MIÉRCOLES

21

Berrington durmió mal.

Pasó la noche con Pippa Harpenden. Pippa era una secretaria del departamento de Física. Un sinfín de profesores, incluidos varios casados, le habían propuesto salir, pero Berrington fue el único al que no dio calabazas. Berrington se había vestido de punta en blanco, la llevó a un restaurante discreto y pidió un vino de calidad exquisita. Disfrutó de las envidiosas miradas de hombres de su edad que cenaban allí acompañados de sus viejas y nada agraciadas esposas. Se la llevó después a casa, encendió unas velas, se puso un pijama de seda y le hizo el amor despacio, hasta que Pippa jadeó de placer.

Pero Berrington se despertó a las cuatro de la madrugada y empezó a pensar en todas las cosas que podían torcerse y hundir su plan. Hank Stone se había pasado la tarde anterior trasegando copa tras copa del vino barato que ofrecía el editor; lo mismo podía haberse olvidado por completo de la conversación mantenida con Berrington. Si la recordaba, era posible que los jefes de redacción del New York Times decidiesen que no valía la pena cubrir la historia. Acaso efectuaran algunas indagaciones y llegaran a la conclusión de que no había nada malo en lo que Jeannie estaba haciendo. O simplemente podían actuar con excesiva lentitud y echar una mirada al asunto al cabo de una semana, cuando ya fuese demasiado tarde.

Cuando Berrington llevaba un buen rato dando vueltas en la cama, agitándose y removiéndose, Pippa murmuró:

– ¿Te encuentras bien, Berry?

Acarició la larga cabellera rubia de la joven y emitió unos alentadores y soñolientos ruidillos. Hacer el amor a una mujer hermosa constituía normalmente un consuelo para cualquier cantidad de preocupaciones, pero adivinaba que aquella noche no iba a funcionar. Tenía demasiadas cosas en la cabeza. Hubiera sido un alivio contar a Pippa sus problemas -era una chica inteligente, se mostraría tierna y comprensiva-, pero él no podía revelar a nadie tales secretos.

Al cabo de unos minutos, se levantó y fue a correr un poco. A su regreso, Pippa se había ido, no sin dejarle una nota de agradecimiento, envuelta en una media negra de nailon.

El ama de llaves llegó unos minutos antes de las ocho de la mañana y le preparó una tortilla a la francesa. Marianne era una joven delgada y nerviosa, oriunda de la francesa isla caribeña de Martinica. Apenas hablaba inglés y le aterraba la posibilidad de que la repatriasen, temor que la hacía extraordinariamente sumisa. Era bonita y Berrington suponía que, en el caso de que le dijera que se la chupara, la chica creería que aquello formaba parte de sus obligaciones de criada para todo. Berrington no haría tal cosa, naturalmente; acostarse con el servicio no era su estilo.

Tomó una ducha, se afeitó y eligió para su representación de alta autoridad un traje gris marengo con rayas casi inapreciables, camisa blanca y corbata negra con pintitas rojas. Se puso en los puños de la camisa unos gemelos de oro con monograma, adornó el bolsillo de la pechera con un pañuelo blanco, de hilo, adecuadamente doblado, y se cepilló las punteras de los zapatos hasta dejarlas rutilantes.

Condujo hasta el campus, fue a su despacho y encendió el ordenador. Como la mayoría de las superestrellas académicas, daba pocas clases. Allí, en la Jones Falls, una lección magistral al año. Su tarea consistía en dirigir y supervisar la labor investigadora de los científicos del departamento y aportar el prestigio de su nombre a los artículos que escribían. Pero aquella mañana le era imposible concentrarse en nada, así que, mientras aguardaba a que sonase el teléfono, se dedicó a mirar por la ventana y ser simple espectador del reñido partido de dobles que cuatro jóvenes disputaban en la pista de tenis.

No tuvo que esperar mucho. A las nueve y media llamó el presidente de la Universidad Jones Falls, Maurice Obell.

– Tenemos un problema -anunció.

Berrington se puso tenso.

– ¿De qué se trata, Maurice?

– Acaba de telefonearme una lagarta del New York Times. Dice que alguien de tu departamento está violando la intimidad de las personas. Una tal doctora Ferrami.

Gracias a Dios, pensó alborozadamente Berrington; ¡Hank Stone ha tirado adelante! Imprimió a su voz un tono solemne:

– Ya me temía que surgiese algo así -respondió-. En un minuto estoy contigo.

Colgó y continuó sentado unos instantes, entregado a la meditación. Era demasiado pronto para cantar victoria. El proceso no había hecho más que empezar. De lo que se trataba ahora era de conseguir que Maurice y Jeannie se condujesen tal como él deseaba.

Maurice parecía preocupado. Buen principio. Berrington tenía que encargarse de que siguiera así: preocupado. Era imprescindible que Maurice creyera que se produciría una catástrofe si Jeannie no dejaba inmediatamente de utilizar su programa de búsqueda en las bases de datos. Una vez decidiera Maurice que era preciso tomar medidas drásticas, Berrington tenía que asegurarse de que se mantuviera firme en su resolución.

Por encima de todo, debía impedir cualquier clase de compromiso. Por naturaleza, Jeannie no era muy dada a los compromisos, el lo sabía muy bien, pero con su futuro en juego, la muchacha probablemente intentaría cualquier cosa. Berrington tendría que echar leña al fuego del agravio de Jeannie y mantenerla en estado de combatividad.

Además, debía hacerlo sin dejar en ningún momento de parecer bien intencionado. Caso de que resultara evidente que intentaba ponerle la zancadilla a Jeannie, se despertarían las sospechas de Maurice. Tenía que dar la impresión de que apoyaba a la doctora.

Salió de la Loquería y cruzó el campus. Dejó atrás el Teatro Barrymore y la Facultad de Bellas Artes, camino de la Hillside Hall. En otro tiempo casa solariega del primer benefactor de la universidad, era actualmente el edificio administrativo. El despacho del presidente del centro universitario ocupaba el antiguo salón de la vieja casona. Berrington dedicó una amable inclinación de cabeza a la secretaria del doctor Obell y manifestó:

– Me espera.

– Pase, profesor, tenga la bondad -indicó la mujer.

Maurice estaba sentado ante el ventanal que dominaba el césped. Era un hombre de escasa estatura y pecho abombado, que volvió de Vietnam en una silla de ruedas, paralítico de cintura para abajo.

A Berrington le resultaba fácil tratar con él, acaso porque ambos tenían un historial de servicio castrense común. También compartían la pasión por la música de Mahler.

A menudo, Maurice ofrecía el aire de persona abrumada. Para mantener en funcionamiento la UJF, debía sacar un millón de dólares anuales a benefactores particulares y empresas comerciales y, en consecuencia, le aterraba la publicidad negativa.

Dio la vuelta a la silla y rodó hasta su escritorio.

– Dijo que están preparando un gran reportaje sobre ética científica. Berry, no puedo permitir que la Jones Falls sea la primera que figure en ese trabajo con un ejemplo de ciencia poco ética. La mitad de los que nos otorgan donativos importantes se echarían atrás. Tenemos que hacer algo.

– ¿Quién es esa individua?

Maurice consultó un cuaderno de notas.

– Naomi Freelander. Es la responsable de ética. ¿Sabías que los periódicos tienen responsables de ética? Yo no.

– No me sorprende que el New York Times lo tenga.

– No dejarán de actuar como la maldita Gestapo. Estaban a punto de mandar el reportaje a máquinas, dicen, pero ayer recibieron un soplo acerca de esa doctora Ferrami.

– Me gustaría saber de dónde les llegó ese aviso -dijo Berrington.

– Debe de haber por aquí más de un bastardo hijo de Satanás.

– Supongo.

Maurice suspiró.

– Dime que no es cierto, Berry. Dime que la doctora Ferrami no invade la intimidad de la gente.

Berrington cruzó las piernas e intentó parecer relajado, aunque lo cierto era que estaba sobre ascuas. Allí era donde tenía que avanzar por la cuerda floja.

– No creo que haga nada incorrecto -dijo-. Explora bases de datos clínicos y localiza a personas que ignoran que tienen hermanos gemelos. Es una muchacha muy inteligente, la verdad…

– ¿Examina historiales médicos de personas sin su permiso?

Berrington fingió que respondía a regañadientes.

– Bueno… algo así.

– Entonces tendrá que dejarlo.

– Lo malo es que realmente necesita esa información para llevar a cabo su proyecto investigador.

– Quizá podamos ofrecerle alguna compensación.

Sobornarla era algo que a Berrington no se le había ocurrido. Dudaba de que diera resultado, pero nada se perdía con intentarlo.

– Buena idea.

– ¿Es numeraria?

– Ingresó este semestre, como profesora auxiliar. Le faltan seis años al menos para alcanzar la permanencia. Pero podemos ofrecerle un aumento de sueldo. Sé que necesita el dinero, ella misma me lo dijo.

– ¿Cuánto gana ahora?

– Treinta mil dólares al año.

– ¿Cuánto crees que deberíamos ofrecerle?

– Tendría que ser una cantidad sustancial. Ocho o diez mil.

– ¿Hay fondos para eso?

Berrington sonrió.

– Creo que podría convencer a la Genético.

– Entonces eso es lo que haremos. Llámala ahora mismo, Berry. Si está en el campus, que se presente aquí enseguida. Zanjaremos este asunto antes de que la policía ética llame otra vez a nuestra puerta.

Berrington descolgó el auricular del teléfono de Maurice y marcó el número del despacho de Jeannie. Contestaron al instante.

– Jeannie Ferrami.

– Aquí Berrington.

– Buenos días.

El tono de Jeannie era cauteloso. ¿Acaso adivinó su intención de seducirla la noche del lunes? Tal vez se estaba preguntando si planeaba intentarlo de nuevo. O quizá se había enterado ya del problema que estaba planteando el New York Times.

– ¿Puedo verte ahora mismo?

– ¿En tu despacho?

– Estoy en el del doctor Obell, en Hillside Hall.

Jeannie dejó escapar un suspiro de indignación.

– ¿Es acerca de esa mujer llamada Naomi Freelander?

– Sí.

– Es una tontería absurda, supongo que lo sabes.

– Lo sé, pero hay que afrontarlo.

– Voy para allá.

Berrington colgó.

– Estará aquí dentro de un momento -transmitió a Maurice-. Parece que ya ha tenido noticias del Times.

Los minutos inmediatos iban a ser cruciales. Si Jeannie se defendía con eficacia, era posible que Maurice cambiase de estrategia. Berrington tendría que ingeniárselas para, sin parecer hostil a Jeannie, lograr que Maurice se mantuviera firme. Era una muchacha de temperamento fogoso, enérgica y segura, no del tipo conciliador, especialmente cuando consideraba que le asistía la razón. Era muy probable que se ganase la enemistad de Maurice sin la ayuda de Berrington. Pero, por si se daba el caso de que Jeannie se manifestase suave y persuasiva, Berrington necesitaba un plan de retirada.

Un golpe de inspiración le indujo a proponer:

– Mientras esperamos a que venga, podemos redactar un borrador de comunicado de prensa.

– Esa es una buena idea.

Berrington tomó un cuaderno de notas y empezó a escribir. Necesitaba algo que Jeannie no pudiera aceptar, algo que hiriese su amor propio y la sacara de sus casillas. Escribió que la Universidad Jones Falls reconocía haber cometido errores. Presentaba sus excusas a todas aquellas personas cuya intimidad hubiera sido violada. Y prometía interrumpir el programa a partir de la fecha de hoy.

Tendió la nota a la secretaria de Maurice y le encargó que la pasara enseguida por el procesador de textos.

Jeannie llegó rebosante de efervescente indignación. Vestía una holgada camiseta verde esmeralda, ceñidos vaqueros negros y la clase de calzado al que tiempo atrás llamaban botas de mecánico y que ahora volvían a estar de moda. Llevaba su aro en la perforada nariz y la espesa cabellera negra recogida detrás de la cabeza. A Berrington le pareció guapísima, pero su indumentaria no impresionaría al presidente de la universidad. A los ojos de este, Jeannie parecería la clase de irresponsable subalterna académica susceptible de crear dificultades a la UJF.

Maurice la invitó a tomar asiento y le informó de la llamada del periódico. Sus modales eran rígidos. Berrington pensó que Maurice se sentía cómodo con los hombres maduros; pero las jóvenes con pantalones vaqueros ceñidos eran algo extraño para él.

– La misma mujer me llamó a mí -dijo Jeannie, sulfurada-. Esto es un disparate.

– Pero usted accede a bases de datos médicos -señaló Maurice.

– Yo no miro las bases de datos, eso lo hace el ordenador. Ningún ser humano ve historial clínico alguno. Mi programa se limita a sacar una relación de nombres y direcciones, agrupados por parejas.

– A pesar de todo…

– No vamos mas allá sin antes pedir permiso a los sujetos potenciales. Ni siquiera les decimos que son gemelos hasta que han aceptado ser parte de nuestro estudio. ¿Qué intimidad se invade, pues?

Berrington simuló que la respaldaba.

– Ya te lo dije, Maurice -terció-. El Times está equivocado de medio a medio.

– Ellos no lo ven así. Y debo pensar en la reputación de la universidad.

– Créame si le digo que mi trabajo acrecentará esa reputación -aseveró Jeannie. Se había inclinado hacia delante y Berrington captó en su voz la pasión por los descubrimientos que impulsa a todos los buenos científicos-. Este es un proyecto de importancia trascendental. Soy la única persona que ha encontrado el modo de estudiar la genética de la criminalidad. Cuando publiquemos los resultados, será algo sensacional.

– Tiene razón -confirmó Berrington.

Era cierto. El estudio de Jeannie hubiera sido fascinante. Destruirlo constituía un acto desgarrador. Pero él no tenía otra opción.

Maurice denegó con la cabeza.

– Mi obligación es proteger del escándalo a la universidad.

– También es su obligación defender la libertad académica -replicó Jeannie con insensata temeridad.

Era una táctica equivocada. De pascuas a ramos, en otra época, sin duda hubo algunos presidentes de universidad que combatieron en defensa del derecho a difundir libremente la cultura, pero aquellos tiempos habían concluido. Ahora, los presidentes de universidad eran recaudadores de fondos, pura y simplemente. Lo único que conseguiría Jeannie mencionando la libertad académica era ofender a Maurice.

El doctor Obell se erizó.

– Jovencita, no necesito que me dé usted ninguna lección respecto a mis deberes presidenciales -dijo, sofocado.

Con gran satisfacción por parte de Berrington, Jeannie pasó por alto la puntada.

– ¿Ah, no? -contestó a Maurice, sin apartarse del tema-. Aquí tenemos un conflicto directo. De una parte, una periodista al parecer con una historia mal orientada; de otra, una científica en pos de la verdad. Si un presidente universitario va a plegarse a esa clase de presión, ¿qué esperanza hay?

Berrington exultaba de júbilo. Jeannie estaba maravillosa, arreboladas las mejillas y fulgurantes las pupilas, pero cavaba su propia tumba. Cada palabra hacía aumentar la inquina de Maurice.

Luego, Jeannie pareció percatarse de lo que estaba haciendo, porque, de pronto, cambió de táctica.

– Por otra parte, ninguno de nosotros desea publicidad perniciosa para la universidad -observó en tono más apacible-. Comprendo perfectamente su preocupación, doctor Obell.

Maurice se suavizó automáticamente, al tiempo que crecía la disgustada desilusión de Berrington.

– Me hago cargo de que esto la sitúa en una posición difícil -dijo el presidente- La universidad está dispuesta a ofrecerle una compensación, en forma de una subida de salario de diez mil dólares anuales.

La sorpresa apareció en el rostro de Jeannie.

– Eso te permitirá -intervino Berrington- sacar a tu madre de esa residencia que tanto te preocupaba.

Jeannie titubeó sólo unos segundos.

– Se lo agradezco profundamente -dijo-, pero eso no resolvería el problema. Subsiste el hecho de que debo conseguir gemelos para mi investigación. De no ser así, no habrá nada que estudiar.

Berrington ya pensaba que Jeannie no iba a dejarse comprar.

– Seguramente habrá algún otro sistema para encontrar sujetos convenientes para su estudio, ¿no? -aventuró Maurice.

– No, no lo hay. Necesito gemelos idénticos, que se hayan criado separadamente y uno de los cuales sea un delincuente. Lo cual parece demasiado pedir. Mi programa informático localiza personas que ni siquiera saben que tienen un hermano gemelo. No existe otro método para hacerlo.

– No lo había comprendido -dijo Maurice.

El tono era ya peligrosamente amistoso. En aquel momento entró la secretaria de Maurice y entregó a su jefe una hoja de papel. Era la nota de prensa que Berrington había esbozado. Maurice se la pasó a Jeannie, a la vez que manifestaba:

– Es preciso que formulemos hoy mismo una declaración de este tipo, si queremos eliminar el reportaje.

Jeannie leyó la nota y su cólera se reavivo.

– ¡Pero esto es una barbaridad! -estalló-. No se ha cometido ningún error. No se ha violado la intimidad de nadie. ¡Hasta el momento nadie se ha quejado!

Berrington disimuló su delectación. No dejaba de ser paradójico que fuese tan apasionada y, sin embargo, tuviese la infinita paciencia y perseverancia que se requería para llevar a cabo la tediosa investigación científica que estaba desarrollando. La había visto trabajar con los sujetos seleccionados: nunca parecían irritarla ni fatigarla, ni siquiera se mostraba molesta cuando embrollaban las pruebas. Con ellos, las malas conductas le parecían tan interesantes como las buenas. Jeannie tomaba nota de cuanto decían y al final les daba sinceramente las gracias. Sin embargo, fuera del laboratorio, la menor provocación la convertía en una traca.

Berrington interpretó el papel de pacificador desasosegado.

– Pero, Jeannie, el doctor Obell considera que debemos hacer una declaración firme.

– No pueden decir que se interrumpe mi programa de ordenador -dijo Jeannie-. ¡Eso equivaldría a cancelar todo mi proyecto!

La expresión de Maurice se endureció.

– No puedo permitir que el New York Times publique un reportaje en el que se afirme que los científicos de la Jones Falls invaden la intimidad de las personas -dijo-. Nos costaría millones de dólares en donativos perdidos.

– Dé con un camino intermedio -rogó Jeannie-. Diga que está estudiando el problema. Nombre un comité. Si es necesario, crearemos un sistema de seguridad perfeccionado que garantice la intimidad.

Oh, no, pensó Berrington. Eso era alarmantemente razonable.

– Tenemos un comité de ética, naturalmente -dijo. Trataba de ganar tiempo-. Es un subcomité del claustro. -El claustro era la junta rectora de la universidad y la formaban todos los profesores numerarios, pero el trabajo lo realizaban los comités-. No puedes anunciar que les traspasas a ellos el problema.

– No vale -dijo Maurice bruscamente-. Todo el mundo sabrá que es un subterfugio.

– ¡No quiere darse cuenta -protestó Jeannie- de que al insistir en la acción inmediata está descartando prácticamente cualquier debate reflexivo!

Berrington decidió que aquel era un buen momento para dar por concluida la reunión. Maurice y Jeannie estaban a matar, ambos atrincherados en sus posiciones. Había que cortarlo antes de que empezaran a pensar de nuevo en un compromiso.

– Buen punto, Jeannie -dijo Berrington-. Déjame hacer una proposición… Si me lo permites, Maurice.

– Claro, oigámosla.

– Tenemos dos problemas independientes. Uno consiste en dar con el modo de que siga adelante la investigación de Jeannie sin que el escándalo caiga sobre la universidad. Eso es algo que tiene que resolver Jeannie, y que debatiremos luego largo y tendido. El segundo es como presentarán esto al mundo el departamento y la universidad. Ese es un asunto del que tenemos que tratar tú y yo, Maurice.

– Muy razonable -dijo Maurice, aparentemente aliviado.

– Gracias por reunirte con nosotros tan deprisa, Jeannie -manifestó Berrington.

La muchacha comprendió que aquello era una despedida. Se puso en pie, fruncido el ceño con perplejidad. Se daba cuenta de que le habían tendido una trampa, pero no conseguía imaginar en qué consistió.

– ¿Me llamarás? -preguntó a Berrington.

– Desde luego.

– Muy bien. -Jeannie titubeó unos segundos antes de salir.

– Una mujer difícil -comentó Maurice.

Berrington se inclinó hacia delante, entrelazadas las manos y, baja la mirada en actitud humilde.

– Creo que la culpa es mía, Maurice. -Maurice denegó con la cabeza, pero Berrington continuó-: Yo contraté a Jeannie Ferrami. Naturalmente, no tenía idea de que iba a desarrollar ese método de trabajo… pero, no obstante, la responsabilidad es mía y creo que soy yo el que tiene que sacarte de ésta.

– ¿Qué propones?

– No puedo pedirte que te abstengas de difundir ese comunicado de prensa. No tengo derecho a hacerlo. No puedes poner un proyecto de investigación por encima del bienestar de toda la universidad. Eso lo comprendo. Alzó la cabeza.

Maurice vaciló. Durante una fracción de segundo Berrington temió que sospechara que le estaba manipulando, arrinconando mediante una maniobra. Pero si tal idea cruzó por la mente del doctor Obell, no se asentó allí.

– Agradezco tus palabras, Berry. Pero ¡qué harás respecto a Jeannie?

Berrington se relajó. Parecía haberlo conseguido.

– Me parece que Jeannie es mi problema -confesó-. Déjamelo, pues, a mí.

22

Steve se desplomó en brazos del sueño durante las primeras horas de la madrugada del miércoles.

La sección de celdas estaba tranquila, Gordinflas roncaba y Steve llevaba ya veinticuatro horas sin pegar ojo. Hizo cuanto pudo por mantenerse despierto, pero todo lo que consiguió fue una duermevela en cuyo transcurso soñó que un juez benévolo le sonreía y decretaba: «Solicitud de fianza concedida, pongan en libertad a este hombre». Y el salía del tribunal a una calle inundada de sol. Sentado en el suelo de la celda, en su postura de costumbre, apoyada la espalda en la pared, se sorprendió varias veces dando cabezadas y despertándose bruscamente, hasta que, por último, la naturaleza se impuso a la fuerza de voluntad.

Dormía profundamente cuando un doloroso golpe en las costillas le obligó a despertarse sobresaltado. Jadeó y abrió los párpados. Gordinflas le había propinado un puntapié y se inclinaba sobre él, rezumantes de locura los ojos, mientras vociferaba:

– ¡Me birlaste la droga, hijoputa! ¿Dónde la escondiste, dónde? Si no me la sueltas enseguida, date por fiambre!

Steve reaccionó sin pensar. Se levantó del suelo como impulsado por un resorte, extendido y rígido el brazo derecho, e introdujo dos dedos en los ojos de Gordinflas. Éste soltó un grito de dolor y retrocedió. Steve siguió con su acoso, intentando atravesar con los dedos el cerebro de Gordinflas hasta llegar a la nuca. En alguna parte, muy lejos, sonó una voz que le pareció era la suya y que profería insultos.

Gordinflas retrocedió un paso más y cayó sentado violentamente sobre la taza del retrete. Se cubrió los ojos con las manos.

Steve pasó ambas manos por detrás del cuello de Gordinflas, le empujó la cabeza hacia delante y le asestó un rodillazo en la cara. Brotó la sangre por la boca de Gordinflas. Steve le agarró por la camisa, lo levantó de la taza del retrete y lo dejó caer contra el suelo. Se disponía a patearle, cuando la cordura volvió a él. Vaciló, con la vista sobre el sangrante Gordinflas tendido en el piso de la celda, y la roja neblina de la cólera empezó a aclararse.

– ¡Oh, no! -articuló-. ¿Qué es lo que he hecho?

Se abrió de golpe la puerta de la celda e irrumpieron dos guardias, enarboladas las porras.

Steve alzo las manos frente a sí.

– Tranquilízate -dijo uno de los agentes.

– Ahora ya estoy tranquilo -respondió Steve.

Los policías lo esposaron y sacaron de la celda. Uno de ellos le propinó un puñetazo en el estómago, con todas sus fuerzas. Steve se dobló sobre sí mismo, boqueante.

– Eso es por si acaso tuvieras la insensata idea de querer armar más follón -explicó el policía.

Steve oyó el ruido que produjo la puerta de la celda al cerrarse y luego la voz de Spike, el carcelero, con su habitual talante burlón.

– ¿Necesitas cuidados médicos, Gordinflas? Te lo digo porque hay un veterinario en la calle Baltimore Este.

Rió su propia broma.

Steve se enderezó, en tanto se recuperaba del puñetazo. No dejaba de dolerle, pero podía respirar. Miró a Gordinflas a través de los barrotes. El herido se frotaba los ojos, sentado en el suelo. La respuesta a Spike surgió de entre sus labios ensangrentados:

– Que te den por culo, mamón.

Steve se sintió aliviado: Gordinflas no estaba malherido.

– De todas formas, era hora de sacarte de aquí, jovencito universitario -se dirigió Spike a Steve-. Estos caballeros han venido para acompañarte al tribunal. -Consultó una hoja de papel-. Veamos a quién más le toca ir al Juzgado del Distrito Norte. Señor don Robert Sandiland, conocido por Sniff…

Sacó de las celdas a otros tres hombres y los encadenó junto con Steve. Luego, los dos policías los llevaron al aparcamiento y los hicieron subir a un autobús celular.

Steve confió en no volver nunca más a aquel sitio.

Aún estaba oscuro en la calle. Steve calculó que deberían ser las seis de la madrugada. Los juzgados no iniciaban sus sesiones hasta las nueve o las diez de la mañana, así que tendrían que esperar un buen rato. Estuvieron cruzando la ciudad cosa de quince o veinte minutos y luego franquearon la puerta del garaje del edificio de los juzgados. Se apearon del autobús celular y entraron en un sótano. En torno de una zona central había ocho compartimentos enrejados. Cada celda de aquellas tenía un banco y un lavabo, pero eran más amplias que las de la comisaría de policía y metieron a los cuatro prisioneros en una que ya ocupaban otros seis hombres. Les quitaron las cadenas y las echaron encima de una mesa colocada en medio del cuarto. Había allí varios celadores, presididos por una mujer de color, alta, con uniforme de sargento y expresión desagradable.

Llegaron treinta prisioneros, o más, en el curso de la hora siguiente. Los acomodaron en las celdas, de doce en doce. Al presentarse un pequeño grupo de mujeres empezaron a sonar gritos y silbidos. Las alojaron en una celda del extremo de la sala.

Después de eso, no sucedió gran cosa durante varias horas. Llevaron los desayunos, pero Steve rechazó el suyo; no podía acostumbrarse a la idea de comer con el retrete a la vista. Algunos reclusos hablaban a voces, pero la mayor parte se mantenían silenciosos, con cara de pocos amigos. Las bromas y burlas entre presos y guardianes no eran tan obscenas como las del encierro anterior y Steve se preguntó ociosamente si ello no se debería a que el mando lo tenía allí una mujer.

Se dijo que las celdas aquellas no tenían nada que ver con las que se mostraban en la tele. Las prisiones de los telefilmes y de las películas solían parecer hoteles de segunda: nunca se veían retretes sin cortinas o mamparas, no se oían insultos o abusos verbales ni se reflejaban los vapuleos con que solía premiarse a quienes no se portaban como era debido.

Puede que aquel fuese su último día de cárcel. De creer en Dios, habría rezado con todo su fervor para que así fuera.

Se figuró que debían de ser las doce del mediodía cuando empezaron a sacar presos de las celdas.

A Steve le tocó en la segunda remesa. Volvieron a esposar y a encadenar juntos a diez hombres. Luego subieron al juzgado.

La sala era como una capilla metodista. Las paredes estaban pintadas de verde hasta el nivel de la cintura; a partir de ahí, de color crema. En el suelo, una alfombra verde. Había nueve filas de bancos de madera amarilla, bancos como los de una iglesia.

En el de la última fila estaban sentados los padres de Steve.

El sobresalto le dejó boquiabierto.

El padre llevaba su uniforme de coronel, con la gorra bajo el brazo. Permanecía con el busto erguido, recto como si estuviese de pie en posición de firmes. Tenía los ojos del típico color azul celta, pelo oscuro y la sombra de una barba cerrada sobre las mejillas recién rasuradas. Su rostro permanecía rígidamente inexpresivo, estrictamente contenida toda emoción. Sentada a su lado, la madre, menuda y regordeta, tenía la bonita y redonda cara hinchada a causa del llanto.

Steve deseó que se lo tragara la tierra. Para escapar de aquella situación hubiera vuelto de buen grado a la celda con Gordinflas. Se detuvo en seco, interrumpiendo el avance de toda la cuerda de presos, y contempló con aturdida angustia a sus padres, hasta que el guardia le dio un empujón y le obligó a seguir adelante, dando traspiés hasta el primer banco.

Una funcionaria estaba sentada en la parte delantera del tribunal, de cara a los reclusos. Un celador masculino montaba guardia en la puerta. Sólo había otro funcionario presente, un negro de unos cuarenta años, con gafas, chaqueta, corbata y pantalones azules. Preguntó su nombre a cada uno de los presos y fue comprobándolos con la lista que tenía en la mano.

Steve volvió la cabeza para mirar por encima del hombro. Todos los bancos destinados al público estaban vacíos, salvo el de sus padres. Agradeció el que su familia se preocupara lo suficiente como para hacer acto de presencia; ningún pariente de los demás presos lo hizo. Con todo, hubiese preferido pasar por aquella humillación sin testigo alguno.

Su padre se puso en pie y se adelantó hacia el estrado. El hombre de los pantalones azules le habló en tono oficial.

– ¿Sí, señor?

– Soy el padre de Steve Logan. Quisiera hablar con él. -Lo dijo con un tono de voz autoritario-. ¿Puedo saber quién es usted?

– David Purdy, soy el encargado de la investigación preliminar.

Steve comprendió que fue así como sus padres se enteraron del asunto. Debía haberlo supuesto. La comisaría judicial le había dicho que un investigador comprobaría sus datos personales. El modo más sencillo de hacerlo consistía en ponerse en contacto con sus padres. Sintió una punzada de dolor al imaginarse aquella llamada telefónica.

¿Qué les había dicho el investigador?: «Tengo que comprobar la dirección de Steve Logan, que se encuentra bajo arresto en Baltimore, acusado de violación. ¿Es usted su madre?».

El padre estrechó la mano del funcionario y le saludó:

– ¿Cómo está usted, señor Purdy?

Pero Steve sabía que su padre odiaba a aquel hombre.

– Adelante, puede usted hablar con su hijo, no hay inconveniente -concedió Purdy.

El padre asintió secamente. Pasó por el banco situado a espaldas de los presos y se sentó inmediatamente detrás de Steve. Apoyó la mano en el hombro del muchacho y lo apretó suavemente. Los ojos de Steve se llenaron de lágrimas.

– Yo no lo hice, papá -dijo.

– Ya lo sé, Steve -respondió su padre.

Su sencilla fe fue demasiado para Steve, que estalló en llanto. Una vez hubo empezado a llorar le resultó imposible dejarlo. El hambre y la falta de sueño le habían debilitado. Le agobiaba toda la tensión y los sufrimientos de los dos últimos días y las lágrimas fluyeron libre y copiosamente. Continuó sollozando y secándose el rostro con las manos esposadas.

Al cabo de unos instantes, el padre dijo: -Hubiéramos querido traer un abogado, pero no tuvimos tiempo…, sólo el justo para venir aquí.

Steve inclinó la cabeza. Sólo con que pudiera dominarse, sería su propio abogado.

Entraron dos chicas, acompañadas de una celadora. No iban esposadas. Se sentaron y rompieron a reír como tontas. Aparentaban unos dieciocho años.

– ¿Cómo diablos sucedió todo esto? -preguntó a Steve su padre.

El intento de responder a la pregunta formulada ayudó a Steve a dejar de llorar.

– Debo parecerme al individuo que lo hizo -dijo. Se sorbió la nariz y tragó saliva-. La víctima me señaló en una rueda de reconocimiento. Y me encontraba por las cercanías cuando ocurrieron los hechos, eso ya se lo dije a la policía. La prueba de ADN demostrará mi inocencia, pero tarda tres días. Confío en obtener la libertad bajo fianza hoy.

– Hay que decirle al juez que estamos aquí -expresó el padre-. Eso probablemente sea algo a tu favor.

Steve se sintió como un chiquillo al que consolaba su padre. Llevó a su mente el recuerdo del día en que dispuso de su primera bicicleta. Debió de ser cuando cumplió los cinco años. Era una bici de dos ruedas, que llevaba en la trasera otras dos más pequeñas, estabilizadoras, para evitar las caídas. La casa tenía un amplio jardín con una escalera de dos peldaños que llevaba al patio, situado a un nivel más bajo. «Ve por el césped y no te acerques a los escalones», le había dicho papá; pero lo primero que hizo el pequeño Stevie fue precisamente tratar de bajar aquellos peldaños montado en la bicicleta. Fue a parar al suelo, lastimándose y estropeando la bici. Tuvo la plena certeza de que papá se enfadaría mucho con él por haber desobedecido una orden directa. Papá le levantó del suelo, le curó las heridas con cuidado y aunque Stevie esperaba un estallido de indignación, este no se produjo. Papá nunca decía: «Ya te lo advertí». Sucediera lo que sucediese, los padres de Steve siempre estaban de su parte.

Entró el juez.

Era una atractiva mujer blanca, de unos cincuenta años, menuda y pulcra. Vestía toga negra y llevaba una lata de Coca-Cola baja en calorías, que, al sentarse, depositó encima de la mesa.

Steve trató de leer en su expresión. ¿Era una mujer cruel o benévola? ¿Una señora de carácter afectuoso y mentalidad liberal, un alma de Dios, o una sargentona ordenancista que anhelaba en secreto enviarlos a todos a la silla eléctrica? Steve observó atentamente las azules pupilas de la juez, su nariz aguda, su cabellera morena veteada de hebras grises. ¿Tenía esposo con la barriga propia del bebedor de cerveza, un hijo crecido del que preocuparse y unos nietos a los que adoraba y con los que solía jugar revolcándose con ellos encima de la alfombra? ¿O vivía sola en un piso caro lleno de muebles modernos con agudas esquinas? Las clases de derecho que había recibido le informaron de las razones teóricas existentes para conceder o denegar las peticiones de fianza, pero ahora le parecían poco menos que improcedentes. Lo único que en realidad tenía importancia era si aquella mujer era bondadosa o no.

La juez recorrió con la vista la hilera de presos y saludó:

– Buenas tardes. Voy a examinar sus solicitudes de fianza.

Su voz era baja, pero clara, su dicción, precisa. A su alrededor, todo parecía exacto y ordenado…, salvo aquella lata de Coca-Cola, un toque humano que despertó las esperanzas de Steve.

– ¿Han recibido todos ustedes sus respectivos pliegos de cargos?

Todos los tenían. La juez recitó un escrito relativo a los derechos de los acusados y el modo de conseguir abogado.

Una vez concluido ese trámite, indicó: -Cuando mencione su nombre, tengan la bondad de levantar la mano derecha… Ian Thompson.

Un preso levantó la mano. La juez leyó las acusaciones y las condenas que podían corresponderle. A Ian Thompson se le acusaba de haber desvalijado tres casas de un lujoso barrio de Roland Park. Era un joven hispano que llevaba el brazo en cabestrillo, que no manifestó el menor interés por su destino y al que parecía aburrirle todo el proceso.

Cuando la juez le dijo que tenía derecho a una vista preliminar y a un juicio con jurado, Steve aguardó con impaciencia si concedía o no la fianza a Ian Thompson.

Se puso en pie el encargado de la investigación preliminar. Expuso, hablando apresuradamente, que Thompson llevaba un año viviendo en el mismo domicilio, tenía esposa y un hijo, pero carecía de trabajo. También era heroinómano y tenía antecedentes delictivos. Steve no habría enviado a la calle a un hombre como aquel.

Sin embargo, la juez fijó una fianza de veinticinco mil dólares. El ánimo de Steve se elevó. Sabía que normalmente el acusado sólo ha de depositar el diez por ciento, en efectivo, de la fianza que se le establezca, así que Thompson se vería libre si lograba reunir dos mil quinientos dólares. Eso parecía indulgente de veras.

A continuación le toco el turno a una de las chicas. Se había peleado con otra y se le acusaba de agresión. El investigador preliminar explicó a la juez que la joven vivía con sus padres y trabajaba en la sección de control de un supermercado próximo. Evidentemente no era en absoluto peligrosa y la juez declaró que salía fiadora bajo su propia responsabilidad, lo que significaba que no tenía que pagar cantidad alguna.

Era otra decisión benévola, y la moral de Steve subió un grado más.

A la demandada, por otra parte, se le ordenó que no se acercara al domicilio de la muchacha con la que tuvo la trifulca. Eso recordó a Steve que un juez podía añadir condiciones a la fianza. El no tendría el menor reparo en mantenerse a distancia de Lisa Hoxton. Ignoraba por completo donde vivía y el aspecto que pudiera tener, pero estaba dispuesto a aceptar cualquier condición que le facilitara la salida de la cárcel.

El siguiente acusado era un hombre blanco de mediana edad cuyo crimen consistía en haber enseñado el pene en plan exhibicionista a las clientes de la sección de artículos para la salud e higiene femenina de un drugstore RiteAid. Contaba con un largo historial de delitos similares. Vivía solo, pero llevaba cinco años residiendo en el mismo domicilio. Ante la sorpresa y desaliento de Steve, la juez le denegó la libertad bajo fianza. El hombre era bajito y delgado; a Steve le pareció un chiflado inofensivo. Pero quizá la juez, mujer al fin y al cabo, era particularmente implacable cuando se trataba de delitos sexuales.

La magistrada miro su papel y convocó:

– Steven Charles Logan.

Steve alzó la mano. «Por favor, déjame salir de aquí, por favor.»

– Se le acusa de violación en primer grado, lo que lleva implícita una posible condena a cadena perpetua.

Steve oyó a su espalda el grito sofocado de su madre.

La juez continuó leyendo los demás cargos y penas; luego, el encargado de la investigación preliminar se puso en pie. Recitó la edad de Steve, su domicilio y ocupación, y declaró que carecía de antecedentes penales y de adicciones a los estupefacientes. Steve pensó que parecía un ciudadano modelo en comparación con los acusados anteriores. Seguramente, la juez tenía que tomar nota de eso, ¿no?

Cuando Purdy terminó, Steve dijo:

– ¿Puedo hacer uso de la palabra, señoría?

– Sí, pero tenga presente que puede ser perjudicial para usted contarme determinados datos acerca del crimen.

Steve se levantó.

– Soy inocente, señoría, aunque al parecer guardo cierta semejanza física con el violador, de manera que si usted me concede la libertad bajo fianza prometo no acercarme a la víctima, si lo estipulara usted como condición de tal fianza.

– Desde luego que lo estipularía.

Deseó pronunciar un buen alegato en petición de la libertad, pero todos los elocuentes discursos que había preparado mientras estaba en la celda habían desaparecido de su cabeza y no se le ocurría nada que decir. Dominado por la frustración, se sentó.

Detrás de él, su padre se puso en pie.

– Señoría, soy el padre de Steve, el coronel Charles Logan. Tendré mucho gusto en responder a cualquier pregunta que desee usted formularme.

La juez le dedicó una mirada glacial.

– No será necesario.

Steve se preguntó porqué la intervención de su padre parecía incomodar a la juez. Acaso sólo pretendía dejar bien claro que no iba a permitir que le impresionara su graduación militar. Puede que deseara decir: «En mi tribunal, todos son iguales, al margen de lo respetables y de clase media que puedan ser».

El padre de Steve volvió a sentarse.

La juez miró a Steve.

– Señor Logan, ¿conocía usted a la mujer con anterioridad al momento en que tuvo efecto el presunto delito?

– Nunca la he visto -respondió Steve.

– ¿No la había visto antes?

Steve supuso que la juez se estaría preguntando si no habría estado el acechando a Lisa Hoxton durante algún tiempo, antes de atacarla.

– Eso no podría asegurarlo, no sé qué aspecto físico tiene -repuso Steve.

La juez pareció reflexionar durante unos segundos, sopesando aquella respuesta. Steve tuvo la impresión de estar aferrado a un saliente con la punta de los dedos. Una palabra de la juez, le salvaría de la caída. Pero si ella le denegaba la fianza, sería como desplomarse en el abismo.

Por fin, la mujer decretó:

– Se concede la libertad bajo una fianza que se fija en la suma de doscientos mil dólares.

El alivio inundó a Steve como una ola que se abatiera sobre él y todo su cuerpo se relajó.

– Gracias a Dios -murmuró.

– No se acercará a Lisa Hoxton, ni irá al 132I de la avenida Vine.

Steve notó de nuevo la mano de su padre apretándole el hombro. Levantó sus manos esposadas y rozó los dedos huesudos del hombre.

Aún iban a transcurrir un par de horas antes de que se viera libre, lo sabía; pero eso ya no le importaba, ahora estaba seguro de que había conseguido la libertad. Se comería seis hamburguesas Big Mac y dormiría veinticuatro horas seguidas. Estaba loco por tomar un baño caliente, ponerse ropa limpia y recuperar su reloj de pulsera. Deseaba disfrutar de la compañía de personas que no dijeran «hijoputa» en cada frase.

Y se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, que lo que anhelaba por encima de todo era llamar a Jeannie Ferrami.

23

Jeannie estaba de un humor de perros mientras volvía a su despacho. Maurice Obell era un cobarde. Una reportera agresiva había dejado caer unas cuantas insinuaciones carentes de base, nada más que eso, y el hombre se desmoronó. Y Berrington había resultado demasiado débil para defenderla con eficacia.

El programa informático de búsqueda constituía su creación más importante. Había empezado a desarrollarlo en cuanto se percató de que no llegaría muy lejos en su investigación del mundo de la criminalidad sin un sistema nuevo de localizar sujetos para el estudio. Le había dedicado tres años. Era su único éxito notable, aparte los campeonatos de tenis. Si estaba dotada de algún talento intelectual particular era su extraordinaria aptitud para la programación informática. Aunque estudiaba la psicología de los imprevisibles e irracionales seres humanos, lo realizaba mediante la manipulación de masas ingentes de datos sobre centenares de miles de individuos: era una tarea estadística y matemática. Pensaba que, si su mecanismo de búsqueda no era útil, ella resultaría ser también una calamidad. Lo mismo podía abandonar y pedir plaza de azafata, como Penny Watermeadow.

Le sorprendió encontrar a Annette Bigelov esperándola en la puerta del despacho. Annette era una graduada cuya tarea supervisaba Jeannie como parte de sus funciones pedagógicas. La doctora recordó en aquel momento que la semana anterior Annette había presentado su propuesta de trabajo anual y concertaron una cita para aquella mañana con objeto de tratar el tema. Jeannie decidió en principio cancelar la reunión; tenía cosas más importantes que hacer. Pero al ver la expresión ilusionada del rostro de la joven pensó en lo trascendentales que resultaban esas reuniones cuando una era estudiante, por lo que se obligó a sonreír a la chica.

– Lamento haberte hecho esperar -dijo-. Pongamos manos a la obra inmediatamente.

Por suerte, había leído la propuesta meticulosamente y tenía tomadas unas notas. Annette tenía la intención de rastrear los datos existentes sobre gemelos, con vistas a descubrir correlaciones en las zonas de los puntos de vista políticos y las actitudes morales. Se trataba de una idea interesante y el plan de Annette era científicamente sólido. Jeannie sugirió algunas mejoras de menor cuantía y dio el visto bueno para que la muchacha tirara adelante.

Cuando Annette se marchaba, Ted Ransome asomó la cabeza por el hueco de la puerta.

– Tienes cara de estar a punto de cortarle los cataplines a alguien -comentó.

– A ti no -sonrío Jeannie-. Entra y toma una taza de café.

Handsome Ransome (Ransome el Hermoso) era su favorito entre los varones del departamento. Profesor adjunto que estudiaba la psicología de la percepción, estaba felizmente casado y tenía dos hijos pequeños. Jeannie sabía que la encontraba atractiva, pero Ransome nunca se le insinuó. Entre ellos se producía una agradable vibración sexual que en ningún momento amenazó con convertirse en problema.

Jeannie accionó el interruptor de la cafetera situada junto al escritorio y le contó el asunto planteado por el New York Times y Maurice Obell.

– Pero queda en el aire la gran cuestión -concluyó-. ¿Quién le fue con el cuento al Times?

– Tiene que haber sido Sophie -apuntó Ransome.

Sophie Chapple era la única otra mujer del departamento de psicología de la facultad. Aunque se acercaba a la cincuentena y era profesora titular, consideraba a Jeannie una especie de rival y desde el principio del semestre no dejó de manifestar su envidia ni de quejarse de todo lo relacionado con Jeannie, desde sus minifaldas hasta la forma en que aparcaba el coche.

– ¿Sería capaz de una faena así? -preguntó Jeannie.

– Y sin dudarlo.

– Supongo que tienes razón. -A Jeannie no cesaba de maravillarle la mezquindad de los científicos de primera fila. En cierta ocasión había visto a un admirado matemático propinar un puñetazo al físico más brillante de Estados Unidos por colarse en la cola de la cafetería-. Tal vez se lo pregunte.

Ransome enarcó las cejas.

– Te mentirá.

– Pero su culpabilidad puede delatarla.

– Habrá bronca.

– Ya hay bronca.

Sonó el teléfono. Jeannie descolgó e hizo una seña a Ted, indicándole que sirviera el café.

– Hola.

– Aquí, Naomi Freelander.

Jeannie vaciló.

– No sé si me apetece hablar con usted

– Tengo entendido que ha dejado de utilizar bases de datos médicos en su proyecto de búsqueda.

– No es así.

– ¿Qué significa eso de que no es así?

– Significa que no lo he dejado. Su llamada telefónica provocó cierto debate, pero no se ha adoptado ninguna decisión.

– Tengo aquí un fax de la oficina del presidente de la universidad. En él, la universidad pide disculpas a las personas cuya intimidad haya sido violada y les asegura que el programa se ha interrumpido.

Jeannie se quedó de piedra.

– ¿Enviaron ese comunicado?

– ¿No lo sabía usted?

– Vi un borrador y manifesté mi desacuerdo.

– Parece que han cancelado su programa sin decírselo.

– No pueden hacerlo.

– ¿Qué quiere decir?

– Tengo un contrato con esta universidad. No pueden hacer lo que les salga de sus malditas narices.

– ¿Me está diciendo que va a continuar usted con el proyecto, en franco desafío a las autoridades universitarias?

– Aquí no entra el desafío. No tienen potestad para darme órdenes. -Se percato de que Ted la estaba mirando. El hombre alzo una mano y la movió de derecha a izquierda en gesto negativo. Jeannie comprendió que Ted tenía razón; aquel no era modo de hablar a la prensa. Cambio de táctica. En tono más moderado, dijo-: Usted misma dijo que la violación de intimidad, en este caso, es potencial.

– Sí.

– Y ha fracasado rotundamente en su intento de encontrar una sola persona dispuesta a quejarse de mi programa. Pese a todo, no tiene escrúpulos en seguir intentando que se cancele mi proyecto.

– Yo no juzgo, informo.

– ¿Sabe de qué va mi investigación? Intento descubrir qué es lo que convierte a la gente en criminales. Soy la primera persona que ha creado un método realmente prometedor para estudiar este problema. Si las cosas salen como espero, mi descubrimiento podría hacer de nuestro país un lugar mucho mejor para que crezcan en el sus nietos.

– No tengo nietos.

– ¿Esa es su excusa?

– No necesito excusas…

– Tal vez no, pero ¿no obraría usted mucho mejor procurando descubrir un caso de violación de intimidad que realmente preocupase a alguien? ¿No sería ese, incluso, un reportaje mucho mejor para su periódico?

– Seré yo quien juzgue eso.

Jeannie suspiró. Se había esforzado al máximo. Rechinó los dientes y procuró poner fin a la conversación con un toque amistoso.

– En fin, le deseo suerte.

– Agradezco su colaboración, doctora Ferrami.

– Adiós. -Jeannie colgó y dijo-: ¡zorra!

Ted le tendió una taza de café.

– Deduzco que han anunciado la cancelación de tu programa.

– No lo entiendo. Berrington me dijo que hablaríamos acerca de lo que íbamos a hacer.

Ted bajo la voz:

– No conoces a Berry tan bien como yo. Créeme, es una serpiente. Yo no lo perdería de vista.

– Tal vez fue un error -dijo Jeannie, deseosa de agarrarse a un clavo ardiendo-. Quizá la secretaria del doctor Obell envió el comunicado por equivocación.

– Es posible -concedió Ted-. Pero yo apuesto mi dinero sobre la teoría de la serpiente.

– ¿Crees que debería llamar al Times y decir que la persona que contestó en mi teléfono era un impostor?

Ted se echó a reír.

– Lo que creo es que deberías presentarte en el despacho de Berry y preguntarle si tenía intención de enviar el comunicado antes de hablar contigo.

– Buena idea.

Jeannie se bebió el café y se levantó.

Ted fue hacia la puerta.

– Buena suerte. Estoy contigo.

– Gracias.

Jeannie pensó en darle un beso en la mejilla, pero decidió no hacerlo. Se alejó pasillo adelante y subió el tramo de escaleras que conducía al despacho de Berrington. La puerta estaba cerrada con llave. Continuó su camino, rumbo a la oficina de la secretaria que estaba al servicio de todos los profesores.

– ¡Hola, Julie! ¿Dónde esta Berry?

– Se marchó y dijo que hoy ya no volvería, pero me pidió que te diese cita para mañana.

Maldición. El hijo de mala madre le daba esquinazo. La teoría de Ted era acertada.

– ¿A qué hora?

– A las nueve y media.

– Aquí estaré.

Bajó a su planta y entró en el laboratorio. Sentada ante el banco de trabajo, Lisa verificaba la concentración de los ADN de Steven y Dennis que tenía en las probetas. Había mezclado dos microlitros de cada muestra con dos mililitros de tintura fluorescente. La tintura brillaba en contacto con el ADN y la intensidad del brillo indicaba la cantidad de ADN, que medía un fluorímetro dotado de un cuadrante que daba el resultado en nanogramos de ADN por microlito de muestra.

– ¿Cómo estás? -preguntó Jeannie.

– Muy bien.

Jeannie observó con atención el semblante de Lisa. Seguía en negativo, eso saltaba a la vista. Concentrada en la tarea, su expresión era impasible, pero se la apreciaba tensa bajo la superficie.

– ¿Hablaste ya con tu madre?

Los padres de Lisa vivían en Pittsburgh.

– No quiero preocuparla.

– Para eso está. Llámala.

– Quizás esta noche.

Jeannie le contó la historia de la reportera del New York Times mientras Lisa seguía con su trabajo: mezcló muestras de ADN con una enzima denominada endonucleasa de restricción. Estas enzimas destruyen el ADN extraño que pueda introducirse en el cuerpo. Actúan cortando la molécula larga de ADN en miles de fragmentos. Lo que las hacía tan útiles para los ingenieros genéticos era que las endonucleasas siempre seccionan el ADN en el mismo punto específico. Así que los fragmentos de dos muestras de sangre se podían comparar. Caso de corresponderse, la sangre era de un solo individuo o de gemelos idénticos. Si los fragmentos eran distintos, debían proceder de individuos diferentes.

Era como cortar dos centímetros de la cinta de casete de una ópera. Se toma un corte de cinco minutos del principio de dos cintas distintas: si la música de ambas piezas de cinta es un dúo que canta Se a caso madama, los trozos de cinta son de Las bodas de Fígaro. Para eludir la posibilidad de que dos óperas completamente distintas pudieran tener la misma secuencia de notas, era necesario comparar varios fragmentos, no sólo uno.

El proceso de fragmentación llevaba varias horas y no podía apresurarse: si el ADN no se fragmentaba en su totalidad, la prueba no resultaría.

A Lisa le causó bastante impacto el relato que le hizo Jeannie, pero no se mostró tan compasiva como la doctora esperaba. Tal vez era porque Lisa había sufrido un trauma devastador sólo tres días antes y, en comparación, la crisis de Jeannie parecía ser menos grave.

– Si hubieses de decir adiós a tu proyecto -dijo Lisa-, ¿qué otro estudio emprenderías?

– No tengo ni idea -replicó Jeannie-. No puedo imaginar que tenga que despedirme de este.

Jeannie se daba cuenta de que Lisa era incapaz de identificarse afectivamente, de comprender ese anhelo que impulsa a los científicos. Para Lisa, ayudante de laboratorio, un proyecto de investigación era más o menos igual que otro.

Jeannie volvió a su despacho y telefoneó a la Residencia Bella Vista del Ocaso. Con todo lo que le estaba ocurriendo a ella, se le había pasado por alto hablar con su madre.

– ¿Podría ponerme con la señora Ferrami, por favor? -pidió.

– Están almorzando. -La respuesta fue brusca.

Jeannie vaciló.

– Bueno. ¿Tendría usted la bondad de decirle que ha llamado su hija y que volverá a hacerlo dentro de un rato?

– Sí.

Jeannie tuvo la sensación de que la mujer no estaba tomando nota del recado.

– Soy J-e-a-n-n-i-e -dijo-. Su hija.

– Sí, vale.

– Gracias, muy amable.

– De nada.

Jeannie colgó. Tenía que sacar a su madre de allí. Aún no había realizado ninguna gestión para conseguir clases que dar durante los fines de semana.

Consultó su reloj: poco más de las doce del mediodía. Cogió el ratón y miró la pantalla, pero parecía inútil seguir trabajando en un proyecto que podían cancelar. Dominada por una sensación de rabia e impotencia, decidió dar por concluida la jornada laboral.

Apagó el ordenador, cerró el despacho y abandonó el edificio. Aún tenía su Mercedes rojo. Subió al coche y palmeó el volante con una agradable sensación de familiaridad.

Trató de animarse. Tenía padre; lo cual no dejaba de ser un raro privilegio. Tal vez debiera pasar tiempo con él, disfrutar de la novedad de su compañía. Podrían darse un paseo hasta el puerto y caminar un poco juntos. Le compraría una chaqueta deportiva nueva en Brooks Brothers. Ella no tenía dinero, pero se la cargarían en cuenta. Qué diablos, para cuatro días que va a vivir una…

Se sentía mucho mejor al aparcar el automóvil ante su domicilio.

– Papá, ya estoy en casa -avisó mientras subía las escaleras. Al entrar en el salón notó que algo no encajaba. Al cabo de un momento reparó en que el televisor no estaba en su sitio. Quizá su padre lo trasladó al dormitorio para ver algún programa. Miró en el cuarto contiguo; su padre no estaba allí. Volvió a la sala de estar-. ¡Oh, no! -exclamó. La videograbadora también había desaparecido-. ¡No es posible que me hayas hecho esto, papá! -El estero había volado, lo mismo que el ordenador de encima del escritorio-. ¡No! ¡No puedo creerlo! -Corrió a su alcoba y abrió el joyero. El pendiente nasal con el diamante de un quilate que le había regalado Will Temple brillaba por su ausencia.

Repicó el teléfono y Jeannie descolgó con gesto estómago.

– Aquí, Steve Logan -dijo la voz-. ¿Cómo estás?

– Este es el día más espantoso de mi vida -dijo Jeannie, y rompió a llorar.

24

Steve Logan colgó el teléfono.

Se había duchado, afeitado y puesto ropa limpia. Tenía el estómago lleno de la lasaña que le preparó su madre. Había contado a sus padres, con todo detalle, minuto a minuto, la prueba por la que pasó. Y aunque el muchacho les dijo que estaba seguro de que retirarían los cargos en cuanto se conociera el resultado de las pruebas de ADN, los padres insistieron en la conveniencia de que dispusiera de asesoría jurídica, y Steve iba a ir a ver a un abogado a la mañana siguiente. Todo el trayecto de Baltimore a Washington se lo pasó durmiendo en el asiento trasero del Lincoln Mark de su padre, y pese a que eso difícilmente podía compensar la noche y media que permaneció despierto, ahora se encontraba en perfectas condiciones.

Y quería ver a Jeannie.

Era un deseo que le acuciaba antes de telefonearla. Y ahora que conocía el apuro en que se encontraba la muchacha, el anhelo de verla era mucho más intenso. Se moría por abrazarla y asegurarle que todo iba a arreglarse.

También barruntaba que entre los problemas de Jeannie y los suyos existía una relación. A Steve le parecía que todo empezó a ir mal para ambos a partir del momento en que Jeannie le presentó a su jefe y Berrington reaccionó de aquel extraño modo.

Steve deseaba saber más respecto al misterio de sus orígenes. No había hablado a sus padres de aquella parte. Era demasiado singular e inquietante. Pero sentía la imperiosa necesidad de tratar el tema con Jeannie.

Volvió a coger el teléfono para llamarla otra vez, pero luego cambió de idea. Seguro que ella iba a decirle que no deseaba hablar con nadie. Las víctimas de la depresión suelen comportarse así, aunque necesiten de veras un hombro sobre el que llorar. Tal vez lo que podía hacer era presentarse sin más en la puerta de su casa y decirle:

– ¡Ea, vamos a intentar animarnos mutuamente!

Se trasladó a la cocina. La madre estaba frotando el plato de la lasaña con un cepillo de alambre. El padre había ido a pasar una hora en el despacho. Steve empezó a poner cacharros en el lavavajillas.

– Mamá -dijo-, te va a parecer un poco extraño, pero…

– Vas a ir a ver a una chica -se le adelantó la madre.

Steve sonrió.

– ¿Cómo lo sabías?

– Soy tu madre, soy telepática. ¿Cómo se llama?

– Jeannie Ferrami. Doctora Ferrami.

– ¿Ahora soy una madre judía? ¿Se supone que he de sentirme impresionada por el hecho de que sea médico?

– Es doctora en ciencias, no en medicina.

– Si ya tiene el doctorado, debe de ser mayor que tú.

– Veintinueve años.

– Hummm. ¿Cómo es?

– Bueno, tirando a impresionante, ya sabes, alta y muy bien dotada, juega al tenis endiabladamente, pelo negro, ojos oscuros, nariz perforada con un delicado aro de plata, y es, en fin, fuerte, no tiene pelos en la lengua a la hora de decir de manera directa lo que cree que tiene que decir, pero también se ríe mucho, a gusto, yo le hice soltar carcajadas un par de veces, pero sobre todo es -busco la palabra adecuada-, es pura presencia, cuando está delante, uno no puede mirar a otro sitio…

Se interrumpió.

Su madre se le quedó mirando y luego dijo:

– ¡Ay, muchacho!… Te ha dado fuerte.

– Bueno, no necesariamente… -Se cortó-. Si, tienes razón. Estoy loco por esa chica.

– ¡Ella siente lo mismo por ti?

– Aún no.

Su madre le sonrió cariñosamente.

– Anda, ve a verla. Confío en que te merezca.

Steve la besó.

– ¿Cómo te las arreglas para ser tan buena persona?

– Práctica -respondió la madre.

El coche de Steve estaba aparcado en la puerta; lo habían ido a recoger al campus de la Jones Falls y su madre lo condujo de vuelta a Washington. Desembocó en la I-95 y se dirigió de nuevo a Baltimore.

A Jeannie le vendría bien un poco de afectuosa solicitud. Cuando la llamó por teléfono, ella le contó que el presidente de la universidad la había traicionado y su padre le había robado. Necesitaba que alguien derrochase cariño sobre ella y esa era una labor que él estaba cualificado y deseoso de cumplir.

Mientras conducía se la imaginó sentada a su lado, riendo y diciendo cosas como: «Me alegro de que hayas vuelto a verme, haces que me sienta mucho mejor, ¿por qué no nos desnudamos y nos metemos en la cama?».

Hizo un alto en un centro comercial de un barrio de Mount Washington, donde compró una pizza de marisco, una botella de vino blanco de diez dólares, un recipiente de helado Ben amp; Jerry -sabor Rainforest Crunch- y diez claveles amarillos. Captó su atención un titular acerca de la Genético, S. A. que destacaba en la primera plana del The Wall Street Journal. Recordó que era la empresa que había financiado la investigación de Jeannie sobre los gemelos. Al parecer estaba a punto de hacerse cargo de ella la Landsmann, una corporación alemana. Compró el periódico.

El deleite de sus fantasías se vio ensombrecido por la intranquilidad que le produjo de pronto la idea de que tal vez Jeannie hubiese salido después de haber hablado con él. O quizás estuviera en casa, pero se negase a abrir la puerta. O tal vez tuviera visita.

Se alegró al ver un Mercedes 230C rojo estacionado cerca del edificio. Luego se dijo que Jeannie podía haberse ido a pie. O en taxi. O en el coche de alguna amiga.

Tenía portero automático. Pulsó el timbre del interfono y miró el altavoz, deseando que emitiese algún ruido. No ocurrió así. Volvió a tocar el timbre. Se oyó un chasquido. El corazón le dio un salto en el pecho. Una voz irritada preguntó:

– ¿Quién es?

– Steve Logan. He venido a levantarte el ánimo.

Una pausa prolongada.

– No tengo ganas de recibir visitas, Steve.

– Déjame al menos entregarte unas flores.

Jeannie no contestó. Está asustada, pensó Steve, y se sintió amargamente desilusionado. Ella le había dicho que le creía inocente, pero eso fue cuando se encontraba segura al otro lado de los barrotes. Ahora que él se encontraba ante su puerta y Jeannie estaba sola, la cosa ya no era tan fácil.

– No habrás cambiado de idea acerca de mí, ¿verdad? -dijo. Steve-. ¿Aún crees que soy inocente? Si no es así, me iré.

Sonó un zumbido y se abrió la puerta.

Steve se dijo que no era mujer que resistiese un desafío.

El muchacho entró en un pequeño vestíbulo en el que había dos puertas. Una estaba abierta de par en par y conducía a una escalera. En lo alto de la misma se erguía Jeannie, con una camiseta de manga corta y luminoso color verde.

– Supongo que es mejor que subas -invitó.

No era la más entusiasta de las bienvenidas, pero Steve sonrió y subió la escalera con los regalos en una bolsa de papel. Jeannie le introdujo en una sala de estar con cocina americana. Steve observó que a la muchacha le gustaba el blanco y negro con salpicaduras de colores vivos. Tenía un sofá negro con cojines anaranjados, un reloj azul eléctrico en una pared blanca, pantallas de color amarillo brillante, y un blanco mostrador de cocina con tazas de café rojas.

Dejó la bolsa encima del mostrador.

– Verás -dijo-, lo que te hace falta es comer algo. En cuanto lo hagas, te sentirás mejor. -Sacó la pizza-. Y un vaso de vino te rebajará la tensión. Luego, cuando estés preparada para concederte un tratamiento especial, puedes tomarte este helado directamente del envase de cartón, no tienes por qué ponerlo en un plato. Y cuando toda la comida y la bebida se haya acabado, aún te quedarán las flores. ¿Vale?

Le contempló como si fuera una criatura llegada de Marte.

– Y de todas formas -continuó Steve-, se me ocurrió que necesitabas además que viniese alguien aquí y te dijera que eres una persona maravillosa y especial.

A Jeannie se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¡Vete a hacer puñetas! -exclamó-. ¡Yo nunca lloro!

Steve apoyó las manos en los hombros de Jeannie. Era la primera vez que la tocaba. Probó a acercársela. Ella no opuso resistencia. Casi sin atreverse a creer en su buena suerte, la abrazó. Era casi tan alta como él. Jeannie apoyó la cabeza en el hombro de Steve y los sollozos sacudieron su cuerpo. Él le acarició los cabellos. Era un pelo suave y espeso. Steve tuvo una erección y se retiró un poco, confiando en que ella no lo hubiera notado.

– Todo se arreglará -dijo, abrazándola nuevamente-. Ya verás como las cosas se solucionan.

Jeannie permaneció en sus brazos durante un largo y delicioso momento. Steve notó la cálida tibieza de su cuerpo e inhaló su perfume. Se preguntó si debía atreverse a besarla. Vaciló, temeroso de que si precipitaba los acontecimientos, ella le rechazase. Luego, el instante pasó y Jeannie se apartó.

Se limpió la nariz con el faldón de la holgada camiseta y al hacerlo brindó a Steve un sensual vistazo al estómago liso y atezado por el sol.

– Gracias -articuló Jeannie-. Necesitaba un hombro sobre el que llorar.

Le descorazonó el tono un tanto despreocupado. Para él fue un instante de intensa emoción; para ella, solo un alivio de la tensión.

– Es parte del servicio -dijo Steve, irónico, y al instante se dijo que había perdido una magnífica ocasión de quedarse callado.

Jeannie abrió un aparador y sacó platos.

– Ya me siento mejor -dijo-. Comamos.

Steve se encaramó a un taburete ante el mostrador de la cocina. Cortó la pizza y descorchó la botella de vino. Disfrutó de la contemplación de los movimientos de la mujer por la casa: viéndola cerrar un cajón con un golpe de cadera, mirar con los párpados entrecerrados la tonalidad del vino que contenía la copa, coger el sacacorchos con sus dedos largos y hábiles. Recordó la primera chica de la que se había enamorado. Se llamaba Bonnie y tenía siete años, los mismos que él entonces; y Steve se había quedado mirando aquellos bucles rubio fresa y aquellos ojos verdes y pensó que era un milagro que pudiera existir alguien tan perfecto en el patio de la Escuela Primaria de Spiller Road. Durante una temporada albergó la idea de que pudiera ser realmente un ángel.

No creía que Jeannie fuese un ángel, pero parecía envolverla una fluida gracia física que le hacía sentir la misma portentosa sensación.

– Tienes una tremenda capacidad de recuperación -comentó Jeannie-. La última vez que te vi, tu aspecto era horrible. De eso hace sólo veinticuatro horas, pero pareces nuevo.

– Salí bastante bien librado. Sólo me duele un poco en el punto donde el detective Allaston me golpeó la cabeza contra la pared y la contusión que me produjo Gordinflas Butcher al patearme las costillas a las cinco de esta mañana, pero se me pasará enseguida, siempre y cuando no vuelvan a meterme en chirona.

Apartó esa idea de la cabeza. No iba a volver a la celda; la prueba de ADN lo eliminaría como sospechoso.

Le dio un repaso visual a la librería de Jeannie. Había muchos títulos ajenos a la narrativa. Biografías de Darwin, Einstein y Francis Bacon; unas cuantas mujeres novelistas que él no había leído: Erica Jong y Joyce Carol Oates; cinco o seis Edith Wharton, algunos clásicos modernos.

– ¡Vaya, veo que tienes mi novela favorita de toda la vida! -comentó.

– Deja que adivine: Matar un ruiseñor.

Steve se quedó atónito.

– ¿Cómo lo sabes?

– Vamos. El protagonista es un abogado que se enfrenta a los prejuicios sociales para defender a un hombre inocente. ¿No es ese tu gran sueño? Además, no creo que hubieses elegido The Women's Room.

Steve sacudió la cabeza, resignado.

– Sabes muchas cosas acerca de mí. Le acobardas a uno.

– ¿Cuál crees que es mi libro preferido?

– ¿Se trata de una prueba?

– Apuesta algo.

– Ah… ejem, Middlemarch.

– ¿Por qué?

– La protagonista es una mujer fuerte, independiente.

– ¡Pero no hace nada! De cualquier modo, el libro que tenía en la cabeza no es ninguna novela. Te doy otra oportunidad.

Steve meneó la cabeza.

– No es novela. -Tuvo un golpe de inspiración-. Ya sé. La historia de un brillante y distinguido descubrimiento que explicaba algo crucial para la existencia del hombre. Apuesto a que es La doble hélice.

– ¡Eh, muy bien!

Empezaron a comer. La pizza aún estaba caliente. Jeannie permaneció pensativamente silenciosa durante unos minutos, al cabo de los cuales comentó:

– Hoy realmente la he fastidiado Ahora me doy cuenta. Tenía que haber mantenido toda la crisis en tono menor. Tenía que haber repetido: «Bueno, quizá, podemos discutirlo, no me obliguen a tomar una decisión precipitada». En vez de hacer eso, desafié a la universidad y luego empeoré las cosas hablando con la prensa.

– La impresión que tengo de ti es que eres una persona nada inclinada al compromiso -dijo Steve.

Jeannie asintió.

– Una cosa es no ser dada al compromiso y otra es ser estúpida.

Le enseñó el The Wall Street Journal.

– Esto puede explicar por qué en estos instantes tu departamento es hipersensible a la publicidad negativa. Tu patrocinador está a punto de traspasar la empresa.

Jeannie leyó el primer párrafo.

– Ciento ochenta millones de dólares, ¡caray! -Siguió leyendo mientras masticaba un trozo de pizza. Cuando acabó el artículo sacudió la cabeza-. Tu teoría es interesante, pero no me convence.

– ¿Por qué no?

– Era Maurice Obell, no Berrington, quien parecía estar contra mí. Aunque Berrington pueda ser rastrero como una serpiente, según dicen. De todas formas, no soy tan importante. Para los patrocinadores de la Genético no soy más que una parte ínfima de sus proyectos de investigación. Ni siquiera aunque mi trabajo violase verdaderamente la intimidad de las personas, sería eso suficiente escándalo para poner en peligro una operación de compraventa multimillonaria.

Steve se limpió los dedos con una servilleta de papel y cogió la fotografía enmarcada de una mujer con un niño de pecho. La mujer se parecía un poco a Jeannie, aunque tenía el pelo liso.

– ¿Es tu hermana? -preguntó.

– Sí. Patty. Ya tiene tres hijos… todos varones.

– Yo no tengo hermanos ni hermanas -dijo Steve. Luego se acordó-. A menos que se cuente a Dennis Pinker. -Cambió la expresión de Jeannie y Steve dijo-: Me miras como a un espécimen.

– Perdona. ¿Probamos el helado?

– Pues claro.

Jeannie puso la cubeta encima de la mesa y sacó dos cucharas. Eso le pareció a Steve de perlas. Comer del mismo recipiente era un paso más hacia el beso. Jeannie comía con delectación. El muchacho se preguntó si haría el amor con el mismo glotón entusiasmo.

Steve tragó una cucharada de Rainforest Crunch y dijo:

– Me alegra infinito que creas en mí. Seguro que a los polis no les ocurre lo mismo.

– Si fueras un violador, mi teoría saltaría hecha pedazos.

– A pesar de todo, pocas mujeres me hubieran abierto la puerta de su casa por la noche. En especial si creyesen que tengo los mismos genes que Dennis Pinker.

– Yo dudé antes de hacerlo -confesó Jeannie-. Pero me has demostrado que tenía razón.

– ¿Cómo?

Jeannie indicó los restos de la cena.

– Si una mujer atrae a Dennis Pinker, este tira de cuchillo y le ordena que se quite las bragas. Tú trajiste una pizza.

Steve se echo a reír.

– Puede parecer divertido -dijo Jeannie-, pero existe un mundo de diferencia.

– Hay una cosa que debes saber acerca de mí -advirtió Steve-. Un secreto.

Ella dejó la cuchara.

– ¿Qué?

– Una vez casi maté a alguien.

– ¿Cómo?

Steve le contó la historia de su pelea con Tip Hendricks.

– Por eso me preocupaba tanto todo ese asunto acerca de mis orígenes -dijo-. No puedes imaginar lo inquietante que resulta que le digan a uno que es posible que papá y mamá no sean sus padres. ¿Y si resulta que mi verdadero padre es un asesino?

Jeannie denegó con la cabeza.

– Entablaste una pelea escolar que se te fue de las manos. Eso no te convierte en un psicópata. ¿Y qué me dices del otro chico? Ese tal Tip.

– Alguien lo mató cosa de un par de años después. Por entonces se dedicaba al tráfico de drogas. Tuvo una discusión con su proveedor y el individuo le descerrajó un tiro en la cabeza y lo dejó seco.

– El psicópata era él, supongo -dijo Jeannie-. Eso es lo que les suele ocurrir. Les es imposible evitar los jaleos. Un chicarrón fuertote como tú puede tener un encontronazo con la ley, pero sobrevive al incidente y sigue adelante, llevando una vida normal. En cambio Dennis estará entrando y saliendo de la cárcel hasta que alguien lo mate.

– ¿Cuántos años tienes, Jeannie?

– No te ha gustado que te llame chicarrón fuertote.

– Tengo veintidós años.

– Yo veintinueve. Una gran diferencia de edad.

– ¿Te parezco un crío?

– Verás, no lo sé, un hombre de treinta años probablemente no se habría pegado la paliza de venir desde Washington sólo para traerme una pizza. Eso es algo impulsivo.

– ¿Lamentas que lo haya hecho?

– No. -Le tocó la mano-. Me alegra de verdad.

Steve ignoraba hasta dónde iba a llegar con ella. Pero Jeannie había llorado sobre su hombro. Pensó que una mujer no utiliza a un chico para eso.

– ¿Cuándo sabrás algo seguro sobre mis genes? -preguntó.

Jeannie consultó su reloj.

– Es probable que el borrador ya esté terminado. Lisa hará la película por la mañana.

– ¿Quieres decir que la prueba está concluida ya?

– Más o menos.

– ¿No podemos echar un vistazo al resultado ahora? Se me hace muy duro esperar a ver si tengo o no el mismo ADN que Dennis Pinker.

– Supongo que sí que podemos -dijo Jeannie-. También a mi me corroe la curiosidad.

– ¿A qué esperamos, pues?

25

Berrington Jones disponía de una tarjeta de plástico que le facultaba para abrir cualquier puerta de la Loquería.

Nadie más estaba enterado de ello. Con toda su inocencia los profesores numerarios imaginaban que sus cuartos eran privados. Sabían que los integrantes del personal de limpieza tenían llaves maestras. Lo mismo que los guardias de seguridad. Pero al profesorado nunca se le ocurrió que pudiera no ser muy difícil echar mano a una llave que se les proporcionaba incluso a los encargados de limpiar las instalaciones.

Con todo, Berrington no había utilizado nunca su llave maestra. Husmear era indigno: algo ajeno a su estilo. Pete Watlingson seguramente tendría fotos de chicos desnudos en el cajón de su escritorio; Ted Ransome indudablemente guardaría un poco de marihuana en alguna parte; era harto posible que Sophie Chapple tuviera un vibrador para consolarse durante las largas tardes solitarias, pero Berrington no quería saber nada de todo aquello. La llave maestra era sólo para las emergencias.

Aquella era una emergencia.

La universidad había ordenado a Jeannie que dejase de utilizar su programa informático de búsqueda y habían anunciado al mundo que se había suspendido el empleo de dicho programa, pero ¿cómo podía el tener la seguridad de que era así? No estaba en situación de ver los mensajes electrónicos que volaban por las líneas telefónicas de una terminal a otra. Durante toda la jornada no cesó de atormentarle la idea de que Jeannie pudiese estar examinando otra base de datos. Y a saber lo que podía encontrar.

De modo que Berrington había vuelto a su despacho y ahora estaba sentado ante su mesa, mientras el cálido crepúsculo se condensaba sobre los edificios de ladrillo rojo del campus. Golpeteaba con la tarjeta de plástico el ratón del ordenador, dispuesto a hacer algo que iba contra su instinto y contra todos sus principios. Su dignidad era algo precioso. La había ido alimentando desde edad muy temprana. Ya de niño, en el colegio, sin un padre que le aleccionara acerca del modo de hacer frente a las riñas infantiles y con una madre excesivamente preocupada por la felicidad del chico, Berrington había ido creándose poco a poco un aire de superioridad, un aislamiento que le protegía. En Harvard había observado furtivamente a un compañero de clase perteneciente a una familia adinerada desde varias generaciones atrás. Tomó buena nota de los detalles de sus cinturones de cuero y pañuelos de hilo, de sus trajes de tweed y sus fulares de cachemira: aprendió la forma elegante de desdoblar la servilleta y manejar la silla ofreciendo asiento a una dama; se maravilló de la mezcla de naturalidad y deferencia con la que el muchacho trataba a los profesores, del encanto superficial y la frialdad subyacente en sus relaciones con los socialmente inferiores. Cuando Berrington inició su master ya estaba ampliamente preparado para convertirse en un brahmán.

Y era difícil desembarazarse de la capa de dignidad. Algunos profesores podían quitarse la chaqueta y saltar al campo para jugar un partido informal de fútbol americano, mezclándose con los estudiantes, pero Berrington era incapaz de ello. Los alumnos nunca le contaban chistes ni le invitaban a sus fiestas, pero tampoco se insolentaban con él, hablaban en clase o cuestionaban sus lecciones.

En cierto sentido, toda su vida, desde la fundación de la Genético, había sido un engaño, pero el la llevaba con audacia y airosa arrogancia. Sin embargo, no era propio de él introducirse subrepticiamente en la habitación de otra persona y dedicarse a registrarla.

Consultó su reloj. El laboratorio ya estaría cerrado. La mayor parte de sus colegas se habrían ido ya, hacia sus casas o hacia el bar del Club de la Facultad. Era un momento tan bueno como cualquier otro. No existía hora alguna que garantizase que el edificio se encontrase totalmente vacío; los científicos trabajaban según su talante y a cualquier hora. De sorprenderle alguien, Berrington tendría que aguantar el tipo y echarle descaro.

Abandonó su despacho, bajó por la escalera y anduvo pasillo adelante hasta la puerta de Jeannie. No se veía a nadie. Introdujo la tarjeta en la ranura del lector y se abrió la puerta. Entró, encendió la luz y cerró tras de sí.

Era el despacho más pequeño del edificio. En realidad, se trataba de un pequeño almacén, pero Sophie Chapple insistió pérfidamente en asignárselo a Jeannie como despacho, sobre la base falaz de que para guardar las cajas de cuestionarios impresos que usaba el departamento se necesitaba una habitación más espaciosa. Era una estancia estrecha con una ventana insignificante. Sin embargo, Jeannie la había animado extraordinariamente con sólo dotarla de un par de sillas de madera pintadas de rojo brillante, una maceta con una palma larguirucha y la reproducción de un grabado de Picasso: una escena taurina con vívidos toques de amarillo y naranja.

Berrington cogió el retrato enmarcado de encima del escritorio. Era la fotografía en blanco y negro de un hombre bien parecido, con patillas y corbata ancha, junto a una joven de expresión decidida; los padres de Jeannie, allá por los setenta, supuso. Aparte la foto, el escritorio estaba completamente limpio de objetos. Chica ordenada.

Berrington se sentó y encendió el ordenador. Mientras el aparato cargaba, el hombre procedió a registrar los cajones. El de arriba contenía bolígrafos y cuadernos de notas. En otro encontró una caja de compresas y un par de pantis dentro de un paquete por abrir. Berrington odiaba los pantis. Le encantaba acariciar recuerdos adolescentes de ligueros y medias con costura. Además, los pantis eran malsanos, como los calzoncillos de nailon. Si el presidente Proust le nombrara jefe de sanidad, ordenaría incluir en los envoltorios de pantis una advertencia indicando que eran peligrosos para la salud. En el cajón siguiente había un espejo de mano y un cepillo con unos cuantos cabellos oscuros de Jeannie entre sus cerdas; en el último cajón, un diccionario de bolsillo y un libro en rústica titulado A Thousand Acres. Ningún secreto hasta entonces.

En la pantalla apareció el menú de Jeannie. Berrington cogió el ratón e hizo clic sobre la Agenda. Las citas eran previsibles: clases y conferencias, horas de laboratorio, partidos de tenis, salidas para ir de copas o al cine. Tenía previsto ir el sábado al Parque Oriole, de Camden Yards, para presenciar el partido de béisbol; Ted Ransome y su esposa la habían invitado a un desayuno almuerzo el domingo a media mañana; el lunes debía pasar la revisión del coche. Berrington no encontró ninguna referencia que dijese: «Explorar los archivos médicos de la Acme Insurance». Su lista personal de «varios» era igualmente vulgarísima: «Comprar vitaminas, llamar a Ghita, regalo de cumpleaños de Lisa, repasar el modem».

Salió del diario y empezó a mirar los archivos. Había ingentes cantidades de estadísticas y hojas de cálculo. Los archivos del procesador de textos eran más reducidos; algo de correspondencia, esbozos de cuestionarios, el borrador de un artículo. Recurrió a la utilidad de «Buscar palabra» para revisar todos los directorios de WP en busca del termino «base de datos». Salió varias veces en el artículo, así como en las copias archivadas de tres cartas expedidas, pero ninguna de las referencias le informó del lugar donde Jeannie tenía intención de utilizar su programa de localización de sujetos.

– Vamos -dijo en voz alta-, tiene que haber algo, por el amor de Dios.

Jeannie contaba con un archivador, pero no contenía gran cosa; la doctora sólo llevaba allí unas semanas: Al cabo de un año o dos, el archivador estaría lleno de impresos rellenos, de datos de investigación psicológica. Ahora sólo había en un archivo unas pocas cartas, algunos memorándums en otro y fotocopias de artículos en un tercero.

En un armario encontró, boca abajo, una foto enmarcada de la propia Jeannie con un hombre alto y barbudo, ambos montados en bicicleta, junto a un lago. Berrington dedujo que se trataría de una aventura amorosa que había concluido.

Se sentía ahora aún más preocupado. Aquél era el despacho de una persona organizada, del tipo que lo planeaba todo por anticipado. Archivaba las cartas que recibía y copias de todas las que enviaba. Por fuerza debía haber allí algún indicio de lo que pensaba hacer en el futuro inmediato. No tenía motivo alguno para llevarlo en secreto; hasta aquel mismo día no surgió la menor sugerencia de que hubiese algo de lo que avergonzarse. Sin duda debía estar proyectando otro barrido de alguna base de datos. La única explicación posible para la ausencia de pistas consistía en suponer que efectuó los convenios por teléfono o personalmente, acaso con alguna amistad íntima. Y si tal era el caso, difícilmente iba él a encontrar algo escudriñando el despacho de Jeannie.

Oyó pasos en el corredor y se puso tenso. Se produjo el chasquido de una tarjeta al introducirse en el lector. La mirada impotente de Berrington fue a clavarse en la puerta. Nada podía hacer: le habían cogido con las manos en la masa, sentado ante el escritorio de la doctora Ferrami, con el ordenador encendido. No podía alegar que había entrado allí accidentalmente. Se abrió la puerta. Esperaba ver a Jeannie, pero el que apareció en la entrada fue un guardia de seguridad.

El hombre le conocía.

– Ah, hola, profesor -dijo-. Vi la luz encendida y pensé que debía echar un vistazo. La doctora Ferrami acostumbra a tener la puerta abierta cuando esta aquí.

A Berrington le costó un esfuerzo ímprobo no sonrojarse.

– Todo va bien -tranquilizó. «Nada de disculpas, nada de justificaciones»-. Me aseguraré de que dejo bien cerrada la puerta cuando haya terminado.

– Estupendo.

El guardia se quedó en silencio, a la espera de una explicación.

Berrington apretó las mandíbulas. Transcurridos unos segundos, el hombre dijo:

– Bien, buenas noches, profesor.

– Buenas noches.

El guardia se marchó.

Berrington se relajó. «Ningún problema.»

Se cercioró de que el modem estaba conectado, pulsó el ratón sobre América Online y accedió al buzón de Jeannie. La terminal estaba programada para facilitarle automáticamente la contraseña. Jeannie tenía allí tres objetos postales. Los transfirió a la pantalla. El primero era una nota acerca del aumento de tarifas para la utilización de Internet. El segundo procedía de la Universidad de Minnesota y decía:


Estaré el viernes en Baltimore y me gustaría tomar una copa contigo en honor de los viejos tiempos. Un beso, Will.


Berrington se preguntó si Will sería el muchacho de la barba que aparecía en la foto de la bicicleta. Pasó a la tercera carta.

Le electrizó.


Te tranquilizará saber que esta noche voy a explorar nuestro archivo de huellas digitales. Llámame. Ghita.


Era del FBI.

– Hija de puta -murmuró Berrington-. Nos vas a matar.

26

Berrington no se atrevió a contar por teléfono el asunto de Jeannie y el archivo de huellas dactilares del FBI. Los servicios de inteligencia controlaban infinidad de llamadas telefónicas. La vigilancia se hacía actualmente mediante ordenadores programados para proceder a la toma inmediata de la conversación en cuanto sonasen determinadas palabras y frases clave. Si alguien decía «plutonio», «heroína» o «matar al presidente», la computadora grabaría el diálogo y alertaría al oyente humano. Lo que menos necesitaba Berrington era que un escucha de la CIA empezara a preguntarse por qué el senador Proust se sentía tan interesado por los archivos de huellas dactilares del FBI.

De modo que subió a su plateado Lincoln Town Car y se lanzó por la carretera Baltimore -Washington a ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora. Rebasaba con frecuencia el límite de velocidad. Lo cierto era que a Berrington le sacaban de sus casillas toda clase de reglas. Era una contradicción en su persona, lo reconocía. Odiaba a los participantes en las marchas por la paz y a los drogadictos, a los homosexuales y a las feministas, a los músicos de rock y a todos los inconformistas que se burlaban de las tradiciones estadounidenses. Sin embargo, al mismo tiempo, le ofendía toda persona que tratara de decirle dónde debía aparcar su coche, cuánto tenía que pagar a sus empleados o el número de extintores que estaba obligado a poner en su laboratorio.

Al volante de su automóvil, se preguntó qué tal serían los contactos de Jim Proust en los servicios de inteligencia. ¿Se trataba simplemente de un puñado de viejos soldados sentados en corro y dedicados a contar batallitas acerca de sus hazañas extorsionando a manifestantes antibélicos y asesinando a presidentes sudamericanos? ¿O estaban todavía en primera línea de fuego? ¿Continuaban ayudando a otros, como la Mafia, y consideraban la devolución de un favor como un deber poco menos que religioso? ¿O, ya se habían acabado aquellos tiempos? Había transcurrido una eternidad desde que Jim dejo la CIA; incluso era posible que estuviese ya completamente desconectado.

Era tarde, pero Jim se encontraba en su despacho del edificio del Capitolio, esperando a Berrington.

– ¿Qué diablos ha pasado que no podías decirme por teléfono? -le preguntó.

– Esa chica está a punto de meter su programa informático en el archivo de huellas dactilares del FBI.

Jim se puso pálido.

– ¿Le resultará?

– Le resultó con los historiales odontológicos, ¿por qué no va a funcionarle con las huellas dactilares?

– ¿Santo Dios! -exclamó Jim, consternado.

– ¿Cuántas huellas tienen en archivo?

– Más de veinte millones de juegos, me parece recordar. No es posible que todos sean criminales. ¿Cuántos delincuentes hay en Estados Unidos?

– No lo sé, quizá conservan también las huellas de los que han muerto. Mira, Jim, por el amor de Dios. ¿No puedes cortar de raíz lo que esta sucediendo?

– ¿Quién es su contacto en el FBI?

Berrington le tendió la salida impresa tomada del correo electrónico de Jeannie. Mientras Jim lo examinaba, Berrington miró a su alrededor. En las paredes de su despacho, Jim tenía fotos de sí mismo con todos y cada uno de los presidentes de Estados Unidos posteriores a Kennedy. Allí estaba el uniformado capitán Proust saludando a Lyndon Johnson; el comandante Proust, con la cabeza aún cubierta por una lisa cabellera rubia, estrechando la mano a Dick Nixon; el coronel Proust fulminando siniestramente con la mirada a Jimmy Carter; el general Proust compartiendo un chiste con Ronald Reagan, ambos riéndose a mandíbula batiente; Proust en traje de calle, subdirector de la CIA, en sesuda conversación con un George Bush de ceño fruncido; y el senador Proust, ahora calvo y con gafas, agitando el índice ante Bill Clinton. También había fotos de Proust bailando con Margaret Thatcher, jugando al golf con Bob Dole y montado a caballo, cabalgando junto a Ross Perot. Berrington tenía unas cuantas fotos similares, pero las de Jim formaban toda una maldita galería completa. ¿A quién trataba de impresionar? Era muy probable que a sí mismo. Verse continuamente con las personas más poderosas del mundo convencía a Jim de que era un personaje importante.

– Jamás oí aludir a alguien que se llame Ghita Sumra -dijo Jim-. No puede tratarse de alguien que esté muy arriba.

– ¿A quién conoces en el FBI? -se impacientó Berrington.

– ¿Conoces a los Creanes, David y Hilary?

Berrington denegó con la cabeza.

– El es un director asistente, ella una alcohólica redimida. Ambos se andan por la cincuentena. Hace diez años, cuando yo llevaba la CIA, David trabajó para mí en la Directiva Diplomática: vigilaba todas las embajadas extranjeras y sus secciones de espionaje. Me caía bien. De cualquier modo, una tarde Hilary se emborrachó, salió por ahí en su Honda Civic y mató a una niña de seis años, una chica negra, en Beulah Road, cerca de Springfield. No se detuvo, siguió hasta un centro comercial, y llamó desde allí a Dave, que estaba en Langley. El acudió a buscarla en su Thunderbird, la recogió, la llevó a casa y luego puso una denuncia, declarando que les habían robado el Honda.

– Pero algo salió mal.

– Hubo un testigo del accidente que estaba seguro de que el coche lo conducía una mujer blanca de edad mediana y un detective obstinado que sabía que son muy pocas las mujeres que roban automóviles. El testigo identificó de manera positiva a Hilary, la cual se vino abajo y confesó.

– ¿Cómo acabo el asunto?

– Fui al fiscal del distrito. Quería meterlos a los dos en la cárcel. Le juré que aquel caso era una importante cuestión de seguridad nacional y le convencí para que retirara las acusaciones. Hilary empezó a ir a Alcohólicos Anónimos y no ha vuelto a beber desde entonces.

– Y a Dave lo transfirieron a la Oficina, donde se las ha arreglado bastante bien.

– Y, muchacho, están en deuda conmigo.

– ¿Puede parar los pies a esa tal Ghita?

– Es uno de los nueve directores asistentes que despachan con el subdirector. No lleva la división de huellas dactilares, pero es un tipo bastante influyente.

– Pero ¿puede hacerlo?

– ¡No lo sé! Se lo pediré, ¿de acuerdo? Si puede, lo hará por mí.

– Muy bien, Jim -dijo Berrington-. Coge ese condenado teléfono y pídeselo.

27

Jeannie encendió la luz del laboratorio de psicología y entró en él, seguida de Steve.

– El lenguaje genético tiene cuatro letras -explico la doctora-. A, C, G y T.

– ¿Qué representan?…

– Adenina, citosina, guanina y timina. Son los componentes químicos unidos a los largos filamentos centrales de la molécula de ADN. Forman palabras y frases del tipo de «Cada pie tiene cinco dedos».

– Pero el ADN de toda persona debe decir «Cada pie tiene cinco dedos».

– Buena observación. Tu ADN es similar al mío y al de todos los demás habitantes del planeta. Tenemos mucho en común con los animales, porque están hechos de las mismas proteínas que nosotros.

– ¿Cómo puedes determinar, entonces, la diferencia entre el ADN de Dennis y el mío?

– Entre las palabras hay trozos que no significan nada, son jerigonza de relleno. Como espacios en una frase. Se los llama oligonucleótidos, pero todo el mundo los conoce por oligos. En el espacio entre «cinco» y «dedos» puede haber un oligo que diga TETEGEGECCCC, repetido.

– ¿Todos tenemos TETEGEGECCCC?

– Sí, pero el número de repeticiones varía. Mientras que tú puedes tener treinta y un oligos TETEGEGECCCC entre «cinco» y «dedos», tal vez yo tenga doscientos ochenta y siete. Carece de importancia la cantidad que uno tenga, puesto que el oligo no significa absolutamente nada.

– ¿Cómo comparas mis oligos con los de Dennis?

Jeannie le mostró una placa rectangular del tamaño y la forma de un libro.

– Cubrimos esta placa con un gel, tallamos unas muescas en la parte superior y vertemos muestras de tu ADN y del de Dennis en las muescas. Luego ponemos la placa aquí dentro. -Encima del banco había un pequeño depósito de cristal. Sometemos el gel a una corriente eléctrica durante un par de horas. Eso hace que los fragmentos de ADN rezumen a través del gel en líneas rectas. Pero los fragmentos pequeños se desplazan más deprisa que los grandes. De modo que los tuyos, que tienen treinta y un oligos, acabarán por delante de los míos, con sus doscientos ochenta y siete.

– ¿Cómo compruebas hasta dónde llegan en su desplazamiento?

– Usamos productos químicos llamados sondas. Se unen a oligos específicos. Supongamos que tenemos un oligo que atrae TETEGEGECCCC. -Le mostró un trozo de tela que parecía un paño de cocina-. Tomamos una membrana de nailon empapada en solución sonda y la extendemos sobre el gel para que absorba los fragmentos. Las sondas son también luminosas, de modo que marcarán una película fotográfica. -Miró el otro depósito-. Veo que Lisa ha extendido el nailon sobre la película. -Le echó un vistazo-. Me parece que ya se ha formado la muestra. Todo lo que hay que hacer es fijar la película.

Steve intentó ver la imagen de la película mientras Jeannie la lavaba en un recipiente que contenía algún producto químico. Jeannie la aclaró después bajo el chorro del grifo. La historia de Steve estaba escrita en aquella página. Pero lo único que el muchacho pudo distinguir fue el dibujo de una escala sobre la claridad del plástico.

Por último, Jeannie lo agitó para que se secara y lo puso delante de una caja de luz.

Steve se apresuró a escudriñarlo. La película aparecía surcada, desde la parte superior hasta el fondo, por una serie de líneas rectas, de unos tres milímetros de ancho, como pistas grises. Las pistas estaban numeradas en la parte inferior de la película, del uno al dieciocho. Dentro de las pistas había unas limpias marcas negras semejantes a guiones. Aunque eso no significaba nada para Steve.

– Las marcas negras indican hasta dónde han llegado tus fragmentos en su recorrido por las pistas -explicó Jeannie.

– Pero hay dos marcas negras en cada pista.

– Eso es porque tienes dos filamentos de ADN, uno de tu padre y otro de tu madre.

– Claro. La doble hélice.

– Exacto. Y tus padres tenían oligos diferentes. -Consultó las notas escritas en una hoja de papel y luego alzó la mirada-. ¿Estás seguro de que te encuentras preparado para esto…, tanto si el resultado es en un sentido como en otro?

– Desde luego.

– Muy bien. Jeannie volvió a bajar la mirada-. La pista tres es tu sangre.

Había dos marcas, separadas cosa de dos centímetros y medio, hacia la mitad vertical de la película.

– La pista cuatro es un control. Probablemente sea mi sangre o la de Lisa. Las marcas deberían estar en posiciones completamente distintas.

– Lo están.

Las dos marcas se encontraban bastante juntas, en la parte inferior de la película, cerca de los números.

– La pista cinco es Dennis Pinker. ¿Están las marcas en la misma posición que las tuyas o en una posición distinta?

– En la misma -dijo Steve-. Coinciden perfectamente.

Jeannie le miró.

– Steve, sois gemelos -dijo.

No quería creerlo.

– ¿Existe alguna posibilidad de error?

– Claro -repuso Jeannie-. Hay una posibilidad entre cien de que dos individuos sin conexión alguna puedan tener un fragmento del mismo ADN materno y paterno. Normalmente probamos cuatro fragmentos distintos, utilizando diferentes oligos y sondas. Eso reduce la posibilidad de error a una entre cien millones. Lisa efectuará tres pruebas más; cada una de ellas tarda medio día en realizarse. Pero sé cuál será el resultado. Y tú también lo sabes, ¿verdad?

– Supongo que sí. -Steve suspiró-. Vale más que empiece a creer eso. ¿De dónde diablos vengo?

La expresión de Jeannie era pensativa.

– Se me ha quedado en la cabeza una cosa que dijiste. «No tengo hermanos ni hermanas.» Por lo que has contado acerca de tus padres, parecen la clase de personas a las que les gustaría tener la casa llena de críos, tres o cuatro.

– Eso es cierto -dijo Steve-. Pero mamá tenía dificultades para concebir. Había cumplido los treinta y tres años y llevaba diez casada con papá cuando vine yo. Escribió un libro sobre eso: Qué hacer cuando una no puede quedar embarazada. Fue su primer superventas. Con el dinero que obtuvo compró una cabaña de verano en Virginia.

– Charlotte Pinker tenía treinta y nueve años cuando nació Dennis. Apuesto algo a que también tenía problemas de esterilidad. Me pregunto si eso no significará algo.

– ¿Cómo qué?

– No lo sé. ¿Se sometió tu madre a alguna clase de tratamiento especial?

– No he leído el libro. ¿La llamo?

– ¿Lo harías?

– De todas formas, ya es hora de que les hable de todo este misterio.

Jeannie indicó un escritorio.

– Usa el teléfono de Lisa.

Steve marcó el número de su casa. Le respondió su madre.

– Hola, mamá.

– ¿Se alegró de verte?

– Al principio, no. Pero aún estoy con ella.

– Así pues, no te odia.

Steve miro a Jeannie.

– Odiarme, no, mamá, pero piensa que soy demasiado joven.

– ¿Te está escuchando?

– Sí, y creo que empieza a sentirse incómoda, lo cual no deja de ser un principio. Mamá, estamos en el laboratorio, y tengo algo así como un rompecabezas. Parece que mi ADN es exactamente igual que el de otro sujeto que ella está estudiando, un individuo que se llama Dennis Pinker.

– No puede ser igual… tendríais que ser gemelos univitelinos.

– Lo cual sólo sería posible en el caso de que fuéramos hijos adoptados.

– Steve, tú no eres adoptado, si es eso lo que estás pensando. Y no eres gemelo de nadie. Dios sabe cómo me las hubiera arreglado para atender a dos de vosotros.

– ¿Te aplicaron alguna clase de tratamiento especial de fertilidad antes de mi nacimiento?

– Sí, me lo aplicaron. El médico me recomendó un sitio de Filadelfia en el que habían atendido a cierto número de esposas de oficiales. Se llamaba Clínica Aventina. Me sometieron a un tratamiento de hormonas.

Steve se lo repitió a Jeannie, que garabateó el nombre en una hojita de Post-it.

– El tratamiento dio resultado -continuó la madre-, y ahí estás tú, fruto de todo ese esfuerzo, sentado en Baltimore y dándole la tabarra a una preciosa señora que te saca siete años, cuando deberías encontrarte aquí, en el Distrito de Columbia, cuidando de tu anciana madre de pelo blanco.

Steve soltó una carcajada.

– Gracias, mamá.

– Oye, Steve.

– Aquí sigo.

– No vuelvas muy tarde. Ya sabes que tienes que ver a un abogado por la mañana. Será mejor que salgas de este lío legal antes de empezar a preocuparte de tu ADN.

– No volveré tarde. Hasta luego.

Steve colgó.

– Llamaré a Charlotte Pinker ahora mismo -dijo Jeannie-. Espero que no se haya ido ya a dormir. -Hojeó rápidamente el listín telefónico de Lisa y luego cogió el auricular y marcó un número. Al cabo de un momento empezó a hablar-: Hola, señora Pinker. Aquí, la doctora Ferrami, de la Universidad Jones Falls… Muy bien, gracias ¿y usted?… Confío en que no tenga inconveniente en que le haga una pregunta más… Bien, muy amable y comprensiva. Sí… Antes de quedar embarazada de Dennis, ¿siguió usted algún tratamiento de fertilidad? -Hubo una prolongada pausa y, a continuación, el semblante de Jeannie se iluminó a causa de la euforia exaltada-. ¿En Filadelfia? Si, ya la conozco… Tratamiento hormonal. Es muy interesante, me sirve de gran ayuda. Gracias otra vez. Adiós. -Colgó el auricular y exclamó-: ¡Bingo! Charlotte fue a la misma clínica.

– Eso es fantástico -dijo Steve-. Pero ¿qué significa?

– Ni idea -confesó Jeannie. Volvió a coger el teléfono y marcó el 411-. ¿Cómo puedo comunicar con el servicio de información de Filadelfia?… Gracias. -Marcó una vez más-. La Clínica Aventina. -Una pausa. Miró a Steve y comentó-: Probablemente estará cerrada desde hace años.

Steve la contemplaba, como hipnotizado. El entusiasmo ponía viveza y color en el rostro de Jeannie, mientras su cerebro funcionaba a toda velocidad. Parecía embelesada. Steve deseó fervientemente poder hacer algo más para ayudarla.

De súbito, Jeannie cogió un lápiz y garabateó un número.

– ¡Gracias! -dijo por el micrófono. Colgó-. ¡Aún está allí!

Steve parecía fascinado. El misterio de sus genes podía resolverse.

– Archivos -dijo-. La clínica debe de tener sus registros. Es posible que haya pistas.

– He de ir allí -manifestó Jeannie. Arrugó la frente, pensativa-. Tengo una nota firmada por Charlotte Pinker; podemos pedir a todas las personas entrevistadas que firmen también la suya, lo que me autorizará a examinar los historiales médicos. ¿Puedes conseguir que tu madre firme una esta noche y me la envíe por fax a la UJF?

– Pues claro.

Marcó una vez más, pulsando los números febrilmente.

– Buenas noches, ¿hablo con la Clínica Aventina?… ¿Tienen un jefe de servicio nocturno?… Muchas gracias.

Se produjo una larga pausa. Jeannie golpeteó el lápiz con impaciencia. Steve la contempló con ojos que irradiaban adoración. Por lo que a él concernía, no le importaba que aquello durase hasta la mañana.

– Buenas noches, señor Ringwood, le habla la doctora Ferrami del departamento de Psicología de la Universidad Jones Falls. Dos de los sujetos de la investigación que estoy llevando a cabo fueron atendidos en su clínica hace veintitrés años y me sería de enorme ayuda echar un vistazo a sus historiales. Me han proporcionado la correspondiente autorización que puedo remitirle por fax anticipadamente… Eso me vendría de perlas… ¿Mañana le parece bien?… Digamos, ¿a las dos de la tarde?… Es usted muy amable… Así lo haré. Gracias. Adiós.

– Clínica de fertilidad -silabeó Steve meditativamente-. ¡No leí en ese artículo del The Wall Street Journal que la Genético posee clínicas de fertilidad?

Jeannie se le quedó mirando boquiabierta.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó en voz baja-. Claro que las tiene.

– Me pregunto si no existirá alguna relación.

– Me juego algo a que la hay -dijo Jeannie.

– Si la hay, entonces…

– Entonces es muy posible que Berrington Jones sepa mucho más acerca de ti y de Dennis de lo que está dando a entender.

28

Había sido un día infame, pero al final había acabado bien, pensó Berrington al salir de la ducha.

Se contempló en el espejo. Estaba en una forma magnífica para sus cincuenta y nueve años; enjuto, derecho como una vela, con la piel ligeramente atezada y el estómago casi completamente liso. Tenía el vello púbico oscuro, pero ello era debido a que se lo teñía para evitar el embarazoso tono gris impuesto por los años. Para Berrington resultaba muy importante estar en condiciones de desnudarse delante de una mujer sin tener que apagar la luz.

Inició la jornada convencido de que le había puesto el pie en el cuello a Jeannie Ferrami, pero la muchacha demostró ser más dura de lo que él esperaba. No volveré a subestimarla, se dijo.

Por el camino de vuelta de Washington se había dejado caer por casa de Preston Barck para informarle de los últimos acontecimientos. Como siempre, Preston se mostró más preocupado y pesimista de lo que la situación requería. El talante de Preston afectó a Berrington hasta tal punto que regresó a su domicilio envuelto en negros nubarrones. Pero cuando entró en la casa el teléfono estaba sonando y Jim, expresándose en una clave improvisada, le confirmó que David Creane cortaría en seco la colaboración que el FBI pudiera prestar a Jeannie. Había prometido efectuar aquella misma noche las llamadas telefónicas precisas.

Berrington se secó con una toalla y se puso un pijama azul de algodón y un albornoz de rayas azules y blancas. Marianne, el ama de llaves, tenía la noche libre, pero en el frigorífico había una cazuela: pollo a la provenzal, de acuerdo con la nota que la mujer dejara escrita con su meticulosa e infantil caligrafía. Puso el recipiente en el horno y se sirvió un vasito de whisky Springbank. En el momento en que tomaba el primer sorbo, sonó de nuevo el teléfono.

Era su ex esposa, Vivvie.

– El The Wall Street Journal dice que vas a ser rico -dijo.

Berrington se la imaginó: una rubia esbelta, de sesenta años, sentada en la terraza de su casa de California, admirando la puesta del sol que se ocultaba bajo el horizonte del Océano Pacífico.

– Supongo que quieres volver conmigo.

– Se me ocurrió, Berry. Lo pensé muy seriamente durante lo menos diez segundos. Después me di cuenta de que ciento ochenta millones de dólares no eran suficientes.

El comentario provocó la risa de Berrington.

– De verdad, Berry. Me alegro por ti.

El sabía que era sincera. Vivvie poseía ahora una espléndida fortuna propia. Al dejarle se dedicó a los negocios inmobiliarios en Santa Bárbara y le fue de maravilla.

– Gracias.

– ¿Qué vas a hacer con el dinero? ¿Dejárselo al chico?

El hijo de ambos estudiaba con vistas a obtener el título de contable colegiado.

– No le hará falta, ganará una fortuna ejerciendo la profesión de tenedor de libros. Puede que le ceda un poco a Jim Proust. Va a presentarse candidato a la presidencia.

– ¿Qué conseguirás a cambio? ¿Quieres ser embajador de Estados Unidos en Paris?

– No, pero consideraría el cargo de jefe de la sanidad militar.

– ¡Eh, Berry, vas en serio! Pero supongo que no deberías hablar demasiado por teléfono.

– Cierto.

– Tengo que dejarte, mi noviete acaba de llamar al timbre. Hasta pronto, Moctezuma.

Era una vieja broma familiar.

Berrington le respondió:

– Hasta dentro de un plis plas, carrasclas.

Colgó el teléfono.

Le pareció un si es no es deprimente que Vivvie saliera de noche con alguien -no tenía idea de quién pudiera ser- mientras el se quedaba sentadito en casa a solas con un whisky. Aparte la que le produjo la muerte de su padre, la mayor tristeza que Berrington experimentó en su vida fue la que le causó el que Vivvie le dejara. No le reprochaba el que le abandonase; él le fue meticulosamente infiel. Pero la quería, y aún la echaba de menos, trece años después del divorcio. El hecho de que la culpa fuera exclusivamente de él aumentaba su tristeza. Bromear con Vivvie por teléfono le recordó cuanto se divertían juntos en los buenos tiempos.

Encendió el televisor y, mientras se calentaba la cena, se entretuvo viendo Prime Time Live. La fragancia de las hierbas que Marianne empleaba en sus guisos saturaba la estancia. Era una cocinera magnífica. Acaso porque la Martinica era posesión francesa.

Cuando retiraba del horno la cazuela, volvió a sonar el teléfono. En esa ocasión era Preston Barck. Parecía agitado.

– Acabo de hablar con Dick Minsky, de Filadelfia -anunció-. Jeannie Ferrami ha concertado una cita para mañana en la Clínica Aventina.

Berrington se dejó caer pesadamente en la silla.

– ¡Dios mío! -exclamó-. ¿Cómo diablos ha llegado a dar con la clínica?

– No lo sé. Dick no estaba allí, la llamada la tomó el jefe del servicio nocturno. Pero, al parecer, Jeannie Ferrami dijo que algunos de los sujetos de su estudio recibieron tratamiento allí años atrás y que deseaba examinar sus historiales médicos. Remitió por fax las autorizaciones y dijo que se presentaría en la clínica a las dos de la tarde. A Dios gracias, Dick telefoneó casualmente para otro asunto y el jefe del servicio de noche se lo comentó.

Dick Minsky había sido uno de los primeros empleados que contrató la Genético, allá por los años setenta. Empezó encargándose de la sección de correos; ahora era director general de las clínicas. Nunca fue miembro del círculo interior -sólo Jim, Preston y Berrington pudieron pertenecer a ese club-, pero conocía los secretos mejor guardados de la empresa. La discreción era algo innato en el.

– ¿Qué le dijiste a Dick que hiciera?

– Que cancelara la cita, naturalmente. Y que, si de todas formas la doctora apareciese, que se la quitase de encima sin más. Que le dijera que no podía ver los archivos.

Berrington sacudió la cabeza.

– No es suficiente.

– ¿Por qué?

Berrington suspiró. Preston podía alcanzar el vacío absoluto en cuanto a imaginación.

– Bueno, si yo fuera Jeannie Ferrami, llamaría a la Landsmann, pediría que se pusiera al teléfono la secretaria de Michael Madigan y le aconsejaría que examinara los archivos de la Clínica Aventina, de los últimos veintitrés años, antes de cerrar el trato conducente a la toma de posesión. Eso induciría a Madigan a hacer preguntas, ¿no te parece?

– Bien, ¿qué propones? -preguntó Preston, picajoso.

– Creo que vamos a tener que desembarazarnos de todas las tarjetas de registro, desde los setenta.

Hubo unos instantes de silencio.

– Berry, esos archivos son únicos. Científicamente, su valor es incalculable.

– ¿Crees que no lo sé? -replicó Berrington, abrupto.

– Tiene que haber otro medio.

Berrington suspiró. Aquello le hacía sentirse tan mal como a Preston. Había acariciado la ilusión de que algún día, dentro de muchos años, en el futuro, alguien escribiría la crónica de unos experimentos que abrieron nuevos caminos y se revelaría al mundo la audacia y la brillantez científica de los pioneros que los llevaron a cabo. Le destrozaba el corazón ver desaparecer aquella evidencia histórica bajo el peso de la culpa y el secreto. Pero eso era ahora inevitable.

– Mientras esos archivos existan, serán una amenaza para nosotros. Hay que destruirlos. Y lo mejor sería hacerlo ahora mismo.

– ¿Qué vamos a decir al personal?

– Mierda, no lo sé, Preston, pero imagina algo por una vez en tu vida, santo Dios. Nueva estrategia de la gerencia en cuanto a documentación. No me importa lo que les digas, con tal de que empiecen a hacerlos trizas a primera hora de la mañana.

– Supongo que tienes razón. Conforme, entraré en contacto con Dick ahora mismo. ¿Quieres llamar a Jim y ponerle al corriente?

– Claro.

– Adiós.

Berrington marcó el número del domicilio de Jim Proust. Su esposa, una mujer delgadísima y con aire de persona siempre avasallada, descolgó el aparato y le pasó a Jim.

– Estoy en la cama, Berry, ¿qué infiernos pasa ahora?

Los tres empezaban a tratarse unos a otros con malos modos.

Berrington le informó de lo que le había comunicado Preston y de lo que habían decidido hacer.

– Una resolución acertada -encomió Jim-. Pero no bastará. Esa Ferrami puede llegar a nosotros por otros caminos.

Berrington sintió un espasmo de irritación. Nada era suficiente para Jim. Le propusieran lo que le propusiesen, Jim siempre deseaba una acción más enérgica, medidas más extremas. Luego superó el acceso de fastidio. Esa vez, Jim hablaba con sentido común, reflexionó. Jeannie había demostrado ser un auténtico sabueso, que cuando olfateaba una pista no se desviaba lo más mínimo en su seguimiento. Un simple revés no la impulsaría a darse por vencida.

– Estoy de acuerdo contigo -le dijo a Jim-. Y Steve Logan se encuentra fuera de la cárcel, me enteré hace un rato, así que no está completamente sola. A largo plazo, tendremos que enfrentarnos a ella.

– Hay que darle un susto de muerte.

– Por el amor de Dios, Jim…

– Ya sé que esto hace que aflore la debilidad que llevas dentro, Berry, pero debe hacerse.

– Olvídalo.

– Mira…

– Tengo una idea mejor, Jim, haz el favor de escucharme durante un minuto.

– Está bien, te escucho.

– Voy a hacer que la despidan.

Jim meditó unos instantes.

– No sé… ¿Con eso lo solucionaremos?

– Seguro. Veras, la Ferrami imagina que ha tropezado con una anomalía biológica. Es la clase de descubrimiento con el que un científico joven puede hacer carrera. La muchacha no tiene idea de lo que subyace debajo de todo esto; cree que la universidad sólo teme la mala publicidad. Si Jeannie Ferrami pierde su empleo, no dispondrá de instalaciones ni de medios para continuar con su investigación, ni motivo alguno para aferrarse a ella. Además, estará demasiado ocupada buscando otro trabajo. Da la casualidad de que sé que necesita dinero.

– Tal vez tengas razón.

Berrington empezó a recelar. Jim mostraba una sospechosamente excesiva facilidad en estar de acuerdo con él.

– No estarás planeando hacer algo por tu cuenta y riesgo, ¿verdad? -preguntó.

Jim eludió la respuesta.

– ¿Puedes hacer eso, puedes conseguir que la despidan?

– Desde luego.

– Pero tú me dijiste el martes que eso es una universidad, no el jodido ejército.

– Cierto, uno no puede gritar al personal para que hagan lo que se les ordena. Pero me he pasado en el mundo académico la mayor parte de los últimos cuarenta años. Sé cómo funciona la maquinaria. Cuando es realmente imprescindible, puedo desembarazarme de un profesor adjunto sin casi mover un dedo.

– Vale.

Berrington frunció el entrecejo.

– Estamos juntos en esto, ¿no, Jim?

– Exacto.

– De acuerdo. Que duermas bien.

– Buenas noches.

Berrington colgó el teléfono. Su pollo a la provenzal estaba frío. Lo arrojó al cubo de la basura y se metió en la cama.

Permaneció despierto largo tiempo, pensando en Jeannie Ferrami. A las dos de la madrugada se levantó y tomó un Dalmane. El somnífero hizo efecto y, por fin, se quedó dormido.

29

Hacía mucho calor aquella noche en Filadelfia. En el edificio de viviendas estaban abiertas de par en par todas las puertas y ventanas, ninguno de los cuartos tenía aire acondicionado. Los ruidos de calle ascendían hasta el apartamento 5A del último piso: bocinazos, carcajadas, fragmentos de música. Sobre una barata mesa de pino llena de señales de rasguños y quemaduras de cigarrillo, sonaba un teléfono.

El muchacho descolgó.

– Habla Jim -dijo una voz que parecía un ladrido.

– Hola, tío Jim, ¿cómo estás?

– Preocupado por ti.

– ¿Y eso?

– Sé lo que ocurrió el domingo por la noche.

El chico titubeó, no muy seguro de lo que debía responder.

– Ya detuvieron a alguien por eso.

– Pero su amiguita cree que es inocente.

– ¿Y?…

– Va a ir a Filadelfia mañana.

– ¿Para qué?

– No lo sé a ciencia cierta. Pero creo que esa mujer es un peligro.

– Mierda.

– Puede que desearas hacer algo respecto a ella.

– ¿Cómo qué?

– Eso es cosa tuya.

– ¿Cómo puedo encontrarla?

– ¿Conoces la Clínica Aventina? Está en tu barrio.

– Claro, en Chestnut, todos los días paso por delante.

– Se encontrará allí mañana a las dos de la tarde.

– ¿Cómo la reconoceré?

– Alta, pelo oscuro, nariz perforada, de unos treinta años.

– Esas señas podrían ser las de un montón de mujeres.

– Probablemente conducirá un viejo Mercedes rojo.

– Eso reduce el número de candidatas.

– Ahora, piensa que el otro chaval está en libertad bajo fianza.

El muchacho enarcó las cejas.

– ¿Y qué?

– Pues que si la moza sufriese un accidente, después de que alguien la viera en tu compañía…

– Comprendo. Darían por supuesto que yo era él.

– Siempre tuviste rapidez de reflejos, hijo mío.

El chico se echo a reír.

– Y tú siempre tuviste malas intenciones, tío.

– Una cosa más.

– Soy todo oídos.

– Es un bombón precioso. Así que disfrútala.

– Adiós, tío Jim. Y gracias.

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