– ¿Conociste alguna vez a un hombre con el que quisieras casarte? -preguntó Lisa.
Tomaban café instantáneo sentadas a la mesa en el apartamento de Lisa. En el piso, a su alrededor, todo era bonito, a tono con Lisa: grabados de flores, adornos de porcelana y un osito de felpa con corbata de lazo de lunares.
Lisa iba a tomarse el día libre, pero Jeannie iba vestida para trabajar, con falda marinera y blusa blanca de algodón. Era un día importante y la tensión la tenía sobre ascuas. Llegaba al laboratorio, para someterse a una jornada de pruebas, el primero de los sujetos seleccionados. ¿Iba a confirmar su teoría o iba a fallarle en toda regla? Al final de la jornada ¿iba a verse ensalzada o tendría que revisar y evaluar de nuevo sus ideas?
Sin embargo, no deseaba ponerse en camino hacia el trabajo hasta el último momento. Lisa todavía tenía el ánimo demasiado frágil. Jeannie imaginaba que lo mejor que podía hacer era permanecer sentada con ella y charlar de hombres y de sexo como siempre hacían, ayudándola así a volver a la senda de la normalidad.
Le hubiera gustado poder quedarse allí toda la mañana, pero le era del todo imposible. Lamentaba de veras que Lisa no estuviese con ella en el laboratorio, echándole una mano, pero eso no podía ser.
– Sí, conocí a uno -contestó Jeannie a la pregunta-. Hubo un chico con el que desee casarme. Se llamaba Will Temple. Era antropólogo. Todavía lo es.
Jeannie aun podía verle mentalmente: un tiarrón corpulento, de barba rubia, con vaqueros azules y jersey de pescador, que circulaba por los pasillos de la universidad con una bicicleta que tenía un cambio de marchas de diez velocidades.
– Ya lo has citado otras veces -dijo Lisa-. ¿Cómo era?
– Formidable. -Jeannie suspiró-. Me hacía reír, cuidaba de mí cuando caía enferma, se planchaba sus propias camisas y tenía la capacidad sexual de un caballo.
Lisa no sonrió.
– ¿Qué fue mal?
Jeannie estaba en plan audaz, pero aún le dolía aquel recuerdo.
– Me dejó por Georgina Tinkerton Ross. -A guisa de explicación, añadió-: De los Tinkerton Ross de Pittsburgh.
– ¿Qué clase de chica era?
Lo último que Jeannie deseaba era rememorar a Georgina. Sin embargo se trataba de sacar del cerebro de Lisa la violación, de modo que se obligó a dar vida verbal a sus reminiscencias.
– Era perfecta -dijo, y no le hizo mucha gracia el amargo sarcasmo que percibió en su propia voz-. Rubia como el trigo, figura de reloj de arena, gusto impecable en jerseys de cachemir y en zapatos de piel de cocodrilo. Ni pizca de cerebro, pero podrida de dinero.
– ¿Cuándo ocurrió todo eso?
– Will y yo vivimos juntos un año mientras yo hacía el doctorado. -En su recuerdo, aquella había sido la época más feliz de su vida-. Will se trasladó cuando yo estaba escribiendo sobre si la criminalidad está latente en los genes. -«Magníficamente calculado Will. Quisiera poder odiarte más aún»
– Berrington me ofreció entonces un empleo en la Jones Falls y me lancé de cabeza.
– Los hombres son unos canallas.
– Will no es ningún canalla. Es un chico estupendo. Se enamoró de otra, eso es todo. Creo que se equivocó en su elección. No fue como si él y yo estuviésemos casados o algo así. No rompió ninguna promesa. Ni siquiera me fue nunca infiel, salvo un par de veces antes, me dijo. -Jeannie comprendió que estaba repitiendo las propias palabras de autojustificación de Will-. No sé, tal vez era un canalla después de todo.
– Quizá deberíamos volver a la época victoriana, cuando un hombre que besaba a una mujer se consideraba prometido. Al menos, las chicas conocían el terreno que pisaban.
En aquellos momentos, la perspectiva de Lisa respecto a las relaciones con el sexo opuesto estaba un tanto distorsionada, pero Jeannie no lo dijo. Le preguntó, en cambio:
– ¿Qué me dices de ti? ¿Encontraste alguna vez un hombre con el que te hubiera gustado casarte?
– Nunca. Ni uno.
– Tú y yo tenemos mucha categoría. No te preocupes, cuando el señor adecuado aparezca será un hombre maravilloso.
Sonó el interfono de la entrada y ambas se sobresaltaron. Lisa dio un respingo y tropezó con la mesa. Un jarro de porcelana fue a estrellarse contra el suelo y se hizo añicos.
– ¡Maldita sea! -exclamó Lisa.
Aún tenía los nervios de punta.
– Recogeré los trozos -se brindó Jeannie en tono tranquilizador-. Ve a ver quién está en la puerta.
Lisa cogió el telefonillo. Una arruga de preocupación surcó su rostro mientras examinaba la imagen del monitor.
– Está bien, supongo -articuló dubitativa, y apretó el botón que abría la puerta del edificio.
– ¿Quién es?-preguntó Jeannie.
– Una detective de la Unidad de Delitos Sexuales.
Jeannie ya se había temido que enviaran a alguien con la intención de inducir a Lisa a colaborar en la investigación. Estaba firmemente decidida a que no sucediera así. Sólo le faltaba a Lisa que la acosaran con preguntas indiscretas.
– ¿Por qué no le has dicho que se fuera a tomar viento?
– Tal vez porque es negra.
– ¿Te estás quedando conmigo?
Lisa denegó con la cabeza.
Muy listos, pensó Jeannie mientras recogía en el hueco de la mano los trozos de porcelana. Los polis sabían que Lisa y ella eran hostiles. De haber enviado un detective blanco y varón no hubiera pasado del umbral de la puerta. De modo que encargaron la operación a una mujer de color, sabedores de que las muchachas blancas de clase media le flanquearían el paso y se mostrarían corteses con ella. Bueno, si intentaba pasarse de la raya con Lisa, la echarían de allí sin contemplaciones, lo mismo que si fuera un hombre blanco, pensó Jeannie.
La detective resultó ser una mujer rechoncha, de alrededor de cuarenta años, elegantemente vestida con blusa color crema y multicolor pañuelo de seda. Llevaba una cartera de mano.
– Soy la sargento Michelle Delaware -se presentó-. Los compañeros me llaman Mish.
Jeannie se preguntó que llevaría en la cartera. Normalmente, los detectives llevan armas, no documentos.
– Soy la doctora Jean Ferrami -dijo Jeannie. Siempre sacaba a relucir su título al presentarse a alguien con quien suponía iba a tener trifulca-. Ella es Lisa Hoxton.
– Señora Hoxton -dijo la detective-, quiero manifestarle en primer lugar que lamento mucho lo que le sucedió ayer. A mi unidad llega un caso de violación diario, por término medio, y cada uno de ellos representa una tragedia terrible y un trauma lacerante para la víctima. Sé que se siente usted muy herida y lo comprendo.
Uff, pensó Jeannie, esto es distinto a lo de ayer.
– Trato de superarlo -respondió Lisa, desafiante, aunque la delataron las lágrimas que afluyeron a sus ojos.
– ¿Puedo sentarme?
– Faltaría más.
La detective tomó asiento ante la mesa de la cocina.
– Su actitud no se parece en nada a la del agente -comento Jeannie, mirándola atentamente.
Mish asintió con la cabeza.
– Lamento profundamente la actitud de McHenty y el modo en que las trató. Al igual que todos los agentes recibió la formación oportuna acerca del modo de atender a las víctimas de una violación, pero parece haber olvidado todo lo que le enseñaron. Me siento mortificada en nombre de todo el departamento de policía.
– Fue como si me violaran otra vez -se quejó Lisa lastimeramente.
– No creo que eso vuelva a repetirse -dijo Mish, y un deje de cólera se le deslizó en la voz-. Así es como muchos casos de violación van a parar al archivo con la nota de «Infundado». No es porque las mujeres mientan al presentar la denuncia. Es porque el sistema las trata tan brutalmente que deciden retirarla.
– No me cuesta ningún trabajo creerlo -afirmó Jeannie.
Se recomendó ir con cuidado: Mish podía hablar como una monjita, pero no dejaba de ser un miembro de la policía.
Mish sacó una tarjeta de la cartera.
– Aquí tiene el número de un centro voluntario de asistencia a víctimas de violación y malos tratos infantiles -informó-. Tarde o temprano, toda víctima necesita consejo.
Lisa miró la tarjeta, pero respondió:
– En este momento, lo único que deseo es olvidarlo.
Mish asintió con la cabeza. -Hágame caso, guarde la tarjeta en un cajón. Sus sentimientos pasarán por ciertos ciclos y es muy probable que llegue la hora en que esté preparada para buscar ayuda.
– Muy bien.
Jeannie decidió que Mish se había ganado un poco de cortesía.
– ¿Le apetece un poco de café? -ofreció.
– Me encantaría tomar una taza.
– Lo prepararé.
Jeannie se levantó y llenó la cafetera eléctrica.
– ¿Trabajan juntas? -preguntó Mish.
– Si -respondió Jeannie-. Estudiamos gemelos.
– ¿Gemelos?
– Estimamos sus similitudes y diferencias, e intentamos determinar cuánto es producto de la herencia y cuánto se debe al modo en que los educaron.
– ¿Cuál es su función en esa tarea, Lisa?
– Mi trabajo consiste en localizar gemelos para que los científicos los estudien.
– ¿Cómo desarrolla esa búsqueda?
– Empiezo a partir de los certificados de nacimiento, que constituyen información de dominio público en casi todos los estados. Aproximadamente un uno por ciento del total de nacimientos es de gemelos, de forma que encuentro una pareja de ellos cada cien partidas de nacimiento que reviso. El certificado da la fecha y lugar de nacimiento. Sacamos una copia y luego seguimos la pista a los gemelos.
– ¿Cómo?
– Tenemos en un CD-ROM todas las guías telefónicas de Estados Unidos. También podemos consultar los registros de permisos de conducir y las referencias de las agencias de créditos.
– ¿Encuentran siempre a los gemelos?
– ¡No, por Dios! Nuestro índice de éxito depende de su edad. Localizamos el noventa por ciento, aproximadamente, de los de diez años, pero sólo el cincuenta por ciento de los que cumplieron los ochenta. Las personas de edad son las que con más probabilidad se han mudado de domicilio varias veces, han cambiado de nombre o han fallecido.
Mish miró a Jeannie.
– Y luego usted los estudia.
– Mi especialidad -dijo Jeannie- son los gemelos univitelinos que se criaron separados. Son mucho más difíciles de encontrar.
Depositó la cafetera encima de la mesa y sirvió a Mish un café. Si la detective tenía intención de presionar a Lisa, se lo estaba tomando con calma.
Tras sorber un poco de café, Mish preguntó a Lisa:
– ¿Tomó algún medicamento en el hospital?
– No, no estuve allí mucho tiempo.
– Debieron facilitarle la píldora contraceptiva del día siguiente Usted no quiere quedar embarazada, ¿verdad?
Lisa se estremeció.
– Claro que no. Me estaba estrujando el cerebro preguntándome qué podía hacer respecto a eso.
– Acuda a su médico de cabecera. Él se la proporcionará, a menos que tenga alguna objeción de tipo religioso… Hay médicos católicos para los que representa un problema. En ese caso el centro voluntario le recomendará una alternativa.
– Es estupendo hablar con alguien que sabe esas cosas -dijo Lisa.
– El incendio no fue ningún accidente -continuó Mish-. He hablado con el jefe de bomberos. Alguien encendió fuego en un almacén próximo al vestuario… y desenroscó los tornillos de las tuberías de ventilación para asegurarse de que el humo iba directamente al vestuario. Ahora bien, a los violadores no les interesa en realidad el sexo: es la emoción del peligro, el miedo, lo que les impulsa. Creo, pues, que el fuego era parte de alguna fantasía de este tipo.
A Jeannie no se le había ocurrido esa posibilidad:
– Di por supuesto que ese canalla no era más que un oportunista que se aprovechó del incendio.
Mish negó con la cabeza.
– El violador que sale con una chica sí que es oportunista: se encuentra con que ella está drogada o ebria y no puede oponer resistencia. Pero los individuos que violan a desconocidas son distintos. Lo preparan mentalmente. Fantasean y trazan un plan para llevar la práctica esa fantasía. Pueden ser astutos. Lo que los hace más aterradores.
La indignación de Jeannie aumentó.
– Estuve a punto de perder la vida en ese incendio -dijo.
– ¿Tengo razón al pensar que no había visto nunca a ese hombre? -preguntó Mish a Lisa-. ¿Era un completo desconocido para usted?
– Creo que le había visto cosa de una hora antes -respondió Lisa-. Cuando iba corriendo con el equipo de hockey, un automóvil se detuvo por allí y el conductor se nos quedó mirando. Tengo el pálpito de que era él.
– ¿Qué clase de coche?
– Viejo, eso sí que lo sé. Blanco, con mucho óxido encima. Tal vez un Datsun.
Jeannie creyó que Mish anotaría aquellos datos, pero la detective continuó con la conversación.
– Mi impresión es que se trata de un pervertido inteligente y absolutamente despiadado capaz de hacer lo que sea con tal de disfrutar de la emoción, del miedo que eso le produce.
– Deberían encerrarlo para el resto de su vida -comentó Jeannie amargamente.
Mish jugó su baza.
– Pero no lo encerrarán. Está libre. Y repetirá su hazaña.
– ¿Cómo puede estar tan segura de ello? -se mostró escéptica Jeannie.
– La mayoría de los violadores son violadores en serie. La única excepción es el violador oportunista que sale con una chica y aprovecha la ocasión si se le presenta, el que he mencionado antes: ese tipo de muchacho sólo comete su delito una vez. Pero los individuos que violan a desconocidas reinciden y reinciden… hasta que los detienen. -Mish miró a Lisa-. En el plazo de siete a diez días, el hombre que la forzó a usted habrá sometido a otra mujer a la misma tortura… a menos que le atrapemos antes.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Lisa.
Jeannie comprendió entonces adónde quería ir a parar Mish.
Como Jeannie había supuesto, la detective iba a intentar convencer a Lisa para que la ayudase en la investigación. Jeannie aún seguía decidida a impedir que Mish intimidase o presionara a Lisa. Pero resultaba difícil buscarle tres pies al gato a las cosas que la detective estaba diciendo.
– Necesitamos una muestra del ADN del violador -dijo Mish.
Lisa hizo una mueca de desagrado.
– Quiere decir de su esperma.
– Sí.
Lisa sacudió la cabeza.
– Me he duchado, me he bañado y me he lavado a fondo. Espero por Dios que dentro de mí no quede nada de ese tipo.
Mish insistió reposadamente.
– De cuarenta y ocho a setenta y dos horas después de la violación, se conservan rastros en el cuerpo. Necesitamos efectuar un frotis vaginal, un peinado de vello púbico y una analítica.
– El médico que vimos ayer en el Santa Teresa era un auténtico majadero -dijo Jeannie.
Mish movió verticalmente la cabeza.
– A los médicos no les gusta nada atender a las víctimas de violación. Si tienen que comparecer en los tribunales pierden tiempo y dinero. Pero a ustedes nunca debieron llevarlas al Santa Teresa. Ese fue uno de los muchos errores de McHenty. En esta ciudad hay tres hospitales con la designación de Centros de Agresiones Sexuales, y el Santa Teresa no es ninguno de ellos.
– ¿Adónde quiere que vaya? -dijo Lisa.
– El Hospital Mercy tiene un servicio de Examen Forense de Agresiones Sexuales. La llamamos unidad EFAS.
Jeannie miró a Lisa y asintió. El Mercy era el gran hospital del centro urbano.
– Le atenderá una enfermera experta en el reconocimiento de agresiones sexuales, un ayudante técnico sanitario que siempre será una mujer -continuó Mish-. Está especialmente cualificada para el examen de pruebas, cosa que no ocurre en el caso del médico que le atendió ayer… éste seguramente hubiera malogrado las pruebas que hubiese encontrado.
Era evidente que los médicos no inspiraban mucho respeto a Mish.
La detective abrió su cartera. Jeannie se inclinó hacia delante, curiosa. Dentro había un ordenador portátil. Mish alzó la tapa y presionó el pulsador de encendido.
– Tenemos un programa llamado TEIF, Técnica Electrónica de Identificación Facial. Nos gustan los acrónimos. -Esbozó una sonrisa torcida- A decir verdad, lo creó un detective de Scotland Yard. Nos permite reunir los rasgos y formar un retrato del agresor sin recurrir a los servicios de un dibujante.
Se quedó mirando a Lisa con expectación.
Lisa proyectó los ojos sobre Jeannie.
– ¿Qué opinas?
– No te dejes presionar -dijo Jeannie-. Decide por ti misma. Tienes perfecto derecho. Reflexiona y haz lo que consideres oportuno y con lo que te sientas a gusto.
Mish lanzó a Jeannie una mirada feroz, plena de hostilidad.
– No se la presiona -dijo a Lisa-. Si desean que me vaya, es como si ya estuviese fuera de aquí. Pero quiero que sepan una cosa. Deseo coger a ese violador y necesito su ayuda. Sin usted, no tengo ni la más remota posibilidad.
Jeannie se perdió en el infinito de la admiración. Mish había controlado y dominado el curso de la conversación desde que entró en el piso y, sin embargo, lo había hecho sin avasallar ni manipular. La detective sabía lo que llevaba entre manos y lo que deseaba.
– No sé -dudó Lisa.
– ¿Por qué no echa un vistazo a este programa informático? -sugirió Mish-. Si le altera el ánimo, lo dejamos y en paz. Si no le afecta, al menos tendré una imagen del sujeto tras el que voy. Luego, cuando hayamos terminado, decide usted si quiere ir o no al Mercy.
Lisa volvió a titubear; al cabo de unos segundos dijo: -Vale.
– Recuerda -terció Jeannie- que puedes suspenderlo en el momento en que empiece a trastornarte.
Lisa asintió con la cabeza.
– Empezaremos -dijo Mish- con un esbozo aproximado de su rostro. No se parecerá mucho, pero será una base. Después iremos perfeccionando los detalles. Necesito que se concentre a fondo en la cara del agresor y me haga una descripción general. Tómese el tiempo que le haga falta.
Lisa cerró los ojos.
– Es un hombre blanco, aproximadamente de mi edad. Pelo corto, sin un color particular. Ojos claros, azules, me parece. Nariz recta…
Mish accionaba un ratón. Jeannie se levantó y fue a situarse detrás de la detective de forma que pudiera ver la pantalla. Era un programa Windows. En la esquina superior derecha había un rostro dividido en ocho secciones. A medida que Lisa iba citando rasgos, Mish llevaba el cursor a un sector del rostro, pulsaba el botón del ratón y se desplegaba un menú; luego corregía las partes del menú de acuerdo con los comentarios de Lisa: pelo corto, ojos claros, nariz recta.
– Mentón más bien cuadrado -continuó Lisa-, sin barba ni bigote… ¿Qué tal?
Mish volvió a hacer clic y en la parte principal de la pantalla apareció el rostro completo. Representaba un hombre blanco, en la treintena, de facciones regulares: podía tratarse de uno entre mil individuos. Mish dio la vuelta al ordenador para que Lisa pudiera ver la pantalla.
– Ahora vamos a ir cambiando esta cara poco a poco. Primero se la iré mostrando con una serie de frentes y nacimientos del pelo distintos. No diga más que sí o no. ¿Preparada?
– Claro.
Mish pulsó el ratón. Cambió el rostro de la pantalla y la línea del nacimiento del pelo retrocedió súbitamente.
– No -dijo Lisa.
Mish hizo clic de nuevo. La cara presentó esta vez un flequillo recto como el de un anticuado corte de pelo estilo Beatle.
– No.
El siguiente fue un pelo ondulado y Lisa comentó:
– Este se parece más, pero creo que llevaba raya.
El que apareció a continuación era un pelo rizado.
– Mejor que el anterior -dijo Lisa-. Pero el pelo es demasiado oscuro.
– Cuando los hayamos repasado todos, volveremos a los que le parecieron y elegiremos el mejor. Una vez tengamos la cara completa procederemos a perfeccionar las facciones retocándolas convenientemente: oscureciendo o aclarando el pelo, desplazando la raya, rejuveneciendo o envejeciendo todo el rostro.
Jeannie se sentía fascinada, pero aquello iba a durar una hora más y ella tenía trabajo.
– He de irme -dijo-. ¿Estás bien, Lisa?
– Estupendamente -respondió Lisa, y Jeannie comprendió que era verdad.
Tal vez eso fuese lo mejor, que Lisa se comprometiera activamente en aquella caza del hombre. Lanzó una mirada a Mish y captó en su expresión un centelleo de triunfo. ¿Me equivoqué, pensó Jeannie, en mi hostilidad hacia Mish y en mi actitud defensiva respecto a Lisa? Desde luego, Mish era simpática. Siempre tenía a punto la palabra precisa. De todas formas, su prioridad no era ayudar a Lisa, sino atrapar al violador. Lisa seguía necesitando una verdadera amiga, alguien cuya preocupación primordial fuera ella, Lisa.
– Luego te llamo -le prometió Jeannie.
Lisa la abrazó.
– Nunca te agradeceré bastante el que te quedaras conmigo -dijo.
Mish tendió la mano a Jeannie.
– Celebro haberla conocido -dijo.
Jeannie le estrechó la mano.
– Buena suerte -deseó-. Confío en que lo detenga.
– Yo también -repuso Mish.
Steve estacionó el coche en la extensa zona de aparcamiento destinada a estudiantes, sita en la esquina sur de las cuarenta hectáreas del campus de la Jones Falls. Faltaban apenas unos minutos para las diez de la mañana y el campus era un hormiguero de alumnos vestidos con veraniegas prendas ligeras, camino de la primera clase del día. Mientras cruzaba los terrenos de la universidad, Steve buscó con la mirada a la jugadora de tenis. Las probabilidades de localizarla eran mínimas, lo sabía, pero no pudo por menos de ir escudriñando a toda chica alta y morena que se ponía al alcance de su vista, para comprobar si llevaba un aro en la nariz.
El Pabellón de Psicología Ruth W. Acorn era un moderno edificio de cuatro plantas construido del mismo ladrillo rojo que las otras facultades de la universidad, más antiguas y tradicionales. Steve dio su nombre en el vestíbulo, donde le remitieron al laboratorio.
Durante las tres horas siguientes le sometieron a muchas más pruebas de las que pudo imaginar que fuera posible. Le pesaron, lo midieron y le tomaron las huellas dactilares. Científicos, médicos, estudiantes le fotografiaron las orejas, comprobaron la fuerza que desarrollaba su mano al cerrar los puños y evaluaron sus reflejos ante el sobresalto que pudiera producirle la presentación inesperada de imágenes de víctimas calcinadas y cuerpos mutilados. Contestó a preguntas referentes a sus aficiones durante el tiempo libre, creencias religiosas, novias y aspiraciones profesionales. Tuvo que declarar si podía reparar el timbre de una puerta, si se consideraba atildado, si pegaría a sus hijos y si determinada música le sugería cuadros o dibujos de colores cambiantes. Pero nadie le informó del motivo por el que le habían seleccionado para aquel estudio.
No era el único sujeto. En el laboratorio se encontraban dos niñas y un hombre de mediana edad que llevaba botas de vaquero pantalones tejanos azules y camisa del Oeste. Al mediodía los reunieron a todos en un salón con sofás y televisor, donde almorzaron a base de pizza y Coca-Cola. Steve se dio cuenta entonces de que en realidad eran dos los hombres de edad mediana calzados con botas de vaquero: un par de gemelos que vestían exactamente igual.
Se presentó y pudo enterarse de que los vaqueros eran Benny y Arnold y las niñas Sue y Elizabeth.
– ¿Ustedes dos siempre se visten igual? -preguntó Steve a los hombres, mientras comían.
Los mellizos intercambiaron una mirada y luego Benny dijo:
– No lo sé. Acabamos de conocernos.
– ¿Son ustedes gemelos y acaban de conocerse?
– Nos adoptaron de recién nacidos… familias distintas.
– ¿Y eso de que vistan del mismo modo es una casualidad?
– Así parece, ¿no?
– Y los dos somos carpinteros -añadió Arnold-, fumamos Camel Light y tenemos dos hijos, chico y chica.
– Las dos niñas se llaman Caroline, pero mi hijo es John y el suyo Richard -explicó Benny.
– Yo quería que se llamase John -dijo, pero mi esposa se empeñó en que le pusiéramos Richard.
– ¡Fantástico! -exclamó Steve-. Pero no pueden haber heredado la preferencia por el Camel Light.
– Quién sabe.
Una de las chicas, Elizabeth, preguntó a Steve:
– ¿Dónde está tu hermano gemelo?
– No tengo -respondió Steve-. ¿Eso es lo que estudian aquí, gemelos?
– Sí. -La niña añadió en tono de orgullo-: Sue y yo somos bivitelinas.
Steve enarcó las cejas. La niña aparentaba unos once años.
– Me temo que no conozco esa palabra. ¿Qué significa?
– Que no somos idénticas. Somos mellizas fraternas, bivitelinas.
– Señaló a Benny y Arnold-. Ellos son monocigóticos. Tienen el mismo ADN. Por eso son tan iguales.
– Pareces saber un montón del asunto -comentó Steve-. Me dejas de piedra.
– Ya hemos estado aquí otras veces -dijo la niña.
Se abrió la puerta a espaldas de Steve. Elizabeth alzó la mirada y saludó:
– ¡Hola, doctora Ferrami!
Al volver la cabeza, Steve vio a la jugadora de tenis.
Ocultaba su cuerpo musculoso bajo una bata blanca de laboratorio que le llegaba a las rodillas, pero entró en la habitación caminando como una atleta. Aún conservaba el aire de intensa concentración que tanto le había impresionado en la pista de tenis. Steve se la quedó mirando, sin apenas dar crédito a su buena suerte.
La mujer correspondió al saludo de las niñas y se presentó a los demás. Cuando estrechó la mano de Steve repitió el apretón.
– ¡Así que eres Steve Logan! -articuló.
– Jugaste un partido esplendido -alabó él.
– Pero perdí.
La doctora Ferrami se sentó. Su espesa cabellera oscura le caía suelta sobre los hombros y Steve observó, a la implacable luz del laboratorio, que tenía un par de hebras grises. En vez del aro de plata, ahora llevaba en la nariz una lisa bolita de oro. Se había maquillado y los afeites se encargaban de que sus ojos oscuros resultasen todavía más fascinantes.
Agradeció a todos el que pusieran su tiempo al servicio de la investigación científica y les preguntó si las pizzas eran sabrosas. Al cabo de unos minutos de intercambiar lugares comunes envió a las niñas y a los vaqueros a los departamentos donde se iniciarían las pruebas de la tarde.
Tomó asiento cerca de Steve, el cual tuvo la impresión, sin saber por qué, de que la doctora se sentía un poco violenta. Era casi como si se dispusiera a darle una mala noticia.
– A estas alturas, te estarás preguntando a que viene todo esto -dijo la mujer.
– Supongo que me seleccionaron porque en el colegio me las arreglé bastante bien.
– No -respondió ella-. Es cierto que en el instituto alcanzaste puntuaciones altas en todas las pruebas de inteligencia. En realidad tus resultados en la escuela están por debajo de tus aptitudes. Tu cociente intelectual es desproporcionado. Lo más probable es que figurases entre los primeros de la clase sin tener que esforzarte en lo más mínimo, ¿me equivoco?
– No. ¿Y no estoy aquí por eso?
– No. El proyecto que desarrollamos consiste en averiguar hasta qué punto la herencia genética predetermina la formación del carácter de una persona. -Su incomodidad anterior se desvaneció al animarse con su tema-. ¿Es el ADN lo que decide si somos inteligentes, agresivos, románticos o atléticos? ¿O es nuestra educación? Si ambos ejercen su particular ascendiente, ¿en qué modo se influyen el uno al otro?
– Una polémica antigua -dijo Steve. En la facultad había seguido un curso de filosofía y aquel debate le hechizaba-. ¿Soy como soy porque nací como nací? ¿O soy producto de la educación recibida y el medio ambiente en que me crié? -Recordó el lema que resumía la controversia-: ¿Naturaleza o educación?
La doctora asintió con la cabeza y su larga cabellera onduló gravemente como el oleaje de un océano.
– Pero nosotros tratamos de resolver la cuestión de un modo estrictamente científico -dijo-. Verás, los gemelos univitelinos tienen los mismos genes… exactamente los mismos. Los gemelos fraternos no, pero normalmente se han criado en el mismo medio. Estudiamos ambas clases y los comparamos con los gemelos que se han educado por separado, estimando sus similitudes.
Steve se preguntaba en que podía afectarle aquello. También se preguntaba cuantos años tendría Jeannie. El día anterior, al verla en la pista de tenis con el pelo recogido y oculto bajo la gorra, dio por supuesto que sería de su misma edad; ahora le calculaba una edad próxima a la treintena. Eso no cambiaba sus sentimientos hacia ella, pero era la primera vez que se sentía atraído por alguien tan mayor.
– Si el entorno era lo más importante, los gemelos que se criaran juntos serían más parecidos, y los que se educaran separados serían completamente distintos, al margen de si se trataba de gemelos monovitelinos o fraternos. La verdad es que nos hemos encontrado con lo contrario. Los gemelos idénticos se parecen, los haya criado quien los haya criado. Realmente, los gemelos idénticos educados por separado son más semejantes que los fraternos que se criaron juntos.
– ¿Benny y Arnold representan el primer caso?
– Exacto. Ya has visto lo igualitos que son, a pesar de que se criaron en hogares distintos. Eso es típico. Este departamento ha estudiado más de un centenar de parejas de gemelos univitelinos que se educaron por separado. De esas doscientas personas, dos eran poetas con obra publicada, una pareja de gemelos. Otras dos se dedicaban profesionalmente a tareas relacionadas con animales domésticos (una era adiestradora y la otra criadora de perros), igualmente una pareja de gemelos. Hemos tenido dos músicos (un profesor de piano y un guitarrista), también pareja de gemelos. Pero estos son los ejemplos más gráficos. Como has visto esta mañana, efectuamos mediciones científicas de personalidad, cocientes intelectuales y diversas dimensiones físicas, las cuales muestran a menudo las mismas pautas: los gemelos idénticos son extraordinariamente similares, al margen de su crianza.
– Mientras que Sue y Elizabeth parecen muy distintas.
– Exacto. Sin embargo, tienen los mismos padres, el mismo hogar, van al mismo colegio, han tenido la misma dieta alimenticia toda la vida, y así sucesivamente. Supongo que Sue ha guardado silencio durante todo el almuerzo, en tanto Elizabeth te ha contado la historia de su vida.
– En realidad, lo que ha hecho ha sido explicarme la palabra «monocigótico».
La doctora Ferrami se echó a reír, con lo que mostró una dentadura perfectamente blanca y el centelleo rosado de la punta de la lengua. Steve se sintió exageradamente complacido por haber provocado su alegría.
– Pero todavía no me has aclarado que pinto yo en esto -dijo.
La mujer volvió a dar la impresión de sentirse violenta.
– Es un poco difícil -confesó-. Esto no había sucedido antes.
Steve lo comprendió de pronto. Saltaba a la vista, pero era tan sorprendente que hasta entonces no se le había ocurrido.
– ¿Creen que tengo un gemelo cuya existencia ignoro? -preguntó, incrédulo.
– No se me ha ocurrido ningún modo de explicártelo de forma gradual -reconoció Jeannie, evidentemente mortificada-. Sí, eso creemos.
– Formidable.
Steve se sentía aturdido: era duro de asumir.
– Lo lamento de verdad.
– No tienes por qué disculparte, supongo.
– Pero ahí está. Normalmente, las personas saben que son gemelos antes de venir a vernos. Sin embargo, he iniciado una nueva forma de reclutar sujetos para este estudio y tú eres el primero. A decir verdad, el hecho de que no sepas que tienes un hermano gemelo constituye una tremenda reivindicación de mi sistema. Pero no había previsto el detalle de lo difícil que es dar a alguien una noticia tan sorprendente.
– Siempre deseé tener un hermano -dijo Steve. Era hijo único, nacido cuando sus padres tenían treinta y ocho o treinta y nueve años-. ¿Es un hermano varón?
– Sí. Sois idénticos.
– Un hermano gemelo idéntico -articuló Steve-. ¿Pero cómo ha podido suceder sin que yo lo supiera?
Jeannie parecía desazonada.
– Un momento, a ver si lo adivino -murmuró Steve-. Puede que me adoptaran.
La doctora asintió.
En el cerebro de Steve surgió una idea aún más inesperada: tal vez papá y mamá no fueran sus padres.
– O puede que el adoptado fuese mi hermano gemelo.
– Sí.
– O que lo fuésemos los dos, como Benny y Arnold.
– O los dos -repitió la mujer en tono solemne. Tenía fija en Steve la intensa mirada de sus ojos oscuros.
Pese a la confusión que reinaba en su cabeza, Steve no podía por menos que recrearse en la idea de lo adorable que era la muchacha. Deseaba que le estuviese mirando así toda la vida.
– Según mi experiencia -dijo Jeannie-, incluso aunque un sujeto ignore que es miembro de una pareja de gemelos, lo normal es que sepa que lo adoptaron. Con todo, yo debería suponer que podíais ser diferentes.
– Me cuesta trabajo creerlo -silabeó Steve en tono dolorido-. No puedo creer que mis padres me hayan ocultado la adopción, que la hayan mantenido en secreto para mí. No es su estilo.
– Háblame de tus padres.
Steve se daba cuenta de que le inducía a hablar para ayudarle a superar el choque, pero eso estaba bien. Hizo acopio de sus pensamientos. -Mamá es una persona excepcional. Seguro que la conoces, aunque sólo sea de oídas, se llama Lorraine Logan.
– ¿La del consultorio sentimental?
– La misma. Cuatrocientos periódicos publican su columna y es autora de seis best-sellers sobre salud femenina. Es rica y famosa, y se lo merece.
– ¿Por qué lo dices?
– Realmente se preocupa por las personas que le escriben. Contesta a miles de cartas. Ya sabes, las personas que escriben desean básicamente que mi madre agite su varita mágica… que consiga que se disipen los embarazos no deseados, que los hijos abandonen la droga, que los hombres insultantes y brutales se transformen en maridos amables y bondadosos. Ella siempre les proporciona la información que necesitan y les aconseja sobre la decisión que deben adoptar, confiar en sus sentimientos y no permitir que nadie abuse de ellas. Es una buena filosofía.
– ¿Y tu padre?
– Papá es más bien corriente y moliente, supongo. Está en el ejército, trabaja en el Pentágono, es coronel. Relaciones públicas, redacta discursos para generales, esa clase de cosas.
– ¿Fanático de la disciplina?
Steve sonrió.
– Tiene un sentido del deber altamente desarrollado. Pero no es un hombre violento. Presenció algo de acción en Asia, antes de que yo viniera al mundo, pero nunca la puso en práctica en casa.
– ¿Tú necesitas disciplina?
Steve soltó la carcajada.
– He sido el alumno más rebelde de la clase, de todo el colegio. Constantemente metido en follones.
– ¿Por qué?
– Por quebrantar las normas. Irrumpir al galope en el vestíbulo.
Llevar calcetines rojos. Mascar chicle en clase. Besar a Wendy Prasker detrás del anaquel de biología en la biblioteca del colegio cuando yo tenía trece años.
– ¿Por qué?
– Porque era una autentica preciosidad.
Jeannie volvió a echarse a reír.
– Quiero decir que por qué rompías todas las reglas.
Steve meneó la cabeza.
– Ser obediente me resultaba imposible. Mi norma era hacer lo que me daba la gana. Las reglas me parecían memeces y eso me aburría. Me hubieran expulsado del colegio, pero mis notas eran de lo mejorcito y generalmente era el capitán de uno u otro equipo deportivo: fútbol, baloncesto, béisbol, atletismo. No me entiendo. ¿Acaso soy un bicho raro?
– Todo el mundo es raro en un sentido o en otro.
– Supongo que sí. ¿Por que llevas ese adorno en la nariz?
Jeannie enarcó sus cejas morenas como si dijera: «Aquí soy yo quien hace las preguntas», pero a pesar de todo, respondió.
– Cuando tenía catorce años o así pasé por la fase punk: pelo verde, medias rotas, todo eso. La perforación de la nariz fue parte de ello.
– Si lo hubieses dejado, el agujero se habría cerrado y curado sólo.
– Ya lo sé. Sospecho que lo mantuve abierto ahí porque considero que la respetabilidad absoluta es mortalmente aburrida.
Steve sonrió. Pensó: «Dios mío, me gusta esta mujer, aunque sea demasiado mayor para mi». Su mente regresó luego a lo que la doctora le había contado poco antes.
– ¿Qué te hace estar tan segura de que tengo un hermano gemelo?
– He desarrollado un programa informático que investiga archivos médicos y bases de datos en busca de parejas de mellizos. Los gemelos univitelinos tienen ondas cerebrales, electrocardiogramas, dibujos de la dermis de los dedos y dentaduras similares. Exploré el banco de datos de radiografías dentales de una compañía de seguros médicos y encontré alguien cuyas medidas de las piezas dentales y formas de arco son iguales que las tuyas.
– Lo cual no parece concluyente.
– Tal vez no, aunque esa persona hasta tiene las cavidades en los mismos lugares que tú.
– ¿Quién es, pues?
– Se llama Dennis Pinker.
– ¿Dónde está ahora?
– En Richmond, Virginia.
– Te has entrevistado con él.
– Voy a Richmond mañana por la mañana. Le someteré a muchas de estas mismas pruebas y le tomaré una muestra de sangre para poder comparar su ADN con el tuyo. Entonces estaremos seguros.
Steve frunció el ceño.
– ¿Estás interesada en una zona particular, dentro del terreno de la genética?
– Sí. Estoy especializada en criminalidad y en si es o no hereditaria.
Steve asintió con la cabeza.
– Comprendo. ¿Qué hizo ese muchacho?
– ¿Perdón?
– ¿Qué hizo Dennis Pinker?
– No sé qué quieres decir.
– Vas a ir a verle, en vez de convocarlo aquí, de modo que es evidente que está en la cárcel.
Jeannie se ruborizó ligeramente, como si la acabasen de coger en un engaño. Con las mejillas coloradas parecía más provocativa que nunca.
– Sí, tienes razón -concedió.
– ¿Por qué está en la cárcel?
Jeannie titubeó.
– Asesinato.
– ¡Jesús! -Steve volvió la cabeza, mientras trataba de asimilarlo-. ¡No sólo tengo un hermano gemelo idéntico, sino que encima es un asesino! ¡Cielo santo!
– Lo siento -se disculpó la doctora-. He llevado todo esto lo que se dice fatal. Eres el primer sujeto de estas condiciones que he estudiado.
– ¡Vaya! Vine con la esperanza de aprender algo acerca de mí, pero me he enterado de mucho más de lo que deseaba saber.
Jeannie ignoraba, y nunca se enteraría, de que él estuvo a punto de matar a un chico llamado Tip Hendricks.
– Eres muy importante para mí.
– ¿Ah, sí?
– La cuestión es si la criminalidad se hereda o no. Publiqué un artículo en el que señalaba que cierto tipo de personalidad es hereditaria, una combinación de impulsividad, temeridad, agresividad e hiperactividad, pero aventuraba que el hecho de que tales personas se conviertan en criminales dependía de la forma en que sus padres las hubiesen tratado. Para demostrar mi teoría he de encontrar parejas de gemelos idénticos, uno de los cuales sea un delincuente y el otro un ciudadano decente, cumplidor de la ley. Dennis y tu sois mi primera pareja, y sois perfectos: el está en la cárcel y tu, perdóname, eres el joven estadounidense ideal en todos los aspectos. Si he de serte sincera, estoy tan nerviosa que apenas puedo permanecer quieta aquí sentada.
La idea de que aquella mujer estuviera demasiado nerviosa para permanecer quieta allí sentada hizo que Steve también se sintiera nervioso. Miró para otro lado, temeroso de que le aflorase al rostro la lujuria. Pero lo que le había dicho era dolorosamente alarmante. Tenía el mismo ADN que un asesino. ¿En qué podía convertirle?
Se abrió la puerta a espaldas de Steve y la doctora levantó la vista.
– Hola, Berry -saludó-. Steve, me gustaría que conocieses al profesor Berrington Jones, director del proyecto de estudio de gemelos de la Universidad Jones Falls.
El profesor era un hombre de corta estatura, cerca de la cincuentena, apuesto y de lisa cabellera plateada. Vestía un a todas luces caro y elegante traje de tweed irlandés moteado de gris y corbata de lazo roja con pintas blancas. Su aspecto era tan pulcro como si acabara de salir de una sombrerera. Steve le había visto en televisión varias veces, siempre hablando de la forma en que Estados Unidos se estaba yendo al infierno. A Steve no le gustaban los puntos de vista de aquel hombre, pero la educación que le impartieron le obligaba a la cortesía, de modo que se levantó y estrechó la mano del profesor Berrington Jones.
Este dio un respingo hacia atrás como si viera a un fantasma.
– ¡Santo Dios! -exclamó, y se puso pálido.
– ¡Berry! ¿qué ocurre? -preguntó la doctora Ferrami.
– ¿Hice algo malo? -dijo Steve.
El profesor guardó silencio durante unos segundos. Luego pareció recuperarse.
– Lo siento, no es nada -balbuceó, pero aún parecía estremecido hasta lo más profundo-. Es que, de súbito, me ha venido a la cabeza algo… algo que tenía olvidado, un error de lo más espantoso. Os ruego me disculpéis… -Se dirigió a la puerta, sin dejar de pedir disculpas en tono de murmullo-. Perdonadme, excusadme.
Salió.
Jeannie se encogió de hombros y extendió las manos en gesto de impotencia.
– Me ha dejado de una pieza -comentó.
Berrington se sentó ante su escritorio, jadeante.
Tenía un despacho en ángulo, aunque por lo demás era lo que se dice monacal: suelo con baldosas de plástico, paredes blancas, archivadores funcionales, librerías baratas. No se esperaba que el personal académico disfrutase de despachos lujosos. El protector de pantalla de su ordenador mostraba el lento giro de la trenza de ADN retorcida en forma de doble hélice. Encima de la mesa escritorio, fotografías del propio Berrington acompañado de Geraldo Rivera, Newt Gingrich y Rush Limbaugh. La ventana que daba al edificio del gimnasio estaba cerrada a causa del incendio del día anterior. Al otro lado de la calle, dos muchachos utilizaban la pista de tenis, a pesar del calor.
Berrington se frotó los ojos.
– ¡Maldición, maldición, maldición! -repitió en tono saturado de disgusto.
Había convencido a Jeannie Ferrami para que fuese allí. El artículo que la doctora escribió sobre criminalidad había abierto nuevos caminos al concentrarse en los componentes de la personalidad delincuente. Era una cuestión de vital importancia para el proyecto de la Genético. Berrington deseaba que la doctora continuase su tarea bajo su tutela. El había inducido a la Jones Falls para que emplease a la joven y había realizado las gestiones oportunas para que la investigación se financiase mediante una beca de la Genético.
Con la ayuda de Berrington, Jeannie Ferrami podía hacer grandes cosas y la circunstancia de que la joven procediera de una clase social baja haría que sus logros resultasen aún más impresionantes. Las primeras cuatro semanas de Jeannie en la Jones Falls confirmaron el parecer inicial de Berrington. Aterrizó, se lanzó a la carrera y el proyecto dio con ella un tremendo salto hacia delante. Resultaba simpática a la mayor parte del personal… aunque también podía ser corrosiva: una técnica de laboratorio, que se recogía el pelo en cola de caballo y que creyó que podía salir del paso con una chapuza cumplida de cualquier manera, tuvo que aguantar un rapapolvo de los que hacen sangre cuando, en su segundo día de trabajo, Jeannie la cogió por banda y le puso los puntos sobre las íes.
El propio Berrington se sentía completamente anonadado. La muchacha era tan sensacional física como intelectualmente. Berrington se sentía entre la espada constituida por la necesidad de animarla y guiarla paternalmente y la pared representada por el impulso apremiante de seducirla.
¡Y ahora esto!
Cuando recobró el aliento, descolgó el teléfono y llamó a Preston Barck. Preston era su mejor viejo amigo: se conocieron en el Instituto Tecnológico de Massachussetts, durante el decenio de los sesenta, cuando Berrington hacía su doctorado en psicología y Preston era un sobresaliente joven embriólogo. A ambos los consideraban unos tipos raros, en aquella época de estilos de vida llamativos y excéntricos, ya que llevaban el pelo corto y vestían trajes clásicos de lana. No tardaron en descubrir que eran espíritus afines en toda clase de cosas: el jazz moderno no pasaba de ser un engañabobos, la marihuana el primer paso en el camino que conducía a la heroína, el único político honesto en Estados Unidos era Barry Goldwater. Su amistad resultó mucho más firme y robusta que sus matrimonios. Berrington ya había dejado de preocuparse de si Preston le caía bien o no: Preston simplemente estaba allí, como el Canadá.
En aquel momento, Preston estaría en la sede de la Genético, un conjunto de primorosos edificios, no muy altos, que dominaban un campo de golf del condado de Baltimore, al norte de la ciudad.
La secretaria dijo que Preston estaba reunido, pero Berrington insistió en que le pasara con él, a pesar de todo.
– Buenos días, Berry… ¿qué ocurre?
– ¿Con quién estás?
– Con Lee Ho, uno de los jefes de contabilidad de la Landsmann. Estamos repasando ya los últimos detalles de la declaración de auditoría de la Genético.
– Mándalo a hacer puñetas.
La voz se desvaneció al apartarse Preston de la cara el auricular telefónico.
– Lo siento, Lee, esto va a ser un poco largo. Luego te aviso y seguimos. -Hubo una pausa y, por último, habló de nuevo por el micrófono. Su voz sonó malhumorada-. Ese hombre es la mano derecha de Michael Madigan y acabo de ponerle de patitas en el pasillo.
Madigan es el director ejecutivo de la Landsmann, por si se te ha olvidado. Si sigues aún tan entusiasmado acerca de esta operación como estabas anoche, será mejor que no…
Berrington perdió la paciencia y le interrumpió.
– Steve Logan esta aquí.
Un momento de aturdido silencio.
– ¿En Jones Falls?
– Aquí mismo, en el edificio de psicología.
Preston olvidó automáticamente a Lee Ho.
– ¡Dios mío! ¿Cómo es eso?
– Es uno de los sujetos, lo están sometiendo a diversas pruebas en el laboratorio.
La voz de Preston se elevó una octava.
– ¿Cómo diablos ha ocurrido una cosa así?
– No tengo ni idea. Me tropecé con él hace cinco minutos. Ya puedes imaginarte mi sorpresa.
– ¿Lo reconociste?
– Claro que lo reconocí.
– ¡Por qué le están haciendo esas pruebas?
– Forman parte de nuestra investigación sobre gemelos.
– ¿Gemelos? -chilló Preston-. ¿Gemelos? ¿Y quién es el otro condenado gemelo?
– Aún no lo sé. Verás, tarde o temprano tenía que suceder algo como esto.
– ¡Pero precisamente ahora! Vamos a tener que despedirnos de la operación con la Landsmann.
– ¡Rayos, no! No voy a permitir que aproveches esto como excusa para empezar a tambalearte ante la venta, Preston. -Berrington empezó a arrepentirse de haber hecho aquella llamada. Pero necesitaba compartir el susto con alguien. Y a Preston, tan astuto él, bien podía ocurrírsele alguna estrategia-. Lo único que tenemos que hacer es dar con algún modo de controlar la situación.
– ¿Quién llevó a Steve Logan a la universidad?
– El nuevo profesor asociado, Ferrami.
– ¿El tipo que escribió aquel formidable artículo sobre criminalidad?
– Sí, salvo que no es un tipo, sino una mujer. Una mujer muy atractiva, dicho sea de paso…
– Por mí como si fuera la mismísima maldita Sharon Stone, me da lo mismo…
– Doy por supuesto que ha sido ella quien ha reclutado a Steve para el estudio. Estaba con él cuando fui a verla. De todas formas, lo comprobaré.
– Esa es la clave, Berry. -Preston había empezado a tranquilizarse y se concentraba en la solución, no en el problema-. Averigua quien lo ha reclutado. A partir de ahí calcularemos la cantidad de peligro que pueda acecharnos.
– La convocaré aquí ahora mismo.
– Llámame en cuanto sepas algo, ¿de acuerdo?
– Desde luego.
Berrington colgó.
Sin embargo, no llamó a Jeannie enseguida. Continuó sentado, reflexionando.
Encima del escritorio había una foto en blanco y negro del padre de Berrington, rutilante con su gorra y su blanco uniforme naval de subteniente. Berrington contaba seis años cuando hundieron el Wasp. Como todos los niños de Estados Unidos, había odiado a los japoneses y con la imaginación los había matado a docenas. Y su papá era un héroe invencible, alto y gallardo, valiente, hercúleo y victorioso. Aún podía sentir la furia abrumadora que se apoderó de él al enterarse de que los japoneses habían matado a su papá. Rezó a Dios pidiéndole que prolongase la guerra el tiempo suficiente para que el creciera, ingresara en la Armada y matase a un millón de japoneses y así vengar a su padre.
No llegó a matar uno solo. Pero nunca contrató a ningún empleado nipón, nunca admitió ningún estudiante japonés en la escuela y nunca ofreció a ningún japonés plaza de psicólogo.
Un sinfín de hombres, ante un problema, se preguntan que habría hecho su padre para afrontarlo. Los amigos se lo habían confesado: fue un privilegio que él nunca tendría. Había sido demasiado joven para conocer a su padre. Ignoraba de manera absoluta qué hubiera hecho el subteniente Jones en una crisis. En realidad, el nunca había tenido padre, sólo un superhéroe.
Interrogaría a Jeannie Ferrami acerca de sus métodos de reclutamiento. Luego, decidió, la invitaría a cenar.
Llamó a Jeannie por el teléfono interior. La doctora descolgó inmediatamente. Berrington bajó la voz y habló en el tono que Vivvie, su ex esposa, solía calificar de aterciopelado.
– Jeannie, aquí Berry -dijo.
La doctora Ferrami fue al grano, cosa característica de ella.
– ¡Qué demonios pasa? -preguntó.
– ¿Puedo hablar contigo un minuto, por favor?
– Faltaría más.
– ¿Te importaría venir a mi despacho?
– Ahora mismo me tienes allí.
Jeannie colgó.
Mientras llegaba la muchacha, Berrington entretuvo la espera preguntándose a cuántas mujeres se había llevado a la cama. Sería demasiado largo recordarlas una por una, pero tal vez pudiera hacer científicamente un cálculo aproximado. Desde luego, fueron más de una y también más de diez. ¿Más de cien? Eso vendría a ser algo así como dos coma cinco por año desde que cumplió los diecinueve: ciertamente se había cepillado a algunas más. ¿Un millar? ¿Veinticinco al año, una nueva cada quince días durante cuarenta años? No, no había llegado a tanto. Durante los diez años que duró su matrimonio con Vivvie Ellington no debió de tener más de quince o veinte relaciones adúlteras en total. Pero después se sacó la espina. O sea, que los ligues copulativos estarían entonces entre los cien y los mil. Pero no iba a llevarse a Jeannie al picadero. Iba a averiguar cómo diablos había entrado la muchacha en contacto con Steve Logan.
Jeannie llamó a la puerta y entró. Llevaba una bata blanca sobre la falda y la blusa. A Berrington le gustaba que las jóvenes se pusieran aquellas batas como si fuesen vestidos, sin nada debajo salvo la ropa interior. Le parecía sexualmente provocativo.
– Has sido muy amable al venir -dijo. Le acercó una silla y luego trasladó su propio sillón alrededor de la mesa para sentarse frente a Jeannie sin que los separara la barrera del escritorio.
Lo primero que pensaba hacer era darle a Jeannie una explicación más o menos convincente sobre su comportamiento cuando le presentó a Steve Logan. No sería fácil engañar a la muchacha. Lamentó no haber pensado más en la excusa, en vez de dedicarse a calcular el número de sus conquistas.
Tomó asiento y dedicó a Jeannie la sonrisa más encantadora de su repertorio.
– Debo presentarte disculpas por mi extraño comportamiento -dijo-. Estaba descargando unos archivos que me transferían desde la Universidad de Sydney, Australia. -Señaló con un gesto el ordenador-. Y en el preciso instante en que ibas a presentarme a ese joven me acordé repentinamente de que acababa de dejar en marcha la computadora y que se me había olvidado desconectar la línea telefónica. Me sentí como un idiota, ni más ni menos, pero me porté como un grosero.
La explicación estaba prendida con alfileres, pero la muchacha pareció darla por buena.
– Es un alivio -manifestó con toda sinceridad-. Creí que te había ofendido en algo.
Hasta entonces, todo iba bien.
– Precisamente iba a verte para hablar de tu trabajo -continuó Berrington con toda naturalidad-. Desde luego, has hecho un despegue magnífico. Apenas llevas aquí un mes y ya tienes en marcha el proyecto. Enhorabuena.
Jeannie asintió.
– Durante el verano, antes de empezar oficialmente -explicó-, conversé largo y tendido con Herb y Frank. -Herb Dickinson era el jefe del departamento y Frank Demidenko un profesor titular-. Establecimos previamente, por anticipado, todos los aspectos prácticos.
– Háblame un poco más del asunto. ¿Ha surgido algún problema? ¿Algo en lo que pueda ayudarte?
– El mayor problema es conseguir elementos para las pruebas -dijo la doctora-. Porque nuestros sujetos son voluntarios, la mayoría de ellos como Steve Logan, respetables estadounidenses de clase media que consideran que el buen ciudadano tiene la obligación de apoyar toda investigación científica. No se presentan muchos proxenetas ni camellos.
– Detalle que nuestros críticos progresistas no han dejado de señalar.
– Por otra parte, no es posible profundizar mucho en el estudio de la agresividad y la criminalidad examinando familias de estadounidenses medios cumplidores de la ley. Lo que significa que era absolutamente imprescindible para mí resolver el problema del reclutamiento de sujetos.
– ¿Y lo has resuelto?
– Creo que sí. Se me ocurrió que los inmensos bancos de datos de las compañías de seguros y las agencias gubernamentales albergan hoy en día los informes médicos e historiales clínicos de millones de personas. Eso incluye la clase de datos que empleamos para determinar si los gemelos son idénticos o fraternos: ondas cerebrales, electrocardiogramas, etc. Un buen sistema para identificar gemelos sería, por ejemplo, buscar parejas de electrocardiogramas similares, si pudiéramos hacerlo. Y si la base de datos fuera lo bastante considerable, los miembros de algunas de esas parejas se habrían criado separadamente. Y ahí está el detalle: es posible que los miembros de algunas de esas parejas ni siquiera sepan que tienen un hermano gemelo.
– Extraordinario -comentó Berrington-. Sencillo, pero original e ingenioso.
Lo decía con toda sinceridad. Los gemelos idénticos educados por separado eran muy importantes para la investigación genética, y los científicos recorrían grandes distancias para reclutarlos. Hasta entonces, el principal sistema para dar con ellos había sido a través de los medios de comunicación: los sujetos leían en las revistas artículos sobre el estudio de gemelos y se presentaban voluntariamente para tomar parte en tales estudios. Como Jeannie acababa de decir, ese proceso aportaba una muestra constituida de forma predominante por individuos respetables, de clase media, lo que en términos generales representaba una desventaja y un problema grave para el estudio de la criminalidad.
Pero, para Berrington, personalmente, era una catástrofe. Miró a Jeannie a los ojos y se esforzó en disimular la consternación que le abrumaba. Era peor de lo que temía. La noche anterior, sin ir más lejos, Preston Barck había dicho: «Todos sabemos que esta empresa tiene secretos». Jim Proust respondió que nadie podía descubrirlos.
No contaba con Jeannie Ferrami.
Berrington se agarró a un clavo ardiendo.
– Encontrar partidas similares en un banco de datos no es tan fácil como parece.
– Cierto. Las imágenes de Graphic ocupan espacios de una barbaridad de megabites. Examinar tales registros es infinitamente más difícil que hacer una revisión de tu tesis doctoral.
– Creo que es todo un problema de diseño de lógica. ¿qué hiciste tú, pues?
– Preparé mi propio programa.
Berrington mostró su sorpresa.
– ¿Hiciste eso?
– Claro. Hice un master de informática en la universidad de Princeton, como sabes. Durante mi estancia en Minnesota trabajé con mi profesor en programas de red neurálgica tipo para reconocimiento de patrones.
«¿Es posible que sea tan lista?»
– ¿Cómo funciona eso?
– Emplea lógica difusa para acelerar el emparejamiento de patrones. Las parejas que buscamos tienen similitudes, pero no son totalmente iguales. Ejemplo: las radiografías de dentaduras idénticas, tomadas por técnicos distintos y con aparatos diferentes, no coinciden exactamente. Pero el ojo humano puede verlas como si fuera así, y cuando se examinan, digitalizan y almacenan electrónicamente, un ordenador equipado con lógica difusa puede reconocerlas como equivalentes.
– Supongo que necesitarías un ordenador de las proporciones del Empire State Building.
– Ideé un sistema para abreviar el proceso de emparejamiento de patrones examinando una pequeña parte de la imagen digitalizada. Piensa una cosa: para reconocer a un amigo no te hace falta examinar todo su cuerpo…, con la cara tienes bastante. Los entusiastas de los automóviles son capaces de identificar la mayoría de los modelos corrientes con sólo ver la fotografía de uno de sus faros. Mi hermana puede darte el título de cualquier disco de Madonna con sólo escucharlo diez segundos.
– Eso deja la puerta abierta al error.
Jeannie se encogió de hombros.
– Al no explorar la imagen completa, uno se arriesga a pasar por alto algunas parejas, sí. Pero supuse que se podía acortar radicalmente el proceso de búsqueda con sólo un pequeño margen de error. Es una cuestión de estadística y probabilidades.
Todos los psicólogos estudiaban las estadísticas, naturalmente.
– Pero ¿cómo es posible que el mismo programa sirva para explorar radiografías, electrocardiogramas y huellas dactilares?
– Reconoce patrones electrónicos. Prescinde de lo que representan.
– ¿Y tu programa funciona?
– Parece que sí. Obtuve el correspondiente permiso para probarlo en la base de datos de los archivos de una importante compañía de seguros médicos. Me proporcionó varios centenares de parejas. Pero, naturalmente, sólo me interesan los gemelos a los que se educó por separado.
– ¿Cómo hiciste la selección?
– Eliminé todas las parejas con el mismo apellido, así como a todas las mujeres casadas, puesto que la mayoría de ellas habían tomado el apellido del esposo. El resto son gemelos sin ningún motivo aparente para tener apellido distinto.
Ingenioso, pensó Berrington. Se debatía entre la admiración hacia Jeannie y el miedo a lo que pudiese averiguar.
– ¿Cuántos quedaron?
– Tres parejas… lo que resulta un tanto decepcionante. Esperaba algunas más. En un caso, uno de los gemelos había cambiado su apellido por razones religiosas: al hacerse musulmán adoptó un nombre árabe. Otra pareja había desaparecido sin dejar rastro. Por suerte, la tercera pareja corresponde exactamente al modelo que estaba buscando: Steve Logan es un ciudadano respetuoso de la ley y Dennis Pinker es un asesino.
Berrington lo sabía. Una noche, a hora avanzada, Dennis Pinker había cortado el suministro eléctrico de un cine, en plena proyección de la película Viernes, 13. En medio del pánico subsiguiente procedió a magrear a varias mujeres. Una muchacha trató al parecer de resistirse y la mató.
Así que Jeannie había encontrado a Dennis. ¡Jesús!, pensó Berrington, es peligrosa. Podría estropearlo todo: la operación de venta, la carrera política de Jim, la Genético, incluso el prestigio académico de Berrington. El miedo le puso furioso: ¿cómo era posible que su propia protegida amenazase el fruto de tantos esfuerzos, el objetivo por el que tanto había trabajado? Pero ¿cómo iba a saber lo que sucedería? No tuvo forma de adivinarlo.
La circunstancia de que ella estuviese allí, en la Jones Falls, era una suerte, ya que le permitió enterarse a tiempo de lo que Jeannie llevaba entre manos. Sin embargo, Berrington no veía ninguna salida. Claro que un incendio podía destruir los archivos de Jeannie o la propia Jeannie podía sufrir un accidente de automóvil que acabara con su vida. Pero eso era fantasía.
¿Sería posible socavar la fe de la muchacha en su programa informático?
– ¿Sabía Logan que era hijo adoptivo? -preguntó con velada malignidad.
– No. -Una arruga de preocupación surcó la frente de Jeannie-. Sabemos que las familias suelen mentir respecto a la adopción, es algo que hacen con frecuencia, pero él cree que su madre le hubiera dicho la verdad. Sin embargo, puede haber otra explicación. Supongamos que, por algún motivo, no les fuera posible efectuar la adopción por los canales corrientes y tuvieron que comprar un niño. En tal caso muy bien podían haber mentido.
– O supongamos que tu sistema tiene fallos -sugirió Berrington-. Por sí mismo, el hecho de que dos muchachos posean dentaduras idénticas no garantiza que sean gemelos.
– No creo que mi sistema falle -replicó Jeannie como el rayo-. Pero me preocupa eso de tener que decir a docenas de personas que es posible que sean hijos adoptivos. Ni siquiera estoy segura de tener derecho a invadir su vida de esa forma. Empiezo a darme cuenta de la magnitud del problema.
Berrington consultó su reloj.
– Se me ha echado el tiempo encima, pero me encantará tratar este asunto un poco más extensamente. ¿Tienes compromiso para cenar?
– ¿Esta noche?
– Sí.
Berrington observó que titubeaba. Ya habían cenado juntos una vez, en el Congreso Internacional de Estudios sobre Gemelos, donde se conocieron. Después de que Jeannie ingresara en la UJF, también tomaron copas una vez en el bar del Club de la Facultad, en el propio campus. Una tarde se encontraron casualmente en la calle comercial de Charles Village y Berrington le enseñó el Museo de Arte de Baltimore. Jeannie no estaba enamorada de él, ni mucho menos, pero en las tres ocasiones aludidas tuvo ocasión de comprobar que le encantaba su compañía. Además, era su mentor: a ella le resultaba difícil declinar la invitación.
– Bueno -accedió.
– ¿Qué te parece Hamptons, en el Hotel Harbor Court? Lo tengo por el mejor restaurante de Baltimore.
Al menos era el más ostentoso.
– Estupendo -dijo Jeannie, al tiempo que se ponía en pie.
– ¿Paso a recogerte a las ocho?
– De acuerdo.
Cuando se alejaba de él, a Berrington le perturbó una repentina visión de la espalda de la muchacha, tersa y musculosa, de sus nalgas y de sus largas, larguísimas piernas. Durante unos segundos, el deseo le dejó la garganta seca. Luego, la puerta se cerró tras Jeannie.
Berrington sacudió la cabeza para librar su cerebro de aquella fantasía lasciva y volvió a telefonear a Preston.
– Es peor de lo que pensaba -manifestó sin preámbulos-. Ha creado un programa que explora las bases de datos clínicos y localiza parejas equiparables. En su primer intento dio con Steven y Dennis.
– ¡Mierda!
– Tenemos que decírselo a Jim.
– Hemos de reunirnos los tres y decidir qué vamos a hacer. ¿Te parece bien esta noche?
– Esta noche llevo a Jeannie a cenar.
– ¿Crees que eso solucionará el problema?
– No puede agravarlo.
– Me sigue pareciendo que al final vamos a tener que anular el acuerdo con la Landsmann.
– No estoy de acuerdo -dijo Berrington-. Jeannie es inteligente, pero una muchacha sola no va a descubrir toda la historia en una semana.
Sin embargo, una vez hubo colgado, se preguntó si debía estar tan seguro de ello.
Los estudiantes del Aula de Biología Humana estaban intranquilos. Su concentración dejaba mucho que desear y no paraban de agitarse nerviosos. Jeannie conocía el motivo. También ella estaba un poco alterada. La culpa la tenían el incendio y la violación. Su cómodo mundo académico se había desestabilizado de pronto. La atención de todos vagaba sin rumbo mientras los cerebros volvían una y otra vez hacia lo sucedido.
– Las variaciones observadas en la inteligencia de los seres humanos pueden explicarse mediante tres factores -manifestó Jeannie. Uno: genes distintos. Dos: entorno diferente. Tres: error de evaluación.
Hizo una pausa. Todos los estudiantes escribían en sus cuadernos.
Jeannie había notado aquel efecto. Cada vez que citaba una lista numerada, escribían. Si hubiese dicho simplemente: «Genes distintos, entorno diferente y error experimental», la mayor parte de los alumnos se habrían abstenido de tomar notas. Desde la primera vez que se percató de aquel síndrome, incluía en sus clases tantas listas numeradas como le era posible.
Era una buena profesora…, algo que la había sorprendido a ella misma. Se daba cuenta de que, en general, sus discípulos distaban mucho de ser brillantes. Ella era impaciente y a veces podía manifestarse un tanto antipática, como lo fue aquella mañana con la sargento Delaware. Pero resultaba buena comunicadora, clara y precisa, y disfrutaba explicando las cosas. No había nada mejor que la sensación estimulante que producía ver que el conocimiento alboreaba en el rostro de un estudiante.
– Podemos expresarlo como una ecuación -dijo; se volvió para escribir en el encerado, con una tiza:
Vt= Vg+ Ve+ Vm
– Vt representa la variante total, Vg el componente genético, Ve, el del entorno o ambiente y Vm el error de evaluación. -Todos los alumnos anotaron la ecuación-. Esto mismo puede aplicarse a la diferencia mensurable entre los seres humanos, desde su peso y estatura hasta su tendencia a creer en Dios. ¿Puede alguien encontrar un fallo en esto? -Nadie hizo uso de la palabra, de modo que les dio pie para que interviniesen-. La suma puede ser mayor que las partes. Pero ¿porque?
Uno de los jóvenes se decidió. Normalmente lo hacían los varones; las mujeres eran irritantemente tímidas.
– ¿Porque los genes y el entorno actúan uno sobre otro con efecto multiplicador?
– Exactamente. Tus genes te conducen hacia ciertas experiencias medioambientales y te alejan de otras. Los niños con distinto temperamento obtienen de sus padres tratos distintos. Las criaturas que empiezan a andar solas tienen entonces experiencias distintas a las que aún son sedentarias, incluso aunque vivan en el mismo hogar. En una ciudad, los adolescentes atrevidos toman más drogas que los chicos del coro. En la parte derecha de la ecuación debemos añadir el término Cge, que significa covariación gen-entorno. -Trazó en la pizarra lo que parecía la hora del reloj Swiss Army que llevaba en la muñeca. Las cuatro menos cinco-. ¿Alguna pregunta?
Para variar fue una mujer la que entonces intervino. Era Donna-Marie Dickson, una enfermera que había vuelto a la universidad a los treinta y tantos años, inteligente, pero algo apocada.
– ¿qué hay de los Osmond?
La clase soltó la carcajada y la mujer se puso como un tomate.
– Explica lo que quieres decir, Donna-Marie -invitó Jeannie sosegadamente-. Es posible que en esta clase haya algunos estudiantes demasiado jóvenes para conocer a los Osmond.
– Era un grupo pop de los años setenta, todos hermanos y hermanas. La familia Osmond constituía un mundo musical. Pero no tenían los mismos genes, no eran gemelos. Parece que el ambiente familiar fue lo que influyó para que se hicieran músicos. Lo mismo que los Jackson Five. -Los jóvenes de la clase volvieron a echarse a reír y Donna-Marie sonrió, medrosa, y añadió-: Estoy confesando mi edad aquí.
– La señora Dickson acaba de señalar un punto importante, y me sorprende que a nadie se le haya ocurrido -dijo Jeannie. No estaba en absoluto sorprendida, pero era preciso levantarle la moral a Donna-Marie-. Los padres carismáticos y que ejercen su tarea con dedicación pueden educar a sus hijos conforme a determinado ideal, al margen de los genes, de igual modo que los padres tiránicos pueden convertir a toda una familia en una pandilla de esquizofrénicos. Pero esos son casos extremos. Un niño mal nutrido será bajo de estatura, aunque sus padres y abuelos sean todos altos. Un niño sobrealimentado será gordo, aunque sus antecesores sean delgados. Pese a todo, cada nuevo estudio tiende a demostrar, de manera más concluyente que el anterior, que el predominio de la herencia genética, más que el entorno o el estilo de educación, es lo que determina la naturaleza del niño. -Hizo una pausa-. Si no hay más preguntas, tened la bondad de leer a Bouchard y otros, en el número de Science del 12 de octubre de 1990, antes del lunes próximo.
Jeannie recogió sus papeles.
Los alumnos empezaron a guardar sus libros. Jeannie se entretuvo unos instantes con objeto de brindar a los alumnos demasiado tímidos para formular preguntas en la clase la oportunidad de hacérselas particularmente, a solas. Los introvertidos a menudo acaban convirtiéndose en grandes científicos.
Fue Donna-Marie la que se le acercó. Tenía cara redonda y rubia cabellera rizada. Jeannie pensaba que debió de ser una buena enfermera, tranquila y eficiente.
– Lamento lo de la pobre Lisa -dijo Donna-Marie-. Lo sucedido fue algo terrible.
– Y la policía lo empeoró aún más -repuso Jeannie-. El agente que la acompañó al hospital era un verdadero patán, francamente.
– Ha tenido que ser espantoso. Pero es posible que atrapen al individuo que lo hizo. Están distribuyendo por todo el campus octavillas con su retrato.
– ¡Estupendo! -El retrato del que hablaba Donna-Marie debía de ser producto del programa informático de Mish Delaware-. Cuando la dejé esta mañana Lisa trabajaba en ese retrato con una detective.
– ¿Cómo se siente?
– Aún no ha reaccionado…, pero también tiene los nervios de punta.
Donna-Marie asintió. -Pasan por varias fases, lo he visto antes. La primera fase es de negativa a aceptar la situación. Dicen: «Quiero dejar esto tras de mí y seguir adelante con mi vida». Pero nunca es fácil.
– Lisa debería hablar contigo. Conocer de antemano lo que le espera puede ayudarla.
– En cualquier momento que lo desee -se ofreció Donna-Marie.
Jeannie cruzó el campus en dirección a la Loquería. Aún hacía calor. Se sorprendió a sí misma mirando en torno con aire vigilante, como un vaquero comido por los nervios en una película del Oeste, como si temiera que alguien doblara la esquina de la residencia de los estudiantes de primer curso dispuesto a atacarla. Hasta entonces, el campus de la Jones Falls pareció siempre un oasis de anticuada tranquilidad en el desierto de una ciudad estadounidense moderna. Lo cierto es que la UJF era como una pequeña ciudad, con sus tiendas y sus bancos, sus terrenos deportivos y sus parquímetros, sus bares y sus restaurantes, sus viviendas y sus oficinas. Contaba con una población de cinco mil almas, la mitad de las cuales residían en el campus. Pero se había convertido en un paisaje peligroso. «Ese fulano no tiene derecho a hacer esto -pensó Jeannie amargamente-; que sienta miedo en mi propio lugar de trabajo.»
Tal vez el delito causaba siempre el mismo efecto, conseguir que el terreno firme le pareciese a una inseguro bajo sus pies.
Al entrar en su despacho empezó a pensar en Berrington Jones. Era un hombre atractivo, muy atento con las mujeres. Siempre que salió con él había pasado un rato agradable. Además, estaba en deuda con Berrington, ya que le había proporcionado aquel empleo.
Por otra parte, era untuosamente zalamero. Jeannie sospechaba que su actitud hacia las mujeres podía resultar manipuladora. Siempre le recordaba aquel chiste en que un hombre le dice a una mujer: «Háblame de ti. Por ejemplo, ¿qué opinión tienes de mí?».
En algunos aspectos no parecía pertenecer al mundo académico. Pero Jeannie había observado que los auténticos prohombres universitarios ambiciosos carecían notablemente de ese aire distraído que caracteriza al profesor o catedrático típico. Berrington parecía y se comportaba como un hombre poderoso. Durante algunos años su labor científica no había sido importante, pero eso resultaba normal: los brillantes descubrimientos originales, como la doble espiral, los realizaban generalmente personas que aún no habían cumplido los treinta y cinco años. Cuando los científicos se hacen mayores emplean su experiencia y su intuición en ayudar y dirigir a los cerebros más jóvenes y flamantes. Berrington se las arreglaba de maravilla, con sus tres cátedras y su papel de conducto por el que llegaban los fondos para investigación procedentes de la Genético. No se le respetaba tanto como podía respetársele, sin embargo, porque a otros científicos no les gustaba su compromiso positivo. La propia Jeannie opinaba que la ciencia era beneficiosa y la política una porquería.
Al principio, se creyó la historia de la transferencia de archivos desde Australia, pero al meditar en ello dejó de sentirse tan segura. Cuando Berry miró a Steve Logan vio un fantasma, no una cuenta telefónica.
Muchas familias tenían secretos de paternidad. Una mujer casada podía tener un amante y sólo ella sabría quién era el verdadero padre de su hijo. Una joven podía alumbrar un bebé, pasárselo a su madre y aparentar que ella, la joven, era la hermana mayor del niño, mientras toda la familia conspiraba para mantener el secreto.
Los niños los adoptaban vecinos, parientes y amigos que ocultaban la verdad. Era posible que Lorraine Logan no perteneciese a la clase de persona que convierte en oscuro secreto una adopción realizada con todas las de la ley, pero podía tener una docena de otros motivos para mentirle a Steve respecto a su origen. Pero ¿qué relación tendría Berrington en eso? Podía ser el verdadero padre de Steven? La idea provocó una sonrisa en los labios de Jeannie. Berry era apuesto, pero también era lo menos quince centímetros más bajo de estatura que Steven. Aunque cualquier cosa resultaba posible, aquella particular explicación parecía improbable.
A Jeannie le preocupaba tener un misterio entre manos. En todos los demás aspectos, Steven Logan representaba un triunfo para ella. Era un ciudadano respetuoso con la ley y con un hermano gemelo univitelino que era un criminal violento. Steve acreditaba su programa informático de búsqueda y confirmaba su teoría de la criminalidad. Naturalmente, necesitaría otro centenar de pares de gemelos como Steven y Dennis antes de poder hablar de pruebas. Con todo, su programa de búsqueda no podía haber tenido mejor principio.
Iba a ver a Dennis al día siguiente. Si resultaba ser un enano de pelo oscuro, Jeannie comprendería que algo se había torcido de mala manera. Pero si estaba en el buen camino, Dennis sería el doble exacto de Steven Logan.
Le había dejado temblando la revelación de que Steve Logan ignoraba por completo que pudiese ser un hijo adoptivo. A ella no le quedaba más remedio que idear algún procedimiento para tratar ese fenómeno. En el futuro, antes de abordar a los gemelos podría entrar en contacto con los padres y comprobar qué y cuánto les contaron a los chicos. Eso retrasaría su trabajo, pero era obligado hacerlo: ella no era quién para revelar secretos de familia.
El problema tenía solución, pero Jeannie no lograba desprenderse de la sensación de zozobra que le ocasionaron las preguntas escépticas de Berrington y la incredulidad de Steven Logan; y empezó a pensar, cargada de ansiedad, en la etapa siguiente de su proyecto. Confiaba en poder utilizar su programa para analizar los archivos de huellas digitales del FBI.
Constituía la fuente perfecta para ella. Más de veintidós millones de personas sospechosas o convictas de crímenes figuraban en tales archivos. Si su programa resultaba, los registros deberían proporcionarle cientos de gemelos, incluidas numerosas parejas cuyos miembros se criaron separadamente. Podría ser un gran salto cuantitativo hacia delante en su investigación. Pero antes debía obtener el permiso del Departamento.
Su mejor amiga en la escuela había sido Ghita Sumra, un genio para las matemáticas, descendiente de indios asiáticos, que ahora desempeñaba un alto puesto directivo en el departamento de información tecnológica del FBI. Trabajaba en Washington, pero vivía en Baltimore. Ghita ya había accedido en principio a pedir a sus patronos que prestasen a Jeannie la colaboración que pudieran. Prometió informar de la decisión a finales de aquella semana, pero Jeannie deseaba apremiarla un poco. Marcó su número de teléfono.
Aunque Ghita había nacido en Washington, su voz conservaba un leve acento del subcontinente indio en la suavidad del tono y la rotundidad precisa de sus vocales.
– ¡Hola, Jeannie! ¿Qué tal tu fin de semana? -se interesó.
– Atroz -respondió Jeannie-. A mi madre le fallaron por fin las neuronas y la tuve que ingresar en una residencia.
– No sabes cómo lo siento. ¿qué hizo?
– Se olvidó de que estaba en plena noche, se levantó, no se acordó de vestirse, salió a comprar un cartón de leche y se olvidó de dónde vivía.
– ¿Qué ocurrió?
– La encontró la policía. Por suerte llevaba en el bolso un cheque mío y consiguieron localizarme.
– ¿Cómo lo ves?
Una pregunta femenina. Los hombres -Jack Budgen, Berrington Jones- le hubieran preguntado qué iba a hacer. Era preciso ser mujer para preguntar cómo lo veía.
– Mal -respondió Jeannie-. Si he de cuidar de mi madre, ¿quién va a cuidar de mí?
– ¿En qué clase de residencia está?
– Barata. Es todo lo que cubre su seguro. Tengo que sacarla de allí en cuanto encuentre el dinero que me hace falta para pagarle algo mejor. -Percibió el silencio preñado de aprensión que se produjo en el otro extremo de la línea y comprendió que Ghita estaba pensando que aquellas palabras eran el preámbulo de un sablazo. Se apresuró a añadir-: Voy a dar algunas clases particulares los fines de semana. ¿Hablaste ya a tu jefe de mi propuesta?
– Desde luego.
Jeannie contuvo la respiración.
– Aquí todo el mundo se ha interesado en tu programa -dijo Ghita.
Eso no era ni sí ni no.
– ¿No tenéis sistemas de exploración informática?
– Sí, pero tu aparato investigador es mucho más rápido que cualquiera de los que tenemos. Están hablando de comprarte los derechos del programa.
– Fantástico. Quizá no necesite dar clases particulares los fines de semana, después de todo.
Ghita dejó oír su risa.
– Antes de que descorches la botella de champán, hay que asegurarse de que el programa realmente funciona.
– ¿Cuánto vamos a tener que esperar?
– Lo probaremos de noche, porque el uso normal de la base de datos tiene entonces el mínimo de interferencias. Tendré que esperar a una noche tranquila. Dentro de una semana, dos a lo sumo.
– ¿No podría ser antes?
– ¿Tanta prisa corre?
Si, corría tanta prisa, pero Jeannie no estaba nada dispuesta a confiar a Ghita sus preocupaciones.
– Sólo estoy impaciente -se evadió.
– Lo conseguiré lo antes posible, no te inquietes. ¿Puedes transferirme el programa por módem?
– Claro. Pero ¿no crees que debería estar allí para pasarlo?
– No, no lo creo -la voz de Ghita incluía una sonrisa.
– Naturalmente, tú entiendes mucho más que yo de esa clase de material.
– Lo enviamos desde aquí. -Ghita leyó la dirección del correo electrónico y Jeannie la anotó-. Te mandaré los resultados por el mismo sistema.
– Gracias. Oye, Ghita…
– ¿Qué?
– ¿Me va a hacer falta un refugio fiscal?
– Fuera de aquí.
Ghita soltó una carcajada y colgó.
Jeannie oprimió el pulsador del ratón sobre América Online y accedió a Internet. Mientras transfería su programa al FBI sonó una llamada en la puerta y entró Steven Logan.
La muchacha le lanzó una mirada valorativa. Le había dado unas noticias inquietantes y el rostro de Steve las acusaba; pero era joven y resistente, de modo que el golpe no le había derribado. Era psicológicamente muy estable. De haber pertenecido al tipo criminal -como presumiblemente lo era su hermano, Dennis- a esas alturas ya habría provocado una pelea con alguien.
– ¿qué tal te fue? -le preguntó.
Steve cerró la puerta a su espalda, con el talón.
– Asunto concluido -dijo-. Me he sometido a todas las pruebas, he completado todos los exámenes y he rellenado todos los cuestionarios que el ingenio de la raza humana ha sido capaz de imaginar.
– Entonces eres libre de volver a casa.
– Pensaba quedarme en Baltimore esta noche. La verdad es que me preguntaba si te importaría cenar conmigo.
Jeannie estaba desprevenida.
– ¿Con qué objeto? -preguntó, con brusca descortesía.
La pregunta le desconcertó.
– Bueno, pues… porque…, no me cabe duda de que me gustaría conocer más cosas acerca de tu investigación.
– ¡Ah! Bien, por desgracia, ya tengo un compromiso para cenar.
Steve pareció muy decepcionado.
– ¿Crees que soy demasiado joven?
– ¿Demasiado joven para qué?
– Para salir contigo.
Eso la sorprendió.
– No sabía que me estabas pidiendo una cita -confesó.
Steve pareció sentirse violento.
– Pareces lenta de reflejos.
– Lo siento.
Era lenta. Lo había conocido ayer, en las pistas de tenis. Pero se había pasado el día pensando en Steve sólo como sujeto de su estudio. Sin embargo, ahora que lo meditaba más a fondo, efectivamente era demasiado joven para salir con ella. Tenía veintidós años, un estudiante; ella era siete años mayor que él, una diferencia enorme.
– ¿Cuántos años tiene el hombre con el que vas a salir?
– Cincuenta y nueve o sesenta, algo así.
– Formidable. Te gustan los viejos.
A Jeannie le entraron ganas de mandarlo a paseo. Pero pensó que, después de todo lo que le había hecho pasar, le debía alguna compensación. El ordenador produjo un timbrazo para informarle de que había concluido la transferencia del programa.
– Estoy aquí todo el día -dijo-. ¿Te gustaría tomar una copa conmigo en el Club de la Facultad?
Steve se animó automáticamente.
– De mil amores, me encantaría. ¿Voy vestido adecuadamente?
Llevaba pantalones caqui y camisa azul de hilo.
– Mucho mejor que la mayoría de los profesores que suelen frecuentarlo -sonrió Jeannie. Salió del programa y apagó el ordenador.
– He llamado a mi madre -explicó Steven-. Le he contado tu teoría.
– ¿Se enfadó?
– Se echó a reír. Dijo que ni yo era adoptado ni tenía ningún hermano gemelo que hubiesen dado en adopción.
– Qué extraño.
Para Jeannie no dejaba de ser un alivio que la familia Logan se lo tomase con tanta calma. Por otra parte, el escepticismo que anidaba en el fondo de su mente aportó la alarmante sugerencia de que, al fin y al cabo, quizá Steven y Dennis no fuesen gemelos.
– ¿Sabes?… -Jeannie vaciló. Ya le había dicho bastantes cosas inesperadas para un día. Pero se lanzó-: Hay otro modo posible de que Dennis y tú seáis gemelos.
– Sé lo que estás pensando -dijo Steve-. Cambio de recién nacidos en el hospital.
Captaba las cosas rápido. Por la mañana había observado en más de una ocasión lo deprisa que sacaba conclusiones.
– Exacto -confirmó-. La madre número uno da a luz gemelos idénticos, las madres números dos y tres alumbran un varón cada una. Los dos gemelos se entregan a las madres dos y tres, mientras sus hijos pasan a la madre número uno. Cuando los niños crecen, la madre número uno colige que ha tenido gemelos fraternos que se parecen extraordinariamente poco.
– Y si las madres dos y tres no llegan a conocerse, nadie se percata nunca del asombroso parecido de los niños dos y tres.
– Es el viejo argumento de los autores de folletín -reconoció Jeannie-. Pero no es imposible.
– ¿Hay algún libro sobre este tema de los gemelos? Me gustaría saber algo más acerca del asunto.
– Sí, aquí tengo uno… -Repasó la librería-. No, está en casa.
– ¿Dónde vives?
– Ahí al lado.
– Puedes invitarme a esa copa en tu casa.
La muchacha titubeó. Se dijo que aquel era el gemelo normal, no el psicópata.
– Desde hoy, sabes mucho de mí -comento Steve-. Y siento curiosidad por tu persona. Me gustaría ver como vives.
Jeannie se encogió de hombros.
– Claro, ¿por qué no? Vamos.
Eran las cinco de la tarde y el día empezaba a refrescar cuando salieron de la Loquería. Steve emitió un silbido al ver el Mercedes rojo.
– ¡Vaya coche guapo!
– Hace ocho años que lo tengo -dijo Jeannie-. Lo adoro.
– El mío está en el aparcamiento. Me situaré detrás de ti y daré un toque con los faros para avisarte.
Se alejó. Jeannie subió al Mercedes y encendió el motor. Al cabo de unos minutos vio reflejarse en el retrovisor el centelleo de los faros de Steve. Salió del aparcamiento, rumbo a la carretera. Cuando abandonaba el campus observó que un coche patrulla de la policía se colocaba en la estela del coche de Steve. Echó una ojeada al cuenta kilómetros y redujo la velocidad a menos de cincuenta por hora.
Parecía que Steven Logan se estaba encaprichando de ella. Aunque Jeannie no correspondiese a tal sentimiento, no dejaba de complacerla. Era halagador haberse ganado el corazón de un jovencito macizo y guaperas.
Durante todo el trayecto hasta el domicilio de Jeannie, Steve se mantuvo pegado a su cola. Ella detuvo el coche delante de la casa y el aparcó inmediatamente detrás.
Como en muchas calles de Baltimore, había una hilera de pórticos, un porche comunal que se prolongaba a lo largo de todas las casas, donde los vecinos se sentaban a tomar el fresco en los días anteriores al aire acondicionado. Jeannie cruzó el pórtico, se detuvo ante la puerta y empezó a buscar las llaves.
Dos agentes salieron del coche patrulla como si los expulsara un estallido; empuñaban sus armas de reglamento. Adoptaron posiciones de disparo, extendidos rígidamente los brazos, con los revólveres apuntando a Jeannie y Steve.
A la mujer le dio un vuelco el corazón.
– ¡Joder!… -exclamó Steve.
– ¡Policía! -chilló a voz en cuello uno de los hombres-. ¡Quietos!
Jeannie y Steve levantaron los brazos.
Pero los policías no se relajaron.
– ¡Al suelo, hijo de puta! -chilló uno de ellos-. ¡Boca abajo, las manos a la espalda!
Jeannie y Steve se tendieron de cara al suelo.
El agente se les acercó con las mismas precauciones que si ambos fueran dos bombas de relojería.
– ¿No cree que sería mejor que nos explicase a que viene todo esto? -sugirió Jeannie.
– Usted puede levantarse, señora -permitió uno de los agentes.
– Por Dios, gracias. -Jeannie se puso en pie. Le latía el corazón aceleradamente, pero todo indicaba que los polis habían cometido un error estúpido.
– Ahora que ya me han dejado medio muerta del susto, ¿pueden decirme que infiernos está pasando?
Siguieron sin dar explicaciones. Mantuvieron las armas apuntadas sobre Steve. Uno de ellos se arrodilló junto al muchacho y, con rápido y experto movimiento, le puso las esposas.
– Quedas arrestado, soplapollas -dijo el policía.
– Soy mujer de mentalidad abierta -aseguró Jeannie-, pero ¿considera imprescindible emplear ese lenguaje soez? -Nadie le hizo maldito caso. Lo intentó de nuevo-: De todas formas, ¿qué se supone que ha hecho este chico?
Un Dodge Colt azul claro frenó chirriante detrás del coche patrulla de la policía. Dos personas se apearon de é. Una era Mish Delaware, la detective de la Unidad de Delitos Sexuales. Llevaba la misma falda y la misma blusa que vistiera por la mañana, pero se había puesto encima una chaqueta de algodón que sólo en parte ocultaba el arma enfundada en la cadera.
– Habéis perdido el culo para venir -comentó uno de los agentes.
– Estábamos en el barrio -replico Mish Delaware. Miró a Steve, tendido en el suelo, y ordenó-: Levántalo.
El agente agarró a Steve por un brazo y le ayudó a ponerse en pie.
– Es él, desde luego -dijo Mish-. Este es el pájaro que violó a Lisa Hoxton.
– ¿Steve? -articuló Jeannie en tono incrédulo. «Jesús, he estado a punto de llevarlo a mi piso.»
– ¿Violado? -pregunto Steve.
– El agente localizó su coche cuando salía del campus -informó Mish.
Jeannie se fijó bien por primera vez en el automóvil de Steve.
Era un Datsun castaño, de unos quince años de antigüedad. Lisa había creído ver al violador al volante de un viejo Datsun blanco.
Su sobresalto y alarma iniciales empezaban a ceder ante la recapacitación racional. La policía le consideraba sospechoso: eso no le convertía en culpable. ¿Cuál era la prueba?
– Si vais a detener a todo hombre que veáis conduciendo un Datsun herrumbroso…
Mish tendió a Jeannie una hoja de papel. Era una octavilla con el retrato en blanco y negro de un hombre, una imagen generada por ordenador. Jeannie la contempló. El retrato guardaba cierto parecido con el rostro de Steve.
– Puede que sea él y puede que no lo sea -manifestó Jeannie.
– ¿Qué estás haciendo en su compañía?
– Es un sujeto de mis investigaciones. Le sometimos a determinadas pruebas en el laboratorio. ¡No puedo creer que sea el violador!
Sus pruebas demostraban que Steven tenía la personalidad heredada de un delincuente en potencia…, pero también demostraban que no había desarrollado las inclinaciones de un verdadero criminal.
– ¿Puedes dar cuenta de tus movimientos entre las siete y las ocho de la tarde de ayer? -se dirigió Mish a Steven.
– Bueno, estuve en la UJF -respondió Steven.
– ¿Qué hiciste?
– No gran cosa. Tenía pensado salir con mi primo Ricky, pero el canceló el encuentro. Me vine aquí para orientarme acerca del lugar donde tenía que presentarme esta mañana. No tenía otra cosa que hacer.
Hasta a Jeannie le pareció bastante pobre aquella explicación. Pensó, abatida, que tal vez fuese Steve el violador. Pero, sí lo era, toda la teoría de la doctora Jeannie Ferrami se vendría abajo.
– ¿Cómo mataste el tiempo? -pregunto Mish.
– Miré el tenis un rato. Después me fui a un bar de Charles Village y pasé allí un par de horas. Me perdí el gran incendio.
– ¿Puede alguien confirmar lo que dices?
– Bueno, intercambié unas palabras con la doctora Ferrami, aunque en aquel momento no sabía que era ella.
Mish se encaró con Jeannie. Ésta vio hostilidad en los ojos de la detective y recordó el conato de enfrentamiento de aquella mañana, cuando Mish trataba de convencer a Lisa para que colaborase.
– Fue después de mi partido de tenis -dijo Jeannie-, minutos antes de que el fuego se declarase.
– De modo que no puedes precisarnos donde estaba en el momento en que se produjo la violación -determinó Mish.
– No, pero yo puedo añadir algo más -terció Jeannie-. Me he pasado todo el día sometiendo a este hombre a test psicológicos, y su perfil psicológico no es el de un violador.
La expresión de Mish denotó menosprecio.
– Eso no es ninguna evidencia.
– Ni esto tampoco -subrayó Jeannie que aún tenía la octavilla en la mano.
Hizo una pelota con el papel y la dejó caer en la acera.
Mish hizo una señal con la cabeza a los agentes.
– Adelante.
– Aguardad un momento -dijo Steve con voz clara y tranquila.
Los agentes vacilaron.
– Jeannie, estos tipos me tienen sin cuidado, pero quiero decirte que yo no lo hice y que nunca haría una cosa de esa clase.
Jeannie le creyó. Se preguntó por qué. ¿Sólo porque necesitaba que fuese inocente en beneficio de su teoría? No: contaba con las pruebas psicológicas demostrativas de que el muchacho no presentaba ninguna de las características asociadas con los delincuentes. Pero había algo más: su intuición. Se sentía a salvo con él. Steve no ofreció ningún indicio peligroso. Escuchó cuando ella hablaba, en ningún momento trato de amilanarla, no la tocó inapropiadamente, no manifestó enojo ni hostilidad. Le gustaban las mujeres y las respetaba. No era un violador.
– ¿Quieres que avise a alguien? -se brindó-. ¿A tus padres?
– No -declinó él en tono resuelto-. Se preocuparían. Y todo esto habrá acabado en cuestión de horas. Se lo contaré entonces.
– ¿No te estarán esperando esta noche?
– Les advertí que era posible que volviera a quedarme con Ricky.
– En fin, si tan seguro estás… -articuló Jeannie, dubitativa.
– Segurísimo.
– Venga ya -dijo Mish con impaciencia.
– ¿A qué viene tanta prisa? -saltó Jeannie-. ¿Te queda alguna otra persona inocente por arrestar?
Mish la fulminó con la mirada.
– ¿Y tú tienes alguna cosa más que decirme?
– ¿Qué viene ahora?
– Habrá una rueda de reconocimiento. Dejaremos que sea Lisa Hoxton quien decida si éste es el hombre que la forzó. -Con irónica deferencia, Mish añadió-: ¿Le parece a usted bien, doctora Ferrami?
– Por mí, de acuerdo -repuso Jeannie.
Condujeron a Steve al cuartelillo en el Dodge Colt azul claro. La mujer iba al volante y el otro policía, un corpulento y bigotudo hombre blanco, ocupaba el asiento contiguo, encogido en la estrechez del pequeño vehículo. Nadie despegó los labios.
Steve hervía de rabia resentida. ¿Por qué infiernos tenía que ir en aquel incómodo coche, con las muñecas esposadas, cuando debía estar sentado en el piso de Jeannie Ferrami con una bebida fría en la mano? Lo mejor que podían hacer era acabar aquel desdichado asunto cuanto antes, ni más ni menos.
La comisaría de policía era un edificio de granito gris, en el barrio chino de Baltimore, entre bares de top less y sex shops. Ascendieron por una rampa y aparcaron en un garaje interior. Estaba repleto de coches patrulla y compactos utilitarios como el Dodge Colt.
Subieron a Steve en un ascensor y lo llevaron a una habitación de paredes amarillas y carente de ventanas. Le quitaron las esposas y lo dejaron allí solo. Dio por supuesto que habían cerrado con llave la puerta: no lo comprobó.
Había una mesa y dos sillas de plástico duro. Encima de la mesa, un cenicero con dos colillas de cigarrillo con filtro, una de ellas manchada de carmín. La puerta tenía una hoja de cristal opaco: Steve no podía ver el exterior, pero supuso que los polis si podían ver el interior del cuarto.
Al mirar el cenicero le entraron ganas de fumar. Así haría algo en aquella celda amarilla. Pero tuvo que conformarse con pasearse de un extremo a otro de la habitación.
Se dijo que no era posible que se encontrase en apuros. Se las había arreglado para echar un vistazo al retrato de la octavilla, y aunque la imagen era más o menos como él, no era él. Sin duda se parecía al violador, pero cuando estuviese alineado en la rueda de reconocimiento con otros jóvenes, la víctima no le señalaría a él. Después de todo, aquella pobre mujer habría mirado largo y tendido al hijo de mala madre que lo hizo; el rostro del violador estaría grabado a fuego en la memoria de la víctima. No se equivocaría.
Pero los polis no tenían derecho a hacerle esperar encerrado allí. De acuerdo con que debían eliminarle como sospechoso, pero no podían tenerlo allí toda la noche. El era un ciudadano que respetaba la ley.
Se esforzó en ver el lado positivo. Estaba contemplando un primer plano del sistema judicial estadounidense. Sería su propio abogado: sería un buen ejercicio práctico. Cuando actuase en el futuro, representando a un cliente acusado de algún delito, conocería de primera mano lo que iba a pasar el reo durante el período de custodia en manos de la policía.
En una ocasión ya había visto el interior de una comisaría, pero aquello había sido muy distinto. Entonces sólo contaba dieciséis años. Se había presentado a la policía acompañado de uno de sus profesores. Se confesó autor del crimen inmediatamente después de cometido y refirió a las autoridades sinceramente todo lo que había pasado. Los agentes pudieron ver sus heridas: era evidente que la pelea no había sido unilateral. Acudieron sus padres y se lo llevaron a casa.
Fue el momento más vergonzoso de su vida. Cuando su madre y su padre entraron en aquella sala, Steve deseo estar muerto. Papá parecía mortificado, como si estuviese sufriendo una gran humillación; la expresión de mamá era de profundo sufrimiento; ambos se mostraban desconcertados y heridos. En aquel instante, lo que él no pudo hacer fue estallar en lágrimas, y aún sentía en la garganta un nudo que le asfixiaba cada vez que aquella escena acudía a su memoria.
Pero esta vez era distinto. Esta vez era inocente.
Entro la mujer detective con una carpeta de cartulina. Se había quitado la chaqueta, pero aún llevaba el arma al cinto. Era una atractiva mujer negra que andaría por los cuarenta años, tirando a robusta y con aire de aquí mando yo.
Steve la miró aliviado.
– Gracias a Dios -dijo Steve.
– ¿Por qué?
– Porque al fin sucede algo. Malditas las ganas que tengo de pasarme aquí toda la noche.
– ¿Quieres sentarte, por favor?
Steve se sentó.
– Soy la sargento Michelle Delaware. -Sacó de la carpeta una hoja de papel y la puso encima de la mesa-. ¿Tu nombre y dirección completos?
Steve se los dio y la detective los anotó en el formulario.
– ¿Edad?
– Veintidós años.
– ¿Estudios?
– Soy titulado superior.
La mujer lo escribió en el impreso y se lo pasó a Steve a través de la mesa. Su encabezamiento decía:
DEPARTAMENTO DE POLICÍA
BALTIMORE (MARYLAND)
EXPOSICIÓN DE DERECHOS
FORMULARIO 69
Le rogamos lea las cinco frases del formulario y, a continuación, ponga sus iniciales en los espacios habilitados al lado de cada frase.
La sargento le pasó una pluma.
Steve leyó el impreso y puso las primeras iniciales.
– Tienes que leerlo en voz alta -aleccionó la mujer.
Steve meditó unos segundos.
– ¿Para que te convenzas de que se leer? -preguntó.
– No. Para que más adelante no simules ser analfabeto y alegues que no se te informó de tus derechos.
Aquella era la clase de cosa que no le enseñaban a uno en la escuela de leyes.
– Por la presente -leyó Steve en voz alta- se le notifica que: Primero: tiene derecho a guardar silencio. -Steve escribió SÍ en el espacio que quedaba al final de la línea y luego siguió leyendo las frases y poniendo sus iniciales al final de cada una de ellas-.
Segundo: lo que diga o escriba puede utilizarse en su contra ante un tribunal de justicia. Tercero: tiene derecho a hablar con un abogado en cualquier momento, antes de cualquier interrogatorio, antes de responder a cualquier pregunta o en el curso de cualquier interrogatorio. Cuarto: si desea contar con los servicios de un abogado y no puede permitirse contratarlo, no se le formulará ninguna pregunta y se solicitará al tribunal el nombramiento de un abogado de oficio para que le represente. Quinto: si accede a responder a las preguntas, puede dejar de hacerlo en cualquier momento y pedir un abogado, y no se le formulará ninguna pregunta más.
– Ahora firme aquí, por favor. -La sargento Delaware indicó el impreso-. Aquí y aquí.
El primer espacio destinado a la firma estaba debajo de la frase:
HE LEÍDO LA EXPOSICIÓN DE MIS DERECHOS,
QUE HE ENTENDIDO POR COMPLETO
Firma
Steve firmó.
– Y ahí debajo -dijo la detective.
Estoy dispuesto a responder voluntariamente a las preguntas y no deseo tener abogado en este momento. Mi decisión de responder a las preguntas sin que un abogado esté presente la tomo libre y voluntariamente.
Firma
Steve firmó y dijo:
– ¿Cómo rayos consiguen que los culpables firmen esto?
Mish Delaware no contestó. Puso su nombre y estampó su firma en el impreso.
Guardó el formulario en la carpeta y miró a Steve.
– Estás en un buen aprieto, Steve -dijo-. Pero pareces un chico normal. ¿Por qué no me cuentas lo que sucedió?
– No puedo -repuso Steve-. No estaba allí. Supongo que me parezco al sinvergüenza que lo hizo.
La detective se echo hacia atrás en el asiento, cruzó las piernas y le sonrió amistosamente.
– Conozco a los hombres -confesó en tono íntimo-. Tienen sus arrebatos.
Si no fuese un enterado, pensó Steve, leería su lenguaje corporal y pensaría que se me iba a echar encima.
– Te explicaré lo que creo -continuo ella-. Eres un hombre atractivo, la chica se quedo encandilada.
– En la vida he visto a esa mujer, sargento.
Mish Delaware no se dio por enterada. Se inclinó por encima de la mesa y cubrió con su mano la de Steve.
– Creo incluso que te provocó.
Steve miro la mano de la detective. Tenía buenas uñas, arregladas, no demasiado largas, pintadas con un esmalte de uñas transparente. Pero había arrugas en sus manos: la mujer rebasaba los cuarenta, quizá llegase a los cuarenta y cinco.
La detective habló en tono de conspiración, como si estuviera diciéndole: «Esto va a quedar entre tú y yo».
– Te pidió guerra, así que se la diste. ¿Me equivoco?
– ¿Qué infiernos le ha hecho pensar tal cosa? -replicó Steve en tono irritado.
– Se como son las chicas. Te puso a cien y luego, en el último momento, cambio de idea. Pero era demasiado tarde. Un hombre no puede frenar en seco, así como así, un hombre de verdad, no.
– Eh, un momento, ya lo capto -dijo Steve-. El sospechoso se muestra de acuerdo contigo, imagina que está haciendo lo mejor, lo más beneficioso para él; pero en realidad lo que está es reconociendo que hubo coito, y entonces la mitad de tu trabajo ya está cumplido.
La sargento Delaware se recostó en la silla, con cara de fastidio, y Steve comprendió que su suposición había sido acertada.
La mujer se levantó.
– Está bien, espabilado, acompáñame.
– ¿Adónde vamos?
– A las celdas.
– Un momento. ¿Cuándo se va a celebrar la rueda de reconocimiento?
– En cuanto demos con la víctima y la traigamos a la comisaría.
– No podéis retenerme aquí indefinidamente sin ponerme a disposición judicial.
– Podemos retenerte veinticuatro horas sin procedimiento judicial alguno, así que punto en boca y en marcha.
Le llevó abajo en un ascensor y luego cruzaron una puerta y entraron en un vestíbulo pintado de color naranja oscuro. Un aviso en la pared recordaba a los agentes la obligación de mantener esposados a los sospechosos mientras procedían a registrarlos. El carcelero, un policía negro de unos cincuenta y tantos años, permanecía de pie tras un alto mostrador.
– ¡Eh, Spike! -saludó la sargento Delaware-. Te traigo un listillo universitario para ti solo.
El guardia sonrió.
– Si es tan listo, ¿cómo es que está aquí?
Rieron a coro. Steve tomo nota mental de abstenerse en el futuro de intentar enmendar la plana a los polis. Era un defecto suyo: también se había ganado la enemistad de los profesores tratando de dárselas de listo. A nadie le cae bien un sabelotodo.
El agente llamado Spike era un tipo menudo, enjuto y fuerte, de pelo gris y bigotito. Adoptaba un aire desenfadado, pero la expresión de sus ojos era fría. Abrió una puerta de acero.
– ¿Vas a pasar a las celdas, Mish? -preguntó-. Si es así, debo pedirte que nos dejes examinar tu arma.
– No voy a entrar, de momento he acabado con él -repuso la sargento-. Más tarde tendrá una rueda de reconocimiento.
Dio media vuelta y se fue.
– Por aquí, muchacho -indicó a Steve el carcelero.
Steve cruzó la puerta.
Estaba en el bloque de celdas. El piso y las paredes tenían el mismo color sucio. Steve calculaba que el ascensor se detuvo en la segunda planta, pero no había ventanas, y tuvo la impresión de encontrarse en una cueva subterránea profunda y que le costaría una eternidad ascender de nuevo a la superficie.
En una pequeña antesala había un escritorio y una cámara fotográfica en un soporte. Spike cogió un impreso de un casillero. Steve lo leyó al revés y vio que su encabezamiento rezaba:
DEPARTAMENTO DE POLICÍA
BALTIMORE (MARYLAND)
INFORME DE ACTIVIDAD DE PRISIONERO
FORMULARIO 92/l2
El hombre quitó el capuchón a un bolígrafo y empezó a rellenar el impreso.
Cuando hubo terminado, señaló un punto en el suelo y dijo:
– Ponte ahí.
Steve se colocó frente a la cámara. Spike pulso un botón produjo un destello.
– Vuélvete y colócate de perfil.
Otro destello del flash.
Acto seguido, Spike tomó una tarjeta cuadriculada impresa en tinta rosa y con el membrete:
OFICINA FEDERAL DE INVESTIGACIÓN,
DEPARTAMENTO DE JUSTICIA DE ESTADOS UNIDOS
WASHINGTON, D.C. 20537
Spike entintó los dedos de Steve en un tampón y los oprimió sobre las cuadriculas de la tarjeta marcadas: 1. PULGAR DERECHO, 2. ÍNDICE DERECHO, y así sucesivamente. Steve observó que, aunque era bajito, Spike tenía unas manazas enormes, de venas prominentes. Al tiempo que cumplía su tarea, Spike dijo en tono de conversación normal:
– Tenemos un nuevo Servicio Central de Ficheros sobre la cárcel municipal, en la avenida Greenmount, y allí disponen de una computadora que toma las huellas dactilares sin tinta. Es como una fotocopiadora gigante: no tienes más que apretar la mano contra el cristal. Pero aquí seguimos haciéndolo a la antigua usanza.
Steve se dio cuenta de que empezaba a sentirse avergonzado, a pesar de que no había cometido ningún delito. Se debía en parte a aquel entorno siniestro, pero sobre todo a la sensación de impotencia. Desde que los agentes saltaron fuera del coche patrulla, delante de la casa de Jeannie, había ido de un lado para otro como un trozo de carne, sin ningún control sobre su propia persona. Eso rebajaba velozmente la autoestima de un hombre hasta ponerla a la altura del barro.
Después de tomarle las huellas dactilares le permitieron lavarse las manos.
– Permíteme que te muestre tu suite -dijo Spike jovialmente.
Condujo a Steve por un pasillo con celdas a derecha e izquierda. Cada celda era un tosco cubículo. En el lado que daba al pasillo no había pared, sólo barrotes, por lo que hasta el último centímetro cuadrado de la celda era visible desde el exterior. A través de los barrotes, Steve observó que cada uno de aquellos calabozos tenía una litera metálica fijada a la pared, así como un lavabo y una taza de retrete de acero inoxidable. Las paredes y las literas eran de color naranja oscuro y estaban cubiertas de pintadas. Las tazas de los retretes carecían de tapadera. En tres o cuatro celdas vio hombres tendidos apáticamente en las literas, pero la mayoría de éstas se encontraban libres.
– Es lunes, es un día tranquilo aquí, en el Holiday Inn de la calle Lafayete -bromeó Spike.
Steve no se hubiera reído ni aunque le fuese la vida en ello.
Spike se detuvo delante de una celda vacía. Steve echó un vistazo al interior mientras el celador abría la puerta. Ni tanto así de intimidad. Comprendió que si tenía que usar el retrete no iba a quedarle más remedio que hacerlo a la vista de todo el que, hombre o mujer, pasara en aquel momento por el corredor. De un modo u otro, aquello era más humillante que cualquier otra cosa.
Spike abrió una puerta en el enrejado e hizo pasar a Steve a la celda. La puerta se cerró de golpe y Spike echó la llave.
Steve se sentó en la litera -Dios Todopoderoso, qué lugar -exclamó.
– Te acostumbrarás a él- dijo Spike alentadoramente, y se retiró.
Al cabo de un minuto volvía cargado con un envase de polietileno.
– Me queda una cena -ofreció-, pollo frito. ¿Quieres un poco?
Steve miró el paquete, luego dirigió la vista hacia el retrete y denegó con la cabeza.
– De todas formas, muchas gracias. Pero me parece que no tengo apetito.
Berrington pidió champán.
Después de la jornada de prueba que había vivido, a Jeannie le hubiese gustado más un trago de Stolichnaya con hielo, pero beber licor fuerte no era el mejor sistema para impresionar al jefe, de modo que se guardó para sí aquel deseo.
Champán significaba devaneo romántico. En las ocasiones anteriores en que alternaron socialmente, Berrington se había mostrado más encantador que conquistador. ¿Acaso iba ahora a insinuársele? Tal idea hizo que Jeannie se sintiera incómoda. No había conocido un solo hombre que se tomase por las buenas unas calabazas. Y aquel hombre era su jefe.
Jeannie tampoco le habló de Steve. Estuvo a punto de hacerlo varias veces en el transcurso de la cena, pero algo la contuvo. Si, contra todas sus expectativas, resultaba que, al final, Steve era un delincuente, su teoría iba a empezar a tambalearse. Pero no le gustaba adelantar malas noticias. Antes de que eso quedara demostrado, ella no tenía por qué dudar. Aparte de que albergaba la absoluta certeza de que al final iba a quedar claro que la detención de Steve fue un espantoso error.
Había hablado con Lisa.
– ¡Han arrestado a Brad Pitt! -le dijo.
A Lisa le horrorizó pensar que aquel hombre había pasado toda la jornada en la Loquería, su lugar de trabajo, y que Jeannie estuvo a punto de llevarlo a su casa. Jeannie le había explicado que estaba segura de que Steve no era el agresor. Después comprendió que probablemente se equivocó al hacer aquella llamada; podía interpretarse como interferencia con una testigo. No es que cambiase mucho las cosas. Lisa examinaría una hilera de hombres blancos jóvenes y reconocería o no reconocería al individuo que la había violado. No se trataba de la clase de asunto en el que Lisa pudiera cometer una equivocación así como así.
Jeannie también habló con su madre. Patty había ido a verla, con sus tres hijos, y mamá se animó mucho al contarle la forma en que los niños corretearon por los pasillos de la residencia. Afortunadamente, parecía no acordarse ya de que había ingresado en Bella Vista sólo el día anterior. Hablaba como si llevase varios años en el hogar para ancianos y reprochó a Jeannie el que no la visitara más a menudo. Después de la conversación, ésta se sintió un poco mejor en lo que se refería a su madre.
– ¿Qué tal la lubina? -Con su pregunta, Berrington interrumpió el hilo de los pensamientos de Jeannie.
– Deliciosa. Finísima.
El hombre se alisó las cejas con la yema del índice de la mano derecha. Por alguna razón el gesto le pareció a Jeannie algo así como una felicitación que Berrington se dedicaba a sí mismo.
– Ahora voy a hacerte una pregunta a la que debes responder sinceramente.
Berrington sonrió, para que ella no le tomara demasiado en serio.
– Conforme.
– ¿Quieres postre?
– Sí. ¿Crees que soy la clase de mujer capaz de fingir en una cuestión como esa?
El sacudió negativamente la cabeza.
– Supongo que no hay mucho de que fingir.
– Es probable que no lo suficiente. A mí me han acusado de poco diplomática.
– ¿Es tu peor defecto?
– Seguramente me iría mejor si pensara un poco las cosas. ¿Cuál es tu peor defecto?
Berrington contesto sin vacilar.
– Enamorarme.
– ¿Eso es un defecto?
– Si uno lo hace con demasiada frecuencia, sí.
– O si se enamora de más de una persona al mismo tiempo, supongo.
– Tal vez debería escribir a Lorraine Logan y pedirle consejo.
Jeannie se echo a reír, pero no deseaba que la conversación derivase hacia Steven.
– ¿Cuál es tu pintor favorito? -Cambió de tema.
– A ver si lo adivinas.
Berrington era un patriota, así que se figuró que también debería ser un sentimental.
– ¿Norman Rockwell?
– ¡Por Dios, no! -Pareció sinceramente horrorizado-. ¡Un vulgar ilustrador! No, si pudiera permitirme el lujo de coleccionar pintura, compraría impresionistas norteamericanos. Paisajes invernales de John Henry Twachtman. Me encantaría poseer El puente blanco. ¿Qué me dices de ti?
– Ahora te toca a ti adivinarlo.
Berrington reflexionó unos segundos.
– Joan Miró.
– ¿Por qué?
– Imagino que te gustan los fogonazos de colores vivos.
Jeannie asintió.
– Muy perspicaz. Pero no del todo certero. Miró es demasiado turbulento. Prefiero a Mondrian.
– Ah, sí, claro. Las líneas rectas.
– Exactamente. Eres bueno en esto.
Berrington se encogió de hombros y Jeannie comprendió que probablemente jugaría a las adivinanzas con muchas mujeres.
La muchacha hundió la cucharilla en el sorbete de mango. Decididamente aquel no era asunto de una simple cena. Pronto tendría que adoptar una decisión firme acerca de cómo iba a ser y a desarrollarse su relación con Berrington.
Hacía año y medio que no besaba a un hombre. Desde que Will Temple se alejó de ella, ni siquiera había salido con nadie hasta aquella noche. No estaba enamorada de Will: había dejado de quererle. Pero Jeannie era cautelosa.
Sin embargo, como continuara viviendo como una monja acabaría volviéndose loca. Echaba de menos tener en la cama con ella a alguien velludo; echaba de menos los olores masculinos -el de la grasa de bicicleta, el de las sudadas camisetas de fútbol y el del whisky- y sobre todo echaba de menos el sexo. Cuando las feministas radicales decían que el pene era el enemigo, Jeannie deseaba responder: «Habla por ti, hermana».
Alzó la mirada hacia Berrington, que comía con delicados ademanes manzanas caramelizadas. Le gustaba aquel sujeto, a pesar de sus nauseabundas ideas políticas. Era listo -los hombres de la doctora Ferrami tenían que ser inteligentes- y tenía modales de triunfador. Le respetaba por sus trabajos científicos. Era esbelto y bien parecido, probablemente también sería un amante experto y hábil, y poseía unos bonitos ojos azules.
A pesar de todo, era demasiado viejo. A ella le gustaban los hombres maduros, pero no tan maduros.
¿Cómo podía rechazarlo sin tirar por la borda su propio futuro profesional? Quizás el mejor procedimiento consistiera en simular que interpretaba sus atenciones como algo paternal y bondadoso. Eso tal vez le permitiera evitar la desagradable medida de rechazarlo lisa y llanamente.
Jeannie tomo un sorbo de champán. El camarero aguardaba para volver a llenarle la copa y ella no estaba muy segura acerca de cuánto había bebido ya, pero se sentía alegre y no tenia que conducir.
Pidieron café. Jeannie, un express doble para que la serenase un poco. Cuando Berrington hubo pagado la cuenta, tomaron el ascensor hacia el aparcamiento y subieron al plateado Lincoln Town Car de Berrington.
Berrington condujo el vehículo a lo largo de la línea del puerto y luego desemboco en la autopista de Jones Falls.
– Ahí está la cárcel municipal -indicó el edificio, semejante a una fortaleza, que ocupaba una manzana de la ciudad-. La escoria de la Tierra está ahí.
Jeannie pensó que era posible que Steve se encontrase dentro.
¿Cómo podía habérsele ocurrido la posibilidad de acostarse con Berrington? No sentía el menor asomo de afecto por él. Le avergonzó haber jugueteado siquiera con la idea. Cuando el hombre detuvo el coche junto al bordillo, delante de la casa, Jeannie dijo en tono firme y decidido:
– Bueno, Berry, gracias por esta encantadora velada.
¿Le estrecharía la mano, pensó la muchacha, o intentaría besarla? En este último caso, ella le ofrecería la mejilla.
Pero Berrington no hizo ni una cosa ni otra.
– Tengo el teléfono de casa estropeado y necesito hacer una llamada antes de irme a la cama -dijo-. ¿Puedo utilizar el tuyo?
Difícilmente podía ella decir: «Rayos, no, haz un alto en el primer teléfono público que encuentres por el camino». Parecía que no iba a tener más remedio que afrontar algo más que la insinuación.
– Claro -dijo, tras contener un suspiro-. Sube.
Se preguntó si podría evitar ofrecerle un café.
Se apeó de un salto del coche y cruzó el pórtico en primer lugar. La puerta de la fachada se abría a un pequeño vestíbulo con otras dos puertas. Una era la del piso de la planta baja, habitado por el señor Oliver, un estibador jubilado. La otra, la de Jeannie, daba a una escalera que conducía al apartamento del primer piso.
Jeannie frunció el entrecejo, desconcertada. Su puerta estaba abierta.
La franqueó y encabezó la marcha escaleras arriba. Había luz en el piso. Curioso: antes de marcharse había apagado la luz. La escalera llevaba directamente a la sala de estar. Entró en el cuarto y soltó un grito.
Él estaba de pie ante el frigorífico, con una botella de vodka en la mano. Iba sin afeitar, desaliñado y parecía un poco bebido.
Detrás de Jeannie, Berrington preguntó:
– ¿Qué ocurre?
– Necesitarías un sistema de seguridad más eficaz, Jeannie -comentó el intruso-. No me costó ni diez segundos dar con el truco de tu cerradura.
– ¿Quién diablos es? -preguntó Berrington.
Jeannie dijo en tono sobresaltado:
– ¿Cuándo saliste de la cárcel, papá?
El cuarto de reconocimiento y la sección de celdas estaban en la misma planta.
En la antesala había otros seis hombres de aproximadamente la misma edad y constitución física que Steve. Evitaron su mirada y se abstuvieron de dirigirle la palabra. Le trataban como si fuese un criminal. Quiso decirles: «Eh, chicos, estoy en el mismo bando que vosotros, no soy ningún violador, soy inocente».
Todos tuvieron que quitarse el reloj y la bisutería y ponerse una especie de bata de papel blanco encima de la ropa de calle. Mientras se preparaban entró en la estancia un joven vestido con traje y pregunto:
– Por favor, ¿quién de vosotros es el sospechoso?
– Ese soy yo -dijo Steve.
– Pues yo soy Lew Tanner, el defensor de oficio -se presentó el hombre-. Estoy aquí para comprobar que la rueda de reconocimiento se realiza correctamente. ¿Alguna pregunta?
– ¿Cuánto tiempo tardaré en salir de aquí, después de eso? -quiso saber Steve.
– Dando por sentado que no seas el elegido en la rueda de reconocimiento, un par de horas.
– ¡Dos horas! -exclamo Steve, indignado-. ¿Tengo que volver a esa jodida celda?
– Me temo que sí.
– ¡Por Dios!
– Les pediré que tramiten tu libertad lo antes posible -dijo Lew-. ¿Algo más?
– No, gracias.
– Muy bien.
Salió.
Un celador hizo pasar a los siete hombres a través de la puerta que daba a un estrado. Había un telón de fondo con una escala graduada que mostraba la estatura y la posición de los hombres, numerados de uno a diez. La luz de un potente foco se proyectó sobre ellos, y una cortina separó el estrado del resto de la sala. Los hombres no podían ver nada a través de aquella pantalla, pero sí llegaba a sus oídos lo que ocurría al otro lado de la misma.
Durante unos minutos sólo se produjo rumor de pasos y el murmullo de alguna que otra voz en tono bajo. Todas las voces eran masculinas. Luego Steve distinguió el sonido inconfundible de unos pasos de mujer. Al cabo de unos instantes se oyó una voz masculina, que sonaba como si estuviese leyendo algo de una tarjeta o repitiéndolo tras habérselo aprendido de memoria.
– De pie ante usted hay siete personas. Sólo las conocerá por el número. Si alguno de esos individuos le ha hecho algo a usted o ha hecho algo en presencia de usted, quiero que pronuncie su número y nada más que su número. Si desea que algunos de ellos digan determinadas palabras específicas, les pediremos que digan esas palabras. Si quiere que den media vuelta o se coloquen de perfil, lo harán todos en grupo. (Reconoce entre ellos a alguno que le haya hecho a usted algo o que haya hecho algo en presencia de usted?
Silencio. Los nervios de Steve se tensaron como cuerdas de guitarra, aunque estaba seguro de que no se citaría su número.
Una voz femenina dijo muy bajo: -Llevaba la cabeza cubierta.
A Steve le sonó como la voz de una mujer educada, de clase media y de su misma edad, más o menos.
– Tenemos sombreros -dijo la voz masculina-. ¿Quiere usted que se pongan sombrero?
– Era más bien una gorra. Una gorra de béisbol.
Steve percibió angustia y tensión en la voz femenina, pero también determinación. Ni asomo de falsedad. Parecía la clase de mujer que diría la verdad, por muy atribulada que estuviese. Se sintió un poco mejor.
– Dave, mira a ver si hay gorras de béisbol en ese armario.
Hubo una pausa de varios minutos. Steve apretó los dientes con impaciencia. Una voz musitó:
– Santo Dios, no sabía que tuviésemos aquí todo este material… gafas, bigotes…
– Nada de murmuraciones, Dave -reprochó el primer hombre-. Esto es un procedimiento legal.
Finalmente, un detective entró en el estrado por una parte lateral y tendió una gorra de béisbol a cada uno de los integrantes de la rueda de reconocimiento. Todos se la pusieron y el detective se retiró.
Del otro lado de la cortina llegó el llanto de una mujer.
La voz masculina repitió la fórmula verbal empleada antes:
– ¿Reconoce entre ellos a alguno que le haya hecho a usted algo o que haya hecho algo en presencia de usted? Si es así, pronuncie su número y nada más que su número.
– El número cuatro -dijo la mujer, con un sollozo en la voz.
Steve volvió la cabeza y miró el telón de fondo.
El numero cuatro era él.
– ¡No! -gritó-. ¡Eso no puede ser verdad! ¡No era yo!
– Número cuatro, ¿ha oído eso? -habló la voz masculina.
– Claro que lo he oído, ¡pero yo no lo hice!
Los demás hombres de la hilera de reconocimiento abandonaban ya el estrado.
– ¡Por el amor de Cristo! -Steve se quedó mirando la opaca cortina, extendidos los brazos en gesto de súplica-. ¿Cómo puede haberme señalado a mí? ¡Ni siquiera sé qué aspecto tiene usted!
La voz del otro lado aconsejó:
– No diga nada, señora, por favor. Muchas gracias por su colaboración. La salida es por aquí.
– ¡Tiene que haber alguna equivocación! ¿No lo comprenden? -chilló Steve.
Apareció el carcelero.
– Todo ha terminado, hijo, vamos -instó.
La mirada de Steve se clavó en él. Por unos segundos estuvo tentado de romperle los dientes a aquel hombrecillo y mandárselos garganta abajo.
Spike observó la expresión de sus ojos y endureció el gesto.
– Tengamos la fiesta en paz -aconsejó-. No tienes escapatoria. Su mano se cerró en torno al brazo de Steve, que tuvo la impresión de que le apretaba un cepo de acero. Era inútil protestar.
Steve se sentía como si le hubieran sacudido por la espalda con una cachiporra. Aquel golpe le había llegado de la nada. Se le hundieron los hombros y una furia estéril se apodero de él.
– ¿Cómo ocurrió esto? -articuló-. ¿Cómo es posible?
– ¿Papá? -se sorprendió Berrington.
Jeannie deseó haberse mordido la lengua. Decir: «¿Cuándo saliste de la cárcel, papá?», fue lo más estúpido que pudo habérsele ocurrido. Apenas unos minutos antes Berrington había calificado a los moradores de la cárcel municipal de “Escoria de la Tierra ”.
Se sentía mortificada. Ya era bastante grave que su jefe se enterara de que su padre era un ladrón profesional. Pero que Berrington lo conociese personalmente resultaba incluso peor. Posiblemente, a consecuencia de una caída el intruso tenía el rostro magullado, además de cubierto por una barba de varios días. Sus ropas estaban sucias y despedía un leve pero desagradable olor. Jeannie sintió tal bochorno que no pudo mirar a Berrington a la cara.
Hubo un tiempo, muchos años atrás, en que no se avergonzaba de él. Por el contrario, su padre hacía que los de sus amigas le pareciesen aburridos y pelmas. Era un hombre guapo y al que le encantaba divertirse, que solía volver de sus viajes con traje nuevo y los bolsillos llenos de dinero. Entonces iban al cine, estrenaban vestidos, se tomaban helados de frutas y mamá se compraba un camisón bonito y se ponía a régimen. Pero el volvía a marcharse y, a la edad de nueve años, Jeannie se enteró del motivo. Se lo dijo Tammy Fontane. Jeannie no olvidaría nunca aquella conversación.
– Tu vestido es una birria -había dicho Tammy.
– Más birria es tu nariz -replicó Jeannie vivamente, y las otras niñas se apresuraron a meter la cuchara.
– Tu mamá te compra vestidos que son algo así como verdaderos adefesios.
– Tu mamá es gorda.
– Tu papá está en la cárcel.
– No es verdad.
– Sí.
– ¡No!
– He oído que papá se lo decía a mamá. Estaba leyendo el periódico. «Aquí dice que han vuelto a meter otra vez en la cárcel a Pete Ferrami», dijo.
– Mentira, mentira, alza el rabo y tira -había cantado Jeannie, pero en el fondo de su corazón creyó a Tammy.
Aquello lo explicaba todo: la súbita prosperidad económica, la igualmente repentina desaparición, las prolongadas ausencias.
Jeannie nunca volvió a mantener otro intercambio de provocaciones verbales con las compañeras de clase. Cualquiera podía hacerla callar con sólo citar a su padre. A los nueve años, eso era como estar lisiada de por vida. Cada vez que en el colegio se extraviaba algo, Jeannie tenía la impresión de que todos la miraban acusadoramente. Nunca consiguió desterrar de su ánimo aquella sensación de culpabilidad. Si alguna mujer echaba un vistazo al interior de su bolso y comentaba: «Maldita sea, creí que llevaba un billete de diez dólares», Jeannie se ponía como la grana. Se convirtió en una persona obsesivamente honrada: recorría kilómetro y medio para devolver un bolígrafo barato, le aterraba la idea de que, si lo conservaba, su dueño dijera que ella era una ladrona como su padre.
Y ahora su padre estaba allí, de pie ante Berrington, su jefe, sucio, sin afeitar y probablemente sin un centavo.
– Aquí, el profesor Berrington Jones -dijo Jeannie-. Berry, te presento a mi padre, Pete Ferrami.
Berrington se mostró amable. Estrechó la mano del padre.
– Celebro conocerle, señor Ferrami -dijo-. Su hija es una mujer muy especial.
– ¿Verdad que sí? -repuso el padre, con una sonrisa complacida.
– Bueno, Berry, ya conoces el secreto de la familia -dijo Jeannie en tono resignado-. Enviaron a papa a la cárcel el mismo día en que me licencié cum laude por Princeton. Se ha pasado en prisión los últimos ocho años.
– Pudieron ser quince -añadió Pete Ferrami-. Íbamos armados en aquel golpe.
– Gracias por compartir con nosotros ese dato, papá. Seguro que impresiona a mi Jefe.
El padre pareció dolido y desconcertado y, a pesar de su resentimiento, Jeannie sintió un ramalazo de compasión por él. A Pete Ferrami su punto flaco le hería tanto como a su familia. Era uno de sus defectos naturales. El fabuloso sistema de reproducción de la raza humana -el profundamente complejo mecanismo del ADN que Jeannie estudiaba- estaba programado para operar de forma que cada individuo fuese un poco distinto a los demás. Era como una fotocopiadora con un error de fabricación. A veces, el resultado era bueno: un Einstein, un Louis Armstrong, un Andrew Carnegie. Y a veces producía un Pete Ferrami.
Jeannie debía desembarazarse de Berrington enseguida.
– Si quieres hacer esa llamada, Berry, puedes utilizar el teléfono del dormitorio.
– Ah, la haré luego -dijo Berrington.
«A Dios gracias.»
– Muy bien, gracias por una velada tan estupenda.
Jeannie tendió la mano para estrechar la de Berrington.
– Fue un placer. Buenas noches.
Estrecho desmañadamente la mano de Jeannie y se fue. Jeannie se encaró con su padre.
– ¿Qué ha pasado?
– Me soltaron antes de tiempo por buena conducta. Estoy libre. Y, naturalmente, mi primer deseo fue venir a ver a mi hijita.
– Inmediatamente después de una borrachera de tres días.
Era de una hipocresía tan diáfana que resultaba insultante. Jeannie sintió crecer en su interior la cólera que tan bien conocía. (Por qué no podía tener un padre como el de otras personas?
– Vamos, se buena -pidió Pete Ferrami.
La rabia se transformó en tristeza. Nunca había tenido un verdadero padre y jamás lo tendría.
– Dame esa botella -ordenó-. Haré café.
A regañadientes, el hombre le entregó el vodka y Jeannie lo puso en el frigorífico. Echó agua a la cafetera y la puso al fuego.
– Pareces algo mayor -dijo Pete-. Veo un poco de gris en tu pelo.
– ¡Caramba, muchas gracias!
Jeannie sacó tazas, crema y azúcar.
– Tu madre encaneció temprano.
– Siempre creí que fue por culpa tuya.
– He ido a su casa -informó Pete Ferrami en tono de suave indignación-. Ya no vive allí.
– Ahora está en Bella Vista.
– Eso es lo que me dijo su vecina, la señora Mendoza. Ella me dio tu dirección. No me hace ninguna gracia pensar que tu madre está en un sitio como ese.
– ¡Sácala de allí entonces! -conminó Jeannie, irritada-. Todavía sigue siendo tu esposa. Consíguete un trabajo y un piso decente y empieza a cuidar de ella.
– Sabes que no puedo hacer eso. Nunca podría.
– Entonces no me critiques a mí por no hacerlo.
El hombre adoptó un tono zalamero.
– No he dicho nada de ti, tesoro. Sólo dije que no me gusta pensar que tu madre está en un asilo de esos, ni más ni menos.
– A mí tampoco me gusta, ni a Patty. Estamos intentando recaudar el dinero preciso para sacarla de allí. -Jeannie experimentó una súbita oleada de emoción y tuvo que esforzarse para contener las lágrimas-. Maldita sea, papá, ya es bastante duro todo esto, sin necesidad de tenerte ahí en plan quejica.
– Vale, vale -dijo Pete Ferrami.
Jeannie tragó saliva. «No debería dejarle que me sacara de quicio así.» Cambió de tema.
– ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Tienes algún plan?
– Pasaré unos días echando un vistazo por ahí.
Lo que significaba que exploraría el terreno en busca de un sitio que robar. Jeannie no dijo nada. Era un ladrón y ella no podía cambiarle.
Pete Ferrami tosió.
– Tal vez pudieras dejarme unos cuantos pavos para tener algo con qué empezar.
La petición volvió a sulfurar a Jeannie.
– Te diré lo que voy a hacer -pronunció, tensa la voz-. Te permitiré tomar una ducha y afeitarte mientras te lavo la ropa. Si mantienes las manos apartadas de la botella de vodka, te prepararé unos huevos y te haré unas tostadas. Te prestaré un pijama y podrás dormir en el sofá. Pero no voy a darte ni cinco. Estoy esforzándome desesperadamente en conseguir dinero para que mamá pueda quedarse en algún sitio en el que la traten como a un ser humano y no tengo un solo dólar de sobra.
– Está bien, cariño. -El hombre adoptó aire de mártir-. Lo comprendo.
Al final, cuando perdió fuerza el confuso torbellino de bochorno, rabia y compasión, Jeannie se encontró con que todo lo que sentía era melancolía. Deseaba con toda el alma que su padre pudiera cuidar de sí mismo, que fuese capaz de permanecer en un sitio más de unas pocas semanas, que le fuera posible conservar un empleo normal, que pudiera ser cariñoso, compasivo y estable. Anhelaba un padre que fuera un padre. Y sabía que nunca, jamás, vería cumplido su deseo. En su corazón había un lugar destinado a un padre, pero ese lugar estaría siempre vacío.
Sonó el teléfono.
Jeannie descolgó.
– ¡Diga!
Era Lisa, parecía alterada.
– ¡Jeannie, era él!
– ¿Quién? ¿Qué?
– Ese chico al que arrestaron cuando estaba contigo. Lo reconocí en la rueda. Es el que me violó. Steve Logan.
– ¿Que es el violador? -articuló Jeannie, incrédula-. ¿Estás segura?
– No cabe la menor duda, Jeannie -insistió Lisa-. ¡Oh, Dios mío, fue horrible ver su cara otra vez! Al principio no dije nada, porque parecía distinto, con la cabeza descubierta. Luego el detective hizo que todos se pusieran gorra de béisbol y lo conocí con absoluta certeza.
– No es posible que sea él, Lisa -dijo Jeannie.
– ¿Qué quieres decir?
– Sus pruebas demuestran lo contrario. Y pase algún tiempo con él, tengo un pálpito.
– Pero yo le reconocí. -Lisa parecía molesta.
– Estoy atónita. No lo entiendo.
– Esto tira por tierra tu teoría, ¿no es cierto? Tú querías un gemelo que fuese bueno y otro que fuese malo.
– Sí, pero un contraejemplo, una excepción no refuta una teoría.
– Lamento que esto amenace tu proyecto.
– Esa no es la razón por la que digo que no es él -suspiró Jeannie-. Rayos, tal vez lo sea. Ya no sé nada. ¿Dónde estás ahora?
– En casa.
– ¿Te encuentras bien?
– Sí, ahora que él está entre rejas, me encuentro estupendamente.
– Parece tan simpático…
– Esos son los peores, me lo dijo Mish. Los que en la superficie parecen perfectamente normales son los más arteros y los más despiadados, y disfrutan haciendo sufrir a las mujeres.
– Dios mío.
– Me voy a la cama, estoy agotada. Sólo quería decírtelo. ¿Qué tal tu velada?
– Así, así. Mañana te lo cuento.
– Sigo queriendo ir contigo a Richmond.
Jeannie quería llevarse a Lisa para que le ayudara en la entrevista a Dennis Pinker.
– ¿Te sientes con ánimos?
– Sí, realmente quiero continuar llevando una vida normal. No estoy enferma, no necesito ningún periodo de convalecencia.
– Dennis Pinker será probablemente un doble de Steve Logan.
– Lo sé. Puedo arreglármelas.
– Si estás tan segura…
– Te llamaré temprano.
– De acuerdo. Buenas noches.
Jeannie se dejó caer pesadamente en la silla. ¿Sería posible que la seductora naturaleza de Steve no fuera más que una máscara? Jeannie pensó que en tal caso ella debía de ser una mala juez de personas. Y quizá también una científica igualmente mala: acaso todos los gemelos idénticos resultaban igualmente criminales. Suspiró.
Su propio progenitor delincuente se sentó junto a ella.
– Ese profesor es un tipo agradable, ¡pero seguramente es más viejo que yo! -dijo-. ¿Tienes con él una aventura o qué?
Jeannie arrugó la nariz.
– Al cuarto de baño se va por ahí, papá -dijo.
Steve se encontraba de nuevo entre las paredes amarillas de la sala de interrogatorios. En el cenicero seguían las mismas dos colillas de cigarrillo. La habitación no había cambiado, pero el sí. Tres horas antes era un ciudadano respetuoso de la ley, inocente y cuyo delito más grave había sido conducir a noventa y cinco kilómetros por hora en una zona de noventa. Ahora era un violador, arrestado, identificado por la víctima y acusado formalmente. Ahora estaba atrapado por la máquina de la justicia, en la cinta transportadora. Era un criminal. Por mucho y por muy repetidamente que se recordase que no había hecho nada malo, le resultaba imposible sacudirse de encima el complejo de infamia e ignominia.
Un poco antes había visto a la mujer detective, la sargento Delaware. Ahora el otro policía, el hombre, entró en el cuarto, también cargado con una carpeta azul. Era de la misma estatura que Steve, pero mucho más corpulento y ancho de espaldas. Llevaba muy corto el pelo gris acero y lucía un bigote hirsuto. Tomo asiento y sacó un paquete de cigarrillos. Sin pronunciar palabra, sacó un pitillo, lo encendió y dejó caer la cerilla en el cenicero. Luego abrió la carpeta. Dentro había otro formulario más. El encabezamiento de este rezaba:
TRIBUNAL FEDERAL DE MARYLAND
POR…(CIUDAD/CONDADO)
La mitad superior estaba dividida en dos columnas tituladas DEMANDANTE y ACUSADO. Un poco más abajo decía:
Pliego de cargos
El detective empezó a rellenar el impreso, sin abrir la boca. Tras escribir unas cuantas palabras levantó la hoja blanca de arriba y comprobó cada una de las cuatro hojas para copias con papel carbón: verde, amarillo, rosa y marrón.
Leyéndolo al revés, Steve vio que el nombre de la víctima era Lisa Hoxton.
– ¿Cómo es? -preguntó.
El detective le miró.
– El cabrón se calla -dijo.
Dio una chupada al cigarrillo y continuó escribiendo.
Steve se sintió denigrado. Aquel hombre se complacía en ultrajarle y él no podía hacer nada para impedirlo. Era otra fase en el proceso destinado a humillarle, de hacerle sentirse insignificante e impotente. Hijo de puta, pensó, me gustaría encontrarte fuera de este edificio, sin esa maldita pistola que llevas.
El detective empezó a especificar las acusaciones. En la casilla número uno anotó la fecha del domingo, luego, «en el gimnasio de la Universidad Jones Falls, Baltimore (Maryland)». Un poco más abajo escribió: «Violación, primer grado». En la casilla siguiente puso el lugar, repitió la fecha y, a continuación: «Asalto e intento de violación».
Cogió una hoja suplementaria y añadió dos cargos más: «agresión» y «sodomía».
– ¿Sodomía?-dijo Steve en tono cargado de sorpresa.
– El cabrón se calla.
Steve estuvo en un tris de asestarle un puñetazo. Esto es deliberado, se dijo. El tipo trata de provocarme. Si le sacudo, tendrá una excusa para llamar a otros tres fulanos que me sujetarán mientras él me muele a patadas. No, no lo hagas.
Cuando hubo terminado de escribir, el detective volvió los dos formularios y los empujo a través de la mesa, hacia Steve.
– Te has metido en un buen lío, Steve. Pegaste, violaste y sodomizaste a una chica…
– No hice nada de eso.
– El cabrón se calla.
Steve se mordió el labio y guardó silencio.
– Eres basura. Eres mierda. Las personas decentes ni siquiera querrán estar en la misma habitación que tú. Has pegado, violado y sodomizado a una muchacha. Sé que no es la primera vez. Llevas haciendo lo mismo una temporada. Eres astuto, lo planeas con anticipación y hasta ahora siempre te salió bien. Pero esta vez te han echado el guante. Tu víctima te ha identificado. Otros testigos te sitúan en las proximidades de la escena del crimen. Dentro de una hora, más o menos, en cuanto el comisario de guardia haya firmado y de a la sargento Delaware la orden de busca y captura, te llevaremos al hospital Mercy, te haremos un análisis de sangre, te pasaremos el peine por tu vello púbico y demostraremos que tu ADN coincide con el que se encontró en la vagina de la víctima.
– ¿Cuánto tardará esa… prueba del ADN?
– El cabrón se calla. Estás atrapado, Steve. ¿Sabes lo que te espera?
Steve guardó silencio.
– La sentencia por una violación en primer grado es cadena perpetua. Vas a ir a la cárcel. ¿Y sabes lo que te va a pasar allí? Vas a comprobar a que sabe la medicina que estuviste administrando. ¿Un jovencito tan agraciado como tú? Miel sobre hojuelas. Te van a sacudir, violar y sodomizar. Vas a descubrir cómo se sintió Lisa. Sólo que en tu caso será durante años y años y años.
Hizo una pausa, cogió el paquete de tabaco y ofreció un cigarrillo a Steve.
Sorprendido, Steve denegó con la cabeza.
– A propósito, soy el detective Brian Allaston. -Encendió un pitillo-. En realidad no sé por qué te cuento esto, pero hay un modo de que la cosa mejore algo para ti.
Steve enmarcó las cejas, curioso. ¿Qué venía ahora?
El detective Allaston se puso en pie, anduvo en torno a la mesa y se sentó en el borde de su superficie, con un pie en el suelo y muy cerca de Steve. Se inclinó hacia delante y habló en voz un poco más baja.
– Deja que te eche una mano. La violación es coito vaginal con empleo o amenaza de empleo de la fuerza, contra la voluntad o sin el consentimiento de la mujer. Para que sea violación en primer grado ha de existir un factor agravante como secuestro, desfiguración o violación por parte de dos o más personas. Las penas por violación en segundo grado son menores. Es decir, que si consigues convencerme de que lo tuyo sólo fue violación en segundo grado, podrías hacerte un inmenso favor.
Steve no dijo nada.
– ¿Quieres contarme lo que sucedió?
Por fin, Steve habló:
– El cabrón se calla -dijo.
Allaston entró en acción con celeridad. Quitó la nalga de encima de la mesa, agarró a Steve por la pechera de la camisa, lo levantó de la silla y lo proyectó contra la cenicienta pared del bloque. La cabeza de Steve salió despedida hacia atrás, chocó contra el muro y produjo un angustioso repique. Fue un impacto muy duro. Al detective Allaston le sobraban algunos kilos y su condición física era bastante deficiente: Steve sabía que tumbar a aquel hijo de puta sólo le llevaría unos segundos. Pero tenía que controlarse. Todo lo que podía esgrimir era su inocencia. Si golpeaba a un policía, al margen de si este le había provocado, sería culpable de un delito. Y entonces lo mismo podía rendirse ya. De no contar con aquel sentido de justa indignación que lo mantenía a flote, podría darse por perdido. De modo que permaneció allí derecho, rígido, con los dientes apretados, mientras Allaston lo separaba de la pared y lo volvía a golpear contra ella, dos, tres, cuatro veces.
– Ni se te ocurra hablarme así otra vez, capullo -advirtió Allaston.
La cólera de Steve empezó a diluirse. Allaston ni siquiera le estaba haciendo daño físico. Comprendió que todo aquello era teatro. Allaston interpretaba un papel y lo estaba haciendo fatal. Era el tipo duro, en tanto que Mish era la detective buena. Pero ambos tenían el mismo objetivo: convencer a Steve para que confesara haber violado a una mujer a la que nunca llegó a conocer y que se llamaba Lisa Margaret Hoxton.
– Corta ese mal rollo, detective -dijo Steve-. Ya sé que eres un violento hijo de perra al que le crecen cerdas en las fosas nasales, del mismo modo que sabes también que si estuviéramos en cualquier otro sitio y no llevases al cinto ese pistolón, te iba a sacudir una paliza de muerte, así que vamos a dejar de ponernos a prueba.
Allaston puso cara de sorpresa. Sin duda había supuesto que Steve estaría demasiado asustado para hablar. Le soltó la pechera de la camisa y se encaminó a la puerta.
– Me dijeron que eras un enterado -declaró-. Bueno, permíteme decirte lo que voy a hacer para que tu educación sea un poco más completa. Vas a volver a las celdas y te vas a pasar allí cierto tiempo, pero esta vez vas a tener compañía. Verás, las cuarenta y una celdas vacías de ahí abajo están todas fuera de servicio, así que vas a tener que compartir la tuya con un prójimo llamado Rupert Butcher, conocido por el apodo de Gordinflas. Tú te consideras un hijo de puta de pronóstico, pero te garantizo que él es mucho peor.
Se ha caído de una juerga de alucine que ha durado tres días, así que no veas cómo le duele el coco. Anoche, aproximadamente a la misma hora en que tú te entretenías prendiendo fuego al gimnasio y colándole a la pobre Lisa Hoxton tu asqueroso cipote, Gordinflas Butcher acuchillaba a su amante por el procedimiento de clavarle repetidamente una horca de jardinero. Disfrutaréis con vuestra mutua compañía. Vamos.
A Steve no le llegaba la camisa al cuerpo. Todo su valor se había derramado como si acabasen de quitar un tapón y se sentía indefenso y vencido. El detective le había humillado pero en ningún momento le amenazó con lesionarle gravemente; pero una noche con un psicópata era algo realmente peligroso. El tal Butcher (Butcher significa «carnicero») ya había cometido un asesinato: si sus meninges tenían capacidad para pensar racionalmente comprendería que poco iba a perder cometiendo otro.
– Aguarda un momento -pidió Steve con voz temblona.
Allaston dio media vuelta, muy despacio.
– ¿Y bien?
– Si confieso, tendré una celda para mí solo.
En la expresión del detective se hizo patente el alivio.
– Desde luego -su voz se había hecho amistosa de pronto.
El cambio de tono encendió el resentimiento de Steve.
– Pero si no confieso, Gordinflas Butcher me asesinará.
Allaston extendió las manos en gesto de impotencia. Steve notó que su miedo se transformaba en odio.
– En ese caso, detective -silabeó-, que te den por culo.
La expresión de sorpresa volvió al rostro de Allaston.
– Hijo de mala madre -insultó-. Veremos si estás tan animado dentro de un par de horas. En marcha.
Llevó a Steve al ascensor y lo acompañó hasta el bloque de celdas. Allí estaba Spike.
– Mete a este borde con Gordinflas -le encargo Allaston.
Spike enarcó las cejas.
– Tan mal fue la cosa, ¿eh?
– Sí. Y a propósito… Steve tiene pesadillas.
– ¿Ah sí?
– Si le oyes gritar… no te preocupes, sólo es que está soñando.
– Comprendo -repuso Spike.
Allaston se retiró y Spike condujo a Steve a la celda.
Gordinflas estaba acostado en la litera. Era de la misma estatura que Steve, pero mucho más robusto. Parecía un culturista que hubiera sufrido un accidente automovilístico: el tejido de su ensangrentada camiseta se tensaba sobre los abultados músculos. Yacía tendido de espaldas, con la cabeza hacia el fondo del calabozo y los pies colgando por el extremo del camastro. Abrió los ojos cuando Spike abrió la puerta y entró Steve. El carcelero cerró de golpe, con estrépito, y echó la llave. Gordinflas abrió los ojos y echó un vistazo a Steve.
Steve sostuvo la mirada durante un momento.
– Dulces sueños -deseó Spike.
Gordinflas volvió a cerrar los párpados.
Steve se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, y se dedicó a observar al dormido Gordinflas.
Berrington Jones condujo despacio rumbo a su casa. Se sentía decepcionado y aliviado al mismo tiempo. Como una persona a régimen que se pasa todo el camino hacia la heladería luchando a brazo partido con la tentación y luego se encuentra el local cerrado, Berrington tuvo la sensación de que acababa de librarse de algo que le constaba no debía hacer.
Sin embargo, no se encontraba más cerca que antes de resolver el problema del proyecto de Jeannie y seguía subsistiendo el peligro de que se descubriera el pastel. Quizá debió de dedicar más tiempo a interrogar a Jeannie y menos a pasárselo bien. Enmarcó las cejas, perplejo, mientras aparcaba el vehículo y entraba en la casa.
Dentro reinaba el silencio; sin duda Marianne, el ama de llaves, se había ido a dormir. Pasó al estudio y comprobó el contestador automático. Sólo había un mensaje.
«Profesor, aquí la sargento Delaware de la Unidad de Delitos Sexuales, que llama en la noche del lunes. Le agradezco su colaboración.»
Berrington se encogió de hombros. Apenas se había molestado en confirmar si Lisa trabajaba o no en la Loquería. La cinta prosiguió:
«Como quiera que usted es el patrono de la señora Hoxton y la violación tuvo lugar en el campus, me considero obligada a informarle de que esta tarde hemos arrestado a un hombre. La verdad es que se trataba de una persona a la que durante el día de hoy estuvieron sometiendo a diversas pruebas en sus laboratorios. Se llama Steve Logan.»
– ¿Jesús! -estalló Berrington.
«La víctima lo señaló en la rueda de reconocimiento, de modo que estoy segura de que la prueba de ADN confirmará que se trata del violador. Le ruego transmita esta información a cuantos miembros de la universidad considere usted oportuno. Gracias.»
– ¡No! -exclamo Berrington. Se dejó caer pesadamente en una silla. Repitió, en tono más bajo-: No.
Luego rompió a llorar.
Se levantó al cabo de un momento, todavía llorando, y cerró la puerta del estudio por temor a que la doncella apareciese por allí. Después regresó al escritorio y enterró la cabeza entre las manos.
Permaneció así un buen rato.
Cuando por fin suspendió el llanto, tomó el teléfono y marcó un número que se sabía de memoria.
– Que no responda el contestador automático, por favor, Dios mío -dijo en voz alta, mientras escuchaba la señal.
– ¡Diga! -sonó la voz de un joven.
– Soy yo -dijo Berrington.
– ¡Hombre! ¿Cómo estás?
– Desolado.
– ¡Oh! -el tono era de culpabilidad.
Si Berrington albergaba alguna duda, aquella nota la barrió definitivamente.
– Cuéntame.
– No trates de quedarte conmigo, por favor. Hablo del domingo por la noche.
El joven suspiró.
– Vale.
– Maldito estúpido. Fuiste al campus, ¿verdad? Lo… -Se dio cuenta de que por teléfono no debía hablar más de la cuenta-. Volviste a las andadas.
– Lo siento…
– ¡Lo sientes!
– ¿Cómo lo supiste?
– Al principio no se me ocurrió sospechar de ti… pensé que habías abandonado la ciudad. Luego arrestaron a alguien que tiene la misma apariencia que tú.
– ¡Vaya! Eso significa que estoy…
– Fuera del anzuelo.
– ¡Anda! ¡Qué potra! Escucha…
– ¿Qué?
– No irás a decir nada, ¿eh? A la policía o a alguien.
– No, no diré una palabra -dijo Berrington, abatido-. Puedes confiar en mí.