Capítulo sexto . SEGUNDA NOCHE

Era una noche sin luna. Los últimos incendios bañaban la ribera izquierda con una luminosidad pálida y rojiza que deformaba el paisaje. Había empezado a soplar un viento que agitaba el follaje de los olmos, sacudía los arbustos e impulsaba unos nubarrones negros y cargados de lluvia. En la ribera arenosa de la isla Lobau, entre los agrupamientos de carrizos inclinados, el emperador avanzaba con Masséna. El mariscal se había alzado el cuello de su largo manto gris y metido las manos en los bolsillos. Con el cabello corto que revoloteaba como pequeñas plumas en las sienes, de perfil se parecía a un buitre. A pesar del estruendo del río, los dos hombres percibían como un eco el rumor amortiguado de la planicie, el chirrido de las ruedas, las llamadas, los ruidos de zuecos y cascos de caballos que golpeaban la madera del cercano puente pequeño. Napoleón habló en un tono alicaído:

– Todo el mundo me miente.

– No representes tu comedia conmigo, que estamos solos. -Se tuteaban como en el tiempo de las expediciones italianas del Directorio.

– Nadie se atreve jamás a decirme la verdad -se lamentó el emperador.

– ¡No es cierto! -replicó Masséna-. Somos unos cuantos quienes podemos hablarte cara a cara. ¡Ahora, que nos escuches es otra cuestión!

– Unos cuantos. Augereau, tú…

– El duque de Montebello.

Jean, claro. Nunca he conseguido asustarle. Una noche, antes de no recuerdo qué combate, empuja al centinela, entra en mi tienda y me saca de la cama para gritarme al oído: «¿Es que te burlas de mí?». Discutía mis órdenes.

– Deja de hablar en pretérito imperfecto. Todavía no ha muerto y ya le entierras.

– Su gravedad es extrema, Larrey me lo ha confesado.

– Uno no se muere por perder una pierna. A mí me falta un ojo por tu culpa, ¿y he sufrido alguna disminución por eso?

El emperador fingió que no había comprendido la alusión a aquella cacería en la que dejó tuerto a Masséna y acusó de torpeza a Berthier. Se quedó pensativo un momento, y al cabo dijo en un tono más desabrido:

– Estoy seguro de que todo el ejército se ha enterado antes que yo de la desgracia de Lannes.

– Los soldados le aprecian y se preocupan por él.

– ¿Tus hombres? ¿Se han desmoralizado al conocer la noticia?

– No se han desmoralizado, pero les ha afectado. Son valientes.

– ¡Ah, si fuese posible cuidar a ese pobre Lannes en Viena, en unas condiciones mejores!

– Hazle cruzar el río en una embarcación.

– ¿Es que no piensas? El viento, la corriente… sufriría sacudidas como un saco y no lo soportaría.

El emperador azotó las cañas con la fusta, mientras reflexionaba. Así transcurrieron uno o dos minutos, y por fin dijo en voz firme:

– Necesito tu ingenio, André.

– ¿Quieres saber qué haría yo en tu lugar?

– Berthier preconiza que nos pongamos a cubierto en la orilla derecha.

– ¡Eso es una tontería! -El estado mayor cree detrás de Viena.

– El estado mayor no tiene que pensar, sobre todo al revés. ¿Y luego qué? ¡Ya que estamos ahí, volvamos a Saint-Cloud! Si abandonamos esta isla, firmamos la victoria de Austria. Pues bien, no hemos perdido.

– Tampoco hemos ganado.

– ¡Hemos evitado una terrible paliza! -La fatalidad me persigue, Masséna.

– El archiduque Carlos tampoco ha vencido, lo hemos mantenido a distancia, sus tropas están derrengadas, casi no le quedan municiones…

– Lo sé -dijo Napoleón, y dirigió su mirada al río-. Es el general Danubio quien me ha vencido.

– ¡Vencido! ¡No seas zafio! El ejército de Italia viene a nuestro encuentro. La semana pasada, el príncipe Eugenio se apoderó de Trieste, y marchará sobre Viena con sus nueve divisiones, ¡más de cincuenta mil hombres! Lefebvre entró en Innsbruck el 19, tras terminar con los rebeldes del Tirol, y si nos aporta sus veinticinco mil bávaros…

– Así pues, ¿tenemos que encerrarnos en esta isla?

– Esta noche hay tiempo para que pasen rápidamente nuestras tropas.

– ¿Puedes asegurarme una retirada ordenada?

– Sí.

– ¡Magnífico! Vuelve a tu puesto.


El silencio despertó a Fayolle. Abrió los ojos y se dio cuenta de que los combates habían cesado con la oscuridad. El coracero estaba tendido boca arriba, demasiado entumecido para sentarse y desprenderse de la pesada coraza. Aunque se hubiera erguido, como la oscuridad de la noche era total, no habría podido ver los millares de cadáveres que cubrían la planicie, que se pudrirían allí mismo y serían despedazados por los cuervos. Se palpó el rostro, dobló una pierna, luego la otra… no tenía nada, todo parecía en su sitio. Un viento fresco curvaba las espigas que aún estaban en pie, un olor a pólvora, estiércol de caballo y sangre flotaba en el aire. Fayolle oyó un ruido de roedura; algún bicho se había encaprichado de sus alpargatas desgarradas. Sacudió el pie. Una especie de roedor peludo atacaba con afan la suela de cáñamo, y el brusco movimiento le hizo huir. Fayolle, hombre de los bajos fondos parisienses que sólo conocía las ratas, ignoraba el nombre de aquel animal. Aspiró hondo y pensó que se estaba aprovechando de una paz extraña y egoísta. Siempre había sido un solitario. Mozo de cuerda, trapero, echador de cartas en el Pont-Neuf, a los treinta y cinco años había vivido mucho, pero mal. La Revolución ni siquiera le había simplificado la vida, y no había sabido aprovecharse del reinado de Barras, a pesar de que éste favorecía la ratería. En esa época, que siguió a la del Terror, se había instalado en el pasaje del Perron para revender géneros robados, jabón, azúcar, tuberías, lápices ingleses, y aprovechaba la proximidad para deambular por el Palais-Royal, donde había centenares de mujeres que puteaban bajo las arcadas y las galerías de madera que las prolongaban. En el piso superior de un restaurante, el techo del salón oriental se abría y bajaban del cielo diosas desnudas en un carro dorado. En el establecimiento medianero, las hetairas le masajeaban a uno en una bañera llena de vino. Todo esto se lo habían contado, porque con su gorro de piel de zorro y su aspecto triste jamás le habrían dejado entrar. Se limitaba a mirar con ganas las que llamaban la atención por medio de grabados eróticos o se levantaban las faldas. Otras, a fin de enternecer al personal, paseaban niños que habían alquilado. Algunas llamaban a los posibles clientes por encima del café de los Ciegos, con sus sombreros negros provistos de borlas doradas y calzadas con zapatillas de satén. Eran magníficas, pero no daban crédito. Se llamaban como en los poemas, Betzi la mulata, Sophie Cuerpo Hermoso o Lolotte, Fanchon, Sophie Pouppe, la Sultana. Chonchon la Garbosa dirigía una casa de juego. La Venus era una heroína, porque se había resistido a los intentos del conde de Artois…

Fayolle había creído que el uniforme azul con adornos rojos de los coraceros le favorecería en su relación con las damas, o por lo menos protegería sus bandidajes, pero no fue así: jamás consiguió nada a no ser por la fuerza y gracias a la guerra. Pensó de nuevo en una guapa religiosa violada durante el saqueo de Burgos, y luego en aquella tigresa de Castilla que le había arañado la cara y a la que luego entregó a un lancero polaco brutal. Volvió a pensar sobre todo en la campesina de Essling, en sus ojos obsesionantes que le miraban con fijeza desde el más allá. Se estremeció. ¿Era de temor o de frío? El viento se volvía glacial. Hizo un esfuerzo para coger el manto pardo y, apoyado en un codo, oyó un crujir de ruedas.

Fayolle entrecerró los ojos e intentó distinguir las formas en la negrura. Muy lejos, tanto hacia el Bisamberg como hacia el Danubio, los vivaques iluminados le permitían calcular la distancia de los campamentos. ¿Quiénes venían? ¿Austríacos? ¿Franceses? ¿Qué hacían? ¿Qué objeto tenía aquella carreta? Los individuos se aproximaban, puesto que el ruido de las ruedas iba en aumento, y con él se confundían unas voces amortiguadas y un sonido de metal contra metal que no le sugería nada. En la duda volvió a tenderse y decidió mantener una inmovilidad absoluta. La carreta avanzaba en su dirección, y ya debía encontrarse tan sólo a unos metros. Con los ojos semicerrados, Fayolle entrevió unas siluetas inclinadas que sostenían faroles. A la tenue luz reconoció un gorro de granjero austríaco con su rama frondosa a modo de penacho. Retuvo la respiración y se hizo el muerto. Unos pies pisotearon el trigal y se detuvieron a su altura. Una mano le desanudó la pechera de hierro. Notó un aliento cerca de la cara.

– Venid, aquí hay una buena cosecha…

Al oír estas palabras pronunciadas en francés, Fayolle agarró la muñeca del ladrón, el cual chilló:

– ¡Hola! ¡Mi muerto se espabila! ¡Socorro!

– Cierra el pico le dijo uno de sus compinches.

Fayolle se sentó, apoyado en ambas manos. Dos servidores de ambulancia le miraban con los ojos desorbitados.

– ¿Así que no estás muerto? -le preguntó Gordo Louis.

– Ni siquiera parece demasiado herido -añadió Paradis, quien ahora se tocaba con un gorro austríaco.

– ¿Qué estáis haciendo? -gruñó Fayolle en tono amenazante.

– ¡Cálmate, amigo!

– Bien lo ves, recogemos las corazas, es la consigna -le explicó Paradis-. No debemos dejar nada detrás de nosotros.

– Salvo los muertos -dijo Fayolle con desprecio.

– Ah, eso… no nos han dicho nada sobre los muertos, y además hay demasiados.

Fayolle se levantó por fin, terminó de quitarse la coraza y la arrojó al carricoche.

– Puedes quedártela -le dijo Gordo Louis-, puesto que estás vivo.

El coracero se arropó con su manto español. Sus ojos se habituaron a la oscuridad de la noche y distinguió decenas de faroles cuyos portadores registraban la planicie. Paradis, Gordo Louis y varios servidores de ambulancia tanteaban el terreno con palos. Cuando tocaban el hierro de una coraza, se agachaban, la desanudaban y la amontonaban en su vehículo.

– Mira, ése es por lo menos oficial…

Al oír estas palabras de Paradís, Fayolle se acercó en seguida. -¿Le conoces? -inquirió Paradis, bajando el farol para iluminar el rostro del caído.

– Era el capitán Saint-Didier.

– No debía de ser muy viejo…

– ¡Quítale la coraza y cállate!

– De acuerdo, no he dicho nada.

Cuando Paradis hubo terminado su tarea, Fayolle le quitó el farol de las manos y se inclinó sobre el capitán. Una bala en el cuello había puesto fin a su vida. Parecía dormir con los ojos abiertos. Su mano derecha sostenía aún una pistola cargada, que no había tenido tiempo de utilizar. Fayolle abrió los dedos helados y se metió el arma bajo el cinto.

En un calvero de la isla Lobau, el mariscal Lannes estaba tendido sobre una docena de mantos de caballería. El capitán Marbot no le había abandonado un solo instante. Le velaba como una nodriza, preveía sus necesidades, le reconfortaba con su atenta presencia más que con palabras. Lannes balbuceaba, se enfurecía, sus pensamientos divagaban, se creía aún en el campo de batalla, daba órdenes incoherentes.

– Marbot…

– Sí, señor duque.

– Marbot, si la caballería de Rosenberg toma Essling de flanco, por el lado del bosque, Boudet está listo.

– No temáis.

– ¡Oh, sí! Enviad a Pouzet al pósito fortificado, no, a Pouzet no, le han herido, más bien Saint-Hilaire. ¿Ese animal de Davout ha enviado municiones en barcas? ¿No? ¿A qué espera?

– Descansad, señor duque.

– ¡No es el momento! -Lannes apretó el brazo de su ayudante de campo-. ¿Dónde está mi caballo, Marbot?

– Ha perdido una herradura -mintió el capitán-. Se están ocupando de ello.

A cada pregunta febril, Marbot le respondía con una voz demasiado dulce que acabó por irritar al mariscal.

– ¿Por qué me habláis como a un niño de tres años? ¡Estoy herido, lo sé, pero no es la primera vez! Ya tuve una agarrada con la muerte en San Juan de Acre, ¿os acordáis? ¡Una bala en la nuca, no es moco de pavo! Y en Governolo, Aboukir, Pultusk… En Arcole recibí tres tiros. He sobrevivido.

– Sois inmortal, señor duque.

– Cómo decís eso… -Lannes movió la cabeza de un lado a otro y trató de humedecerse los labios secos con la lengua-. Dadme de beber, Marbot, tengo sed, y luego lancemos a nuestros granaderos contra Liechtenstein, pues está muy claro: o él o nosotros. ¿Comprendéis lo que hay en juego? Oudinot vendrá a apoyarnos… Pero qué negro está el sol, amigo mío, cómo nos perjudican esas nubes, ya no se ve nada a diez metros…

Unos soldados trajeron una cantimplora con agua del Danubio. No quedaban reservas de agua potable en las cisternas de los cantineros. Lannes tomó un trago y lo escupió.

– ¡Esto no es agua sino tierra! Estamos como los marinos, Marbot, rodeados de agua que no se puede beber…

– Voy a buscaros agua buena, señor duque.

El mariscal había dejado a su criado en la isla para que vigilara su maletín de grupa. Marbot fue a pedirle una de sus mejores camisas y, con un bramante, le dio una forma de odre. Entonces fue a la orilla del río para sumergir aquella bolsa en el agua enfangada, tras lo cual la fijó a una rama baja por encima de la cantimplora. Así obtuvo una bebida filtrada y fresca que el mariscal bebió con alivio.

– Gracias -dijo Lannes-, gracias, capitán. ¿Por qué diantres no sois más que capitán? Me ocuparé de ello después de la victoria. ¿Qué haría sin vos, eh? Sin vos y sin Pouzet ya estaría muerto, ¿no es cierto? ¿Os acordáis de nuestro primer encuentro?

– Sí, señor duque, fue la víspera de la victoria de Friedland. Acababa de casarme.

– Os habían herido en Eylau…

– Es cierto, me clavaron una bayoneta en el brazo. Un proyectil me había perforado el sombrero.

– Servíais en casa de Augereau, quien os había confiado a mí, como de nuevo el año pasado…

– Me había reunido con vos en Bayona.

– Fuimos a España para dirigir el ejército del Ebro. Vos conocíais ya ese país, yo no… Burgos, Madrid, Tudela…

– Donde barrimos al enemigo al primer choque.

– Ah, sí… al primer choque… ¡Sucio país, de todos modos! Estuve a punto de perderos, Marbot.

– Lo recuerdo, señor duque. Una bala me rozó el corazón y se alojó en las costillas, una bala plana como una moneda, dentada como una rueda de reloj, con cruces grabadas como una hostia.

– Albuquerque ya estaba entre mis ayudantes de campo, ¿no es cierto? En fin, creo que lo hemos traído de España… ¿Por qué no está cerca de vos?

– No debe de andar lejos, señor duque.

Sí, Albuquerque estaba lejos, y Marbot lo sabía. Por la tarde un proyectil le había destrozado los riñones. Había muerto en el acto. Lannes hablaba con una voz imperceptible:

– Decidle a Albuquerque que avise a Bessiéres. Que haga combatir a sus coraceros. ¡Tenemos que librarnos a toda costa de este torno que nos atenaza!

– Así se hará.

Lannes movió todavía los labios sin que salieran de ellos más palabras, y entonces cerró los párpados y su mejilla cayó contra el manto que le servía de almohada. Marbot se azaró.

– ¿Ya está? ¿Ha muerto?

– No, no, mi capitán -le tranquilizó un ayudante de cirujano a quien Larrey había encargado que cuidara del mariscal-. Duerme.


No lejos de allí, en los alrededores de la tienda imperial, Lejeune evaluaba los nuevos peligros de aquella noche. Temía dos cosas, que las aguas del Danubio en crecida inundaran la isla, y que a los austriacos se les antojara de repente bombardearla desde la ribera al otro lado de Aspern. Mostró su inquietud a Périgord, quien era más incrédulo y confiado:

– He examinado la corteza de los sauces y los arces, Edmond, y os aseguro que presentan las marcas de una inundación anterior.

– ¿Ahora os las dais de jardinero, mi querido amigo?

– ¡Hablo en serio! Todas las islas son inundables. -Menos la isla de la Cité, en París.

– ¡Basta de bromas! Deseo que tengáis razón, pero percibo un posible riesgo.

– ¿Se ahogarían nuestros heridos?

– Y la retirada estaría comprometida. Todos nos quedaríamos aquí. Por otro lado, si el archiduque Carlos…

– Vuestros cañones austríacos no me impresionan, LouisFrançois. ¿Estáis ciego? ¿Y sordo por añadidura? Si el archiduque lo hubiera querido, podría habernos arrojado al Danubio, pero ha interrumpido la batalla al mismo tiempo que nosotros.

– En su lugar, el emperador no habría vacilado. -Pero él vacila.

Berthier había pensado como Le jeune. Había prohibido toda luz en la isla y ordenado que encendieran fogatas de vivaque en la pequeña planicie entre los pueblos, a fin de simular el establecimiento del ejército y garantizar su huida. El emperador había aprobado la medida. Así pues, Lejeune y Périgord se paseaban en medio de la oscuridad total, con las manos extendidas para no tropezar con un tronco. De repente, Lejeune notó una cara fofa en el extremo de los dedos, y un hombre le dijo con un acento muy italiano:

– ¿Habéis terminado de manosearme el mentón?

– Que Vuestra Majestad me perdone…

– Coglióne! ¡Estáis perdonado, pero guiadme a la ribera!

El viento agitaba las hojas, los olmos y los sauces se balanceaban. Se oían los suspiros y estertores de millares de heridos que se amontonaban sobre los taludes o incluso en el césped. Lejeune y Périgord precedieron al grupo formado por el emperador, Berthier y los oficiales de la Casa.

– La barca está preparada, Síre -dijo Berthier, sujetando el hombro de Caulaincourt que le precedía tanteando el terreno con las puntas de sus botas de caballería.

– Perfetto!

– He elegido personalmente catorce remeros, dos pilotos, nadadores…

– ¿Nadadores? Perché?

– Si la barca zozobra, Síre…

– ¡No volcará!

– No volcará, de acuerdo, pero hay que prevenirlo todo, incluso lo peor.

– ¡Detesto lo peor, Berthier, pedazo de burro!

– Sí, Sire.

Napoleón y su comitiva avanzaron en fila y, sin caer ni tropezar con nada, llegaron a la ribera azotada por el viento donde aguardaba la barca. El emperador se sacó un reloj del bolsillo del chaleco y lo consultó.

– Las once…

La luna nueva permitía distinguir vagamente el río, pero el fragor de las aguas dificultaba mucho la conversación. Las olas rompían en las pendientes de la isla y proyectaban una lluvia de gotículas. El agua remolineaba con fuerza, el viento silbaba.

– ¡Berthier! -gritó el emperador-, ¡voy a dictaros la orden de retirada!

– ¡Lejeune! -vociferó Berthier.

Périgord había conseguido encender una antorcha, poniéndose al abrigo en el monte bajo. A la luz amarillenta y trémula, Lejeune se puso el portapliegos a modo de pupitre sobre las ro dillas dobladas y, con el papel y la pluma entintada que le había tendido el secretario ambulante, tomó nota improvisando, pues el estruendo del ruido y el viento le impedía entenderlo todo. Indicó que Masséna y Bessiéres debían retirarse a medianoche a la isla Lobau con el conjunto de sus tropas. Una vez la totalidad del ejército se encontrara en aquel refugio, sería conveniente destruir el puente pequeño, llevándose en carromatos los pontones y los caballetes que servirían para reparar el puente principal. Cuando Lejeune hubo terminado, Berthier puso su firma en el documento, que hicieron secar arrojándole un puñado de arena. Entonces Napoleón bajó a la orilla, hasta la gran barca que manejaban unos muchachos fornidos, los cuales le ayudaron a embarcar cogiéndole por las axilas. Périgord entregó su antorcha a uno de los barqueros. Berthier, Lejeune y los que quedaban vieron que el emperador se alejaba de la isla, distinguieron por un momento su rostro sin expresión y su levita agitada por el viento. En cuanto se adentraron un poco en el río la borrasca apagó la antorcha y el emperador desapareció en la negrura absoluta, como si se lo hubiera tragado el Danubio.


Lejeune debía llevar a Masséna la orden de repliegue que le había dictado el emperador, pero ya no tenía montura. Su yegua se había torcido una pata durante la última galopada, y como su ordenanza estaba de plantón en la orilla derecha desde su regreso de Viena, se había resignado a confiársela al criado de Périgord, el cual desconocía por completo los cuidados que requería el animal. El tiempo apremiaba. El coronel divisó a un zapador que llevaba por la brida el caballo de un húsar húngaro.

– Necesito este animal.

– No es mío sino de mi teniente.

– ¡Lo tomo prestado!

– No sé si mi teniente estará de acuerdo…

– ¿Dónde está?

– En el puente grande que ahora reparan.

– ¡No hay tiempo! Y además, este caballo ha sido robado.

– Eso no, es un botín de guerra.

– Lo devolveré antes de una hora.

– No puedo cargar con la responsabilidad…

– Si no te lo devuelvo, lo pagaré.

– ¿Quién me lo asegura?

Exasperado por aquel zapador embrutecido, Lejeune le pasó ante los ojos la carta que había firmado el mayor general e iba dirigida a Masséna. El otro se quedó atónito y soltó las riendas. Antes de que cambiara de parecer, Lejeune saltó a la silla roja con franjas doradas y guarnecida de piel y, orientándose a ojo de buen cubero, avanzó en sentido contrario al flujo de heridos que seguían pasando a la isla. Cuanto más se aproximaba al puente pequeño y más atestado estaba el camino, tanto más Lejeune hacía avanzar a su caballo entre aquella multitud, y no vacilaba en derribar fusileros con la cabeza vendada, mancos, inválidos, cojos que le amenazaban con el puño o le golpeaban las botas. El jaleo en el puente pequeño era trágico. Los fugitivos formaban una muchedumbre compacta y lenta.

– ¡Paso! ¡Paso! -vociferaba el coronel.

La masa humana le desbordaba, le hacía retroceder, pero él insistía, apartaba a los lisiados del cuello de su montura, e incluso alzó la fusta, aunque no se decidió a descargarla sobre los super vivientes de la batalla, los cuales alzaban unos ojos amenazantes o inexpresivos.

– ¡Orden del emperador!

– Orden del emperador -repitió rechinando los dientes un sargento de dragones, y tendió el muñón de su brazo izquierdo envuelto en un paño.

Lejeune llegó al final de esta pugna interminable y, en la orilla izquierda, se internó en el campo completamente a oscuras por encima del talud. Corría de un fuego a otro en la dirección de Aspern, donde Masséna debía acampar, pero ¿cómo estar seguro de ello? Aquí estaban los bloques sombríos de las primeras casas, y allá una calleja, pero el caballo no pudo entrar porque se lo impedían los muros derrumbados. Siguió hasta la próxima callejuela para salir a la plaza de la iglesia, atisbó a un centinela que encendía su pipa y se encaminó directamente a él para informarse. El centinela le había oído aproximarse. Antes de que el coronel hubiera dicho una palabra, le interrogó:

– Wer da?

Era un austríaco que le preguntaba «¿Quién vive?». En vez de huir y ocultarse en la oscuridad de la noche, lo que le habría valido un disparo de fusil, Lejeune tuvo buenos reflejos y respondió en la misma lengua que era un oficial del estado mayor:

– Stabsofzier!

Otro hombre salió de la callejuela, un comandante del regimiento de Hiller, el cual le preguntó la hora en alemán. Sin perder tiempo en sacar el reloj, Lejeune afirmó que era medianoche: -Mítternacht…

El centinela había apoyado el fusil contra un muro bajo. Cuando el comandante se encaminó hacia él, Lejeune volvió grupas y se salvó atravesando un bosquecillo. Oyó el silbido de las balas. Vagó sin rumbo al trote corto por un camino encajonado, el oído atento, cruzó vivaques con las fogatas encendidas pero abandonados y se internó en un bosque que le llevaba hacia el brazo muerto del Danubio. Pasaba entre dos árboles cuando un hombre cogió el caballo por el bocado y otro le tiró del brazo para hacerle caer de la silla. No llevaban chacós, pero a juzgar por sus uniformes desparejos y sus tahalíes, Lejeune creyó reconocer a los tiradores franceses, y gritó:

– ¡Coronel Lejeune, al servicio del emperador! Los dos tiradores le pidieron disculpas.

– No podíamos adivinar…

– Tenéis un caballo húngaro, así que, en fin, nos dijimos que era un buen botín.

– ¿Dónde está el mariscal Masséna?

– No sabemos mucho.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Que se le ha visto aún no hace una hora con nuestro general.

– ¿Quién es?

– Molitor.

– ¿Y dónde los habéis visto?

– Por allá, en el lindero de este bosque donde estamos.

– ¿Estáis de patrulla?

– Algo de eso hay.

– No os acerquéis demasiado al pueblo, los austríacos se están instalando.

– Lo sabemos. -¡Gracias!

Lejeune se adentró más en el monte bajo, y poco le faltó para que le hiriesen otras patrullas a causa de su caballo húngaro. Por fin un suboficial le acompañó al campamento provisional de Masséna, junto a un cañaveral que bordeaba el terreno pantanoso por donde no vendría de improviso ningún enemigo. Las numerosas antorchas y fogatas anunciaban un vivaque importante, y bajo sus trémulos resplandores Lejeune adivinó la delgada silueta de Sainte-Croix, rodeado de oficiales envueltos en sus mantos. Finalizaba el trayecto a pie cuando tropezó con un cuerpo extendido que se puso a chillar:

– ¡Eh! ¿Quién me pisa las piernas?

Masséna había dormitado una o dos horas mientras aguardaba la orden de repliegue. Se levantó, se sacudió la ropa, despotricó contra el tiempo húmedo y frío y, a la luz de la antorcha que sostenía un tirador soñoliento, leyó el mensaje del emperador. Lo dobló, se lo metió en un bolsillo de su largo manto, se ajustó el bicornio, dio las gracias a Lejeune y partió sin apresurarse hacia el grupo que charlaba cerca de las fogatas.

Fayolle había seguido hasta Essling el carricoche y su carga de corazas. Los fusileros de la joven Guardia batían el eslabón para encender fuegos de tablas y ramas, a medida que se instalaban, pero guardaban el arma en el portafusil y tenían las mochilas sujetas a la espalda. Había cadáveres hasta en los más pequeños recovecos, amontonados en confusión, ulanos, tiradores, austríacos, franceses, húngaros, bávaros, despojados de las botas y los uniformes, desnudos, destrozados, horribles. Algunos estaban medio quemados.

Fayolle se sentó en un banco en el jardincillo deteriorado de una casa baja, al lado de un húsar que tenía los ojos cerrados pero no roncaba. Los envoltorios de cartucho revoloteaban sobre la hierba.

– ¿Sabes dónde hay pólvora?

El húsar no respondió nada. Fayolle le sacudió el hombro, pero el jinete se desplomó: estaba muerto, y si aún vestía el uniforme era porque le habían creído dormido. Fayolle le registró, sacó la pólvora y las balas del talego que llevaba en bandolera y contempló las botas elegantes y flexibles. La batalla había terminado, pero el coracero sonrió pensando que por fin había encontrado unas botas de su talla. Descalzó al muerto, se quitó las alpargatas y se puso las botas. Entonces fue a acuclillarse cerca de la hoguera más cercana, donde ardían sillas y ramas. Tendió las manos, apreciando el calor. Oyó que le llamaban a sus espaldas:

– ¡Tú, el de ahí abajo!

Al volverse se encontró con la mirada suspicaz de un granadero de la Guardia, las manos en jarras, perfecto con sus polainas blancas.

– ¿Eres francés? ¿De dónde sales? ¿De qué regimiento? ¿No son de húsar esas botas que llevas?

– ¿No puedes callarte, bocazas de mierda?

– ¿Eres desertor?

– ¡Imbécil! Si hubiera desertado estaría lejos de aquí.

– Tienes razón. ¿Y bien?

– Coracero Fayolle. Las balas de cañón han destrozado a mi escuadrón. Me he caído del caballo, me he dado un porrazo y me he despertado cuando los carroñeros de las ambulancias me despojaban.

– No hay que quedarse en estos parajes. Levantamos el campamento.

– No te preocupes por mi salud, ¿quieres?

Unos jinetes en fila de a cuatro avanzaron al paso entre las llamaradas de la plaza. Tras ellos desfilaron en desorden unos batallones que se perdieron a su vez en la calle principal. El ejército abandonaba Essling. El granadero se encogió de hombros, escupió al suelo y dejó a Fayolle después de añadir que le había advertido. Fayolle fue a sentarse de nuevo cerca de una fogata. Se sacó del cinto la pistola del capitán Saint-Didier y la limpió, pues la pólvora estaba mojada, la cargó con la pólvora nueva del húsar e introdujo la bala. Con el arma en la mano, se levantó, orgulloso de sus botas nuevas, y salió a la calle ancha bajo los olmos. La mayor parte de las casas estaban destruidas o amenazaban con derrumbarse, el tejado abierto por los obuses. Algunas que se habían incendiado humeaban todavía. La casa de la campesina en la que había entrado la antevíspera con el difunto Pacotte apenas se mantenía en pie. Todo un lienzo de pared que daba al jardín se había venido abajo. Fayolle quiso entrar, pero tenía necesidad de una antorcha y volvió sobre sus pasos, cogió un palo y lo encendió en uno de los vivaques abandonados. Esta iluminación era deficiente, pero lo mismo le daba. Con esa antorcha penetró en la casa por la brecha abierta en el muro. La escalera parecía intacta, y se arriesgó a subir. Avanzó en la penumbra del piso como si hubiera vivido allí durante mucho tiempo, y empujó la puerta del fondo. Vio la forma de un cuerpo sobre el colchón. El corazón le golpeaba en el pecho como un tambor de la Guardia. Se inclinó con la antorcha y contempló el cuerpo, sin duda el de un tirador, desnudo e identificable por las patillas. ¿Y si la campesina de la otra noche jamás hubiera existido? Dejó la antorcha sobre la cama, que se incendió, y entonces se apoyó en la sien el cañón de la pistola del capitán Saint-Didier y se saltó la tapa de los sesos.

Tras haber dejado atrás un último bosquecillo de sauces, el carromato de las armaduras se detuvo en la alta hierba. Paradis y sus colegas descubrieron de golpe el espectáculo de la retirada. Por debajo, en la pradera que descendía hacia la entrada del puente pequeño y que un espeso bosque ocultaba desde los pueblos y la gran planicie, humeaban centenares de hachones. En un montículo, ante sus oficiales personales, Masséna dirigía la evacuación, señalando con la fusta, como si fuese la puesta en escena de una ópera. El orden de los regimientos alineados sucedía a la confusión de los heridos. Los hombres iban andrajosos, hedían, estaban sucios y piojosos, hambrientos, casi barbudos, pero satisfechos de vivir y sin haber perdido brazos y piernas, con ojos para acordarse y bocas para contar. Se percataban de la suerte que habían tenido, y algunos oficiales sostenían un rosario. Sonreían, fatigados; la batalla había terminado. Los cascos de la caballería de Oudinot resonaban en las tablas del puente restaurado, y les siguieron los restos de la división Saint-Hilarle, los tiradores de Molitor, con sus penachos verdes y amarillos, encabezados por un sargento, el cual había enganchado su banderín a la boca del fusil y lo alzaba como una bandera. Ciertamente, los colores apenas se distinguían, pero Vincent Paradis juró que los veía, por lo acostumbrado que estaba a verlos. El general Molitor fue a saludar a Masséna, el cual se quitó el sombrero empenachado y avanzó a continuación de los dos mil soldados que le habían quedado. Detrás se dispusieron otros tiradores, fusileros, cazadores a pie reagrupados por Carra-Saint-Cyr y Legrand. Este último, un hércules, lucía su enorme bicornio con el borde cortado en forma de media luna por un proyectil. No se oía un murmullo, sólo el sonido metálico del armamento. Los zapatones golpearon el suelo y luego el piso de madera, y los batallones desaparecieron uno tras otro bajo los árboles negros de la isla Lobau.

– ¡Avanzad, pillastres!

– ¡Pillastre tu padre!

Un tren de artillería llegó al lugar donde estaban los servidores de la ambulancia. Los caballos de tiro babeaban mientras remolcaban grandes cañones que se bamboleaban en los baches. Un artillero a caballo, con su interminable penacho de plumas rojas en el chacó, el mostacho erizado como un escobillón, se desgañitaba para dirigir su convoy. Los conductores con guerreras azul celeste, pero sucias de pólvora, azotaban las grupas de los animales asustados.

– ¡Vamos, avanzad!

– ¡Si quiero! -gritó Gordo Louis, y golpeó con la palma los ollares del caballo, que se encabritó.

El artillero estuvo a punto de caer, recobró el equilibrio por los pelos y soltó un juramento. Sus compañeros se apresuraron a rodear a Gordo Louis, el cual se sacó un cuchillo del cinto. El artillero montado se encaró la carabina y le apuntó.

– Está bien -dijo Gordo Louis, guardándose el cuchillo.

Los servidores de la ambulancia desviaron su carro por los abrojos para contemplar el paso de cañones y arcones vacíos que rodaban cuesta abajo. Una rueda pasó sobre unas piedras, un ar cón volcó. Los conductores tiraron de la rueda para levantar el vehículo.

– No valía la pena correr tanto -masculló Gordo Louis.

La carreta bajó la pendiente, pero se apartó de los regimientos que afluían al fondo de la pradera. Gordo Louis la condujo detrás de la antigua ambulancia del doctor Percy, trasladada a la isla. Numerosos vehículos requisados, desde calesas a carros de heno, permanecían estacionados antes de cruzar el puente pequeño. Transportaban el mismo batiborrillo de corazas y fusiles. Vincent Paradis fue a apoyarse contra un montículo para aguardar su turno mientras contemplaba el repliegue de las tropas. Cuando se dio cuenta de que estaba apoyado en el montón de brazos y piernas cortados por Percy y sus ayudantes, se levantó de un salto, titubeó y fue a la orilla del río, donde se arrodilló para vomitar, y luego se limpió con hojas los labios goteantes. Como tenía mal sabor de boca, arrancó una brizna de hierba y se puso a mascarla. Llegaron los escuadrones formados de nuevo. Bessiéres se separó, hizo avanzar a su caballo hasta detenerlo ante Masséna y, asegurado sobre los arzones de ambas sillas, arrojó a la hierba dos banderas austríacas. Entretanto la caballería desfilaba entre los hachones que hacían relucir las armas y los ornamentos de los uniformes, cuyos remiendos e improvisación se olvidaba aquella noche. Pasó en primer lugar la primera división de caballería al mando del conde de Nansouty, con las cimeras de cuero que surgían de la piel negra de los cascos, luego brillaron los blancos pantalones de los dragones, las solapas escarlata de los carabineros…

– ¡Vaya, ahora se pone a llover! -dijo Paradis.

Gruesas gotas tamborileaban en las pecheras de hierro amontonadas en la carreta.

A las tres de la madrugada, un brusco viento abrió la ventana y Henri se levantó en seguida. Los dientes le castañeteaban y, tras encasquetarse el gorro de dormir hasta las orejas, se puso un sobretodo sobre la camisa. Llovía intensamente. Se disponía a cerrar la ventana cuando oyó un ruido sordo y se asomó para inspeccionar la calle. La berlina policial estaba como siempre, estacionada ante la casa, pero otra, tirada por caballos empapados, se había situado junto a ella y le bloqueaba las portezuelas. ¿Quién había disparado? ¿Y había sido, por otra parte, un disparo? Henri ya no tenía frío, su curiosidad le impedía quejarse. Oyó pasos apresurados en la escalera, chirrido de puertas, cuchicheos: ardía en deseos de saber lo que se tramaba y se apresuró a vestirse en la oscuridad. Cuando se asomó de nuevo a la calle, distinguió unas formas que se metían en el segundo coche, y creyó reconocer la silueta de Anna bajo una capucha y las más débiles de sus hermanas y el ama de llaves. Unos hombres con sombrero de ala ancha cuyos bordes chorreaban las ayudaron a subir, y luego uno de ellos se encaramó al asiento del cochero e hizo restallar el látigo. El coche partió bajo la tromba de agua. Henri abandonó su habitación a toda prisa, bajó corriendo la escalera principal y llegó a la planta baja. Tuvo un acceso de pavor al cruzarse con un individuo que le miraba en la negrura, pero no era más que su propia imagen reflejada en un espejo. Vestido de aquella manera apresurada se sentía grotesco, la levita, el sobretodo encima, los calzoncillos largos dentro de las botas, y en especial el gorro de dormir que se quitó de un manotazo para metérselo en un bolsillo. Abrió de par en par los batientes de la puerta cochera, pero no se atrevió a salir con aquel diluvio. Entre los adoquines corrían arroyuelos, y el agua que caía en cascadas de los tejados le salpicaba. Pensó en los soldados que estaban en la planicie transformada en un lodazal, luego en la escena que acababa de sorprender, y estornudó. Regresó a la cocina y consultó el reloj, llamó, subió a los pisos, empujó las puertas. Las camas ni siquiera estaban deshechas. La huida de Anna y su familia había sido premeditada, pero ¿a quién había seguido y para ir adónde?

Abajo, en el vestíbulo, había movimiento. Voces y pisadas de botas llenaban la escalera. Henri no tuvo tiempo de encerrarse en el primer salón y le rodeó una nube de gendarmes.

– ¿Quién sois? -le preguntó un oficial con el uniforme mojado.

– Os hago la misma pregunta.

– ¡Vaya, el señor se las da de astuto!

– Dejad tranquilo al comisario señor Beyle, no tiene nada que ver.

Schulmeister subía la escalera y sus gendarmes se empujaban unos a otros para cederle el paso. Se sacudió y entregó su capa a un guindilla que le seguía, uno de aquellos a los que Henri había observado delante de la berlina parada en la Jordangasse. También reconoció al segundo, que se apretaba contra un brazo una especie de compresa, pues una bala disparada por la ventanilla del coche le había desgarrado la levita y la piel.

– ¿Podéis explicarme todo esto, señor Schulmeister?

– ¿No hay nadie más en esta casa?

– Está desierta.

El jefe de policía despidió a los gendarmes y acompañó a Henri a su habitación. Uno de sus confidentes encendió la bujía mientras el otro, el herido, iba a cerrar la ventana con la mano indemne.

– La señorita Krauss ha ido a reunirse con su amante, señor Beyle.

– ¿Lejeune?

– Otro coronel.

– ¿Périgord? ¡No puedo creerlo!

– Yo tampoco.

– ¡Decidme quién es, por el amor de Dios!

– Un oficial austríaco, señor Beyle, una especie de mariscal de campo del príncipe de Hohenzollern.

Henri se dejó caer en la única silla, estornudó de nuevo y se quedó atónito, los ojos lagrimeantes a causa de la fiebre.

– ¿No habéis visto nada?

– Nada, señor Schulmeister.

– Ya sé que vos nunca veis nada…

– ¿Quién se ha llevado a Anna?

– ¡Guerrilleros, según dicen, agitadores como el señor Staps, que nos causan tantas dificultades! ¿Qué es eso?

– Las campanas de San Esteban -respondió Henri, aspirando por la nariz.

– Se diría que tocan a rebato… ¿Me permitís? Schulmeister indicó con la mano la ventana.

– De todos modos, ya estoy enfermo -respondió Henri-. Abrid, abrid…

Y se sonó con tanta fuerza que hizo vibrar los vidrios. Las campanas de Viena tocaban a vuelo, se respondían de una iglesia a otra y, más allá de las murallas, se unían a las de los suburbios, tal vez incluso las de los pueblos a diez leguas a la redonda. A pesar de la lluvia, la gente salía a las calles y gritaba.

– ¿Qué dicen esos vieneses, señor Schulmeister?

– «Hemos ganado», señor Beyle, eso es lo que dicen.

– ¿Hemos? ¿Quiénes, nosotros?

– Vamos a informarnos.

Volvieron a ponerse sombreros, capas y abrigos y salieron a las calles como si se dispusieran a merodear. Pequeños grupos de ciudadanos conversaban animadamente. Schulmeister pidió a Henri que se quitara la escarapela de su goteante sombrero de copa, y se mezclaron con los paisanos muy agitados que difundían noticias calamitosas:

– ¡Los franceses están encerrados en la isla Lobau!

– ¡El archiduque los somete a una lluvia de metralla!

– ¡El emperador ha sido hecho prisionero!

– ¡No, no, le han matado!

– ¡Bonaparte ha muerto!

Schulmeister tomó una lista que circulaba y la consultó bajo un porche iluminado por un farol.

– ¿Qué dice este papel?

– Que han muerto cincuenta mil franceses, señor Beyle. Aquí están sus nombres, en fin, algunos…

Sonaban las campanas, ensordecedoras.


Los rumores que corrían por Viena no eran ciertos. El emperador se encontraba en Schónbrunn y sostenía una entrevista con Davout. Antes de que empezara a llover, se había reunido con el ejército del Rhin, bajo las aclamaciones de las tropas, y luego el mariscal le había acompañado en su calesa y con la escolta de un escuadrón de cazadores a caballo. Durante el trayecto había mantenido los dientes apretados, pero una vez en el castillo, en el salón de las Lacas, trató de analizar la situación en voz alta:

– ¡Esta noche no amo los ríos!

Napoleón cogió una sillita dorada por el respaldo y la estrelló contra un velador, al tiempo que atronaba:

– ¡Odio el Danubio, Davout, como los soldados os odian a vos!

– En tal caso, Síre, compadezco al Danubio.

El mariscal Davout, duque de Auerstaedt, era calvo pero lucía grandes patillas que se rizaban en las mejillas, y en el extremo de la nariz le cabalgaban unos anteojos redondos, porque era muy miope. Sabía que le detestaban por su extrema severidad y su indecente manera de hablar. Trataba a sus oficiales como si fuesen criados, pero jamás le habían vencido y era riguroso. Aquel aristócrata borgoñón, ferviente republicano al comienzo de la Revolución, mostraba una fidelidad excepcional al Imperio. El hecho de que mantuviera la calma no hacía más que aumentar el furor de Napoleón:

– ¡Hemos estado en un tris! ¡Si hubierais salido por la derecha de Lannes habríamos vencido!

– Sin duda.

– ¡Como en Austerlitz! -Todo estaba dispuesto.

– ¡Si ese asno de Bertrand hubiera podido reparar el puente grande por la noche, mañana por la mañana habríamos derrotado a los ejércitos alelados de Carlos!

– Sin ningún problema, Sire, los austríacos están extenuados. Yo habría cruzado el Danubio con mis divisiones frescas y los habríamos aplastado como a chinches.

– ¡Chinches! ¡Eso es! ¡Chinches!

El emperador tomó una pizca de tabaco y se lo introdujo en la nariz.

– ¿Qué proponéis, Davout?

– ¡Sopla! Podríamos cenar, Síre. ¡Me muero de hambre y una batería de capones austríacos no me espantaría!

La isla se poblaba. Millares de soldados se deslizaban como sombras al abrigo de los oquedales. Los más afortunados se apoyaban en un tronco, se dejaban caer sobre el musgo y se adormecían con los pies en los charcos. Aquel acantonamiento hacía ir de cabeza a la intendencia, que jamás lograría alimentar a semejante masa humana. En cuanto a las provisiones enviadas por Davout en pequeñas embarcaciones, cuando llegaban intactas a la ribera, eran devoradas tan pronto como las desembarcaban.


Ahora los heridos gemían bajo grandes toldos o apoyados en un muro de carretillas. Los servidores de la ambulancia habían utilizado los barriles para recoger el agua de lluvia y construido canalones de cañas para canalizar el agua retenida en bolsas sobre las telas tendidas en las ramas. Se afanaban por calentar a cubierto su infecto caldo de carne caballar, y colocaban en cubetas las cabezas y tripas que los prisioneros, encerrados en el extremo arenoso de la isla Lobau, se comerían crudas. De vez en cuando un enfermero, que hacía la ronda entre los cuerpos tendidos, recogía a un muerto, lo arrastraba en medio de la indiferencia de los demás hacia una playa y lo arrojaba al río.

Delante, en la pradera, hacía horas que la lluvia había extinguido los hachones, pero Masséna seguía en aquel lugar. Rígido, como una estatua que se alzara en medio del barro, chorreante, cuidaba de que el conjunto del ejército que le había confiado el emperador abandonara rápidamente la orilla izquierda para refugiarse en los bosques de la isla.

– No queda más que la Vieja Guardia, señor duque -dijo Sainte-Croix, las plumas de cuyo bicornio pendían de una manera lamentable.

– Está empezando a amanecer, lo hemos conseguido. -Ahí llegan los últimos…

En efecto, el general Dorsenne llegaba a la cabeza de un batallón de fantasmas grises, envueltos en capotes muy pesados a causa de la lluvia que los había empapado. Chapoteaban y resba laban al bajar por la colina, pero se esforzaban por marchar al paso y levantaban los terrones que se les pegaban a las suelas. Las banderas mojadas se enredaban en sus astas. Los clarinetes tocaban en sordina una marcha imperial. Los tambores ya no redoblaban, y estaban cubiertos de mandiles para que el agua no les distendiera la piel. Dorsenne se detuvo al lado de Masséna, y Sainte-Croix tuvo que ayudarle a bajar de la silla, pues había sufrido una herida en el cráneo y parecía muy débil. Sus guantes, atados alrededor de la frente, le servían como apósito.

– No es más que un rasguño -comentó.

– ¡Haceos examinar en seguida! -rugió Masséna-. ¡Lannes, Espagne, Saint-Hilaire, ya es suficiente!

– Cuando hayan pasado mis granaderos y cazadores.

– ¡Testarudo como un mulo!

– No tengo derecho a desaparecer antes del último acto, señor mariscal. Eso daría un mal ejemplo.

Masséna le tomó del brazo para presenciar el desfile de los granaderos que se internaban en el puente pequeño zarandeado por el Danubio.

– Traigo conmigo a más de la mitad -precisó Dorsenne.

– Sainte-Croix -dijo Masséna-, llevad vos mismo al general a que le vea el doctor Yvan.

– O Larrey -dijo Dorsenne, pálido como la cera.

– ¡Oh, no, desdichado! ¡Larrey sería capaz de amputaros la cabeza! Como el doctor Guillotin, corta todo lo que sobresale, ¿sabéis?

Tras esta chanza, se separaron. A continuación Masséna ordenó a sus oficiales:

– Adelante, señores. Os sigo.

Los oficiales se hallaban en la isla cuando resonó una andanada en las inmediaciones de Aspern. Masséna sonrió.

– ¡Los pícaros se despiertan!

Pero tan sólo se trataba de un incidente sin consecuencias. Los soldados austríacos habían descargado sus armas sobre un vivaque abandonado. El archiduque desconocía la realidad de los daños causados al puente grande, temía que los zapadores lo reparasen con rapidez y que los refuerzos franceses pasaran a la orilla derecha, como la víspera. Inquieto, inseguro, había llevado al grueso de sus tropas a las posiciones anteriores. Ni siquiera pensaba en atacar. Su ejército se había desangrado.

Solo, a pie, lentamente y sin volverse, el mariscal Masséna fue el último en franquear el puente pequeño. Ya los marinos y los zapadores se disponían a desmontarlo. Unas carretas sin adra les, estrechas y largas, aguardaban los pontones que transportarían al otro lado de la isla Lobau para restaurar el puente flotante: faltaban quince embarcaciones. A las seis de la mañana finalizaba la batalla de Essling. Había más de cuarenta mil muertos en los campos.

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