Capítulo séptimo . DESPUÉS DE LA HECATOMBE

El coronel Lejeune pasó dos jornadas conflictivas en la isla Lobau. Le impacientaba la tardanza en reparar el puente, y esperaba un bombardeo desde que los austría cos de Hiller habían tomado posiciones en los pueblos abandonados. El enemigo intentaba fortificar el río y sin duda iba a traer cañones. Lejeune bebía agua de lluvia, tomaba el caldo de carne de caballo (que a Masséna le parecía delicioso) y no pensaba más que en la señorita Krauss, cuya huida ignoraba. Una vez reconstruido el puente grande, el coronel obtuvo permiso para ir a Viena. Compró demasiado caro un caballo de húsar y galopó hacia la casa de la Jordangasse, donde no encontró más que decepción y amargura. Primero se encolerizó y sufrió una crisis de locura furiosa, a pesar de las frases que Henri había preparado para contener la rabia y la pena previsibles de su amigo. Lejeune entró en la habitación de la infiel, la embustera, la remilgada, la diablesa, porque le achacaba todos los defectos, descolgó sus vestidos, los desgarró y pisoteó, la llamó traidora a gritos… La idea de que se había burlado de él, le había puesto en ridículo, era insoportable. Cuando hubo destrozado tres baúles y varios armarios, prendió fuego a sus croquis, sin que Henri pudiera salvar uno solo, y entonces se acostó vestido, sin aliento, los ojos fijos en el techo de madera pintada. Permaneció así durante varias horas. Henri, inquieto, aprovechó la visita diaria del doctor Carino para rogarle que cuidara al coronel. Lejeune envió al médico a paseo:

– ¡Lo que tengo, señor, no se cura con vuestras pociones! Henri seguía tomando sus medicinas, y la experiencia de la turbación de Lejeune le hacia recuperar las fuerzas. Una dolencia más grave de otra persona cercana consigue a veces que uno olvide la suya, y a menudo el cuerpo fisico se recupera mejor que el espíritu. Périgord le aportaba su ayuda, ya que había regresado a sus aposentos de la casa rosada, con su grueso criado y su cartuchera revestida de corladura que contenía un estuche de aseo. Périgord buscaba con Henri los medios para devolver a su amigo el buen humor, trataban de llevarle a la Opera, descubrieron en una librería ediciones excepcionales sobre los pintores venecianos. Périgord incluso había sobornado a uno de los cocineros de Schónbrunn, el cual acudía por la noche para preparar unos guisados irresistibles a los que Lejeune se resistía. Había perdido el apetito, y ya no quería escuchar música ni asistir a espectáculos ni leer. Se negaba a ir al cabaret, a tomar el aire en los jardines del Prater, a visitar la casa de fieras, a comerse un helado en el café del Bastión. Una mañana, Périgord y Henri entraron en su habitación con semblante resuelto.

– Vamos a llevaros a Baden, querido amigo -le dijo Périgord.

– ¿Para qué?

– Para refrescaros la cabeza, para ofreceros nuevas ideas y una pizca de alegría.

– Eso me trae sin cuidado, Edmond. Pero ¿qué es ese perfume que usáis?

– ¿No os gusta? Este perfume agrada a las damas, creedme. Tiene la virtud de atraerlas como por arte de magia. Deberíais utilizarlo.

– ¡Dejadme los dos en paz!

– ¡Ah, no! -replicó Henri, disgustado-. ¡Hace tres días que te haces la momia y nos tienes inquietos!

– No inquieto a nadie, y ya no existo.

– ¡Basta, Louis-François! -le dijo Périgord-. Mañana nos vamos a Baden.

– ¡Buen viaje! -rezongó Lejeune.

– Con vos.

– No. Además, mañana tenemos que participar en el desfile del sábado en el patio de Schónbrunn con el estado mayor.

– He hablado de vuestro caso con el mariscal Berthier, y me ha dado permiso para llevaros a Baden por motivos de salud -dijo Périgord.

– ¿Qué le habéis dicho?

– La verdad.

– ¡Estáis loco!

– Vos sois el loco, Louis-François. Obedeced las órdenes.

Tomar las aguas en Baden era una idea de Henri, el cual la había recibido del barón Peyrusse, pagador del Tesoro general de la corona. Éste le había contado su breve estancia en el pequeño valle, a cuatro millas de Viena. Allí te alquilaban una habitación por un fajo de florines. En cuanto a las aguas, uno chapoteaba con otras veinte personas en unas cubas de pino llenas de agua mineral. Lo más interesante era que las muchachas se bañaban con los hombres y sus camisas mojadas hacían soñar al menos soñador. Si Lejeune se enamoraba de una joven austríaca que sustituyera a Anna, no tardaría en restablecerse…


El doctor Corvisart, de frente alta, despejada, y blancos cabellos ensortijados, se acomodó ante el escritorio del emperador.

Es un rebrote de vuestro viejo eccema, Sire.

– ¿En el cuello?

– No valía la pena hacerme venir de París para esto.

– ¡Los médicos alemanes son todos unas nulidades!

– Voy a anotar la composición de nuestra pomada habitual, para los farmacéuticos de Su Majestad…

– ¡Anotad, Corvisart, anotad!

Los criados vestían al emperador, mientras el doctor Corvisart anotaba la manera de componer el preparado que lograría eliminar el eccema ordinario de Napoleón, quince gramos de cebadilla en polvo, noventa gramos de aceite de oliva y otros noventa de alcohol puro. Este mejunje iba de perlas desde la época del Consulado.

– ¿Señor Constant?

El primer ayuda de cámara apareció en la puerta del salón de las Lacas, hizo una reverencia y anunció:

– Su Excelencia el príncipe de Neuchátel…

– Que entre si trae buenas noticias. ¡Si son malas, que se vaya a paseo! Las malas noticias dan alas al eccema, ¿no es cierto, Corvisart?

– Es posible, Síre.

– Las noticias son buenas -dijo Berthier, quien acababa de entrar en el salón-. Vuestra Majestad estará contento.

– ¡Vamos, decidme, contentad a Mi Majestad!

El emperador tomó asiento y tendió los brazos blancos. Su calzador, arrodillado, le puso las botas.

Berthier resumió la situación con las informaciones que había recibido aquella misma mañana:

– Las divisiones de Marmont y de MacDonald se han reunido cerca del puerto de Semmering. En este momento el ejército de Italia avanza por la ruta de Viena.

– ¿Y el archiduque Juan?

– No ha podido contener este avance y se repliega hacia Hungría con las tropas mermadas.

– ¿El archiduque Carlos?

– No se mueve.

– ¡Qué idiota es!

– Sí, Sire, sin embargo, nuestro fracaso relativo parece revigorizar a nuestros enemigos en Europa…

– ¡Ya veis, Corvisart! -dijo el emperador a su médico-. ¡Este mamarracho me quiere enfermar!

– No, Síre, trata de sustentar vuestras reflexiones.

– ¿Y qué más? -preguntó el emperador a su mayor general.

– Los rusos se manifiestan contra nosotros en Moravia, pero el zar Alejandro os asegura su amistad.

– ¡Por supuesto! ¡No tiene el menor deseo de ver entrar a los austríacos en Polonia! ¡Me inunda de buenas palabras y no me envía un solo cosaco! ¿Y en París?

– Han circulado rumores de la derrota, incluso en la corte, y vuestra hermana Caroline ha tenido palpitaciones. La Bolsa está a la baja.

– ¡Los banqueros son unos cernícalos! ¿Y Fouché?

– El señor duque de Otranto ha vuelto a hacerse cargo de la situación y ya nadie rechista.

– ¡Ese zorro! ¡Qué excelente barómetro! Que amplíen sus poderes. ¡Si no traiciona es que sabe cuáles son sus intereses!

– Al contrario de lo que temíamos -siguió diciendo Berthier-, los ingleses ya no amenazan con invadir Holanda.

– ¿El papa?

– Os ha excomulgado, Síre.

– ¡Ah, sí! Lo había olvidado. ¿Quién está al frente de nuestros gendarmes en Roma?

– El general Radet.

– ¿Tenéis confianza en ese oficial?

– Es él quien ha reorganizado nuestra gendarmería, Síre. Ha sido eficaz en Nápoles y la Toscana.

– ¿Dónde está ese cerdo del papa?

– En el Quirinal, Sire.

– ¡Que Radet lo saque de ahí y lo detenga!

– ¿Que lo detenga?

– Y lejos de Roma, en Florencia, por ejemplo. Sus insolencias me irritan y el eccema empezará a picarme, ¿no es cierto, Corvisart? ¡No pongas esa cara, Berthier! No se trata de religión, sino de política. (A su calzador, mirándose las botas.) ¿Habéis visto el cuero? Se agrieta a pesar de la cera.

– Necesitaríais unas botas nuevas, Síre.

– ¿Cuánto costarían?

– Unos dieciocho francos, Vuestra Majestad.

– ¡Demasiado caro! Berthier, ¿está todo a punto para la revista?

– Las tropas os esperan.

– ¿Hay público?

– Mucho. A los vieneses les encantan los desfiles, y tienen curiosidad por veros.

– Subito!

Y durante más de una hora, bajo aquel calor, Napoleón permaneció sobre su caballo blanco, en uniforme de coronel de granaderos, chaleco, guerrera azul, bocamangas rojas, en medio de su estado mayor al completo. La Guardia Imperial desfiló en un orden perfecto al compás de la música. Los hombres habían descansado y estaban limpios, afeitados, bruñidos, sin que les faltara ningún botón ni guarnición, y la muchedumbre aplaudía al paso de las banderas. El emperador quería mostrar que su ejército no estaba por los suelos, que los sangrientos combates a orillas del Danubio no habían sido más que un contratiempo. Esto debía impresionar a los habitantes de Viena y reavivar la moral de los soldados. Al final de esta demostración, Napoleón desmontó y atravesó el antepatio para entrar de nuevo en el palacio. En aquel momento, un joven salió de entre la multitud mal contenida por los gendarmes. Berthier se interpuso:

– ¿Qué queréis?

– Ver al emperador.

– Si tenéis que hacerle una petición, dádmela y se la haré llegar para que la lea.

– Quiero hablarle, y sólo a él.

– Es imposible. Adiós, joven.

El mayor general ordenó a los gendarmes con una seña que empujaran al joven hasta mezclarlo con el público que todavía aclamaba, y entonces se reunió con el emperador en el interior del palacio de Schónbrunn. El joven seguía agitándose, volvió a liberarse y dio unos pasos más por el patio adoquinado. Esta vez intervino personalmente el coronel de la gendarmería para pedirle que circulara, pero, inquieto por la mirada del joven exaltado, ordenó a sus hombres que lo prendieran. Él se debatió. En el interior de su levita verde, entreabierta, el oficial vio el mango de un cuchillo, se lo quitó y ordenó que condujeran al individuo ante uno de los oficiales de ordenanza del emperador. Era Rapp, el alsaciano, y se entabló un diálogo en alemán.

– ¿Sois austríaco?

– Alemán.

– ¿Qué queríais hacer con este cuchillo?

– Matar a Napoleón.

– ¿Os dais cuenta de la enormidad de vuestra confesión?

– Escucho la voz de Dios.

– ¿Cómo os llamáis?

– Friedrich Staps.

– ¡Estáis muy pálido!

– Porque mi misión ha fracasado.

– ¿Por qué queríais matar a Su Majestad?

– Sólo puedo decírselo a él.

Informado de esta peripecia, el emperador consintió en recibir a Staps. Su juventud le causó asombro, y se echó a reír.

– ¡Pero si es un chiquillo!

– Tiene diecisiete años, Síre-dijo el general Rapp.

– ¡Pues parece tener doce! ¿Habla francés?

– Un poco -respondió el muchacho.

– Vos traduciréis, Rapp. (A Staps.) ¿Por qué queríais apuñalarme?

– Porque sois el causante de la desgracia de mi país.

– ¿Acaso vuestro padre ha muerto en la batalla?

– No.

– ¿Os he perjudicado personalmente?

– Como a todos los alemanes.

– ¡Sois un iluminado!

– Mi salud es perfecta.

– ¿Quién os ha adoctrinado?

– Nadie.

Berthier dijo el emperador, volviéndose hacia el mayor general-, que venga el bueno de Corvisart…

Llegó el médico, le pusieron al corriente de la situación, observó al joven, le tomó el pulso y dijo:

– No sufre una agitación intempestiva, el corazón late a su ritmo normal, vuestro asesino goza de buena salud…

– ¡Ya veis! -exclamó Staps en un tono de triunfo.

– Señor -dijo el emperador-, si me pedís perdón, podréis marcharos. Todo esto no es más que un juego infantil.

– No voy a excusarme.

– Inferno! Ibais a cometer un crimen.

– Mataron no es un crimen sino una buena acción.

– Si os perdono, ¿volveréis a vuestra casa?

– Lo intentaré de nuevo.

Napoleón daba golpecitos con la bota en el entarimado. El interrogatorio empezaba a enojarle. Bajó los ojos para no seguir viendo al joven Staps y, cambiando de tono, dijo en voz seca a los testigos de la escena:

– ¡Que se lleven a este cretino con cara de ángel!

Esto equivalía a una condena a muerte. Friedrich Staps se dejó atar. Los gendarmes le empujaron hacia una puerta mientras el emperador salía por otra.

La vida seguía en Viena igual o casi igual que antes de la batalla. Daru había recibido autorización para requisar varios palacios a fin de establecer en ellos hospitales en condiciones. Los heridos habían sido evacuados de la isla, y descansaban entre sábanas blancas, con una rama en la mano para abanicarse y espantar las moscas. Se había puesto tarifa a las heridas: cuarenta francos por dos miembros cortados, veinte francos por un miembro y diez por las demás heridas si provocaban alguna disminución fisica. El tesorero Peyrusse gratificó con este donativo, según su cálculo personal, a diez mil setecientos heridos.

Como al doctor Percy le faltaba personal, a pesar de sus continuas quejas, y el número de heridos requería cuadrillas de enfermeros, ayudantes, cantineros, lavanderas, planchadores, el general Molitor le había dado permiso para conservar al tirador Paradis a su servicio:

– Este hombre no es adecuado para el combate -había aducido el médico-, lo que ha sufrido le ha dañado un poco, pero tiene dos brazos, dos piernas, es robusto y le necesito. Me será más útil que a vos.

Así pues, Molitor había firmado el cambio de destino sin refunfuñar. Por otro lado, esperaba la llegada de reclutas para cubrir las vacantes de su división. Y de esta manera, cierta vez que acarreaba un cubo de agua sucia, Paradis vio por primera vez a su emperador tan cerca que hubiera podido tocarlo: visitaba el hotel del Príncipe Alberto, convertido en hospital, para condecorar a los valientes lisiados sin piernas que lloraban de emoción.

Como no había sido posible llevar a Viena a los heridos más graves, los habitantes de Ebersdorf, delante de la isla Lobau, los albergaban. Al mariscal le habían amputado ambas piernas. Se alojaba en casa de un cervecero, en el primer piso, en una habitación encima de la cuadra. Durante cuatro días creyeron que iba a restablecerse, hablaba de prótesis, soñaba con el porvenir, imaginaba el modo de dirigir un ejército cuando uno carece de piernas, en un tonel, decía, como el almirante Nelson. El calor era extremo y llegó a los treinta grados. Las heridas se infectaban, la habitación apestaba. Un criado abandonó al mariscal a causa de los miasmas que no podía soportar, el otro cayó enfermo y Marbot, el fiel Marbot, se quedó solo a la cabecera de su mariscal. Se olvidaba de cuidarse la pierna, la cual se hinchaba e inflamaba. Velaba noche y día, recogía confidencias y esperanzas, ayudaba lo mejor que podía a los doctores Yvan y Franck, este último un cirujano de la corte austríaca que se había puesto a disposición de sus colegas franceses. Pero todo era inútil. El mariscal Lannes divagaba, ya no dormía, creía de veras que estaba en la llanura de Marchfeld, daba órdenes imaginarias, veía avanzar batallones en la niebla, oía los cañonazos. No tardó en dejar de reconocer a quienes le rodeaban, confundía a Marbot con su amigo Pouzet, a quien habían enterrado. Napoleón y Berthier le visitaban a diario, tapándose la boca con un pañuelo para no respirar aquel espantoso olor de carne en descomposición. El emperador había renunciado a hablar. Lannes le miraba como si fuese un desconocido. En toda una semana no pronunció más que una sola frase lúcida ante Napoleón:

– Nunca serás más poderoso de lo que eres, pero podrías ser más querido…


Los vieneses no pueden estar demasiado tiempo sin música. Una semana después de la batalla, el Teatro de Viena estaba lleno a rebosar. Los oficiales franceses ocupaban las cuatro hileras de palcos, a menudo acompañados de hermosas austríacas con vestidos de volantes, muy escotados, que agitaban ante sus gargantas desnudas y redondeadas abanicos de plumas. Aquella noche representaban el Don Juan de Moliére modificado para la ópera. Sganarelle salía a escena cantando y los decorados cambiaban a la vista. Los árboles del jardín, que parecían auténticos, giraban para transformarse en columnas de mármol rosa, un matorral revelaba al girar unas cariátides, la hierba se enrollaba para convertirse en una alfombra oriental, el cielo se decoloraba, monumentales arañas de luces pendían de las cimbras, las paredes se deslizaban, una escalera se desplegaba. Una multitud de coristas vestidas con dominós invadía el inmenso escenario para representar un baile de máscaras, y doña Elvira cantaba la invitación que había recibido de don Juan. Los espectadores participaban, llevaban el compás, se levantaban, lanzaban vivas, ovacionaban, exigían que se cantara de nuevo un aria que les había complacido. A Henri Beyle y LouisFrançois Lejeune, este último con uniforme de gala, les gustaba aquel espectáculo tan vienés. Mientras hacía una cura de aguas en Baden, el coronel no había olvidado a Anna, pero su rencor era menos vivo, y unas jóvenes rubias habían logrado distraerle. En el palco, los dos amigos intercambiaban rápidos comentarios sobre los cantos y los decorados. Madame Campi, quien interpretaba a la hija del comendador, les parecía demasiado delgada y muy fea, pero su voz les encantaba.

– Dame el anteojo -pidió Henri a su amigo.

Lejeune le prestó el anteojo de larga vista que había utilizado en Essling para estudiar los movimientos de la artillería austríaca. Henri aplicó el ojo y tendió el instrumento al coronel.

– Mira, es la tercera corista empezando por la izquierda.

– Es mona -comentó Lejeune mientras miraba-. Tienes gusto.

– Decir de Valentine que es mona quizá no sea el término preciso. Bonita, sí, chispeante, también, juguetona, a menudo divertida.

– ¿Me la presentarás?

– Por supuesto, Louis-François. La veremos entre bastidores. Henri no se atrevió a precisar que Valentine era charlatana como una cotorra, pesada y excesiva, pero a pesar de todos sus defectos, ¿no era la clase de mujer que le convenía a LouisFrançois? Era todo lo contrario de Anna Krauss, le aturdía a uno. El Don Juan proseguía alejándose de Moliére. En el último acto, cuando la estatua del comendador se sumía bajo tierra, una nube de demonios cornudos atrapaba a Don Juan. En el escenario el Vesubio entraba en erupción y unos ríos de lava bien imitada fluían hasta el proscenio. Los demonios, riéndose sarcásticamente, hacían desaparecer al gentilhombre por el cráter, y caía el telón. Henri llevó a Lejeune hacia los camerinos, y en los pasillos se cruzaron con actrices semivestidas que se extasiaban bajo los cumplidos de sus admiradores.

– Parece como si estuviéramos en el salón de descanso del Teatro de Variedades -comentó el coronel, sonriendo por fin.

Y, en efecto, tanto allí como en París uno se codeaba con dramaturgos, ninfas, periodistas que criticaban o estaban de cháchara. Henri conocía el camino. Valentine compartía su came rino con otras coristas que se estaban quitando el maquillaje. Vestía tan sólo una túnica y el beso en la mano que le dio LouisFrançois la dejó embelesada.

– Te llevamos a cenar al Prater -le dijo Henri.

– ¡Buena idea! -replicó ella con los ojos fijos en el oficial, a quien preguntó en un tono bromista-: Así pues, ¿habéis estado en esa horrible batalla?

– Sí, señorita.

– ¿Me la contaréis? ¡Desde las murallas no se veía nada!

– De acuerdo, si aceptáis posar para mí.

– Louis-François es un pintor excelente -explicó Henri ante la sorpresa de Valentine.

Ella parpadeó.

– Pintor y militar -añadió Lejeune. -¡Admirable! Posaré para vos, general.

– Coronel.

– ¡Vuestro uniforme es de general, por lo menos!

– Es él quien lo ha diseñado -precisó Henri.

– ¿Me diseñaréis vestidos para la escena?

Aguardaron en el exterior a que Valentine se cambiara. Un grupo discutía a su lado, y les llegaban retazos de conversación.

– ¡Un iluminado, os lo juro! -decía un señor, gordo con levita negra.

– ¡Pero era tan joven! -decía una cantante con voz trémula.

– Sea como fuere, ha intentado asesinar al emperador.

– ¡Lo ha intentado, es cierto, pero no lo ha hecho!

– La intención basta.

– ¡De todos modos, fusilarlo por una tentativa tan loca.

– Su Majestad quería salvarle.

– ¡Vamos, hombre!

– Sí, sí, me lo ha dicho el general Rapp, que estaba presente. El muchacho se mostró testarudo, insultó al emperador, y después de eso, ¿cómo queríais que le perdonara?

– En Viena se murmura que va a convertirse en un héroe.

– Por desgracia, eso no es imposible.

– Acusarán al emperador de dureza.

– Su vida estaba en juego y, por lo tanto, también las nuestras.

– ¿Cómo se llamaba ese héroe vuestro que se creía Juana de Arco?

– Staps o Staps.

Henri se sobresaltó al oír el nombre. Durante la cena, él fue el más taciturno. Valentine divirtió a Louis-François, y decidieron volver a verse.


La isla Lobau estaba irreconocible. En unos pocos días, el campamento fortificado que gobernaba Masséna se había convertido en una ciudad camuflada, salida de los matorrales y los carrizos, con calles bordeadas de reverberos, fortificaciones sólidas, canales saneados para que llegaran por ellos embarcaciones cargadas de harina y municiones. Aquí, una manufactura; allá, hornos para cocer el pan. Más allá, en un calvero vallado, había rebaños de bueyes. En las abadías vecinas o en los sótanos de los paisanos vieneses, el ejército había hecho acopio de vino para alegrar a la tropa y los obreros, pues doce mil marinos y otros tantos soldados del cuerpo de ingenieros y carpinteros de armar trabajaban en la construcción de tres grandes puentes sobre pilotes, protegidos corriente arriba por una estacada de vigas que detendría los objetos flotantes. Los austríacos, a los que se divisaba en la ribera de Essling, no podían ver los cañones de gran calibre que les apuntaban. Cada mañana, el coronel Sainte-Croix, tras haber inspeccionado el estado de las obras, corría a Schónbrunn para dar cuenta de los progresos al emperador. Los centinelas y chambelanes habían aprendido a reconocerle, le respetaban, era familiar y entraba sin llamar en el salón de las Lacas.

El 30 de mayo, a las siete de la mañana, cuando Sainte-Croix se presentó al emperador, éste tomaba su vaso de agua.

– ¿Queréis? -le preguntó el emperador, mostrándole la jarra-. La fuente de Schónbrunn es fresca y muy deliciosa.

– Os creo, Majestad, pero prefiero el buen vino.

– D'accordo! ¡Constant! Señor Constant, enviaréis al coronel doscientas botellas de burdeos y otras tantas de champaña. Entonces el emperador y su nuevo valido subieron a la berlina que les condujo a Ebersdorf, ante los puentes. En ese pueblo, Napoleón se detuvo unos instantes para visitar al mariscal Lannes, de quien sabía que su salud era muy precaria y su agonía se eternizaba. Aquella mañana, Marbot había abandonado la cabecera del moribundo. Esperaba delante de las cuadras, apoyado en un bastón a causa del dolor en la pierna herida. El emperador lo vio al bajar de la berlina:

– ¿Y el mariscal?

– Ha muerto esta mañana, Sire, a las cinco, en mis brazos. Su cabeza cayó sobre mi hombro.

El emperador subió al piso y permaneció una hora junto al cuerpo, en la habitación nauseabunda. Luego felicitó a Marbot por su lealtad y le pidió que hiciera embalsamar al mariscal antes de repatriarlo a Francia. Pensativo, siguió a Sainte-Croix, que le mostraba las últimas obras. Permaneció silencioso y no abrió la boca hasta que entró en la tienda de Masséna. El duque de Rivoli tenía una pierna vendada, y le recibió sentado en un sillón.

– ¡Cómo! ¿Vos también? ¿Qué os ha pasado? ¡La batalla ha terminado, que yo sepa!

– Me caí en un hoyo oculto por la maleza, y desde entonces cojeo. A mi edad los huesos son frágiles, Sire.

– Tomad las muletas y seguidme.

– Mi médico debe cambiarme el apósito a cada vayamos demasiado lejos.

Masséna renqueó detrás del emperador y cual le explicaba el funcionamiento de las lanch que había empezado a construir.

– En cada embarcación caben trescientos h proa, ¿veis?, hay un mantelete para resguardo llegamos a la orilla se abate y sirve como tierra.


El emperador visitó varios talleres y las fortificaciones, y entonces expresó su deseo de pasear por la ribera arenosa donde sus soldados solían bañarse bajo las miradas regocijadas de los austría cos. Para evitar riesgos, Napoleón y el mariscal se pusieron capotes de sargento.

– Dentro de un mes atacaremos -dijo el emperador-. Tendremos ciento cincuenta mil hombres, veinte mil caballos y quinientos cañones. Berthier me lo ha confirmado. ¿Qué es eso que hay allá, al fondo de la planicie?

– Las barracas del campamento del archiduque.

– ¿Tan lejos?

El emperador, provisto de una ramita, dibujó un plano en la arena.

– En los primeros días de julio, pasamos en masa. MacDonald y el ejército de Italia, Marmont y el ejército de Dalmacia, los bávaros de Lefebvre, los sajones de Bernadotte. Vuestras divisiones, Masséna, se sitúan entre los pueblos… -Alzó la cabeza para observar la planicie-. ¡Masséna, y vos, Sainte-Croix, mirad lo que os digo, en el lugar donde el archiduque ha levantado sus barracas, ahí estará su tumba! ¿Cómo se llama esa planicie en la que se respalda?

– Wagram, Síre.


París, 17 de marzo de 1997

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