Capítulo primero . VIENA EN 1809

El martes, 16 de mayo de 1809, por la mañana, una berlina rodeada de jinetes salió de Schónbrunn y avanzó lentamente a lo largo de la orilla derecha del Da nubio. Era un coche ordinario, de color verde oliva, sin ningún escudo. A su paso los campesinos austríacos se quitaban los negros sombreros de ala ancha, por prudencia pero sin respeto, pues conocían a los oficiales que montaban los caballos árabes de largas crines, con una piel de pantera bajo las nalgas, uniformes a la húngara, blanco y escarlata, una sobrecarga de adornos dorados y una pluma de garza en el chacó. Aquellos jóvenes jinetes acompañaban a todas partes a Berthier, el mayor general del ejército de ocupación.

Una mano en el extremo de una manga hizo un gesto a través de la ventanilla bajada. Al punto, el caballerizo mayor, Caulaincourt, quien permanecía a caballo junto a la portezuela, apretó los flancos de su montura con las rodillas, alzó el bicornio y los guantes con movimientos de acróbata, liberó un mapa plegado de los alrededores de Viena que le pendía de un botón de la chaqueta y lo tendió al tiempo que saludaba. Poco después el coche se detuvo ante el río de aguas amarillentas y rápidas.

Un mameluco enturbantado saltó del pescante de los lacayos, desplegó el estribo, abrió la portezuela e hizo unas zalemas exageradas. El emperador bajó del coche al tiempo que se tocaba con el sombrero de piel de castor chamuscada por la plancha. Encima del uniforme de granadero se había puesto, a modo de capa, la levita de paño gris de Louviers. El calzón tenía manchas de tinta, debido al hábito de limpiar en él las plumas. Antes del desfile diario debía de haber firmado un rimero de decretos, porque quería decidirlo todo, desde la distribución de los zapatones nuevos a la Guardia hasta el aprovisionamiento de las fuentes parisienses, mil detalles que a menudo no tenían nada que ver con la guerra que libraba en Austria.

Napoleón estaba empezando a engordar. El chaleco de casimir ceñía un vientre ya redondeado, el cuello era inexistente y los hombros casi habían desaparecido. Su mirada indiferente sólo se inflamaba cuando sufría un acceso de cólera. Aquel día estaba de mal humor y apretaba los labios. Cuando tuvo la certeza de que Austria se armaba contra él, cubrió en cinco jornadas la distancia entre Valladolid y Saint-Cloud, a un galope que mató a sabe Dios cuántos caballos. Entonces dormía diez horas de noche y otras dos en el baño, y gracias a sus reveses en España y aquella nueva acción emprendida a la ligera, recuperaba de golpe su resistencia física y su vigor.

Berthier bajó a su vez de la berlina y se reunió con Napoleón, quien se había sentado en el tronco de un roble abatido. Los dos hombres eran más o menos de la misma estatura y usa ban la misma clase de sombrero. Era posible confundirles de lejos, pero el mayor general tenía el cabello tupido y rizado y las facciones de su grueso rostro no eran tan regulares. Juntos contemplaron el Danubio.

– El lugar parece bien elegido, Sire-dijo Berthier, mordiéndose las uñas.

– Sulla carta militare, é evidente!-respondió el emperador, y se rellenó de tabaco las fosas nasales.

– Falta sondear la profundidad con barquillas…

– Eso es cuenta vuestra.

– … y medir la fuerza de la corriente…

– ¡Es cuenta vuestra!

Como de costumbre, a Berthier le tocaba obedecer. Fiel, ejemplar, ponía en práctica las intuiciones de su señor, lo cual le confería un poder enorme y le valía adhesiones interesadas y no pocos celos.

Delante de ellos el Danubio se dividía en varios brazos que reducían la velocidad de la corriente, con islas cubiertas de prados, maleza, bosques de robles frondosos, olmos y sauces. Entre la ribera y la isla Lobau, la más grande, un islote podría servir de apoyo al puente que iban a construir. Más allá del río, en la desembocadura del Lobau, se adivinaba una pequeña planicie hasta los pueblos de Aspern y Essling, cuyos puntiagudos campanarios se percibían entre los grupos de árboles. A continuación se extendía una planicie inmensa con la mies todavía verde, regada por un arroyo seco en el mes de mayo, y al fondo, a la izquierda, las boscosas alturas del Bisamberg, donde se habían replegado las tropas austríacas, después de haber incendiado los puentes.

¡Los puentes! Cuatro años atrás, el emperador había entrado en Viena como un salvador, y los habitantes de la ciudad corrían por delante de su ejército. Esta vez, cuando llegó a los arrabales mal protegidos, tuvo que asediar la ciudad durante tres días, e incluso bombardearla antes de que la guarnición se retirase.

Un primer intento de cruzar el Danubio acababa de saldarse con un fracaso cerca del puente destruido de Spitz. Quinientos tiradores de la división Saint-Hilaire se habían asentado en la isla de Schwartze-Laken, dirigidos por los jefes de batallón Rateau y Poux, pero, como carecían de órdenes precisas y coordinación, habían descuidado apostar hombres de reserva en una casa grande que, a modo de fortín, podría proteger el desembarco de los demás. A la mitad de aquellos hombres los habían matado, y los restantes estaban heridos o eran prisioneros de la vanguardia enemiga apostada en la orilla izquierda, cuyos miembros cada mañana tocaban el himno austríaco del señor Haydn para poner en movimiento a los habitantes de Viena.

Ahora el emperador en persona estaba al mando. Se proponía destruir el ejército del archiduque Carlos, que ya era fuerte, antes de que consiguiera aliarse con el del archiduque Juan, que volvía de Italia a marchas forzadas. Para ello el emperador había apostado en el oeste, como vigía, a Davout y su caballería. Observaba la interminable llanura de Marchfeld que se extendía más allá del río y ascendía en el horizonte hacia la meseta de Wagram.

Un simple brigada, de uniforme mal abrochado y cano mostacho con las puntas hacia arriba, se dirigió a él en un tono gruñón, sin ponerse firmes siquiera.

– ¡Me has olvidado, mi emperador! ¿Y mi medalla?

– ¿Qué medalla? -inquirió Napoleón, sonriendo por primera vez en ocho días.

– ¡Mi cruz de oficial de la Legión de honor, hombre! ¡Me la merezco desde siempre!

– ¿Tanto tiempo?

– ¡Rivoli! ¡San Juan de Acre! ¡Austerlitz! ¡Eylau! -Berthier…

El jefe de estado mayor anotó a lápiz el nombre del nuevo promovido, el soldado Roussillon, pero apenas había terminado de hacerlo cuando el emperador se levantó y tiró al suelo la hachuela con la que se había dedicado durante unos momentos a tallar el tronco de árbol.

– ¡Andiamo! Quiero que haya un puente este fin de semana. Disponed brigadas de caballería ligera en ese pueblo, ahí detrás.

– Ebersdorf-dijo Berthier, examinando su mapa.

– Bredorf si queréis, y tres divisiones de coraceros. ¡Empezad en seguida!

El emperador no daba jamás una orden o una reprimenda de manera directa. Esta tarea competía a Berthier, el cual, antes de subir a la berlina, hizo una seña a uno de sus ayudantes de campo vestidos con trajes de ópera.

– Lejeune, ocupaos de eso con el señor duque de Rivoli.

– Bien, monseñor-respondió el oficial, un joven coronel del cuerpo de ingenieros, oscuros la piel y el pelo, con una cicatriz patética, como una rayadura, en la parte izquierda de la frente.

Lejeune montó en su caballo árabe, se ajustó el cinturón de seda negra y oro, se quitó una mota del dolmán de piel y contempló la partida del coche imperial con su escolta. Se quedó rezagado y, como buen profesional, estudió el Danubio y las islas fluviales batidas por la corriente. Ya había participado en la construcción de puentes sobre el río Po, con maderos, anclas y almadías, a pesar de las lluvias intensas, pero ¿cómo colocar soportes en aquellas aguas amarillentas que formaban espumeantes torbellinos?

El gran brazo del río discurría por el sur a lo largo de la isla Lobau, y el ayudante de campo sospechaba que hacia la otra orilla, que era preciso alcanzar, había tierras pantanosas, lodazales que, según fuese su nivel, el río dejaba aparecer en forma de lenguas de arena.

Lejeune hizo que su caballo, demasiado nervioso, diese la vuelta y tomó la dirección de Viena. No lejos del pueblo de Ebersdorf divisó un arroyo en uno de cuyos meandros protegidos pondría a flote pontones y barcas. Detrás del bosquecillo estaría a cubierto el maderamen, las cadenas, los pilotes, las viguetas, todo un taller oculto. A continuación Lejeune se dirigió sin tardanza hacia los arrabales donde acampaba el duque de Rivoli, un espadachín a quien Napoleón llamaba primo mío, ávido, sin normas por las que regirse y deslenguado, pero un estratega impecable, cuya infantería, adiestrada por aquel loco furioso que era Augereau, alcanzó fama en el pasado al franquear el puente de Arcole. Era Masséna.


Los ejércitos de Lannes, con tres divisiones de coraceros, estaban acantonados en la ciudad vieja. Los de Masséna habían tomado posiciones junto a los arrabales, en el campo raso, donde el mariscal se había reservado un pequeño castillo de verano con pináculos barrocos, abandonado por los nobles vieneses que habían debido alcanzar una provincia más segura o el campamento del archiduque Carlos. Cuando entró en el patio de armas, Lejeune no tuvo necesidad de presentarse, puesto que sólo los edecanes de Berthier tenían derecho a llevar pantalones rojos, que les servían de salvoconducto. Siempre llevaban directrices del estado mayor, es decir, del mismo Napoleón. Eso no impedía que los guripas vieran sin ninguna simpatía tales privilegios, y el dragón a quien Lejeune confió su lujoso caballo miró de soslayo, con envidia, las fundas de arzón y la silla de montar dorada. Los hombres despechugados habían sacado de las salas de la planta baja cátedras y sillas tapizadas, que ahora estaban diseminadas por doquier sobre el empedrado. Algunos, parecidos a corsarios, fumaban en largas y finas pipas de barro. Se pavoneaban ante los vivaques cuyas fogatas alimentaban con fragmentos arrancados de marquetería de ébano y violines. Otros bebían vino del mismo tonel, por medio de pajas, y se daban empellones mientras reían, soltaban juramentos y se salpicaban. Unos cuantos corrían detrás de una bandada de ocas chillonas; intentaban cortarles el cuello al vuelo, con los sables, para asarlas sin eviscerarlas siquiera, y volaban las blancas plumas que los hombres se arrojaban al rostro mutuamente, a puñados, como chiquillos.

En las dependencias, los soldadotes se habían divertido lacerando los retratos de familia. Las telas de los cuadros pendían en tiras lamentables. Delante de la escalera de mármol, un artillero disfrazado de mujer, envuelto en un vestido de baile, indicó a Lejeme el camino con una voz de falsete, mientras sus compañeros de saqueo se desternillaban de risa. También ellos iban disfrazados, uno con una peluca empolvada que le caía sobre la nariz, otro con una levita parda tornasolada cuya espalda había desgarrado al ponérsela, un tercero llenando su gorra de cuartel de cucharas y cubiletes plateados extraídos de un mueble panzudo que había roto. Lejeune hizo una mueca de disgusto y subió al piso donde estaban los aposentos del mariscal. Sus botas hacían crujirlos fragmentos de porcelana. En una sala que se abría a un balcón con columnas salomónicas, oficiales, ordenanzas y comisarios de civil charlaban mientras elegían candelabros o jarrones que sus criados colocaban en cajas rellenas de paja. En un sofá, un coronel de húsares incordiaba a la hija de un granjero de la vecindad, requisada como sus hermanas y al servicio de un escuadrón. Subido a una consola de palo de rosa, un ayuda de cámara con guantes blancos trataba de descolgar una araña de luces. Lejeune, agarrándole las pantorrillas, le pidió que le anunciara.

– Eso no es de mi competencia -replicó el sirviente, muy atareado en su pillaje.

Entonces Lejeune, de un brusco puntapié, volcó la consola, y el sirviente quedó suspendido de la araña, pataleando y chillando, lo cual divirtió sobremanera a los presentes. Aplaudieron a Lejeune, y un general de brigada, al reparar de improviso en su uniforme del estado mayor, le ofreció vino alemán en una taza. En aquel momento se abrió una puerta de doble batiente.

Masséna, con atuendo y babuchas de sultán, entró en el salón, gritando:

– ¡Podríais vociferar menos, hatajo de sabandijas!

El mariscal, tuerto, de cara ancha pero con la nariz aguileña, el cabello negro y tupido, corto y peinado a lo Tito, tenía una hermosa y recia voz, pero no obtuvo más que un guirigay en lugar de silencio y, al ver a Lejeune, el único hombre digno en medio de aquel barullo, le ordenó:

– Venid, coronel.

Entonces volvió la espalda levemente curvada para regresar a su habitación, seguido al punto por el mensajero del emperador. En el recodo de un pasillo, Masséna se paró en seco ante un macizo reloj de péndulo, dorado y bermejo, que representaba unos ángeles rollizos golpeando una especie de gong.

– ¿Qué os parece?

– ¿La situación, señor duque?

– ¡La situación no, pedazo de alcornoque! Me refiero a este péndulo.

– A primera vista, es un hermoso objeto -dijo Lejeune.

– ¡Julien!

Un criado con librea granate apareció como salido de ninguna parte.

– Nos llevamos esto, Julien -dijo Masséna.

Señaló el reloj de péndulo, que el otro tomó con cuidado en sus brazos, resoplando porque era pesado. Una vez en la habitación que formaba ángulo, Masséna se sentó en el borde de un lecho con dosel de terciopelo y preguntó por fin:

– Y bien, joven, ¿cuáles son las órdenes?

– Construir un puente flotante sobre el Danubio, a seis kilómetros al sudeste de Viena.

Masséna permanecía impasible cualquiera que fuese la tarea encomendada. A sus cincuenta y un años, ya lo había sufrido todo y no le quedaba nada por hacer. Se sabía de él que era un ladrón, decían que era rencoroso, pero una vez más el emperador tenía necesidad de su pericia bélica. De ordinario, el mariscal despreciaba a quienes denominaba «los papanatas de Berthier» o «los arrendajos», porque él, hijo de un mercader aceitero de Niza, contrabandista durante cierto tiempo, no había nacido mariscal ni duque, como aquellos Juan Lanas procedentes de la banca o del mundo aristocrático, marqueses, fatuos que llevaban pomadas y objetos de tocador en las cartucheras, los Flahaut, Pourtalés, Colbert, Noailles, Montesquiou, Girardin, Périgord… Sin embargo, no incluía entre ellos a Lejeune: era el único burgués de aquella pandilla, aunque al igual que los otros hubiera aprendido a saludar en casa de Gardel, el maestro de los ballets de la ópera. Y además tenía un talento con los pinceles que Su Majestad apreciaba.

– ¿Habéis descubierto el lugar apropiado? -inquirió Masséna.

– Sí, señor duque.

– ¿Cómo es? ¿Qué longitud tiene?

– Unos ochocientos metros.

– Es decir, ochenta barcas para sostener el piso del puente…

– He previsto un río, señor duque, donde podríamos ponerlas a resguardo.

– Y tablones, digamos nueve mil… Para eso hay bosques a talar en este dichoso país.

– Más unas cuatro mil viguetas y, por lo menos, nueve mil metros de cordaje resistente.

– Sí, y anclas.

– O cajas de pescador, señor duque, que llenaremos de proyectiles.

– Procuremos economizar los proyectiles, coronel.

– Lo intentaré.

– ¡Bien, de prisa, requisadme todo lo que flote!

Lejeune se disponía a salir cuando Masséna le retuvo con un grito.

– Lejeune, vos que fisgoneáis por todas partes, decidme…

– ¿Sí, señor duque?

– Dicen que los genoveses han colocado cien millones en los bancos de Viena. ¿Es cierto?

– Lo ignoro.

– Comprobadlo. Insisto en ello.

Un bulto gruñó bajo las ropas de cama, y Lejeune percibió unos mechones claros. Con la sonrisa cómplice de un chalán, Masséna separó el cubrecama bordado y alzó a una mujer joven apenas despierta, sujetándola por la cabellera.

– Coronel, prevenidme lo antes posible acerca del dinero de los genoveses y os la doy. Es la viuda de un tirador corso despanzurrado la semana pasada, ¡es dócil y tiene las redondeces de una duquesa!

A Lejeune no le gustaba esa conducta propia de cabaret, lo cual era patente en la expresión de su cara. Masséna pensó que, a pesar de todo, aquellos jóvenes gazmoños no eran auténticos soldados. Dejó caer a la mujer sobre las almohadas de seda y dijo en un tono más seco:

– ¡Marchaos! ¡Id a casa de Daru!

El conde Daru dirigía la intendencia imperial. Había establecido sus servicios en un ala del castillo de Schónbrunn, cerca del emperador, a una media legua de Viena. Allí regía por medio de sus gritos a todo un pueblo de civiles, pues ya no era un ejército lo que seguía a Napoleón sino una horda, una ciudad en marcha, una dotación de cinco batallones para conducir dos mil quinientos carros de suministros y material, y compañías de panaderos, constructores de hornos, albañiles bávaros, todos o casi todos los oficios, bajo las órdenes de noventa y seis comisarios y adjuntos; aquéllos se ocupaban del alojamiento, el forraje, los caballos, los coches, los hospitales, el revituallamiento, en fin, de todo. Daru debía de saber dónde encontrar embarcaciones.

Lejeune cruzó un largo puente adornado con esfinges, sobre el río Viena, y luego una alta verja fianqueada por dos obeliscos rosados con sendas águilas de plomo en la parte superior. Entró en el patio cuadrado de Schónbrunn, aquel castillo donde los Habsburgo residían en verano sin demasiado protocolo, a la sombra de un parque en el que correteaban unas ardillas nada esquivas. En el vaivén de las comitivas y los batallones de la Guardia, divisó un cabo con charreteras de lana verde.

– ¿Daru? -le gritó.

– Por allí, mi coronel, bajo la columnata de la izquierda pasado el gran estanque.

Era un palacio vienés, es decir, pomposo, íntimo, barroco y austero al mismo tiempo, una imitación de Versalles, de color ocre y más reducido, así como más irregular. Lejeune encontró a Daru, quien gesticulaba en medio de un grupo. Insultaba a uno de sus comisarios, un hombre tocado con bicornio. Veía la llegada de Lejeune como una molestia: ¿qué más iban a pedirle? Vestía un frac abrochado sobre un abdomen considerable, con los faldones remangados, y se puso en jarras.

– Señor conde

– empezó a decir Lejeune al desmontar. -¡Al grano! ¿Qué imposibilidad me pide Su Majestad?

Separaba cada sílaba, como se acostumbra en el Mediodía francés, añadiendo música a la voz.

– Ochenta barcos, señor conde.

– ¡Vaya! ¿Nada más que eso? ¿Y tengo que inventarme esas barcazas? ¿El ejército va a pasearse por el Danubio?

– Son para sostener un puente.

– ¡Ah, me lo figuraba! (A sus acompañantes.) ¡No os quedéis ahí como pasmarotes! ¿Es que no tenéis trabajo? (Entonces, mientras los demás se dispersaban, añadió con semblante serio:) No quedan barcos en Viena, coronel. ¡Ni uno! ¡Los austríacos no son tan pánfilos! Han hundido la mayor parte de las embarcaciones, o las han hecho descender río abajo hasta Presbourg, a fin de ponerlas fuera de nuestro alcance. No están locos, ¿eh? ¡No nos quieren en la orilla izquierda de su Danubio!

Daru tomó a Lejeune del brazo y le llevó a un despacho lleno de cajas y muebles amontonados, dejó sobre una mesa su sombrero de fieltro con escarapela, expulsó con un rugido a dos adjuntos que por desgracia para ellos se habían adormilado y, cambiando de tono, como un actor, pasó del furor al fingido abatimiento:

– ¡Qué desbarajuste, coronel, qué desbarajuste! ¡Nada funciona! ¡No tengo más que problemas! ¡Creedme, este maldito bloqueo nos perjudica!

En efecto, tres años atrás el emperador había decidido aislar a Inglaterra, prohibiendo sus productos en el continente, pero eso no impedía el contrabando. Por otra parte, los capotes del ejérci to eran de paño tejido en Leeds, y los zapatos procedían de Northampton. Inglaterra seguía dominando el comercio mundial, y era la Europa imperial la que se condenaba a la autarquía: de pronto faltaba el azúcar y el añil para teñir de azul los uniformes, de lo que Daru se quejaba:

– Nuestros soldados visten de cualquier manera, con lo que cogen en los pueblos o después de los combates. ¿A qué se parecen, queréis decírmelo? ¡A una compañía de actores trágicos, ambulantes y andrajosos! Tienen chaquetas grises birladas a los austríacos, ¿y qué es lo que pasa? ¿No lo sabéis? Os lo voy a decir, coronel, os lo voy a decir… (suspiró ruidosamente). A la primera herida, por leve que sea, sobre un tejido claro la sangre se extiende y hace visible; un rasguño da la impresión de un bayonetazo en la tripa, ¡y esa sangre desmoraliza a los otros, les causa un miedo profundo, los paraliza! (Daru adoptó de repente el tono de voz de un comerciante de ropa:) Mientras que sobre el azul, un hermoso azul muy oscuro, esas manchas desgraciadas se ven menos y, por lo tanto, asustan menos…

El conde Daru se dejó caer en un sillón de estilo rococó, cuya madera hizo crujir, y desplegó un mapa de estado mayor mientras proseguía su discurso:

– Su Majestad quiere plantar glasto cerca de Toulouse, Albi, Florencia… Muy bien. ¡Antes esa hierba crecía de maravilla, pero no tenemos tiempo! Y además ¿habéis visto los reclutas? ¡A su lado los del año pasado tienen pinta de veteranos! Hacemos la guerra con críos disfrazados, coronel… (examinó el mapa y volvió a cambiar de tono:) ¿Dónde queréis ese puente?

Lejeune indicó la isla Lobau sobre el mapa desplegado. Daru suspiró todavía más fuerte:

– Vamos a ocuparnos de ello, coronel. -¿Os daréis mucha prisa?

– Lo antes posible.

– También hay que reunir cordajes, cadenas…

– Eso es más facil, pero supongo que no habéis probado bocado desde esta mañana.

– Así es.

– Aprovechaos de mis cocineros. Hoy han hecho un guisado de ardilla, lo mismo que ayer y que mañana. No está mal, se parece un poco al conejo, ¡y además hay tantas en el parque! Luego… ¡pues nos zamparemos los tigres y los canguros de la casa de fieras del castillo! Eso promete ciertas emociones a nuestros estómagos hastiados… Id a ver al comisario Beyle, que está en la oficina de arriba. Yo os dejo. Los hospitales no están listos, el forraje no llega con regularidad y vuestros malditos barcos… En fin, como decía el poeta Horacio, mi querido Horacio, un alma bien preparada espera la felicidad en el infortunio.

– Una última cosa, señor conde.

– Decidme.

– Parece ser que los genoveses…

– ¡Ah, no, coronel! ¡Que me dejen en paz con esos pretendidos millones! ¡Sois el tercero que envía Masséna para informarse! Todo lo que he encontrado, aparte de los cañones del arsenal, es esto…

Volcó con su zapato de hebilla una caja de madera, y unos cuantos florines austríacos se diseminaron por el suelo.

– Los debemos al trabajo minucioso del señor Savary -explicó Daru-. Son falsos, y los utilizo para pagar a mis proveedores autóctonos. Podéis coger uno o dos fajos.


– ¡Henri!

– ¡Louis-François!

Louis-François Lejeune y Henri Beyle, quien todavía no se llamaba Stendhal, se conocían desde hacía nueve años. Cuando estaban destinados en Milán, habían reñido por una lombarda descarada, pero quien se la llevó fue Lejeune, y Henri se sintió feliz en el fondo: prefería lo no consumado, y ¿le habría aceptado aquella italiana demasiado hermosa? Por entonces se consideraba muy feo, y de ahí su timidez, a pesar del uniforme verde del 6.° de dragones y el casco con sus crines y su turbante de piel de lagarto. Volvieron a verse más adelante, ya en París, en una rifa del Palais-Royal, y fueron a casa Véry, en los bulevares, para comer ostras a diez sous la docena bajo candelabros dorados. Lejeune le había invitado. Henri, que había abandonado el ejército y ya no tenía un céntimo, aprovechó la ocasión para devorar un capón. Lejeune estaba a punto de incorporarse a su regimiento en Holanda. Henri se imaginaba plantador en Louisiana, banquero o dramaturgo de éxito, a causa de las actrices…

Ahora el azar de una misión hacía que volvieran a encontrarse delante de Viena. Uno estaba sorprendido y el otro no, pues nada más normal que Lejeune fuese coronel, ya que había elegido su carrera y persistido en ella, pero ¿y Henri? Entonces era un muchacho robusto de veintiséis años, la piel reluciente, la boca fina, casi sin labios, ojos castaños y almendrados, el cabello, con la linea de arranque muy hacia atrás, desgreñado sobre la ancha frente. Lejeune, lleno de asombro, le preguntó qué se traía entre manos en aquella oficina de intendencia.

– Verás, Louis-François, para ser dichoso tengo necesidad de vivir en medio de grandes acontecimientos.

– ¿Como comisario de guerra?

– Adjunto, nada más que adjunto.

– Sin embargo, Daru me ha dicho que viera al comisario Beyle. -Es demasiado bueno, debe de estar enfermo.

El conde Daru tenía a Henri en baja estima, le trataba sin cesar de atontado, era rudo con él, le confiaba tareas pesadas o carentes de interés.

– ¿Cuáles son mis órdenes? -preguntó a su amigo, a la vez encantado de volver a verle e inquieto por lo que iba a pedirle.

– Poca cosa. Debes ofrecerme ardilla en salsa a cuenta del conde Daru.

– My. Godl ¿Te apetece eso?

– No.

Henri se abrochó el frac azul, cogió su sombrero con escarapela tricolor y aprovechó la ocasión para huir de la oficina. Al cruzar la sala vecina avisó a sus secretarios y empleados que no volvería en toda la jornada, y los otros, al ver el uniforme de Lejeune, no le preguntaron por el motivo, juzgando que sería considerable. Una vez en el exterior, Lejeune le preguntó:

– ¿Te llevas bien con esos chupatintas?

– ¡Qué va, Louis-François! Te lo aseguro. Son groseros, intrigantes, necios, insignificantes…

– Cuéntame. -¿Adónde vamos?

– He requisado una casa en la ciudad vieja y me alojo ahí con Périgord.

– Bien, vamos allá, si no te avergüenzas de mi traje de civil y mi caballo. Te advierto que es un auténtico percherón.

Camino de la cuadra hablaron de sí mismos, sobre todo de Henri: no, no renunciaba al teatro, y siempre que podía, incluso cuando viajaba en coche, estudiaba las obras de Shakespeare, Gozzi y Crébillon hijo, pero escribir comedias no daba para vivir y él ya no quería deber nada a su familia. Sin embargo, había aceptado la protección de Daru, un pariente lejano. Desde la intendencia imperial, esperaba solicitar un puesto de auditor al Consejo de Estado, lo cual no era de por sí un oficio sino una etapa hacia todos los empleos y, en primer lugar, una renta. Henri acababa de pasar dos años en Alemania, donde distribuyó el tiempo entre la administración, la caza, la ópera y las muchachas.

– En Brunswick he aprendido a ser menos tímido y a cazar -afirmó.

– ¿Tienes buena puntería?

– ¡La primera vez que salí a cazar patos abatí dos cuervos!

– ¿Y ningún austríaco?

– Todavía no he visto una auténtica batalla, Louis-François. No pude intervenir en la de Vina por unos pocos días. Ante Neubourg creí oír los cañones, pero era una tormenta.

Henri había podido franquear el puente de Ebersberg después de que la ciudad hubiera sido pasto de las llamas. Su coche rodaba sobre cadáveres sin rostro, y él veía surgir las entrañas bajo las rue das. A fin de parecer desenvuelto y fingir dureza, había seguido charlando a pesar del tenaz deseo de vomitar. Ahora, cuando entraron en la cuadra de la intendencia, Lejeune exclamó:

– ¿Es éste tu caballo?

– El que me han otorgado, sí, ya te lo he advertido.

– Tienes razón. ¡No le falta más que el arado!

La diferencia de atuendo y montura no podía ser mayor, pero los dos amigos, sin preocuparse por el ridículo que hacían, tomaron la ruta de Viena, cuyas murallas y la alta aguja del campanario de San Esteban se veían a lo lejos.


Viena tenía dos recintos amurallados. El primero, una sencilla elevación de tierra, limitaba los arrabales muy poblados donde se apiñaban casas bajas de techos rojizos, mientras que el segundo encerraba la ciudad vieja detrás de una recia muralla provista de fosos, bastiones, casamatas y caminos cubiertos, pero como los vieneses ya no temían a los turcos ni los rebeldes húngaros, habían surgido libremente hoteles y almacenes a lo largo de aquellas fortificaciones, y en los glacis se habían plantado árboles que trazaban paseos.

Lejeune y Beyle cruzaron el arco de una gran puerta y se adentraron al paso en las calles tortuosas de la ciudad, entre casas altas, estiradas, medievales y barrocas mezcladas, pintadas con colores suaves, italianos, las ventanas cargadas de flores azules y jaulas con pájaros. El espectáculo de los transeúntes alegraba menos la vista, pues no había más que soldados por doquier.

Al ver las tropas descabaladas que ocupaban Viena, Henri se dijo que un vencedor es una cosa fea. Napoleón acababa de concederles durante cuatro o cinco días aquella ciudad apenas ma yor que un barrio de París, y ellos se aprovechaban. Se habría dicho que eran una jauría de perros de caza. Era cierto que habían corrido mil veces el riesgo de morir, y de una manera espantosa, que habían dejado a sus espaldas cadáveres de amigos, lisiados, ciegos, un brazo, una pierna, pero ¿justificaba la recaída en el miedo semejante desbordamiento? Aquellos muebles que los dragones bajaban a la calle por medio de cuerdas, mientras que sus cómplices ponían en peligro las cornisas, no podía dejar de indisponer a los franceses con una población que, sin embargo, era de natural apacible. Un coracero con casco de hierro, envuelto en un largo manto blanco austríaco, había arrojado al suelo un vestuario teatral, clarinetes y pieles robadas que esperaba vender en pública subasta. Había otros puestos en una calleja, donde aquellos piratas vendían su botín, collares de cristal o de perlas, vestidos, copones, sillas, espejos, estatuillas deterioradas, y la gente se empujaba como en un zoco de El Cairo, una gente que hablaba veinte lenguas y procedía de veinte países para fundirse con arrogancia en un solo ejército, polacos, sajones, bávaros, florentinos a los que apodaban charabías, un mameluco de Kirmann que no tenía de árabe más que el calzón abombado, pues había nacido en SaintOuen. Había pabellones en las plazas y los cruces de las avenidas. Soldados de infantería con polainas grises abotonadas hasta muy arriba roncaban sobre la paja en el atrio de una iglesia. Cazadores con trajes oscuros tiraban de unos caballos negros, y un grupo de carabineros a pie hacía rodar barriles de riesling. Algunos húsares galleaban delante de un café, comiendo carne hervida, orgullosos de sus calzones azul cielo y sus chalecos rojo vivo, con sus pesadas coletas trenzadas que servían para amortiguar los sablazos y sus desmedidos penachos de plumas en el chacó. Un tirador salió de un porche con una ristra de salchichas en bandolera. Se tambaleaba un poco mientras se ponía de cara al muro para mear.

– ¡Mira! -dijo Lejeune a su amigo-. Parece como si estuviéramos en Verona…

Señaló con la mano una fuente, un inmueble estrecho, la luz amarilla que destacaba las fachadas de una placita. Lejeune fingía no ver nada más. No era un oficial ordinario. De sus guarnicio nes y sus campañas se había traído una multitud de croquis y cuadros muy bien logrados. Cuando Napoleón era primer cónsul le había comprado su cuadro de la batalla de Marengo. En Lodi, en Somosierra, partía a la guerra como si estuviera delante de su modelo. Sus personajes, representados en movimiento, servían de apoyo, como en el asalto al monasterio de Santa Engracia de Zaragoza, donde en primer plano la gente se mataba ante una Virgen de piedra blanca. Lo que atraía de esa composición era el monumento arabizado, el cincelado del claustro, la torre cuadrada, el cielo. Y lo que destacaba en Aboukir era la luz cruda sobre la península, un calor que hacía vibrar los grises y amarillos. Así pues, Louis-François no miraba a los soldados achispados, sino que admiraba el aspecto del palacio Pallavicini, y el frontón del palacio Trautson le evocaba a Palladio. Este amor permanente por los objetos bellos había aproximado no hacía mucho a Louis-François y Henri Beyle, y de ahí nació una amistad que no quebraron ni las guerras ni las ausencias.

– Ya llegamos -dijo Lejeune cuando entraban en el barrio bastante elegante de la jordangasse.

De repente, al doblar una esquina, su caballo se encabrita.

Allá abajo, unos dragones entran y salen de una casa rosada con los brazos cargados de telas, vajillas, frascos y jamones ahumados que amontonan en un carricoche militar. «¡Ah, los muy cochinos!», exclama Lejeune, espoleando a su montura para irrumpir en medio del enjambre de ladrones. Estos, sorprendidos, dejan caer un cofre, que se parte. Uno de ellos pierde su casco en el bullicio, otro gira sobre sus talones y acaba chocando con el muro. Henri se aproxima. Sin bajar del caballo, pero dentro del vestíbulo, su amigo distribuye golpes de fusta y puntapiés.

– ¡La ciudad es nuestra, mi oficial! -dice un alto coracero cuyo capote es el sayal de un monje español cortado al efecto. Lleva espuelas en las alpargatas y parece decidido a proseguir con la mudanza.

– ¡Esta casa no! -grita Lejeune. -¡Toda la ciudad, mi oficial! -¡Fuera de aquí o te vuelo la cabeza!

Lejeune arma su pistola de arzón y apunta a la frente del insolente, el cual sonríe.

– ¡Muy bien, disparad, mi coronel!

Lejeune le golpea violentamente con el cañón de su arma. El otro, alcanzado en un carrillo, escupe tres dientes y sangre. Entonces desenvaina el sable, pero sus compañeros le retienen y le sujetan los puños.

– ¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí! -grita Lejeune con la voz quebrada.

– ¡Si vas al combate, mi oficial, no me des nunca la espalda! -gruñe el hombre con el maxilar sangrante.

– ¡Fuera! ¡Fuera! -ordena Lejeune, golpeando al azar espaldas y cabezas.

Los soldadotes abandonan la plaza devastada. Dejan gran parte de su botín y montan a caballo o se sujetan a los lados del carricoche, que se pone en marcha. El alto coracero con capote pardo muestra el puño y dice bramando que se llama Fayolle y que siempre da en el blanco.

Lejeune tiembla de rabia. Finalmente desmonta, sube la pequeña escalinata de la entrada y ata el caballo en la argolla de la puerta. Un teniente sin sombrero ni guerrera, desplomado en la única banqueta, respira de un modo entrecortado y estertoroso. Es su ordenanza, y no ha podido intervenir contra los saqueadores. Henri se ha unido a ellos en el fondo del vestíbulo, interminable y austero.

– ¿Han subido a los pisos?

– Sí, mi coronel.

– ¿La señorita Krauss? -Con sus hermanas y -¿Estabas solo? -Casi, mi coronel. -¿Périgord está ahí? -En su aposento del primer piso, mi coronel.

Seguido por Henri, Lejeune sube a toda prisa la empinada escalera principal, mientras el ordenanza recoge las vituallas olvidadas por los dragones.

– ¡Périgord!

– Entrad, amigo mío -responde una voz que resuena en los pasillos vacíos.

Lejeune y Henri pisándole los talones entran en un amplio salón sin muebles donde, ante un espejo con marco de caoba, Edmond de Périgord, en pantalón rojo y con el torso desnudo, se aplica cera al mostacho para mantener las guías erguidas, ayudado por su criado personal, un regordete mofletudo, con peluca y librea que luce galones plateados.

– ¡Périgord! ¡Habéis dejado que esos militarotes invadieran la casa!

– Es preciso que los brutos se diviertan antes de entrar en combate…

– ¡Divertirse!

– Una diversión querido mío, tienen de bruto, desde luego. Tienen hambre, sed, no son ricos y se saben condenados a morir.

– ¿Han subido a los aposentos de la señorita Krauss?

– Tranquilizaos, Louis-François -dijo Périgord, mientras encaminaba a su colega a las antecámaras del primer piso.

Dos dragones estaban tendidos sobre los escalones de una segunda escalera que conducía a los pisos.

su ama de llaves, mi coronel.

– Estos imbéciles querían saquear un poco por ahí arriba -dijo Périgord en voz cansada-. Se lo he prohibido y han tratado de abrirse paso a la fuerza…

– ¿Los habéis matado?

– Oh, no, no lo creo. Han recibido al vuelo una silletazo en plena cara. Os ruego que me creáis, querido mío, esas sillas son endiabladamente pesadas. Dicho esto, es posible que al caer se hayan torcido el cuello, no los he mirado de más cerca. De todos modos, haré que se los lleven.

– Gracias.

– De nada, querido mío, por algo soy naturalmente galante. Henri, un poco atónito por la escena que acababa de presenciar, siguió de nuevo a su amigo, quien ahora corría por la escalera y los pasillos hasta una puerta maciza, a la que llamó al tiempo que decía:

– Soy yo, el coronel Lejeune…

Périgord, tras ponerse una bata llena de adornos y brocados, se había reunido con ellos. Sólo tenía erguido la mitad del mostacho. Mientras Lejeune llamaba a la puerta, su colega hablaba con Henri como si se tratara de una velada en el Trianon.

– El pillaje forma parte de la guerra, ¿no os parece?

– Me gustaría no creerlo así -dijo Henri.

– Recordad la historia de aquel veterano de Antonio que había intervenido en la campaña de Armenia. Había mutilado la estatua de la diosa Anaitis para llevarse un muslo. Al volver a casa, revendió la pierna de la diosa, se compró una casa en la región de Bolonia, tierras, esclavos… ¿Cuántos legionarios romanos, querido mío, volvieron con el oro robado en Oriente? Eso sirvió para el desarrollo de la industria y la agricultura en la llanura del Po. Veinte años después de Actium, la región era floreciente…

– Basta, Périgord -dijo Lejeune-. ¡Interrumpid un poco vuestras lecciones de historia!

– Lo cuenta Plinio.

Por fin se abrió la puerta y apareció una mujer mayor con un turbante de crepé blanco. Lejeune, que había nacido en Estrasburgo, le habló en alemán y ella le respondió en la misma lengua.

Sólo entonces el coronel se tranquilizó. Hizo una seña a Henri para que le siguiera al interior de la habitación.

– Yo me voy -dijo Périgord-. Con este atuendo descuidado apenas estoy presentable.

Anna Krauss tenía diecisiete años, el cabello muy negro y los ojos verdes. Cerró el libro que fingía leer, se levantó cuando los hombres avanzaron hacia ella, tomó asiento en el borde del sofa para calzarse unas sandalias romanas y se levantó con una ágil lentitud. Su larga falda de percal de las Indias, muy fina, lucía un bordado de flores de jazmín. La imitación de un broche antiguo sujetaba una túnica de encaje sobre los hombros redondeados. Sus manos sin joyas, su actitud de fragilidad y firmeza al mismo tiempo, la estrecha cintura pero las caderas rotundas, así, a contraluz, con la luz que atravesaba las prendas ligeras para dibujar mejor el cuerpo, toda ella surgía como una alegoría contradictoria en medio de la guerra. Lejeune la miraba con los ojos humedecidos. Había tenido tanto miedo… Ambos se pusieron a hablar en alemán, en voz casi baja. Henri, apartado, tenía las sienes sudorosas, las mejillas enrojecidas, la mirada fija. Sentía calor y frío al mismo tiempo, no osaba moverse y contemplaba a Anna Krauss. El óvalo italiano del rostro de la muchacha se parecía a un cuadro, al pastel de Rosalba Carriera que él había apreciado hacía poco en casa de un coleccionista de Hamburgo, pero no, el terciopelo de aquella piel, que la luz solar filtrada a través de las ventanas suavizaba todavía más, era real.

Al cabo de un momento, Lejeune se volvió hacia Henri para traducirle la conversación, pues a pesar de que había pasado dos años en Brunswick, donde todo el mundo hablaba con él en francés, excepto las sirvientas a las que chicoleaba sin que tuviera necesidad de entenderlas, Henri jamás se había acostumbrado a la aspereza de esa lengua.

– Le he dicho que el viernes iré a reunirme con los pontoneros en el Danubio y luego al estado mayor, para acantonarnos en la isla Lobau.

– Sí -dijo Henri.

– Le he dicho que durante mi ausencia es necesario que alguien de confianza proteja su casa de los posibles granujas que nuestros ejércitos llevan a cuestas.

– Granujas, en efecto…

– Le he dicho que vendrás a instalarte en Viena.

– Ah…

– ¿No estás de acuerdo, Henri?

– De acuerdo…

– ¡No se la puede dejar sola en esta ciudad ocupada!

– No se la puede…

Henri ya no encontraba las palabras y se limitaba a repetir, subrayándolos, fragmentos de las frases que decía su amigo.

– ¿Tienes muchas ocupaciones?

– Ocupaciones…

– ¡Henri! ¿Me estás escuchando?

Anna Krauss sonreía francamente. ¿Acaso se burlaba de aquel joven grueso y coloradote? ¿Había una onza de ternura en esa burla? ¿Un poco de simpatía? ¿Amaba a Lejeune? ¿Y qué sentía éste? Le jeune tomó a Henri por los hombros y le sacudió.

– ¿Estás enfermo?

– ¿Enfermo?

– ¡Si te vieras!

– No, no, estoy bien…

– ¡Entonces respóndeme, borrico! ¿Tienes mucho equipaje?

– Una gramática italiana de Veneroní-Gattel, el Homero de Bitanbé, Condorcet, la Vida de Alfieri, dos o tres trajes, menudencias…

– ¡Perfecto! Que tu criado traiga todo eso mañana por la mañana.

– Mi criado me ha abandonado.

– ¿Falta de dinero?

– Poco dinero.

– Me ocuparé de eso.

– También es preciso que Daru esté de acuerdo.

– Lo estará. ¿Aceptas?

– Por supuesto, Louis-François…

Lejeune tradujo este intercambio a Anna Krauss, resumiéndolo, pero ella había entendido lo esencial y palmoteaba como en un concierto. Henri, que seguía inmóvil, decidió aprender en serio el alemán, puesto que en lo sucesivo tendría un verdadero motivo para hacerlo. Por lo demás, Anna Krauss se dirigió a él en su jerigonza, pero Henri no distinguió más que una melodía y le eludió el sentido de las palabras.

– ¿Qué me dice, Louis-François? -Nos propone que tomemos el té.


Al anochecer, Lejeune recibió la orden de regresar en seguida a Schónbrunn y presentarse a Berthier, y Henri aceptó la invitación que le hizo Périgord de callejear por Viena. Lo cierto es que esperaba sonsacarle detalles de la vida de Anna, el único tema que le interesaba de veras desde primera hora de la tarde. Lejeune había dado a su amigo uno de los fajos de dinero falso que le ofreció Daru, y así podría invitar a Périgord, siempre parlanchín, pero conocedor de la ciudad y sus habitantes gracias a estancias anteriores. Partieron de los jardines del café Hugelmann, a orillas del Danubio y de sus puentes quemados. No había bañistas, a pesar del tiempo cálido, ni parroquianos ni marineros turcos, pero ni siquiera en aquellos parajes faltaban los soldados.

– En tiempo de paz -decía Périgord- unos veleros muy abigarrados te pasean por el río, pero nuestros hombres deben de haberlos requisado o quizá los austríacos los han hundido.

A Henri le traía sin cuidado, lo mismo que aquel jugador de billar húngaro, muy célebre, a quien iban a aplaudir y que seguía actuando durante las hostilidades. Era capaz de pasarse horas gol peando sus bolas sin perder un punto, lo cual acabó por cansar a nuestros dos franceses y decidieron ir hacia el Prater, muy cercano, en el arrabal de Leopold.

Périgord llevaba una pelliza con trenzas doradas y calzones negros metidos en unas botas con vuelta. A fin de evitar las risas burlonas, había prestado a Henri un caballo decente. En España, hacía poco, le habían robado varios caballos de mucho valor, y por ello había confiado la vigilancia de sus monturas, mientras picaban cangrejos de río, a un jovencísimo soldado que estaba de paso. El dócil muchacho les aguardaba.

– Bravissímo!-exclamó Périgord-. ¿Cómo te llamas?

– ¡Tirador Paradis, señor, segunda compañía de línea, tercera división del general Molitor a las órdenes del mariscal Masséna!

Périgord deslizó unos florines en la guerrera del tirador y se dirigió a Henri, quien parecía pensativo o distraído, como si le agobiaran las preocupaciones.

– Mi criado llevará mañana vuestras cosas, Beyle, no os inquietéis.

– ¿Conocéis a Anna Krauss?

– Me alojo en su casa desde hace tres días, miento, dos. En fin, dado lo curioso que soy y lo diáfana que es ella…

– ¿Su familia?

– El padre es músico, pariente del señor Haydn.

– ¿Dónde está?

– Dicen que ha seguido a la corte de Francisco de Austria, refugiado en alguna parte de Bohemia, pero ¿quién lo sabe con certeza?

– ¿Su madre?

– Tengo entendido que ha muerto. No le llegaba el aire a los pulmones.

– ¿De modo que la señorita Krauss se ha quedado sola en Viena?

– Con sus hermanas más jóvenes y un ama de llaves mayor que ella.

– ¡Su padre la ha abandonado en plena guerra!

– Los vieneses no se toman nada en serio, querido mío. Mirad, como el lunes les parece triste y estropea el domingo, han convertido el lunes en día festivo. Semejante desenvoltura no está nada mal, ¿verdad?

– ¿Creéis que Lejeune está enamorado?

– ¿De los vieneses?

– ¡No, hombre! De esa muchacha.

– Lo ignoro, pero los síntomas apenas dejan lugar a dudas, está febril, inquieto, medio pasmado… A decir verdad, también a vos la joven os causa palpitaciones.

– No os permito, señor…

– ¡Ya, ya! Ni vos ni yo podemos evitarlo, pero la batalla promete ser más divertida entre vosotros dos que entre nosotros y las tropas del archiduque Carlos. ¿Sabéis?, lo que no me gusta nada de las guerras es la suciedad, la mala vestimenta, el polvo, la grosería, las horribles heridas. Uno tiene que volver entero, ¡ah, sí! Eso permite brillar en las fiestas, bailar con las falsas duquesas o las auténticas esposas de banqueros…

Llegaron a los paseos enarenados del Prater. Los grandes árboles habían sido abatidos para construir unas barricadas irrisorias. Sobre los cuadros de césped había pabellones, casitas, ca bañas, un quiosco chino, un chalet suizo, chozas de salvajes, un cafarnaún creado para la diversión y que solía frecuentar una población mezclada procedente de todo el planeta. Allí los vieneses se codeaban con bohemios, egipcios, cosacos, griegos. El emperador Francisco iba con frecuencia a pasear, solo y sin escolta, saludando a sus súbditos con el sombrero, como un burgués. En la noche veraniega nubes de insectos asaltaban a los paseantes, y Périgord bromeó:

– Un alemán me explicó hace poco que sin estos insectos el amor causaría por aquí demasiados estragos.

Se detuvieron ante un carromato que ofrecía un espectáculo curioso, cuyos papeles se repartían entre marionetas y enanos, ante un público de soldados franceses y aliados, la mayoría de los cuales no entendían el texto pero se divertían distinguiendo a los actores de carne y hueso de los de madera.

– ¿Qué representan? -preguntó Henri.

– Una obra de Shakespeare, querido mío. ¿Veis esa figura diminuta con una barba falsa y la corona de cartón? Está diciendo el famoso monólogo: «¿Qué temo? ¿A mí mismo? (Pérígord recító representando la escena.) ¿Estoy solo? Ricardo ama a Ricardo. He ahí: yo soy yo. ¿Hay un asesino por aquí? No, sí: yo. ¡Entonces vete! ¿Huir de mí mismo? ¿Y si me vengara en mí mismo? Por desgracia, me amo. ¿Por todo el bien que me he hecho? ¡Oh, no, me odio por los horrores que he cometido!».

– Y yo -suspiró Henri- ¡me odio por no saber alemán!

– Tranquilizaos, mi querido Beyle, yo lo farfullo, pero el título de la pieza está inscrito en ese panel y me sé de memoria Rícardo III.

Sobre el estrado, los enanos y las marionetas se movían alrededor de un trono de madera pintada. Périgord añadió:

– Acto quinto, tercera escena.


En Schónbrunn, en el salón de las Lacas cuyas paredes estaban decoradas con flores y aves doradas, Napoleón sacó su tabaquera de carey y se llenó la nariz de tabaco. Enfundado en una bata de muletón blanco y con la cabeza envuelta en un paño de Madrás, como una pañoleta de las Antillas, estudiaba los mapas. Los alfileres de diversos colores indicaban la posición actual de las tropas, la de los almacenes de víveres, del forraje o los zapatos, el parque de artillería…

– ¡Señor Constant!

El primer ayuda de cámara acudió corriendo, sin hacer ruido, como si se deslizara. Era corpulento y tenía cara de sueño. El emperador le tendió el vaso y el sirviente vertió chambertin aguado.

– Mi pollo, señor Constant.

– En seguida, Sire.

– Pronto!

– Sire…

– ¿Ese diablo de Roustan ha vuelto a comerse mi pollo como la otra noche?

– No, Síre, no, el pollo está bien guardado en su cesta de mimbre y tengo la llave del candado…

– ¿Y bien?

– Sire, el príncipe de Neuchátel, Su Excelencia el mayor general…

– ¡Simplificad, señor Constant! Decid Berthier.

– Está esperando, Sire…

– Io lo so, he ordenado que le llamaran. ¡Que entre ese cernícalo, y mi pollo también!

Impecable con su magnífico uniforme de gala y seguido por Lejeune, el mayor general Berthier entró en el despacho y dejó el bicornio sobre un velador. El emperador les daba la espalda, y tuvieron que escuchar inmóviles su diálogo.

– La flota inglesa fondea holgadamente en Nápoles, el Tirol se rebela, el príncipe Eugenio tiene dificultades en su reino de Italia y el papa se vuelve indócil. Lo mejor de nuestro ejército se agota en España. ¿Podré contar durante mucho tiempo con la neutralidad del zar? Los ingleses financian a los rebeldes por doquier. En Francia la gente critica y la censura ya no contiene las impertinencias. Talleyrand y Fouché, por desgracia tan precioso, han intrigado para sustituirme por ese pelele de Murat, ¡pero los domino como a todos los demás mediante el temor y el interés! Los fondos públicos decrecen, las deserciones se multiplican, mis gendarmes encadenan a los reclutas para llevarlos a los cuarteles y los campamentos. Nos faltan suboficiales, es preciso conseguirlos a las puertas de los liceos…

El emperador coge un muslo de pollo que Constant acaba de dejar sobre una mesa negra. Toma un bocado, untándose de grasa la barbilla, y gruñe:

– ¿Qué opináis de ese cuadro siniestro?

– Que desgraciadamente es exacto, Majestad -replica Berthier.

– ¡Bien que lo sé, joder! ¡He tenido que buscar de nuevo a Masséna, ese rapaz, y obligar a Lannes, quien esperaba descansar en sus castillos! Venga qui!

Napoleón señala con el hueso de pollo la isla Lobau en el gran mapa.

– Dentro de tres días nos instalamos en esta mierda de isla. ¿El puente?

– Será tendido sobre el Danubio -responde Lejeune-, puesto que vos lo habéis decidido.

– Bene! El viernes, los tiradores de Molitor desembarcan en la isla y la limpian de algunos austriacos cretinos que todavía vivaquean ahí. Preved suficientes embarcaciones. Durante ese tiempo, con el material que habréis despachado en Bredorf…

– Ebersdorf, Sire-le corrige Berthier.

– ¡Que os den mucho por el saco! ¿Os he pedido vuestro parecer? ¿Qué estaba diciendo?

– Hablabais del material, Sire.

– Si! Lanzamos de inmediato el puente flotante sobre el gran brazo del río, para unir Lobau con nuestra ribera. La caballería de Lasalle refuerza en seguida a los hombres de Molitor, los cuales pasan a la orilla izquierda y ocupan los dos pueblos.

– Essling y Aspern.

– ¡Si eso os dice algo, Berthier! El sábado por la noche, el gran puente y el otro que conducirá de la isla a la orilla izquierda deben estar tendidos y bien firmes.

– Así se hará, Sire.

– El domingo, al amanecer, nuestras tropas se establecen en esos dichosos pueblos como se llamen, se parapetan y esperan. El archiduque nos ve, se despierta, cree que soy idiota porque arrin cono a mis tropas en el río y ataca. Masséna le recibe a cañonazos. Vos, Berthier, cargáis con Lannes, Lasalle y Espagne a fin de hundir el centro austríaco y cortar a su ejército en dos. ¡Entonces Davout cruza el puente grande con su reserva, refuerza vuestros ataques y aplastamos a esos coglioni!

– Que así sea, Majestad.

– Así será. Lo veo y lo quiero. ¿No estáis de acuerdo, Lejeune?

– Os escucho, Sire, y al escucharos aprendo.

El emperador le dio una fuerte bofetada, con lo cual daba a entender que estaba satisfecho de la respuesta sin que realmente se dejara engañar. Detestaba la familiaridad y los consejos, y no de seaba de sus oficiales, así como de sus cortesanos, más que una obediencia callada. Lannes y Augereau eran los únicos que osaban hablarle claro. Por lo demás, se había creado una corte de príncipes falsos y duques inventados, comprometidos, bastos, cautelosos. Napoleón no exigía más que reverencias, y las recompensaba con castillos, títulos y oro. Constant, que se encontraba ante la puerta del salón, movía inquieto primero un pie y luego el otro, lo cual acabó por llamar la atención del emperador.

– ¿Qué es esa nueva danza, señor Constant? -rezongó.

– Sire, ha llegado la señorita Krauss…

Al oír ese nombre, Lejeune creyó que iba a desmayarse. ¿Cómo? ¿Anna estaba en Schbnbrunn? ¿Iba a pasar la noche en el lecho del emperador? No, eso era impensable, no parecía cosa suya. Lejeune contemplaba a su soberano, el cual terminó el pollo y se limpió los dedos y la boca con la cortina. ¿Qué podía hacer Lejeune? Nada. Cuando Napoleón los despidió, a Berthier y a él, con un gesto de la mano, como si fuesen lacayos, Lejeune se apresuró a pedir autorización para volver a Viena.

– Id, amigo mío -respondió un Berthier paternal-. Quedaos bastante tiempo, pero no malgastéis vuestras fuerzas, pues las necesitaremos.

Lejeune saludó y salió muy de prisa. Berthier le vio montar de un salto en su caballo y partir al galope. «¿Estaremos todavía vivos la próxima semana?», se preguntó el mayor general.

Lejeune galopó hasta la casa rosada del barrio de la Jordangasse. Subió atropelladamente al piso donde debería estar durmiendo Anna Krauss, entró en la habitación, avanzó silencioso y sin aliento hasta el lecho en forma de sarcófago donde ella soñaba, pues estaba allí, en efecto, iluminada por el cuarto menguante de la luna, sosegada, casi sonriente. Lejeune se sentó en una silla junto al lecho y, emocionado, la contempló mientras ella dormía. Más adelante, supo que la señorita que visitaba al emperador, aunque tenía el mismo apellido, con una ese menos, se llamaba Eva y era la hija adoptiva de un comisario de guerra. El emperador se había fijado en ella una mañana, durante la revista, en el patio del palacio: entre tantas mujeres vestidas con prendas de colores vivos, sólo ella iba vestida de negro como un presagio perturbador.

Henri ya no podía pegar ojo en la habitación de la posada en los arrabales que compartía con otro adjunto, el cual roncaba con estrépito. Así pues, a la luz de una vela, Henri preparaba su baúl de cuero para mudarse al día siguiente. Antes de colocar cada uno de sus libros, lo hojeaba, y por azar tropezó con una página del Naufragío de Alberti: «No sabíamos en qué dirección íbamos a la deriva en la inmensidad del mar, pero ya nos parecía maravilloso poder respirar con la cabeza fuera del agua». Estas líneas escritas en el Renacimiento reflejaban muy bien su estado. Poco antes, cuando deambulaba en compañía de Périgord, provistos de antorchas, por las catacumbas cavadas bajo la iglesia de los agustinos, habían descubierto cadáveres amontonados, sentados o en pie, secos, milagrosamente intactos y sin el menor rastro de descomposición, y los dos habían pensado en aquel rey de Nápoles que escupía sobre sus enemigos embalsamados, alineados como marionetas, en la época en que Visconti adiestraba molosos para que despedazaran a los hombres, cuando el Individuo que aparecía entonces en Italia tenía garras y colmillos. Finalmente Henri accedió a tenderse sobre su colchón, y se adormiló poco antes del alba, completamente vestido, con la imagen obsesiva de la dulce Anna Krauss en la mente.

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