Una oleada de calor se extendía sobre Baltimore como un sudario. Cien mil aspersores refrescaban con su rocío el césped que alfombraba los exuberantes barrios residenciales, pero los vecinos ricachones permanecían dentro de sus casas con el aire acondicionado al máximo de su potencia refrigeradora. En la avenida del Norte, alicaídas busconas no se movían de la sombra y sudaban bajo los postizos y pelucas, mientras en las esquinas los mozalbetes trapicheaban la droga que extraían de los bolsillos de sus holgados pantalones cortos. Septiembre estaba en las últimas, pero el otoño parecía encontrarse muy lejos.
Un oxidado Datsun de color blanco, con el cristal de uno de los faros sujeto con dos tiras cruzadas de cinta aislante, atravesó el barrio de trabajadores blancos situado al norte del centro urbano. El coche carecía de aire acondicionado y el conductor llevaba bajado el cristal de las ventanillas. Era un individuo bien parecido, de veintidós años, ataviado con pantalones vaqueros, camiseta blanca de manga corta y una gorra roja de béisbol en cuya parte frontal figuraba la palabra SEGURIDAD en letras blancas. A causa del sudor, la tapicería de plástico resbalaba bajo sus muslos, pero el hombre no estaba dispuesto a permitir que eso le jorobase. Estaba de buen humor. La radio del automóvil sintonizaba la 92Q, «¡Veinte éxitos seguidos!». En el asiento del copiloto había una carpeta abierta. El hombre le echaba un vistazo de vez en cuando para aprenderse de memoria, con vistas a la prueba del día siguiente, las palabras técnicas de una página mecanografiada. Le resultaba fácil aprender, en cuestión de minutos habría asimilado aquel material.
En un semáforo, una rubia al volante de un Porsche descapotable se detuvo junto a él. El conductor del Datsun le dedicó una sonrisa y dijo:
– ¡Bonito coche!
La mujer desvió la mirada, sin decir palabra, pero el hombre creyó vislumbrar un conato de sonrisa en la comisura de la boca femenina. Era harto probable que, tras las enormes gafas de sol, ella le doblase la edad: ocurría así con la mayoría de mujeres que circulaban en Porsche.
– Le echo una carrera hasta el próximo semáforo -desafió el hombre.
La mujer dejó oír el musical cascabeleo de una risa matizada de coquetería un segundo antes de poner la primera con una mano fina y elegante y arrancar como un cohete.
El conductor del Datsun se encogió de hombros. Sólo estaba probando suerte.
Rodó hacia las proximidades del arbolado campus de la Universidad Jones Falls, un colegio mayor miembro de la Ivy League, la liga intercolegial de equipos deportivos universitarios, mucho más pretencioso que el colegio al que había asistido él. Al pasar por delante de la imponente puerta de acceso, se cruzó con un grupo de ocho o diez muchachas que corrían a paso ligero, vestidas con prendas de ejercicio: pantalones cortos muy ceñidos, zapatillas Nike, sudadas camisetas de manga corta y un top encima. Supuso que se trataba de un equipo de hockey sobre hierba en pleno entrenamiento y la imponente moza que iba al frente era sin duda la capitana, que las ponía en forma para la temporada.
Entraron en el campus y, de súbito, el hombre se sintió agobiado, hundido en la ciénaga de una fantasía tan impetuosa y emocionante que apenas le quedó capacidad visual para conducir. Se las imaginó en el vestuario -la regordeta enjabonándose en la ducha, la pelirroja secándose con la toalla la larga cabellera color cobre, la negra poniéndose unas braguitas de encaje blanco, el marimacho de la capitana mariposeando por allí en cueros vivos, exhibiendo su musculatura en el preciso instante en que sucedía algo que las aterrorizaba. El pánico se apoderó repentinamente de ellas, desorbitaron los ojos y prorrumpieron en histéricos sollozos y chillidos, al borde del ataque de nervios. La gordita fue a parar al suelo y allí se quedó, sumida en desconsolado llanto, mientras las demás la pisaban, distraídas, con un único y desesperado propósito: ocultarse, encontrar la puerta de salida, huir de lo que las empavorecía.
El hombre frenó al borde de la carretera y puso el automóvil en punto muerto. Respiraba entrecortadamente y percibió el martilleo de los latidos del corazón. Aquella era la mejor visión que había tenido jamás. Pero le faltaba un detalle. ¿Qué era lo que asustaba a las chicas? El hombre efectuó un minucioso reconocimiento por los reinos de su fértil imaginación y se sobresaltó al dar con lo que buscaba: fuego. Se había declarado un incendio y las llamas aterraban a las chicas. Tosían y se asfixiaban en medio de la humareda, iban de un lado para otro, medio desnudas y frenéticas.
– ¡Dios mío! -susurró el hombre, con la mirada perdida al frente, mientras veía la escena como una película que se proyectase sobre el parabrisas del Datsun.
Se calmó al cabo de un rato. La fiebre del deseo continuaba alta, pero la fantasía ya no resultaba suficiente: era como la idea de una cerveza cuando la sed le volvía loco. Se levantó los faldones de la camiseta y se secó el sudor de la frente. Se daba perfecta cuenta de que debía olvidarse de aquella quimera y reanudar la marcha; pero era demasiado maravillosa. Llevaba implícita un peligro terrible le condenarían a varios años de cárcel en el caso de que le cogieran-, pero el peligro nunca le impidió hacer lo que se le antojaba en la vida. Trató de resistir la tentación, aunque sólo durante un segundo.
– Quiero intentarlo -murmuró.
Hizo dar media vuelta al coche, franqueó la gran puerta y entró en el campus.
Había estado allí antes. El recinto de la universidad se extendía sobre una superficie de cuarenta hectáreas de espacio de césped, jardines y florestas. La mayoría de sus edificios eran de ladrillo rojo, con algunas construcciones de hormigón y cristal, todos ellos conectados entre sí mediante una maraña de estrechas carreteras flanqueadas por numerosos parquímetros.
El equipo de hockey había desaparecido, pero el automovilista encontró el gimnasio sin dificultad: era un edificio bajo, situado a continuación de una pista de atletismo, y tenía frente a la fachada la estatua de un lanzador de disco. Detuvo el coche ante un parquímetro, pero no introdujo ninguna moneda; nunca lo hacía.
De pie en la escalinata del gimnasio, la musculosa capitana del equipo de hockey hablaba con un tipo con una sudadera desgarrada. El intruso subió las escaleras con paso rápido, dedicó a la capitana una sonrisa al pasar junto a la pareja y atravesó la entrada del edificio.
Hormigueaban por el vestíbulo multitud de jóvenes de ambos sexos, que iban de aquí para allá en pantalón corto, con cinta en la cabeza, la raqueta en la mano, algunos, y la bolsa de deportes colgada del hombro, prácticamente todos. Era indudable que la mayor parte de los equipos de la universidad se entrenaban el domingo.
En medio del vestíbulo, un guardia de seguridad comprobaba desde detrás de su escritorio las tarjetas de los estudiantes; pero en aquel momento un nutrido grupo de corredores pasó por delante del vigilante, unos agitaron la tarjeta, otros se olvidaron de hacerlo y el guardia de seguridad se encogió de hombros y continuo su lectura de La zona muerta.
El extraño dio media vuelta y disimuló contemplando la colección de copas de plata expuestas en una vitrina, trofeos ganados por los atletas de la Jones Falls. Instantes después irrumpía en el vestíbulo un equipo de fútbol, diez hombres y una mujer fornida, calzados con botas de tacos, y el intruso se apresuró a mezclarse con el grupo. Cruzó la pieza como si formara parte del conjunto y descendió con ellos por la amplia escalera que llevaba al sótano.
Los futbolistas iban tan entusiasmados discutiendo los lances del partido, celebrando con risotadas un gol de suerte y manifestando su indignación por una falta que les pitaron injustamente, que no repararon en el entrometido.
Éste caminaba con andar despreocupado, pero los ojos no perdían detalle. Al pie de la escalera había un pequeño zaguán con una máquina de Coca-Cola y un teléfono público bajo una cubierta acústica. La mujer del equipo de fútbol se alejó por el largo pasillo, presumiblemente hacia el vestuario femenino, que con toda probabilidad lo habría añadido al final un arquitecto al que, allá por las fechas en las que el término ‹educación mixta› debía representar un concepto escabroso, ni por asomo se le pasaría por la cabeza la idea de que pululasen muchas jóvenes por la Jones Falls.
El intruso descolgó el teléfono y simuló buscarse en el bolsillo una moneda. Los futbolistas masculinos entraron en su vestuario. El hombre observó que la mujer empujaba una puerta y desaparecía. Seguramente aquel era el vestuario de las mujeres. Allí estarían todas, pensó el individuo, excitado, desnudas, duchándose, frotándose con la toalla. Tenerlas tan al alcance de la mano le provoco un calentón. Se enjugó la frente con el borde inferior de la camiseta.
Lo único que tenía que hacer para rematar su fantasía era darles un susto de muerte, aterrorizarlas.
Hizo un esfuerzo para tranquilizarse. No era cosa de estropearlo todo dejándose llevar por la precipitación. Necesitaba unos minutos para planearlo todo bien.
Una vez se perdieron de vista los miembros masculinos del equipo de fútbol, el invasor echó a andar por el pasillo, en pos de la mujer. Había tres puertas en el corredor, una a cada lado y otra en la pared del fondo. La mujer había entrado por la de la derecha. Al probar la del fondo descubrió que daba a una habitación de grandes proporciones, polvorienta y llena de maquinas voluminosas; supuso que se trataba de calderas y filtros para la piscina. Entró en el cuarto y cerró tras de sí. Un zumbido eléctrico, leve y uniforme, ronroneaba en el aire. Se imaginó a una de aquellas mozas delirante de pavor, en ropa íntima -nada más que el sujetador y las bragas con estampado de flores-, tendida en el suelo, mirándole con ojos aterrados mientras él se desabrochaba el cinturón. Saboreó la imagen durante unos segundos, mientras sonreía para sus adentros. Tenía a aquel pimpollo apenas a unos metros. En aquel momento, la chica puede que estuviera pensando en cómo iba a pasar la velada: quizás había quedado con el novio y tenía intención de dejarle llegar a todo aquella noche; o acaso fuese una estudiante novata de primer año, tímida y solitaria, sin otra cosa que hacer la noche del domingo más que mirar el episodio de Colombo; o tal vez tuviera que entregar al día siguiente un ejercicio y proyectaba pasarse la noche trabajando en su redacción hasta acabarlo. Nada de eso, muñeca. Ha sonado la hora de la pesadilla.
No era la primera vez que hacia esa clase de cosas, aunque nunca a tal escala. Que recordara, siempre le había encantado asustar a las chicas. En el instituto nada le gustaba más que encontrarse a solas con una muchachita, aislarla en un rincón más bien apartado y aterrorizarla hasta que rompía a llorar e imploraba clemencia. Ése era el motivo por el que se veía obligado a cambiar de colegio continuamente. A veces salía con alguna moza, sólo para ser como los demás alumnos y tener a alguien con quien entrar en el bar cogido del brazo. Si le parecía que la chavala en cuestión esperaba que se propasara, la complacía, pero eso siempre le pareció algo más bien inútil.
Se figuraba que todo el mundo tenía un capricho especial: a algunos hombres les gustaba vestir a las mujeres, otros disfrutaban obligando a la compañera a vestirse de cuero y a que les pisara con tacones de aguja. Conoció a un fulano que opinaba que la parte más sensual de una mujer eran los pies: para que se le empinara no tenia más que situarse estratégicamente en la sección de zapatería de unos grandes almacenes y dedicarse a observarlas cuando se ponían zapatos y se los volvían a quitar.
El miedo era su capricho, su aberración. Lo que hacía temblar de pánico a una mujer. Sin miedo, no había excitación.
Al examinar metódicamente el lugar observó que fija en la pared había una escala que ascendía hasta una trampilla de hierro que se cerraba por dentro. Trepó rápidamente por la escala, descorrió los pestillos del cerrojo y levantó la trampilla. Sus ojos tropezaron con los neumáticos de un Chrysler New Yorker estacionado en un aparcamiento. Se orientó: sin duda estaba en la parte de atrás del edificio. Cerró de nuevo la trampilla y bajó.
Abandonó el cuarto de máquinas de la piscina. Cuando marchaba por el pasillo, una mujer que iba en dirección contraria le dirigió una mirada hostil. Una angustia momentánea se apodero de él: la mujer podía preguntarle qué diablos estaba haciendo por las proximidades del vestuario femenino. Ponerse a discutir no entraba en el guión. Aquel punto podía tirar por tierra todo su plan. Pero los ojos de la mujer subieron hasta la gorra, tropezaron con la palabra SEGURIDAD y desviaron la mirada. La mujer, por fin, entró en el vestuario.
El intruso sonrió. Había comprado la gorra en una tienda de recuerdos; pagó por ella ocho dólares y noventa y nueve centavos. La gente estaba acostumbrada a ver guardias de seguridad vestidos con vaqueros en conciertos de rock, detectives que parecían criminales hasta que sacaban a relucir su placa, policías de aeropuerto embutidos en suéter; era demasiado trastorno solicitar la credencial a cualquier gilipollas que se llame guardia de seguridad.
Probó la puerta situada enfrente de la del vestuario de mujeres. Daba a un pequeño almacén. El hombre accionó el interruptor de la luz y cerró la puerta a su espalda. En los estantes se amontonaban piezas de equipos de gimnasia anticuados y ajados: enormes balones de color negro, raídas colchonetas de goma, mazas de gimnasia, mohosos guantes de boxeo y sillas plegables de madera astillada. También había un potro con el tapizado reventado y una pata rota. El cuarto apestaba a cerrado. Una gran tubería plateada cruzaba el techo y el hombre supuso que proporcionaría ventilación al vestuario del otro lado del pasillo.
Alzó la mano y probó las tuercas que fijaban la tubería a lo que parecía ser un ventilador. No pudo hacerlas girar con los dedos, pero en el Datsun llevaba una llave inglesa. Si lograba separar la tubería, el ventilador tomaría e impulsaría aire del pequeño almacén en vez del exterior del edificio.
Encendería su fogata justo debajo del ventilador. Se agenciaría una lata de gasolina, echaría un poco de combustible en una botella de Perrier vacía y volvería con ella, con la llave inglesa, unos cuantos fósforos y varios periódicos que utilizaría a guisa de astillas para encender la lumbre.
El fuego prendería con rapidez y originaría gran cantidad de humo. Se cubriría la boca y la nariz con un trapo húmedo y aguardaría hasta que la humareda llenase el almacén. Entonces separaría el tubo del ventilador. El conducto atraería el humo y lo llevaría al vestuario de mujeres. Al principio, nadie lo notaría. Después, una o dos olfatearían el aire y preguntarían: «¿Alguien está fumando?». Abriría la puerta del almacén y dejaría que el corredor se llenase de humo. Cuando las chicas comprendiesen que algo grave ocurría, abrirían la puerta del vestuario, pensarían que todo el edificio estaba en llamas y cundiría el pánico general.
Entonces entraría en el vestuario. Habría allí un mar de sostenes y bragas, senos, nalgas y vello púbico al aire. Algunas saldrían corriendo de las duchas, desnudas y empapadas, tantearían en busca de toallas; otras intentarían recuperar sus ropas; la mayoría tratarían de ganar la puerta, medio cegadas por el humo. Chillidos, sollozos y gritos de miedo sonarían por doquier. El continuaría fingiendo ser un guardia de seguridad y les ordenaría a voces: «¡No perdíais tiempo en vestiros! ¡Es una emergencia! ¡Fuera! ¡Todo el edificio está ardiendo! ¡Rápido! ¡Rápido!». Les daría cachetes en las posaderas, las empujaría de un lado a otro, les quitaría la ropa de las manos, las magrearía a placer. Las chicas comprenderían que algo no encajaba, pero casi todas estarían demasiado nerviosas para discernir qué podía ser. Si la fortachona de la capitana del equipo de hockey andaba todavía por allí era posible que tuviese suficiente presencia de ánimo para plantarle cara a él, pero entonces se la quitaría de en medio con un puñetazo bien dado.
Se daría una vuelta por el vestuario y elegiría a su víctima principal. Sería una chica preciosa y con aspecto vulnerable. La agarraría por un brazo, al tiempo que le diría: «Por aquí, haz el favor. Soy de seguridad». La sacaría al pasillo, para conducirla luego en la dirección equivocada: hacia la sala de máquinas de la piscina. Una vez allí dentro, cuando la chica creyera estar a salvo, él la abofetearía, le sacudiría un directo en el estomago y la arrojaría contra el suelo de cemento. La contemplaría mientras la chica rodaba sobre sí misma, se sentaba, jadeando, sollozando y mirándole con los ojos llenos de terror.
Entonces él sonreiría y se desabrocharía el cinturón.
La señora Ferrami dijo:
– Quiero irme a casa.
– No te preocupes, mamá -le tranquilizó su hija Jeannie-, vamos a sacarte de aquí antes de lo que crees.
Patty, la hermana menor de Jeannie le echó una mirada que significaba: ¿Cómo rayos supones que vamos a hacer tal cosa?
La Residencia Bella Vista del Ocaso era lo máximo que podía sufragar el seguro sanitario y en ella todo era pura fachada. La habitación contenía dos camas de hospital, otros tantos armarios, un sofá y un televisor. Las paredes estaban pintadas de color marrón champiñón y el suelo era de baldosas de plástico, de un tono crema surcado por vetas anaranjadas. La ventana tenía reja, pero no cortinas, y daba a una gasolinera. Había una jofaina en un rincón y los aseos estaban en el pasillo.
– Quiero irme a casa -repitió la madre.
– Pero, mamá -dijo Patty-, siempre te estás olvidando de las cosas, ya no puedes cuidar de ti misma.
– Claro que puedo, no te atrevas a hablarme de ese modo.
Jeannie se mordió el labio. Contempló la ruina humana en que había degenerado su madre y le entraron ganas de llorar. La señora tenía facciones enérgicas: cejas negras, ojos oscuros, nariz recta, boca amplia y sólido mentón. Los mismos rasgos se repetían en Jeannie y Patty, aunque la madre era de constitución menuda y ellas altas como el padre. Las tres tenían un carácter resuelto, tal como sugería su apariencia: «formidable» era la palabra con la que se solía calificar a las mujeres Ferrami. Pero la madre ya no volvería a ser formidable. Padecía el mal de Alzheimer.
No contaba aún sesenta años. Jeannie, que tenía veintinueve, y Patty, que andaba por los veintiséis, habían confiado en que podría cuidar de sí misma durante algunos años más, pero esa esperanza saltó hecha añicos aquella misma madrugada, a las cinco, cuando un agente de policía de Washington telefoneó para notificar que había encontrado a su madre en la calle Dieciocho. La mujer vagaba sin rumbo, vestida con un camisón sucio, y lloriqueaba y decía que no se acordaba de donde vivía.
Jeannie se puso al volante de su automóvil y, en aquella tranquila mañana de domingo, se dirigió a Washington, distante una hora de Baltimore. Recogió a su madre en la comisaría, la llevó a casa, la bañó, la vistió y luego llamo a Patty. Juntas, las dos hermanas tramitaron el ingreso de la señora Ferrami en el asilo de Bella Vista. La institución estaba en la ciudad de Columbia, entre Washington y Baltimore. Tía Rosa había pasado allí sus últimos años. Tía Rosa tenía la misma póliza de seguro sanitario que su madre.
– No me gusta este sitio -dijo la señora Ferrami.
– A nosotras tampoco -manifestó Jeannie-, pero en estos momentos es todo lo que podemos permitirnos.
Intentó que su voz sonara natural y razonable, pero lo cierto es que le salió un tono áspero.
Patty le dirigió una mirada de reproche.
– Vamos, mamá, hemos vivido en sitios peores -dijo.
Era verdad. Cuando su padre fue a la cárcel por segunda vez, la madre y las dos jóvenes vivieron en una habitación, con un hornillo encima del aparador y el grifo del agua en el pasillo. Fueron los años en que la asistencia social les ayudo a sobrevivir. Pero la madre fue una leona en la adversidad. En cuanto Jeannie y Patty empezaron a ir a la escuela, encontró una mujer de edad a la que no le importaba echar un vistazo a las chicas cuando volvían a casa, se buscó un empleo -había sido peluquera, y aun se mantenía en buena forma, aunque su estilo resultase algo pasado de moda- y no tardó en trasladarse con las chicas a un pisito de dos habitaciones situado en Adams-Morgan, que entonces era un respetable barrio de clase obrera.
Les preparaba tostadas para desayunar, enviaba a Jeannie y a Patty al colegio impecables con su vestidito limpio y después se peinaba y maquillaba -trabajando en un salón de belleza, una tenía que ir presentable- y siempre dejaba la cocina como los chorros del oro, con una bandeja de galletas encima de la mesa para cuando las niñas volviesen de la escuela. Los domingos hacían la colada y limpiaban a fondo el pisito entre las tres. Mamá siempre había sido tan capaz, tan segura, tan infatigable que a una le destrozaba el corazón ver en la cama a aquella mujer olvidadiza y quejumbrosa.
En aquel momento, la anciana frunció las cejas, como si algo la desorientara, y dijo:
– ¿Por que llevas ese aro en la nariz, Jeannie?
Jeannie se llevo los dedos al fino aro de plata y esbozo una triste sonrisa.
– Mamá, me perforé la ventana de la nariz cuando era niña. ¿No te acuerdas de que te pusiste hecha una furia? Creí que ibas a echarme a la calle.
– Se me olvidan las cosas -reconoció la mujer.
– Pues yo sí que me acuerdo -intervino Patty-. Pensé que aquello tuyo era la mayor hazaña de todos los tiempos. Claro que yo tenía once años y tu catorce; para mí, todo lo que hacías era audaz, elegante e inteligente.
– Quizá lo fuese -dijo Jeannie con burlona jactancia.
Patty rió entre dientes.
– Lo de la chaqueta naranja seguro que no lo fue.
– ¡Oh, Dios santo, aquella chaqueta! Mamá acabó quemándola después de que durmiese con ella puesta en un edificio abandonado y se me llenara de pulgas.
– De eso me acuerdo -tercio la madre de pronto-. ¡Pulgas! ¡Una hija mía!
Se mostraba indignadísima aún, quince años después.
De repente, la atmósfera se tornó más desenfadada. Aquellas reminiscencias llevaron a la memoria de las tres el recuerdo de lo unidas que habían estado. Era un buen momento para despedirse.
– Será mejor que me vaya -dijo Jeannie, al tiempo que se ponía en pie.
– Yo también tengo que marcharme -se sumo Patty-. He de hacer la cena.
Sin embargo, ninguna de las dos hizo el menor intento de dirigirse a la puerta. Jeannie tuvo la sensación de que abandonaba a su madre, de que la dejaba desamparada en un momento de necesidad. Allí, nadie la apreciaba. Debería contar con una familia que la atendiese. Jeannie y Patty deberían quedarse a su lado, cocinar para ella, plancharle el camisón y ponerle en la tele su programa favorito.
– ¿Cuándo volveréis a visitarme? -quiso saber la madre.
Jeannie titubeó. Deseaba decir: «Mañana te traeré el desayuno y estaré contigo todo el día». Pero eso era imposible: la esperaba una semana tremenda de trabajo. El sentimiento de culpa la anegó. «¿Cómo puedo ser tan cruel?»
Patty la rescató, le echó el cable de:
– Yo vendré mañana y traeré a los críos para que te vean, eso te gustará.
Pero la madre no estaba dispuesta a dejar que Jeannie se marchase tan fácilmente.
– ¿Vendrás tu también, Jeannie?
Jeannie apenas podía hablar.
– Tan pronto como pueda. -Sofocada por la pena que la asfixiaba, se inclinó sobre la cama y besó a su madre-. Te quiero, mamá. Procura tenerlo presente.
En el momento en que estuvieron en el lado exterior de la puerta, Patty rompió a llorar.
Jeannie también estuvo a punto de estallar en lágrimas, pero era la hermana mayor y hacía mucho tiempo que había adoptado la costumbre de dominar sus emociones mientras cuidaba de Patty. Pasó un brazo alrededor de los hombros de su hermana en tanto avanzaban por el aséptico pasillo. Patty no era débil, pero se sometía más a las circunstancias que Jeannie, la cual era combativa, tenaz y lanzada. La madre siempre criticaba a Jeannie y comentaba que, en carácter, debería parecerse más a Patty.
– Me gustaría tenerla en casa conmigo, pero no puedo -se lamentó Patty, apesadumbrada.
Jeannie asintió. Patty estaba casada con un carpintero llamado Zip. Vivían en una casita adosada de dos habitaciones. El segundo dormitorio lo compartían los tres chicos. Davey contaba seis años, Mel cuatro y Tom dos. No había sitio para la abuela.
Jeannie era soltera. Como profesora auxiliar en la Universidad Jones Falls ganaba treinta mil dólares al año -suponía que una barbaridad menos que el marido de Patty- y acababa de firmar la primera hipoteca sobre un piso de dos habitaciones recién adquirido y amueblado a crédito. Una de las habitaciones era sala de estar con cocina incorporada en un rincón, la otra era el dormitorio, con armario empotrado y baño minúsculo. Si le cedía la cama a su madre, ella tendría que dormir todas las noches en el sofá; y en casa no quedaría nadie para cuidar durante el día a una mujer con la enfermedad de Alzheimer.
– Yo tampoco puedo encargarme de ella -dijo.
Patty mostró su rabia a través de las lágrimas.
– ¿Entonces por qué le dijiste que la sacaríamos pronto de aquí? ¡No podemos!
Salieron al tórrido calor de la calle.
– Iré mañana al banco y pediré un crédito. La ingresaremos en una residencia mejor y pagaré la diferencia. Lo que le falte al seguro médico.
– ¿Y cómo devolverás el préstamo? -Patty fue a lo práctico.
– Me las arreglaré para que me asciendan a profesora adjunta, después obtendré plaza de catedrática, me encargarán la preparación de un libro de texto y conseguiré que tres multinacionales me contraten como asesora.
Patty sonrió a través de las lágrimas.
– Yo te creo, pero ¿te creerá el banco?
Patty siempre había tenido una fe ciega en Jeannie. Patty nunca había sido ambiciosa. En el colegio siempre estuvo por debajo del nivel medio, se casó a los diecinueve años y se dispuso a alumbrar y a criar hijos sin dar señales de lamentarlo. Jeannie era la otra cara de la moneda. Primera de la clase y gran figura de todos los equipos deportivos, había sido campeona de tenis y cursado todos los estudios gracias a becas deportivas. Fuera lo que fuese lo que dijera que iba a hacer, Patty nunca dudaba de que lo cumpliría.
Pero Patty también tenía razón, el banco no le concedería otro préstamo tan inmediatamente después de haberle financiado la compra del piso. Y Jeannie acababa de estrenarse en el cargo de profesora auxiliar: transcurrirían tres años antes de que consideraran la posibilidad de ascenderla. Cuando llegaban a la zona de aparcamiento, Jeannie dijo, a la desesperada:
– Está bien, venderé el coche.
Adoraba su automóvil. Era un Mercedes 230C de veinte años de antigüedad, un sedán rojo de dos puertas con asientos de cuero negro. Lo había comprado ocho años atrás con los cinco mil dólares que obtuvo al ganar el torneo de tenis del Mayfair Lites College. Cosa que ocurrió antes de que se pusiera de moda ser dueño de un viejo Mercedes.
– Probablemente vale ahora el doble de lo que pagué por él -dijo.
– Pero tendrás que comprarte otro coche -observó Patty, aún despiadadamente realista.
– Tienes razón -suspiró Jeannie-. En fin, siempre me queda el recurso de dar clases particulares. Va contra las reglas de la UJF, pero es muy posible que me gane mis buenos cuarenta dólares a la hora dando clases individuales de recuperación de estadística, a estudiantes ricos que suspendieron el examen en otras universidades. Tal vez saque trescientos dólares semanales; libres de impuestos si no los declaro. -Miró a su hermana a los ojos-. ¿Tú puedes aportar algo?
Patty desvió la vista.
– No lo sé.
– Zip gana más que yo.
– Me matará por decírtelo, pero podremos contribuir con unos setenta y cinco u ochenta a la semana. -Patty añadió por último-: Le pincharé un poco para que pida un aumento de sueldo. Es un poco cobardica a la hora de hacerlo, pero me consta que se lo merece, y el Jefe le aprecia.
Jeannie empezó a sentirse algo más optimista, aunque la perspectiva de pasarse los domingos dando clases a estudiantes que no habían logrado superar el examen de licenciatura le resultaba deprimente.
– Con cuatrocientos dólares semanales extra podremos conseguirle a mamá una habitación con cuarto de baño propio.
– En cuyo caso podría tener cerca algunas de sus cosas, adornos y quizás unos cuantos muebles de su piso.
– Preguntaremos por ahí, a ver si alguien sabe de algún lugar bonito.
– De acuerdo. -Patty parecía preocupada-. La enfermedad de mamá es hereditaria, ¿no? Vi algo de eso en la tele.
Jeannie asintió.
– Hay un defecto en el gen AD3, estrechamente relacionado con el inicio del mal de Alzheimer.
Jeannie recordaba que se localizaba en el cromosoma 14q24.3, pero eso sería chino para Patty.
– ¿Significa eso que tu y yo acabaremos igual que mamá?
– Significa que existen muchas probabilidades de que sea así.
Permanecieron en silencio durante un momento. La idea de perder las facultades mentales era algo demasiado funesto para hablar de ello.
– Me alegro de haber tenido a mis hijos siendo muy joven -dijo Patty-. Serán lo bastante mayorcitos para cuidarse por sí mismos cuando me suceda eso a mí.
Jeannie captó un punto de reproche. Lo mismo que la madre, Patty consideraba que había algo reprobable en el hecho de haber cumplido los veintinueve y no tener hijos.
– El hecho de que hayan descubierto el gen es también esperanzador. Eso significa que para cuando nosotras tengamos la edad que tiene ahora mamá, puede que estén en condiciones de inyectarnos una versión alterada de nuestro propio ADN que no tenga el gen fatal.
– Mencionaron eso en la televisión. Tecnología de recombinación del ADN, ¿verdad?
Jeannie sonrió a su hermana.
– Verdad.
– Ya ves que no soy tan tonta.
– Nunca he dicho que lo fueras.
– La cuestión es -articuló Patty pensativamente- que nuestro ADN nos hace lo que somos, de forma que si yo cambio mi ADN, ¿me convierte eso en una persona distinta?
– No es sólo el ADN lo que te hace ser como eres. También influye tu educación, el ambiente en que te has criado. En eso me ocupo.
– ¿Qué tal tu nuevo trabajo?
– Es emocionante. Se trata de mi gran oportunidad, Patty. Un sinfín de personas leyeron mi artículo sobre la criminalidad y las posibilidades de que se encuentre en nuestros genes.
Publicado el año anterior, mientras ella estaba en la Universidad de Minnesota, el artículo llevaba el nombre del profesor que lo había supervisado encima del de Jeannie, pero el trabajo lo había realizado la muchacha.
– No llegué a determinar si decías que la criminalidad se hereda o no.
– Identifiqué cuatro rasgos que conducen a la conducta criminal: impulsividad, intrepidez, agresividad e hiperactividad. Pero mi teoría consiste en que ciertos sistemas de educación infantil neutralizan esos rasgos y convierten a criminales potenciales en buenos ciudadanos.
– ¿Cómo puedes demostrar una cosa como esa?
– Mediante el estudio de gemelos que se criaron separados. Los gemelos univitelinos tienen el mismo ADN. Y cuando los adoptan al nacer o los separan por algún otro motivo, se educan de manera distinta. Así que hay parejas de gemelos en las que uno de ellos es un delincuente y el otro una persona normal. De forma que analizo la manera en que se educaron y las diferencias existentes entre los comportamientos educativos de los respectivos padres.
– Tu trabajo es realmente importante -dijo Patty.
– Eso creo.
– Tenemos que averiguar por qué hoy en día tantos estadounidenses se vuelven malos.
Jeannie asintió con la cabeza. Eso era, en pocas palabras.
Patty se dirigió a su vehículo, una vieja ranchera Ford, con la parte de atrás llena de trastos de los chicos, chatarra de llamativos colorines: un triciclo, un cochecito de niño plegable, un surtido de raquetas y pelotas y un gran camión de juguete con una rueda rota.
– Dales un besazo a los chicos de mi parte, ¿vale? -dijo Jeannie.
– Gracias. Te llamaré mañana, después de visitar a mamá.
Jeannie sacó las llaves, vaciló, se acercó luego a Patty y le dio un abrazo.
– Te quiero, hermanita.
– Yo también -repuso Patty.
Jeannie subió a su automóvil y arrancó.
Se sentía irritada e inquieta, con el ánimo rebosante de sentimientos encontrados, pendientes, respecto a su madre, a Patty y al padre que no estaba con ellas. Salió a la 170 y condujo a excesiva velocidad, cambiando de carril entre el tráfico. Se preguntó que iba a hacer con el resto del día, pero enseguida recordó que se suponía que iba a jugar al tenis a las seis y luego a tomar pizza y cerveza con un grupo de estudiantes licenciados y profesores jóvenes del departamento de psicología de la Jones Falls. Su primera idea fue cancelar todo el programa de la velada. Pero tampoco le apetecía ni tanto así quedarse en casa calentándose los cascos. Iría a jugar al tenis, decidió: el ejercicio le haría sentirse mejor. Después se dejaría caer por el bar de Andy, pasaría allí cosa de una hora y se retiraría temprano.
Pero las cosas no salieron así.
Su rival en el partido de tenis era Jack Budgen, el bibliotecario jefe de la universidad. Había jugado una vez en Wimbledon y, aunque tenía ya cincuenta años y estaba calvo, aún conservaba buena parte de su antigua destreza y estaba en buenas condiciones físicas. La cumbre de su carrera la alcanzó cuando figuró en el equipo olímpico de tenis de Estados Unidos, allá por la época en que era estudiante en busca de la licenciatura. Con todo, Jeannie era más fuerte y más rápida que Jack.
Jugaban en una de las pistas de arcilla roja del campus de la Jones Falls. Eran dos tenistas bastante igualados y el partido atrajo una pequeña multitud de espectadores. No existían normas relativas a la forma de vestir, pero Jeannie siempre llevaba pantalones cortos blancos y polo del mismo color. Tenía el pelo largo y moreno, no sedoso y liso como Patty, sino rizado y bastante rebelde, por lo que se lo recogía bajo una gorra de visera.
El servicio de Jeannie era dinamita y su mate cruzado de revés a dos manos resultaba verdaderamente asesino. Respecto al servicio, Jack poco podía hacer, pero al cabo de unos juegos tuvo buen cuidado en impedir en lo posible que Jeannie utilizase el mate de revés. El hombre recurrió a la astucia, se dedicó a reservar energías y dejar que Jeannie cometiese errores. La muchacha jugaba con excesiva agresividad, incurría en dobles faltas al sacar e iba a la red con precipitación. En un día normal, Jeannie se daba perfecta cuenta, podía vencerle; pero aquella tarde su concentración se había dispersado y no pensaba las jugadas. Ganaron un juego cada uno, en el tercero se pusieron cinco a cuatro a favor de Jack, con el servicio en poder de la muchacha; tendría que conservarlo para seguir en el partido.
Hubo dos cuarenta iguales, luego Jack ganó un punto y la ventaja fue suya. La pelota de saque de Jeannie se estrelló contra la red y de la pequeña multitud de espectadores se elevó un grito sofocado pero audible. En vez de ampararse en un segundo servicio más lento y seguro, como es normal, Jeannie tiró por la ventana toda precaución y sacó como si se tratara de un primer servicio. La raqueta de Jack conectó con la pelota y devolvió el saque sobre el revés de Jeannie. Esta conectó un mate y corrió hacia la red. Pero Jack no estaba desequilibrado como había fingido y respondió con un globo perfecto, que pasó por encima de Jeannie y al aterrizar justo sobre la línea de fondo le dio la victoria en el partido.
Jeannie se quedó mirando la pelota, con los brazos en jarras, furiosa consigo misma. Aunque llevaba varios años sin jugar en serio, conservaba un inquebrantable espíritu competitivo que hacía que le resultase muy duro perder. Calmó sus sentimientos y puso una sonrisa en su rostro. Dio media vuelta.
– ¡Bonito golpe! -gritó.
Se llegó a la red, tendió la mano y una ráfaga de aplausos surgió de los espectadores.
Se le acercó un joven.
– ¡Vaya, ha sido un partido estupendo! -acompañó el elogio con una amplia sonrisa.
Un rápido vistazo permitió a Jeannie evaluarlo. Era el típico cachas: alto y atlético, de cabello rizado, que llevaba muy corto, y bonitos ojos azules. Avanzaba hacia ella manifestando todo el interés del mundo.
Pero Jeannie no estaba de humor.
– Gracias -dijo, cortante.
El galán volvió a sonreír; la suya era una sonrisa tranquila y confiada que venía a decir que casi todas las mujeres a las que se la dedicaba se sentían felices de que él les dirigiera la palabra, al margen de si lo que les dijese merecía o no la pena.
– Verás, yo también juego un poco al tenis, y se me ha ocurrido que…
– Si sólo juegas un poco al tenis, lo más probable es que no estés en mi categoría -le interrumpió Jeannie, y pasó por su lado, desdeñosa.
Oyó que, a su espalda, el chico preguntaba en tono de buen humor:
– ¿Debo entender, pues, que no existe la más remota posibilidad de que disfrutemos de una cena romántica, seguida de una noche de loca pasión?
Jeannie no pudo por menos de sonreír, aunque sólo fuera por la insistencia del chico, y comprendió que había sido más brusca de lo necesario. Volvió la cabeza y habló por encima del hombro, sin detener el paso.
– Ni la más remota, pero gracias por la proposición -dijo.
Abandonó las pistas y se encaminó al vestuario. Se preguntó que estaría haciendo su madre en aquel momento. A aquella hora ya habría cenado: eran las siete y media y en tales instituciones servían temprano las comidas. Seguramente, estaría viendo la tele en el salón. Tal vez habría trabado amistad con alguien, con alguna mujer de su misma edad que soportaría las lagunas de amnesia y mostraría interés por las fotos de sus nietos. Mamá había tenido montones de amigas -compañeras del salón de belleza, algunas clientas, vecinas, personas que conoció durante veinticinco años-, pero era difícil para ellas mantener esa amistad cuando mamá olvidaba continuamente quienes diablos eran.
Cuando pasaba por delante del campo de hockey sobre hierba se dio de manos a boca con Lisa Hoxton. Lisa era la primera amiga de verdad que había hecho desde su llegada a Jones Falls un mes antes. Era ayudante en el laboratorio de psicología. Estaba licenciada en ciencias, pero no quería dedicarse a la enseñanza académica. Como Jeannie, procedía de una familia pobre y le intimidaba un poco la Ivy League a la que pertenecía la Jones Falls. Jeannie y Lisa simpatizaron al instante.
– Un chico intentó enrollarse conmigo hace un momento -sonrió Jeannie.
– ¿Qué tal era?
– Se parecía a Brad Pitt, pero más alto.
– ¿Le preguntaste si tenía otro amigo de su edad? -dijo Lisa.
Ella contaba veinticuatro años.
– No. -Jeannie miró por encima del hombro, pero el muchacho no estaba a la vista-. Continúa andando, por si acaso me sigue.
– ¿Tan malo sería?
– Venga ya.
– Jeannie, es el asqueroso del que huyes.
– ¡Cierra el pico!
– Podías haberle dado mi número de teléfono.
– Lo que debí haber hecho es anotarle en un papel tu talla de sujetador, con eso le habría dejado sin habla.
Lisa tenía un busto realmente voluminoso.
La muchacha se detuvo en seco. Durante unos segundos, Jeannie pensó que se había pasado y ofendido a Lisa. Empezó a darle forma mental a una disculpa. Pero Lisa exclamó:
– ¡Qué gran idea! «Uso la treinta y seis D, para más información, llame a este número de teléfono.» Es muy sutil, desde luego.
– No es más que envidia por mi parte, siempre desee tener un buen parachoques -reconoció Jeannie, y ambas se echaron a reír-. Pero es cierto, pedí a Dios que me concediera un tetamen como es debido. Prácticamente fui la última chica de la clase a la que le vino la regla, era de lo mas embarazoso.
– No me digas que te ponías de rodillas junto a la cama y rezabas: Por favor, Dios de mi alma, haz que me crezcan las tetas.
– La verdad es que a quien rezaba era a la Virgen María. Suponía que era asunto de mujeres. Y no decía tetas, naturalmente.
– ¿Qué decías? ¿Pechos?
– No, me figuraba que a la Virgen Santa no se le podía decir pechos.
– ¿Cómo los llamabas, pues?
– Globos.
Lisa soltó la carcajada.
– No sé de dónde saqué la palabra, debía de habérsela oído a algunos hombres que estuvieran hablando de ello. Me pareció un eufemismo bastante educado. Esto nunca se lo he contado a nadie en toda mi vida.
Lisa miró hacia atrás.
– Bueno, no veo ningún chico guapo lanzado en nuestra persecución. Me parece que hemos despistado a Brad Pitt.
– Buena cosa. Es exactamente mi tipo: apuesto, sexualmente atractivo, presuntuoso y absolutamente indigno de confianza.
– ¿Cómo sabes que no es de fiar? Sólo lo tuviste frente a ti veinte segundos.
– Todos los hombres son indignos de confianza.
– Es probable que tengas razón. ¿Piensas dejarte ver esta noche por el Andy's?
– Sí, sólo estaré una hora o así. Primero tengo que ducharme.
Llevaba el polo empapado de sudor.
– Yo también. -Lisa vestía pantalones cortos y calzaba zapatillas de deporte-. He estado entrenándome con el equipo de hockey. ¿Por qué sólo una hora?
– He tenido un día pesadísimo. -El partido había distraído a Jeannie, pero el agotamiento reapareció en aquel instante y provocó en ella una mueca de dolor-. He tenido que ingresar a mi madre en una residencia geriátrica.
– ¡Oh, Jeannie, cuánto lo siento!
Jeannie le contó la historia mientras entraban en el edificio del gimnasio y descendían por la escalera del sótano. En el vestuario, Jeannie vio al pasar la imagen de ambas reflejada en el espejo. Eran físicamente tan distintas que casi parecían actrices de un número cómico. Lisa tenía una estatura inferior a la talla media, Jeannie medía casi metro ochenta y cinco. Lisa era rubia y curvilínea, mientras que Jeannie era morena y musculosa. Lisa tenía una carita preciosa, salpicada de pecas a través de la coqueta naricilla y boca en forma de arco. La mayoría calificaba a Jeannie de impresionante, a algunos hombres les parecía guapa, pero nadie la había llamado nunca bonita.
Cuando se desprendían de las sudadas prendas deportivas, Lisa inquirió:
– ¿Qué hay de tu padre? Nunca hablas de él.
Jeannie suspiró. Era la pregunta que había aprendido a temer, incluso siendo niña; pero que surgía invariablemente, tarde o temprano. Durante muchos años mintió explicando que su padre estaba muerto, había desaparecido o se encontraba trabajando en Arabia Saudí. Últimamente, sin embargo, confesaba la verdad.
– Mi padre está en la cárcel -dijo.
– Oh, Dios. No debí preguntar.
– No importa. Se ha pasado en la cárcel la mayor parte de mi vida. Esta es la tercera condena que cumple.
– ¿A cuánto le sentenciaron?
– Ni me acuerdo. Carece de importancia. Cuando salga, seguirá sin servir para nada. Nunca se preocupó de cuidar de nosotras y no va a empezar a hacerlo ahora.
– ¿Nunca tuvo un empleo normal?
– Sólo cuando deseaba preparar un golpe. Se contrataba como conserje, portero o guarda de seguridad y trabajaba ocho o quince días, mientras estudiaba el terreno antes de cometer allí el robo.
Lisa le dirigió una mirada penetrante.
– ¿Por eso te interesa tanto la genética de la criminalidad?
– Puede.
– Probablemente no. -Lisa hizo un gesto como si apartara aquello a un lado-. De todas formas, no me gusta nada el psicoanálisis de aficionados.
Entraron en las duchas. Jeannie se lo tomó con calma, tardó más porque se lavaba la cabeza. Agradecía la amistad de Lisa. Esta llevaba poco más de un año en Jones Falls cuando al principio del semestre llegó Jeannie, a la que enseñó el lugar. A Jeannie le encantaba colaborar con Lisa en el laboratorio, porque Lisa era una muchacha en la que se podía confiar. También le gustaba salir con ella al finalizar el trabajo, porque se podía hablar de todo con la muchacha, sin temor a que se escandalizase.
Jeannie se estaba aplicando un acondicionador en el pelo cuando oyó ruidos extraños. Se detuvo y aguzó el oído. Sonaba como a chillidos de miedo. Un escalofrío de angustia atravesó su cuerpo, de pies a cabeza, haciéndola estremecer. De pronto, se sintió muy vulnerable: desnuda, mojada, en el subterráneo. Vaciló, luego se aclaró el pelo rápidamente y salió de la ducha para ver que estaba ocurriendo.
En cuanto salió de debajo del agua olió a quemado. No vio llamas, pero las densas nubes de humo negro grisáceo casi llegaban al techo. Parecía salir de los ventiladores. Se había declarado un incendio.
Sintió miedo. Nunca había estado en un incendio.
Las que tenían sangre fría agarraban sus bolsas y se dirigían a la puerta. Otras se entregaban a la histeria, se chillaban unas a otras con voz asustada y corrían de un lado para otro, sin rumbo. Un imbécil de seguridad, con la cara y la nariz cubiertas por un pañuelo moteado, las asustó todavía más al entrar en el vestuario, empujarlas y darles órdenes a voces.
Jeannie comprendió que no debía entretenerse allí el tiempo necesario para vestirse, pero tampoco podía decidirse a salir del edificio completamente desnuda. El miedo circulaba por sus venas como agua helada, pero se tranquilizó mediante un esfuerzo de voluntad. Encontró su taquilla. Lisa no estaba a la vista. Cogió sus ropas, se puso los vaqueros y se pasó la camiseta de manga corta por la cabeza.
Lo hizo todo en contados segundos, pero en ese espacio de tiempo la sala se quedó vacía de personas y llena de humo. Ya no veía la puerta y empezó a toser. Le aterró la idea de que le fuese imposible respirar. «Se dónde está la puerta, todo lo que tengo que hacer es conservar la calma», se dijo. Llevaba en el bolsillo de los vaqueros las llaves y el dinero. Cogió la raqueta de tenis. Contuvo la respiración, mientras atravesaba el vestuario con paso rápido, rumbo a la salida.
La densa humareda llenaba el pasillo y los ojos de Jeannie empezaron a lagrimear, acabando de cegarla. Deseó entonces haber salido desnuda y ganado así unos segundos preciosos. Los pantalones vaqueros no le ayudaban a respirar ni a ver nada en medio de aquella niebla de vapores y humos. Y si una está muerta, maldito si importa el que se encuentre desnuda.
Apoyó una mano temblorosa en la pared, a fin de orientarse mientras se apresuraba pasillo adelante, aún con la respiración contenida. Pensó que podía tropezar con otras mujeres, pero al parecer todas las demás se le habían adelantado. Al acabarse la pared, Jeannie supo que había llegado al pequeño vestíbulo, aunque no podía ver nada excepto nubes de humo. La escalera debía de estar delante. Cruzó el vestíbulo y chocó con la máquina de Coca-Cola. ¿La escalera quedaba a la izquierda o a la derecha? A la izquierda, supuso. Avanzó en esa dirección, entonces topó con la puerta del vestuario de los hombres y comprendió que había optado por la dirección equivocada.
Ya no podía contener la respiración por más tiempo. Aspiró aire con un gemido. Tragaba mas humo que oxígeno y eso la hizo toser convulsivamente. Retrocedió tambaleándose a lo largo de la pared, agitada dolorosamente por los accesos de tos, con las fosas nasales ardiendo y los ojos llenos de lágrimas, casi incapaz de verse las manos aunque se las pusiera delante de las narices. Con todo su ser anhelando una bocanada de aire a la que durante veintinueve años no había dado importancia. Siguió por la pared hasta la máquina de Coca-Cola y la rodeó. Comprendió que había encontrado la escalera en el momento en que tropezó con el primer peldaño. Se le escapó la raqueta de la mano y la perdió de vista.
Era una raqueta especial -con ella había ganado el Mayfair Lites Challenge-, pero la dejó abandonada y gateó escaleras arriba a cuatro patas.
Al llegar al espacioso vestíbulo de la planta baja comprobó que gran parte del humo se había disipado súbitamente. Vio las puertas del edificio, abiertas de par en par. Un guardia de seguridad estaba en la entrada, por la parte exterior; le hacía señas y le gritaba:
– ¡Venga!
Sin dejar de toser, medio ahogada, Jeannie cruzó el vestíbulo dando traspiés y salió al bendito aire libre.
Permaneció en la escalinata dos o tres minutos, doblada sobre sí misma, aspirando bocanadas de aire y expulsando el humo de sus pulmones. Cuando por fin la respiración alcanzó la normalidad oyó la sirena de un vehículo de emergencia que ululaba a lo lejos. Volvió la cabeza y buscó a Lisa con la mirada, pero no la localizó por parte alguna.
Seguramente ya habría salido. Estremecida todavía, Jeannie avanzó entre la muchedumbre, escudriñando los rostros. Ahora que se encontraban fuera de peligro, todo el mundo emitía risas nerviosas. Casi todos los estudiantes iban más o menos desnudos, por lo que reinaba una atmósfera curiosamente íntima. Las chicas que se las habían arreglado para salvar sus bolsas prestaban prendas de ropa a las compañeras menos afortunadas. Mujeres desnudas agradecían las sucias y sudadas camisetas que les dejaban sus amigas. Varias personas se cubrían sólo con toallas.
Lisa no estaba entre la multitud. Dominada por una creciente angustia, Jeannie volvió hasta el guardia de seguridad de la puerta.
– Temo que mi amiga pueda haberse quedado ahí dentro -dijo. Captó la vibración del miedo que matizaba su propia voz.
– No seré yo quien entre a buscarla -dijo el guardia rápidamente.
– Un hombre valiente -saltó Jeannie.
No estaba segura de haber deseado que lo hiciera, pero tampoco esperaba que aquel individuo fuera tan completamente inútil.
Apareció el resentimiento en la expresión del guardia.
– Ese trabajo les corresponde a ellos -señaló el coche de bomberos que se acercaba por la carretera.
Jeannie empezaba a temer de veras por la vida de Lisa, pero no sabía qué hacer. Observó, saturada de impotencia, a los bomberos, que se apeaban del vehículo y se ponían las máscaras respiratorias.
Le pareció que se movían tan despacio que le entraron ganas de sacudirlos y gritarles: «¡Rápido! ¡Rápido!». Llegó otro coche de bomberos y después un vehículo de la policía con la banda azul y plata del Departamento de Policía de Baltimore.
Mientras los bomberos arrastraban la manguera hacia el interior del edificio, un oficial abordó e interrogó al guardia del vestíbulo:
– ¿Dónde cree que empezó?
– En el vestuario de mujeres -le contestó el guardia.
– ¿Y dónde está eso, exactamente?
– En el sótano, al fondo.
– ¿Cuántas salidas tiene el sótano?
– Sólo una, la escalera que sube hasta el vestíbulo principal, que está ahí mismo.
Un empleado de mantenimiento que andaba por allí cerca le contradijo:
– Hay una escalerilla en la sala de máquinas de la piscina. Da a una trampilla de acceso situada en la parte trasera del edificio.
Jeannie captó la atención del oficial de bomberos.
– Creo que es posible que una persona este aún ahí dentro -dijo.
– ¿Hombre o mujer?
– Mujer. Veinticuatro años, rubia, baja de estatura.
– Si está ahí, la encontraremos.
Jeannie se tranquilizó durante un momento. Pero enseguida se dio cuenta de que no habían prometido encontrarla viva.
Al individuo de seguridad que estuvo en el vestuario no se le veía por parte alguna. Jeannie se dirigió al jefe de bomberos:
– Hay otro guardia de seguridad en el edificio. No lo veo por ninguna parte. Un hombre alto.
– El único guardia de seguridad del edificio soy yo. No hay ningún otro -intervino el guardia del vestíbulo.
– Bueno, el que yo digo llevaba una gorra con la palabra SEGURIDAD escrita en ella y ordenaba a la gente que evacuara el edificio.
– Me importa un rábano lo que llevase escrito en la gorra…
– ¡Oh, vamos, por el amor de Dios, deje de discutir! -saltó Jeannie-. ¡Tal vez me lo imaginé, pero si no es así, su vida puede estar en peligro!
Cerca de ellos, escuchándoles, había una muchacha con las vueltas del pantalón caqui arremangadas.
– Yo vi a ese tipo, un guarro asqueroso -dijo-. Me metió mano.
– Tranquilas -aconsejó el jefe de bomberos-, los encontraremos a todos. Gracias por su colaboración.
Se alejó.
Jeannie fulminó con la mirada al guardia del vestíbulo. Se daba cuenta de que el oficial de bomberos no le había hecho a ella demasiado caso porque había gritado al guardia. Se retiró, contrariada.
¿Qué iba a hacer ahora? Los hombres del servicio contra incendios entraban en el gimnasio con sus cascos y sus botazas. Ella iba descalza y se cubría con una camiseta de manga corta. Si intentaba entrar allí, la echarían inmediatamente. Apretó los puños con fuerza, consternada. «¡Piensa, piensa! ¿En qué otro sitio puede estar Lisa?»
El gimnasio se encontraba contiguo al edificio de Psicología Ruth W. Acorn, bautizado así en honor de la esposa de un benefactor, pero al que todo el personal llamaba la Loquería. ¿Era posible que Lisa se hubiese refugiado allí? Quizás estuviesen cerradas las puertas los domingos, pero también era probable que Lisa tuviera llave. Cabía la posibilidad de que se hubiese apresurado a entrar allí en busca de una bata de laboratorio con la que cubrirse o simplemente para sentarse a su mesa en tanto se recuperaba. Jeannie decidió ir a comprobarlo. Cualquier cosa era mejor que seguir allí de pie, cruzada de brazos.
Atravesó en cuatro zancadas el césped, hacia la entrada principal de la Loquería y echó un vistazo a través de los cristales de la puerta. No había nadie en el vestíbulo. Se sacó del bolsillo la tarjeta de plástico que hacía las veces de llave y la introdujo en la ranura del lector de tarjetas. Se abrió la puerta. Corrió hacia la escalera, al tiempo que llamaba:
– ¡Lisa! ¿Estás ahí?
El laboratorio se encontraba desierto. La silla de Lisa cuidadosamente colocada debajo del escritorio y la pantalla del ordenador apagada. Jeannie fue a echar una mirada en los servicios de mujeres, en el fondo del pasillo. Nada.
– ¡Maldita sea! -exclamó, frenética-. ¿Dónde diablos te has metido?
Jadeante, se apresuró a salir de nuevo de Psicología. Decidió rodear el edificio del gimnasio, por si acaso Lisa se encontrara sentada en el suelo, en algún punto, recobrando el aliento. Dobló la esquina y cruzó un patio lleno de enormes cubos de basura. En la parte posterior había un pequeño aparcamiento. Divisó una figura que corría por el camino, alejándose. Era alguien demasiado alto para tratarse de Lisa y, además, Jeannie casi tuvo la seguridad de que era un hombre. Se le ocurrió que tal vez fuese el guardia de seguridad que echaban de menos, pero la figura torció por la esquina de la Unión de Estudiantes y se perdió de vista antes de que Jeannie tuviese la certeza de ello.
Continuó rodeando el edificio del gimnasio. En el otro extremo había una pista de atletismo, desierta en aquel momento. Siguió completando el círculo y llegó a la entrada frontal.
La multitud era más numerosa que antes y había más coches de bomberos, camiones bomba y vehículos patrulla de la policía. Pero no veía a Lisa. Estaba prácticamente segura de que aún se encontraba en el edificio incendiado. Una especie de hado fatal serpenteó por el ánimo de Jeannie, que se resistió a aceptarlo. «¡No puedes permitir que esto suceda!»
Localizó al jefe de bomberos con el que había hablado antes. Lo cogió por un brazo.
– Tengo la casi absoluta certeza de que Lisa Hoxton está ahí dentro -manifestó, apremiante-. Por aquí fuera he mirado en todas partes y no la encuentro.
El hombre le dirigió una dura mirada y, finalmente, decidió que era de fiar. Sin responderle, se acercó a los labios el transmisor-receptor.
– Buscad a una joven blanca que se cree esta dentro del edificio, llamada Lisa, repito, Lisa.
– Gracias -dijo Jeannie.
Tras una seca inclinación de cabeza, el bombero se alejó de la muchacha.
Jeannie se alegró de que le hubiera hecho caso, pero aún no se sentía tranquila. Lisa podía verse atrapada allí dentro, encerrada en un lavabo o rodeada por las llamas, sin que nadie oyera sus gritos desesperados; o acaso se hubiera caído, se hubiera dado un golpe en la cabeza que la dejara inconsciente o hubiera perdido el sentido a causa del humo y yaciera en el suelo mientras el fuego crepitaba, acercándosele poco a poco, segundo a segundo.
Jeannie recordó que el hombre de mantenimiento había dicho que existía otra entrada al sótano. No la había visto cuando dio la vuelta al edificio del gimnasio por primera vez. Decidió examinar otra vez el terreno. Volvió a la parte posterior del edificio.
La encontró enseguida. Aquella entrada se abría en el suelo, cerca del muro del gimnasio y un Chrysler New Yorker de color gris medio la ocultaba. La tapa de la trampilla estaba fuera de su sitio, apoyada en la pared del edificio. Jeannie se arrodilló junto a la abertura rectangular y bajó la vista hacia el interior.
Una escalerilla descendía hacia una habitación sucia, iluminada por unos tubos fluorescentes. Jeannie distinguió diversa maquinaria y muchas tuberías. Flotaban en el aire tenues jirones de humo, nada de nubes densas; el cuarto debía de estar aislado del resto del sótano. A pesar de ello, no faltaba cierto olor a humo, lo que le recordó cómo había tosido y cómo se medio asfixió mientras tanteaba a ciegas en busca de la escalera. Notó que ese recuerdo le aceleraba el ritmo del corazón.
– ¿Hay alguien ahí? -preguntó a voces.
Le pareció oír un leve ruido, pero no podía estar segura. Aumentó el volumen de su voz.
– ¡Hola!
No hubo respuesta.
Titubeó. Lo razonable sería volver a la parte delantera del gimnasio y avisar a uno de los bomberos, pero eso podría llevar demasiado tiempo, en especial si al hombre del servicio contra incendios le daba por interrogarla. La alternativa era descender por la escalerilla y echar un vistazo.
La idea de entrar de nuevo en el edificio hizo que le temblaran las piernas. Aún tenía el pecho resentido a causa de los violentos espasmos de la tos que provocó el humo. Pero quizá Lisa estuviera allí abajo, imposibilitada para moverse, atrapada bajo alguna madera que le hubiese caído encima, o simplemente desvanecida. Tenía que hacer un reconocimiento de aquel cuarto.
Hizo acopio de valor y puso un pie en la escala. Notó que se le doblaban las rodillas y en un tris estuvo de caerse. Vaciló. Al cabo de un momento se sintió más fuerte y bajó otro peldaño. Un poco de humo se le aferró entonces a la garganta y Jeannie subió de nuevo hasta la calle.
Cuando dejó de toser volvió a intentarlo.
Bajó un escalón, luego otro. Se dijo que, si el humo la hacía toser de nuevo, saldría otra vez a la calle. El tercer escalón ya le resultó más fácil, y a partir de ahí descendió con más rapidez y acabó plantándose de un salto en el suelo de hormigón.
Se encontró en una sala bastante grande sembrada de bombas y filtros, presumiblemente de la piscina. El olor a humo era fuerte, pero podía respirar con cierta normalidad.
Vio a Lisa instantáneamente, y eso le provocó un grito sofocado.
Estaba caída de costado, encogida sobre sí misma, en posición fetal, desnuda. En el muslo se apreciaba una mancha con todos los visos de ser de sangre. No se movía.
Durante unos segundos Jeannie se quedó rígida de miedo.
Hizo un esfuerzo para recuperar el dominio de sí.
– ¡Lisa! -gritó. Percibió el tono agudo que ponía la histeria en su voz y respiró hondo para mantener la calma. «¡Por favor, Dios mío, que no le haya pasado nada grave!» Atravesó el cuarto entre la maraña de tubos y se arrodilló junto a su amiga-. ¿Lisa?
Lisa abrió los ojos.
– Gracias a Dios -murmuró Jeannie-. Pensé que habías muerto.
Despacio, Lisa se sentó. No se atrevía a mirar a Jeannie. Tenía los labios magullados.
– Me… me violó -dijo.
El alivio que había experimentado Jeannie al ver viva a Lisa se transformó en un angustioso sentimiento de horror que le oprimía el corazón.
– ¡Dios mío! ¿Aquí?
Lisa asintió con la cabeza.
– Me dijo que la salida era por aquí.
Jeannie cerró los párpados. Comprendía el dolor y la humillación de Lisa, la pesadumbre producida por verse atropellada, violada, mancillada. Las lágrimas afluyeron a sus ojos, pero las obligó a retroceder. Durante un momento se sintió demasiado débil y asqueada para pronunciar palabra. Luego trató de recobrarse.
– ¿Quién fue?
– Un tipo de seguridad.
– ¿Con la cara cubierta por un pañuelo con pintas?
– Se lo quitó. -Lisa apartó la mirada-. No paraba de sonreír.
Encajaba. La chica de los pantalones caqui había dicho que un guardia de seguridad le había metido mano. El guardia de seguridad del vestíbulo declaró que en el edificio no había más personal de seguridad que él.
– No era ningún guardia de seguridad -dijo Jeannie.
Le había visto alejarse a paso ligero pocos minutos antes. Una oleada de rabia se abatió sobre ella ante el pensamiento de que aquel individuo hubiera cometido aquella atrocidad allí mismo, en el campus, en el edificio del gimnasio, donde todo el mundo se consideraba lo suficientemente seguro como para quitarse la ropa y ducharse. Le temblaron las manos y deseó con toda el alma coger a aquel individuo y estrangularle.
Oyó ruidos bastante fuertes: hombres que gritaban, pasos resonantes y el siseo de los chorros de agua. Los bomberos abrían sus mangueras a pleno caudal.
– Escucha, aquí corremos peligro -dijo en tono acuciante-. Hemos de salir del edificio.
La voz de Lisa sonó apagada y monótona.
– No tengo ropa.
«¡Podríamos morir aquí!»
– No te preocupes por la ropa, ahí fuera todo el mundo anda medio desnudo.
Jeannie exploró el cuarto rápidamente con la vista y vio las bragas y el sujetador de encaje rojo de Lisa; formaban un confuso y sucio montón debajo de un tanque. Se apresuró a recoger las prendas.
– Ponte tu ropa interior. Esta sucia, pero es mejor que nada.
Lisa continuó sentada en el suelo, con la mirada perdida.
Jeannie combatió el sentimiento de pánico que la amenazaba.
¿Qué podía hacer si Lisa se negaba a moverse? Probablemente tendría fuerzas para levantarla, pero ¿podría trasladarla hasta la escalerilla? Alzó la voz:
– ¡Vamos, levántate!
Agarró a Lisa por las manos, tiró de ella y la obligó a ponerse en pie.
Por fin, Lisa la miró a los ojos.
– Fue horrible, Jeannie -dijo.
Jeannie le echó los brazos al cuello y la apretó con fuerza contra sí.
– Lo siento, Lisa. No sabes cuánto lo siento.
El humo empezaba a hacerse más denso, a pesar de la gruesa puerta. En el ánimo de Jeannie, el temor sustituyó a la compasión.
– Hemos de salir de aquí… el edificio está ardiendo. ¡Por el amor de Dios, ponte eso!
Lisa acabó por decidirse a entrar en acción. Se puso las bragas y se abrochó el sostén. Jeannie la tomó de la mano y la condujo hasta la escalerilla de la pared, luego le indicó que subiera primero.
Cuando Jeannie se disponía a seguirla, la puerta se vino abajo y un bombero irrumpió en el cuarto entre una nube de humo. El agua se arremolinaba alrededor de sus botas. Pareció llevarse un susto al ver a las dos mujeres.
– Estamos bien, vamos a salir por aquí -le gritó Jeannie.
Luego subió por la escalerilla, en pos de Lisa.
Instantes después estaban fuera, al aire libre.
Jeannie se sentía débil de puro alivio: había conseguido sacar a Lisa del fuego. Pero ahora Lisa necesitaba ayuda. Jeannie le pasó el brazo por los hombros y la condujo hacia la fachada del edificio. Camiones de bomberos y coches patrulla de la policía aparcados por todas partes al otro lado de la calzada. La mayor parte de las mujeres habían encontrado algo con que cubrir su desnudez y con sus prendas íntimas de color rojo, Lisa destacaba entre aquel gentío.
– ¿Le sobra a alguien un par de pantalones o cualquier otra cosa? -mendigó Jeannie mientras avanzaban entre la gente.
Todos habían prestado ya las prendas que les sobraban. Jeannie hubiese cedido su sudadera a Lisa, pero no llevaba sujetador debajo.
Por último, un hombre alto y negro se quitó la camisa y se la dio a Lisa.
– Quisiera que me la devolvieses, es una Ralph Lauren -dijo-. Soy Mitchell Waterfield, del departamento de matemáticas.
– Me acordare -prometió Jeannie, agradecida.
Lisa se puso la camisa. Ella era bajita y le llegaba a las rodillas.
Jeannie se dio cuenta de que empezaba a tener la pesadilla bajo control. Condujo a Lisa hacia los vehículos de emergencia. Tres agentes permanecían recostados en un coche patrulla, mano sobre mano. Jeannie se dirigió al de más edad, un blanco bastante gordo, con bigote gris.
– Esta mujer se llama Lisa Hoxton. La han violado.
Esperaba que la noticia de que se había cometido un delito grave los electrizase, pero la reacción de los policías fue de una displicencia sorprendente. Tardaron unos cuantos segundos en digerir la noticia y Jeannie se disponía a manifestar su impaciencia, cuando el agente del bigote se apartó de encima del capó y dijo:
– ¿Dónde ocurrió eso?
– En el sótano del edificio incendiado, en el cuarto de máquinas de la piscina, situado en la parte de atrás.
Uno de los otros, un joven de color, observó:
– Esos bomberos deben de estar ahora cargándose todas las pruebas con sus mangueras, sargento.
– Tienes razón -repuso el hombre de edad-. Será mejor que te acerques allá abajo, Lenny, y pongas a buen recaudo la escena del crimen. -Lenny se alejó presuroso. El sargento se volvió hacia Lisa y le preguntó-: ¿Conoce al hombre que lo hizo, señora Hoxton?
Lisa denegó con la cabeza.
– Es un individuo blanco, alto, con una gorra de béisbol roja en cuya parte delantera lleva la palabra SEGURIDAD. Le vi en el vestuario de mujeres poco después de que se declarase el incendio y me parece que también le vi huir corriendo poco antes de encontrar a Lisa -explicó Jeannie.
El sargento introdujo la mano en el automóvil y sacó el micrófono de la radio.
– Si es lo bastante tonto como para seguir llevando esa gorra, lo cogeremos -dijo. Se dirigió al tercer policía-. McHenty, lleva a la víctima al hospital.
McHenty era un joven blanco con gafas. Se dirigió a Lisa: -¿Quiere ocupar el asiento delantero o prefiere ir detrás?
Lisa no respondió, pero su expresión no podía ser más aprensiva. Jeannie le ayudó.
– Siéntate delante. No querrás parecer una sospechosa.
Por su rostro cruzó un gesto de terror, y habló por fin: -¿No vas a venir conmigo?
– Lo haré, si quieres -respondió Jeannie tranquilizadoramente. Claro que también puedo acercarme a mi piso, coger algunas prendas de ropa para ti y reunirme contigo en el hospital.
Lisa miró a McHenty con cara de preocupación.
– Todo irá bien, Lisa -aseguró Jeannie.
McHenty mantuvo abierta la portezuela del coche para que subiera Lisa.
– ¿A qué hospital la lleva?
– Al Santa Teresa.
El agente se puso al volante.
– Me tendrás allí dentro de unos minutos -gritó Jeannie a través del cristal de la ventanilla, mientras el coche salía disparado.
Se dirigió a paso ligero al aparcamiento de la facultad; lamentaba ya no haber ido con Lisa. Cuando se separó de ella su semblante expresaba un miedo y una angustia profundos. Naturalmente, necesitaba ropas limpias, pero acaso su necesidad más urgente fuera tener a su lado una mujer que le cogiese la mano y le proporcionara confianza. Probablemente lo último que deseaba era quedarse a solas con un macho armado de pistola. Mientras subía a su coche, Jeannie tuvo la sensación de que acababa de jorobarlo todo.
– ¡Jesús, que día! -exclamo, al tiempo que abandonaba a toda marcha la zona de aparcamiento.
Vivía a escasa distancia del campus. Su apartamento estaba en el último piso de una casita adosada. Dedicó unos minutos a pensar en las prendas que le caerían bien a la pequeña, pero rellena figura de Lisa. Seleccionó un polo que a ella le venía grande y unos pantalones de chándal con cintura elástica. La ropa interior era más difícil. Encontró un par de holgados calzones, pero ninguno de sus sostenes le serviría. Lisa tendría que pasarse sin sujetador. Añadió unas zapatillas de deporte, lo metió todo en una bolsa de lona y salió del piso a todo correr.
Mientras conducía rumbo al hospital su talante empezó a cambiar.
Desde que se declaró el incendio se había concentrado en lo que se debía hacer: ahora empezó a sentirse indignada. Lisa era una muchacha feliz, locuaz y simpática, pero la conmoción y el horror de lo sucedido la habían transformado en una especie de cadáver viviente, en un ser al que le aterraba subir sola a un coche de la policía.
Al avanzar por una calle comercial, Jeannie empezó a buscar con la mirada, inconscientemente, al individuo de la gorra roja, en tanto imaginaba que, caso de verlo, subiría a la acera y lo atropellaría.
A decir verdad, sin embargo, no lo reconocería. Desde luego, se habría quitado el pañuelo de la cara y probablemente también la gorra. ¿Qué más llevaba? La desconcertó darse cuenta de que casi no lo recordaba. Alguna especie de camiseta de manga corta, pensó, con vaqueros azules o quizá pantalones cortos. De todas formas, se habría cambiado ya de ropa, lo mismo que había hecho ella. En realidad, podía ser cualquiera de los hombres blancos que circulaban por la calle: el repartidor de pizzas, con su chaqueta colorada; el caballero calvo que iba a la iglesia acompañado de su esposa, cada uno con su cantoral bajo el brazo; el apuesto hombre de la barba cargado con un estuche de guitarra; incluso el agente de policía que hablaba a un vagabundo en la puerta de la licorería. Nada podía hacer Jeannie con toda su rabia, de modo que se limitó a apretar el volante con tal fuerza que los nudillos se le tornaron blancos.
Santa Teresa era un gigantesco hospital del extrarradio cerca del límite norte de la ciudad. Jeannie dejó el coche en el aparcamiento y se encaminó al servicio de urgencias. Lisa ya estaba en una cama, con la bata del hospital puesta y la mirada perdida en el espacio. Un televisor, con el sonido apagado, retransmitía la ceremonia de entrega de los premios Emmy: centenares de famosos de Hollywood en elegantes trajes de gala bebían champán y se felicitaban unos a otros. McHenty estaba sentado a la cabecera de la cama con un cuaderno de notas sobre las rodillas.
Jeannie se descargó de la bolsa de lona.
– Aquí tienes tu ropa. ¿Cómo van las cosas?
Lisa continuó inexpresiva y silenciosa. Jeannie supuso que aún estaba conmocionada. Ella, Jeannie, trataba de prescindir de sus sentimientos, de mantener el dominio sobre sí misma. Pero en algún punto tendría que dar vía libre a su cólera. Tarde o temprano se produciría el estallido.
– Debo tomar nota de los detalles fundamentales del caso, señorita… -dijo el policía-. ¿Nos dispensa unos minutos?
– Oh, claro que sí -respondió Jeannie en tono de disculpa. Luego echó una mirada a Lisa y dudó. Unos minutos antes se había maldecido por dejar a Lisa sola con un hombre. Ahora estaba a punto de volver a hacerlo. Dijo-: Pero quizá Lisa prefiera que me quede.
Vio confirmada su intuición cuando Lisa efectuó una casi imperceptible inclinación de cabeza. Jeannie se sentó en la cama y cogió la mano de Lisa.
McHenty pareció irritado, pero se abstuvo de discutir.
– Le estaba preguntando a la señorita Hoxton que clase de resistencia opuso a la agresión -dijo-. ¿Gritó usted, Lisa?
– Una vez, cuando me arrojó contra el suelo -respondió la muchacha-. Luego, el empuñó el cuchillo.
La voz de McHenty era normal y tenía la vista sobre el cuaderno de notas mientras hablaba.
– ¿Forcejeó con él?
Lisa dijo que no con la cabeza.
– Tuve miedo de que me hiriese con el cuchillo.
– Así que en realidad no opuso la menor resistencia después del primer grito.
Lisa volvió a denegar con la cabeza y empezó a llorar. Jeannie le apretó la mano. Deseó preguntarle a McHenty: «¿qué infiernos se supone que debía hacer?». Pero guardó silencio. Aquel día ya se mostró un tanto grosera con el chico que se parecía a Brad Pitt, pronunció una observación maliciosa acerca del tetamen de Lisa y se dirigió con muy malos modos al guardia de seguridad del gimnasio. Sabía que no era aconsejable ganarse la malquerencia de los representantes de la autoridad y estaba decidida a no convertir en enemigo suyo a aquel agente de policía, que lo único que estaba haciendo era intentar cumplir con su deber.
– Poco antes de que la penetrase -continuó McHenty-, ¿empleó la fuerza para obligarla a separar las piernas?
Jeannie dio un respingo. ¿Es que no tenían agentes femeninas para formular aquella clase de preguntas?
– Me tocó el muslo con la punta del cuchillo -articuló Lisa.
– ¿La cortó?
– No.
– Así que usted abrió las piernas voluntariamente.
Intervino Jeannie:
– Si un sospechoso encañona con su arma a un agente, por regla general ustedes le abaten a tiro limpio, ¿no? ¿Diría usted que lo hicieron voluntariamente?
McHenty la obsequió con una mirada furiosa.
– Por favor, déjeme esto a mí. -Volvió la cabeza hacia Lisa-.
¿Está usted herida?
– Estoy sangrando, sí.
– ¿Consecuencia del coito forzado?
– Sí.
– Exactamente, ¿dónde tiene la herida?
Jeannie no pudo contenerse más.
– ¿Por qué no deja que eso lo establezca el médico?
McHenty la contempló como si fuera imbécil.
– Tengo que redactar el informe preliminar.
– Digamos entonces que padece heridas internas como resultado de la violación.
– Soy yo quien dirige este interrogatorio.
– Y soy yo quien le dice que se largue, señor -replicó Jeannie, mientras se esforzaba en dominar la imperiosa necesidad de chillarle-. Mi amiga está profundamente atribulada, tiene un tremendo susto encima y no creo que le haga falta describir sus heridas internas, para que usted las anote, cuando de un momento a otro la va a examinar un médico.
McHenty pareció indignado, pero prosiguió con su interrogativo: -He observado que llevaba usted prendas interiores de color rojo. ¿Cree que eso tuvo alguna influencia para que ocurriera lo que sucedió?
Lisa miró para otro lado, llenos de lagrimas los ojos.
– Si denuncio el robo de mi Mercedes de color rojo -planteó Jeannie-, ¿me preguntaría usted si he provocado ese robo al conducir un automóvil atractivo?
McHenty pasó por alto la pregunta.
– ¿Cree haber conocido con anterioridad al autor de la agresión, Lisa?
– No.
– Pero, sin duda, el humo no le permitió a usted verle con claridad. Y el agresor se cubría la cara con un pañuelo de alguna clase.
– Al principio estaba prácticamente ciega. Pero no había mucho humo en el cuarto donde… donde lo hizo. Le vi. -Asintió con la cabeza, para sí-. Le vi.
– Eso significa que si volviera a verle le reconocería.
Lisa se estremeció.
– Oh, sí.
– Pero no le había visto antes, en algún bar o sitio por el estilo.
– No.
– ¿Suele ir a bares, Lisa?
– Claro.
– ¿A bares de solteros, esa clase de establecimientos?
A Jeannie le hervía la sangre.
– ¿qué diablos de pregunta es esa?
– La clase de pregunta que formulan los abogados -dijo McHenty.
– A Lisa no la están juzgando en un tribunal… ¡no es el delincuente, sino la victima!
– ¿Es usted virgen, Lisa?
Jeannie se levantó.
– Vale, ya basta. No puedo creer que esto esté sucediendo. No es posible que tenga derecho a formular estas preguntas que atentan contra la intimidad.
– Trato de establecer su credibilidad -alzó la voz McHenty.
– ¿Una hora después de que la hayan violado? ¡Olvídelo!
– Cumplo con mi deber…
– No creo que conozca su deber. No creo que sepa usted una mierda de su trabajo, McHenty.
Antes de que el agente tuviese tiempo de contestar, un médico entró en el cuarto sin llamar. Era joven y parecía acosado y cansado.
– ¿Ésta es la violación?
– Ésta es la señora Lisa Hoxton -repuso Jeannie en tono gélido-. Sí, la han violado.
– Necesitare hacer un frotis vaginal.
No tenía el menor encanto personal, pero al menos proporcionaba la excusa precisa para desembarazarse de McHenty. Jeannie miró al agente. Estaba allí plantado, como si considerase que tenía que supervisar la operación de oprimir el hisopo de algodón para la toma de la secreción vaginal.
– Antes de que empiece, doctor -dijo Jeannie-, tal vez el agente McHenty crea conveniente retirarse.
El médico hizo una pausa y miró a McHenty. El policía se encogió de hombros y salió de la habitación.
Con brusco ademán, el médico apartó la sábana que cubría a Lisa.
– Levántese la bata y separe las piernas -ordenó.
Lisa estalló en lágrimas.
Jeannie apenas podía creerlo. ¿Qué pasaba con aquellos hombres?
– Perdone, señor… -se dirigió al médico.
El hombre la fulminó con la mirada, impaciente.
– ¿Tiene algún problema?
– ¿No podría usted intentar ser un poco mas considerado?
Enrojeció el médico.
– Este hospital está lleno de personas que sufren lesiones traumáticas y enfermedades que amenazan su vida -dijo-. En este preciso momento hay tres niños en urgencias víctimas de un accidente automovilístico… Están a punto de morir. ¿Y usted se queja porque no soy lo bastante considerado con una joven que se fue a la cama con el hombre que no debía?
Jeannie se quedó helada.
– ¿Qué se fue a la cama con el hombre que no debía? -repitió.
Lisa se incorporó en la cama.
– Quiero irme a casa -dijo.
– Esa parece una idea infernalmente buena -opinó Jeannie.
Abrió la cremallera de la bolsa de lona y procedió a poner prendas de ropa encima de la cama.
El pasmo se apoderó momentáneamente del médico. Después dijo en tono rabioso:
– Hagan lo que les parezca. -Y abandonó la estancia.
Jeannie y Lisa intercambiaron una mirada.
– No puedo creer que esto haya sucedido -silabeó Jeannie.
– Gracias a Dios que se han marchado -dijo Lisa, y bajó de la cama.
Jeannie la ayudó a quitarse la bata del hospital. Lisa se puso rápidamente la ropa limpia y se calzó las zapatillas.
– Te llevaré a casa -declaró Jeannie.
– ¿Te importaría dormir en mi piso? -pidió Lisa-. No quiero estar sola esta noche.
– Claro. Te haré compañía de mil amores.
McHenty las esperaba fuera. Daba la impresión de haber perdido parte de su confianza en sí mismo. Tal vez había comprendido que llevó fatal el interrogatorio.
– Aún faltan unas cuantas preguntas más -apuntó.
– Nos vamos -Jeannie habló en voz baja y tranquila-. Lisa está demasiado trastornada en este momento como para contestar preguntas.
El agente casi estaba asustado.
– Tiene que hacerlo -dijo-. Ha presentado una denuncia.
– No me violaron -dijo Lisa-. Todo fue un error. Sólo quiero irme a casa ahora mismo.
– ¿Se da cuenta de que hacer una falsa alegación constituye un delito?
– Mire, esta mujer no es ninguna criminal -terció Jeannie en tono irritado-… Es la víctima de un crimen. Si su jefe le pregunta por qué retiramos la denuncia, dígale que se debe a que ha sido acosada brutalmente por el agente McHenty del Departamento de Policía de Baltimore. Ahora la voy a llevar a su casa. Disculpe, por favor.
Pasó el brazo por encima de los hombros de Lisa y la condujo hacia la salida, tras pasar junto al agente.
Cuando salían, oyeron al hombre murmurar:
– ¿Qué es lo que hice?
Berrington Jones miró a sus dos viejos amigos.
– No puedo creer que seamos nosotros tres -dijo-. Vamos a cumplir los sesenta dentro de nada. Ninguno ha ganado nunca más de doscientos mil dólares al año. Ahora nos ofrecen sesenta millones a cada uno… ¡y estamos aquí sentados hablando de rechazar la oferta!
– Nunca estuvimos en esto por dinero -declaró Preston Barck.
– Aún sigo sin entenderlo -dijo el senador Jim Proust-. Si soy propietario de la tercera parte de una compañía que vale ciento ochenta millones de dólares, ¿Cómo es que voy por ahí conduciendo un Crown Victoria de tres años de antigüedad?
Los tres hombres poseían una pequeña empresa particular de biotecnología, la Genético, S.A. Preston llevaba los asuntos administrativos y comerciales cotidianos de la misma; Jim se dedicaba a la política, y Berrington era una autoridad académica. A bordo de un avión en vuelo a San Francisco había conocido al director ejecutivo de Landsmann, una corporación farmacéutica alemana, y consiguió que se interesase por la empresa hasta el punto de presentar una oferta de compra. Y ahora tenía que convencer a sus socios para que la aceptaran. Cosa que le estaba resultando más ardua de lo que había previsto.
Se encontraban reunidos en el estudio de una casa de Roland Park, barrio opulento de Baltimore. La casa pertenecía a la Universidad Jones Falls, que la prestaba temporalmente a profesores visitantes. Berrington, titular de cátedra en Berkeley (California) y en Harvard, así como en Jones Falls, ocupaba la vivienda durante las seis semanas que pasaba en Baltimore. Pocos objetos personales suyos había en la habitación: un ordenador portátil, una fotografía de su ex esposa y su hijo, y un montón de ejemplares nuevos de su último libro: Heredar el futuro: la transformación de Norteamérica mediante la Ingeniería Genética. Un televisor con el sonido desconectado mostraba las imágenes de la ceremonia de los Emmy.
Preston era delgado y serio. Aunque se trataba de uno de los más extraordinarios científicos de su generación, tenía todo el aspecto de un contable.
– Las clínicas siempre han dado dinero -dijo Preston. La Genético poseía tres clínicas de fertilidad especializadas en concepción in vitro, niños probeta, un procedimiento que se hizo posible gracias a la investigación pionera realizada por Preston durante el decenio de los setenta-. La fecundación es el terreno de la medicina de mayor desarrollo en Estados Unidos. La Genético será la vía por la que la Landsmann irrumpirá en este nuevo e inmenso mercado.
Quieren que abramos anualmente cinco nuevas clínicas durante los próximos diez años.
Jim Proust era un hombre calvo, bronceado por el sol, con una nariz enorme y gafas de gruesos cristales. Su enérgico y poco agraciado rostro era todo un regalo para los caricaturistas políticos. Berrington y él eran amigos y colegas desde hacia veinticinco años.
– ¿Cómo es que nunca vemos un centavo? -preguntó Jim.
– Siempre estamos invirtiendo en investigación.
La Genético tenía sus propios laboratorios y, por otra parte, también acordaba contratos de investigación con departamentos de biología y psicología de diversas universidades. Berrington se encargaba de los contactos de la empresa con el mundo académico.
– No me explico por qué vosotros dos sois incapaces de ver que esta es nuestra gran oportunidad -reprochó Berrington, sulfurado.
Jim señaló el televisor.
– Dale volumen al sonido, Berry… Ahí apareces tú.
Los Emmy habían dado paso al programa Larry King en directo, y Berrington era el personaje invitado. Odiaba a Larry King -aquel hombre era un progresista teñido de rojo, en su opinión-, pero el programa constituía la oportunidad de dirigirse a millones de estadounidenses.
Contempló la imagen con ojo analítico y le encantó lo que veía.
En realidad, era un hombre de menguada estatura, pero la televisión lograba que todos midiesen lo mismo. Su traje era de buen corte, la camisa azul celeste hacia juego con sus ojos y la corbata color rojo borgoña no resultaba chillona en la pantalla. Como era supercrítico, pensó que su cabellera plateada era demasiado pulcra, casi como si la llevase crepada: corría el riesgo de parecer un telepredicador.
King, que lucía aquellos tirantes que eran como sus señas de identidad, estaba de un talante agresivo, y su voz de timbre grave resonaba desafiante.
– Profesor, ha vuelto usted a desatar la polémica con su último libro, pero el público opina que eso no es ciencia, sino política. ¿qué tiene que responder a tal dictamen popular?
Berrington se sintió gratificado al comprobar que su voz tenía un tono suave y razonable al contestar:
– Lo que trato de exponer es que las decisiones políticas deben fundamentarse en ciencia sólida y consistente, Larry. Si a la naturaleza se la deja obrar por sí misma, favorece a los genes buenos y extermina a los malos. Nuestra política del bienestar actúa en contra de la selección natural. Así es como estamos creando una generación de estadounidenses de segunda categoría.
Jim tomó un sorbo de whisky y encomió:
– Buena frase… Una generación de estadounidenses de segunda categoría. Toda una cita.
En el televisor, Larry King preguntaba: -Si impone usted su criterio, ¿qué ocurre con los hijos de los pobres? Se mueren de hambre, ¿no?
En la pantalla, el semblante de Berrington adoptó una expresión solemne.
– Mi padre murió en I942, cuando un submarino japonés hundió el portaaviones Wasp en Guadalcanal. Yo tenía seis años. Mi madre tuvo que luchar y sacrificarse mucho para criarme y enviarme al colegio. Soy un hijo de la pobreza, Larry.
Aquello se acercaba bastante a la verdad. Su padre, un brillante ingeniero, dejó a su madre una pequeña renta, lo suficiente como para que la mujer no se viera obligada a trabajar ni a volver a casarse. La madre llevó a Berrington a colegios particulares caros y luego a Harvard… pero le había costado un esfuerzo tremendo.
– Das una imagen estupenda, Berry… -dijo Preston-, con excepción, quizá, de ese corte de pelo estilo Oeste rural.
Barck, que a sus cincuenta y cinco años era el más joven del trío, llevaba su pelo negro muy corto y aplastado contra el cráneo como una boina calada.
Berrington emitió un gruñido irritado. Había tenido la misma idea, pero le fastidiaba oírla expresada en labios de otro. Se sirvió un poco de whisky. Bebían Springbank, de pura malta.
– Filosóficamente hablando -decía Larry King en la pantalla-, ¿en que difieren sus puntos de vista de, pongamos, los de los nazis?
Berrington cogió el mando a distancia y apagó el televisor.
– Llevo diez años haciendo esto -dijo-. Tres libros, un millón de nauseabundas entrevistas televisadas a continuación, ¿y de que ha servido? De nada. Todo sigue igual.
– Todo no sigue igual -señaló Preston-. Produces genética y tienes un programa en marcha. Lo que te pasa es que eres un impaciente.
– ¿Impaciente? -replicó Berrington, en tono irritado-. ¡Apuesta a que soy un impaciente! Cumpliré los sesenta dentro de quince días. No dispongo ya de mucho tiempo!
– Tiene razón, Preston -intervino Jim-. ¿Ya no te acuerdas de cuando éramos jóvenes? Ahora miramos a nuestro alrededor y vemos que Estados Unidos se está yendo al centro del infierno: derechos civiles para los negros, los mexicanos invadiendo nuestro país a raudales, los mejores colegios inundados por hijos de comunistas judíos, nuestros chicos fumando marihuana y dando esquinazo al servicio militar. Y, muchacho, ¡tenemos razón! ¡Mira cómo han cambiado las cosas desde nuestra juventud! Ni en nuestras peores pesadillas hubiéramos imaginado nunca que las drogas ilegales se convertirían en una de las más importantes industrias estadounidenses y que a una tercera parte de los niños que nacen en este país los alumbran madres acogidas al seguro de enfermedad. Y nosotros somos las únicas personas con agallas para plantar cara a los problemas… nosotros y unas cuantas personas que piensan como nosotros. Todos los demás cierran los ojos y esperan que las cosas mejoren solas.
No han cambiado, pensó Berrington. Preston siempre prudente y pusilánime, Jim ampulosamente seguro de sí. Los conocía desde tanto tiempo atrás que miraba sus defectos con cariño, la mayor parte de las veces, por lo menos. Y estaba acostumbrado a desempeñar el papel de moderador encargado de conducirlos por el correcto término medio.
– ¿En qué punto estamos con los alemanes, Preston? -preguntó- Ponnos al día.
– Muy cerca de cerrar el trato -dijo Preston-. Quieren anunciar la adquisición en una conferencia de prensa dentro de ocho días a partir de mañana.
– ¿De mañana en ocho? -El nerviosismo vibraba en la voz de Berrington-. ¡Eso es estupendo!
Preston meneó la cabeza. -Debo confesaros que aún tengo mis dudas.
Berrington produjo un ruido exasperado. -Hemos de pasar por un proceso llamado revelación, una especie de auditoría. Tenemos que abrir nuestros libros a los contables de Landsmann y explicarles cuanto pueda afectar a nuestros beneficios futuros, como deudores susceptibles de quebrar o pleitos pendientes.
– No tenemos nada de eso, creo -dijo Jim.
Preston le dirigió una mirada que no presagiaba nada bueno.
– Todos sabemos que esta empresa tiene secretos.
Hubo un momentáneo silencio en la estancia. Al final, Jim expuso: -Rayos, eso ocurrió hace mucho tiempo.
– ¿Y qué? La evidencia de lo que hicimos nos acompaña por dondequiera que vamos.
– Pero la Landsmann no tiene modo alguno de descubrir aquello… especialmente en una semana.
Preston se encogió de hombros, como si dijera: «Quien sabe».
– Tenemos que correr el riesgo -manifestó Berrington con firmeza-. La inyección de capital que nos proporcionará la Landsmann nos permitirá acelerar nuestro programa de investigación. En un par de años estaremos en condiciones de ofrecer a los blancos estadounidenses ricos que acudan a nuestras clínicas un niño perfecto, producto de la ingeniería genética.
– Pero ¿qué importará eso? -alegó Preston-. Los pobres seguirán criando hijos más deprisa que los ricos.
– Estas pasando por alto la plataforma política de Jim -recordó Berrington.
– Un impuesto fijo del diez por ciento sobre la renta e inyecciones anticonceptivas obligatorias para las mujeres a cuenta de la asistencia social -dijo Jim.
– Piensa en ello, Preston -recomendó Berrington-. Niños perfectos para las clases medias y esterilización para los pobres. Iniciaremos otra vez el apropiado equilibrio racial de Estados Unidos. Ese ha sido siempre nuestro objetivo, incluso desde los primeros días.
– Entonces éramos muy idealistas -comentó Preston.
– ¡Teníamos razón! -dijo Berrington.
– Sí, teníamos razón. Pero a medida que me he ido haciendo viejo he pensado cada vez con más frecuencia que el mundo probablemente se las arreglará para salir adelante aunque no se consiga cumplir todo lo que planeábamos cuando teníamos veinticinco años.
Esa forma de hablar podría sabotear grandes empresas.
– Pero podemos cumplir lo que planeamos -afirmó Berrington-. Estamos a punto de agarrar con la mano todas las cosas por las que hemos trabajado durante los últimos treinta años. Los peligros que corrimos en aquellas fechas iniciales, todos los años de investigación, el dinero que invertimos… todo va a dar sus frutos ahora. ¡Que no te de un ataque de nervios en este momento, Preston!
– A mis nervios no les pasa nada, me limito a señalar problemas prácticos reales -expresó Preston, malhumorado-. Jim puede proponer su plataforma política, pero eso no significa que se vaya a llevar a cabo.
– Ahí es donde entra la Landsmann -dijo Jim-. El efectivo que recibiremos a cambio de nuestras acciones de la compañía nos lanzará hacia nuestro objetivo máximo, el más importante de todos.
– ¿Qué quieres decir?
Preston parecía desconcertado, pero Berrington estaba enterado de lo que seguía y sonrió.
– La Casa Blanca -dijo Jim-. Voy a presentar mi candidatura para la presidencia.
Pocos minutos antes de la medianoche, Steve Logan aparcó su viejo y herrumbroso Datsun en la calle Lexington del barrio de Hollins Market de Baltimore, al oeste del centro urbano. Iba a pasar la noche con su primo Ricky Menzies, que cursaba la carrera de medicina en la Universidad de Maryland, en Baltimore. El domicilio de Ricky era un cuarto en un enorme y viejo edificio habitado por estudiantes.
Ricky era el más disoluto libertino que conocía Steve. Le gustaba beber, bailar y asistir a fiestas, actividades a las que también eran muy aficionados sus amigos. Steve había esperado con anticipada ilusión pasar la noche con Ricky. Pero lo malo que tenían los libertinos disolutos es que eran inherentemente informales. En el último minuto, a Ricky se le presentó una cita de las que ahora se llaman ardientes y Steve tuvo que pasarse la primera parte de la velada solo.
Se apeó del coche, cargado con una pequeña bolsa de deportes en la que llevaba ropa limpia para cambiarse al día siguiente. La noche era cálida. Cerró el coche y echó a andar hacia la esquina. Un grupo de chavales, cuatro o cinco muchachos y una chica, todos negros, remoloneaban delante de una tienda de videos. Fumaban cigarrillos. Steve no estaba nervioso, aunque era blanco; con su coche viejo y sus pantalones azules descoloridos, parecía estar en aquel barrio como en su habitat natural. Además, era cosa de cinco centímetros más alto que el más crecido del grupo. Al pasar junto a los mozos, uno ofreció en voz baja, pero perfectamente audible:
– ¿Quieres marcarte unos porritos, te molan unas papelinas de coca?
Steve dijo que no con la cabeza, sin reducir el ritmo de sus pasos.
Una mujer muy alta, de color, caminaba hacia él, vestida para matar con microminifalda y zapatos de aguja, cabellera apilada hacia las alturas, carmín bermellón y sombra de ojos azul.
– ¡Hola, guapo! -con profunda voz masculina.
Steve comprendió que era un hombre, sonrió y siguió adelante.
Oyó a los chicos de la esquina saludar con festiva familiaridad al travestido.
– ¡Eh, Dorothy!
– Hola, muchachos.
Segundos después, Steve oyó chirriar de neumáticos y volvió la cabeza. Un coche blanco de la policía con su banda azul y plata se detenía en la esquina. Unos cuantos miembros del grupo de muchachos desaparecieron engullidos por la oscuridad de las calles contiguas; otros permanecieron donde estaban. Dos agentes negros se apearon del coche, sin prisas. Steve se dio media vuelta para ver de qué iba aquello. Cuando la mirada de uno de los agentes cayó sobre el hombre llamado Dorothy, el policía soltó un salivazo que fue a estrellarse en la puntera del zapato rojo de alto tacón.
Steve se sobresaltó. Era un acto gratuito e innecesario. Sin embargo, Dorothy continuó andando como si nada.
– Que te den por culo -murmuró.
El comentario fue apenas audible, pero el agente tenía un oído agudo. Agarró a Dorothy por un brazo y lo proyectó contra la luna del escaparate de la tienda de videos. Dorothy se tambaleó encima de sus tacones de aguja.
– No se te ocurra nunca hablarme a mí así, pedazo de mierda -dijo el agente.
Steve se indignó. ¿Por el amor de Dios, que esperaba aquel fulano si andaba por ahí escupiendo a la gente?
Un timbre de alarma empezó a sonar en la parte posterior de su cerebro. «No busques camorra, Steve.»
El compañero del agente estaba apoyado en el vehículo, en plan de mero espectador, con expresión impasible.
– ¿Qué pasa contigo, hermano? -silabeó Dorothy seductoramente-. ¿Acaso te altero la sangre?
El agente le asestó un puñetazo en el estómago. Era un tipo corpulento, el policía, y puso en el golpe todo el peso de su cuerpo. Dorothy se dobló sobre sí mismo, dando un grito ahogado.
«Al diablo con todo», se dijo Steve, y echó a andar hacia la esquina.
«¿Qué rayos estás haciendo, Steve?»
Dorothy continuaba doblado por la cintura, jadeando.
– Buenas noches, agente -dijo Steve.
El policía le lanzó un vistazo.
– Piérdete, hijo de puta -ordenó.
– Ni hablar -contestó Steve.
– ¿Qué has dicho?
– He dicho que de eso, nada, agente. Deje en paz a este hombre.
«Márchate, Steve, maldito inflagaitas, lárgate.»
El desafío de su actitud envalentonó un poco a los chicos.
– Sí, tiene razón -dijo un mozalbete alto y delgado, de cabeza rapada-. No hay motivo para que jodas así a Dorothy, no ha violado ninguna ley.
El polizonte apuntó al muchacho con un dedo índice agresivo.
– Si estás loco por que te empapele por tráfico de droga, no tienes más que seguir hablándome así.
El rapaz bajó los ojos.
– Pero la cuestión es que el joven ha dicho una verdad -insistió Steve-. Dorothy no ha quebrantado ninguna ley.
El policía se acercó a Steve.
«No le sacudas, hagas lo que hagas, no le toques. Acuérdate de Tip Hendricks.»
– ¿Estás ciego?-preguntó el policía.
– ¿Qué quiere decir?
Terció el otro agente:
– Eh, Lenny, ¿a quién le importa un carajo? Olvídalo.
Parecía sentirse violento.
Lenny no le hizo caso y dirigió la palabra a Steve:
– ¿Es que no lo entiendes? Eres el único blanco de la fotografía. Este no es tu sitio.
– Pero acabo de ser testigo de un delito.
El agente se irguió muy cerca de Steve, demasiado cerca para que este pudiera sentirse cómodo.
– ¿Quieres dar un garbeo hasta la comisaría? ¿O prefieres irte ahora mismo a tomar por culo de una puta vez?
Steve no deseaba ni mucho menos que le llevasen a la comisaría. A los agentes les era muy fácil plantarle un poco de droga en los bolsillos, o arrearle una tunda y decir que se resistió a la detención. Steve estaba estudiando derecho: si le declaraban convicto de un delito nunca podría ejercer. Se arrepintió de la postura que había adoptado. No merecía la pena arrojar por la borda toda su carrera sólo porque un policía la tomaba con un travestido.
Pero era una injusticia. Ahora se estaba intimidando a dos personas, a Dorothy y a Steve. Era el poli el que violaba la ley. Steve no podía retirarse de allí como si tal cosa. Pero adoptó un tono conciliador:
– No quiero follones, Lenny -dijo-. ¿Por qué no deja que Dorothy se vaya y olvidamos que usted le agredió?
– ¿Me estás amenazando, capullo?
«Un directo al plexo solar y una tunda de golpes en la cara. Una por el dinero, dos por la escenita. El poli se derrumbará como un caballo con una pata rota.»
– Sólo hacía una sugerencia amistosa.
El agente parecía estar deseando armar jaleo. A Steve no se le ocurría ninguna forma de evitar el enfrentamiento. Deseó que Dorothy hiciese mutis silenciosamente, mientras Lenny le daba la espalda; pero el travestido seguía plantado allí: contemplaba la escena, se frotaba con una mano el dolorido estómago y disfrutaba de la furia del poli.
Intervino entonces la suerte. Cobró vida sonora la radio del coche patrulla. Los dos agentes se pusieron rígidos, todo oídos. Steve no logró desentrañar el significado de la mezcla de palabras y números de código, pero el compañero de Lenny dijo:
– Agente en apuros. Vayámonos de aquí.
Lenny vaciló, aún fulminando a Steve con la vista, pero a Steve le pareció captar un toque de alivio en los ojos del policía. Quizás a el también le rescataban de una situación comprometida. Pero en su tono sólo había malevolencia:
– Recuérdame -le dijo a Steve-. Porque yo me acordaré de ti.
Subió al vehículo, cerró la portezuela de golpe y el coche arrancó a toda velocidad.
Los chicos aplaudieron y se mofaron a gritos.
– ¡Ufff! -pronunció Steve, agradecido-. Ha sido algo espeluznante.
«También fue estúpido. Sabes perfectamente como hubiera acabado la cosa. Sabes lo que eres.»
En aquel momento apareció su primo Ricky.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó, con la mirada en la patrulla que desaparecía en la distancia.
Se acercó Dorothy y puso las manos sobre los hombros de Steve.
– Héroe mío -dijo en tono insinuante-. Mi John Wayne.
Steve se sintió incómodo.
– Eh, vamos…
– En cualquier momento que te apetezca aventurarte por la senda del frenesí salvaje, John Wayne, acude a mí. Te llevaré gratis.
– Gracias…, a pesar de todo.
– Te besaría, pero ya veo que eres vergonzoso, así que sólo te diré adiós. Agitó en el aire sus dedos de uñas lacadas de rojo y se alejó.
– Adiós, Dorothy.
Ricky y Steve se marcharon en dirección contraria.
– Veo que ya has hecho amistades en la vecindad -comentó Ricky.
Steve soltó una carcajada en la que había más alivio que otra cosa.
– Casi me meto en un lío grave de veras -explicó-. Un pasma tonto del culo le arreó un puñetazo a ese tipo de la minifalda y yo fui lo bastante idiota como para intentar pararle los pies.
Ricky estaba atónito. -Tienes suerte de estar aquí.
– Ya lo sé.
Llegaron a casa de Ricky y entraron. Olía a queso, o acaso se tratara de leche agria. Había pintadas en las paredes de color verde.
Rodearon las bicicletas encadenadas que había en el vestíbulo y echaron escaleras arriba.
– Es que me volví loco, nada mas -dijo Steve-. ¿Por qué tenía que asestarle un puñetazo en la boca del estómago? Si al pobre fulano le gusta llevar minifalda y embadurnarse de maquillaje, ¿a quién le importa?
– Tienes razón.
– ¿Y por qué tenía Lenny que quedar impune, sólo porque lleva uniforme? Los policías deberían dar ejemplo, precisamente por su posición de privilegio.
– Cuando las ranas críen pelo.
– Esa es una de las cosas por las que quiero ser abogado. Para impedir que esta clase de mierda siga ocurriendo. ¿Tienes tu algún héroe, alguien a quién te gustaría parecerte, ser como él?
– Casanova, quizás.
– Ralph Nader. Es abogado. Ese es mi personaje modelo. Se enfrentó a las empresas más poderosas de Estados Unidos… ¡Venció!
Ricky se echó a reír, pasó los brazos en torno a los hombros de Steve y ambos entraron en su cuarto.
– Mi primo el idealista.
– Ah, rayos.
– ¿Quieres un poco de café?
– Claro.
El cuarto de Ricky era pequeño y estaba amueblado a base de trastos viejos. Sólo tenía una cama, un escritorio destartalado, un sofá hundido y un televisor enorme. En la pared, el cartel de un desnudo con los nombres de todos los huesos del esqueleto humano, desde los parietales de la cabeza hasta las falanges distales de los dedos de los pies. Había aire acondicionado, pero al parecer no estaba en marcha.
Steve se sentó en el sofá.
– ¿Qué tal tu cita?
– No tan ardiente como se anunciaba. -Ricky puso agua en la cafetera-. Melissa es mona, sí, pero yo no estaría en casa tan temprano si estuviese tan loquita por mí como se me había hecho creer. Y tú, ¿qué tal?
– Anduve por el campus de la Jones Falls. Hay bastante clase por allí. También encontré a una chica. -Se animó al recordarlo-. La vi jugar al tenis. Era una chica impresionante… alta, fuerte, un rato bien formada. Tenía un servicio que era como el disparo de un jodido lanzagranadas, te lo juro.
– Es la primera vez que oigo que alguien se cuelga por una chica por su forma de jugar al tenis -sonrió Ricky-. ¿Es guapa de cara?
– Bueno, tiene un rostro enérgico de verdad. -Steve podía verla en aquel momento-. Ojos castaño oscuro, cejas negras, masa de pelo moreno… y aquel primoroso arito de plata que le perforaba la aleta izquierda de la nariz.
– No bromeas. Algo extraordinario, ¿eh?
– Tú lo has dicho.
– ¿Cómo se llama?
– No lo sé. -La sonrisa de Steve era triste-. Pasó por mi lado me mandó a hacer gárgaras, sin alterar el paso. Es probable que no vuelva a verla en la vida.
Ricky sirvió café.
– Quizás eso sea lo mejor… Sales en serio con una chica, ¿no?
– Algo así. -Steve se había sentido un poco culpable al verse tan atraído por la jugadora de tenis-. Se llama Celine. Estudiamos juntos.
Steve iba a la universidad en Washington, D.C.
– ¿Te has acostado con ella?
– No.
– ¿Por qué no?
– Creo que no he llegado a ese nivel de compromiso.
Ricky pareció sorprenderse.
– Ese es un idioma que no se hablar. ¿Tienes que considerarte comprometido con una chavala antes de follártela?
Steve se sintió violento.
– Eso es lo que pienso, ya lo sabes.
– ¿Siempre has pensado así?
– No. Cuando estaba en el instituto llegaba hasta donde las chicas me permitían llegar, era como una especie de competición o algo por el estilo. Hacía lo mío con cualquier chica bonita que se quitara las bragas… pero eso era entonces, ahora es ahora, y ya no soy ningún mocoso. Creo.
– ¿Cuántos años tienes?, ¿veintidós?
– Exacto.
– Yo tengo veinticinco y sospecho que no soy tan maduro como tú.
Steve detectó cierta nota de resentimiento.
– ¡Eh, nada de críticas! ¿Vale?
– Está bien. -Ricky no parecía ofendido en absoluto-. Así, ¿qué hiciste después de que te mandara a paseo?
– Me fui a un bar de Charles Village y me tome un par de cervezas con una hamburguesa.
– Eso me recuerda que… tengo hambre. ¿Quieres comer algo?
– ¿Qué tienes?
Ricky abrió una alacena.
– ¿Boo Berry, Rice Krispies o Count Chocula?
– Ah, chico, Count Chocula suena de maravilla.
Ricky puso tazones y leche encima de la mesa y ambos hicieron los honores al «banquetazo».
Al terminar, limpiaron los tazones de cereales y se dispusieron a acostarse. Steve se tendió en el sofá, en calzoncillos: hacia demasiado calor para echarse encima una manta. Ricky se quedó con la cama. Antes de irse a dormir, preguntó a Steve:
– Entonces, ¿qué vas a hacer en Jones Falls?
– Me han pedido que participe en un estudio. He de someterme a pruebas psicológicas y todo eso.
– ¿Por qué tú precisamente?
– No lo sé. Dijeron que yo era un caso especial y que me lo explicarían todo cuando estuviese allí.
– ¿Qué te indujo a aceptar? Parece algo así como una pérdida de tiempo.
Steve tenía una razón especial, pero no iba a contársela a Ricky. En su respuesta sólo hubo una parte de verdad.
– Curiosidad, supongo. Quiero decir, ¿tú nunca te haces preguntas acerca de ti mismo? Como ¿qué clase de persona soy y qué quiero hacer en la vida?
– Quiero ser un cirujano de primera y ganar un millón de pavos al año haciendo implantes de pecho. Supongo que soy un alma sencilla.
– ¿Y no te preguntas el porqué de todo eso?
Ricky se echó a reír.
– No, Steve, no. Pero tú sí. Siempre has sido un pensador. Incluso cuando éramos chavales solías darle vueltas y vueltas en la cabeza al asunto de Dios y todo eso.
Era cierto. Alrededor de los trece años de edad, Steve pasó por una fase de religiosidad. Visitó varias iglesias distintas, una sinagoga y una mezquita, e interrogó a una serie de confundidos clérigos acerca de sus creencias. El asunto dejó perplejos a sus padres, ambos despreocupados agnósticos.
– Pero siempre has sido un poco raro -continuó Ricky-. No he conocido a nadie que sacara unas notas tan altas en los exámenes del instituto sin ni siquiera romper a sudar.
Eso también era verdad. Steve asimilaba las lecciones con rapidez y alcanzaba los primeros puestos de la clase sin esforzarse nada, salvo cuando los otros chicos empezaban a tomarle el pelo y el cometía errores deliberadamente para hacerse notar menos.
Pero existía otro motivo que justificaba la curiosidad hacia su propia psicología. Ricky lo ignoraba. En el colegio nadie conocía ese motivo. Sólo los padres de Steve lo conocían.
Steve casi había matado a una persona.
Contaba entonces quince años, ya era bastante alto, aunque delgado. Era el capitán del equipo de baloncesto. Aquel año, el Instituto Hillsfield alcanzó las semifinales del campeonato de la ciudad. Jugaban contra un equipo de adolescentes callejeros, que no reparaban en brusquedades, de una escuela de los barrios bajos de Washington. El jugador encargado de marcar a Steve, y viceversa, era un chico llamado Tip Hendricks que se pasó todo el partido haciéndole personales. Tip era bueno, pero empleaba sus habilidades preferentemente para hacer trampas. Y cada vez que lo hacía, le dedicaba una sonrisa, como diciéndole: «¡Has vuelto a picar, imbécil!», lo cual puso furioso a Steve. Con todo eso, jugó muy mal, su equipo perdió y se volatilizaron todas las posibilidades de seguir optando al trofeo.
Para colmo de mala suerte, Steve se tropezó con Tip en el aparcamiento donde los autobuses esperaban a los equipos para trasladarlos de vuelta a sus escuelas. La fatalidad quiso que uno de los conductores estuviese cambiando una rueda y tuviese la caja de herramientas abierta en el suelo.
Steve hizo como si no viera a Tip, pero este arrojó hacia Steve la colilla de su cigarrillo, que fue a aterrizar en la cazadora que llevaba.
Aquella maldita cazadora significaba mucho para Steve. La había comprado el día anterior, con los ahorros conseguidos trabajando los sábados en un McDonald's. Era una cazadora preciosa, de cuero suave, color mantequilla, y ahora lucía una marca de quemadura en la parte derecha de la pechera, donde era imposible no verla. Había quedado inservible. De modo que Steve le sacudió.
Tip respondió con ferocidad, lanzando patadas y topetazos con la cabeza, pero la rabia embargaba a Steve de tal modo que le hacía poco menos que insensible a los golpes de Tip. Este tenía la cara cubierta de sangre cuando sus ojos cayeron sobre la caja de herramientas del conductor del autobús y cogió una barra de hierro.
Golpeó con ella dos veces a Steve en la cara. Fueron golpes realmente dolorosos y una ira ciega se apoderó de Steve. Arrancó la herramienta de las manos de Tip… y después de eso ya no pudo recordar nada más, hasta que se encontró en pie sobre el cuerpo de Tip, con la ensangrentada barra de hierro en la mano, mientras alguien exclamaba:
– ¡Santo cielo!, creo que está muerto.
Tip no estaba muerto, aunque murió dos años después, asesinado por un importador de marihuana jamaicano al que debía ochenta y cinco dólares. Pero Steve había deseado matarle, había intentado matarle. No tenía excusa: descargó el primer golpe, y aunque fue Tip quien cogió la herramienta de hierro, Steve la había utilizado salvajemente.
Condenaron a Steve a seis meses de cárcel, pero la sentencia quedó sobreseída. Concluido el juicio fue a otro colegio y aprobó los exámenes como de costumbre. Al ser menor de edad en el momento de la pelea, su expediente criminal permaneció en secreto, por lo que nada le impidió ingresar en Derecho. Sus padres consideraban que aquello había sido una pesadilla que ya había acabado.
Pero Steve tenía sus dudas. Se daba perfecta cuenta de que sólo la suerte y la resistencia del cuerpo humano le habían salvado de un juicio por asesinato. Tip Hendricks era un ser humano y Steve casi le había matado por una cazadora. Mientras escuchaba la respiración uniforme y tranquila de Ricky, que dormía en el otro lado del cuarto, Steve yacía despierto en el sofá y pensaba: ¿qué soy?