Steve se despertó sobresaltado. «¿Dónde estoy?»
Alguien le tenía cogido por los hombros y le estaba sacudiendo, un hombre con pijama rayado. Era Berrington Jones. Tras un instante de desorientación, Steve recordó los últimos acontecimientos.
– Haz el favor de vestirte como es debido para la conferencia de prensa -dijo Berrington-. Encontrarás en el armario la camisa que dejaste aquí hace quince días. Marianne se encargó de ponértela a punto. Ve a mi cuarto y elige la corbata que quieres que te deje.
Salió de la habitación.
Berrington hablaba a su hijo como si este fuera un chico difícil y desobediente, reflexionó Steve al tiempo que saltaba de la cama. La frase no pronunciada de No discutas, hazlo y punto, se añadía implícitamente al final de cada manifestación paterna. Pero aquellos modales bruscos facilitaban a Steve la conversación. Podía salir del paso respondiendo con monosílabos sin correr el peligro de delatar su ignorancia.
Eran las ocho de la mañana. En calzoncillos, se dirigió por el corredor hacia el cuarto de baño. Tras tomar una ducha, se afeitó con una maquinilla que encontró disponible en el armario del lavabo. Lo hizo todo muy despacio, para aplazar al máximo el momento en que tendría que arriesgarse a hablar con Berrington.
Con una toalla alrededor de la cintura, entró en el cuarto de Berrington, de acuerdo con las órdenes recibidas. Berrington no estaba allí. Steve abrió el armario. Las corbatas eran señoriales e incluso ostentosas, de rayas y de lunares, todas de seda brillante, ninguna lo que se dice moderna. También había fulares. Cogió una corbata de franjas horizontales. Miró el surtido de calzoncillos de Berrington. Aunque era mucho más alto que éste, tenían la misma talla de cintura. Eligió unos de color azul.
Cuando estuvo vestido hizo acopio de ánimo para volver a afrontar la prueba del engaño. Sólo unas cuantas horas más y todo habría concluido. Tenía que seguir evitando despertar las sospechas de Berrington hasta unos minutos después del mediodía, cuando Jeannie interrumpiese la conferencia de prensa.
Respiró hondo y salió.
El olor a beicon frito le guió hacia la cocina. Marianne estaba ante el fogón. Miró a Steve con ojos desorbitados. Una momentánea oleada de pánico inundo a Steve: si Berrington observaba la expresión de Marianne puede que le preguntase que ocurría…, en cuyo caso era muy probable que, dado lo aterrada que estaba la pobre chica, se lo contase. Pero Berrington estaba viendo el programa de la CNN en un pequeño televisor y no pertenecía a la clase de persona que se interesa por el servicio.
Steve tomó asiento y Marianne le sirvió café y zumo. Dirigió a la muchacha una sonrisa tranquilizadora.
Berrington alzó una mano para imponer silencio -gesto innecesario, porque Steve no tenía la mas mínima intención de decir nada- y el presentador leyó una nota acerca de la venta de la Genético:
– Michael Madigan, director de la Landsmann de Estados Unidos, declaró anoche que, una vez completada satisfactoriamente la fase de revelación, la transacción se firmará hoy públicamente durante una conferencia de prensa que va a celebrarse en Baltimore.
Las acciones de la Landsmann habían subido cincuenta puntos en la bolsa de Francfort a primera hora de la mañana. La General Motors…
Sonó el timbre de la puerta y Berrington pulsó el botón que dejaba mudo el televisor. Miro por la ventana de la cocina y dijo:
– Ah, fuera hay un coche de la policía.
Una sospecha terrible irrumpió en la mente de Steve. Cabía la posibilidad de que Jeannie se hubiera puesto en contacto con Mish Delaware y le hubiese contado lo que averiguó respecto a Harvey, en cuyo caso tal vez la policía decidió detener a Harvey. Y a Steve le iba a costar Dios y ayuda convencerles de que él no era Harvey Jones, cuando vestía ropas de Harvey, estaba sentado en la cocina del padre de Harvey y comía bollos de arándano preparados por la cocinera del padre de Harvey.
No deseaba volver a la cárcel. Pero eso no era lo peor. Si le arrestaban ahora, se perdería la conferencia de prensa. Y si no se presentaba ninguno de los otros clones, Jeannie sólo dispondría de Harvey. Y un único gemelo no demostraba nada.
Berrington se levantó y fue hacia la puerta.
– ¿Qué pasará si vienen a por mí? -preguntó Steve.
Marianne parecía encontrarse al borde de la muerte.
– Les diré que no estás aquí -repuso Berrington. Salió de la estancia.
Steve no oyó la conversación que se desarrollaba en la puerta. Permaneció petrificado en su silla, sin comer ni beber. Marianne estaba inmóvil como una estatua delante del fogón, con una espátula de cocina en la mano.
Al final, volvió Berrington.
– Anoche robaron en las casas de tres de nuestros vecinos -informó-. Supongo que nosotros tuvimos suerte.
Durante la noche, Jeannie y el señor Oliver fueron turnándose y, mientras uno vigilaba a Harvey el otro se acostaba, pero ninguno de los dos descansó gran cosa. Sólo Harvey durmió, roncando bajo la mordaza.
Por la mañana utilizaron el cuarto de baño también por turnos. Jeannie se puso las prendas que había llevado en la maleta, blusa blanca y falda negra, con las que tal vez tuviera suerte y la tomasen por una azafata.
Pidieron el desayuno al servicio de habitaciones. No podían dejar que el camarero entrase en el cuarto, ya que vería a Harvey atado encima de la cama. El señor Oliver firmó el recibo en la puerta, con la explicación:
– Mi esposa no se ha vestido aún, yo mismo llevaré el carrito.
Permitió a Harvey tomar un vaso de zumo de naranja, se lo llevó hasta los labios mientras Jeannie se situaba detrás, preparada para golpearle con la llave inglesa si el muchacho intentaba algo.
Jeannie esperaba impaciente la llamada de Steve. ¿Qué le habría ocurrido? Steve pasó la noche en casa de Berrington. ¿Logró engañarle durante todo el tiempo?
Lisa llego a las nueve, con un montón de comunicados de prensa, y luego partió rumbo al aeropuerto para recibir a George Dassault y a cualquier otro de los clones que pudieran presentarse.
Ninguno de los tres había llamado.
Steve telefoneó a las nueve y media.
– He de darme prisa -dijo-. Berrington está en el cuarto de baño. Todo va bien, iré a la conferencia de prensa con él.
– ¿No sospecha nada?
– No… Aunque he pasado por algunos momentos con el corazón en un puño. ¿Cómo está mi doble?
– En plan sumiso.
– Tengo que colgar.
– ¿Steve?
– ¡Rápido! ¿Qué?
– Te quiero.
Jeannie colgó. ¿No debería haberlo dicho; se supone que una chica ha de hacerse rogar un poco. Bueno, al diablo.
A las diez efectuó una batida de reconocimiento por la Sala Regencia. La estancia se encontraba en un rincón, tenía un pequeño recibidor y una puerta que daba a una antecámara. Ya había allí una relaciones públicas, que disponía un telón de fondo con el logotipo de la Genético destinado a los objetivos de las cámaras de televisión. Jeannie echó una rápida ojeada por la sala y volvió a la habitación.
Llamó Lisa desde el aeropuerto.
– Malas noticias -dijo-. El vuelo de Nueva York llegará con retraso.
– ¡Oh, Dios! -lamentó Jeannie-. ¿Han dado señales de vida los demás, Wayne o Hank?
– No.
– ¿Cuánto retraso lleva el avión de George?
– Se le espera a las once treinta.
– Aún puedes llegar a tiempo.
– Si conduzco como el rayo…
Berrington salió de su cuarto a las once, terminando de ponerse la chaqueta. Vestía traje azul de rayas blancas, con chaleco, sobre una camisa blanca de puños con gemelos, pasada de moda pero impresionante.
– En marcha -dijo.
Steve se había puesto una chaqueta deportiva de tweed perteneciente a Harvey. Le caía a la perfección, naturalmente, el propietario lo mismo podía ser el propio Steve.
Salieron. Llevaban encima demasiada ropa para aquella época del año. Subieron al Lincoln plateado y encendieron el aire acondicionado. Berrington condujo a bastante velocidad, rumbo al centro urbano. Con gran alivio por parte de Steve, no se habló mucho durante el trayecto. Berrington aparcó en el garaje del hotel.
– La Genético ha contratado un equipo de relaciones públicas para este acontecimiento -comunicó a Steve mientras se dirigían al ascensor-. Nuestro departamento de publicidad interno nunca ha tenido que llevar un asunto tan importante como éste. Cuando se encaminaban a la Sala Regencia les salió al paso una mujer elegantemente tocada y vestida con traje de chaqueta negro.
– Soy Caren Beamish, de Comunicación Total -saludó radiante-. ¿Quieren pasar a la sala de personalidades?
Les mostró una salita en la que se servían canapés y bebidas.
Steve se sentía ligeramente inquieto; le hubiera gustado echar un vistazo a la disposición de la sala de conferencias. Pero quizá diese lo mismo. Mientras Berrington siguiera pensando, hasta la aparición de Jeannie, que él era Harvey, ninguna otra cosa tenía importancia.
Seis o siete personas se encontraban ya en la sala de personalidades, Proust y Barck entre ellas. A Proust le acompañaba un joven musculoso de traje negro con todo el aspecto de guardaespaldas. Berrington presentó Steve a Michael Madigan, jefe de operaciones de la Landsmann en América del Norte.
Nerviosamente, Berrington se bebió una copa de vino blanco de un trago. Steve se hubiera tomado un martini -tenía más razones que Berrington para estar asustado-, pero no le quedaba más remedio que mantener las ideas claras y no podía bajar la guardia un segundo. Consultó el reloj que había retirado de la muñeca de Harvey. Eran las doce menos cinco. «Sólo cinco minutos más. Y cuando esto haya terminado, entonces me tomaré el martini a gusto.»
Caren Beamish dio unas palmadas para reclamar atención y dijo:
– ¿Dispuestos, caballeros? -Se produjo una serie de murmullos aquiescentes e inclinaciones de cabeza-. Entonces les agradeceré que, salvo quienes hayan de ocupar el estrado, se dirijan todos a sus asientos, por favor.
«Eso es. Lo he conseguido. Se acabó.» Berrington volvió la cabeza hacia Steve y dijo:
– Hasta pronto, Moctezuma.
Se le quedó mirando, expectante.
– Claro -repuso Steve.
Berrington sonrió.
– ¿Qué quieres decir con eso de «claro»? Completa la respuesta.
Steve se quedó helado. Ignoraba por completo a que se refería Berrington. Al parecer se trataba de alguna especie de estribillo como «Hasta luego, cocodrilo», pero era una broma privada. Evidentemente, existía una contestación, pero no era «Hasta luego, cocodrilo» ¿qué podría ser? Steve soltó una maldición para sus adentros. La conferencia de prensa estaba a punto de iniciarse… necesitaba mantener su ficción sólo unos pocos segundos más!
Berrington frunció el entrecejo, confundido, con la vista clavada en él.
Steve notó que la frente se le perlaba de sudor.
– No puedes haberlo olvidado -dijo Berrington.
Steve vio surgir la sospecha en sus pupilas.
– Claro que no -respondió Steve precipitadamente…, con demasiada precipitación, porque al instante se dio cuenta de que se había comprometido.
El senador Proust era ya todo oídos.
– Pues completa la frase -instó Berrington.
Steve observó que lanzaba un rápido vistazo al escolta de Proust y que el hombre se ponía visiblemente tenso.
A la desesperada, Steve aventuró:
– Hasta dentro de una hora, Eisenhowver.
Sucedió un momentáneo silencio.
– ¡Esa sí que es buena! -exclamó entonces Berrington, y soltó una carcajada.
Steve se relajó. Aquel debía de ser el juego: dar una respuesta distinta cada vez. Dio gracias al cielo. Para disimular su alivio, se retiró un paso.
– Empieza el espectáculo, todo el mundo a su sitio -manifestó la relaciones públicas.
– Por aquí -le indicó Proust a Steve-. Tú no te sientas en el estrado.
Abrió una puerta y Steve cruzó el umbral.
Se encontró en unos lavabos. Dio media vuelta y dijo:
– No, esto es…
El guardaespaldas de Proust estaba inmediatamente detrás de Steve. Antes de que el muchacho supiese lo que ocurría, el escolta le había aplicado una dolorosa llave de cuello.
– Al menor ruido que hagas, te rompo el jodido brazo -amenazó.
Berrington entró en los servicios detrás del gorila. Jim Proust le siguió y cerró la puerta. El guardaespaldas mantenía inmovilizado al muchacho.
A Berrington le hervía la sangre.
– Joven desgraciado de mierda -siseó-. ¿Quién eres tú? Steve Logan, supongo.
El chico pretendió mantener el engaño.
– Pero ¿qué haces, papá?
– Olvídalo, el juego ha terminado… Veamos ahora, ¿dónde está mi hijo?
El chico no respondió.
– ¿Qué diablos está pasando, Berry? -quiso saber Jim.
Berrington trató de imponer calma.
– Este no es Harvey -le dijo a Jim-. Es alguno de los otros, probablemente el chico de Logan. Debe de haber estado suplantando a Harvey desde ayer por la noche. Y Harvey sin duda está encerrado en alguna parte.
Jim palideció.
– ¿Eso significa que lo que nos dijo acerca de las intenciones de Jeannie Ferrami era un cuento para embaucarnos!
Berrington asintió, torvo.
– Probablemente, Jeannie Ferrami ha proyectado alguna clase de protesta durante la conferencia de prensa.
– ¡Mierda! -exclamó Proust-. ¡Delante de las cámaras no!
– Eso es lo que haría yo en su lugar… ¿tú no?
Proust reflexionó durante un momento.
– ¿No se vendrá abajo Madigan?
Berrington sacudió la cabeza.
– No podría decirlo. Parecería un tanto ridículo, cancelar la absorción en el último minuto. Por otra parte, aun parecería más estúpido pagar ciento ochenta millones de dólares por una empresa a la que van a demandar judicialmente, reclamándole hasta el último penique que tenga. Puede optar por cualquiera de los dos caminos.
– ¡Entonces es cuestión de encontrar a Jeannie Ferrami y cortarle el paso!
– Puede que se haya registrado en el hotel. -Berrington arrebató de la horquilla el teléfono que se encontraba junto al sanitario-. Aquí, el profesor Jones. Llamo desde la Sala Regencia donde se celebra la conferencia de prensa de la Genético -habló con el tono de voz más autoritario de su amplio registro-. Estamos esperando a la doctora Ferrami…, ¿podría decirme qué habitación ocupa?
– Lo siento, señor, pero no se nos permite dar por teléfono el número de las habitaciones. -Berrington estaba a punto de estallar, cuando la telefonista añadió-: ¿Desea que le pase con ella?
– Sí, desde luego. -Oyó el zumbido del tono. Al cabo de un momento le llegó una voz que parecía pertenecer a un hombre de edad. Berrington improvisó.
– La ropa que entregó usted para la lavandería esta lista, señor Blemkinsop.
– No he dado ropa alguna a la lavandería.
– Oh, lo siento, señor… ¿cuál es su habitación?
Berrington contuvo el aliento.
– La ochocientos veintiuno.
– Buscaba la ochocientos doce. Perdone.
– No pasa nada.
Berrington colgó.
– Están en la habitación ochocientos veintiuno -anunció, emocionado-. Apuesto a que encontraremos allí a Harvey.
– La conferencia de prensa está a punto de empezar -dijo Proust.
– Es posible que lleguemos demasiado tarde. -Berrington titubeó, indeciso. No deseaba retrasar un sólo segundo el anuncio de la operación, pero no tenía más remedio que anticiparse a los planes que pudiera haber tramado Jeannie. Al cabo de un momento se dirigió a Jim-. ¿Por qué no vas al estrado y te sientas allí con Madigan y Preston? Yo haré lo posible por encontrar a Harvey y detener a Jeannie Ferrami.
– De acuerdo.
Berrington miró a Steve. -Me sentiría más feliz si pudiese llevar conmigo a tu escolta.
Pero no podemos dejar suelto a Steve.
Terció el guardaespaldas:
– No hay problema, señor. Puedo esposarle a una cañería.
– Magnífico. Hágalo.
Berrington y Proust regresaron a la salita de personalidades. Madigan les contempló con cierta curiosidad en la mirada.
– ¿Ocurre algo malo, caballeros?
– Una insignificante cuestión de seguridad, Mike -dijo Proust-. Berrington se encargará de solucionarla mientras nosotros seguimos adelante con el anuncio de la operación.
Madigan no se sentía satisfecho del todo.
– ¿Seguridad?
– Una mujer a la que despedí la semana pasada, Jean Ferrami, está en el hotel -informó Berrington-. Es posible que intente poner alguna clase de impedimento. Voy a cortarle el paso.
Eso fue suficiente para Madigan.
– Está bien, continuemos con lo nuestro.
Madigan, Barck y Proust pasaron a la sala de conferencias. El guardaespaldas salió de los servicios. Berrington y él apresuraron el paso por el corredor y pulsaron el botón de llamada del ascensor. La aprensión y la inquietud dominaban a Berrington. No era hombre de acción…, nunca lo había sido. La clase de combate a la que estaba acostumbrado era la que tenía lugar en el seno de las comisiones universitarias. Confió en que no tuviera que enzarzarse en una pelea a puñetazo limpio.
Llegaron a la planta octava y corrieron hasta la habitación ochocientos veintiuno. Berrington llamó a la puerta. Se oyó una voz masculina:
– ¿Quién es?
– Servicio de habitaciones -respondió Berrington.
– Todo está bien, gracias, señor.
– Tengo que revisar su cuarto de baño, abra, por favor.
– Vuelva más tarde.
– Hay un problema, señor.
– Estoy muy ocupado en este momento. Vuelva dentro de una hora.
Berrington miró al guardaespaldas.
– ¿Puede echar la puerta abajo a patadas?
El hombre puso cara de sentirse complacidísimo. Después miro por encima del hombro de Berrington y vaciló. Al seguir la dirección de su mirada, Berrington vio a una pareja de edad que salía del ascensor cargada con bolsas de compras. La pareja anduvo despacio por el pasillo en dirección a la ochocientos veintiuno.
Berrington aguardó a que pasaran. Se detuvieron delante de la ochocientos treinta. El marido dejó las bolsas en el suelo, buscó la llave, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta. Por fin, la pareja desapareció dentro de la habitación.
El guardaespaldas descargó una patada contra la puerta. El bastidor crujió y se astilló. Dentro del cuarto sonaron pasos rápidos.
El escolta de Proust repitió la patada y la puerta se abrió.
Irrumpió el hombre en la habitación, seguido de Berrington. Se detuvieron en seco a la vista de un negro de edad que los apuntaba con un pistolón anticuado.
– Levanten las manos, cierren la puerta y échense al suelo, boca abajo, si no quieren que los deje secos a tiros -ordenó el hombre de color-. Por el modo en que han invadido este cuarto, no habrá jurado en Baltimore que me considere culpable de haberles matado.
Berrington alzó las manos.
De súbito, una figura salió catapultada desde la cama. Berrington tuvo el tiempo justo de ver que se trataba de Harvey, con las muñecas ligadas y alguna clase de mordaza sobre la boca. El viejo desvío el cañón de la pistola hacia él. A Berrington le aterró la posibilidad de que descerrajase un tiro a su hijo. Gritó:
– ¡No!
El viejo actuó con una fracción de segundo de retraso. Las atadas muñecas de Harvey golpearon la pistola, que se le cayó de la mano al hombre. El gorila se lanzó de un salto sobre ella y la recogió de la alfombra. Se enderezó y apuntó al viejo.
Berrington volvió a respirar.
El anciano levantó los brazos despacio.
El guardaespaldas cogió el teléfono de la habitación.
– Envíen a alguien de seguridad a la habitación ochocientos veintiuno -dijo-. Hay aquí un huésped con una pistola.
Berrington echó una mirada por el cuarto. No había ni rastro de Jeannie.
Jeannie se apeó del ascensor, vestida con su blusa blanca y su falda negra y cargada con una bandeja en la que llevaba el té que había pedido al servicio de habitaciones. Los latidos de su corazón le sonaban como el redoble sobre un bombo. Entró en la Sala Regencia con el paso vivaz de una camarera.
En el pequeño vestíbulo, dos mujeres con las listas de invitados permanecían sentadas al otro lado de sus mesitas. Era de suponer que nadie iba a entrar sin invitación, pero Jeannie daba por supuesto que tampoco se le iba a ocurrir a nadie poner pegas a una camarera con una bandeja. Se obligó a sonreír al portero mientras se encaminaba a la puerta interior.
– ¡Eh! -exclamó el hombre.
Jeannie se volvió en el umbral.
– Ah, dentro tienen café y bebidas de sobra.
– Esto es té de jazmín, un pedido especial.
– ¿Para quién es?
Jeannie pensó a toda velocidad.
– Para el senador Proust. Rezó para que estuviese allí.
– Bueno, vale. Adelante.
Jeannie volvió a sonreír, abrió la puerta y entró en la sala de conferencias. Al fondo, tres hombres vestidos con elegantes trajes permanecían sentados ante una mesa colocada en una tarima. Tenían frente a sí un montón de documentos legales. Uno de los miembros del trío dirigía su parlamento a los asistentes. El auditorio estaba formado por unas cuarenta personas con cuadernos de notas, pequeñas grabadoras y cámaras de televisión manuales.
Jeannie anduvo hacia el frente. De pie, a un lado de la tarima había una mujer con traje chaqueta negro y gafas. Llevaba una insignia en la que se leía:
CAREN BEAMISH
¡COMUNICACIÓN TOTAL!
Era la relaciones públicas que Jeannie vio anteriormente disponiendo el telón de fondo. Miró a Jeannie con curiosidad, pero no intentó detenerla; sin duda asumió -tal como Jeannie pretendía- que alguien había pedido una consumición al servicio de habitaciones.
Cada uno de los hombres del estrado tenía delante de sí una tarjeta con su nombre. Jeannie reconoció al senador Proust, que se encontraba a su derecha. A la izquierda estaba Preston Barck. El situado en el centro, que estaba haciendo uso de la palabra, era Michael Madigan.
– La Genético no es sólo una empresa dedicada al apasionante sector de la biotecnología… -peroraba en tono tedioso.
Jeannie sonrió y depositó la bandeja delante de él. Madigan la miró levemente sorprendido e interrumpió su discurso durante un momento.
Jeannie se volvió de cara al auditorio.
– He de hacer un anuncio muy especial -declaró.
Steve se encontraba sentado en el suelo de los servicios, con la mano izquierda esposada al tubo de desagüe del lavabo; le dominaban la rabia y la desesperación. Berrington lo había descubierto apenas unos segundos antes de que se le acabara el tiempo. Ahora estaría buscando a Jeannie y, si la encontraba, probablemente desbrozaría todo el plan. Steve tenía que liberarse y correr a avisarla.
En su parte superior, el tubo estaba unido a la pieza de la base del lavabo. El tubo formaba un sifón y luego desaparecía al hundirse en la pared. Contorsionándose, Steve apoyó el pie en el tubo, echó hacia atrás la pierna y propinó una patada. El sanitario en pleno se estremeció a causa del impacto. Repitió la patada. La argamasa que rodeaba el tubo, allí donde éste se hundía en la pared, empezó a desmenuzarse. Repitió los golpes varias veces. La argamasa caía, pero el tubo continuaba firme.
Decepcionado, escudriñó el punto donde el tubo se unía a la parte inferior del lavabo. Tal vez aquella junta fuese más débil. Agarró el tubo con las dos manos y lo sacudió frenéticamente. De nuevo, todo tembló, pero no se quebró nada. Miró el sifón. Sobresalía una tuerca alrededor del tubo inmediatamente encima de la curva. Los fontaneros la desenroscaban para desatascarla, pero utilizaban la herramienta adecuada. Steve cerró la mano izquierda en torno a la tuerca y trató con todas sus fuerzas de desenroscarla. Le resbalaron los dedos y se despellejó los nudillos dolorosamente.
Golpeó la parte inferior del lavabo. Estaba hecho de algún tipo de mármol artificial bastante fuerte. Volvió a observar el punto donde la tubería conectaba con el orificio del desagüe. Si pudiese romper aquella placa le sería posible quitar el tubo. Entonces no tendría ninguna dificultad en pasar las esposas por el extremo del tubo y verse libre.
Cambio de postura, echo la pierna hacia atrás y empezó otra vez a dar patadas.
– Hace veintitrés años -dijo Jeannie-, la Genético realizó experimentos ilegales e irresponsables con ocho mujeres estadounidenses ajenas a lo que se estaba haciendo con ellas. -Jeannie empezó a recuperar el aliento rápidamente y se esforzó en hablar con normalidad y proyectar su voz hacia el auditorio-. Todas esas mujeres eran esposas de oficiales del ejército.
Busco a Steve con la mirada, pero no lo encontró. ¿Dónde diablos se habría metido? Se suponía que iba a estar allí… ¡era la prueba!
Con voz temblorosa, Caren Beamish protestó:
– Este es un acto privado, haga el favor de marcharse inmediatamente.
Jeannie no le hizo caso.
– Las mujeres acudieron a la clínica de la Genético en Filadelfia para recibir hormonas como tratamiento de la baja fertilidad.
– Dejó que saliera a la superficie su indignación-: Y sin su permiso fueron fecundadas con embriones de perfectos desconocidos.
Surgió un murmullo de comentarios entre los periodistas reunidos en la sala. Jeannie tuvo la certeza de que había despertado su interés.
– Preston Barck -alzó Jeannie la voz-, en teoría un científico responsable, estaba tan obsesionado con su obra pionera en el terreno de la clonación que dividió un embrión siete veces, creando así ocho embriones idénticos, que fueron implantados en ocho mujeres, sin que éstas llegaran a sospecharlo.
Jeannie localizó a Mish Delaware. La detective estaba sentada en la parte de atrás y miraba con expresión ligeramente divertida.
Pero Berrington no se encontraba en la sala. Eso era sorprendente… y preocupante.
En el estrado, Preston Barck se puso en pie y habló: -Damas y caballeros, les pido disculpas por este incidente. Se nos había advertido que era posible que se produjese una alteración.
Jeannie siguió adelante: -El atropello se ha mantenido en secreto durante veintitrés años. Los tres hombres que lo perpetraron, Preston Barck, el senador Proust y el profesor Berrington Jones, no han dudado nunca en hacer lo necesario para mantenerlo oculto, como sé por propia y amarga experiencia.
Caren Beamish estaba hablando por un teléfono del hotel. Jeannie la oyó decir: -Que venga aquí inmediatamente alguien del maldito servicio de seguridad, por favor.
Debajo de la bandeja, Jeannie llevaba un fajo de ejemplares del comunicado de prensa que redactó y que Lisa había fotocopiado.
– Todos los detalles están en esta nota de prensa -dijo, y empezó a distribuirlas mientras seguía hablando-: Los ocho embriones se desarrollaron y nacieron, y siete de ellos están vivos actualmente.
Los reconocerán, porque todos ellos son idénticos.
A juzgar por la expresión de los rostros de los periodistas, Jeannie comprendió que los tenía donde deseaba tenerlos. Al lanzar un vistazo al estrado observó que Proust tenía cara de pocos amigos y que Preston Barck daba la impresión de desear que le fulminase una muerte instantánea.
Aproximadamente en aquel momento se suponía que iba a irrumpir en la sala el señor Oliver con Harvey, de forma que todos pudieran comprobar que tenía el mismo aspecto físico que Steve y posiblemente también que George Dassault. Pero no había el menor indicio de ninguno de ellos. «¡No lleguéis demasiado tarde!».
Jeannie continuó con su conferencia particular: -Pensarían ustedes que eran gemelos univitelinos, a decir verdad tienen ADN idénticos, pero los alumbraron ocho madres distintas. Yo realizo un estudio sobre los gemelos y el rompecabezas de los gemelos que tenían madres distintas fue lo que en principio me impulsó a investigar esta vergonzosa historia.
Se abrió de golpe la puerta del fondo de la sala. Jeannie miró hacia allí, con la esperanza de ver a uno de los clones. Pero el que irrumpió en la Sala Regencia fue Berrington.
Jadeante, como si llegara corriendo, Berrington manifestó:
– Damas y caballeros, esta señora sufre un colapso nervioso y últimamente fue despedida de su empleo. Era investigadora en un proyecto de la Genético y actúa ahora llevada por su resentimiento hacia la empresa. La seguridad del hotel acaba de detener en otra planta a un cómplice suyo. Por favor, continúen con nosotros mientras los guardias de seguridad acompañan a esta persona fuera del edificio y luego reanudaremos nuestra conferencia de prensa.
Jeannie se quedó de una pieza. ¿Dónde estaban el señor Oliver y Harvey? ¿Y qué había sido de Steve? Su discurso y su nota de prensa no tenían ningún valor si no los respaldaban pruebas. Sólo disponía ya de unos segundos. Algo se había torcido terriblemente.
De alguna manera, Berrington se las había arreglado para tirar por tierra su plan.
Un guardia de seguridad uniformado entró en la sala e intercambió unas palabras con Berrington.
Desesperada, Jeannie recurrió a Michael Madigan. La expresión del hombre era gélida y Jeannie supuso que pertenecía a la clase de individuos a los que les fastidiaba las interrupciones de su monótona y organizada rutina. A pesar de todo, lo intentó.
– Veo que tiene usted delante toda la documentación legal, señor Madigan -dijo-. ¿No cree que debería verificar esta historia antes de firmar? Suponga por un momento que tengo razón… ¡Imagínese por cuánto dinero le van a demandar judicialmente esas ocho mujeres!
Madigan repuso suavemente:
– No tengo por costumbre tomar decisiones comerciales basadas en informes de locos.
Los periodistas soltaron la carcajada, y Berrington empezó a dar muestras de sentirse más confiado. El guardia de seguridad se acercó a Jeannie.
La muchacha se dirigió al auditorio:
– Esperaba poder mostrarle dos o tres clones, a modo de evidencia. Pero… no se han presentado.
Los reporteros soltaron otra carcajada, y Jeannie comprendió que se había convertido en el hazmerreír del acto. Todo había terminado y había perdido…
El guardia la cogió firmemente de un brazo y la empujó hacia la puerta. Jeannie hubiera podido resistirse, pero era inútil.
Pasó por delante de Berrington y observó su sonrisa. Notó que los ojos amenazaban con llenársele de lágrimas, pero se las tragó y mantuvo alta la cabeza. Id todos al infierno, pensó; algún día descubriréis que estaba en lo cierto.
A su espalda, oyó que Caren Beamish decía:
– Señor Madigan, ¿desea usted reanudar su parlamento?
Cuando Jeannie y el guardia de seguridad llegaban a la puerta, ésta se abrió para dar paso a Lisa.
Boquiabierta, Jeannie vio que inmediatamente detrás de ella iba uno de los clones.
Debía de ser George Dassault. ¡Había venido! Pero uno no era suficiente. ¡Si apareciese Steve, o el señor Oliver con Harvey!
Luego, con cegadora alegría, vio entrar un segundo clon. Debía de ser Henry King. Se zafó del guardia de seguridad.
– ¡Miren! -chilló-. ¡Miren ahí!
No había terminado de decirlo cuando entró un tercer clon. Su cabellera negra le informó de que se trataba de Wayne Stattner.
– ¡Miren! -gritó Jeannie-. ¡Ahí los tienen! ¡Son idénticos!
Todas las cámaras se alejaron de la tarima para enfocar a los recién llegados. Centellearon los fogonazos de los flashes cuando los fotógrafos se lanzaron a tomar instantáneas de lo que ocurría.
– ¡Se lo dije! -manifestó Jeannie triunfalmente a los periodistas-. ¡Pregunten ahora por sus padres! No son trillizos… ¡sus madres no han llegado a conocerse entre sí! Pregúntenles. ¡Vamos, pregúntenles!
Se dio cuenta de que su eufórica agitación era un tanto excesiva e hizo un esfuerzo por calmarse, pero le resultaba difícil con lo feliz que se sentía. Varios reporteros saltaron de sus asientos y se aproximaron a los clones para entrevistarlos. El guardia volvió a coger a Jeannie del brazo, pero la mujer se hallaba ahora en el centro de una multitud y no podía moverse.
Oyó al fondo la voz de Berrington, que se elevaba por encima de los murmullos de los periodistas.
– ¡Damas y caballeros!, por favor, ¿pueden prestarme un poco de atención? -Empezó sonando irritada, pero no tardó en trocarse francamente colérica-. ¡Nos gustaría continuar con la conferencia de prensa!
No resultó. La jauría acababa de olfatear una historia de verdad y habían perdido todo interés por los discursos.
Por el rabillo del ojo Jeannie observó que el senador Proust se escabullía silenciosamente de la sala.
Un joven le puso un micrófono delante y preguntó a Jeannie:
– ¿Cómo descubrió el caso de los experimentos?
Jeannie dijo por el micrófono:
– Soy la doctora Jean Ferrami y desempeño funciones científicas en el departamento de Psicología de la Universidad Jones Falls. En el curso de mi trabajo me tropecé con este grupo de personas que parecen ser gemelos idénticos, pero que no tienen ninguna relación. Investigué. Berrington Jones intentó despedirme al objeto de impedir que descubriese la verdad. A pesar de ello, logré averiguar que los clones son el resultado de un experimento militar realizado por la Genético.
Efectuó un reconocimiento visual de la sala. ¿Dónde estaría Steve?
Steve aplicó una patada más y la tubería de desagüe saltó de la parte inferior del lavabo entre una lluvia de argamasa y esquirlas de mármol. Tiró del tubo, lo apartó de la base del lavabo y sacó la manilla por el hueco. Una vez libre, se puso en pie. Hundió la mano izquierda en el bolsillo para ocultar las esposas que le colgaban de la muñeca y abandonó el cuarto de aseo.
La sala de personalidades estaba vacía.
Al no saber con certeza lo que encontraría en la sala de conferencias, salió al pasillo.
Contigua a la sala de personalidades había una puerta con el rótulo «Sala Regencia». Más allá, corredor adelante, uno de sus dobles estaba esperando el ascensor.
– ¿Quién sería? El hombre se frotaba las muñecas, como si las tuviese doloridas; y tenía una señal roja que le cruzaba ambas mejillas, como si hubiese tenido allí una mordaza muy apretada. Aquél era Harvey, que se pasó la noche atado como un fardo.
El muchacho levanto la cabeza y captó la mirada de Steve.
Los dos se contemplaron mutuamente durante un momento. Era como mirarse en un espejo. Steve trató de profundizar, de ir más allá de la apariencia de Harvey, de leer en su rostro, mirar en su corazón y ver el cáncer que ponía maldad en su persona. Pero no pudo. Lo único que vio fue un hombre exactamente igual que él, que había avanzado por la misma carretera y luego tomó un ramal distinto.
Apartó los ojos de Harvey y entró en la Sala Regencia.
Era un pandemónium. Jeannie y Lisa estaban en medio de un hormiguero de cámaras. Vio junto a ella a un…, no dos, tres clones.
Empezó a abrirse camino hacia la muchacha.
– ¡Jeannie! -llamó.
Ella alzó la cabeza, en blanco la expresión.
– ¡Soy Steve! -se identificó él.
Mish Delaware estaba al lado de Jeannie.
– Si estás buscando a Harvey -se dirigió Steve a Mish-, lo tienes ahí fuera, esperando el ascensor.
– ¿Puedes decirme quién es éste? -le preguntó Mish a Jeannie.
– Desde luego. -Jeannie miró a Steve y dijo-: «Yo también juego un poco al tenis».
Steve sonrió.
– «Si sólo juegas un poco al tenis, lo más probable es que no estés en mi división.»
– ¡Gracias a Dios! -exclamó Jeannie. Le echó los brazos al cuello.
Steve sonrió, inclinó la cara sobre la de ella y se besaron.
Las cámaras les enfocaron, destelló un océano de fogonazos, y aquella fue la fotografía de primera página que publicaron a la mañana siguiente todos los periódicos del mundo.