Jeannie se despertó en la reducida sala de estar de paredes blancas, acostada encima del negro sofá, en brazos de Steve, y vestida sólo con el albornoz de tela de rizo color rosa fucsia.
«¿Cómo llegué aquí?»
Se habían pasado la mitad de la noche ensayando con vistas a la audiencia. A Jeannie el corazón le dio un vuelco en el pecho: su destino iba a decidirse aquella mañana.
«Pero ¿cómo es que estoy aquí recostada en su regazo?»
Hacia las tres había bostezado y cerrado los ojos un momento.
«¿Y entonces?…»
Debió de quedarse dormida.
Y en algún instante Steve fue al dormitorio, cogió de la cama la colcha de rayas azules y rojas y la había arropado con ella, puesto que Jeannie se encontraba abrigada bajo la prenda.
Pero Steve no podía ser responsable del modo en que ella estaba tendida, con la cabeza sobre el muslo del chico y el brazo alrededor de su cintura. Sin duda lo hizo durante el sueño. Resultaba un poco embarazoso, con la cara pegada a la entrepierna. Se preguntó qué pensaría Steve de ella. Su conducta había sido bastante excéntrica, por no decir otra cosa. Desnudarse ante sus ojos y luego quedarse dormida encima de él; se estaba comportando como lo haría con un amante con el que llevase conviviendo mucho tiempo.
«Bueno, tengo una excusa para actuar de un modo tan alucinante: he tenido una semana alucinante.»
Se había visto maltratada por el patrullero McHenty, robada por su padre, acusada por el New York Times, amenazada con un cuchillo por Dennis Pinker, despedida por los mandamases de la universidad y agredida en su propio coche. Se sentía dañada.
Le dolía un poco el rostro en la zona donde recibió el puñetazo el día anterior, pero las heridas no eran meramente físicas. El ataque había magullado también su psique. Al recordar el forcejeo en el Mercedes, la cólera volvió a su ánimo y deseo poder echarle las manos al cuello a aquel individuo. Incluso mientras recordaba la escena, sintió como en sordina un zumbido de infelicidad, como si su vida tuviese menos valor a causa de aquel ataque.
Era sorprendente que aún pudiese confiar en algún hombre; asombroso que pudiera quedarse dormida en un sofá con un chico que tenía exactamente el mismo aspecto físico que uno de sus agresores. Pero ahora podía estar incluso más segura de Steve. Ningún otro hubiera pasado la noche así, a solas con una muchacha, sin tratar de forzarla.
Jeannie frunció el entrecejo. Steve había hecho algo durante la noche, ella lo recordaba de un modo ambiguo, un detalle bonito. Sí: era el recuerdo entre sueños de una mano grande que le acariciaba el pelo rítmicamente; le parecía que durante bastante tiempo, mientras ella dormía, tan a gusto como un gato mimado.
Sonrió, se removió y Steve preguntó al instante:
– ¿Estás despierta?
Jeannie bostezo y se estiró.
– Lo siento, me quedé dormida encima de ti. ¿Te encuentras bien?
– Alrededor de las tres de la madrugada la circulación sanguínea de mi pierna izquierda se interrumpió, pero me acostumbre enseguida y ya está.
Jeannie se incorporó para mirarle la cara. Tenía la ropa arrugada, el pelo desgreñado y le había crecido un poco de barba rubia, pero daba la impresión de encontrarse lo bastante en forma como para comer.
– ¿Dormiste algo?
Steve dijo que no con la cabeza.
– Disfrutaba demasiado contemplándote.
– No me digas que ronco.
– No, no roncas. Se te escapa un poco de saliva, nada más.
Se tocó ligeramente una manchita de humedad de la pernera.
– ¡Oh, que rabia! -Jeannie se levantó. Su mirada fue a detenerse en la esfera del reloj azul que colgaba de la pared: las ocho y media, puntualizó alarmada-: No nos queda mucho tiempo. La audiencia empieza a las diez.
– Dúchate mientras preparo un poco de café -se brindó Steve, magnánimo.
Jeannie se le quedó mirando. Era un chico irreal.
– ¿Te ha traído Santa Claus?
Steve se echó a reír.
– De acuerdo con tu teoría, he salido de una probeta. -Su expresión se tornó solemne de nuevo-. Quién sabe, que diablos.
El talante de Jeannie se oscureció, a tono con el de Steve. La mujer entró en el baño, dejó caer el albornoz en el suelo y se metió en la ducha. Mientras se lavaba la cabeza, empezó a amargarse pensando en la dura lucha que había mantenido a lo largo de los últimos diez años: el esfuerzo para conseguir las becas; los intensivos entrenamientos tenísticos combinados con las largas horas desgastándose los codos sobre los libros; el director de su tesis doctoral, desagradablemente quisquilloso. Había trabajado como un robot para llegar a donde había llegado, todo porque quería ser una científica y ayudar a la raza humana a entenderse mejor a sí misma. Y ahora Berrington Jones estaba a punto de arrojárselo todo por la borda.
La ducha consiguió que se sintiera mejor. Cuando se frotaba el pelo con una toalla, sonó el teléfono. Cogió el supletorio que tenía junto a la cama.
– ¿Sí?
– Soy Patty, Jeannie.
– ¡Hola, hermanita! ¿Qué hay?
– Se ha presentado papá.
Jeannie se sentó en la cama.
– ¿Cómo está?
– Sin un centavo, pero sano.
– Acudió primero a mí -dijo Jeannie-. Llegó el lunes. El martes tuvimos un pequeño altercado, porque no le hice la cena. El miércoles se largó, con mi ordenador, mi televisor y mi estero. Ya se debe de haber fundido o jugado el dinero que le dieran por ello.
Patty dejó escapar un grito sofocado.
– ¡Oh, Jeannie, eso es terrible!
– Sí, no es justo. Así que pon bajo llave lo que tengas de valor.
– ¡Robar a su propia familia! ¡Oh, Dios, si Zip se entera, lo pondrá de patitas en la calle!
– Patty, tengo problemas todavía más graves. Hoy me han despedido del trabajo.
– ¿Por qué, Jeannie?
– No tengo tiempo de contártelo ahora, pero te llamaré más tarde.
– De acuerdo.
– ¿Has hablado con mamá?
– A diario.
– Ah, estupendo, eso hace que me sienta mejor. Yo hablé con ella una vez, pero cuando volví a llamarla me dijeron que estaba almorzando.
– La gente que contesta al teléfono allí es realmente poco servicial. Hemos de sacar a mamá de esa residencia cuanto antes.
«Si me despiden definitivamente hoy, se va a pasar allí una larga temporada.»
– Hablaré con ella después.
– ¡Buena suerte!
Jeannie colgó. Observó que tenía una humeante taza de café en la mesilla de noche. Meneó la cabeza, sorprendida. No era más que una taza de café, pero la dejaba atónita el modo en que Steve adivinó que le hacía falta. Ser atento y complaciente era natural en él. Y no quería nada a cambio. Según la experiencia de Jeannie, en las contadas ocasiones en que un hombre ponía las necesidades de una mujer por delante de las suyas, esperaba que ella actuase durante un mes como una geisha en señal de agradecimiento.
Steve era distinto. «Si hubiese conocido la existencia de esta versión de hombres, habría encargado uno hace años.»
Ella lo había hecho todo sola, a lo largo de su vida adulta. Su padre nunca estaba a mano para ayudarla. Mamá siempre había sido fuerte, pero al final su fortaleza se había convertido en un problema casi tan difícil como la debilidad de papá. La madre tenía planes para Jeannie y bajo ninguna circunstancia deseaba renunciar a ellos. Deseaba que Jeannie fuese peluquera. Hasta le consiguió un empleo, quince días antes de que Jeannie cumpliera los dieciséis años, un trabajo consistente en lavar cabezas y barrer el suelo del Salón Alexis, de Adams-Morgan. La aspiración de Jeannie de alcanzar el doctorado en ciencias le resultaba a la madre absolutamente incomprensible. «¡Podrías ser una estilista de primera antes de que las demás chicas logren la licenciatura!», había dicho mamá. Jamás pudo entender por qué Jeannie cogió una rabieta y se negó a echar siquiera una mirada al salón.
Hoy no estaba sola. Contaba con el apoyo de Steve. No importaba que el chico careciese del título precisó: un abogado estrella de Washington no era obligatoriamente la mejor opción para impresionar a cinco profesores. Lo importante era que estaría allí.
Se puso el albornoz y le llamó:
– ¿Quieres ducharte?
– Desde luego. -Entró en el dormitorio-. Lástima no haberme traído una camisa limpia.
– Yo no tengo camisas de hombre… Un momento, claro que sí.
Se acordó de la abotonada blanca Ralph Lauren que le prestaron a Lisa a raíz del incendio. Pertenecía a alguien del departamento de Matemáticas. Jeannie la había enviado a la lavandería y ahora estaba en el armario, envuelta en celofán. Se la pasó a Steve.
– Es de mi talla, diecisiete treinta y seis -dijo Steve-. Perfecto.
– No me preguntes de dónde ha salido, es una larga historia -comentó Jeannie-. Creo que también debo de tener por aquí una corbata. -Abrió un cajón y sacó la corbata de seda azul con pintas que a veces se ponía con una blusa blanca, con el fin de dar a su aspecto un díscolo toque masculino-. Aquí está.
– Gracias.
Steve pasó al diminuto cuarto de baño.
Jeannie experimentó un ramalazo de desencanto. Había esperado con cierta ilusión verle quitarse la camisa. Hombres, pensó; los enclencuchos se quedan en pelotas sin que se lo insinúen siquiera; los tíos cachas son tímidos como monjas.
– ¿Me prestas la maquinilla de afeitar? -voceó Steve.
– Claro, como si estuvieras en tu casa.
«Comunicado interior: Dale al sexo con este mozo antes de que se pase y se convierta en un hermano para ti.»
Buscó su mejor traje chaqueta, el negro, para ponérselo aquella mañana, y se acordó entonces de que el día anterior lo había tirado a la basura. «Maldita estúpida», murmuró para sí. Probablemente podría recuperarlo sin problemas, pero estaría arrugado y manchado. Tenía una estilizada chaqueta azul eléctrico; se la pondría con una camiseta blanca, de manga corta, y unos pantalones negros. Era un conjunto algo más llamativo de la cuenta, pero serviría.
Se sentó frente al espejo y procedió a maquillarse. Steve salió del cuarto de baño, completa y elegantemente convencional con la camisa y la corbata.
– En el congelador hay bollos de canela -indicó Jeannie-. Si tienes hambre, puedes descongelarlos en el microondas.
– Fantástico -acogió Steve-. ¿Tú, quieres algo?
– Estoy demasiado tensa para comer. Aunque no le haría ascos a otra taza de café.
Steve le llevó el café cuando Jeannie terminaba de maquillarse.
Ella se lo bebió rápidamente y se vistió. Cuando entró en la sala de estar, él estaba sentado ante el mostrador de la cocina.
– ¿Encontraste los bollos?
– Faltaría más.
– ¿Qué ha sido de ellos?
– Dijiste que no tenías hambre, así que me los comí todos.
– ¿Los cuatro?
– Ejem… La verdad es que había dos paquetes.
– ¿Te has zampado ocho bollos de canela?
Pareció sentirse de pronto un tanto incómodo.
– Estaba hambriento.
Jeannie se echó a reír.
– Vamos.
Cuando se disponía a marchar, Steve la cogió de un brazo.
– Un momento.
– ¿Qué?
– Jeannie, es bonito ser amigos y a mí me encanta de veras andar por ahí contigo, ya sabes, pero tienes que comprender que no es eso todo lo que quiero.
– Ya lo sé.
– Me estoy enamorando de ti.
Ella le miró a los ojos. El chico era sincero.
– También yo me siento cada vez más ligada a ti -dijo, un tanto a la ligera.
– Quiero hacer el amor contigo, y lo deseo tanto que me duele.
Podría estar escuchando esto todo el santo día, pensó Jeannie.
– Oye -dijo-, si follas como devoras, soy tuya.
Steve puso cara larga y Jeannie se dio cuenta de que había dicho una inconveniencia.
– Lo siento -se excusó-. No pretendía hacer un chiste.
Steve se encogió de hombros a guisa de «no importa».
Ella le cogió la mano.
– Escucha, lo primero que vamos a hacer es salvarme a mí. Luego te salvaremos a ti. Y después nos divertiremos un poco.
Steve le apretó la mano.
– De acuerdo.
Salieron.
– Vayamos juntos en mi coche -propuso Jeannie-. Después te traeré aquí y coges el tuyo.
Subieron al Mercedes. Empezó a sonar la radio cuando Jeannie puso el motor en marcha. Al integrarse en el tránsito de la calle 41, Jeannie oyó al locutor citar el nombre de Genético y subió el volumen.
– Se espera que el senador Jim Proust, antiguo director de la CIA, confirme hoy que aspira a que le nombren candidato republicano para las elecciones presidenciales que se celebrarán el año próximo. Su campaña promete: un diez por ciento del impuesto de utilidades sufragado por la abolición de la asistencia social. La financiación de su campaña no representara ningún problema, aseguran los comentaristas, ya que cuenta con obtener sesenta millones de dólares procedentes de la ya acordada operación de venta de su compañía de investigación clínica, la Genético… Deportes, los Philadelphia Rams…
Jeannie apagó la radio.
– ¿Qué opinas de eso?
Steve sacudió la cabeza con desaliento.
– Las apuestas no cesan de subir -comentó-. Si descubrimos el pastel de la verdadera historia de la Genético y la operación de compraventa se va al traste, Jim Proust no podrá costearse la campaña presidencial. Y Proust es un mal bicho de cuidado: antiguo espía, ex agente de la CIA, opuesto al control de armas, antiesto, antiaquello, antitodo. Te has plantado en el camino de unas gentes peligrosas, Jeannie.
Ella rechinó los dientes.
– Lo cual hace que aún valga más la pena luchar contra ellas. Me eduqué gracias a la asistencia social, Steve. Si Proust llega a presidente, las muchachas como yo siempre serán peluqueras.
Había una pequeña manifestación frente al Hillside Hall, el edificio que albergaba las oficinas administrativas de la Universidad Jones Falls. Treinta o cuarenta estudiantes, femeninos en su mayoría, se agrupaban delante de la escalinata. Era una protesta pacífica y disciplinada. Al acercarse, Steve leyó una pancarta:
¡READMISIÓN A FERRAMI YA!
Parecía un buen presagio.
– Han venido a apoyarte -le dijo a Jeannie.
Jeannie se aproximó un poco más y la satisfacción puso en su rostro unas pinceladas de rubor.
– Pues si. Dios mío, alguien me aprecia, después de todo.
Otro cartel rezaba:
LA U
NO PUEDE HACER
ESTO A
JF
Se elevaron gritos de entusiasmo cuando vieron a Jeannie. La muchacha se encaminó hacia el grupo, sonriente. Steve la siguió, orgulloso de ella. Ningún otro profesor hubiera suscitado tan espontáneo apoyo entre los estudiantes. Jeannie estrechó la mano de los hombres y besó a las mujeres. Steve observó que una preciosa rubia le miraba fijamente.
Jeannie abrazó a una mujer mayor que formaba parte del grupo.
– ¡Sophie! -exclamó-. ¿Qué puedo decir?
– Buena suerte ahí dentro -deseó la mujer.
Jeannie se separó de los concentrados, radiante, y Steve y ella se dirigieron al edificio.
– Bueno -constató Steve-, esas personas creen que deberías conservar tu empleo.
– No tengo palabras para expresarte lo mucho que eso significa para mí -repuso Jeannie-. Esa mujer mayor es Sophie Chapple, profesora del departamento de Psicología. Suponía que me odiaba. No puedo creer que estuviera ahí, respaldándome.
– ¿Quién era aquella preciosidad de la primera fila?
Jeannie le dirigió una mirada curiosa.
– ¿No la has reconocido?
– Estoy casi seguro de que no la he visto en la vida, pero ella no me quitaba ojo. -Luego lo adivinó-. ¡Oh, Dios, debe de ser la víctima!
– Lisa Hoxton.
– No es extraño que me mirara así.
Steve no pudo evitar volver la cabeza. Lisa era una joven guapa y vivaracha, bajita y más bien regordeta. El doble de Steve la había atacado, la derribó sobre el suelo y la obligó a mantener con el una relación sexual. En el interior de Steve se retorció un pequeño nudo de repugnancia. Aquella chica no era más que una joven normal, y ahora un recuerdo de pesadilla la acosaría a lo largo de toda su vida.
El edificio administrativo era un enorme y arcaico caserón. Jeannie condujo a Steve a través del marmóreo vestíbulo, cruzaron el umbral de una puerta señalada con el rótulo de Antiguo Comedor y entraron en una sombría sala de estilo señorial: alto techo, estrechas ventanas góticas y sólidos muebles de roble, de gruesas patas. Frente a una chimenea de piedra labrada había una larga mesa.
Cuatro hombres y una mujer de edad mediana estaban sentados a aquella mesa. En el individuo calvo que ocupaba el centro reconoció Steve al rival de Jeannie en el partido de tenis, Jack Budgen. Supuso que aquella era la comisión: el grupo que tenía en sus manos el destino de Jeannie. Respiró hondo.
Se inclinó por encima de la mesa, estrechó la mano a Jack Budgen y dijo:
– Buenos días, doctor Budgen. Soy Steve Logan. Hablamos ayer.
Una extraña intuición se adueñó de su ánimo y se encontró rezumando una relajada confianza que era la antítesis de lo que sentía. Fue estrechando la mano a los miembros de la comisión, cada uno de los cuales le dijo su nombre.
Dos hombres más estaban sentados en el extremo de la mesa, por el lado más próximo a la puerta. El individuo menudo, de terno azul marino, era Berrington Jones, a quien Steve había conocido el lunes anterior. El caballero enjuto, de pelo rojizo y traje cruzado, negro y a rayas, tenía que ser Henry Quinn. Steve estrechó la mano a ambos.
Tras lanzarle una mirada desdeñosa, Quinn le preguntó:
– ¿Qué títulos jurídicos tiene usted, joven?
Steve le dedicó una sonrisa amistosa y le respondió en voz baja, tanto que no le pudo oír nadie más, aparte de Quinn.
– Vete a hacer puñetas, Henry.
Quinn dio un respingo como si acabara de recibir un golpe, y Steve pensó: «Eso te quitará las ganas, viejo cabrón, de volver a tratarme con arrogancia».
Acercó una silla a Jeannie y ambos tomaron asiento.
– Bien, tal vez debamos empezar -dijo Jack-. Esta sesión es informal. Creo que todos han recibido una copia de la rúbrica, de modo que conocemos las reglas. Presenta las acusaciones el profesor Berrington Jones, que propone el despido de la doctora Jeannie Ferrami sobre la base de que ha desprestigiado a la Universidad Jones Falls.
Mientras Jack hablaba, Steve estudió a los miembros de la comisión, buscando en sus rostros algún indicio de simpatía. No encontró el menor detalle tranquilizador. Sólo la mujer, Jane Edelsborough, parecía dispuesta a mirar a Jeannie; los demás no sostendrían su mirada. Para empezar, cuatro en contra, una a favor, pensó Steve. No se presentaba nada bien la cosa.
– El señor Quinn representará a Berrington -manifestó Jack.
Quinn se puso en pie y abrió su cartera de mano. Steve observó que la nicotina de los cigarrillos le había dejado amarillenta la punta de los dedos. El hombre sacó un puñado de fotocopias ampliadas del artículo del New York Times referente a Jeannie y fue entregando una de ellas a cada persona de la sala. Como resultado, la mesa quedó cubierta de hojas de papel que decían LA ÉTICA DE LA INVESTIGACIÓN GENÉTICA: DUDAS, TEMORES Y UN CONFLICTO. Era un eficaz recordatorio visual de las complicaciones que Jeannie había ocasionado. Steve lamentó que no se le hubiera ocurrido llevar también unos cuantos papeles que repartir, aunque sólo fuera para tapar con ellos los que había distribuido Quinn. Aquel sencillo y efectivo movimiento de apertura que había realizado Quinn intimidó a Steve. ¿Qué posibilidades tenía de competir con un hombre que probablemente contaba con treinta años de experiencia jurídica en los tribunales? No puedo ganar este caso, pensó Steve, sumido en un repentino pánico.
Quinn empezó a hablar. Su voz era rigurosa y precisa, sin el más leve asomo de acento. Hablaba despacio y en tono pedante. Steve confiaba en que cometiese algún error que detectase automáticamente aquel jurado de intelectuales que no necesitaban que las cosas se les deletreasen en palabras monosilábicas. Quinn resumió la historia de la comisión de disciplina y explicó la posición de la misma en el gobierno de la universidad. Definió el verbo «desprestigiar» y sacó una copia del contrato de Jeannie. Steve empezó a sentirse mejor a medida que Quinn iba desgranando su perorata.
Por fin, dio por concluido el preámbulo y se dispuso a interrogar a Berrington. Empezó por preguntarle cuando tuvo noticias por primera vez de la existencia del programa informático de búsqueda creado por Jeannie.
– El pasado lunes por la tarde -contestó Berrington.
Refirió la conversación que él y Jeannie mantuvieron. Su relato coincidía con la versión que Jeannie había contado a Steve.
Luego, Berrington dijo: -En cuanto comprendí con claridad su técnica, le dije que, en mi opinión, lo que estaba haciendo era ilegal.
– ¿Qué? -estalló Jeannie.
Quinn hizo caso omiso y preguntó a Berrington:
– ¿Cuál fue la reacción de la doctora Ferrami?
– Se puso muy furiosa…
– ¡Maldito embustero! -gritó Jeannie.
Berrington enrojeció ante la acusación.
Intervino Jack Budgen: -Por favor, nada de interrupciones -dijo.
Steve clavó la vista en la comisión. Todos sus miembros miraban a Jeannie; apenas podían evitarlo. Apoyó una mano en el brazo de la muchacha, como si pretendiera contenerla.
– ¡Está diciendo mentiras con todo el descaro del mundo! -protestó indignada Jeannie.
– ¿Qué esperabas? -dijo Steve en voz baja-. Su juego es la agresividad.
– Lo siento -murmuró Jeannie.
– No lo sientas -le aconsejó Steve al oído-. Sigue así. Verán que tu indignación es auténtica.
Berrington continuó:
– Se mostró irritable, justo como ahora. Me dijo que podía hacer lo que le diese la gana, que tenía un contrato.
Uno de los hombres de la comisión, Tenniel Biddenham, frunció el ceño siniestramente: saltaba a la vista que le fastidiaba que un miembro subalterno del profesorado restregase por la cara su contrato al profesor que estaba por encima de él. Steve comprendió que Berrington era listo. Sabía como darle la vuelta al asunto de modo que un punto en contra suya se tornara a su favor.
Quinn pregunto a Berrington:
– ¿Qué hizo usted?
– Bueno, comprendí que podía equivocarme. No soy abogado, así que decidí procurarme asesoramiento jurídico. Si mis temores se confirmaban, podría mostrar a la doctora Ferrami pruebas independientes. Pero si resultaba que lo que ella estaba haciendo no causaba perjuicio a nadie, yo podría abandonar el asunto sin que hubiese enfrentamiento de ninguna clase.
– ¿Y recibió usted ese asesoramiento jurídico?
– Tal como se desarrolló todo, me vi rebasado por los acontecimientos. Antes de que tuviese tiempo de consultar a un abogado, el New York Times se enteró del caso.
– Mentiras -susurró Jeannie.
– ¿Estás segura? -le preguntó Steve.
– Desde luego.
Steve tomó nota.
– Tenga la bondad de decirnos qué sucedió el miércoles -pidió Quinn a Berrington.
– Mis peores temores se hicieron reales. El presidente de la universidad, Maurice Obell, me llamó a su despacho y me pidió que le explicara por qué estaba recibiendo virulentas llamadas de la prensa relativas a la investigación que se estaba llevando a cabo en mi departamento. Redactamos un borrador de comunicado de prensa como base de discusión y convocamos a la doctora Ferrami.
– ¡Santo cielo! -musitó Jeannie.
Berrington prosiguió:
– Ella se negó en redondo a hablar del comunicado de prensa. De nuevo abrió la caja de los truenos, insistió en que haría lo que le viniese en gana, y se marchó hecha un basilisco.
Steve lanzó una mirada interrogadora a Jeannie, que dijo en voz baja:
– Una mentira muy hábil. Me presentaron la nota de prensa como un hecho consumado.
Steve asintió con la cabeza, pero decidió no sacar a relucir aquel punto en el contrainterrogatorio. De todas formas, los miembros de la comisión probablemente opinarían que Jeannie no debió de salir del despacho de Obell hecha una fiera.
– La periodista nos dijo que la edición se cerraba al mediodía y esa era su hora límite -continuó Berrington en tono normal-. El doctor Obell comprendió que la universidad tenía que decir algo definitivo, y debo confesar que, por mi parte, estaba de acuerdo con él al ciento por ciento.
– ¿Y el comunicado de prensa tuvo el efecto que esperaban?
– No. Fue un fracaso absoluto. Pero porque la doctora Ferrami lo saboteó por completo. Dijo a la reportera que pasaba de nosotros y que no podíamos hacer absolutamente nada al respecto.
– ¿Alguien ajeno a la universidad hizo comentarios referentes a la historia?
– Ciertamente.
Algo relativo al modo en que Berrington respondió a la pregunta hizo sonar un timbre de alarma en la cabeza de Steve, que tomó unas notas.
– Recibí una llamada telefónica de Preston Barck, presidente de la Genético, firma que es una importante benefactora de la universidad y, particularmente, financia todo el programa de investigación de los gemelos -prosiguió Berrington-. Como es lógico, le preocupaba la forma en que se invertía su dinero. El artículo daba la impresión de que las autoridades universitarias se veían impotentes. Preston llegó a preguntarme: «De cualquier modo, ¿quién dirige ese maldito colegio?». Fue muy embarazoso.
– ¿Era esa su principal preocupación? ¿La incomodidad de verse desobedecido por un miembro subalterno del profesorado?
– Claro que no. El problema principal lo constituía el perjuicio que el trabajo de la doctora Ferrami pudiera causar a la Jones Falls.
Un movimiento inteligente, pensó Steve. En el fondo de sus corazones a todos los miembros de la comisión les sentaría como un tiro que los desafiara un profesor auxiliar, y Berrington se había ganado su simpatía. Pero Quinn había actuado con rapidez para situar la queja en peso en un nivel mental más alto, de modo que pudieran decirse que al despedir a Jeannie, no sólo castigaban a un subordinado rebelde, sino que también protegían a la universidad.
– Una universidad -dijo Berrington- ha de ser sensible a las cuestiones de la intimidad personal. Los donantes nos dan dinero y los estudiantes compiten por las plazas que tenemos aquí, porque esta es una de las instituciones educativas más venerables de la nación. La simple insinuación de que somos negligentes en la defensa de los derechos civiles de las personas es muy perjudicial.
Era una formulación expuesta con elocuencia y sosiego y que todo el grupo aprobaría. Steve inclinó la cabeza para manifestar que también la suscribía, con la esperanza de que los miembros de la comisión se percatasen al final de que aquel no era el punto que se debatía.
Quinn preguntó a Berrington:
– En ese punto, ¿a cuántas opciones se enfrentaba?
– Exactamente a una. Teníamos que dejar bien claro que no convalidábamos la violación de la intimidad por parte de los investigadores universitarios. Y también necesitábamos demostrar que poseíamos la autoridad precisa para obligar a cumplir nuestras propias reglas. El modo de hacerlo era despedir a la doctora Ferrami. No existía otra alternativa.
– Gracias, profesor -dijo Quinn, y se sentó.
Steve se sentía pesimista. Quinn era todo lo hábil que podía esperarse de él e incluso algo más. Berrington se había manifestado convincente. Había presentado la imagen de un hombre razonable y preocupado que se esforzaba al máximo para tratar con una subordinada negligente e iracunda. Resultaba todavía más creíble al existir un enlace con la realidad: Jeannie tenía muy mal genio.
Pero esa no era la verdad. Eso era todo lo que tenía para él. Jeannie estaba en lo cierto. Era cuestión de demostrarlo.
– ¿Tiene alguna pregunta, señor Logan? -dijo Jack Budgen.
– Desde luego -repuso Steve. Hizo una pausa para ordenar sus ideas.
Aquella era su fantasía. No estaba en una sala de tribunal, ni siquiera era abogado, pero estaba defendiendo a una persona desvalida frente a la injusticia de una institución poderosa. Lo tenía todo en contra, pero la verdad estaba de su parte. Era lo que había soñado.
Se puso en pie y miró a Berrington con dureza. Si la teoría de Jeannie era cierta, el hombre tenía que sentirse extraño en aquella situación. Debía de ser como el doctor Frankenstein interrogado por su propio monstruo. Steve deseaba jugar un poco con eso, sacudir la compostura de Berrington, antes de empezar a hacerle las preguntas materiales.
– Usted me conoce, ¿verdad, profesor? -dijo Steve.
Berrington pareció alarmarse un poco.
– Ah… creo que nos vimos el lunes, sí.
– Y lo sabe todo acerca de mí.
– No…, no acabo de entenderle.
– En el laboratorio me sometieron durante un día completo a toda clase de pruebas, así que posee usted una gran cantidad de información sobre mí.
– Ahora sé adónde quiere ir a parar, sí. El desconcierto había tomado carta de naturaleza en Berrington.
Steve se situó detrás de la silla de Jeannie, para que todos pudieran verla. Era mucho más difícil pensar mal de alguien que le devuelve a uno la mirada con expresión abierta y sin miedo.
– Profesor, permítame empezar con la primera declaración que ha hecho, según la cual acudió en busca de consejo jurídico tras su conversación el lunes con la doctora Ferrami.
– Sí.
– ¿De veras no había visto a ningún abogado?
– No, los acontecimientos me rebasaron.
– ¿No concertó ninguna cita con un abogado?
– No tuve tiempo…
– En los dos días que transcurrieron entre su conversación con la doctora Ferrami y el doctor Obell referente al New York Times, ¿ni siquiera indicó a su secretaria que concertase una cita con un abogado?
– No.
– ¿Ni preguntó a nadie o habló con sus colegas, para que le sugiriesen el nombre de un jurisconsulto apropiado?
– No.
– En realidad, esta afirmación no está usted en condiciones de autentificarla.
Berrington sonrió pleno de confianza.
– Sin embargo, tengo fama de hombre honesto.
– La doctora Ferrami recuerda la conversación con toda claridad.
– Bueno.
– Dice que usted no hizo mención alguna a problemas legales ni a cuestiones de privacidad; lo único que a usted le preocupaba era el funcionamiento del programa de búsqueda.
– Quizá se le ha olvidado.
– O quizás es la memoria de usted la que se equivoca. -Steve se dio cuenta de que se había apuntado aquel tanto y cambio súbitamente de rumbo-. La reportera del New York Times, la señora Freelander, ¿dijo cómo llegó a su conocimiento el trabajo de la doctora Ferrami?
– Si lo hizo, el doctor Obell no me lo mencionó.
– De modo que usted no lo preguntó.
– No.
– ¿No se le ocurrió preguntarse cómo pudo enterarse la periodista del asunto?
– Supongo que di por supuesto que los reporteros tienen sus fuentes.
– Puesto que la doctora Ferrami no ha publicado nada acerca de este proyecto, la fuente tiene que haber sido algún particular.
Berrington vaciló y lanzó una mirada a Quinn, en petición de ayuda. Quinn se puso en pie.
– Señor -se dirigió a Jack Budgen-, al testigo no se le puede pedir que haga especulaciones.
Budgen asintió.
– Pero esta es una audiencia no oficial… -dijo Steve-, no tenemos por qué ceñirnos estrictamente a los rígidos procedimientos de una sala de Justicia.
Jane Edelsborough habló por primera vez:
– A mí me parecen interesantes y pertinentes esas preguntas Jack.
Berrington la obsequió con una mirada siniestra y la mujer ejecutó un leve encogimiento de hombros en plan de excusa. Fue un intercambio íntimo y Steve se preguntó qué relación existiría entre ellos.
Budgen aguardó, tal vez con la esperanza de que algún otro miembro de la comisión manifestase un punto de vista contrario y le facilitara una toma de decisión como presidente; pero nadie pronunció palabra.
– Muy bien -articuló tras la pausa-. Continúe, señor Logan.
A duras penas podía creer Steve que estaba ganando su primera querella jurídica. A los profesores no les hacía ninguna gracia que un aspirante a abogado les dijese que sistema de interrogatorio era o no era legítimo. La tensión le había secado la garganta. Con mano temblorosa, se sirvió un vaso de agua de la jarra de cristal a su disposición.
Bebió un sorbo, se encaró de nuevo con Berrington y dijo: -La señora Freelander tenía un conocimiento algo más que general del trabajo de la doctora Ferrami, ¿no es cierto?
– Sí.
– Sabía exactamente cómo, mediante la exploración de bases de datos, localizaba la doctora Ferrami gemelos que se hubiesen criado por separado. Se trata de una técnica nueva, ideada y desarrollada por la doctora Ferrami y que sólo conoce usted y unos pocos colegas más del departamento de Psicología.
– Si usted lo dice…
– Por ello, todo parece indicar que la información procedió del departamento, ¿no?
– Es posible.
– ¿Qué motivo podría tener un colega suyo para crear publicidad negativa para la doctora Ferrami y su tarea?
– Realmente no podría decírselo.
– Pero parece que es obra de un rival innoble y tal vez envidioso ¿no cree?
– Quizás.
Steve asintió, satisfecho. Se daba cuenta de que estaba entrando a buen ritmo en el meollo del asunto. Empezó a tener la sensación de que podía ganar el caso, a pesar de todo.
No empieces a regalarte el ego, se aconsejó. Ganar algún punto que otro no es ganar el caso.
– Vayamos a la segunda aseveración que hizo usted. Cuando el señor Quinn le preguntó si personas ajenas a la universidad le hicieron comentarios sobre la historia publicada en el periódico, usted respondió: «Ciertamente» ¿Se mantiene usted en esa declaración?
– Sí.
– Exactamente, ¿cuántas llamadas telefónicas recibió usted de donantes, aparte de la de Preston Barck?
– Bien, hablé con Herb Abrahams…
Steve adivinó que no sabía por dónde iba. Trataba de disimular.
– Perdone que le interrumpa, profesor. -Berrington pareció sorprendido, pero dejó de hablar-. ¿Le llamó el señor Abrahams o viceversa?
– Ejem, creo que fui yo quien le llamó a él.
– Volveremos sobre eso dentro de un momento. Primero, díganos cuántos benefactores importantes le llamaron a usted para manifestarle su preocupación por las alegaciones del New York Times.
Fue evidente que Berrington empezaba a ponerse nervioso.
– No estoy seguro de que me llamara nadie para hablarme específicamente de eso.
– ¿Cuántas llamadas recibió de estudiantes potenciales?
– Ninguna.
– ¿Le llamó alguien para hablarle del artículo?
– Me parece que no.
– ¿Recibió usted correspondencia tratando del tema?
– Aún no.
– No parece que se haya armado mucho escándalo, pues.
– No creo que pueda usted sacar esa conclusión.
Era una respuesta muy poco convincente y Steve hizo una pausa para que calase bien. Berrington parecía incómodo. La comisión se mantenía alerta, pendiente de cada detalle de aquella contienda dialéctica. Steve miró a Jeannie. La esperanza había iluminado el rostro de la muchacha.
Steve continuó:
– Hablemos de la única llamada telefónica que recibió usted, de Preston Barck, presidente de la Genético. La presentó usted como si se tratara de la llamada de un donante preocupado por el modo en que se empleaba su dinero, pero el señor Preston Barck es algo más que eso, ¿no es cierto? ¿Cuándo lo conoció usted?
– Durante mi estancia en Harvard, hace cuarenta años.
– Debe de ser uno de sus amigos más antiguos.
– Sí.
– Y es también su socio comercial.
– Sí.
– La compañía está en proceso de traspaso a la Landsmann, una corporación farmacéutica alemana que va a tomar posesión de ella.
– Sí.
– Sin duda, el señor Barck obtendrá un montón de dinero como resultado de esa venta.
– Sin duda.
– ¿Cuánto?
– Creo que eso es confidencial.
Steve optó por no presionar más respecto a la suma. La resistencia a dar la cifra ya le resultaba bastante perjudicial a Berrington.
– Otro amigo suyo también va a hacer su agosto: el senador Proust. Según la noticia publicada hoy, va a utilizar su parte para financiarse una campaña presidencial en las próximas elecciones.
– No he visto las noticias de la mañana.
– Pero Jim Proust es amigo suyo, ¿verdad? Debe de estar enterado de que se presenta como candidato a la presidencia.
– Creo que todo el mundo sabía que estaba pensando en ello.
– ¿Usted también va a obtener dinero de esa venta?
– Sí.
Steve se apartó de Jeannie y fue hacia Berrington, de forma que todos los ojos se clavasen en él.
– Así que es usted accionista, no sólo consejero.
– Es bastante corriente ser ambas cosas.
– Profesor, ¿cuánto sacará usted de esa operación?
– Opino que eso es privado.
Steve no estaba dispuesto a dejar que esa vez se saliera con la suya.
– Sea como fuere, la cantidad que se va a pagar por la compañía es de ciento ochenta millones de dólares, según el The Wall Street Journal.
– Sí.
– Ciento ochenta millones de dólares -repitió Steve la cifra. Dejó pasar unos segundos, el tiempo suficiente para que se creara un silencio preñado de sugerencias. Era una cantidad que los profesores jamás verían, y deseaba dar a los miembros de la comisión la idea de que Berrington no era uno de ellos, sino un ser de un género completamente distinto-. Usted es una de las tres personas que se repartirán ciento ochenta millones de dólares.
Berrington asintió con la cabeza.
– De forma que tenía usted un motivo inmenso para ponerse nervioso al enterarse de lo que decía el artículo del New York Times. Su amigo Preston vende la empresa, su amigo Jim se presenta para presidente y usted está a punto de hacer una fortuna. ¿Está seguro de que la reputación de la Jones Falls era lo que tenía en la cabeza cuando despidió a la doctora Ferrami? ¿O eran las otras preocupaciones? Sea franco, profesor… se dejó dominar por el pánico.
– Desde luego yo…
– Leyó un artículo periodístico hostil, imaginó que la operación de venta se desvanecía en el aire y reaccionó precipitadamente. Dejó que el New York Times le asustara y reaccionó precipitadamente.
– Hace falta algo más que el New York Times para asustarme a mí, joven. Actué rápida y decididamente, pero no precipitadamente.
– No hizo el menor intento de descubrir la fuente de información del periódico.
– No.
– ¿Cuántos días dedicó usted a investigar la verdad o, por otra parte, las alegaciones del reportaje?
– No llevó mucho tiempo…
– ¿Horas más que días?
– Sí…
– ¿O realmente transcurrió menos de una hora antes de que tuviese aprobada la nota de prensa comunicando que se había cancelado el programa de la doctora Ferrami?
– Estoy completamente seguro de que se tardó más de una hora.
Steve se encogió de hombros enfáticamente.
– Seamos generosos y pongamos dos horas. ¿Ese espacio de tiempo era suficiente? -Se volvió y señaló a Jeannie con un ademán, a fin de que todos la miraran-. ¿Tras dos horas decidió usted arrojar por la borda el programa de investigación de una joven científica?
– El dolor era visible en el rostro de Jeannie.
Steve sintió un angustioso ramalazo de compasión por ella. Pero tenía que jugar con los sentimientos y las emociones de la muchacha, por el bien de Jeannie. Hurgó en la herida con el cuchillo-. ¿En dos horas averiguó usted lo suficiente para adoptar la decisión de destruir el trabajo de años? ¿Lo suficiente como para poner fin a una carrera prometedora? ¿Lo suficiente como para arruinar la vida de una mujer?
– Le pedí que se defendiera -dijo Berrington en tono indignado-. ¡Perdió los estribos y salió de la habitación!
Steve vaciló levemente, y luego optó por adoptar un riesgo teatral.
– ¡Salió de la habitación! -remedó con burlón asombro-. ¡Salió de la habitación! Usted le enseñó un comunicado de prensa que anunciaba la cancelación del programa. Nada de investigar la fuente de donde procedía el reportaje periodístico ni de evaluar la validez de las alegaciones, no se dedicó ningún tiempo a debatir el asunto, el oportuno proceso brilló por su ausencia. Usted simplemente le manifestó a esta joven científica que acababa de arruinar su vida, ¿y todo lo que ella hizo fue salir de la habitación? -Berrington abrió la boca con ánimo de decir algo, pero Steve lo pasó por alto-. Cuando pienso en la injusticia, en la ilegalidad, en la pura insensatez de lo que hizo usted el miércoles por la mañana, profesor, no consigo imaginar cómo pudo la doctora Ferrami contenerse y autodisciplinarse para limitar su reacción a esa simple, aunque elocuente protesta. -Regresó en silencio a su asiento y luego dio media vuelta, se encaró con la comisión y remató-: No haré más preguntas.
Jeannie tenía baja la mirada, pero Steve le dio un apretón en el brazo. Se inclinó hacia ella para preguntarle:
– ¿Cómo estás?
– Bien.
Steve le palmeó la mano. Le entraron ganas de decir: «Creo que hemos ganado», pero eso hubiera sido tentar al destino.
Quinn se levantó. Parecía impertérrito. Debería mostrarse un poco más preocupado, después de presenciar como Steve hacia picadillo a su cliente. Pero sin duda formaba parte de su competencia profesional mantenerse imperturbable por mal que marchara su caso.
Tomó la palabra:
– Profesor, si la universidad no hubiera suspendido el programa de investigación de la doctora Ferrami y no la hubiese despedido, ¿habría supuesto eso alguna diferencia en cuanto a la compra de la Genético por parte de la Landsmann?
– Absolutamente ninguna.
– Gracias. No hay más preguntas.
Una intervención bastante eficaz, pensó Steve acerbamente. Le había pegado un buen pinchazo a su contrainterrogatorio. Se esforzó en evitar que Jeannie viera la decepción en su rostro.
Era el turno de Jeannie y Steve se puso en pie y la condujo por los caminos de su testimonio. Describió con calma y tranquilidad su programa de investigación y explicó la importancia de encontrar gemelos que se hubieran criado separados y que fuesen delincuentes. Detalló las precauciones que tomaba para asegurarse de que ningún dato clínico se conociese antes de que ellos firmasen la correspondiente autorización.
Esperaba que Quinn la interrogaría con la intención de demostrar que existía alguna minúscula probabilidad de que, por accidente, pudiera revelarse información confidencial. Steve y Jeannie lo habían ensayado la noche anterior, con Steve interpretando el papel de abogado de la acusación. Pero, ante su sorpresa, Quinn no hizo ninguna pregunta. ¿Temía que Jeannie se defendiera con excesiva habilidad? ¿O confiaba en que el veredicto estaba ya decidido a su favor?
Quinn expuso primero su argumentación. Repitió buena parte del testimonio de Berrington y, de nuevo, fue más tedioso de lo que Steve juzgaba inteligente. La parte final, las conclusiones, resultó sin embargo bastante breve.
– Esta es una crisis que nunca debió producirse -dijo-. Las autoridades universitarias han procedido sensatamente en todo momento. Fue la impetuosa irreflexión y la intransigencia de la doctora Ferrami lo que ocasionó todo este drama. Naturalmente, tiene un contrato y ese contrato rige las relaciones entre ella y la institución que la emplea. Pero, después de todo, el profesorado decano está obligado a supervisar al profesorado más joven; y los miembros de éste, si tienen un mínimo de sentido común, atenderán los prudentes consejos de los mayores y más expertos que ellos. La terca rebeldía de la doctora Ferrami hizo que un problema degenerara en crisis, y la única solución para esa crisis consiste en que ella abandone la universidad.
Se sentó.
Le tocaba a Steve pronunciar su argumentación. Se había pasado la noche ensayándola. Se levantó.
– ¿Qué promueve la Universidad Jones Falls?
Hizo una pausa para darle alas al efecto dramático.
– La respuesta puede expresarse en una palabra: saber. Si deseáramos una definición sucinta del papel de la universidad en la sociedad estadounidense, podríamos decir que su función es buscar el saber y difundir el saber.
Miró uno por uno a todos los miembros de la comisión, invitándoles a mostrarse de acuerdo. Edelsborough asintió con la cabeza. Los demás permanecieron impávidos.
– De vez en cuando -continuó Steve-, esa función se ve atacada. Nunca faltan personas que desean ocultar la verdad, por una u otra razón: motivos políticos, prejuicios religiosos -miro a Berrington- o lucro comercial. Creo que todos ustedes están de acuerdo en que la independencia intelectual de la universidad es decisiva para su reputación. Esa independencia, evidentemente, tiene que mantener un equilibrio respecto a otras obligaciones, tales como la necesidad de respetar los derechos civiles de los individuos. Sin embargo, una defensa vigorosa del derecho de la universidad a buscar el saber acrecentaría su reputación entre todas las personas inteligentes.
Agitó una mano para indicar la universidad.
– Jones Falls es importante para cuantos están aquí. La reputación de un académico puede aumentar o disminuir junto con la de la institución en la que trabaje. Les pido que piensen en el efecto que tendrá su veredicto sobre la reputación de la Universidad Jones Falls como institución académica libre e independiente. ¿Va a dejarse amedrentar la universidad por el ataque frívolo de un diario? ¿Va a cancelarse un programa de investigación científica a cambio de que se remate sin problemas la operación de compraventa de una empresa? Espero que no. Confío en que la comisión impulsará el buen nombre de la Universidad Jones Falls demostrando que lo que importa aquí es un valor sencillo: la verdad.
Contempló a los miembros de la comisión y dejó que sus palabras calasen. Le fue imposible pronosticar, por la expresión de sus rostros, si el discurso les había impresionado o no. Al cabo de un momento, se sentó.
– Gracias -dijo Jack Budgen-. ¿Tendrían la bondad todos ustedes, salvo los miembros de la comisión, de retirarse de la sala mientras deliberamos?
Steve sostuvo la puerta a Jeannie, mientras salía, y la siguió al pasillo. Abandonaron el edificio y se detuvieron a la sombra de un árbol. Jeannie estaba pálida a causa de la tensión.
– ¿Qué opinas? -preguntó.
– Hay que ganar -dijo él-. Tenemos razón.
– ¿Qué voy a hacer si perdemos? -aventuró Jeannie-. ¿Mudarme a Nebraska? ¿Buscarme un trabajo de maestra de escuela? ¿Hacerme azafata aérea, como Penny Watermeadow?
– ¿Quién es Penny Watermeadow?
Antes de que tuviera tiempo de contestar, Jeannie vio algo por encima del hombro de Steve que la hizo titubear. Steve volvió la cabeza. Henry Quinn estaba a su espalda, fumando un cigarrillo.
– Estuviste muy agudo e inteligente ahí dentro -dijo Quinn-. Espero que no pienses que soy arrogante si digo que he disfrutado una barbaridad intercambiando ingenio contigo.
Jeannie produjo un ruido de desagrado y se alejó.
Steve se mostró más objetivo. Se suponía que los abogados eran así, amistosos con sus oponentes, fuera de la sala del tribunal. Además, era posible que algún día llamase a la puerta de Quinn para solicitarle un empleo.
– Gracias -dijo cortésmente.
– Desde luego, presentaste el mejor de los argumentos -prosiguió Quinn, con una franqueza que sorprendió a Steve-. Por otra parte, en un caso como este, la gente vota en interés propio, y todos esos miembros de la comisión son profesores veteranos. Les resultará muy duro apoyar a una joven en contra de alguien de su propio grupo, al margen de los argumentos.
– Son todos intelectuales -alegó Steve-. Tienen un compromiso con la razón.
Quinn asintió.
– Puede que estés en lo cierto. -Dirigió a Steve una mirada especulativa y preguntó-: ¿Tienes idea de lo que realmente se debatía aquí?
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Steve, cauto.
– Salta a la vista que hay algo que aterra a Berrington, y no es la publicidad negativa. Me preguntaba si la doctora Ferrami y tú sabríais de qué se trata.
– Creo que lo sabemos -repuso Steve-. Pero no podemos demostrarlo, aún.
– Sigue intentándolo -aconsejó Quinn. Dejó caer el cigarrillo y lo aplastó con la suela del zapato-. No permita Dios que Jim Proust sea presidente.
Se alejó.
Con que esas tenemos, pensó Steve; nos ha salido un progresista encubierto.
Apareció Jack Budgen en la entrada e hizo un gesto indicándoles que volvieran. Steve cogió a Jeannie del brazo y regresaron adentro.
Examinó los rostros de los miembros de la comisión. Jack Budgen sostuvo su mirada. Jane Edelsborough le dedicó una sonrisita.
Esa era una buena señal. Las esperanzas de Steve se remontaron hacia las alturas.
Todos se sentaron.
Jack Budgen revolvió sus papeles innecesariamente.
– Agradecemos a ambas partes las facilidades que han dado para que esta audiencia haya podido desarrollarse con dignidad. -Hizo una pausa solemne -Nuestra decisión es unánime. Recomendamos al consejo de esta universidad el despido de la doctora Jean Ferrami. Gracias.
Jeannie hundió la cabeza entre sus manos.
Cuando por último Jeannie estuvo sola, se arrojó encima de la cama y estalló en lágrimas.
Lloró durante largo rato. Golpeó las almohadas, gritó a la pared y pronunció las palabrotas más obscenas que conocía, después hundió la cara en la colcha y lloró todavía más. Las sábanas se humedecieron con las lágrimas y se llenaron de negros churretones de rimel.
Al cabo de un rato, se levantó, se lavó la cara y preparó café.
«No es como si te hubiesen detectado un cáncer -se dijo-. Vamos, compórtate.» Pero era muy duro. No iba a morirse, desde luego, pero había perdido todo por lo que consideraba que merecía la pena vivir.
Pensó en cómo era a los veintiuno. Aquel mismo año se había licenciado summa cum laude y había ganado el torneo del Mayfair Lites. Se vio en la pista, con la copa levantada en el tradicional gesto de triunfo. Tenía el mundo a sus pies. Al volver ahora la mirada hacia atrás tuvo la sensación de que era una persona distinta la que sostenía aquel trofeo.
Sentada en el sofá, bebió café. Su padre, el muy desgraciado, le había robado el televisor, así que ni siquiera podía ver los culebrones para distraerse y apartar su mente de la angustia que le abrumaba. Se hubiera atiborrado de bombones, de tener alguna caja por allí. Pensó en coger una buena borrachera, pero eso la deprimiría aún más. ¿Ir de compras? Probablemente se echaría a llorar en el probador y, de todas formas, estaba todavía más arruinada que antes.
El teléfono sonó hacia las dos. Jeannie no le hizo caso. Sin embargo, la persona que llamaba insistió de tal modo que, a final, Jeannie se harto de oír el timbre y acabo por descolgar.
Era Steve. Después de la audiencia había vuelto a Washington para reunirse con su abogado.
– Ahora estoy en su bufete -dijo-. Estamos hablando de emprender una acción legal contra la Jones Falls para recuperar tu lista del FBI. Mi familia correrá con los gastos. Creen que merece la pena apurar las posibilidades de dar con el tercer gemelo.
– Me importa una mierda el tercer gemelo -profirió Jeannie.
Sucedió una pausa, al cabo de la cual Steve dijo:
– Para mí es importante.
Jeannie suspiró. «Con todas las calamidades que me abruman, ¿se da por supuesto que debo preocuparme de Steve?» Luego se dominó. «El se preocupó por mí, ¿no?» Se sintió avergonzada.
– Perdóname, Steve -se excusó-. Me estoy compadeciendo a mí misma. Claro que voy a ayudarte. ¿Qué quieres que haga?
– Nada. El abogado planteará el caso ante el tribunal, siempre y cuando le des permiso.
Jeannie empezó de nuevo a pensar.
– ¿No es un poco arriesgado? Quiero decir que supongo que a la Universidad Jones Falls le notificarán nuestra petición. Y Berrington sabrá entonces dónde está la lista. Y se apoderará de ella antes de que nosotros podamos recuperarla.
– Tienes razón, maldita sea. Espera un momento, que se lo digo.
Al cabo de unos instantes sonó otra voz por el teléfono.
– Aquí Runciman Brewer, doctora Ferrami, en estos momentos estamos conferenciando con Steve. ¿Dónde se encuentran esos datos?
– En un cajón de mi mesa, grabados en un disquete con el rótulo de COMPRAS.LST.
– Podemos solicitar que se nos permita acceder a su despacho sin especificar qué estamos buscando.
– Me temo que, en ese caso, borrarán toda la información de mi ordenador y de todos los disquetes.
– No se me ocurre ninguna idea mejor.
– Lo que necesitamos es un ladrón profesional -oyó que decía Steve.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Jeannie.
– ¿Qué?
Papá.
– ¿Qué ocurre, doctora Ferrami? -preguntó el abogado.
– ¿Puede retener esa solicitud al tribunal? -dijo Jeannie.
– Sí. De todas formas, no empezaría a rodar hasta el lunes. ¿Por qué?
– Acabo de tener una idea. Veamos si la puedo poner en práctica. Si no me resulta factible, la semana que viene nos lanzaremos por el camino de la legalidad. ¿Steve?
– Aquí estoy todavía.
– Llámame luego.
– Cuenta con ello.
Jeannie colgó.
Su padre podía colarse en el despacho. En aquel momento se encontraba en casa de Patty. Estaba sin blanca, así que no podía ir a ninguna parte. Y tenía una deuda con ella. Oh, vamos, se lo debía.
Si lograba encontrar al tercer gemelo, Steve quedaría libre de toda sospecha. Y si le fuera posible demostrar al mundo lo que Berrington y sus camaradas habían hecho en los años setenta, tal vez ella recuperara su empleo.
¿Podía pedirle a su padre que hiciera aquello? Iba en contra de la ley. Si las cosas salían mal, el podía acabar en la cárcel. Claro que estaba arriesgándose continuamente; pero en esa ocasión sería por culpa de ella. Trató de convencerse de que no lo atraparían.
Sonó el timbre de la entrada. Jeannie cogió el telefonillo.
– ¿Si?
– ¿Jeannie?
Era una voz familiar.
– Si -contestó-. ¿Quién es?
– Will Temple.
– ¿Will?
– Te envié una nota por correo electrónico, ¿no la recibiste?
¿Qué diablos estaba haciendo Will Temple allí?
– Pasa -permitió Jeannie, y pulsó el botón.
Subió la escalera vestido con pantalones de dril marrón y polo de color azul marino. Llevaba el pelo corto, y aunque conservaba la barba rubia que tanto le gustaba a Jeannie, en vez de larga y revuelta como la lucía entonces ahora era una barba de chivo bien cuidada y recortada. La heredera le había obligado a cambiar de imagen.
Jeannie no le permitió que la besara en la mejilla; le había hecho demasiado daño. Tendió la mano a Will invitándole a estrechársela y nada más.
– Esto sí que es una sorpresa -dijo-. Hace dos días que no puedo recoger mi correo electrónico.
– Asisto a una conferencia en Washington -explico Will-. Alquilé un coche y me vine para acá.
– ¿Quieres un poco de café?
– Seguro.
– Siéntate.
Jeannie empezó a preparar el café. Will miró a su alrededor.
– Bonito apartamento.
– Gracias.
– Diferente.
– Quieres decir distinto a nuestro antiguo domicilio.
El salón de su piso de Minneapolis era un espacio amplio y desordenado, repleto de sofás, guitarras, ruedas de bicicleta y raquetas de tenis. Aquella sala que ocupaba Jeannie ahora era en comparación un modelo de armonía.
– Supongo que reaccioné contra todo aquel caos.
– En aquella época parecía gustarte.
– Entonces, sí. Las cosas cambian.
Will asintió y enfocó otro tema de conversación.
– He leído lo que dicen de ti en el New York Times. Ese artículo era basura.
– Pero me lo dedicaron especialmente. Hoy me han despedido.
– ¡No!
Jeannie sirvió café, se sentó frente a Will y le contó el desarrollo de la audiencia. Cuando hubo terminado, Will quiso saber:
– Ese muchacho, Steve… ¿vas en serio con él?
– No lo sé. Tengo una mentalidad liberal.
– ¿No salís en plan formal?
– No, a pesar de que él si quiere hacerlo, y la verdad es que el chico me va. ¿Sigues tú con Georgina Tinkerton Ross?
– No. -Will meneó la cabeza pesarosamente-. En realidad, Jeannie, he venido a decirte que romper contigo es la mayor equivocación que he cometido en mi vida.
A Jeannie le conmovió sobremanera la tristeza que denotaba. Una parte de ella se sentía complacida por el hecho de que todavía lamentase haberla perdido, pero tampoco deseaba que Will fuese desdichado.
– Fuiste lo mejor que me ha ocurrido nunca -confesó Will-. Eres fuerte, pero también buena. E inteligente: tengo que tener a alguien inteligente. Nos compenetrábamos. Nos queríamos.
– Me dolió mucho en aquellos días -dijo Jeannie-. Pero ya lo he superado.
– Yo no estoy muy seguro de poder decir lo mismo.
Jeannie le dirigió una mirada apreciativa. Era alto y corpulento no tan guapo como Steve, pero atractivo de un modo algo más tosco. Jeannie tanteó su libido, como un médico que palpara una contusión, pero no hubo respuesta, allí no quedaba el menor rastro del agobiante deseo físico que en otro tiempo le inspiraba el robusto cuerpo de Will.
Había ido a pedirle que volviese con él, eso estaba claro. Y Jeannie sabía cuál era la contestación. Ya no le deseaba. Había llegado con una semana de retraso, más o menos.
Sería mucho más clemente evitarle el mal trago de la humillación que representaría el que se declarase y luego rechazarle. Jeannie se levantó.
– Will, tengo algo importante que hacer y he de salir zumbando Me gustaría haber recibido tus mensajes, en cuyo caso tal vez hubiéramos podido pasar más tiempo juntos.
Will captó la indirecta implícita en aquellas palabras y su semblante se entristeció un poco más.
– Mala suerte -dijo. Se puso en pie.
Jeannie le tendió la mano, decidida, para el apretón de despedida. -Gracias por dejarte caer por aquí.
El hombre tiró de ella para darle un beso. Jeannie le ofreció la mejilla. Will la rozó suavemente con los labios y deshizo el abrazo.
– Desearía poder reescribir el guión -comentó contrito-. Pondría un final más feliz.
– Adiós, Will.
– Adiós, Jeannie.
Ella siguió mirándolo mientras Will bajaba la escalera y salía por la puerta.
Sonó el teléfono. Jeannie descolgó.
– Dígame.
– Que te despidan no es lo peor que puede pasarte.
Era un hombre; la voz se oía ligeramente sofocada, como si hablase a través de algo colocado sobre el micrófono para disimularla.
– ¿Quién es? -preguntó Jeannie.
– Deja de meter las narices en lo que no te importa.
¿Quién demonios era aquel individuo? ¿A qué venía aquello?
– El que te abordó en Filadelfia se suponía que iba a matarte.
Jeannie contuvo el aliento. De súbito se sintió muy asustada.
La voz continuó:
– Se embarulló un poco y estropeó el asunto. Pero puede volver a visitarte.
– ¿Oh, Dios!… -musitó Jeannie.
– Ándate con ojo.
Se produjo un clic y luego el zumbido de tono. El hombre había colgado. Jeannie hizo lo propio y se quedó con la vista clavada en el teléfono.
Nunca la había amenazado nadie con matarla. Era espantoso saber que otro ser humano deseaba poner fin a su vida. Estaba paralizada. «¿Qué se espera que hagas?»
Se sentó en el sofá y luchó para recobrar su fuerza de voluntad. Tuvo la impresión de que se venía abajo y de que optaría por abandonar. Se sentía demasiado apaleada y magullada para seguir contendiendo con aquellos oscuros y poderosos enemigos. Eran demasiado fuertes. Podían conseguir que la despidieran, ordenar que la atacasen, registrar su despacho, sustraerle el correo electrónico; parecían estar en condiciones de hacer cualquier cosa. Quizá, realmente, podían incluso matarla.
¡Era tan injusto! ¿Qué derecho les asistía? Ella era una buena científica y habían aniquilado su carrera. Deseaban ver a Steve encarcelado por la violación de Lisa. La estaban amenazando a ella de muerte. Empezó a hervirle la sangre. ¿Quiénes se creían que eran? No iba a permitir que le destrozasen la vida unos canallas arrogantes que creían poder manipularlo todo en beneficio propio y pisotear a todos los demás. Cuanto más pensaba en ello, mayor era su indignación. No voy a permitirles ganar esta batalla, se dijo. Tengo capacidad para hacerles daño…, debo tenerla, porque, de no ser así, no hubieran considerado necesario advertirme y amenazar con matarme. Y voy a hacer uso de ese poder. Me tiene sin cuidado lo que me pueda ocurrir, siempre y cuando les ponga las cosas difíciles a esos individuos. Soy inteligente, estoy decidida a todo y soy Jeannie Ferrami, así que mucho cuidado, el que avisa no es traidor, hijos de mala madre, que ahí voy yo.
El padre de Jeannie estaba sentado en el sofá del desordenado salón de Patty, con una taza de café en el regazo, mientras veía Hospital General y daba buena cuenta de un trozo de pastel de zanahoria.
Al entrar allí y verle, a Jeannie se le subió la sangre a la cabeza.
– ¿Cómo pudiste hacer una cosa así? -vociferó-. ¿Cómo pudiste robar a tu propia hija?
El hombre se puso en pie tan bruscamente que derramo el café y se le escapó de la mano el pastel.
Patty entró inmediatamente después de Jeannie.
– Por favor, no hagas una escena -rogó su hermana-. Zip está a punto de llegar a casa.
– Lo siento, Jeannie -habló el padre-, estoy avergonzado.
Patty se arrodilló y empezó a limpiar el café del suelo con un puñado de Kleenex. En la pantalla, un apuesto doctor con bata de cirujano besaba a una mujer preciosa.
– ¡Sabes que estoy sin blanca! -insistió Jeannie en sus gritos-. Sabes que estoy intentando reunir el dinero suficiente para ingresar en una residencia decente a mamá… ¡tu esposa! ¡Y a pesar de todo, vas y me robas mi jodido televisor!
– ¡No deberías emplear ese lenguaje!…
– ¡Jesús, dame fuerzas!
– Lo siento.
– No lo entiendo. Sencillamente, no lo entiendo.
– Déjale en paz, Jeannie -terció Patty.
– Pero es que tengo que saberlo. ¿Cómo pudiste hacerme una cosa como esa?
– Está bien, te lo diré -replicó el padre, con un repentino acceso de energía que sorprendió a Jeannie-. Te diré por qué lo hice. Porque perdí las agallas. -Se le llenaron los ojos de lágrimas-. Robé a mi propia hija porque estoy demasiado asustado para robar a cualquier otra persona, ahora ya lo sabes.
Su aspecto era tan patético que la cólera de Jeannie se evaporó automáticamente.
– ¡Oh, papá, lo siento! -dijo-. Siéntate, traeré la aspiradora.
Recogió la volcada taza de café y la llevó a la cocina. Volvió con la aspiradora y limpió las migas de pastel. Patty acabó de eliminar del suelo las manchas de café.
– No os merezco, chicas, lo sé -reconoció el padre, al tiempo que se sentaba de nuevo.
– Te traeré otra taza de café -ofreció Patty.
El cirujano del televisor decía: «Vayámonos, tu y yo solos, a algún lugar maravilloso», y la beldad respondía: «¿Y tu esposa?», lo que obligaba al médico a poner una cara muy larga. Jeannie apagó el aparato y se sentó junto a su padre.
– ¿Qué has querido dar a entender cuando dijiste que has perdido las agallas? -preguntó, curiosa-. ¿Qué ha pasado?
El hombre suspiró.
– Cuando salí de la cárcel fui a echarle un vistazo, en plan reconocimiento del terreno, a un edificio de Georgetown. Se trataba de un pequeño negocio, una sociedad de arquitectos que acababa de reequipar completamente su estudio con algo así como quince o veinte ordenadores personales y otros aparatos por el estilo, impresoras y máquinas de fax. El tipo que suministró el equipo me dio el soplo y me propuso el asunto: iba a comprarme los aparatos y se los volvería a vender a la empresa cuando cobrara el dinero del seguro. El golpe me proporcionaría diez mil dólares.
– No quiero que mis chicos oigan esto -dijo Patty.
Se cercioró de que no estaban en el pasillo y cerró la puerta del salón.
– ¿Qué salió mal? -le preguntó Jeannie a su padre.
– Llevé la furgoneta, en marcha atrás, a la parte posterior del edificio, desconecté la alarma antirrobo y abrí la puerta del andén de carga. Entonces empecé a pensar en lo que ocurriría si apareciese por allí un poli. En los viejos tiempos eso siempre me había importado un rábano, pero calculo que han pasado diez años desde la última vez que hice un trabajo así. De todas formas, estaba tan arrugado que empecé a temblar. Entré en el edificio, desenchufé un ordenador, lo saqué, lo cargué en la furgoneta y me largué a toda pastilla. Al día siguiente fui a tu casa.
– Y me robaste.
– No tenía intención de hacerlo, cariño. Creí que me ayudarías; levantar cabeza y a encontrar alguna clase de trabajo legal. Luego cuando te fuiste, la vieja vocación se apoderó de mí. Estaba allí sentado, con la cadena estereofónica ante los ojos, y entonces pensé que podría sacar doscientos pavos por ella, y quizás otros cien por el televisor, así que arramblé con los aparatos. Te juro que después de venderlos me entraron ganas de suicidarme.
– Pero no te suicidaste.
– ¡Jeannie! -se escandalizó Patty.
– Tomé unos tragos -siguió explicando el padre-, me lié en una partida de póquer y por la mañana estaba otra vez en la más negra miseria.
– Así que viniste a ver a Patty.
– No te haré eso a ti, Patty. No se lo haré a nadie nunca jamás. Voy a ir por el camino recto.
– ¡Más te vale! -dijo Patty.
– He de hacerlo, no tengo más remedio.
– Pero todavía no -dijo Jeannie.
Los dos se la quedaron mirando. Patty preguntó nerviosamente:
– Jeannie, ¿de qué estás hablando?
– Tienes que hacer un trabajo más -dijo Jeannie a su padre-. Para mí. Un robo. Esta noche.
Empezaba a oscurecer cuando llegaron al campus de la Jones Falls.
– Es una lástima que no tengamos un coche más discreto -comentó el padre, mientras Jeannie conducía el Mercedes rojo hacia el aparcamiento destinado a estudiantes-. Un Ford Taurus estaría bien, o un Buick Regal. Se ven cincuenta de esos al día, nadie los recuerda.
Se apeó del vehículo, con una deslucida cartera de cuero marrón en la mano. La camisa de cuadros y los arrugados pantalones, junto con la alborotada pelambrera y los deslustrados zapatos, inducían a cualquiera a tomarle por un profesor del centro.
Jeannie se sentía extraña. Estaba enterada desde años atrás de que su padre era un ladrón, pero ella nunca había cometido un delito más grave que el de conducir a ciento diez kilómetros por hora. Ahora estaba a punto de entrar ilegalmente en un edificio. Era como cruzar una frontera significativa. No creía hacer nada malo, pero, con todo, la imagen que tenía de sí misma vacilaba un poco. Siempre se había tenido por una ciudadana respetuosa de la ley. Siempre le pareció que los delincuentes, incluido su padre, pertenecían a otra especie. Ahora se estaba integrando en el gremio de los criminales.
Casi todos los estudiantes y profesores se habían ido a casa, pero aún quedaban unas cuantas personas yendo por allí de un lado para otro: profesores que trabajaban hasta tarde, alumnos que asistían a alguna reunión o acontecimiento social, bedeles que echaban la llave y guardias de seguridad que cumplían sus rondas. Jeannie confió en no tropezarse con alguien que la conociese.
Estaba tensa como una cuerda de guitarra, a punto de saltar. Temía por su padre más que por ella misma. Caso de que los sorprendieran, sería profundamente humillante para ella, pero nada más; los tribunales no la envían a una a la cárcel por entrar a la fuerza en el propio despacho y robar un disquete. Pero a su padre, con los antecedentes que tenía le iban a caer unos cuantos años. Sería anciano cuando saliera de la cárcel.
Empezaron a encenderse las farolas de la calle y las luces exteriores de los edificios. Jeannie y su padre dejaron atrás la pista de tenis, donde dos mujeres jugaban bajo la claridad de los focos. Jeannie recordó la escena cuando Steve le dirigió la palabra por primera vez, el domingo anterior. Se lo había quitado de encima automáticamente, pero el muchacho no dejó de mostrarse confiado y satisfecho de sí mismo. ¡Qué equivocada estuvo en su primera impresión del chico!
Indicó con la cabeza el Pabellón de Psicología Ruth W. Acorn.
– Es ahí -dijo-. Todo el mundo lo llama la Loquería.
– Sigue andando al mismo ritmo de marcha -aconsejó el hombre-. ¿Cómo se entra por la puerta frontal?
– Se abre con una tarjeta de plástico, lo mismo que la puerta de mi despacho. Puedo conseguir que alguien me preste una.
– No hace falta. Me molestan los cómplices. ¿Por dónde se va a la parte posterior?
– Te lo enseñaré.
Un sendero cruzaba el césped de la otra parte lateral de la Loquería, hacia la zona de aparcamiento destinada a los visitantes. Jeannie lo siguió, hasta desembocar en el patio pavimentado de la parte trasera del edificio. Su padre recorrió con mirada profesional la elevación que había detrás.
– ¿Qué es esa puerta? -señaló.
– Creo que es una salida de incendios.
El hombre asintió con la cabeza.
– Probablemente tendrá un travesaño al nivel de la cintura, la clase de barra que abre la puerta si uno la empuja.
– Creo que sí. ¿Vamos a entrar por ahí?
– Sí.
Jeannie recordó que por dentro había un letrero que decía: «PUERTA DOTADA DE SISTEMA DE ALARMA».
– Dispararás la alarma -advirtió.
– De eso, ni hablar -respondió su padre. El hombre miro en torno-. ¿Pasa mucha gente por aquí detrás?
– No. De noche, sobre todo, no suele venir nadie.
– Muy bien. Manos a la obra.
Depositó la cartera en el suelo, la abrió y extrajo de ella una cajita de plástico negro, con una esfera. Pulsó un botón y lo mantuvo apretado mientras recorría con la cajita el marco de la puerta, fija la mirada en la esfera. La aguja empezó a oscilar al llegar la cajita a la esquina superior derecha de la puerta. El padre de Jeannie emitió un gruñido de satisfacción.
Devolvió la cajita al interior de la cartera y sacó otro aparato similar, junto con un rollo de cinta aislante. Fijó el aparato a la esquina superior derecha de la puerta y accionó un interruptor. Empezó a oírse un leve zumbido sordo.
– Eso confundirá a la alarma antirrobo -dijo.
Tomó un largo trozo de alambre que tiempo atrás había sido un colgador de camisas de los que usan en las lavanderías. Lo dobló con cuidado hasta que adoptó la adecuada forma retorcida e insertó una punta en la rendija de la puerta. Movió el alambre durante unos segundos y luego dio un tirón.
La puerta se abrió.
No sonó la alarma.
Recogió la cartera y entró en el edificio.
– Espera -dijo Jeannie-. Esto no está bien. Cierra la puerta y volvamos a casa.
– Ea, vamos, no tengas miedo.
– No puedo hacerte esto. Si te cogen, vas a estar en la cárcel hasta los setenta años.
– Jeannie, quiero hacerlo. He sido para ti un padre pésimo durante demasiado tiempo. Es mi ocasión de ayudarte, para variar. Tiene mucha importancia para mí. Vamos, por favor.
Jeannie entró.
Su padre cerró la puerta.
– Indícame el camino.
Jeannie subió corriendo por la escalera de incendios hasta la segunda planta y luego recorrió el pasillo y llegó a su despacho. Señaló la puerta.
El padre sacó de la cartera otro instrumento electrónico. Este llevaba una placa metálica del tamaño de una tarjeta de cuenta, unida mediante cables. Introdujo la placa en el lector de instrumentos y accionó el interruptor del instrumento.
– Prueba toda posible combinación -explicó.
A Jeannie le maravilló lo fácilmente que su padre había entrado en un edificio que disponía de un sistema de seguridad con los últimos adelantos.
– ¿Quieres que te diga una cosa? -declaró el hombre-. ¡No tengo ni pizca de miedo!
– Cielo santo, pues yo sí -confesó Jeannie.
– No, en serio, he recuperado el valor, quizá porque tú vienes conmigo. -Sonrió-. Vaya, podríamos formar equipo.
Ella movió negativamente la cabeza.
– Olvídalo. No aguantaría la tensión.
Se le ocurrió que era posible que Berrington hubiese entrado allí y se hubiese llevado el ordenador y todos los disquetes. Habría sido espantoso que hubieran corrido aquel riesgo tan terrible para nada.
– ¿Cuánto tardarás? -preguntó, impaciente.
– Cuestión de un segundo.
Al cabo de un momento, la puerta giró suavemente sobre sus goznes.
– ¿No vas a pasar? -incitó el padre, orgulloso.
Jeannie entró y encendió la luz. Su computadora seguía encima de la mesa. Abrió el cajón de la mesa. Allí estaba su caja de disquetes de seguridad. La examinó a toda velocidad. El disquete de COMPRAS.LST se encontraba dentro. Lo cogió.
– Gracias a Dios.
Ahora que lo tenía en su poder no le era posible perder un segundo en leer la información que contenía. Aunque anhelaba desesperadamente verse fuera de la Loquería, le tentación de echar un vistazo al archivo en aquel preciso instante era muy fuerte. En casa no tenía ordenador; papá lo había vendido. Para leer el disco iba a tener que pedir prestado un ordenador. Lo que requeriría tiempo y explicaciones.
Decidió arriesgarse.
Encendió el ordenador de su escritorio y aguardó a que concluyera el proceso de arranque.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó su padre.
– Quiero leer el archivo.
– ¿No puedes hacerlo en casa?
– En casa no tengo ordenador, papá. Lo robaron.
El hombre no captó la ironía.
– Date prisa, pues. -Se llegó a la ventana y miró afuera.
Parpadeó la pantalla y Jeannie pulsó el botón del ratón sobre el programa de WP. Deslizó el disquete en la disquetera y encendió la impresora.
Las alarmas se dispararon instantáneamente. Jeannie creyó que se le había paralizado el corazón. El ruido era ensordecedor.
– ¿Qué ha pasado? -gritó.
Su padre estaba blanco de pánico.
– Debe de haber fallado ese maldito emisor, o quizás alguien lo ha quitado de la puerta -voceó a su vez el hombre-. Estamos listos, Jeannie, ¡a correr!
Jeannie estaba loca por arrancar el disquete del ordenador y salir disparada, pero se obligó a pensar fríamente. Si ahora la cogían y le quitaban el disquete, lo habría perdido todo. Tenía que ver la lista mientras pudiera. Agarró a su padre del brazo.
– ¡Sólo unos segundos más!
El miró por la ventana.
– ¡Maldición, ese parece un guardia de seguridad!
– ¡Tengo que imprimir esto! ¡Espérame!
Su padre temblaba como una hoja.
– No puedo, Jeannie, no puedo, ¡perdóname!
Cogió su cartera y emprendió la huída a todo correr.
Jeannie sintió lástima por él, pero ahora no podía abandonar. Pasó al directorio A, puso en pantalla el archivo del FBI e hizo clic sobre la palabra «Imprimir». No sucedió nada.
La impresora todavía se estaba cargando. Soltó un taco.
Se acercó a la ventana. Dos guardias de seguridad entraban en el edificio por la puerta de la fachada.
Cerró la puerta del despacho.
Clavó la mirada en la impresora de chorro de tinta.
– Vamos, vamos, venga.
Por fin, la impresora emitió un chasquido, empezó a zumbar y succionó una hoja de papel de la bandeja.
Jeannie sacó el disquete de la disquetera y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta azul eléctrico.
La impresora expulsó cuatro hojas de papel y se detuvo.
Con el corazón saltándole demencialmente en el pecho, Jeannie arrebató las páginas a la bandeja y examinó las líneas impresas.
Había treinta o cuarenta parejas de nombres. La mayoría eran masculinos, pero eso no tenía nada de extraño: casi todos los crímenes los cometen hombres. En algunos casos, la dirección era una cárcel. La lista era exactamente lo que Jeannie había esperado. Buscó los nombres de «Steve Logan» o «Dennis Pinker». Ambos figuraban allí.
Y estaban ligados a un tercero: Wayne Stattner.
– ¡Sí! -exclamó Jeannie, exultante.
Había una dirección de la ciudad de Nueva York y el número telefónico.
Contempló el nombre. Wayne Stattner. Era el individuo que había violado a Lisa allí mismo, en el gimnasio, y que atacó a Jeannie en Filadelfia.
– Hijo de puta -musitó la muchacha con acento vengativo-. Vamos a cazarte.
Lo primero era escapar de allí con la información. Se metió los papeles en el bolsillo, apago la luz y abrió la puerta. Oyó voces en el pasillo. Se elevaban por encima del gemido de la alarma, que seguía ululando. Era demasiado tarde. Volvió a cerrar la puerta, cautelosamente. Notó débiles las piernas y se pegó a puerta, a la escucha.
Oyó la voz de un hombre que gritaba:
– Estoy seguro de haber visto luz en uno de esos despachos.
– Será mejor que los registremos todos -replicó otra voz.
A la tenue claridad que una farola de la calle proyectaba a través de la ventana, Jeannie recorrió con la mirada el ámbito de la pequeña estancia. Ningún sitio donde esconderse.
Abrió la puerta unos centímetros. No vio ni oyó nada. Asomó la cabeza. Por el hueco de una puerta abierta, en el extremo del pasillo salía un chorro de luz. Jeannie aguardó, ojo avizor. Salieron los guardias de seguridad, apagaron la luz, cerraron la puerta y entraron en la pieza contigua, que era el laboratorio. Registrarlo les iba a llevar un minuto. ¿Podría escabullirse sin ser vista y alcanzar la escalera?
Jeannie salió al pasillo y cerró tras de si la puerta, con mano temblorosa.
Echó a andar corredor adelante. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no echar a correr.
Pasó por delante de la puerta del laboratorio. No pudo resistir la tentación de echar una ojeada al interior. Los dos guardias estaban de espaldas; uno miraba dentro de un armario de artículos de escritorio y el otro observaba con curiosidad una hilera de películas con pruebas de ADN colocadas sobre el cristal de una caja de luz. No la vieron.
Faltaba poco para conseguirlo. Llegó al final del pasillo y empujó la puerta batiente.
Cuando estaba a punto de franquearla, una voz gritó:
– ¡Eh! ¡Usted! ¡Alto!
Hasta el último nervio de su cuerpo se puso rígido, dispuesto a lanzarse a la carrera, pero Jeannie se dominó. Dejo que el batiente de la puerta volviera a su lugar, giró sobre sus talones y sonrió.
Los guardias corrieron por el pasillo hacia ella. Eran dos hombres de poco menos de sesenta años, probablemente policías retirados.
Jeannie tenía la garganta seca y le costaba un trabajo ímprobo respirar.
– Buenas noches -dijo-. ¿En qué puedo servirles, caballeros?
El ruido de la alarma cubrió el temblor de su voz.
– Se ha disparado una alarma en el edificio -informó uno.
Era una estupidez decir aquello, pero Jeannie lo pasó por alto.
– ¿Creen que hay un intruso?
– Es muy posible. ¿Ha visto u oído algo fuera de lo normal, profesora?
Los guardias daban por sentado que era miembro del claustro de la universidad, lo cual le beneficiaba.
– La verdad es que me pareció oír ruido de cristales rotos. Me pareció que venía del piso de arriba, aunque no estoy segura.
Los guardias intercambiaron una mirada.
– Lo comprobaremos -dijo uno.
El otro era más desconfiado.
– ¿Puedo preguntarle que lleva en el bolsillo?
– Unos papeles.
– Evidente. ¿Me permite verlos?
Jeannie no estaba dispuesta a entregárselos a nadie; eran demasiado preciosos. Improvisando, fingió estar de acuerdo y luego cambiar de idea.
– Claro -articuló, y se los sacó del bolsillo. Luego los dobló y los volvió a poner donde los había sacado-. Pensándolo bien, creo que no, no le voy a permitir verlos. Son personales.
– Debo insistir. Durante nuestra formación se nos dijo que en un lugar como éste los papeles pueden ser tan valiosos como cualquier otra cosa.
– Me temo que no voy a permitirle leer mi correspondencia particular sólo porque se haya disparado una alarma en un edificio de la universidad.
– En tal caso, no tengo más remedio que pedirle que me acompañe a nuestra oficina de seguridad y hable con mi supervisor.
– Está bien -fingió avenirse Jeannie-. Les espero fuera.
De espaldas, retrocedió rápidamente, cruzó la puerta y se precipitó escaleras abajo.
Los guardias corrieron tras ella.
– ¡Aguarde!
Se dejó alcanzar por ellos en el vestíbulo de la planta baja. Uno la cogió de un brazo mientras el otro abría la puerta. Salieron al aire libre.
– No hace falta que me sujete así.
– Lo prefiero -repuso el guardia.
Resoplaba como consecuencia del esfuerzo de la persecución por la escalera.
Jeannie había estado allí antes. Agarró la muñeca de la mano que la retenía y apretó con todas sus fuerzas. El guardia se quejó:
– ¡Ay! -Y la soltó.
Jeannie se lanzo pies para que os quiero.
– ¡Eh! ¡So zorra! ¡Alto!
Emprendieron la persecución.
No contaban con la más remota posibilidad. Jeannie era veinticinco años más joven que ellos y estaba tan preparada como un caballo de carreras. A medida que sacaba ventaja a los dos hombres se alejaba de ellos, el miedo iba abandonándola. Corrió como el viento, sin dejar de reírse. La persiguieron durante unos metros luego abandonaron la empresa. Jeannie volvió la cabeza y los vio doblados sobre sí mismos, jadeantes.
Siguió corriendo hasta el aparcamiento.
Su padre la esperaba junto al coche. Jeannie abrió el vehículo y subieron. Atravesó el aparcamiento con los faros apagados.
– Lo siento, Jeannie -se lamentó el padre-. Pensé que aunque fuese incapaz de hacerlo por mí, quizá podría hacerlo por ti. Pero es inútil. Lo he perdido. No volveré a robar nunca más.
– ¡Esa es una noticia estupenda! -dijo Jeannie-. ¡Y he conseguido lo que quería!
– Quisiera haber sido mejor padre para ti. Me parece que ya es demasiado tarde para empezar a serlo.
Jeannie condujo a través del campus y, al desembocar en la calle, encendió los faros.
– No es demasiado tarde, papá. Realmente no lo es.
– Tal vez. Lo intente por ti, de todas formas lo intenté, ¿verdad?
– ¡Lo intentaste y lo conseguiste! Me facilitaste la entrada. Yo sola no lo hubiera podido hacer.
– Sí, supongo que tienes razón.
Jeannie volvió a casa velozmente. Se moría de ganas de comprobar el número de teléfono de la lista impresa. Si lo habían cambiado, tendría un problema. Deseaba oír la voz de Wayne Stattner.
En cuanto entró en su apartamento fue derecha al teléfono y marcó el número.
Respondió una voz masculina:
– ¿Diga?
Una simple palabra no le permitió llegar a ninguna conclusión.
– ¿Podría hablar con Wayne Stattner, por favor? -preguntó.
– Desde luego, Wayne al aparato, ¿quién le llama?
Sonaba exactamente igual que la voz de Steve. Cabrón de mierda, ¿por qué me rasgaste los pantis? Contuvo su resentimiento y dijo:
– Señor Stattner, pertenezco a una empresa de investigación de mercado que le ha elegido a usted como beneficiario de una oferta muy especial que…
– ¡Váyase a la mierda y muérase! -soltó Wayne, y colgó.
– Es él -dijo Jeannie a su padre-. Incluso tiene el mismo timbre de voz que Steve, sólo que Steve es mucho más educado.
En pocas palabras explicó a su padre toda la historia. El hombre la cogió a grandes rasgos y le pareció algo así como sorprendente.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– Llamar a la policía.
Marcó el número de la Unidad de Delitos Sexuales y preguntó por la sargento Delaware.
Su padre sacudió la cabeza estupefacto.
– Me va a costar Dios y ayuda acostumbrarme a la idea de colaborar con la policía. Te garantizo que confío en que esa sargento sea distinta a todos los detectives con los que me he tropezado.
– Creo que probablemente lo es…
No esperaba encontrar a Mish en su despacho: eran las nueve de la noche. Su intención consistía en dejarle un recado para que se lo transmitieran. Por suerte, sin embargo, Mish se encontraba aún en el edificio.
– Estaba poniendo al día mi papeleo burocrático -explicó-. ¿Qué sucede?
– Steve Logan y Dennis Pinker no son gemelos.
– Pero creí…
– Son trillizos.
Hubo una larga pausa. Cuando Mish volvió a hablar, su tono era cauteloso.
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Recuerdas que te conté cómo di con Steve y Dennis… a través de la revisión de una base de datos, buscando parejas con historia les semejantes?
– Sí.
– Esta semana repasé el archivo de huellas dactilares del FBI en busca de huellas que fueran similares. En el programa me han salido Steve, Dennis y un tercer individuo en un grupo.
– ¿Tienen huellas dactilares idénticas?
– Idénticas con exactitud, no. Similares. Pero acabo de llamar al tercer sujeto. Su voz era igual que la de Steve. Estoy dispuesta a apostarme el cuello a que se parecen como dos gotas de agua. Debes creerme, Mish.
– ¿Tienes una dirección?
– Si. De Nueva York.
– Dámela.
– Con una condición.
La voz de Mish se endureció.
– Estás hablando con la policía, Jeannie. Nada de imponer condiciones, te limitas a responder a nuestras malditas preguntas y a otra cosa. Ahora, dame esa dirección.
– Tengo que darme una satisfacción. Quiero verle.
– Lo que quieres es ir a la cárcel, esa es la cuestión en lo que a ti concierne en estos momentos, porque si no quieres verte entre rejas, dame esas señas.
– Quiero que vayamos a verle las dos juntas. Mañana.
Otra pausa.
– Debería meterte en el talego por proteger a un delincuente.
– Podríamos coger el primer avión que salga para Nueva York mañana por la mañana.
– Vale.