Cogió el teléfono.

Harvey comprendió que iba a tener que matarla.

– Pero antes dame un beso -pidió la muchacha.

Se deslizó entre sus brazos, apoyada la espalda en el mostrador de la cocina. Abrió la boca para acoger el beso de Steve. Él le acarició el costado.

– Bonito jersey -murmuró, y su enorme manaza se cerró sobre el seno de Jeannie.

La inmediata respuesta del pezón fue ponerse rígido, pero Jeannie no sintió todo el deleite que esperaba. Trató de relajarse y disfrutar de un momento con el que llevaba tiempo soñando. Steve introdujo las manos por debajo del jersey de Jeannie, que arqueó ligeramente la espalda mientras él tomaba ambos pechos. Como siempre, Jeannie se sintió incómoda durante unos segundos, temerosa de que decepcionaran al muchacho. A todos los hombres con los que se había acostado les encantaron sus pechos, pero Jeannie seguía albergando la idea de que eran demasiado pequeños. Al igual que los otros, Steve no manifestó el menor indicio de insatisfacción. Le levantó el jersey, agachó la cabeza sobre los pechos y empezó a chupar los pezones.

Jeannie bajó la mirada sobre él. La primera vez que un chico le hizo aquello, Jeannie pensó que era absurdo, una regresión a la infancia. Pero pronto empezó a encontrarle el gusto e incluso disfrutaba haciéndoselo al hombre. Ahora, sin embargo, no funcionaba. El cuerpo respondía al estímulo, pero una especie de duda incordiaba desde un punto recóndito del cerebro y le impedía concentrarse en el placer. Se sentía molesta consigo misma. «Ayer lo estropeé todo al portarme como una paranoica, ahora no voy a repetir el número otra vez.»

Steve percibió su desasosiego. Se enderezó y dijo:

– No estás cómoda. Vamos a sentarnos en el sofá.

Dando por supuesta la conformidad de Jeannie, se sentó. Ella le imitó. Steve se alisó las cejas con la yema del dedo índice y alargó la mano hacia Jeannie.

Ella retrocedió bruscamente.

– ¿Qué pasa? -se extrañó Steve.

«¡No! ¡No es posible!»

– Tú… tú…, eso que has hecho… con la ceja.

– ¿Qué hice?

Saltó fuera del sofá como impulsada por un resorte.

– ¡Miserable! -gritó Jeannie-. ¿Cómo te atreves?…

– ¿Qué coño está pasando? -protestó el muchacho, pero su simulación carecía de firmeza.

Por la expresión de su rostro, Jeannie comprendió que sabía perfectamente lo que pasaba.

– ¡Fuera de mi casa! -chilló.

Él trató de mantener el tipo.

– ¿Primero te deshaces en carantoñas y ahora te pones así?

– Sé quién eres, hijo de puta. ¡Eres Harvey!

Dejó de fingir.

– ¿Cómo lo supiste?

– Te alisaste la ceja con la yema del dedo, exactamente igual que Berrington.

– Bueno, ¿qué importa? -dijo Harvey, y se puso en pie-. Puesto que somos idénticos, puedes imaginar que soy Steve.

– ¡Fuera, vete de aquí a tomar por…!

Harvey se tocó la bragueta, para señalar la erección.

– Ahora que hemos llegado tan lejos, no me voy a largar con este calentón de huevos.

«¡Oh, santo Dios, estoy en un grave aprieto! Este tipo es un animal.

– ¡No te acerques!

Harvey avanzó hacia ella, sonriente.

– Voy a arrancarte esos vaqueros tan ajustados que llevas y a echar un vistazo a lo que hay debajo.

Jeannie recordó a Mish diciendo que los violadores disfrutan con el miedo de las víctimas.

– No me asustas -afirmó, tratando de que su voz sonara tranquila. «Pero si me tocas, juro que te mataré.»

Harvey actuó con aterradora rapidez. La cogió como un rayo, la levantó en vilo y la arrojó contra el suelo.

Sonó el teléfono.

Jeannie gritó:

– ¡Socorro! ¡Señor Oliver! ¡Socorro!

Harvey cogió el paño de encima del mostrador de la cocina y se lo metió sin contemplaciones en la boca, magullándole los labios. Amordazada, Jeannie empezó a toser. Harvey le sujetó las muñecas para impedirle quitarse el paño de la boca. Ella intentó expulsarlo con la lengua, pero no podía, era demasiado grande. ¿Habría oído el señor Oliver su grito? Era viejo y solía tener muy alto el volumen del televisor.

El teléfono seguía repicando.

Harvey enganchó la mano en la cintura del vaquero. Jeannie se retorció para zafarse. Él le sacudió un bofetón con tal violencia que le hizo ver las estrellas. Mientras Jeannie permanecía aturdida, Harvey le soltó las muñecas y le quitó los pantalones y las bragas.

– ¡Joder, que peludo! -ponderó.

Jeannie se quitó el paño de cocina de la boca y chilló:

– ¡Socorro, ayúdenme, socorro!

Harvey le tapó la boca con su manaza, sofocando los gritos, y se dejó caer sobre ella. Jeannie se quedó sin aliento. Durante unos segundos estuvo impotente, bregando por aspirar algo de aire. Los nudillos de Harvey le hicieron daño en los muslos mientras la mano del violador forcejeaba torpemente con la bragueta. El empezó luego a removerse encima de ella, a la búsqueda de la vía de acceso. Jeannie se contorsionó a la desesperada, intentando zafarse, pero él pesaba demasiado.

El teléfono continuaba sonando. Y entonces se le unió también el timbre de la puerta de la calle. Harvey no se detuvo.

Jeannie abrió la boca. Los dedos de Harvey se deslizaron entre sus dientes. La muchacha mordió con fuerza, con toda la fuerza que pudo, mientras se decía que no le importaría romperse los dientes sobre los huesos del agresor. Una ráfaga de sangre cálida chorreó en su boca y oyó a Harvey soltar un alarido de dolor a la vez que retiraba la mano.

El timbre de la puerta volvió a sonar, prolongada e insistentemente.

Jeannie escupió la sangre de Harvey y gritó de nuevo:

– ¡Socorro! -a pleno pulmón-. ¡Socorro, socorro, socorro! ¡Qué alguien me ayude!

Escaleras abajo resonó un golpe estruendoso, seguido de otro y, a continuación, el chasquido de madera que se astilla.

Harvey se puso en pie y se agarró la mano herida.

Jeannie rodó sobre sí misma, se levantó y retrocedió tres pasos, apartándose de él.

Se abrió de golpe la puerta del apartamento. Harvey giró en redondo, quedando de espaldas a Jeannie.

Steve irrumpió en la estancia.

Steve y Harvey se quedaron mirándose el uno al otro, durante un congelado instante de estupefacción. Eran exactamente iguales. ¿Qué ocurriría si se enzarzasen en una pelea? Tenían el mismo peso, estatura, fortaleza y perfección física. Un combate entre ellos podía durar eternamente.

Movida por un impulso instintivo, Jeannie cogió la sartén con ambas manos. Imaginó que se disponía a aplicar un pelotazo cruzado con su famoso revés a dos manos, apoyó todo el peso del cuerpo en la pierna adelantada, coordinó las muñecas y volteó en el aire, con todas sus fuerzas, la pesada sartén.

Alcanzó a Harvey en la parte posterior de la cabeza, en la coronilla.

El golpe produjo un ruido sordo, repulsivo. A Harvey parecieron reblandecérsele las piernas. Cayó de rodillas, balanceante. Como si se precipitara hacia la red para coronar la jugada con una volea, Jeannie levantó la sartén al máximo, enarbolada en la mano derecha, y la abatió violentamente sobre la cabeza de Harvey. Este puso los ojos en blanco, se desplomó de bruces y se estrelló contra el piso.

– Vaya -dijo Steve-, me alegro de que no te equivocaras de gemelo.

Jeannie empezó a temblar. Dejó caer la sartén y se sentó en un taburete de la cocina. Steve la rodeó con sus brazos.

– Se acabó -dijo.

– No, no se ha acabado -replicó ella-. No ha hecho más que empezar.

El teléfono aún seguía sonando.

57

– Lo dejaste fuera de combate «comentó Steve» ¿Quién es ese cabrón?

– Harvey Jones- respondió Jeannie -Hijo de Berrington Jones.

Steve se quedó de piedra.

– ¿Berrington crió a uno de los ocho clones como hijo suyo? Vaya, que me aspen.

Jeannie contempló la inconsciente figura tendida en el suelo.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?

– Para empezar, ¿por qué no contestas el teléfono?

Automáticamente, Jeannie descolgó. Era Lisa.

– Casi me ocurrió a mí también lo que a ti- dijo Jeannie sin preámbulos.

– ¡Oh no!

– El mismo individuo.

– ¡No puedo creerlo? ¿Me dejo caer por tu casa ahora?

– Gracias, me gustaría.

Jeannie colgó. Le dolía todo el cuerpo a causa del impacto cuando Harvey la lanzó contra el suelo y le escocía la boca en los puntos donde le había rozado el paño metido a la fuerza. Aún tenía el sabor de la sangre de Harvey. Llenó un vaso de agua, se enjuagó la boca y lo escupió en el fregadero.

– Estamos en un punto muy peligroso, Steve, La gente con la que nos enfrentamos tiene amigos muy influyentes.

– Ya lo sé.

– Es posible que intenten matarnos.

– A mí me lo dices.

La idea hizo que a Jeannie le costara trabajo pensar. Se dijo que no debía permitir que el miedo la paralizase.

– ¿Crees que si prometo no contar a nadie lo que sé, tal vez me dejen en paz?

Steve reflexionó un instante y luego propuso:

– No, no lo creo.

– Ni yo tampoco. Así que no tengo más opción que luchar.

Sonaron pasos en la escalera y el señor Oliver asomó la cabeza por el hueco de la puerta.

– ¿Qué infiernos ha pasado aquí? -preguntó. Sus ojos fueron del inconsciente Harvey tendido en el suelo a Steve, para volver otra vez a Harvey-. Vaya, esta sí que es buena.

Steve recogió los Levi's negros y se los tendió a Jeannie, que se embutió en ellos rápidamente, para cubrir sus desnudeces. Si el señor Oliver se dio cuenta, era demasiado discreto para hacer el menor comentario. Señaló a Harvey y dijo:

– Este debe de ser el sujeto de Filadelfia. No me extraña que pensaras que era tu novio. ¡Tienen que ser gemelos!

– Voy a atarle antes de que vuelva en sí -dijo Steve-. ¿Tienes una cuerda a mano, Jeannie?

– Yo tengo cordón eléctrico -ofreció el señor Oliver-. Traeré mi caja de herramientas. Salió del cuarto.

Jeannie abrazó a Steve agradecidamente. Tenía la sensación de que acababa de despertarse de una pesadilla.

– Creí que eras tú -manifestó-. Fue como ayer, pero esta vez no me volví paranoica, esta vez era verdad.

– Dijimos que estableceríamos una clave secreta, pero luego no volvimos a hablar del asunto.

– Podemos hacerlo ahora. Cuando me abordaste en la pista de tenis el domingo pasado dijiste: «Yo también juego un poco al tenis».

– Y tú, como eres así de modesta, respondiste: «Si sólo juegas un poco al tenis, lo más probable es que no estés en mi división».

– Ese es el código. Si uno pronuncia la primera frase, el otro tiene que contestar con el resto del diálogo.

– Hecho.

Regresó el señor Oliver con la caja de herramientas. Dio media vuelta a Harvey y procedió a maniatarle por delante, con las palmas una contra otra, pero dejando sueltos los meñiques.

– ¿Por qué no le ata las manos a la espalda? -quiso saber Steve.

El señor Oliver pareció un poco vergonzoso.

– Si me disculpa por mencionarlo, le diré que así podrá sostenerse la pilila cuando tenga que hacer pis. Lo aprendí en Europa, durante la guerra. -Empezó a ligar los pies de Harvey-. Este bigardo no causara más problemas. Y ahora, ¿qué piensan hacer respecto a la puerta de la calle?

Jeannie miró a Steve.

– La dejé bastante destrozada -confesó éste.

– Lo mejor será llamar a un carpintero -sugirió Jeannie.

– Tengo algo de madera en el patio -dijo el señor Oliver-. La remendaré lo suficiente como para que podamos dejarla cerrada esta noche. Mañana buscaremos a alguien que haga un buen trabajo con ella.

Jeannie se sintió profundamente agradecida.

– Gracias, muchas gracias, es usted muy amable.

– Ni lo menciones. Esto es lo más interesante que me ha sucedido desde la Segunda Guerra Mundial.

– Le ayudaré -se brindó Steve.

El señor Oliver denegó con la cabeza.

– Vosotros dos tenéis un montón de cosas de las que discutir, ya lo veo. Como, por ejemplo, si llamáis o no a la policía para que se haga cargo de este fulano que tenéis amarrado encima de la alfombra.

Sin esperar respuesta, cogió su caja de herramientas y se fue escaleras abajo.

Jeannie puso en orden sus pensamientos.

– Mañana se venderá la Genético por ciento ochenta millones de dólares y Proust emprenderá la ruta presidencial. Mientras tanto, estoy sin empleo y con mi reputación por los suelos. Nunca volveré a realizar ninguna tarea científica. Pero con lo que sé podría darle la vuelta a ambas situaciones.

– ¿Cómo harías tal cosa?

– Bueno… Podría publicar en la prensa un comunicado en el que explicara el asunto de los experimentos.

– ¿No necesitarías alguna clase de prueba?

– Harvey y tú juntos constituiríais una prueba bastante espectacular. Sobre todo si consiguiera que aparecieseis juntos en televisión.

– Sí… en Sesenta Minutos o algún programa por el estilo. Me gusta la idea. -Volvió a poner cara larga-. Pero Harvey no colaborará.

– Pueden filmarlo atado. Luego llamamos a la policía y también pueden filmar eso.

Steve asintió.

– Lo malo es que tú probablemente tengas que actuar antes de que la Landsmann y la Genético concluyan la operación de compraventa. Una vez tuvieran el dinero estarían en condiciones de eliminar cualquier publicidad negativa que pudiésemos generar. Y su conferencia de prensa será mañana por la mañana, según el The Wall Street Journal.

– Tal vez deberíamos celebrar nuestra propia conferencia de prensa.

Steve chasqueó los dedos.

– ¡Ya lo tengo! Nos colaremos en su conferencia de prensa.

– Rayos, si. Entonces quizá la gente de la Landsmann decida no firmar los papeles y la absorción se cancelará.

– Y Berrington se quedará sin todos esos millones de dólares.

– Y Jim Proust se quedará sin su campaña por la presidencia.

– Debemos estar locos -puntualizó Steve realista-. Esas son algunas de las personas más poderosas de Estados Unidos y estamos aquí hablando de reventarles la fiesta.

Llegó de abajo el ruido de los martillazos indicadores de que el señor Oliver empezaba a arreglar la puerta.

– Odian a los negros, ya sabes -dijo Jeannie-. Todos esos disparates acerca de los genes buenos y los ciudadanos de segunda categoría son simplemente paparruchas en clave, una cortina de humo. Esos individuos son fanáticos de la supremacía de los blancos y disfrazan sus intenciones con ciencia moderna. Quieren convertir al señor Oliver en ciudadano de segunda. Al diablo con ellos, no me voy a quedar quietecita en actitud contemplativa.

– Nos hace falta un plan -dijo Steve, yendo a lo práctico.

– Muy bien, ahí va -dijo Jeannie-. Lo primero que tenemos que hacer es averiguar dónde va a celebrarse la conferencia de prensa de la Genético.

– Seguramente en un hotel de Baltimore.

– Podemos llamarlos a todos, si es preciso.

– Probablemente deberíamos alquilar una habitación en ese hotel.

– Buena idea. Luego nos colamos en la conferencia de prensa, nos plantamos en mitad de la sala y les soltamos un buen parlamento a los medios de comunicación que cubran el acto.

– Te acallarán.

– Debería llevar preparada una nota de prensa, lista para soltarla allí. Y entonces entras tú con Harvey. Los gemelos son fotogénicos y todas las cámaras os enfocaran.

Steve frunció el entrecejo.

– El que nos presentes allí a Harvey y a mí, ¿qué demostrará?

– El hecho de que seáis idénticos proporcionará la clase de impacto dramático que inducirá a los periodistas a disparar sus preguntas. No costará mucho tiempo cerciorarse de que tenéis madres distintas. Una vez captaran eso, sabrían que hay un misterio por descubrir, lo mismo que me pasó a mí. Y ya sabes como investiga la prensa a los candidatos presidenciales.

– Sin embargo, resulta indudable que tres serían mejor que dos -dijo Steve-. ¿Crees que podríamos lograr que alguno de los otros apareciese en la conferencia?

– Podemos intentarlo. Invitarlos a todos, con la esperanza de que se presente al menos uno.

En el suelo, Harvey abrió los ojos y emitió un gemido.

Jeannie casi se había olvidado de él. Al mirarlo, esperó que tuviese una buena herida en la cabeza. Después se sintió culpable y lamentó ser tan vengativa.

– Teniendo en cuenta como le he sacudido, probablemente debería verle un médico.

Harvey se recobró enseguida.

– Desátame, puta asquerosa -barbotó.

– Olvidémonos del médico -dijo Jeannie.

– Suéltame ahora mismo o te juro que en cuanto esté libre te rebanaré los pezones con una navaja barbera.

Jeannie le metió en la boca el paño de cocina.

– Cierra el pico, Harvey -dijo.

– Va a ser muy interesante -comentó Steve, pensativo- eso de introducirle a hurtadillas en una habitación de hotel.

Llegó de la planta baja la voz de Liza, que saludaba al señor Oliver. Al cabo de un momento entraba en el cuarto, vestida con pantalones azules y calzada con pesadas botas Doc Marten. Miró a Steve y a Harvey y exclamó:

– ¡Dios mío, es cierto!

Steve se puso en pie.

– Yo soy el que señalaste en la rueda de identificación -dijo-. Pero el que te asaltó fue él.

– Harvey intentó repetir conmigo lo que te hizo a ti -explicó Jeannie-. Steve llegó justo a tiempo y echó abajo la puerta de la calle.

Lisa se acercó al tendido Harvey. Lo miró fijamente durante un buen rato; luego, pensativamente, echó hacia atrás la pierna para cobrar impulso, y le descargó un puntapié en las costillas, con todas sus fuerzas. La puntera de las pesadas botas Doc Marten chasqueó sobre el costado de Harvey, que emitió un gemido y se retorció de dolor.

Lisa repitió la patada.

– ¡Jolines! -dijo, al tiempo que sacudía la cabeza-. ¡Qué a gusto se queda una!

En un dos por tres, Jeannie puso a Lisa al corriente de los acontecimientos de la jornada.

– ¡La cantidad de cosas que han pasado mientras dormía! -exclamó Lisa, asombrada.

– Llevas un año en la UJF, Lisa… -dijo Steve-, me extraña que no hayas visto nunca al hijo de Berrington.

– Berrington no alterna con sus colegas académicos -respondió ella-. Es una celebridad demasiado importante. Es absolutamente posible que en la Universidad Jones Falls nadie haya visto nunca a Harvey.

Jeannie bosquejó un plan para reventar la conferencia de prensa.

– Tal como dijimos, nuestra confianza subiría muchos enteros si asistiese al acto alguno de los otros clones.

– Bueno, Per Ericson ha muerto y Dennis Pinker y Murray Claud están en la cárcel; pero aún nos quedan tres posibilidades: Henry King, en Boston, Wayne Stattner, en Nueva York, y George Dassault… que podría encontrarse en Buffalo, Sacramento o Houston, no sé dónde, pero podríamos intentar otra vez localizarlos. Tengo los números de teléfono de todos.

– Yo también -dijo Jeannie.

– Podríamos consultar los vuelos por CompuServe -dijo Lisa-. Dónde está tu ordenador, Jeannie?

– Me lo robaron.

– Llevo mi PowerBook en el maletero, iré a buscarlo.

Mientras Lisa estaba ausente, Jeannie comentó:

– Tendremos que pensar bien cómo podemos convencer a esos chicos para que vuelen a Baltimore. Es difícil, avisándoles con tan poco tiempo. Y tendremos que ofrecernos a pagarles el billete y los demás gastos. No estoy muy segura de que mi tarjeta de crédito de para tanto.

– Tengo una tarjeta American Express que me dio mi madre para emergencias. Sé que ella considerará esto una emergencia.

– Tienes una madre estupenda -observó Jeannie con cierta envidia.

– Eso es verdad.

Regresó Lisa y conectó su ordenador al modem de Jeannie.

– Un momento -dijo Jeannie-. Organicemos el asunto.

58

Jeannie redactó el comunicado de prensa, Lisa accedió a World Span Travelshopper y tomó nota de los vuelos y Steve se hizo con un ejemplar de las Páginas Amarillas y empezó a telefonear a los hoteles más importantes, con la pregunta: «¿Tienen programada para mañana una conferencia de prensa de la Genético, S.A. o de la Landsmann?».

Al cabo de tres intentos, se le ocurrió que tal vez la conferencia no iba a tener lugar en un hotel. Quizá la celebraran en un restaurante o en algún sitio más exótico, como a bordo de un barco; o acaso la sede de la Genético, situada al norte de la ciudad, dispusiera de un salón de actos lo bastante amplio. Pero en la séptima llamada, un empleado amable dijo:

– Sí, es en la Sala Regencia, a mediodía, señor.

– ¡Estupendo! -se animó Steve. Jeannie le dirigió una mirada interrogativa y Steve sonrió e hizo el signo de la victoria con el pulgar hacia arriba-. ¿Podría reservar una habitación para esta noche, por favor?

– Le pasó con Reservas. Tenga la bondad de esperar un momento.

Steve alquiló la habitación, que pagó con la tarjeta American Express de su madre. Cuando colgó, Lisa dio su informe:

– Hay tres vuelos que podrían traernos a Henry King a tiempo de asistir a la conferencia, todos son de la USAir. Salen a las seis y veinte, a las siete cuarenta y a las nueve cuarenta y cinco. Todos ellos tienen plazas disponibles.

– Encarga un asiento para el de las nueve cuarenta y cinco -dijo Jeannie.

Steve pasó a Lisa la tarjeta de crédito y la muchacha tecleó los datos.

– Aún no sé cómo voy a convencerle para que venga -confesó Jeannie.

– ¿No dijiste qué es estudiante y que trabaja en un bar? -preguntó Steve.

– Sí.

– Seguro que anda a la cuarta pregunta. Déjame intentar una cosa. ¿Qué número tiene?

Jeannie se lo dio.

– Le llaman Hank -aclaró.

Steve marcó el número. Nadie contestó al teléfono. Steve sacudió la cabeza, decepcionado.

– No hay nadie en casa.

Jeannie se mostró momentáneamente alicaída; luego chasqueó los dedos. -Tal vez esté trabajando en el bar.

Dio a Steve el número y éste lo marcó. Contestó un hombre con acento hispano.

– Blue Note…

– ¿Me puede poner con Hank?

– Se supone que está trabajando, ¿sabe? -replicó el hombre en tono irritado.

Steve sonrió a Jeannie y le informó, tapado el micro: «¡Aquí lo tenemos!». -Es muy importante, no le entretendré prácticamente nada.

Al cabo de un minuto llegó por la línea una voz exactamente como la de Steve.

– ¿Sí, quién es?

– Hola, Hank, me llamo Steve Logan y tenemos algo en común.

– ¿Vende algo?

– Tu madre y la mía recibieron tratamiento en un lugar llamado Clínica Aventina, antes de que tú y yo naciéramos. Puedes comprobarlo con ella.

– Sí, ¿y qué?

– Para abreviar: he demandado a la clínica por diez millones de dólares y me gustaría que te unieras a mi querella.

Una pausa reflexiva.

– No sé si lo que dices es verdad o no, colega, pero tampoco tengo dinero para entablar un juicio.

– Correré con los gastos del proceso. No quiero tu dinero.

– ¿Por qué me llamas, entonces?

– Porque mi caso tendrá mucha más fuerza contigo a bordo.

– Será mejor que me escribas y me des los detalles…

– Ese es el problema. Te necesito aquí en Baltimore, en el hotel Stouffer, mañana al mediodía. He convocado una conferencia de prensa, previa al litigio, y quiero que asistas a ella.

– ¿Quién quiere ir a Baltimore? Vaya, no es Honolulu.

«Sé un poco serio, imbécil.» -Tienes reservada una plaza en el vuelo de la USAir que despega de Logan a las diez menos cuarto. El billete ya está pagado, puedes comprobarlo con la línea aérea. Recógelo en el aeropuerto.

– ¿Estás ofreciéndome compartir diez millones de dólares contigo?

– Ah, no. Tú recibirás tus propios diez millones.

– ¿En qué basas tu demanda?

– Quebrantamiento por fraude de contrato implícito.

– Estudio comercio. ¿No hay un estatuto de limitaciones sobre eso? ¿No prescribe ese delito? Algo que sucedió hace veintitrés años…

– Hay un estatuto de limitaciones, pero el caso empieza a contar a partir de la fecha del descubrimiento del fraude. Que en este caso fue la semana pasada.

Al fondo, una voz hispana gritó:

– ¡Eh, Hank, tienes esperando a cien clientes!

Hank dijo a través del teléfono:

– Empiezas a parecer un poco más convincente.

– ¿Eso significa que vas a venir?

– Diablos, no. Significa que lo pensaré cuando salga del trabajo esta noche. Ahora tengo que servir consumiciones.

– Puedes llamarme al hotel -dijo Steve, pero demasiado tarde: Hank ya había colgado.

Jeannie y Lisa le miraban expectantes.

Steve se encogió de hombros.

– No sé -dijo el muchacho en tono poco optimista-. No sé si le he convencido o no.

– Tendremos que esperar, a ver si le da por presentarse -dijo Lisa.

– ¿Cómo se gana la vida Wayne Stattner?

– Es dueño de clubes nocturnos. Probablemente ya tiene diez millones.

– En tal caso lo suyo será picarle la curiosidad. ¿Tienes su número?

– No.

Steve llamó a Información.

– Si es una celebridad puede que no figure en la guía.

– Tal vez haya un número comercial. -Le respondieron y dio el nombre. Al cabo de un momento tuvo el número. Llamó y consiguió la respuesta de un contestador automático. Dijo: Hola, Wayne, me llamo Steve Logan y como notarás enseguida mi voz es exactamente igual a la tuya. Eso se debe a que, lo creas o no, tú y yo somos idénticos. Mido metro ochenta y ocho, peso ochenta y seis kilos y nos parecemos como dos gotas de agua. Es probable que también tengamos otras más cosas en común: soy alérgico a las nueces australianas, no tengo uñas en los dedos pequeños de los pies y cuando me quedo pensativo me rasco el dorso de la mano izquierda con los dedos de la derecha. Y ahora viene lo sorprendente: no somos gemelos. Somos varios. Uno cometió un delito el domingo pasado en la Universidad Jones Falls, por eso recibiste ayer la visita de la policía de Baltimore. Y mañana al mediodía nos vamos a reunir en el hotel Stouffer de Baltimore. Ya se que resulta extraño, pero todo es verdad. Llámame al hotel, a mí o a la doctora Ferrami, o si te parece, preséntate allí sin más. Será interesante. -Colgó y miró a Jeannie-. ¿Qué te parece?

La muchacha se encogió de hombros.

– Es un individuo que puede permitirse el lujo de darse sus caprichos. Tal vez se sienta intrigado. Y un propietario de clubes nocturnos no tendrá nada especialmente apremiante que hacer el lunes por la mañana. Por otra parte, a mí no me induciría a coger el avión un recado telefónico como ese.

Sonó el teléfono y Steve lo descolgó automáticamente:

– ¡Diga!

– ¿Puedo hablar con Steve?

La voz no era familiar.

– Al aparato.

– Aquí tío Preston. Ahora te paso con tu padre.

Steve no tenía ningún tío Preston. Enarcó las cejas, desconcertado. Al cabo de unos segundos llegó otra voz por el teléfono.

– ¿Hay alguien contigo? ¿Está ella escuchando?

De súbito, Steve lo comprendió. La perplejidad dio paso al desconcierto. No sabía cómo reaccionar.

– Un momento. -Cubrió el micrófono con la mano y anunció a Jeannie-: ¡Creo que es Berrington Jones! Y me ha tomado por Harvey. ¿Qué rayos tengo que hacer?

Jeannie extendió las manos en ademán de absoluta perplejidad.

– Improvisa -fue su escueta recomendación.

– ¡Vale, muchas gracias! -Steve se llevó el aparato al oído-. Ejem, sí, Steve al habla.

– ¿Qué ocurre? ¡Llevas horas ahí!

– Supongo que si…

– ¿Has averiguado ya que trama Jeannie?

– Ejem… sí.

– Entonces vuelve aquí y cuéntanoslo.

– De acuerdo.

– No estarás atrapado de alguna manera, ¿verdad?

– No.

– Supongo que te la has estado follando.

– Si tú lo dices…

– ¡Ponte de una vez los jodidos pantalones y vuelve a casa! ¡Estamos todos en un buen lío!

– De acuerdo.

– Ahora, cuando cuelgues, dices que alguien que trabaja para el abogado de tus padres ha llamado para decirte que se te necesita en Washington lo antes posible. Esa es la excusa, te proporciona el motivo que justificará las prisas. ¿Conforme?

– Muy bien. Me tendréis ahí enseguida.

Berrington colgó y Steve hizo lo propio.

Steve hundió los hombros, aliviado.

– Creo que se la pegué.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Jeannie.

– Fue muy interesante. Parece que enviaron aquí a Harvey para que se enterara de tus intenciones. Les inquieta lo que puedas hacer con las cosas que sabes.

– ¿Les? ¿A quiénes?

– A Berrington y a alguien llamado tío Preston.

– Preston Barck, el presidente de la Genético. ¿Por qué llamaron?

– Impaciencia. Berrington se hartó de esperar. Sospecho que él y sus compinches confiaban en averiguar qué pensabas hacer para luego idear la respuesta adecuada. Me dijo que fingiera que tenía que ir a Washington para ver al abogado y que, una vez fuera de aquí, me dirigiera a su casa, a la de Berrington, a toda velocidad.

Jeannie pareció preocupada.

– Mal asunto. Cuando Harvey no se presente, Berrington comprenderá que algo marcha mal. Los de la Genético tomarán sus precauciones. Y cualquiera sabe lo que pueden hacer: trasladar la conferencia de prensa a otro lugar, reforzar la vigilancia para que no podamos acceder al local donde se celebre e incluso cancelarla y firmar los documentos en el bufete de un abogado.

Steve contempló el suelo, con la frente surcada de arrugas reflexivas. Se le había ocurrido una idea, pero no se atrevía a exponerla. Por último, dijo:

– En ese caso, Harvey debe volver a casa.

Jeannie negó con la cabeza.

– Ha estado ahí tirado todo el rato y ha oído cuanto hemos dicho. Se lo contará de pe a pa.

– No, si voy yo en su lugar.

Jeannie y Lisa se lo quedaron mirando, pasmadas.

Steve no había ultimado el plan; pensaba en voz alta.

– Iré a casa de Berrington y me haré pasar por Harvey. Les tranquilizaré.

– Es muy arriesgado, Steve. No sabes nada acerca de su vida. Ni siquiera sabes dónde está el lavabo.

– Si Harvey pudo engañarte a ti, supongo que yo puedo engañar a Berrington -Steve trató de demostrar más confianza de la que sentía.

– Harvey no me engañó. Le descubrí.

– Te engañó durante un rato.

– Menos de una hora. Tú tendrías que estar con ellos más tiempo.

– No mucho. Normalmente, Harvey vuelve a Filadelfia el domingo por la tarde, lo sabemos. Estaré aquí de vuelta para la medianoche.

– Pero Berrington es el padre de Harvey. Es imposible.

Steve no ignoraba que Jeannie tenía razón.

– ¿Tienes una idea mejor?

Tras un prolongado momento de meditación, Jeannie dijo:

– No.

59

Steve se puso los pantalones de pana azul y el jersey azul celeste de Harvey, cogió el Datsun de éste y se dirigió a Roland Park. Había oscurecido cuando llegó a la casa de Berrington. Aparcó detrás de un Lincoln Town Car y permaneció unos instantes en el asiento, a fin de hacer acopio de valor.

Tenía que actuar sin fallos. Como descubrieran su impostura, Jeannie estaría acabada. Pero no contaba con ninguna base, ninguna información sobre la que proceder. Debería mantener continuamente alerta los cinco sentidos, ser sensible a lo que pudiera surgir, no perder la calma en el caso de cometer algún error. Deseó ser actor.

¿De qué talante se encontraría Harvey?, se preguntó. Su padre le había llamado a casa más bien de manera perentoria. El chico debería estar pasándoselo bomba con Jeannie. Pensó que estaría de un humor de perros.

Suspiró. No podía aplazar por más tiempo el temido instante. Se apeó del coche y anduvo hacia la puerta frontal.

Había varias llaves en el llavero de Harvey. Steve escudriñó la cerradura de la puerta de entrada a la casa. Le pareció distinguir la palabra «Yale». Busco una llave Yale. Antes de que la hubiera seleccionado Berrington abrió la puerta.

– ¿Qué haces ahí como un pasmarote? -preguntó enojado-. Entra de una vez.

Steve entró.

– Ve al estudio -ordenó Berrington.

«¿Dónde rayos está el estudio?» Steve combatió como pudo la oleada de pánico. Era una casa suburbana en serie, estilo rancho, de dos niveles, típica construcción de los setenta. A su izquierda, pasado un arco, vio un salón con mobiliario formal y en el que no había nadie. Al frente había un pasillo con varias puertas, que, aventuró, darían paso a los dormitorios. A su derecha tenía dos puertas cerradas. Probablemente, una de ellas sería la del estudio…, pero ¿cuál?

– Ve al estudio -repitió Berrington, como si fuera posible que no le hubiese oído la primera vez.

Steve eligió una puerta al azar. Se equivocó. Era un lavabo.

Berrington le lanzó una mirada cargada de irritación.

Steve vaciló un segundo, pero recordó al instante que teóricamente debía de estar de mal humor.

– Puedo echar una meada primero, ¿no? -saltó. Sin esperar contestación, entró y cerró la puerta. Era el aseo de los invitados, con una taza de inodoro y un lavabo. Se inclinó por encima de la taza y se echó un vistazo en el espejo.

– Tienes que estar loco -le dijo a su imagen. Tiró de la cadena, se lavó las manos y salió.

Oyó voces masculinas que sonaban más al interior de la casa. Abrió la puerta siguiente a la del lavabo: aquel era el estudio. Entró, cerró la puerta a su espalda y lanzó una rápida ojeada a la estancia. Había una mesa escritorio, un archivador de madera, numerosas estanterías, un televisor y algunos sofás. Encima de la mesa vio la fotografía de una mujer rubia, de unos cuarenta años, vestida con prendas pasadas de moda, parecían de veinte años atrás. Llevaba un niño en brazos. «¿La ex esposa de Berrington? ¿Mi "madre"?»

Abrió los cajones del escritorio, uno tras otro, y examinó su interior; después miró en el archivador. Había una botella de whisky escocés Springbank y unos vasos de cristal en el departamento inferior, casi como si pretendieran tenerlos escondidos allí. Tal vez se trataba de un capricho de Berrington. Acababa de cerrar el cajón del archivador cuando se abrió la puerta y entró Berrington, seguido por otros dos hombres. Steve reconoció al senador Proust, cuya enorme cabeza calva y su no menos inmensa nariz le eran familiares por haberle visto en los noticiarios de la televisión. Supuso que el hombre de pelo negro y aire tranquilo seria el «tío» Preston Barck, el presidente de la Genético.

Recordó que él, Harvey, estaba de muy mal humor.

– No hacía falta que me obligaseis a venir aquí tan condenadamente deprisa.

Berrington adoptó un tono conciliador.

– Acabamos de terminar de cenar -dijo-. ¿Quieres algo? Marianne puede prepararte una bandeja.

La tensión había puesto un nudo en el estómago de Steve, pero seguramente Harvey querría cenar y Steve deseaba parecer lo más natural posible, de modo que simuló aplacarse un poco y dijo:

– Claro, tomaré un bocado.

– ¡Marianne! -llamó a voces Berrington. Al cabo de un momento apareció en el vano de la puerta una bonita muchacha negra, de aspecto nervioso. Berrington le ordenó-: Tráele a Harvey un poco de cena en una bandeja.

– Ahora mismo, monsieur -articuló la joven sosegadamente.

Steve la observó retirarse; tomó nota mental de que atravesaba el salón camino de la cocina. Supuso que el comedor estaría también en esa dirección, a no ser que comiesen en la cocina.

Proust se inclinó hacia delante.

– Bueno, chico, ¿qué averiguaste?

Steve se había inventado un ficticio plan de acción para Jeannie.

– Me parece que podéis tranquilizaros, al menos de momento -explicó-. Jeannie Ferrami intenta demandar judicialmente a la Universidad Jones Falls por despido improcedente. Cree que durante el proceso tendrá la oportunidad de citar la existencia de los clones. Hasta entonces no tiene planes de hacerlo público. Está citada el miércoles con el abogado.

A los tres hombres pareció quitárseles un peso de encima.

– Una demanda por despido improcedente -comentó Proust-. Eso llevará un año por lo menos. Tenemos tiempo de sobra para hacer lo que debemos hacer.

«Qué equivocados estáis, viejos cabrones.»

– ¿Te enteraste de algo acerca del caso de Lisa Hoxton?

– Sabe quien soy y cree que fui yo quien lo hizo, pero no tiene ninguna prueba. Probablemente piensa acusarme, pero opinó que lo considerarán una acusación lanzada a ciegas por una antigua empleada vengativa.

Berrington asintió.

– Eso está bien, pero a pesar de todo te hará falta un abogado.

Ya sabes lo que vamos a hacer. Te quedarás aquí esta noche… De todas formas, es demasiado tarde para conducir hasta Filadelfia.

«¡No quiero pasar la noche aquí!»

– No sé…

– Por la mañana me acompañarás a la conferencia de prensa e inmediatamente después iremos a ver a Henry King.

«¡Es demasiado arriesgado!» «No te dejes dominar por el pánico, piensa.» «Si me quedase aquí, conocería con absoluta exactitud y en todo momento lo que tramarán estos asquerosos. Eso bien vale cierto grado de riesgo. Supongo que no puede suceder gran cosa mientras estoy dormido. Podría hacer una llamada sigilosa a Jeannie, para informarle de lo que está en marcha.» Tomó una decisión instantánea.

– Conforme -se avino.

– Bueno, hemos estado sentaditos aquí, preocupándonos como locos, por nada en absoluto -dijo Proust.

Barck no corrió tanto a aceptar la buena noticia.

– ¿No se le ocurrió a la chica demandar a la Genético y sabotear su venta? -dijo, receloso.

– Es lista, pero no creo que tenga mucho de mujer de negocios -dijo Steve.

Proust hizo un guiño y preguntó:

– ¿Qué tal es en el catre, eh?

– Guerrera -respondió Steve, con una sonrisa, y Proust soltó una rugiente carcajada.

Entró Marianne con una bandeja: pollo en rodajas, una ensalada con cebollas, pan y una Budweiser. Steve le sonrió.

– Gracias -dijo-. Tiene un aspecto suculento.

Al dirigirle Marianne una mirada sorprendida, Steve comprendió que seguramente Harvey no le daba las «gracias» con demasiada frecuencia. Observó que Preston Barck había fruncido el ceño. «¡Cuidado, cuidado! No lo estropees ahora que los tienes donde querías tenerlos. Todo lo que tienes que hacer es aguantar una hora más, que es lo que falta para irse a dormir.»

Empezó a comer.

– ¿Te acuerdas -dijo Barck- que te llevé al hotel Plaza de Nueva York cuando tenías diez años?

Steve estaba a punto de decir «Sí» cuando captó la expresión de perplejidad que reflejaba el rostro de Berrington. «¿Me está sometiendo a prueba? ¿Desconfía Barck?»

– ¿El Plaza? -preguntó a su vez, fruncido el entrecejo. Aparte de eso, la única respuesta que podía dar era-: Caray, tío Preston, no me acuerdo de eso.

– Tal vez fue el chico de mi hermana -se echó atrás Barck.

«Uffff»

Berrington se puso en pie. -Toda esta cerveza me está haciendo orinar como un caballo -dijo. Salió del estudio.

– Necesito un whisky -manifestó Proust.

– Mira en el último departamento del archivador -sugirió Steve-. Ahí es donde papá suele guardarlo.

Proust se acercó al archivador y tiró del cajón.

– ¡Bien dicho, chaval! -jaleó. Sacó la botella y unos vasos.

– Conozco ese escondite desde que tenía doce años -confesó Steve-. Por esas fechas fue cuando empecé a meterle mano.

Proust dejó escapar una sonora risotada. Steve lanzó a Barck una mirada de reojo. La expresión de desconfianza había desaparecido de su rostro. Sonreía.

60

El señor Oliver sacó un descomunal pistolón que guardaba desde la Segunda Guerra Mundial.

– Se lo quité a un prisionero alemán -explicó-. En aquellas fechas no se permitía llevar armas a los soldados de color.

Estaba sentado en el sofá de Jeannie y encañonaba a Harvey con el arma.

Al teléfono, Lisa trataba de localizar a George Dassault.

– Voy a registrarme en el hotel -dijo Jeannie- y dar una batida de reconocimiento.

Puso unas cuantas cosas en una maleta y condujo rumbo al hotel Stouffer, mientras pensaba en cómo se las arreglaría para introducir a Harvey en una habitación sin que los miembros de la seguridad del hotel se percatasen de la jugada.

El Stouffer tenía garaje subterráneo; lo cual era un buen principio. Jeannie dejó allí el automóvil y cogió el ascensor. Observó que sólo llevaba al vestíbulo, no a las habitaciones. Para llegar a éstas era preciso tomar otro ascensor. Pero todos los ascensores estaban juntos en un pasillo que partía del vestíbulo principal, no eran visibles desde la recepción y para trasladarse del ascensor del garaje a los de las habitaciones sólo se tardaría escasos segundos.

¿Llevarían a Harvey en peso, lo tendrían que arrastrar o se mostraría dispuesto a colaborar e iría andando? Le resultó difícil aventurarlo.

Se inscribió, fue a la habitación, dejó la maleta, volvió a salir del cuarto al instante y regresó a su apartamento.

– ¿Ya he entrado en contacto con George Dassault! -anunció Lisa, exultante, en cuanto vio entrar a Jeannie.

– ¡Eso es formidable! ¿Dónde?

– Localicé a su madre en Buffalo y me dio su número de Nueva York. Es actor e interviene en una obra experimental de las que se representan en cafés y pequeñas salas de Broadway.

– ¿Vendrá mañana?

– Sí. Dijo: «Me haré un poco de publicidad». Le concerté el vuelo y he quedado en encontrarme con él en el aeropuerto.

– ¡Eso es maravilloso!

– Tendremos tres clones; en televisión parecerá increíble.

– Si podemos colar a Harvey en el hotel. -Jeannie se volvió hacia el señor Oliver-. Podemos evitar al portero del hotel dejando el coche en el garaje subterráneo. El ascensor sólo llega a la planta baja. Tienes que apearte allí y luego coger otro para subir a las habitaciones. Pero la batería de ascensores queda bastante escondida.

El señor Oliver manifestó, dubitativo:

– Con todo y con eso, vamos a tener que obligarle a estar calladito durante sus buenos cinco o incluso diez minutos, mientras lo trasladamos desde el coche hasta la habitación. ¿Y qué pasará si alguno de los huéspedes del hotel lo ve maniatado? Puede que les dé por hacer preguntas o por avisar a la seguridad.

Jeannie miró a Harvey, atado, amordazado y tirado en el suelo. El chico no le quitaba ojo y era todo oídos.

– He pensado en todo eso y se me han ocurrido algunas ideas -dijo Jeannie-. ¿Es posible volver a atarle los tobillos de forma que pueda andar pero no muy deprisa?

– Claro.

Mientras el señor Oliver lo hacía, Jeannie entró en su dormitorio. Sacó del armario un pareo de colores que había comprado para la playa, un chal, un pañuelo y una careta de Nancy Reagan que le habían dado en una fiesta y que se le olvidó tirar.

El señor Oliver estaba poniendo en pie a Harvey. En cuanto estuvo erguido, Harvey lanzó un golpe al señor Oliver con las manos atadas. Jeannie jadeó y Lisa dejó escapar un grito. Pero el señor Oliver parecía estar esperando aquello. Esquivó el golpe con facilidad y sacudió a Harvey en el estómago con la culata del arma de fuego. Harvey emitió un gruñido, se dobló sobre sí mismo y el señor Oliver le asestó otro culatazo, pero esa vez en la cabeza. Harvey cayó de rodillas. El señor Oliver volvió a enderezarlo. Harvey optó entonces por mostrarse más dócil.

– Quiero vestirlo -dijo Jeannie.

– Adelante -dijo el señor Oliver-. Yo sólo me quedaré a su lado y le sacudiré de vez en cuando para convencerle de que debe colaborar.

Nerviosamente, Jeannie ciñó el pareo alrededor de la cintura de Harvey y lo ató como si fuera una falda. No tenía las manos todo lo firmes que deseaba; estar tan cerca de Harvey le producía repulsión. La falda era larga, cubría los tobillos de Harvey y ocultaba los cables que le trababan. Le echó el chal sobre los hombros y prendió con imperdibles las puntas en torno a las muñecas de Harvey, de forma que pareciese que las sujetaba con las manos, como una anciana. Acto seguido, enrolló el pañuelo, lo puso sobre la boca y lo anudó en la nuca, para evitar que cayese el paño de cocina. Por último, colocó encima la careta de Nancy Reagan para ocultar la mordaza.

– Ha ido a un baile de disfraces, vestido como Nancy Reagan, y está borracho -determinó Jeannie.

– Queda pero que muy bien -alabó el señor Oliver.

Sonó el teléfono. Jeannie descolgó:

– ¡Dígame!

– Aquí Mish Delaware.

Jeannie se había olvidado por completo de la detective. Habían transcurrido catorce o quince horas desde que intentó desesperadamente ponerse en contacto con ella.

– Hola.

– Tenías razón. Lo hizo Harvey Jones.

– ¿Cómo lo sabes?

– La policía de Filadelfia se dio bastante prisa en poner manos a la obra. Se presentaron en su piso. No estaba allí, pero un vecino les franqueó la entrada. Encontraron la gorra y comprobaron que encajaba perfectamente con la descripción que tenían.

– ¡Estupendo!

– Voy a arrestarle, pero no sé donde está. ¿Y tú?

Jeannie miró a Harvey, vestido como una Nancy Reagan de metro ochenta y ocho de estatura.

– Ni idea -repuso-. Pero puedo decirte donde estará mañana al mediodía.

– Soy toda oídos.

– Sala Regencia, hotel Stouffer, en una conferencia de prensa.

– Gracias.

– Mish, ¿me harías un favor?

– ¿Cuál?

– No le detengas hasta que haya acabado la conferencia de prensa. Es realmente importante para mí que él esté allí.

Mish titubeó, para, por último, conceder:

– De acuerdo.

– Gracias. Te quedo muy reconocida. -Jeannie colgó-. Venga, llevémoslo al coche.

– Ve delante y abre las puertas. Yo me encargo de llevarle -dijo el señor Oliver.

Jeannie cogió las llaves, corrió escaleras abajo y salió a la calle.

Era noche cerrada, pero las estrellas que brillaban en el cielo y la tenue iluminación de los faroles proporcionaban bastante claridad.

Jeannie miró a lo largo de la calle. En dirección opuesta caminaban despacio, cogidos de la mano, una pareja vestida con rotos pantalones vaqueros. Al otro lado de la calzada, un hombre con sombrero de paja paseaba a un perro labrador canelo. Verían con toda claridad lo que pasaba. ¿Mirarían? ¿Se interesarían?

Jeannie aplicó la llave y abrió una portezuela trasera.

Harvey y el señor Oliver salieron de la casa, muy juntos. El señor Oliver empujaba a su prisionero, Harvey iba dando traspiés. Lisa salió tras ellos y cerró la puerta de la casa.

Durante un momento, la escena sorprendió a Jeannie por lo absurda. Una risa histérica le burbujeó garganta arriba. Se llevo el puño a la boca para silenciarla.

Harvey llegó al coche y el señor Oliver le dio el empujón final. Harvey cayó sobre el asiento trasero. El señor Oliver cerró de golpe la portezuela.

A Jeannie se le pasó el instante de hilaridad. Volvió a mirar a las otras personas de la calle. El hombre del sombrero de paja contemplaba la micción de su perro sobre el neumático de un Subaru. La pareja de jóvenes no había vuelto la cabeza.

«Hasta ahora, de maravilla»

– Iré detrás con él -dijo el señor Oliver.

– Muy bien.

Jeannie se puso al volante y Lisa ocupó el asiento de copiloto.

La noche de domingo el centro urbano estaba tranquilo. Entraron en el aparcamiento subterráneo del hotel y Jeannie dejó el automóvil lo más cerca que pudo del ascensor, para reducir en lo posible la distancia que tenían que recorrer llevando a rastras a Harvey. El garaje no estaba desierto. Tuvieron que esperar dentro del coche a que una pareja vestida elegantemente se apeara de un Lexus y emprendiera el ascenso al hotel. Luego, cuando no hubo nadie a la vista, salieron del vehículo.

Jeannie cogió una llave inglesa del maletero, se la enseñó amenazadoramente a Harvey y la guardó en el bolsillo de sus pantalones azules. El señor Oliver llevaba al cinto, oculto bajo los faldones de la camisa, el pistolón de sus tiempos guerreros. A tirones, sacaron a Harvey del coche. Jeannie esperaba que de un momento a otro se tornase violento, pero Harvey anduvo pacíficamente hasta el ascensor.

Les llevó un buen rato llegar. Una vez allí, lo metieron dentro del ascensor y Jeannie pulsó el botón que los subiría al vestíbulo.

En marcha hacia el ascensor, el señor Oliver le lanzó otro viaje al estómago de Harvey.

Jeannie se sobresaltó: no había habido provocación.

Harvey gimió y se dobló por la cintura en el momento en que se abrían las puertas. Dos hombres que esperaban el ascensor se quedaron mirando a Harvey. El señor Oliver dirigió los tumbos de Harvey, al tiempo que decía:

– Perdón, caballeros, este joven tiene una copa de más.

Los dos hombres se apresuraron a apartarse.

Esperaron otro ascensor libre. Pusieron a Harvey en él y Jeannie oprimió el botón de la octava planta. Suspiró aliviada cuando se cerraron las puertas. Llegaron a su piso sin incidente alguno. Harvey se estaba recobrando del último golpe del señor Oliver, pero casi habían llegado a su destino. Jeannie encabezó la marcha hacia la habitación que había alquilado. Al llegar a ella vieron consternados que la puerta estaba abierta. Del picaporte colgaba una tarjeta que decía: «Estamos arreglando la habitación». La doncella debía de estar haciendo la cama o algo así. Jeannie gimió.

De pronto, Harvey empezó a debatirse, a emitir gritos guturales de protesta y a revolverse violentamente con las manos atadas. El señor Oliver intentó arrearle un mandado, pero Harvey le hizo un regate y dio tres pasos por el corredor.

Jeannie se agachó delante de él, agarró con ambas manos la cuerda que le sujetaba los tobillos y dio un tirón. Harvey trastabilló. Jeannie dio otro tirón, pero esta vez sin resultado. «Dios, lo que pesa.» Harvey levantó las manos con intención de golpearla. La muchacha asentó las piernas y dio otro tirón con todas sus fuerzas.

Harvey perdió pie y fue a parar al suelo con cierto estrépito.

– Santo Dios, ¿qué ocurre, en nombre del cielo? -se oyó una voz remilgada. La doncella, una mujer negra de alrededor de sesenta años y ataviada con inmaculado uniforme, había salido del cuarto.

El señor Oliver se arrodilló junto a la cabeza de Harvey y le alzó los hombros.

– Este joven se ha corrido una juerga por todo lo alto -explicó-. Ha soltado hasta la primera papilla sobre el capó de mi limusina.

«Ya entiendo. Se ha convertido en nuestro chofer, en honor de la doncella.»

– ¿Una juerga? -respondió la mujer-. A mí me parece más bien que en lo que se ha liado es en una pelea.

El señor Oliver se dirigió a Jeannie:

– ¿Tendría usted la bondad de levantarle los pies, señora?

Jeannie lo hizo así.

Pusieron en pie a Harvey. El muchacho se retorció. El señor Oliver hizo como que se le escapaba, pero levantó la rodilla y Harvey cayó sobre ella y se quedó sin resuello.

– ¡Tenga cuidado, puede hacerle daño! -advirtió la doncella.

– Levantémoslo otra vez, señora -pidió Oliver.

Lo cogieron y lo llevaron dentro del cuarto. Lo depositaron muy cerca de las dos camas.

La doncella entró en la habitación tras ellos.

– Espero que no vomite aquí.

El señor Oliver le sonrió.

– ¿Cómo es que no la he visto antes por aquí? No hay joven guapa que se les pase por alto a estos ojitos míos, pero no recuerdo haberla visto a usted.

– No se pase de listo -dijo ella, pero sonreía-. No soy ninguna joven.

– Yo tengo setenta y uno, y usted no puede haber pasado un día de los cuarenta y cinco.

– He cumplido los cincuenta y nueve, demasiado vieja para escuchar sus bobadas.

El señor Oliver la tomó de la mano y la condujo amablemente fuera de la habitación.

– Vamos, casi he terminado ya con esta gente. ¿Quiere dar un paseo en mi limusina?

– ¿Ese coche cubierto de vómitos? ¡Ni hablar! -rió la doncella.

– Podría limpiarlo.

– En casa me espera un marido que, si le oyera a usted hablar así, habría algo más que vómitos en su capó, don Limu.

– ¡Oh, oh! -El señor Oliver alzó las manos en gesto defensivo-. No he pretendido ofender a nadie. Hizo una bonita representación cómica de miedo, retrocedió hacia el interior del cuarto y cerró la puerta.

Jeannie se dejó caer en una silla.

– Dios mío, lo conseguimos -dijo.

61

Tan pronto hubo terminado de cenar, Steve se levantó y dijo:

– Necesito acostarme.

Deseaba retirarse lo antes posible a la habitación de Harvey. Una vez estuviera solo tendría la seguridad de que no iban a descubrirle.

La reunión tocó a su fin. Proust se echó al coleto el resto de su whisky y Berrington acompañó a los invitados a sus coches.

Steve vio la oportunidad de llamar a Jeannie y contarle lo que estaba sucediendo. Descolgó el auricular y llamó a información. Tardaban una barbaridad en responder. «¡Vamos, vamos!» Por fin consiguió que le atendieran y pidió el teléfono del hotel. Se equivocó de número la primera vez y le contestaron de un restaurante. Volvió a marcar, frenéticamente, y consiguió por último hablar con el hotel.

– ¿Podría ponerme con la doctora Jean Ferrami? -preguntó.

Berrington regresó al estudio en el preciso momento en que Steve oía la voz de Jeannie.

– ¡Diga!

– Hola, linda, aquí, Harvey -se presentó.

– Steve, ¿eres tú?

– Sí, he decidido pasar la noche en casa de papá; es un poco tarde para volver a casa. El trayecto es muy largo.

– Por el amor de Dios, Steve, ¿te encuentras bien?

– Tengo algunos asuntos que resolver, pero no es nada que no pueda manejar. ¿Qué tal día has pasado, cariño?

– Ya hemos logrado colarlo en el hotel. No resultó fácil, pero lo hicimos. Lisa ha entrado en contacto con George Dassault. Prometió venir, así que es posible que contemos con tres, por lo menos.

– Muy bien. Ahora me voy a dormir. Espero verte mañana, cariño.

– Bien. Buena suerte.

– Lo mismo digo. Buenas noches.

Berrington le hizo un guiño.

– ¿Una nena ardiente?

– Cariñosa.

Berrington sacó unas píldoras y se las tomó con un sorbo de whisky escocés. Al observar que Steve dirigía la vista hacia la botella, explicó:

– Dalmane. Con todo este jaleo, necesito algo que me ayude a dormir.

– Buenas noches, papá.

Berrington rodeó con sus brazos los hombros de Steve.

– Buenas noches, hijo -deseó-. No te preocupes, saldremos de ésta.

Steve pensó que Berrington realmente quería a su despreciable hijo y durante unos segundos se sintió irracionalmente culpable por engañar a un padre amantísimo.

Y entonces se dio cuenta de que no sabía dónde estaba su dormitorio. Abandonó el estudio y avanzó unos pasos por el pasillo que supuso llevaba a los dormitorios. No tenía idea de cuál sería la puerta correspondiente al cuarto de Harvey. Volvió la cabeza para cerciorarse de que Berrington no podía verle desde el estudio. Con gesto rápido, abrió la puerta que tenía más cerca, esforzándose desesperadamente en hacerlo en silencio.

Era un cuarto de baño completo, con ducha y bañera. Cerró la puerta con suavidad.

Probo con la que estaba enfrente. Se abría a una amplia alcoba, con cama de matrimonio y numerosos armarios. Un traje a rayas, en una bolsa de lavandería de limpieza en seco, colgaba de un tirador. No le pareció que Harvey vistiera trajes a rayas. Se disponía a cerrar la puerta sin hacer ruido cuando le sobresaltó oír la voz de Berrington, inmediatamente detrás de él.

– ¿Necesitas algo de mi cuarto?

Dio un respingo culpable. Durante un momento se quedó mudo. «¿Qué diablos puedo decir?» Las palabras acudieron luego a sus labios.

– No tengo nada que ponerme para dormir.

– ¿Desde cuándo te ha dado por ponerte pijama?

La voz de Berrington lo mismo podía ser recelosa que simplemente perpleja; Steve no fue capaz de determinarlo. Improvisó a lo loco:

– Pensé que podía ponerme una camiseta grande de manga corta.

– Nada te caerá bien con esos hombros, hijo mío -dijo Berrington, y, ante el alivio de Steve, soltó una carcajada.

Steve se encogió de hombros.

– No importa.

Siguió adelante. Al final del pasillo había dos puertas, una frente a otra: el cuarto de Harvey y el de la criada, presumiblemente. «Pero ¿cuál es de cuál?»

Steve remoloneó un poco, con la esperanza de que Berrington desapareciese dentro de su dormitorio antes de que él, Steve, efectuara su elección.

Cuando llegó al final del pasillo volvió la cabeza. Berrington estaba observándole.

– Buenas noches, papá -dijo Steve.

– Buenas noches.

«¿Derecha o izquierda? No hay forma de adivinarlo. Es cuestión de elegir una a la buena de Dios» Steve abrió la puerta de su derecha.

Camiseta de rugby en el respaldo de una silla, un disco compacto de Snoop Doggy Dog encima de la cama. Playboy sobre la mesa escritorio. «La habitación de un chico. Gracias a Dios.»

Entró y cerró la puerta tras de sí, con el talón. Apoyó la espalda contra el paño de la puerta, débil de puro alivio.

Al cabo de un momento se desvistió y se metió en la cama. Se sentía muy extraño en el lecho de Harvey, en el cuarto de Harvey y en la casa del padre de Harvey. Apagó la luz y yació despierto, mientras escuchaba los ruidos de aquella casa extraña. Durante cierto tiempo oyó rumor de pasos, puertas que se cerraban y grifos que dejaban correr el agua, luego el silencio se enseñoreó del lugar.

Se sumió en un sueño ligero, del que despertó súbitamente. «Había alguien más en la habitación.»

Percibió el olor característico de un perfume de flores, mezclado con el de ajos y especias; luego vio cruzar por delante de la ventana la silueta de la figura menuda de Marianne. Antes de que tuviera tiempo de pronunciar palabra, la muchacha se había metido en la cama con él.

– ¡Eh! -susurró Steve.

– Voy a hacerte una mamada como a ti te gusta -dijo Marianne, pero Steve captó el miedo en su voz.

– No -replicó Steve, que la rechazó cuando ella se deslizaba bajo la ropa de la cama en dirección a la entrepierna.

– Por favor, no me hagas daño esta noche, por favor, «Arvey» -rogó. Tenía acento francés.

Steve lo comprendió todo. Marianne era una inmigrante y Harvey la había aterrorizado de tal modo que la pobre muchacha no sólo hacía cuanto él le ordenaba sino que incluso se anticipaba también a sus exigencias. ¿Cómo era posible que pudiera pegar impunemente a aquella infeliz cuando Berrington, su padre, estaba en la habitación contigua? ¿Es que la chica no hacía ningún ruido? Entonces Steve recordó las pastillas del somnífero. Berrington dormía tan profundamente que los gritos de Marianne no le despertarían.

– No voy a hacerte ningún daño, Marianne -dijo-. Relájate.

Ella empezó a besarle en la cara.

– Se bueno, por favor, se bueno. Haré todo lo que quieras, pero no me pegues.

– Marianne -dijo Steve en tono severo-. Tranquilízate.

Ella se quedó rígida.

Steve le pasó un brazo por los delgados hombros. La piel de la muchacha era suave y calida.

– Quédate aquí un momento y cálmate -recomendó Steve, al tiempo que le acariciaba la espalda-. Nadie volverá a hacerte daño, te lo prometo.

Marianne seguía tensa, a la espera de los golpes, pero luego fue relajándose poco a poco. Se acercó más a Steve.

El tuvo una erección, no podía evitarlo. Se daba cuenta de que no le costaría nada hacer el amor. Acostado allí, con aquel cuerpo tembloroso entre los brazos, la tentación era muy fuerte. Nadie lo sabría nunca. Sería una verdadera delicia acariciar a aquella chica hasta despertar su libido. Marianne se sentiría sorprendida y complacida de ser amada tan suave y consideradamente. Ambos se besarían y acariciarían durante toda la noche.

Steve suspiro. Pero estaría mal hecho. Ella no actuaba por propia voluntad. Le habían llevado a aquella cama la inseguridad y el miedo, no el deseo.

«Sí, Steve, puedes jodértela… y explotarás a una inmigrante asustada que cree que no tiene otra salida. Y eso sería abyecto. Tú despreciarías a un hombre capaz de cometer tal infamia.»

– ¿Te sientes mejor ya? -preguntó.

– Sí…

Ella le tocó la cara, y luego le besó suavemente en la boca.

Steve mantuvo los labios firmemente apretados, pero le acarició el pelo afectuosamente.

Marianne le miró en la semioscuridad.

– Tú no eres él, ¿verdad? -dijo.

– No -respondió Steve-. No soy él.

Al cabo de unos segundos, la muchacha se había ido. Steve seguía con su erección. «¿Por qué yo no soy él? ¿Por el modo en que me educaron? Diablos, no.» Podía habérmela follado. Podía ser Harvey. Yo no soy él porque opté por no serlo.

Mis padres no tomaron esa decisión en este momento: la tomé yo. Gracias por vuestra ayuda, papá y mamá, pero he sido yo, no vosotros, quien envió a esa chica a su habitación.

»Berrington no me creó, ni tampoco me creasteis vosotros.

«Me hice yo.»

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