La ciudad de Richmond tenía un aire de perdido esplendor, y Jeannie pensó que los padres de Dennis Pinker estaban perfectamente a tono con él. Charlotte Pinker, pecosa pelirroja embutida en un susurrante vestido de seda, conservaba el aura de una gran dama de Virginia, a pesar de que vivía en una casa de madera levantada en un solar de reducidas dimensiones. Confesó cincuenta y cinco años, pero Jeannie sospechó que andaba muy cerca de los sesenta.
Su esposo, al que siempre se refería llamándole «el comandante», sería aproximadamente de la misma edad, pero se ataviaba con cierto descuido y tenía el aire parsimonioso del hombre que lleva mucho tiempo jubilado. Dirigió un guiño pícaro a Jeannie y Lisa, al tiempo que ofrecía:
– ¿No os apetecería un cóctel, muchachas?
Su esposa tenía un refinado acento del sur y hablaba en un tono un poco alto, como si estuviese dirigiendo continuamente la palabra a los asistentes a un mitin.
– ¡Por el amor de Dios, comandante, son las diez de la mañana!
El comandante se encogió de hombros.
– Sólo pretendía que esta reunión empezase con buen pie.
– Esto no es ninguna reunión… estas damas están aquí para estudiarnos. Han venido porque nuestro hijo es un asesino.
Jeannie observó que había dicho «nuestro hijo»; pero eso no significaba gran cosa. Aún podía ser un hijo adoptado. Anhelaba desesperadamente hacer preguntas acerca de la ascendencia de Dennis Pinker. Si los Pinker reconocían que el chico era adoptado, quedaría resuelta la mitad del rompecabezas. Pero Jeannie tenía que andar con ojo. Era una cuestión delicada. Si formulaba las preguntas con excesiva brusquedad, era más que probable que le mintieran.
Se obligó a esperar la llegada del momento oportuno.
Estaba también sobre ascuas respecto a la apariencia física de Dennis. ¿Sería o no sería el doble de Steve Logan? Miró con impaciencia las fotos colocadas en marcos baratos y distribuidas por la pequeña sala de estar. Todas se habían tomado años atrás. El pequeño Dennis en un cochecito infantil, pedaleando en un triciclo, vestido con equipo de béisbol y estrechando la mano a Mickey Mouse en Disneylandia. No había ningún retrato suyo en el que se le viera de adulto. Sin duda los padres querían recordar al niño inocente, antes de que se convirtiera en un asesino convicto. En consecuencia, Jeannie no se enteró de nada a través de las fotos. Aquel chaval rubio de doce años puede que ahora tuviese exactamente el mismo aspecto que Steve Logan, pero igualmente podía haberse desarrollado como un chico feo, achaparrado y moreno.
Charlotte y el comandante habían rellenado previamente diversos cuestionarios y ahora se trataba de entrevistarlos personalmente a cada uno de ellos durante cosa de una hora.
Lisa se llevo al comandante a la cocina y Jeannie se encargó de interrogar a Charlotte.
A Jeannie le costaba concentrarse en las preguntas de rutina. Su mente vagaba de continuo hacia la idea de que Steve se encontraba en la cárcel. Seguía pareciéndole imposible de creer que fuese un violador. Y no sólo porque eso echaría a perder su hipótesis. Le caía bien el muchacho: era inteligente y simpático, y parecía buen chico. También tenía su lado vulnerable: la perplejidad y angustia que le produjo la noticia de que tenía un hermano psicópata le hizo a Jeannie desear echarle los brazos al cuello y consolarle.
Cuando Jeannie preguntó a Charlotte si algún otro miembro de su familia había tenido conflictos con la ley, Charlotte le lanzo una mirada altanera y respondió, arrastrando las sílabas:
– Los hombres de mi familia siempre han sido terriblemente violentos. -Respiró expulsando el aire por las fosas nasales como si lanzase llamaradas-. Soy una Marlowe por nacimiento, y somos una familia que nos hierve la sangre.
Lo cual sugería que Dennis no era adoptado ni tampoco que su adopción no estuviese reconocida. Jeannie disimuló su decepción. ¿Iba a negar Charlotte que Dennis pudiera tener un hermano gemelo?
Era una pregunta de obligada formalidad. Jeannie dijo:
– Señora Pinker, ¿existe alguna posibilidad de que Dennis tenga un hermano gemelo?
– No.
La respuesta fue tajante: ni indignación ni jactancia, sólo exposición de un hecho.
– Está usted segura…
Charlotte se echó a reír.
– Querida mía, ¿eso es algo en lo que difícilmente podría equivocarse una madre!
– Decididamente no es un niño adoptado.
– Llevé a ese chico en mi vientre, y que Dios me perdone.
A Jeannie se le cayó el alma a los pies. Charlotte Pinker podía mentir con la misma facilidad que Lorraine Logan, consideró Jeannie, pero, con todo, no dejaba de ser extraño y preocupante que ambas coincidiesen en negar que sus hijos fueran gemelos.
Al despedirse de los Pinker se sentía pesimista. Albergaba la impresión de que cuando conociese personalmente a Dennis se encontraría con que no guardaba ninguna semejanza física con Steve.
Tenían aparcado en la calle el Ford Aspire que alquilaron. Era un día caluroso. Jeannie llevaba un vestido sin mangas, sobre el que se había puesto una chaqueta para que le confiriese un aire de respetabilidad. El aire acondicionado del Ford expulsó aire tibio. Jeannie se quitó los pantis y colgó la chaqueta en la percha del asiento trasero.
Se puso al volante. Cuando salieron a la autopista v tomaron la dirección de la cárcel, Lisa comentó:
– Realmente me inquieta pensar que señalé en la rueda al individuo que no era.
– También a mí -dijo Jeannie-. Pero sé que no lo hubieras hecho de no tener una certeza absoluta.
– ¿Cómo puedes estar tan segura de que me equivoco?
– No estoy segura de nada. Sólo tengo un acusado presentimiento acerca de Steve Logan.
– A mí me parece que deberías comparar ese presentimiento con la certeza de un testigo ocular, y creer a dicho testigo ocular.
– Ya lo sé. Pero ¿viste alguna vez la serie de Alfred Hitchcock? Es en blanco y negro, pero de vez en cuando la reponen por cable.
– Sé lo que vas a decir. Se trata de aquel episodio en el que cuatro testigos presencian un accidente de carretera y cada uno de ellos da una versión del suceso algo distinta.
– ¿Te sientes ofendida?
– Debería estarlo -suspiró Lisa-, pero te aprecio demasiado para enfadarme contigo por este asunto.
Jeannie alargó el brazo y apretó la mano de Lisa.
– Gracias.
Se produjo un largo silencio, al cabo del cual Lisa dijo:
– Me fastidian las personas que creen que soy débil.
Jeannie frunció el ceño.
– No creo que seas débil.
– La mayoría de la gente si que lo cree. Porque soy menuda, tengo una naricilla mona y estoy llena de pecas.
– Bueno, no das la imagen de chica fortachona, eso es cierto.
– Pero soy fuerte. Vivo sola, cuido de mí misma, cumplo con mi trabajo y nadie me folla. Mejor dicho, creía serlo… hasta el domingo. Ahora pienso que la gente tiene razón: soy débil. ¡En absoluto puedo cuidar de mí misma! Cualquier psicópata que pase por la calle puede echarme mano, ponerme un cuchillo delante de los ojos y hacer lo que le plazca con mi cuerpo y dejar su esperma dentro de mí.
Jeannie le lanzó una mirada. El rostro de Lisa estaba blanco de pasión. Jeannie confió en obrar adecuadamente al hacer que Lisa se desfogara.
– No eres débil -aseveró.
– Tú eres dura -replicó Lisa.
– Yo tengo el problema contrario… La gente cree que soy invulnerable. Porque mido metro ochenta y tres, llevo perforada la aleta de la nariz y adopto una actitud malvada, se imaginan que no se me puede hacer daño.
– No tienes una actitud malvada.
– Debo estar en un error.
– ¿Quién cree que eres invulnerable? Yo no.
– La mujer que dirige Bella Vista, la residencia donde está mi madre. Me dijo claramente: «Su madre no cumplirá los sesenta y cinco». Así como suena. «Se que usted prefiere que le sea sincera», añadió. Me quedé con las ganas de soltarle que el que yo lleve un aro en la nariz no significa que no tenga sentimientos.
– Mish Delaware dice que a los violadores no les interesa realmente el sexo. Que disfrutan ejerciendo su poder sobre una mujer, dominándola, asustándola y lastimándola. Eligió a alguien que supuso se asustaría fácilmente.
– ¿Quién no se asustaría?
– Sin embargo, no te eligió a ti. Tú probablemente le hubieras zurrado.
– Me gustaría tener la oportunidad de hacerlo.
– De todas formas, tú le habrías plantado cara con más energía que yo y, desde luego, no te habrías sentido tan impotente y aterrada. Así que él no te eligió a ti.
Jeannie vio adonde conducía todo aquello.
– Lisa, eso puede que sea cierto, pero no hace que la violación sea culpa tuya, conforme? No tienes ninguna culpa, ni un ápice. Te viste involucrada: podía haberle pasado a cualquiera.
– Tienes razón -convino Lisa.
Dieciséis kilómetros después de haber abandonado la ciudad se desviaron de la interestatal al llegar a un indicador que rezaba: «Penitenciaría Greenwood». Era una prisión anticuada, un conjunto de edificios de piedra gris rodeado por altos muros con alambrada de espino. Dejaron el coche a la sombra de un árbol, en la zona de aparcamiento destinada a los visitantes. Jeannie volvió a ponerse la chaqueta, pero no los pantis.
– ¿Estás preparada para esto? -preguntó Jeannie-. Dennis tendrá el mismo aspecto que el individuo que te violó, a menos que mi metodología esté equivocada de medio a medio.
Lisa asintió con gesto grave.
– Estoy lista.
Se abrió la puerta principal para dejar paso a un camión de reparto y ambas entraron sin que nadie les diera el alto. Jeannie sacó la conclusión de que, a pesar de la alambrada de espino, la vigilancia no era nada estricta. Las estaban esperando. Un guardia comprobó sus tarjetas de identificación y las acompañó a través de un patio en el que reinaba un calor de horno y donde un puñado de jóvenes negros jugaban al baloncesto. El edificio de la administración tenía aire acondicionado. Las anunciaron en el despacho del alcaide, John Temoigne. Vestía camisa de manga corta y corbata; en su cenicero había dos colillas de puro. Jeannie le estrechó la mano.
– Soy la doctora Jean Ferrami, de la Universidad Jones Falls.
– ¿Cómo estás, Jean?
Evidentemente, Temoigne era el tipo de hombre al que le resulta difícil tratar de usted y dirigirse a una mujer por el apellido. Jeannie se abstuvo deliberadamente de citar el nombre de Lisa.
– Aquí, mi ayudante, la señora Hoxton.
– Hola, encanto.
– En la carta que te escribí ya explicaba en qué consiste nuestro trabajo, alcaide, pero si tienes alguna pregunta, la contestaré con sumo gusto.
Jeannie tuvo que decirlo, aunque le consumía la impaciencia por ver a Dennis Pinker.
– Es preciso que comprendáis que Pinker es un sujeto violento y peligroso -advirtió Temoigne-. ¡Conocéis los detalles de su delito!
– Creo que agredió sexualmente a una mujer en una sala cinematográfica y que la mató cuando ella intentó resistirse.
– Estás muy cerca. Fue en el cine Eldorado, en Greensburg. Proyectaban una película de terror. Pinker bajó al sótano y cortó la corriente eléctrica. A continuación, cuando los espectadores eran presa del pánico en la oscuridad, Pinker se dedicó a sobar a las chicas.
Jeannie intercambió con Lisa una mirada sobrecogida. Se parecía mucho a lo sucedido el domingo en la Universidad Jones Falls. Una maniobra de diversión creó el desconcierto y el pánico y proporcionó al agresor su oportunidad. También había un toque similar de fantasía adolescente en las dos escenas del crimen: manoseo de jóvenes en la sala del cine sumida en la oscuridad y observación de mujeres corriendo desnudas de un lado para otro en el vestuario del gimnasio. Si Steve Logan y Dennis Pinker eran gemelos idénticos, al parecer habían cometido delitos muy semejantes.
– Una mujer cometió la imprudencia de resistírsele -prosiguió Temoigne- y la estranguló.
Jeannie se picó. -Si te hubieran metido mano a ti, alcaide, ¿hubieras cometido la imprudencia de resistirte?
– Yo no soy una chica -replicó Temoigne con el aire del que pone sobre la mesa el as del triunfo.
Intervino Lisa, diplomática: -Debemos poner manos a la obra, doctora Ferrami… Nos queda un montón de trabajo por hacer.
– Tienes razón.
– Normalmente -dijo Temoigne-, tendríais que entrevistar al recluso a través de una reja. Habéis solicitado de modo especial estar con él en la misma habitación y desde las alturas me han ordenado que os lo permita. A pesar de todo insisto en que volváis a pensarlo. Ese hombre es un criminal peligroso y violento.
Un estremecimiento de angustia sacudió a Jeannie, pero se mantuvo exteriormente fría.
– Habrá un guardia armado en la estancia durante todo el tiempo que estemos con Dennis.
– Claro que sí. Pero me sentiría mucho más cómodo si hubiese una rejilla de acero entre vosotras y el preso. -Temoigne le dedicó una sonrisa zalamera-. Un hombre ni siquiera tiene que ser un psicópata para que le acose la tentación al verse ante dos jóvenes atractivas.
Jeannie se puso en pie bruscamente.
– Te agradezco tu preocupación, alcaide, de veras. Pero tenemos que cumplir determinados pasos, tales como tomar una muestra de sangre, fotografiar al sujeto y etc., cosas que no pueden realizarse a través de los barrotes. Además, ciertas partes de la entrevista tratan de temas íntimos y pensamos que, si una barrera artificial se interpusiera entre nosotras y el sujeto, eso comprometería nuestros resultados.
Temoigne se encogió de hombros.
– Bueno, supongo que sabréis lo que hacéis. -Se levantó-. Os acompañaré al bloque de celdas.
Abandonaron el despacho y cruzaron un patio de tierra batida hacia una especie de bloque de hormigón de dos plantas. Un guardia abrió la puerta de hierro y les franqueó el paso. En el interior reinaba el mismo calor de horno que fuera.
– Robinson se encargará de vosotras a partir de ahora -dijo el alcaide-. Cualquier cosa que necesitéis, chicas, dadme un grito.
– Gracias, alcaide -dijo Jeannie-. Apreciamos tu colaboración.
Robinson era un negro tranquilizadoramente alto, de unos treinta años. Llevaba pistola en una funda abotonada y una porra de aspecto impresionante. Las introdujo en un locutorio de reducidas dimensiones, con una mesa y media docena de sillas amontonadas. Había un cenicero encima de la mesa y un refrigerador de agua en un rincón. El suelo estaba embaldosado en plástico gris y las paredes pintadas de un color similar. No había ventanas.
– Pinker estará aquí dentro de un minuto -dijo Robinson.
Ayudo a Jeannie y a Lisa a disponer la mesa y las sillas. Luego se sentaron.
Al cabo de un momento se abrió la puerta.
Berrington Jones se reunió con Jim Proust y Preston Barck en el Monóculo, un restaurante próximo al edificio que albergaba los despachos del Senado, en Washington. Era un local donde solían almorzar personas relacionadas con el poder y que estaba lleno de gente que conocían: congresistas, asesores políticos, periodistas, ayudantes de confianza. Berrington había llegado a la conclusión de que era una tontería tratar de ser discreto. Todos eran bastante conocidos, en especial el senador Proust, con su calva y su enorme nariz. De haberse reunido en algún local más o menos disimulado, no faltaría un reportero que los viese y se apresurara a publicar un comentario en plan chismoso preguntando por qué celebraban conciliábulos secretos. Era mejor ir a un sitio en el que varias personas les reconociesen y dieran por supuesto que celebraban una reunión acerca de sus legítimos intereses mutuos.
El objetivo de Berrington consistía en mantener sobre los raíles el trato con la Landsmann. Aquel negocio siempre había sido una aventura arriesgada, y ahora Jeannie Ferrami la había convertido en verdaderamente peligrosa. Pero la disyuntiva era renunciar a sus sueños. A su única oportunidad de hacer dar media vuelta a Norteamérica y situarla de nuevo en el camino de la integridad racial. No suponía que fuera demasiado tarde, no del todo. La visión de unos Estados Unidos blancos, cumplidores de la ley, practicantes de la religión y orientados hacia la familia podía convertirse en realidad. Pero ellos se encontraban ya cerca de los sesenta años de edad: si perdían aquella, no iban a tener otra oportunidad.
Jim Proust era el gran personaje, estentóreo y jactancioso; pero aunque a menudo hastiaba a Berrington, este sabía cómo buscarle las vueltas y convencerle. Preston, con sus modales suaves, era mucho más amable, pero también obstinado.
Berrington les llevaba malas noticias, y las expuso en cuanto el camarero hubo tomado nota de lo que deseaban tomar. -Jeannie Ferrami ha ido hoy a Richmond, a ver a Dennis Pinker.
Jim frunció el entrecejo.
– ¿Por qué infiernos no se lo impediste?
La voz de Proust era profunda y áspera, resultado de años y años de aullar órdenes.
Como siempre, la actitud dominante de Jim irritó a Berrington.
– ¿Qué se supone que tenía que hacer, atarla?
– Tú eres su jefe, ¿no?
– Estamos en una universidad, Jim, no en el jodido ejército.
– Bajemos el volumen, compañeros -dijo Preston nerviosamente. Llevaba unas gafas de montura negra y delgada: las había estado llevando de ese estilo desde I959, y Berrington no dejó de observar que ahora volvían a estar de moda-. Sabíamos que esto podía ocurrir en cualquier momento. Propongo que tomemos la iniciativa y lo confesemos todo inmediatamente.
– ¿Confesar? -observó Jim, incrédulo-. ¿Acaso se supone que hemos hecho algo malo?
– Puede que la gente lo considere así…
– Permíteme recordarte que cuando la CIA sacó a relucir el informe que inició todo esto, «Nuevos avances de la ciencia soviética», el mismísimo presidente Nixon declaró que era la noticia más alarmante llegada de Moscú desde que los soviéticos dividieron el átomo.
– Puede que el informe no dijese la verdad… -apuntó Preston.
– Pero creímos que era verídico. Y lo que es más importante, nuestro presidente lo dio por bueno. ¿No os acordáis del maldito miedo que nos entró entonces?
Desde luego, Berrington se acordaba. La CIA había dicho que los soviéticos contaban con un programa de procreación de seres humanos. Mediante el mismo planeaban crear científicos perfectos, ajedrecistas perfectos, atletas perfectos… y soldados perfectos. Nixon ordenó a la Unidad de Investigación Clínica del ejército de Estados Unidos, como se denominaba entonces, que concibiera un programa paralelo y descubriese el modo de engendrar soldados norteamericanos perfectos. A Jim Proust se le encargó la tarea de llevarlo a la práctica.
Recurrió de inmediato a Berrington en busca de ayuda. Unos cuantos años antes, Berrington había dejado estupefactos a todos, en especial a su esposa, Vivvie, al alistarse en el ejército precisamente cuando el sentimiento antibélico hervía entre los hombres de su edad. Fue a trabajar a Fort Detrick, en Frederick (Maryland), donde emprendió una investigación sobre el cansancio en los soldados. A principios de los setenta era la máxima autoridad mundial en características hereditarias del personal castrense, tales como agresividad y resistencia física. Mientras tanto, Preston, que permaneció en Harvard, llevó a cabo una serie de avances en el terreno de la fertilización humana. Berrington le persuadió para que dejase la universidad y pasara a formar parte del gran experimento, junto con él y con Proust.
Había sido el momento más glorioso de Berrington.
– También me acuerdo de lo emocionante que era -dijo-. Estábamos en la primera línea de la ciencia, situando a Estados Unidos en el buen camino, y nuestro presidente nos había pedido que continuáramos trabajando.
Preston jugueteó con su ensalada.
– Los tiempos han cambiado. Ahora ya no constituye ninguna excusa decir: «Lo hice porque el presidente de Estados Unidos me pidió que lo hiciera». Hay hombres que fueron a la cárcel por hacer lo que el presidente les encargó.
– ¿Qué tuvo aquello de malo? -preguntó Jim malhumoradamente-. Era secreto, si. Pero ¿qué hay que confesar, por el amor de Dios?
– Estábamos en la clandestinidad -especificó Preston.
Jim se sonrojó bajo su bronceado.
– Transferimos nuestro proyecto al sector privado.
Eso no dejaba de ser un sofisma, pensó Berrington, aunque se abstuvo de crear polémica expresándolo en voz alta. Aquellos payasos del Comité para la Reelección del Presidente se dejaron atrapar dentro del hotel Watergate y todo Washington corrió asustado. Preston creó la Genético como empresa particular limitada y Jim aportó suficientes contratos militares tipo «pan y mantequilla» para hacerla financieramente viable. Al cabo de una temporada, las clínicas de fertilidad se convirtieron en un negocio tan lucrativo que sus beneficios sufragaban los gastos del programa de investigación sin necesidad de la ayuda del estamento militar. Berrington regresó al mundo académico y Jim pasó del ejército a la CIA y después ingresó en el Senado.
– Yo no digo que estuviésemos equivocados… -dijo Preston-, aunque algunas de las cosas que hicimos eran contrarias a la ley. Berrington no deseaba que sus dos compañeros adoptasen posiciones concentradas exclusivamente en aquel asunto. Intervino, manifestando en tono tranquilo: -Lo irónico es que se demostró que era imposible procrear ciudadanos perfectos. Todo el proyecto circulaba por una vía errónea. La procreación natural era demasiado inexacta. Pero fuimos lo bastante inteligentes como para ver las posibilidades de la ingeniería geneático.
– En aquellas fechas nadie había oído hablar siquiera de esas malditas palabras -rezongó Jim mientras cortaba un trozo de filete.
Berrington asintió.
– Jim tiene razón, Preston. Debemos estar orgullosos, no avergonzados, de lo que hicimos. Si piensas en ello, te das cuenta de que realizamos un milagro. Nos asignamos la tarea de averiguar si determinados rasgos, como inteligencia y agresividad, son genéticos; acto seguido, llevamos a cabo la identificación de los genes responsables de esos rasgos; y, por último, los convertimos en embriones en tubos de ensayo… ¡y estuvimos a dos dedos del éxito!
Preston se encogió de hombros.
– Toda la comunidad de la biología humana ha estado trabajando con la misma agenda…
– No del todo. Nosotros teníamos nuestro punto de mira bien enfocado y colocábamos nuestras apuestas lo que se dice cuidadosamente.
– Eso es verdad.
Los dos amigos de Berrington, cada uno a su modo particular, se estaban desahogando. Eran muy previsibles, pensó Berrington con afecto: quizá todos los viejos amigos siempre lo son. Jim había vociferado y Preston había gimoteado. Ahora estaban ya lo bastante tranquilos como para echar una mirada objetiva a la situación.
– Esto nos envía de nuevo a Jeannie Ferrami -dijo Berrington-. En cuestión de uno o dos años, esa mujer puede decirnos cómo crear personas agresivas sin que se conviertan en criminales. Las últimas piezas del rompecabezas empiezan a encajar en su sitio. El traspaso a la Landsmann nos brinda la oportunidad de acelerar el programa, así como también la ocasión de implantar a Jim en la Casa Blanca. Este no es el momento de echarnos atrás.
– Todo eso está muy bien -dijo Preston-. Pero ¿qué vamos a hacer? La organización Landsmann tiene un maldito código ético, ya lo sabes.
Berrington se tragó un par de brusquedades.
– Lo primero es meternos en la cabeza la idea de que aquí no tenemos una crisis, sólo un problema -dijo-. Y ese problema no es la Landsmann. Sus contables no descubrirán la verdad ni aunque se pasen cien años examinando nuestros libros. Nuestro problema es Jeannie Ferrami. Hemos de impedir que averigüe más detalles, al menos hasta el lunes que viene, cuando firmemos los documentos del traspaso.
– Pero no puedes ordenárselo -articuló Jim sarcásticamente- porque estamos en una universidad, no en el jodido ejército.
Berrington asintió. Ahora los había inducido ya a pensar del modo que quería.
– Cierto -dijo en tono sosegado-. No puedo darle órdenes. Pero hay formas más sutiles de manipular a las personas que las que utilizan los militares, Jim. Si vosotros dos dejáis este asunto en mis manos, arreglaré las cosas con ella.
Preston no estaba muy convencido.
– ¿Cómo?
Berrington ya le había dado vueltas en la cabeza a aquella cuestión. No tenía ningún plan, pero sí una idea.
– Creo que hay un problema en torno a la utilización por su parte de bases clínicas de datos. Suscita cuestiones éticas. Me parece que puedo obligarla a suspender esa utilización.
– Sin duda ha debido cubrirse.
– No necesito una razón válida, me basta con un pretexto.
– ¿Cómo es la chica? -preguntó Jim.
– Unos treinta años. Alta, muy atlética. Pelo oscuro, un aro en la nariz, conduce un viejo Mercedes rojo. Durante mucho tiempo tuve una opinión muy alta de ella. Anoche me enteré de que hay sangre infecta en la familia. Su padre es un individuo del tipo criminal. Pero la muchacha es también inteligente, luchadora y tenaz.
– ¿Casada, divorciada?
– Soltera y sin compromiso.
– ¿Un cardo?
– No. Es guapa. Pero difícil de manipular.
Jim asintió pensativamente.
– Aun contamos con un sinfín de amigos leales en la comunidad del contraespionaje. No costaría mucho conseguir que una mujer así desapareciera.
Preston puso cara de susto.
– Nada de violencia, Jim, por el amor de Dios.
Un camarero empezó a llevarse los platos y guardaron silencio hasta que se retiró. Berrington sabía que no le quedaba más remedio que participarles las noticias que la noche anterior le contó la sargento Delaware.
– Hay algo que es preciso que sepáis -dijo, apesadumbrado-. El domingo violaron a una muchacha en el gimnasio. La policía ha detenido a Steve Logan. La víctima lo señaló en una rueda de reconocimiento.
– ¿Lo hizo él? -preguntó Jim.
– No.
– ¿Sabes quién lo hizo?
Berrington le miró a los ojos.
– Sí, Jim, lo sé.
– ¡Oh, mierda! -exclamó Preston.
– Quizá deberíamos hacer que los chicos desaparecieran.
A Berrington se le formó en la garganta un nudo tan tenso que amenazaba con asfixiarle y comprendió que se estaba poniendo rojo. Se inclinó a través de la mesa y apuntó con el dedo índice al rostro de Jim.
– ¡Ni se te ocurra volver a decir eso otra vez! -amenazó Berrington, al tiempo que agitaba el índice tan cerca de los ojos de Jim que este se encogió acobardado, a pesar de que era un hombre mucho más corpulento que su compañero.
– ¡Acabad de una vez con eso, pareja! -siseó Preston-. ¡Vais a llamar la atención de la gente!
Berrington retiró el dedo, pero no había terminado. Si hubiesen estado en un lugar menos público habría echado las manos a la garganta de Jim. Pero se limitó a agarrarle la solapa.
– Dimos la vida a esos chicos. Los trajimos al mundo. Para mal o para bien, son responsabilidad nuestra.
– ¡Está bien, está bien! -dijo Jim.
– Entendedme. Si uno de esos chicos sufre el menor daño, te volaré la cabeza, Jim, y que Cristo me perdone.
Se presentó un camarero, con la pregunta:
– ¿Los señores van a tomar postre?
Berrington soltó la solapa de Jim.
Jim se alisó la chaqueta del traje con furiosos ademanes.
– ¡Maldita sea! -murmuró Berrington-. ¡Maldita sea!
Preston dijo al camarero:
– Tráigame la cuenta, por favor.
Steve Logan no había pegado ojo en toda la noche.
Gordinflas Butcher durmió como un tronco, dejando escapar de vez en cuando algún que otro suave ronquido. Sentado en el suelo, sin apartar la vista de su compañero de celda, Steve observaba temerosamente todos sus movimientos, todas las contracciones de su cuerpo, mientras se preguntaba qué sucedería cuando aquel individuo se despertara. ¿Buscaría camorra Gordinflas? ¿Intentaría violarle? ¡Le sacudiría una paliza sin más?
Steve tenía buenos motivos para temblar. En la cárcel, las somantas a los reclusos eran el pan nuestro de cada día. Muchos resultaban heridos, unos cuantos morían. A la gente que gozaba de libertad en el exterior aquello le tenía sin cuidado: pensaban que si los presidiarios se tullían o se mataban entre sí quedarían menos malhechores en condiciones de robar y asesinar a los ciudadanos decentes.
Steve no cesaba de decirse, entre temblores, que por nada del mundo debía dar la impresión de víctima. Sabía que al prójimo le iba a resultar fácil equivocarse con él. Tip Hendricks cometió ese error. Steve tenía aire de buena persona. Pese a su corpulencia, cualquiera diría, por su aspecto, que era incapaz de hacer daño a una mosca.
Y ahora tenía que parecer dispuesto a liarse a golpes con quien le provocara, aunque sin dar la nota de pendenciero. Sobre todo, debía evitar que Gordinflas viese en él a un universitario de vida sana y decente. Eso le convertiría en blanco perfecto de burlas, golpes accidentales, atropellos y, al final, la somanta. A ser posible tenía que dar la impresión de que era un delincuente endurecido. En el caso de que no lo consiguiera, sería cuestión de desconcertar y confundir a Gordinflas enviándole señales que le resultasen poco familiares.
¿Y si nada de eso funcionaba?
Gordinflas era más alto y robusto que Steve y posiblemente fuese también un experto en peleas callejeras. Steve poseía un cuerpo más proporcionado y tal vez se moviera con mayor rapidez, pero llevaba siete años sin pegarse enconadamente con nadie. En un espacio amplio, puede que hubiese mantenido a raya a Gordinflas y que hubiera salido sin lesiones graves. Pero allí, en la celda, la lucha sería sangrienta, ganara quien ganase. Si el detective Allaston dijo la verdad, Gordinflas había demostrado, en el curso de las últimas veinticuatro horas, tener instinto asesino. ¿Tengo yo instinto asesino?, se preguntó Steve. ¿Existe eso que se llama instinto asesino? Me faltó muy poco para matar a Tip Hendricks. ¿Me convierte eso en alguien como Gordinflas?
Al pensar en lo que significaría salir victorioso en una trifulca a brazo partido con Gordinflas, Steve se estremeció. Se imaginó al hombretón tendido en el piso de la celda, desangrándose, mientras él, Steve, se erguía sobre él como lo hizo sobre Tip Hendricks, y Spike, el carcelero, exclamaba mientras: «¡Por Jesucristo Todopoderoso, creo que esta muerto!». Más bien sería él quien acabase machacado a golpes.
Quizá debería mostrarse pasivo. Puede que se encontrara más seguro y a salvo permaneciendo hecho un ovillo en el suelo y dejando que Gordinflas le pateara hasta cansarse. Pero Steve no sabía si le iba a ser posible hacer eso. De modo que permaneció allí sentado, con la garganta seca y el corazón desbocado, con la mirada fija en el dormido psicópata e imaginando peleas, combates que siempre perdía.
Supuso que era un truco que los polis practicaban a menudo. A Spike el carcelero no le parecía nada fuera de lo habitual. Quizás, en vez de zurrar la badana a los detenidos en una sala de interrogatorio, para arrancarles la confesión, su táctica consistía en dejar que otros sospechosos les hicieran ese trabajo. Steve se preguntó cuántas personas confesarían delitos que no cometieron sólo para evitar pasar una noche en una celda con alguien como Gordinflas.
No olvidaría aquel trago, se lo juró a sí mismo. Cuando obtuviera el título de abogado y se encargara de la defensa de personas acusadas de crímenes nunca aceptaría como prueba una confesión. Diría: «Una vez me acusaron de un delito que no había cometido, pero que estuve a punto de confesar. Me he visto en tal circunstancia y sé lo que es». Luego recordó que si le declaraban culpable de aquel crimen lo expulsarían de la facultad de Derecho y jamás defendería a nadie.
Se repitió una y otra vez que no le declararían culpable. La prueba del ADN le libraría de la acusación. Hacia la medianoche le sacaron de la celda, le esposaron y lo condujeron al hospital Mercy, situado a escasas manzanas del cuartelillo de policía. Le extrajeron una muestra de sangre, de la que sacarían su ADN. Steve había preguntado a una enfermera cuanto tardarían en saber el resultado de la analítica y la consternación se apoderó de él cuando se enteró de que no lo tendrían antes de tres días. Regresó a la celda sumido en un abatimiento profundo. Volvieron a alojarle con Gordinflas, que, misericordiosamente, continuaba dormido.
Supuso que él podría aguantar despierto veinticuatro horas. Ese era el plazo de tiempo máximo que la ley permitía tenerle retenido sin pasar a disposición judicial. Le arrestaron hacia las seis de la tarde, de modo que tal vez permanecería allí hasta la misma hora del día siguiente. Entonces, si no antes, debían concederle la ocasión de solicitar la fijación de una fianza. Esa sería su oportunidad de salir de allí.
Se estrujó las neuronas tratando de recordar la lección sobre fianza. «La única cuestión que el tribunal puede considerar es si la persona acusada comparecerá o dejará de comparecer en el juicio», salmodió el profesor Rexam. En aquel momento, a Steve le pareció aquello tan aburrido como un sermón; ahora lo significaba todo. Los detalles empezaron a afluir a su mente. Tomó en cuenta dos factores. Uno era la posible sentencia. El riesgo que se corría al conceder la fianza era mayor si el cargo era grave: existían más probabilidades de fuga en el caso de una acusación de asesinato que en el de una de hurto de poca importancia. Lo mismo se aplicaba si el acusado tenía antecedentes penales y, en consecuencia, se enfrentaba a una larga condena. Steve no tenía antecedentes; aunque una vez estuvo convicto de agresión con agravantes eso ocurrió antes de que hubiese cumplido los dieciocho años y no podía emplearse en su contra. Compadecería ante el tribunal como un hombre sin historial delictivo. Sin embargo, los cargos a los que se enfrentaba eran muy graves.
El segundo factor, recordó, eran los «lazos del prisionero con la comunidad»: familia, hogar y empleo. Un hombre que hubiera vivido durante cinco años en el mismo domicilio, con su esposa e hijos, y que trabajase a la vuelta de la esquina, conseguiría el beneficio de la fianza, en tanto que a otro que no tuviese familia en la ciudad, que hubiera ocupado su piso mes y medio antes y que declarase ser músico en paro lo más probable es que le denegasen la fianza. En ese aspecto, pues, Steve estaba confiado. Vivía con sus padres, estudiaba segundo curso en la facultad de Derecho: tenía mucho que perder si se fugaba.
En teoría, los tribunales no consideraban la posibilidad de que el acusado constituyese un peligro para la comunidad. Eso prejuzgaría su culpabilidad. Sin embargo, en la práctica si lo hacían. Oficiosamente, a un hombre que se hubiese enzarzado en diversas reyertas a lo largo del tiempo tenía más probabilidades de que le rechazasen la petición de fianza que alguien que hubiese cometido una agresión. Si a Steve le hubiesen acusado de una serie de violaciones, en vez de un incidente aislado, sus oportunidades de conseguir la fianza quedarían reducidas prácticamente a cero.
Pensó que tal como estaban las cosas el resultado podía decantarse en uno u otro sentido. Mientras observaba a Gordinflas ensayó con la imaginación discursos cada vez más elocuentes destinados al juez.
Estaba decidido a actuar como su propio abogado. No hizo la llamada telefónica a la que tenía derecho. Deseaba desesperadamente no contar nada de aquello a sus padres hasta estar en condiciones de comunicarles que le habían dejado en libertad. La idea de decirles que estaba en la cárcel era demasiado fuerte como para soportarlo; representaría para ellos un enorme y doloroso sobresalto. Sería reconfortante compartir con ellos aquella prueba, pero cada vez que acudía a su ánimo la tentación de hacerlo recordaba la expresión de sus rostros cuando, siete años atrás, a raíz de la pelea con Tip Hendricks, entraron en la comisaría de policía, y se daba cuenta de que decírselo les lastimaría más de lo que pudiera hacerlo Gordinflas Butcher.
En el transcurso de la noche encerraron en las celdas a varios hombres más. Algunos eran apáticos y dóciles, otros manifestaban a voces su inocencia y uno forcejeó con los agentes y como resultado de ello obtuvo una paliza administrada con profesional eficacia.
Hacia las cinco de la mañana las cosas se habían aquietado. Alrededor de las ocho, el sustituto de Spike llevó los desayunos en envases de polietileno procedentes de un restaurante llamado Madre Hubbard. La llegada de la comida despabiló a los reclusos de las otras celdas y el alboroto que armaron despertó a Gordinflas.
Steve no se movió de donde estaba, sentado en el suelo, con la mirada perdida en el vacío, pero sin dejar de espiar angustiosamente a Gordinflas por el rabillo del ojo. Mostrarse cordial se hubiera considerado síntoma de debilidad, supuso. La actitud que convenía adoptar era la de hostilidad pasiva.
Gordinflas se sentó en la litera, se sostuvo la cabeza con las manos y clavó la mirada en Steve, pero no pronunció palabra. Steve sospechó que le estaba evaluando.
Al cabo de un par de minutos, Gordinflas rompió el silencio:
– ¿Qué leches estás haciendo aquí?
Steve decoró su rostro con una expresión de obtuso resentimiento y a continuación dejó que sus ojos se deslizaran por el espacio hasta tropezarse con los de Gordinflas. Mantuvo allí la mirada durante unos segundos. Gordinflas era bien parecido, con un semblante carnoso y mofletudo que denotaba sombría agresividad. Sus ojos sanguinolentos observaron a Steve especulativamente. A Steve le pareció un tipo degradado, un perdedor, aunque peligroso. Apartó la mirada con fingida indiferencia. No respondió a la pregunta. Cuánto más tardase Gordinflas en clasificarle, más seguro se encontraría él.
Cuando el carcelero pasó el desayuno por el hueco de los barrotes, Steve no le hizo ni caso.
Gordinflas cogió una bandeja. Se lo engulló todo, el beicon, los huevos y la tostada. Se bebió el café y luego se sentó en la taza del retrete y evacuó ruidosamente, sin sentirse incómodo.
Cuando hubo terminado, se subió los pantalones, se sentó en la litera, miró a Steve y quiso saber:
– ¿Por qué te han encerrado aquí, muchacho blanco?
Aquel era el momento de mayor peligro. Gordinflas le estaba tanteando, tomándole la medida. Steve tenía que aparentar ser cualquier cosa menos lo que era, un vulnerable estudiante de clase media que no se había visto metido en una pelea desde su adolescencia.
Volvió la cabeza y miró a Gordinflas como si lo viese por primera vez. Puso en sus ojos toda la dureza que pudo y dejó transcurrir largos segundos antes de contestar. Procuró no vocalizar correctamente las palabras.
– Un hijo de mala madre empezó a darme la lata hasta que me cabreé y le jodí vivo, pero bien.
Gordinflas sostuvo su mirada. A Steve le resultó imposible determinar si le creía o no. Al cabo de un momento bastante prolongado, Gordinflas preguntó:
– ¿Asesinato?
– ¡A ver!
– Estoy en las mismas condiciones.
Al parecer, Gordinflas se había tragado el cuento de Steve. Temerariamente, Steve añadió:
– El hijo de puta que andaba buscándome las cosquillas ya no volverá a tocarme los huevos.
– Ya…-dijo Gordinflas.
Sucedió un largo silencio. Gordinflas parecía meditar. Por último, expresó una duda:
– ¿Por qué nos habrán puesto juntos?
– No tienen ninguna puta acusación en firme que cargarme -explicó Steve-. Se figurarán que si la lío y acabo contigo aquí dentro, me habrán pillado.
Gordinflas se sintió herido en su amor propio.
– ¿Y si soy yo el que te escabecha?
Steve se encogió de hombros.
– Entonces te habrán pescado a ti.
Gordinflas asintió cachazudamente.
– Sí -convino-. Supongo.
Pareció quedarse sin conversación. Al cabo de un instante volvió a tenderse en el camastro.
Steve aguardó. ¿Se había acabado el asunto?
Pocos minutos después, Gordinflas se durmió de nuevo.
Cuando empezó a roncar, Steve se dejó caer pesadamente contra la pared, como si el alivio le debilitase.
Transcurrieron varias horas sin que sucediera nada.
No se presentó nadie para hablar con Steve, nadie le informó de lo que estaba pasando. No había servicio alguno de información donde pudiera obtener noticias. Deseaba saber cuándo tendría ocasión de solicitar la fianza, pero nadie se lo dijo. Intentó entablar conversación con el nuevo carcelero, pero el hombre se limitó a hacer caso omiso de él.
Gordinflas seguía dormido cuando el carcelero llegó y abrió la puerta de la celda. Puso a Steve las esposas en las muñecas y unos grilletes en las piernas, despertó luego a Gordinflas y repitió la operación con él. Los encadenaron a otros dos hombres, los hicieron avanzar a todos hasta el extremo del bloque de celdas y los introdujeron en un pequeño despacho.
Dentro había dos mesas escritorio, cada una de ellas con un ordenador y una impresora de láser. Delante de las mesas, hileras de sillas de plástico gris. Una de las mesas estaba ocupada por una mujer negra, de unos treinta años, vestida con elegancia. Alzó la vista hacia ellos, dijo:
– Sentaos, por favor.
Y continuó tecleando con unos dedos que la manicura había trabajado esmeradamente.
Arrastraron los pies a lo largo de la fila de sillas y se sentaron. Steve miró a su alrededor. Era una oficina normal, con sus archivadores metálicos, sus tablones de anuncios, un extintor de incendios y una anticuada arca de caudales. Después de ver las celdas, aquello hasta parecía bonito.
Gordinflas cerró los párpados y pareció quedarse dormido otra vez. De los otros dos hombres, uno se quedó mirando con expresión incrédula su pierna derecha, que llevaba enyesada, mientras el otro sonreía distante, evidentemente sin tener la más remota idea de dónde se encontraba: lo mismo podía estar en las alturas espaciales, como una cometa, que tener la cabeza igual que una espuerta de grillos. O las dos cosas.
Por fin, la mujer apartó los ojos de la pantalla del monitor.
– Diga su nombre -pidió.
Steve era el primero de la fila, así que contestó:
– Steven Logan.
– Señor Logan. Soy la comisaria Williams.
Naturalmente, era una comisaria judicial. Steve recordó entonces aquella parte del curso de un procedimiento criminal. Un comisario era un funcionario de los tribunales, de categoría muy inferior a la de un juez. Se encargaba de las órdenes de prisión y otros trámites legales de menor cuantía. Recordó que tenía atribuciones para conceder fianzas y eso le levantó la moral. Tal vez estaba a punto de salir en libertad.
– Estoy aquí- prosiguió la mujer- para informarle de la acusación formulada contra usted, de la fecha, hora y lugar en que se celebrará el juicio, de si se fijará una fianza o si se le dejará en libertad bajo palabra y, en este caso, bajo qué condiciones.
La mujer hablaba muy deprisa, pero Steve captó la alusión a la fianza que confirmaba su recuerdo. Aquella era la persona a la que debía convencer de que él iba a presentarse ante el tribunal en el momento del juicio. De que se podía confiar en él.
– Comparece ante mí bajo las acusaciones de violación en primer grado, asalto con intento de violación, agresión y sodomía.
El redondo semblante de la comisaria se mantuvo impasible mientras detallaba los graves delitos de que se le acusaba. A continuación, le asignó una fecha para la vista, tres semanas después, y Steve recordó que a todo sospechoso debía fijársele una fecha de juicio que no rebasara los treinta días.
– Por el cargo de violación se enfrenta usted a la condena de cadena perpetua. Por el de asalto con intento de violación, de dos a quince años de privación de libertad. Ambas son felonías.
Steve estaba enterado de lo que significaba felonía: delito mayor, pero se preguntó si Gordinflas Butcher lo sabría.
Se acordó de que el violador también había prendido fuego al gimnasio. ¿Por qué no figuraba allí ninguna acusación de incendio premeditado? Quizá porque la policía no contaba con ninguna prueba que le relacionase directamente con el fuego.
La mujer le tendió dos hojas de papel. Una de ellas expresaba que le había sido notificado su derecho a que se le representase, la segunda le informaba acerca del modo de ponerse en contacto con un defensor de oficio. Tuvo que firmar sendas copias de ambas.
La comisaria le formuló una serie de preguntas, a ritmo de tableteo de ametralladora, y tecleó las respuestas en el ordenador.
– Diga su nombre completo. ¿Dónde vive? Y su número de teléfono. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo en su actual domicilio? ¿Cuál era su dirección anterior?
Steve empezó a sentirse mas esperanzado y dijo a la comisaría que vivía con sus padres, que estaba en su segundo año en la facultad de Derecho y que no tenía antecedentes penales como adulto. Ella le preguntó si consumía habitualmente drogas o alcohol, a lo que Steve pudo responder negativamente, sin faltar a la verdad. El muchacho se preguntó si se le presentaría la oportunidad de exponer alguna clase de apelación de fianza, pero la funcionaria hablaba a toda velocidad y parecía obligada a seguir al pie de la letra un guión preestablecido.
– No encuentro causa probable para la acusación de sodomía -dijo la comisaria Williams. Apartó la vista de la pantalla de su ordenador y le miró-. Eso no significa que no cometiese usted el delito, sino que en el apartado de «causa probable» de la declaración del detective no figura información suficiente para que yo ratifique el cargo.
Steve se preguntó qué induciría a los detectives a incluir aquella acusación. Tal vez esperaban que el la negase indignado y se traicionara diciendo: «Eso es repugnante, me la follé, pero de sodomizarla, nada de nada, ¿por quién me habéis tomado?».
La comisaria siguió adelante:
– A pesar de todo, hay que procesarle por ese cargo.
Steve estaba hecho un lío. ¿De qué servía la resolución de la comisaria si pese a todo iban a procesarle? Y si a un estudiante de leyes que estaba en su segundo año de carrera le resultaba difícil comprender aquello, ¿cómo iba a entenderlo una persona corriente?
– ¿Alguna pregunta? -dijo la comisaria.
Steve respiró hondo.
– Deseo solicitar una fianza -empezó-. Soy inocente…
– Señor Logan -le interrumpió la mujer-, está usted ante mí acusado de varios cargos de delitos mayores incluidos en el articulo 638B del reglamento del tribunal. Lo que significa que yo, como comisaria, no estoy capacitada para, en su caso, adoptar una decisión respecto a la fianza. Eso sólo lo puede hacer un juez.
Fue como un puñetazo en pleno rostro. La decepción fue tan intensa que Steve se sintió enfermo. Se la quedó mirando, incrédulo.
– ¿A qué viene entonces toda esta farsa? -preguntó Steve en tono furioso.
– En este momento su detención no está acogida a ninguna clase de fianza.
– Así pues, ¿por qué me ha hecho todas esas preguntas y ha alimentado mis esperanzas? -alzó Steve la voz-. ¡Pensé que podía salir de aquí!
La mujer se mostró impasible.
– Los datos que me ha proporcionado relativos a su dirección y demás los comprobará un investigador preproceso, el cual informará al tribunal -dijo sosegadamente-. Mañana se presentará su solicitud de fianza y será el juez quien tome la decisión pertinente.
– ¡Me mantienen en una celda con éste! -Steve señaló al dormido Gordinflas.
– Las celdas no están bajo mi responsabilidad…
– ¡EI tipo es un asesino! ¡Si no me ha matado ya es porque no puede mantenerse despierto, esa es la única razón! Ahora me quejo formalmente ante usted, como funcionaria judicial, de que se me está torturando mentalmente y de que mi vida corre peligro.
– Cuando están ocupadas todas las celdas, se han de compartir…
– Todas las celdas no están ocupadas, no tiene usted más que asomarse a la puerta y comprobarlo. La mayoría de ellas están vacías. Me han puesto con él para que me muela a golpes. Y si ese individuo lo hace, emprenderé una acción judicial contra usted, personalmente, comisaria Williams, por permitir que eso suceda.
– Echaré un vistazo. -La comisaria se suavizó un poco-. Ahora le paso estos documentos. -Le entregó el sumario de los cargos la declaración de causa probable y otros varios papeles-. Tenga la bondad de firmar cada uno de ellos y quédese con una copia.
Frustrado y abatido, Steve tomó el bolígrafo que le ofrecía y firmó los documentos. Mientras lo hacía, el carcelero sacudió a Gordinflas hasta despertarlo. Steve devolvió los papeles a la comisaría. Ella los guardó en una carpeta. Luego se encaró con Gordinflas.
– Diga su nombre.
Steve enterró la cabeza entre las manos.
Jeannie fijó la mirada en la puerta de la sala de entrevistas, que se abría lentamente.
El hombre que entró era el doble exacto de Steve Logan.
Junto a sí, Jeannie oyó el grito sofocado de Lisa.
Dennis Pinker era físicamente tan idéntico a Steve que Jeannie no hubiera sido capaz de distinguir a uno de otro.
El sistema funcionaba, pensó triunfalmente. Se había reivindicado. Aunque los padres negaran con toda la vehemencia del mundo que cualquiera de aquellos dos jóvenes pudiese tener un hermano gemelo, ambos eran tan iguales como dos gotas de agua.
El rizado pelo rubio peinado del mismo modo: lo llevaban muy corto y con raya. Dennis se arremangaba los puños de la camisa del penal de manera idéntica a como lo hacía Steve con los de su camisa azul de hilo. Dennis cerró la puerta tras de sí con el tacón, tal como lo hiciera Steve cuando entró en el despacho de Jeannie en la Loquería. Al sentarse dedicó a la doctora una sonrisa atractiva y juvenil, exactamente igual a las de Steve. Jeannie a duras penas podía creer que aquel muchacho no fuera Steve.
Miró a Lisa. Ésta contemplaba a Dennis con los ojos desorbitados, redondos como platos, y con una expresión aterrada en su pálido semblante.
– Es el -jadeó.
Dennis miró a Jeannie y aseguró:
– Vas a darme tus braguitas.
La fría seguridad con que lo dijo dejó a Jeannie helada, pero también intelectualmente excitada. Steve jamás hubiera pronunciado una cosa así. Allí estaba, el mismo material genético transformado en dos individuos radicalmente distintos: uno convertido en un encantador universitario, el otro, en un psicópata. Pero ¿la diferencia era sólo superficial?
Robinson, el guardia, advirtió en tono suave:
– Vamos, Pinker, repórtate y se buen chico, si no quieres verte en un apuro muy serio.
Dennis repitió su sonrisa juvenil, pero sus palabras tenían una inflexión escalofriante.
– Robinson ni siquiera sabrá que ocurrió, pero tu sí -dijo a Jeannie-. Cuando salgas de aquí, sentirás el aire sobre tu culito desnudo.
Jeannie se tranquilizó. Aquello era pura fanfarronada. Ella era inteligente y dura: a Dennis no le resultaría nada fácil atacarla, incluso aunque se encontrara sola. Con un alto y robusto guardia de prisiones cerca, provisto de porra y arma de fuego, estaba perfectamente a salvo.
– ¿Te encuentras bien? -le murmuró a Lisa.
Lisa estaba blanca como el papel, pero sus labios apretados trazaban una línea de determinación.
– Me encuentro estupendamente -dijo, torva la voz.
Al igual que sus padres, Dennis había rellenado previamente varios impresos. Lisa empezó ahora con unos cuestionarios más complicados, que no podían cumplimentarse marcando simplemente con una cruz las casillas. Durante la operación, Jeannie pasaba revista a los resultados y comparaba a Dennis con Steve. Las semejanzas eran asombrosas: perfil psicológico, intereses, aficiones y pasatiempos, gustos, habilidades físicas… todo era idéntico. Dennis tenía incluso el mismo cociente intelectual, sorprendentemente alto, del que estaba dotado Steve.
Que despilfarro, pensó Jeannie. Este joven podría llegar a ser un científico, un cirujano, un ingeniero, un diseñador de programas informáticos. Y en cambio está aquí, vegetando.
La gran diferencia entre Dennis y Steve estribaba en su mundología. Steve era un hombre maduro, cuya capacidad para alternar con la gente superaba el nivel medio, sabía comportarse cuando le presentaban a alguien desconocido, estaba preparado para aceptar a la autoridad legítima, se sentía a gusto entre amigos, le encantaba formar parte de un equipo. Dennis tenía las aptitudes interpersonales de un chiquillo de tres años. Se apoderaba de lo que quería, le costaba trabajo compartir algo con los demás, temía a los desconocidos y cuando no lograba salirse con la suya perdía los estribos y se tornaba violento.
Jeannie se acordaba de cuando tenía tres años. Era su recuerdo más antiguo. Se veía a sí misma asomándose por el borde de la cuna en la que dormía su hermana recién nacida. Patty llevaba un pijamita rosa con flores de color azul claro bordadas en el cuello. Jeannie aún tenía presente la inquina que le había embargado mientras miraba aquel rostro diminuto. Patty le había robado a mamá y a papá. Jeannie deseó con toda el alma matar a aquella intrusa que le arrebató gran parte del cariño y de las atenciones reservadas hasta entonces en exclusiva para Jeannie. Tía Rosa le había dicho: «Quieres mucho a tu hermanita, ¿verdad?», y Jeannie replicó: «La odio, me gustaría que se muriese» Tía Rosa la había abofeteado y Jeannie se sintió doblemente maltratada.
Jeannie creció, lo mismo que lo hizo Steve, pero Dennis no había madurado. ¿Por qué era Steve distinto a Dennis? ¿Le salvó su educación? ¿O la diferencia era sólo aparente? La sociabilidad de Steve, sus aptitudes para alternar con el prójimo ¿no eran más que una máscara que ocultaba al psicópata que había debajo?
Mientras observaba y escuchaba, Jeannie percibió otra diferencia. A ella, Dennis le asustaba. No podía poner el dedo sobre la causa precisa, pero alrededor de Dennis flotaba un aire de amenaza. La doctora tuvo la sensación de que Dennis era capaz de hacer cualquier cosa que se le antojase, sin tener en cuenta para nada las consecuencias de su acto. En ningún momento le transmitió Steve esa sensación.
Jeannie fotografió a Dennis y le tomó primeros planos de ambas orejas. En los gemelos idénticos estas tienen normalmente altura similar, sobre todo en la unión del lóbulo.
Cuando la sesión fotográfica estaba a punto de concluir, Lisa tomó una muestra de la sangre de Dennis, algo para lo que la habían formado. Jeannie apenas podía esperar a ver la confrontación del ADN. Estaba segura de que Steve y Dennis tenían los mismos genes. Lo que demostraría sin el menor género de duda que eran gemelos univitelinos.
Con gestos rutinarios, Lisa selló el frasco y firmó la etiqueta; luego salió para poner la muestra en el frigorífico portátil que llevaban en el maletero del automóvil. Dejó a Jeannie que terminara sola la entrevista.
Mientras completaba la última serie de preguntas del cuestionario, Jeannie deseó poder tener a Steve y Dennis juntos en el laboratorio durante una semana. Pero eso no iba a ser posible en el caso de muchas de sus parejas de gemelos. En su estudio de delincuentes se encontraría frecuentemente con el problema de que algunos de sus sujetos estaban en la cárcel. Las pruebas más complejas, que necesitaban instrumentos de laboratorio, no se le podrían hacer a Dennis hasta que estuviera fuera de la prisión, si es que salía alguna vez. Jeannie tendría que resignarse. Necesitaría una enorme cantidad de datos adicionales con los que trabajar.
Terminó el último cuestionario.
– Gracias por su paciencia, señor Pinker -dijo.
– Aún no me has dado tus bragas -repuso el presidiario fríamente.
– Vamos, Pinker -dijo Robinson-, has sido bueno toda la tarde, no lo estropees ahora.
Dennis lanzó al guardia una mirada de absoluto desprecio. Luego se dirigió a Jeannie:
– Robinson tiene un pánico cerval a las ratas, ¿no lo sabías, dama psicóloga?
Una súbita angustia se apoderó de Jeannie. Allí había algo que se le escapaba. Procedió a ordenar apresuradamente sus papeles.
Robinson parecía incómodo.
– Odio las ratas, es verdad, pero no me asustan.
– ¿Ni siquiera esa tan enorme de color gris que hay en el rincón? -señaló Dennis.
Robinson giró en redondo. No había ninguna rata en el rincón, pero en cuanto Robinson les dio la espalda, Dennis se llevó la mano al bolsillo y sacó un apretado envoltorio. Actuó con tal rapidez que Jeannie ni siquiera sospechó lo que estaba haciendo hasta que fue demasiado tarde. Dennis desplegó un manchado pañuelo de color azul en cuyo interior apareció una gorda rata gris de larga cola rosada. Jeannie se estremeció. No era aprensiva, pero había algo profundamente horripilante en la contemplación de aquella rata amorosamente acogida en el hueco de las manos que habían estrangulado a una mujer.
Antes de que Robinson hubiese vuelto de nuevo la cabeza, Dennis ya había soltado la rata.
El roedor corrió a través del cuarto.
– ¡Allí, Robinson, allí! -gritó Dennis.
Robinson se revolvió, avistó a la rata y palideció.
– ¡Mierda! -rezongó, al tiempo que tiraba de la porra.
La rata corrió a lo largo del zócalo, buscando un lugar donde esconderse. Robinson la persiguió, tratando de golpearla con la porra. Ocasionó una serie de señales negras en la pared, pero no alcanzó a la rata.
Un timbre de alarma se disparó en el cerebro de Jeannie mientras observaba a Robinson. Allí había algo que no encajaba, algo que no tenía sentido. Se trataba de una broma. Pero Dennis no tenía nada de bromista, era un pervertido sexual y un asesino. Lo que acababa de hacer no era propio de su personalidad. A menos, comprendió con un temblor de pánico, que se tratara de una maniobra de diversión y Dennis tuviese otro objetivo…
Jeannie notó que algo le tocaba el pelo. Dio media vuelta en la silla y su corazón pareció interrumpir los latidos.
Dennis se había movido y estaba allí de pie, muy cerca de ella. Mantenía ante los ojos de Jeannie lo que parecía un cuchillo de fabricación casera: una cuchara de hojalata cuya pala se había aplanado y afilado hasta terminar en punta.
Jeannie quiso gritar, pero la voz se le estranguló en la garganta. Un segundo antes creía estar completamente a salvo; ahora, un asesino la amenazaba con un cuchillo. ¿Cómo pudo ocurrir aquello con tal rapidez? La sangre parecía haber desaparecido de su cerebro y a duras penas podía pensar.
Dennis la cogió del pelo con la mano izquierda y agitó la punta del cuchillo tan cerca de sus ojos que no pudo enfocar la vista sobre el arma. El recluso se inclinó para hablarle al oído. Dennis olía a sudor y su aliento se proyectó cálido contra la mejilla de Jeannie.
La voz era baja hasta el punto de que la doctora casi no podía oírla por encima del ruido que producía Robinson.
– Haz lo que te digo si no quieres que te rebane el globo de los ojos.
Jeannie se disolvió en terror.
– ¡Oh, Dios, no, que no me quede ciega! -suplicó.
Oír su propia voz en aquel extraño tono de rendición humillante la hizo recobrar en cierta medida los sentidos. Trató desesperadamente de concentrarlos y pensar. Robinson seguía persiguiendo a la rata: estaba ajeno por completo a lo que tramaba Dennis. Se encontraban en el corazón de una cárcel estatal y ella disponía de un guardia armado; sin embargo, estaba a merced de Dennis. ¡Qué convencida estaba, equivocadamente, unas horas antes, de que podría hacérselas pasar muy negras si la atacaba! Empezó a temblar de miedo.
Dennis le dio un doloroso tirón del pelo, hacia arriba, obligándola a ponerse en pie.
– ¡Por favor! -articuló Jeannie. Antes de acabar la frase ya estaba odiándose a si misma por implorar de aquella forma tan denigrante, pero se sentía demasiado aterrada para interrumpir su súplica-. Haré cualquier cosa!
Notó en su oreja el roce de los labios de Dennis.
– ¡Quítate las bragas! -le susurró.
Jeannie se quedó helada. Estaba dispuesta a hacer lo que él quisiera, por vergonzoso que fuese, con tal de escapar. No sabía cómo reaccionar. Trató de localizar a Robinson. El guardia estaba fuera de su campo visual, detrás de ella, pero Jeannie no se atrevió a volver la cabeza porque tenía la punta del cuchillo casi pegada al ojo.
Sin embargo, le oía maldecir a la rata y descargar golpes con la porra, por lo que resultaba evidente que aún no se había percatado de lo que estaba haciendo Dennis.
– No tengo mucho tiempo -murmuró Dennis con voz que parecía un soplo de viento gélido-. Si no haces lo que quiero, jamás volverás a ver brillar el sol.
Le creyó. Acababa de concluir el examen psicológico de tres horas al que le había sometido y estaba perfectamente enterada de la clase de individuo que era. Carecía de conciencia, era incapaz de sentir culpabilidad o remordimiento. Si ella no cumplía los deseos de Dennis, este la mutilaría sin vacilar.
Pero ¿qué iba a hacer Dennis después de que ella se quitara las bragas?, pensó desesperadamente. ¿Se daría por satisfecho y apartaría de su cara la hoja del cuchillo? ¿La rajaría de todas formas? ¿O querría algo más?
¿Por qué no podía Robinson matar de una vez a aquella maldita rata?
– ¿Rápido! -siseó Dennis.
¿Qué podía ser peor que la ceguera?
– Está bien -gimió Jeannie.
Se agachó torpemente, con Dennis aún agarrándola del pelo y apuntándola con el cuchillo. A tientas, se levantó las faldas de su vestido de hilo y se bajó las minúsculas braguitas blancas de algodón. Se sentía llena de vergüenza, aunque la razón le decía que aquello no era culpa suya. Volvió a bajarse las faldas del vestido apresuradamente y cubrió su desnudez. Luego levantó los pies alternativamente para desprenderse de las bragas y, de una patada, las envió a través del piso de baldosas grises de plástico.
Se sintió espantosamente vulnerable.
Dennis la soltó, recogió las bragas, las oprimió contra su rostro y respiró a través de ellas con los ojos cerrados en éxtasis.
Jeannie le contempló, horrorizada ante aquella intimidad forzosa. Incluso, aunque Dennis ni siquiera la tocaba, se estremeció asqueada.
¿Qué pensaba hacer Dennis a continuación?
La porra de Robinson produjo un repugnante chasquido de aplastamiento. Jeannie volvió la cabeza y vio que por fin había alcanzado a la rata. El palo había golpeado la mitad posterior del rollizo cuerpo y las baldosas grises presentaban una mancha roja. El roedor ya no corría pero aún estaba vivo, con los ojos abiertos y la parte delantera moviéndose al ritmo de la respiración. Robinson descargó otro golpe, destrozándole la cabeza. La rata dejó de moverse y una especie de légamo grisáceo rezumó del destrozado cráneo.
La mirada de Jeannie fue de nuevo a Dennis. Vio, sorprendida, que estaba sentado a la mesa, como había estado toda la tarde, como si en ningún momento se hubiera movido. Su rostro era la pura imagen de la inocencia. El cuchillo y las bragas habían desaparecido.
Robinson jadeaba a causa del esfuerzo. Dirigió a Dennis una mirada recelosa y dijo:
– No habrás traído tu aquí ese bicho, ¿verdad, Pinker?
– No, señor -respondió Dennis con engañosa sinceridad.
– Desde luego -continuó Robinson-, si pensara que semejante faena es cosa tuya te haría… -El guardia lanzó a Jeannie una mirada de soslayo y decidió abstenerse de precisar lo que le iba a hacer a Dennis-. Creo que sabes muy bien que me encargaría de que te arrepintieras bien arrepentido de haberlo hecho.
– Sí, señor.
Jeannie comprendió que estaba a salvo. Pero la indignación sucedió inmediatamente al alivio. Miró fijamente a Dennis, ultrajada. ¿Iba a fingir aquel tipo que no había ocurrido nada?
– Bueno -dijo Robinson-, de todas maneras, coge un cubo de agua y limpia a fondo esta sala.
– Al instante, señor.
– Es decir, si la doctora Ferrami ha terminado contigo.
Jeannie trató de decir: «Mientras usted se dedicaba a matar la rata, Dennis me robó las bragas», pero no le salieron las palabras. Parecían muy tontas. Y pudo imaginarse las consecuencias que tendría pronunciarlas. La retendrían allí lo menos una hora, mientras se investigaba su acusación. Registrarían a Dennis y encontrarían las bragas. Las cuales se presentarían como prueba al alcaide Temoigne. Se imaginó al hombre examinando la prueba del delito, poniendo las bragas del revés y del derecho, con una expresión extraña en la cara…
No. Ella no diría nada.
Experimentó un ramalazo de culpabilidad. Siempre se había burlado de las mujeres que sufrían una agresión y no la denunciaban, permitiendo así que el asaltante quedara impune. Ahora, ella estaba haciendo lo mismo.
Comprendió que Dennis contaba con eso. Había previsto cómo se sentiría Jeannie y jugó con la casi certeza de que saldría bien librado. La idea puso a Jeannie tan furiosa que por un momento consideró tirar de la manta sólo para impedir que Dennis se saliera con la suya. Luego vio mentalmente a Temoigne, a Robinson y a todos los demás hombres de la cárcel, que la contemplarían y pensarían «No lleva bragas», y se dio cuenta de que le resultaría demasiado humillante para soportarlo.
Que inteligente era Dennis: tan inteligente como el hombre que había provocado el incendio en el gimnasio y violó a Lisa, tan inteligente como Steve…
– Parece usted un poco agitada -le comentó Robinson-. Supongo que no le gustan las ratas más que a mí.
Jeannie se rehízo. El mal trago estaba superado. Había sobrevivido, no sólo conservando la vida, sino también la vista. Lo ocurrido, ¿era malo?, se preguntó. He podido acabar mutilada o violada. En cambio, sólo perdí una prenda interior. He de sentirme agradecida.
– Me encuentro perfectamente, gracias -respondió.
– En ese caso, la sacaré de aquí.
Abandonaron los tres el locutorio.
Una vez fuera, Robinson ordenó:
– Ve a buscar una fregona, Pinker.
Dennis sonrió a Jeannie: una sonrisa larga y cómplice, como si fueran amantes que hubiesen pasado la tarde juntos en la cama. Luego desapareció en el interior de la cárcel. La muchacha sintió un alivio inmenso al verle alejarse, pero seguía sufriendo los pinchazos de una repugnancia insistente, porque Dennis se llevaba su prenda íntima en el bolsillo. ¿Dormiría con aquellas bragas oprimidas contra la mejilla, como un niño con su osito de felpa? ¿O se envolvería el pene con ellas mientras se masturbaba, imaginándose que le estaba echando un polvo? Hiciera lo que hiciese, Jeannie se sentía participante obligada, nada voluntaria, con su intimidad violada y su libertad personal comprometida.
Robinson la acompañó hasta la puerta principal y le estrechó la mano. Jeannie atravesó la abrasada zona de aparcamiento, hacia el Chevrolet, mientras se decía: ¡Cómo me alegraré de salir de este lugar! Había conseguido la muestra del ADN de Dennis y eso era lo más importante.
Al volante del vehículo, Lisa estaba poniendo en marcha el aire acondicionado. Jeannie se dejó caer pesadamente en el asiento del pasajero.
– Pareces deshecha -observó Lisa, al tiempo que arrancaba.
– Para en la primera zona comercial que encontremos -pidió Jeannie.
– Claro. ¿Qué te hace falta?
– Ahora te lo digo -replicó Jeannie-. Pero no te lo vas a creer.
Después del almuerzo, Berrington se dirigió a un bar situado en un barrio tranquilo y pidió un martini.
La sugerencia que Jim Proust soltó como si tal cosa le había dejado estremecido. Berrington se daba cuenta de que cometió una estupidez al agarrar a Jim por la solapa y levantarle la voz. Pero no lamentaba aquel desahogo. Al menos podía tener la certeza de que Jim conocía con exactitud lo que pensaba el del asunto.
Las peleas entre ellos no eran ninguna novedad. Recordaba su primera gran crisis, al principio de los setenta, cuando estalló el escándalo Watergate. Fue una época terrible: el conservadurismo estaba desacreditado, los políticos paladines de la ley y el orden resultaron ser unos corruptos maleantes y cualquier actividad clandestina, por muy bien intencionada que fuese, empezó de pronto a considerarse como una conspiración anticonstitucional. El pánico se apoderó de Preston Barck, que votó por abandonar el proyecto en pleno. Jim Proust le tildó de cobarde, argumentó coléricamente que no existía ningún peligro y propuso seguir adelante como una empresa conjunta CIA-ejército, tal vez extremando las medidas de seguridad, haciéndolas más estrictas. Sin duda estaría presto a asesinar a cualquier periodista investigador que fisgoneara en lo que llevaban entre manos. Fue Berrington quien sugirió la creación de una firma privada e indicó que debían distanciarse del gobierno. Ahora, de nuevo, volvía a tocarle a él encontrar una vía de escape por la que salir de las dificultades.
En el local reinaba la penumbra y la temperatura era fresca. El televisor de encima de la barra mostraba las imágenes de un culebrón, pero el sonido estaba apagado. La ginebra fría sosegó a Berrington. La irritación que en el había despertado Jim fue evaporándose gradualmente, hasta que sus pensamientos acabaron por centrarse en Jeannie Ferrami.
La alarma le había impulsado a hacer una promesa temeraria. Les dijo irreflexivamente a Jim y a Preston que haría un trato con Jeannie. Ahora tenía que cumplir aquel imprudente compromiso. Debía impedir que Jeannie continuase haciendo preguntas acerca de Steve Logan y Dennis Pinker.
Era un problema peliagudo. Aunque la había contratado y había tramitado la concesión de su beca, no podía darle órdenes sin más ni más; como ya le dijo a Jim, la universidad no era el ejército. Jeannie era una colaboradora de la UJF, y la Genético ya había abonado los fondos correspondientes a un año. A la larga, naturalmente, si se dispusiera de tiempo, podría ponerle una mordaza sin grandes problemas; pero eso ahora no bastaba. Había que pararle los pies de inmediato, antes de que descubriera lo suficiente como para estropearles todo el proyecto.
Tranquilo, se aconsejó, tranquilo.
El punto débil de la tarea de Jeannie era su utilización de bases de datos clínicos sin el permiso de los pacientes. Era la clase de asunto que los periódicos podían convertir en escándalo, al margen de si verdaderamente se había invadido o no la intimidad de alguien. Y a las universidades les aterraban los escándalos: causaban estragos en el capítulo de la recaudación de fondos.
Era una tragedia que aquel prometedor plan científico acabase en la ruina. Iba contra todo lo que representaba y defendía Berrington. Había alentado a Jeannie y ahora tenía que socavar su labor. Aquello la descorazonaría, y con razón. Berrington se dijo que la muchacha tenía genes perniciosos y que tarde o temprano se encontraría en dificultades; pero, con todo, hubiera deseado no tener que ser él la causa de su hundimiento.
Se esforzó en apartar de su mente el cuerpo de la joven. Las mujeres siempre habían sido su debilidad. No le tentaba ningún otro vicio: bebía con moderación, nunca jugaba y no entendía por qué la gente tomaba drogas. Quería a su esposa, Vivvie, pero a pesar de ello fue incapaz de resistirse al tentador encanto de otras mujeres, por lo que Vivvie acabó por dejarle, harta de verle mariposear con unas y con otras. Ahora, cuando pensaba en Jeannie se la imaginaba acariciándola, deslizando los dedos por su cabellera mientras le susurraba: «Has sido muy bueno conmigo, te debo tanto… ¿Cómo podré pagártelo alguna vez?».
Tales pensamientos le avergonzaban. Se suponía que era su patrocinador y su mentor, no su seductor. Al mismo tiempo que el deseo, le abrasaba un ardiente resentimiento. Jeannie no era más que una muchacha, por el amor de Dios; ¿cómo podía constituir tal amenaza? ¿Cómo podía una jovencita con un aro en la nariz representar un peligro para él, para Preston y para Jim, precisamente cuando estaban a dos pasos de materializar la ambición de toda su vida? Era inconcebible que aquello se viniera abajo ahora; la idea le produjo un vértigo empavorecedor. Cuando no se imaginaba a sí mismo haciéndole el amor a Jeannie, sus fantasías le llevaban al acto de estrangularla.
Sin embargo, no estaba nada dispuesto a provocar un escándalo público que la pusiera en la picota. Controlar a la prensa era difícil. Existía la posibilidad de que empezasen investigando a Jeannie y terminasen investigándole a él. Esa sería una estrategia peligrosa Pero no se le ocurría ninguna otra solución, aparte de la barbaridad del asesinato propuesta por Jim.
Apuró la consumición. El camarero le ofreció otro martini, pero Berrington la declinó. Barrió el establecimiento con la mirada y localizó un teléfono público junto a la puerta de los servicios de caballeros. Introdujo su tarjeta American Express en la ranura y marcó el número de la oficina de Proust. Descolgó uno de los insolentes paniaguados de Jim.
– Despacho del senador Proust.
– Aquí, Berrington Jones…
– Me temo que en estos momentos el senador esté reunido.
Berrington pensó que realmente Jim debería aleccionar a sus secuaces para que se mostrasen un poco más amables.
– Vamos a ver, entonces, si podemos evitar interrumpirle -dijo-. ¿Tiene programada para esta tarde alguna cita con los medios de comunicación?
– No estoy seguro. ¿Me permite preguntarle por qué necesita usted saberlo, señor?
– No, joven, no se lo permito -replicó Berrington en tono irritado. Los ayudantes presuntuosos eran la maldición de la Colina del Capitolio-. Puede usted responder a mi pregunta, puede avisar a Jim Proust para que se ponga al aparato o puede usted perder su maldito empleo, ahora dígame, ¿qué prefiere?
– No se retire, por favor.
Hubo una larga pausa. Berrington pensó que desear que Jim enseñara a sus ayudantes a mostrarse cordiales era como esperar que un chimpancé instruyese a sus descendientes en el arte de comportarse correctamente en la mesa. El estilo del jefe suele extenderse a los miembros de su equipo: una persona de modales groseros siempre tiene empleados que se distinguen por su mala educación.
Por el teléfono llegó una nueva voz:
– Profesor Jones, el senador tiene previsto asistir dentro de quince minutos a la conferencia de prensa que va a celebrarse con motivo de la presentación del libro Nueva esperanza para Norteamérica, del congresista Dinkey.
Aquello era perfecto.
– ¿Dónde?
– En el hotel Watergate.
– Dígale a Jim que estaré allí y asegúrese de que mi nombre figure en la lista de invitados, por favor.
Berrington colgó sin darle tiempo a responder.
Salió del bar y tomó un taxi para trasladarse al hotel. Era preciso tratar aquel asunto con delicadeza. Manipular a los medios de comunicación era bastante arriesgado: un buen reportero es muy capaz de percibir lo que hay debajo de la evidencia de una historia y empezar a hacer preguntas acerca de por qué se plantó allí. Pero cada vez que pensaba en los riesgos, Berrington se remitía a las recompensas y eso vigorizaba su ánimo.
Dio con el salón donde iba a celebrarse la conferencia de prensa. Su nombre no figuraba en la lista de invitados -los secretarios engreídos nunca son eficientes-, pero el publicista encargado de la promoción del libro reconoció su rostro y le dio la bienvenida, considerándole un aliciente adicional para las cámaras. Berrington se alegró de vestir la camisa a rayas Turnbull amp; Asser que tan distinguida aparecía en las fotos.
Tomó un vaso de Perrier y echó una ojeada al salón. Había un atril delante de una monumental ampliación de la cubierta del libro, así como una pila de folletos de prensa encima de una mesa lateral. Los equipos de televisión ponían a punto sus focos. Berrington divisó un par de periodistas a los que conocía, pero ninguno de ellos le mereció suficiente confianza.
No obstante, no cesaban de llegar más. Deambuló por la sala, intercambió frases insustanciales con otros asistentes y siguió vigilando la puerta de entrada. La mayor parte de los periodistas le conocía: aunque secundaria, no dejaba de ser una celebridad. Berrington no había leído el libro, pero Dinkey suscribía un programa del ala derecha tradicional que era una versión suavizada de las ideas que Berrington compartía con Jim y Preston, por lo que tuvo la feliz satisfacción de declarar a los periodistas que avalaba sin reservas el mensaje de la obra de Dinkey.
Jim y Dinkey llegaron minutos después de las tres. Inmediatamente detrás de ellos iba Hank Stone, un veterano del New York Times. Calvo, de nariz roja, con el prominente barrigón desparramándose por encima de la cintura de los pantalones, desabrochado el cuello de la camisa, aflojado el nudo de la corbata, desgastadísimos los zapatos marrones, sin duda era el individuo de peor pinta de todo el cuerpo de prensa de la Casa Blanca.
Berrington se preguntó si Hank se plegaría a sus deseos.
Hank no tenía el menor conocimiento de creencias políticas. Berrington lo había conocido quince o veinte años atrás, cuando el periodista preparó un artículo sobre la Genético. Desde que obtuvo el empleo en Washington, había escrito una o dos veces acerca de las ideas de Berrington y en numerosas ocasiones respecto a las de Jim Proust. Daba a las mismas un enfoque más sensacionalista que intelectual, como inevitablemente acostumbran a hacer los reporteros, pero nunca moralizaba al modo santurrón que suelen emplear los periodistas progresistas.
Hank trataría la información conforme a su valor: si pensaba que era una buena historia, la escribiría. Pero ¿podía confiarse en que no iba a profundizar más de la cuenta? Berrington no estaba seguro.
Saludó a Jim y estrechó la mano de Dinkey. Charlaron unos minutos, mientras Berrington oteaba el panorama con la esperanza de descubrir alguna perspectiva más prometedora. Pero ante su vista no apareció nadie mejor y dio comienzo la conferencia de prensa.
Sentado, mientras los oradores pronunciaban sus parlamentos, Berrington contuvo su impaciencia. La verdad es que era muy poco el tiempo con que contaba. De tener unas cuantas fechas de margen es posible que encontrase alguien más apropiado que Hank, pero no sólo no contaba con unas fechas, sino que apenas disponía de unas pocas horas. Y un encuentro aparentemente fortuito como aquel era mucho menos sospechoso que concertar una cita e invitar a un periodista a almorzar.
Cuando concluyeron las disertaciones, Berrington seguía sin haber echado el ojo a alguien mejor que Hank. Cuando los periodistas se dispersaban, Berrington le abordó.
– Hank, me alegro de haber tropezado contigo. Puede que tenga una buena crónica para ti.
– ¡Estupendo!
– Trata del uso indebido de cierta información médica sacada de bases de datos.
Hank hizo una mueca.
– No es precisamente la clase de asunto que trabajo, Berry, pero sigue.
Berrington gruñó para sus adentros: Hank no parecía estar de talante receptivo. Sacó a relucir todo su encanto y tiró adelante:
– Creo que si es un asunto de los que entran en tu terreno, porque eres capaz de ver el potencial que contiene, cosa que se le escaparía a un reportero corriente.
– Está bien, probemos.
– Primero, no estamos manteniendo esta conversación.
– Eso es un poco más prometedor.
– Segundo, puedes preguntarte por qué te estoy proporcionando la historia, pero no formularás ninguna pregunta de labios afuera.
– Cada vez mejor -dijo Hank, pero no hizo ninguna promesa.
Berrington decidió no seguir andándose por las ramas.
– En el departamento de psicología de la Universidad Jones Falls hay una joven investigadora llamada doctora Jean Ferrami. En la búsqueda de sujetos idóneos para su estudio, explora grandes bases de datos médicos sin permiso de las personas cuyos historiales figuran en los archivos.
Hank se pellizcó la colorada nariz.
– ¿Es un asunto sobre ordenadores o sobre ética científica?
– No lo sé, el periodista eres tú.
El entusiasmo de Hank brillaba por su ausencia.
– No es lo que se dice una gran exclusiva sensacional.
«No empieces a hacerte el remolón, hijo de mala madre.» Berrington tocó el brazo de Hank en gesto amistoso.
– Hazme un favor, pregunta por ahí -dijo en tono persuasivo-. Ve a ver al presidente de la universidad, se llama Maurice Obell. Telefonea a la doctora Ferrami. Diles que se trata de un gran reportaje y veremos cómo responden. Creo que tendrás unas reacciones interesantes.
– No sé, no sé.
– Te prometo, Hank, que no perderás el tiempo.
«¡Di que sí, so cabrón, di que sí!»
– Está bien -accedió Hank, tras un breve titubeo.
Berrington trató de disimular su complacencia tras una expresión grave, pero no pudo evitar que en sus labios apareciera un leve sonrisita de triunfo.
Hank la captó y por su rostro cruzó un fruncimiento de recelo.
– No estarás utilizándome, ¿eh, Berry? ¿Estás tratando de valerte de mí para asustar a alguien, quizá?
Berrington sonrió jovialmente y pasó el brazo por los hombros del reportero.
– Confía en mí, Hank -dijo.
Jeannie compró un estuche de tres bragas blancas de algodón en un centro comercial de Walgren, en las afueras de Richmond. Se puso unas en los servicios de mujeres del Burger King contiguo. Se encontró entonces mucho mejor.
Era extraño lo indefensa que se había sentido sin aquella prenda íntima. Apenas podía pensar en otra cosa. Sin embargo, durante la época en que estuvo enamorada de Will Temple le encantaba ir de un lado para otro sin bragas. Le hacía sentirse eróticamente provocativa todo el día. Sentada en la biblioteca, trabajando en el laboratorio o simplemente mientras caminaba por la calle solía fantasear pensando en que Will iba a aparecer de pronto, de forma inopinada, enfebrecido por la pasión, y que le diría: «No disponemos de mucho tiempo, pero tengo que poseerte, ahora mismo, aquí mismo», y ella estaría dispuesta para él. Pero al no haber ningún hombre en su vida, necesitaba llevar ropa interior lo mismo que necesitaba llevar zapatos.
De nuevo convenientemente vestida, volvió al coche. Lisa condujo hasta el aeropuerto de Richmond-Williamsburg, donde devolvieron el automóvil de alquiler y cogieron el avión de regreso a Baltimore.
La clave del misterio debía de residir en el hospital donde nacieron Dennis y Steve, musitó Jeannie mientras despegaban. De una manera o de otra, dos gemelos idénticos habían acabado alumbrados por madres distintas. Era un argumento propio de cuento fantástico, pero algo así tenía que haber sucedido.
Repasó los papeles que llevaba en la cartera y comprobó los datos relativos al nacimiento de los dos sujetos. La fecha de nacimiento de Steve era el 25 de agosto. Con horror descubrió que la de Dennis era el 7 de septiembre, casi dos semanas después.
– Debe de haber un error -dijo-. No sé por qué no se me ocurrió cotejarlas antes. Mostró a Lisa los contradictorios documentos.
– Podemos hacer una doble verificación -repuso Lisa.
– ¿Se pregunta en alguno de los formularios en que hospital nació el sujeto?
Lisa emitió una amarga risita.
– Creo que esa es una pregunta que no incluimos en los impresos.
– En estos casos, sin duda fue en un hospital militar. El coronel Logan está en el ejército y cabe imaginar que «el comandante» era soldado en la época en que Dennis vino al mundo.
– Lo comprobaremos.
Lisa no compartía la impaciencia de Jeannie. Para ella no se trataba más que de otro proyecto de investigación. Para Jeannie, sin embargo, lo era todo.
– Quisiera hacer una llamada ahora -exclamó impaciente-. ¿Lleva teléfono este avión?
Lisa enarcó las cejas.
– ¿Estás pensando en llamar a la madre de Steve?
Jeannie percibió una nota de reproche en la voz de Lisa.
– Sí. ¿Por qué no debería hacerlo?
– ¿Sabe ella que Steve está en la cárcel?
– Buen tanto. Lo ignoro. Maldita sea. No voy a ser yo quien le de la mala noticia.
– Es posible que Steve haya telefoneado ya a su casa.
– Tal vez me acerque a la cárcel a ver a Steve. Eso está permitido, ¿no?
– Supongo que sí. Pero tendrán un horario de visitas, como los hospitales.
– Me presentaré allí, a ver si hay suerte. De cualquier modo, siempre puedo llamar a los Pinker. -Hizo una seña a la azafata que se acercaba por el pasillo-. ¿Hay teléfono en el avión?
– No, lo siento.
– Mala suerte.
La azafata sonrió.
– ¿No te acuerdas de mí, Jeannie?
Jeannie la miró a la cara por primera vez y la reconoció inmediatamente.
– ¡Penny Watermeadow! -exclamó. Penny se había doctorado en lengua inglesa en Minnesota el mismo curso que Jeannie-. ¿Qué tal te va?
– Formidable. ¿Y tú qué haces?
– Estoy en la Jones Falls, enzarzada en un programa de investigación con algunos problemas. Tenía entendido que buscabas un trabajo académico.
– Lo buscaba, pero no lo encontré.
Jeannie se sintió un poco incómoda por el hecho de haber conseguido algo que su amiga no logró.
– Mal asunto.
– Ahora me alegro. Disfruto con este trabajo y pagan mejor que en la mayoría de las universidades.
Jeannie no la creyó. Le impresionaba desagradablemente ver a toda una doctora en lengua inglesa trabajando de azafata.
– Siempre creí que serías una profesora estupenda.
– Estuve dando clases una temporada en un instituto de enseñanza media. Hasta que me pegó un navajazo un alumno que discrepaba conmigo respecto a Macbeth. Me pregunté por qué lo hacía, por qué arriesgaba la vida por meter a Shakespeare en la cabeza de unos chicos que no veían la hora de volver a las calles para seguir con sus atracos y sacar dinero con el que comprarse crack.
Jeannie recordó el nombre del marido de Penny.
– ¿Cómo esta Danny?
– Se las arregla de maravilla, ahora es director de ventas. Lo que significa que tiene que viajar un montón, pero le compensa.
– Bien, que alegría volver a verte. ¿Tu base está en Baltimore?
– En Washington, D.C.
– Dame tu número de teléfono. Te llamaré.
Jeannie le paso un bolígrafo y Penny anotó su número de teléfono en una de las carpetas de Jeannie.
– Almorzaremos juntas -dijo Penny-. Será divertido.
– Apuesta a que sí.
Penny siguió adelante.
– Parece lista -comentó Lisa.
– Es muy inteligente. Estoy horrorizada. Ser azafata no tiene nada de malo, pero en el caso de Penny es como tirar por la ventana veinticinco años de estudios.
– ¿La llamarás?
– Rayos, no. Sería negativo. Sólo serviría para recordarle las ilusiones y esperanzas que la animaban en aquellos tiempos. Resultaría muy penoso.
– Eso creo. Lo siento por ella.
– Yo también.
En cuanto tomaron tierra, Jeannie se encaminó a un teléfono público y llamó a los Pinker, a Richmond, pero comunicaban.
– Maldita sea -lamentó en tono quejumbroso. Esperó cinco minutos, lo intentó otra vez, pero continuaba sonando aquel enloquecedor zumbido de línea ocupada. Comentó-: Charlotte debe de estar llamando a su violenta familia para contarles todo lo referente a nuestra visita. Probaré más tarde.
El coche de Lisa estaba en el aparcamiento. Se dirigieron a la ciudad y Lisa dejó a Jeannie a la puerta de su casa. Antes de apearse, Jeannie preguntó:
– ¿Puedo pedirte un gran favor?
– Claro. Aunque eso no significa que te lo vaya a conceder -sonrió Lisa.
– Empieza esta noche la extracción del ADN.
Lisa puso cara larga.
– Oh, Jeannie, hemos estado fuera todo el día. Tengo que comprar la cena…
– Ya lo sé. Y yo tengo que visitar la cárcel. Luego nos encontraremos en el laboratorio, digamos a… ¿te parece bien a las nueve?
– Vale -Lisa volvió a sonreír-. Siento curiosidad por saber que sale de los análisis.
– Si empezamos esta noche, podríamos tener los resultados pasado mañana.
Lisa pareció dubitativa.
– Si tomamos algunos atajos, si.
– ¡Así me gusta!
Jeannie se apeó del coche y Lisa se alejó.
A Jeannie le hubiera gustado subir a su automóvil y dirigirse enseguida al cuartelillo de policía, pero decidió echar antes un vistazo a su padre, así que entró en la casa.
El hombre estaba viendo el programa La rueda de la fortuna.
– ¡Hola, Jeannie, sí que vuelves tarde a casa! -saludó.
– He estado trabajando y aún no he terminado -dijo la muchacha-. ¿Qué tal día pasaste?
– Un poco aburrido, aquí solo.
A Jeannie le inspiró cierta lástima. Parecía no tener amigos. Sin embargo, su aspecto había mejorado respecto a la noche anterior. Había descansado, iba limpio y se había afeitado. Para almorzar sacó una pizza del frigorífico y se la calentó: los platos sucios estaban aún en el mostrador de la cocina. A punto de preguntarle quién se creía que iba a ponerlos en el lavavajillas, Jeannie se mordió la lengua.
Dejó la cartera y empezó a limpiar. Su padre no apagó la tele.
– He estado en Richmond, Virginia -informó.
– Estupendo, cariño. ¿Qué hay para cenar?
No, pensó Jeannie, esto no puede continuar. No voy a aguantar que me trate como trataba a mamá.
– ¿Por qué no preparas algo?
Eso atrajo su atención. Apartó los ojos del televisor y miró a Jeannie.
– ¡No se cocinar!
– Yo tampoco, papá.
El padre frunció el ceño, pero al instante sonrió.
– ¡Entonces saldremos a cenar fuera!
La expresión de su rostro era inolvidablemente familiar. Jeannie retrocedió veinte años con la imaginación. Patty y ella llevaban pantalones vaqueros acampanados, ambas a juego. Vio a su padre, que entonces tenía el pelo oscuro y lucía patillas. Estaba diciendo: «¡Vamos al parque de atracciones! ¿Queréis algodón de azúcar? ¡Subid al coche!». Había sido el hombre más maravilloso del mundo. Los recuerdos de Jeannie dieron un salto de diez años. Ella vestía vaqueros de color negro y calzaba botas Doc Marten; el pelo de su padre era más corto y canoso. Decía: «Te llevaré a Boston con tus cosas, me agenciaré una furgoneta y aprovecharemos la ocasión para pasar un rato juntos; por el camino tomaremos unos de esos platos combinados de comida rápida, ¡será divertido! ¡Pasaré a buscarte a las diez en punto!». Le estuvo esperando todo el día, pero no apareció y, a la mañana siguiente, Jeannie tomó un autocar para Greyhound.
Ahora, al ver en los ojos de su padre el mismo brillo de «¡será divertido!», Jeannie deseó con toda el alma poder regresar a los nueve años y creer todo lo que decía su padre. Pero ahora era una persona adulta y sin ningún remordimiento le preguntó:
– ¿Cuánto dinero tienes?
El hombre se entristeció.
– Ni cinco, ya te lo dije.
– Yo tampoco. Así que no podemos ir a comer fuera.
Abrió el frigorífico. Tenía allí un repollo, unas cuantas mazorcas de maíz, un limón, un paquete de chuletas de cordero, un tomate y una caja medio vacía de arroz Uncle Ben. Lo sacó todo y lo puso encima del mostrador.
– Te diré lo que vamos a hacer -declaró-. Como aperitivo, tomaremos un poco de maíz fresco mezclado con mantequilla; después, chuletas de cordero sazonadas con cáscara de limón para darles gusto y acompañadas de ensalada y arroz. De postre, helado.
– ¡Muy bien, eso es fantástico!
– Puedes empezar a prepararlo mientras estoy fuera.
El hombre se puso en pie y contempló los alimentos que Jeannie había sacado del frigorífico. Jeannie cogió la cartera.
– Estaré de vuelta poco después de las diez.
– ¡Yo no sé guisar esto! -El hombre cogió una mazorca.
Del estante de encima del frigorífico Jeannie cogió el ejemplar de Un Menú para cada día del año, del Reader's Digest. Se lo tendió a su padre.
– No tienes más que leerlo -dijo. Le dio un beso en la mejilla y se marchó.
Mientras subía al coche y ponía rumbo al centro urbano confió en no haber sido demasiado cruel. Su padre pertenecía a una generación anterior; en su época, las normas eran distintas. Sin embargo, ella no podía ser su ama de casa, incluso aunque quisiera, porque tenía que conservar su empleo. Al proporcionarle un lugar en el que cobijarse durante la noche había hecho por él más de lo que él hiciera por ella durante la mayor parte de su vida. A pesar de todo, deseaba haberse marchado dejándole con mejor sabor de boca. Era un negado, pero era el único padre que tenía.
Aparcó el coche en un garaje y marchó a pie por el barrio chino hacia la comisaría de policía. El ostentoso vestíbulo tenía bancos de mármol y un mural con escenas de la historia de Baltimore. Comunicó al recepcionista que estaba allí para ver a Steve Logan, que se encontraba bajo custodia. Temía verse obligada a entablar una discusión, pero al cabo de unos minutos de espera una joven de uniforme la hizo pasar y la acompañó en el ascensor.
Le mostraron un cuarto del tamaño de una alacena. Paredes mondas y lirondas, con una ventanilla en la del fondo y un panel auditivo debajo de la misma. La ventanilla parecía dar a otra cabina semejante. No había forma de pasar algo de una habitación a otra sin hacer un agujero en la pared.
Jeannie miró por la ventanilla. Transcurridos cinco minutos llevaron a Steve. Cuando el muchacho entró en la cabina, Jeannie observó que iba esposado y con las piernas encadenadas una a la otra como si fuera peligroso. Al reconocerla, sonrió de oreja a oreja.
– ¡Ésta sí que es una sorpresa agradable! -exclamó-. La verdad es que es lo único bonito que me ha sucedido en todo el día.
A pesar de su talante alegre presentaba un aspecto terrible: tenso y cansino.
– ¿Cómo estás? -preguntó Jeannie.
– Un poco fastidiado. Me han metido en una celda con un asesino que tiene resaca de crack. No me atrevo a dormir.
Toda su compasión se volcó sobre él. Tuvo que recordarse que se suponía que era el individuo que violó a Lisa. Pero Jeannie no podía creerlo.
– ¿Cuánto tiempo crees que te retendrán aquí?
– Un juez examinará mañana la solicitud de libertad bajo fianza. Si eso falla, puede que permanezca encerrado hasta que se conozca el resultado de la prueba de ADN. Al parecer eso lleva tres días.
La mención del ADN recordó a Jeannie su objetivo.
– Hoy he visto a tu hermano gemelo.
– ¿Y?…
– No hay duda. Es tu vivo retrato.
– Tal vez fue él quien violó a Lisa Hoxton.
Jeannie movió la cabeza negativamente.
– Si se hubiese fugado de la cárcel el fin de semana, probablemente. Pero todavía está allí.
– ¿No crees que pueda haber escapado y vuelto? Para hacerse con una coartada.
– Demasiado fantástico. Si Dennis se hubiera visto fuera de la cárcel, nada le habría inducido a volver.
– Me parece que tienes razón -concedió Steve, sombrío.
– He de hacerte un par de preguntas.
– Dispara.
– Primero, necesito confirmar tu fecha de nacimiento.
– Veinticinco de agosto.
Esa era la que Jeannie había anotado. Quizá tenía equivocada la de Dennis.
– ¿Sabes por casualidad dónde naciste?
– Sí. En aquellos días, papá estaba destinado en Fort Lee, Virginia, y yo nací en el hospital militar de allí.
– ¿Estás seguro?
– Segurísimo. Mamá habló de ello en su libro Tener un Hijo. -Entornó los párpados para mirarla de una manera que a Jeannie le pareció familiar. Significaba que intentaba adivinarle el pensamiento-. ¿Dónde nació Dennis?
– Aún no lo sé.
– ¿Pero nacimos a la vez?
– Por desgracia, la fecha de nacimiento que dio es el siete de septiembre. Pero puede que se trate de un error. Voy a confirmarlo. En cuanto vaya a mi despacho telefonearé a su madre. ¿Hablaste ya con tus padres?
– No.
– ¿Prefieres que los llame yo?
– ¡No! No quiero que sepan nada de esto hasta que el asunto se haya aclarado.
Jeannie arrugó el entrecejo.
– A juzgar por todas las noticias que tengo de ellos, parecen pertenecer a la clase de personas que te apoyarían.
– Claro que sí. Pero no quiero que pasen por toda esta angustia.
– Desde luego, sería bastante penoso para ellos. Pero tal vez prefiriesen estar enterados y así poder ayudarte.
– No, por favor, no les digas nada.
Jeannie se encogió de hombros. Allí había algo oculto que no le confesaba. Pero era una decisión de Steve.
– Jeannie… ¿cómo es?
– ¿Dennis? A primera vista, igual que tú.
– ¿Lleva el pelo largo o corto? ¿Tiene bigote, uñas mugrientas, acné, cojea?…
– Lleva el pelo corto como tú, es barbilampiño, tiene las manos limpias, su piel es clara. Podría haber sido tú.
– ¡Vaya! -Steve pareció profundamente incómodo.
– La gran diferencia está en su comportamiento. Está incapacitado para relacionarse con el resto de la raza humana. No sabe.
– Es muy extraño.
– A mí no me lo parece. En realidad, confirma mi teoría. Ambos sois lo que yo llamo «pequeños salvajes». Tomé la expresión de una película francesa. La empleo para aplicarla a los chicos intrépidos, incontrolables, hiperactivos. Tales chicos son muy difíciles de integrar en la sociedad. Charlotte Pinker y su marido fracasaron con Dennis. Tus padres lo consiguieron contigo.
Eso no le tranquilizó.
– Pero interiormente, Dennis y yo somos iguales.
– Ambos habéis nacido salvajes.
– Pero yo tengo un tenue barniz de civilización.
Jeannie se dio cuenta de que estaba profundamente preocupado.
– ¿Por qué te inquieta tanto?
– Quiero pensar que soy un ser humano, no un gorila domesticado.
La muchacha se echó a reír, pese a la expresión solemne de Steve. -Los gorilas también tienen que aprender a ser sociables. Así lo hacen todos los animales que viven en grupo. De ahí es de donde procede el crimen.
Steve parecía interesado.
– ¿De la vida en grupo?
– Claro. El delito es la ruptura de una regla social importante. Los animales solitarios no tienen reglas. Un oso invadirá la cueva de otro oso, robará su alimento y matará a sus oseznos. Los lobos no hacen esas cosas; si las hicieran, no vivirían en manadas. Los lobos son monógamos, unos cuidan los cachorros de los otros y respetan el espacio particular ajeno. Si un individuo quebranta las reglas, lo castigan; si reincide, lo expulsan de la manada o lo condenan a muerte.
– ¿Y si viola normas sociales poco importantes?
– ¿Cómo soltar una ventosidad en un ascensor? Eso lo llamamos faltas de educación. El único castigo es el reproche de los demás. Es asombroso lo efectivo que resulta.
– ¿Por qué te interesan tanto las personas que violan las reglas?
Jeannie pensó en su padre. Ignoraba si ella llevaba o no sus genes criminales. Quizás ayudara a Steve saber que también a ella le preocupaba su herencia genética. Pero llevaba tanto tiempo mintiendo acerca de su padre que no le resultó fácil hablar de él ahora.
– Es un gran problema -dijo evasivamente-. A todo el mundo le interesa el crimen.
A su espalda se abrió la puerta y la joven funcionaria de policía miró al interior del cuarto.
– Se ha acabado el tiempo, doctora Ferrami.
– Muy bien -repuso Jeannie por encima del hombro-. Steve, ¿sabías que Lisa Hoxton es la mejor amiga que tengo en Baltimore?
– No, no lo sabía.
– Trabajamos juntas; es una experta.
– ¿Cómo es?
– No es la clase de persona que formularía una acusación al buen tuntún.
Steve asintió con la cabeza.
– Pese a todo, quiero que sepas que no creo que lo hicieras tú.
Durante unos segundos Jeannie pensó que iban a saltársele las lágrimas a Steve.
– Gracias -articuló el muchacho bruscamente-. No tengo palabras para decirte lo mucho que eso significa para mí.
– Llámame cuando salgas. -Le dio su número de teléfono-. ¿Te acordarás?
– No hay problema.
A Jeannie le costaba trabajo retirarse. Dedicó a Steve lo que confió fuese una sonrisa de ánimo.
– Buena suerte.
– Gracias, aquí dentro la necesito.
Jeannie dio media vuelta y abandono el minúsculo locutorio.
La mujer policía la acompañó hasta el vestíbulo. Caía la noche cuando Jeannie regresaba al garaje donde tenía el coche aparcado. Al desembocar en la autopista Jones Falls encendió los faros del viejo Mercedes. Aceleró rumbo al norte, deseosa de llegar cuanto antes a la universidad. Siempre conducía demasiado deprisa. Era hábil al volante, pero un tanto imprudente. Aunque se daba cuenta de ello, carecía de paciencia para ir sólo a noventa por hora.
El Honda Accord de Lisa ya estaba aparcado delante de la Loquería. Jeannie estacionó su vehículo junto a él y entró en el edificio. Lisa encendía en aquel momento las luces del laboratorio. El estuche frigorífico que contenía la muestra de sangre de Dennis Pinker estaba encima del banco.
El despacho de Jeannie se abría justo enfrente, al otro lado del pasillo. Abrió la puerta por el procedimiento de pasar su tarjeta por la ranura del lector de identificaciones y entró. Sentada ante el escritorio, llamó al domicilio de los Pinker, en Richmond.
– ¡Por fin! -exclamó al oír la señal de tono al otro extremo de la línea.
Contestó Charlotte. -¿Cómo está mi hijo? -quiso saber.
– De salud, muy bien -repuso Jeannie. Pensó que a duras penas le hubiera parecido un psicópata, hasta que sacó el cuchillo y me robó las bragas. Hizo un esfuerzo para pensar algo positivo y dijo-: Se mostró dispuesto a colaborar.
– Siempre ha tenido unos modales exquisitos -repuso Charlotte con el deje sureño que usaba en sus manifestaciones mas ofensivas.
– Señora Pinker, ¿puede usted confirmarme la fecha de nacimiento de Dennis?
– Nació el día siete de septiembre -lo dijo como si debiera ser una fiesta nacional.
No era la respuesta que le hubiera gustado a Jeannie.
– ¿En qué hospital?
– En aquella época estábamos en Fort Bragg, Carolina del Norte.
Jeannie contuvo una decepcionada maldición.
– El comandante estaba entrenando reclutas para Vietnam -declaró Charlotte orgullosamente-. La Comandancia Médica Militar tiene un hospital en Bragg. En el vino Dennis al mundo.
A Jeannie no se le ocurrió nada más que decir. El misterio seguía tan insondable como siempre.
– Señora Pinker, quiero repetirle mi agradecimiento por su amable colaboración.
– Ya sabe donde me tiene, para lo que guste.
Jeannie volvió al laboratorio.
– Aparentemente -dijo a Lisa-, Steve y Dennis nacieron con trece días de diferencia, en distintos estados. La verdad, no lo entiendo.
Lisa abrió una caja nueva de probetas.
– Bueno, hay una prueba incontrovertible. Si tienen el mismo ADN, son gemelos idénticos, digan lo que digan los demás respecto a su nacimiento.
Sacó dos tubitos de cristal de dentro de la caja. Tenían una longitud de poco más de cinco centímetros. Su fondo era cónico y una tapa cubría la boca de los tubos. Abrió un paquete de etiquetas, escribió «Dennis Pinker» en una y «Steve Logan» en otra, las pegó en los tubos y los colocó en un estante.
Rompió el sello del recipiente de la sangre de Dennis y vertió una gota en una de las probetas. Después cogió del refrigerador un frasquito de sangre de Steve e hizo lo propio. Mediante una graduada pipeta de precisión -un tubo con ampolleta en un extremo- añadió una ínfima cantidad de cloroformo a cada probeta. Después tomó una nueva pipeta y añadió una similar cantidad exacta de fenol.
Cerró las dos probetas y las puso en la batidora, donde se agitaron durante unos segundos. El cloroformo disolvería la grasa y el fenol facturaría las proteínas, pero las largas moléculas en doble hélice del ácido desoxirribonucleico se mantendrían intactas.
Lisa volvió a poner los tubos en el estante.
– Es todo lo que podemos hacer de momento, hasta dentro de unas horas -dijo.
El fenol disuelto en agua se disgregaría del cloroformo despacio. Se formaría un menisco dentro del tubo, en el límite. El ADN sería la parte acuosa, que se podría retirar de la pipeta para la siguiente fase de la prueba. Pero habría que esperar hasta la mañana.
Sonó un teléfono en alguna parte. Jeannie frunció el entrecejo; parecía repicar en su despacho. Cruzó el pasillo y descolgó el auricular.
– ¿Sí?
– ¿Doctora Ferrami?
Jeannie odiaba a las personas que lo primero que hacían al llamar por teléfono era enterarse de quién estaba al aparato, antes de presentarse. Era como llamar a la puerta de una casa y preguntar al que la abre: «¿Quién diablos es usted?». Hizo retroceder garganta abajo las ganas de soltar una respuesta sarcástica y dijo:
– Soy Jeannie Ferrami. ¿Quién llama, por favor?
– Naomi Freelander, del New York Times. -Sonaba como una fumadora empedernida, entrada ya en la cincuentena-. Tengo unas preguntas que formularle.
– ¿A estas horas de la noche?
– Trabajo las veinticuatro horas del día. Y parece que usted también.
– ¿Cuál es el motivo de su llamada?
– Investigo con vistas a un artículo sobre ética científica.
– ¡Ah! -Jeannie pensó de inmediato en la circunstancia de que Steve ignorase que pudiera ser un hijo adoptivo. Era un problema ético, aunque no insoluble… pero seguramente el Times no sabría nada del asunto-. ¿Qué es lo que le interesa?
– Tengo entendido que ha explorado usted bases de datos clínicas en busca de sujetos apropiados para su estudio.
– Oh, sí, vale -Jeannie se tranquilizó. Por aquel lado no tenía motivo alguno de preocupación-. Bueno, he ideado un mecanismo de búsqueda que explora los datos informáticos y localiza parejas cuyos miembros se corresponden. Mi propósito es encontrar gemelos idénticos. Mi programa informático puede utilizarse en cualquier clase de banco de datos.
– Pero usted ha tenido acceso a archivos médicos con el fin de utilizar ese programa.
– Es importante definir qué entiende usted por acceso. He puesto un cuidado especial en no invadir la intimidad de nadie. Jamás he llegado a ver los detalles médicos de ninguna persona. El programa no imprime los historiales.
– ¿Qué imprime?
– Los nombres de los dos individuos, su dirección y número de teléfono.
– Pero imprime los nombres por parejas.
– Naturalmente, ese es el quid.
– De modo que si usted usara, digamos, una base de datos de electroencefalogramas, ésta le informaría de que las ondas cerebrales de John Smith son las mismas que las de Jim Fitz.
– Las mismas o similares. Pero no me daría ningún otro dato relativo a la salud del hombre.
– Sin embargo, en el caso de que usted supiese previamente que John Smith era un esquizofrénico paranoide, llegaría a la conclusión de que Jim Fitz también lo era.
– Jamás sabríamos una cosa así.
– Puede que conozcan a John Smith.
– ¿Cómo?
– Podría ser su conserje o algo por el estilo.
– ¡Oh, venga ya!
– Cabe esa posibilidad.
– ¿Por ahí van a ir los tiros de su reportaje?
– Quizás.
– Muy bien, eso es teóricamente posible, pero las probabilidades son tan ínfimas que cualquier persona razonable lo podría descartar.
– Eso es discutible.
Jeannie pensó que la periodista estaba firmemente decidida a ver un atropello, a pesar de los hechos; empezó a preocuparse. Ya tenía suficientes problemas sin que los malditos profesionales de la noticia se le echaran encima.
– ¿Hasta qué punto es real todo esto? -dijo-. ¿Ha tropezado usted con alguien que considere que se ha violado su intimidad?
– Me interesa la potencialidad.
Una sospecha asaltó a Jeannie.
– De todas formas, ¿quién le ha indicado que me llame?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Tiene que haber alguna razón para que me formule esas preguntas. Me gustaría saber la verdad.
– No puedo decírselo.
– Eso es muy interesante -repuso Jeannie-. Le he hablado con cierta amplitud de mi investigación y de mis métodos. No tengo nada que ocultar. Pero usted no puede decir lo mismo. Parece sentirse, bueno, avergonzada, sospecho. ¿Se avergüenza del procedimiento que ha empleado para enterarse de lo referente a mi proyecto?
– No me avergüenzo de nada -replicó, brusca, la periodista.
Jeannie se dio cuenta de que empezaba a enojarse. ¿Quién se creía que era aquella mujer?
– Bueno, pues alguien está avergonzado. De no ser así, ¿por qué no quiere decirme quién es ese hombre? O esa mujer.
– Debo proteger mis fuentes.
– ¿De qué? -Jeannie comprendía que lo mejor era dejarlo correr. Nada se ganaba enemistándose con la prensa. Pero la actitud de aquella mujer era insufrible-. Como ya le he dicho, mis métodos no tienen nada de incorrecto y no amenazan la intimidad de nadie. ¿Porqué, pues, ha de mantenerse en secreto la identidad de su informante?
– La gente tiene motivos…
– Da la impresión de que las intenciones de su informador eran perversas, ¿no le parece?
Al tiempo que lo decía, Jeannie estaba pensando: ¿por qué iba a querer alguien hacerme esta jugada?
– Sobre eso no puedo hacer ningún comentario.
– Nada de comentarios, ¿eh? -la voz de Jeannie rezumaba sarcasmo-. Recordaré esa frase.
– Doctora Ferrami, quisiera darle las gracias por su colaboración.
– De nada -replicó Jeannie, y colgó.
Permaneció un buen rato contemplando el teléfono.
– Y ahora, ¿a qué infiernos viene todo esto? -articuló.