Capítulo cuarto . PRIMERA NOCHE

A la luz de la vela, Henri hurgó en su baúl metálico con un águila estampada y sacó un cuaderno gris que puso sobre la mesa. La cubierta demasiado manoseada

mostraba un título en tinta negra: Campaña de 1809 de Estrasburgo a Viena. Recorrió las últimas páginas. Su diario se detenía el 14 de mayo y no lo había proseguido. Las últimas palabras que había escrito eran: «Añado aquí un ejemplar de la proclamación. Tiempo soberbio y muy cálido». En esta página estaba plegada una famosa proclamación que el emperador hizo imprimir la víspera de la capitulación de Viena. Henri la desplegó para releerla: «¡Soldados! Sed buenos con los pobres campesinos, con el pueblo que tanto derecho tiene a vuestra estima. No conservemos ningún orgullo por nuestro éxito, y veamos en él una prueba de la justicia divina que castiga al ingrato y el perjuro…». Se interrumpió. Como no creía una sola palabra de esta declaración rimbombante, Henri sacudió la cabeza e hizo una mueca de disgusto. Unos días antes, en un villorrio, al no encontrar ni un huevo tan siquiera, había anotado: «Lo que los soldados no se habían llevado, lo habían destrozado…». Dio la vuelta a esta proclamación sin efecto para escribir a lápiz en el reverso:

22 de mayo por la noche. Viena.

Al crepúsculo hemos vuelto a las murallas. El horizonte estaba enrojecido y temblaba todavía a causa de los incendios causados por la batalla, de la que no teníamos ninguna noticia cierta. Un boletín oficial tranquilizador no me tranquilizó, y la señorita K. todavía menos. La veo debilitarse a medida que transcurre el tiempo y que, allá abajo, aumenta el peligro. ¿Cuántos muertos? Soy yo, el enfermo, quien debe sostenerla. Tiene la cara de Julieta ante el cuerpo presuntamente sin vida de su Romeo: «0 happy dagger, this is thy sheath! There rust, and let me die…».'

Henri garabateó en el margen «comprobar la cita», suspiró, como en el teatro, y reanudó su anotación para consignar el extraño comportamiento del joven señor Staps. Al oír pasos en la escalera, creyó que éste subía hacia el sobradillo, pero llamaron a su puerta, por lo que cerró el cuaderno con un gesto de irritación y masculló: «¿Qué quiere ahora ese iluminado?». Pero no era el alemán. En el pasillo, con una palmatoria en la mano, la vieja aya con turbante precedía a un hombre al que Henri no reconoció en seguida, tan insólita podía parecer su presencia. Una vez en la habitación, Henri no tuvo ya dudas: se trataba del óptico que alquilaba anteojos en las murallas, un poco jorobado, con el cabello blanco que formaba una corona alrededor del cráneo liso y unas antiparras redondas que cabalgaban en medio de la nariz. El hombre chapurreaba un francés aproximado.

– Tseñor, os traigo fuestro dinerro.

Avanzó contoneándose hasta la mesa, sobre la que arrojó una bolsa de cuero gastado cerrada con un cordón.

– ¿Mi dinero? -dijo Henri, y se apresuró a volver del revés los bolsillos de la levita y el chaleco para constatar que sus florines habían desaparecido.

– La habéis perdido en el camino de ronda.

– ¡Vaya!

– Como soy honesto…

– ¡Un momento! ¿Cómo conocéis mi dirección?

– Oh, mi joven señor, eso no es muy difícil.

De repente el intruso hablaba en voz baja y timbrada, sin acento. Henri se quedó boquiabierto. El aya les había dejado solos. El hombre se quitó la levita, desanudó las tiras que retenían su joroba ficticia y se desprendió de la peluca, diciendo con marcado júbilo:

– Soy Karl Schulmeister, señor Beyle.

Henri le observó con detalle a la luz débil de la bujía. El falso óptico que alquilaba anteojos era rechoncho, de talla mediana y piel rojiza, con profundas cicatrices que le cruzaban la frente. ¡Schulmeister! Todo el mundo le conocía, pero ¿cuántos podían reconocerle? A fuerza de espiar para el emperador había llevado el arte del disfraz a tal grado de perfección que los austríacos, que le acosaban, le habían dejado escapar cada vez. ¡Schulmeister! Se contaban mil anécdotas de él. Un día se introdujo en el campamento del archiduque maquillado como mercader de tabaco. Otro día abandonó una ciudad asediada sustituyendo al difunto en un ataúd. En otra ocasión, disfrazado de príncipe alemán, pasó revista a los batallones austríacos e incluso asistió a un consejo de guerra al lado de Francisco 11. Napoleón le había confiado la policía de Viena, como en 1805, y Henri estaba asombrado.

– ¿Con la tarea que os ha encomendado Su Majestad y encontráis todavía tiempo para disfrazaros?

– Sin duda tengo el gusto de hacerlo, señor Beyle, y además esta manía es muy cómoda.

– ¿De qué os sirve alquilar anteojos en los bastiones?

– Escucho los rumores, me acuerdo de las conversaciones deshonestas, recojo informaciones. En tiempo de guerra, las malas intenciones pueden causar estragos.

– ¿Decís eso por mí?

– No, no, señor Beyle.

– ¿Soy entonces tan importante para recibir vuestra visita? ¿Queréis reclutarme para vuestros servicios?

– En absoluto, señor Beyle. ¿Sabéis que el padre de las señoritas Krauss es pariente del archiduque?

– Perdéis el tiempo.

– Jamás, señor Beyle.

– La señorita Anna Krauss sólo piensa en el coronel Lejeune…

Henri lamentó al instante haberse ido de la lengua, pero acabó de meter la pata cuando quiso atenuar sus palabras-:

– Lejeune, mi amigo Lejeune, es el ayudante de campo del mariscal Berthier.

– Lo sé. Nació en Estrasburgo, como el general Kapp, como yo mismo. Habla perfectamente la lengua de nuestros adversarios.

– ¿Y bien?

– Nada…

Schulmeister se había acercado a la mesa y examinaba el cuaderno gris, del que leyó en voz alta una o dos frases:

«Escribir por prudencia upan myself. Nada de política.» Cerró el cuaderno y se volvió hacia Henri.

– ¿Por qué escribís por prudencía, señor Beyle?

– Porque no quiero dar la menor información militar a quienes, por azar, pudieran leer mi diario.

– ¡Naturalmente! -replicó Schulmeister, mientras leía las últimas notas que Henri había garabateado al dorso de la proclamación imperial-: ¿Quién es este Staps cuyo comportamiento calificáis de extraño?

– Un inquilino de esta casa.

Henri tuvo que contarle cómo había sorprendido al joven, sus hechizos ante una estatuilla, el cuchillo de cortar carne que había sostenido como una espada.

– Poneos la levita, señor Beyle, y acompañadme a la habitación de ese energúmeno.

– ¿A estas horas?

– Sí.

– Debe de estar durmiendo.

– Pues bien, le despertaremos.

– Creo que ante todo está chiflado…

– Tomad la bujía.

Henri cedió. Condujo a Schulmeister al último piso e indicó la puerta del alemán. El policía entró sin anunciarse, tomó la bujía de manos de Henri y vio que la pequeña habitación estaba vacía.

– ¿Vive de noche, vuestro Staps? -preguntó a Henri.

– ¡No es mi Staps, y no le espío! -Si os intriga, a mí también.

La estatuilla estaba en su lugar y los dos hombres la contemplaron de cerca. Representaba a Juana de Arco con armadura.

– Pero ¿qué significa esto?-dijo Schulmeister-.Juana de Arco! ¿Y esto a qué viene?


Finalizaba el cuarto menguante de la luna y la humareda de los incendios ocultaba las estrellas. En la hierba, tendido boca arriba, el coracero Fayolle no dormía. Había comido sin apetito, por deber, en la escudilla que compartía con Brunel y otros dos, y luego se había tendido, atento a todos los ruidos, un relincho, una conversación sorda, la crepitación de la leña en la fogata del vivaque, el sonido metálico de una coraza arrojada al suelo. Fayolle se interrogaba, algo a lo que no estaba acostumbrado. La acción le convenía, puesto que uno se lanzaba a ella sin pensar, pero luego, aquel pretendido reposo… ¡qué fastidio! Había experimentado la mayor parte de las sensaciones de la guerra. Sabía cómo, con una sacudida del puño, uno hunde su acero en un pecho, el crujido de las costillas rotas, el chorro de sangre al extraer la espada con un movimiento brusco, cómo evitar la mirada de un enemigo al que uno destripa, como, en el suelo, acuchillar los corvejones de un caballo, cómo soportar la visión de un compañero destrozado por un proyectil incandescente, cómo protegerse y parar los golpes, cómo desconfiar, cómo olvidar la fatiga para cargar cien veces entre un tropel de jinetes. Sin embargo, la muerte de su general le atormentaba. El fantasma de Bayreuth había dado cuenta de Espagne, aun cuando el casco de metralla que le había destrozado el corazón fuese real. ¿Está escrito lo que le ocurre a uno? ¿Podía creer en eso un descreído? Y en cuanto a él, Fayolle, ¿cuál iba a ser su suerte? ¿Podía modificarla y en qué sentido? ¿Viviría aún la próxima noche? ¿Y Brunel, que dormía gruñendo á su lado? ¿Y Verzieux? ¿Dónde estaba a aquella hora y en qué estado? Fayolle se burlaba de los aparecidos, pero no soltaba su carabina cargada. Pensaba en la joven campesina a la que habían matado por accidente en la pequeña casa de Essling. Se había divertido con su cadáver todavía flexible, pero su compañero, el soldado Pacotte, había sido degollado por los guerrilleros de la Landwehr, y no había habido más testigos de los hechos. ¡Pamplinas!, se dijo el coracero. El homicidio, ése era su oficio. Mataba bien y suciamente, como se lo habían enseñado. Tenía talento para ello. ¿A cuántos austríacos había pasado por la hoja de su sable durante la jornada? No los había contado. ¿Diez? ¿Treinta? ¿Más? ¿Menos? Esos no le impedían dormir, ni siquiera tenían rostros, pero aquella muchacha le obsesionaba. Había hecho mal en mirarla a los ojos para aquilatar su temor. ¡Pero no era la primera vez que se enfrentaba al temor ajeno! Eso le gustaba. Le excitaba el pavor que precede a la muerte inevitable. ¡Qué poder! No había otro igual. El mismo Fayolle lo había experimentado en Nuestra Señora del Pilar, ante un monje furioso que le había acuchillado, pero sin que sufriera más que un chirlo. A pesar de la herida, había logrado estrangular al religioso, con cuyo sayal se había quedado para hacerse un manto. Luego había arrojado el cuerpo al Ebro, donde flotaban a centenares los cadáveres de españoles en sacos. La muchacha de Essling se había quedado sobre el colchón. ¿La habría descubierto alguien? ¿Un tirador que intentaba emboscarse y se había llevado una buena sorpresa? 0 quizá nadie. Tal vez un obús había incendiado la casa. Fayolle habría debido enterrarla, y este pensamiento le atormentaba. La veía, ella hacía muecas, su mirada atemorizada se volvía amenazante, y él no lograba disipar esta imagen.

Se levantó.

En la parte superior del pequeño valle donde estaban acantonados los escuadrones se discernían las primeras casas de Essling, cuyos tejados se perfilaban contra un fondo de luz rojiza. Sin cas co ni coraza, con la espada recta golpeándole la pierna, Fayolle caminó como un sonámbulo en esa dirección. En el linde de la planicie que recorría de uno a otro bosquecillo se cruzó con los carroñeros ordinarios que actuaban de noche tras la batalla, aquellos ojeadores civiles de las ambulancias a los que se encargaba del transporte de los heridos y que se aprovechaban para despojar a los muertos. Dos de ellos se afanaban con un húsar ya rígido al que le quitaban las botas. Sobre la pelliza y el dormán, en el suelo, habían amontonado un reloj, un cinturón, diez florines y un medallón. Un tercero, en cuclillas, acercó el medallón al farol que descansaba en el suelo.

– ¡Vaya! -exclamó-. ¡Es guapa de veras, la novia de éste!

– Y además ahora está libre -replicó su compinche, atareado en quitarle una bota al muerto.

– Lástima que no tenga nombre y dirección. -A lo mejor figuran en el dorso del retrato.

– Tienes razón, Gordo Louis…

El servidor de la ambulancia trató de separar el retrato del medallón con un cuchillo. Pasaron otros con los brazos cargados de prendas de vestir. Un tunante había fijado a un palo una serie de cascos y chacós, como hacen los cazadores de ratas en el campo, y los penachos, las crines y las borlas pendían como las colas de esos bichos. Más adelante Fayolle se encontró con un centinela que le puso el cañón de su fusil en el torso.

– ¿Adónde vas?

– Tengo necesidad de andar -respondió Fayolle.

– ¿No puedes pegar ojo? ¡Tienes chamba! ¡Yo me duermo de pie como los caballos!

– ¿Chamba?

– Y tendrás más si evitas pasar por la planicie. Los austríacos están a treinta pasos. ¿Ves ese fuego, allá abajo, a la izquierda del seto? Pues son ellos.

– Gracias.

– ¡Chambón! -masculló todavía el centinela mientras miraba a Fayolle que se alejaba hacia el pueblo.

Avanzó en la oscuridad, tropezó varias veces, se desgarró los pantalones con los cardos y metió las alpargatas en un charco. Cuando entró en Essling no supo diferenciar a los dormidos de los muertos. Los tiradores de Boudet, extenuados, estaban diseminados en las calles, contra los muros bajos, unos encima de los otros, y todos se confundían en un abandono similar. Fayolle tropezó con las polainas de un soldado que se incorporó a medias y le insultó. Ya no daba ninguna importancia a nada. Avanzaba hacia aquella casa que había visitado dos veces y que reconoció sin dificultad, pero la tropa se había establecido en ella y la había fortificado con montículos de sacos y muebles rotos. Así pues, la muchacha no se había quemado, su casa no había sido alcanzada por ningún obús, alguien la había encontrado muerta y atada. ¿Qué había sido de su cuerpo? Alzó los ojos hacia la ventana del piso. El vidrio estaba roto, el postigo colgaba, un tirador fumaba en pipa acodado en el alféizar. Fayolle tenía necesidad de entrar en aquella casa, pero su instinto le retenía. Inmóvil en la calle, ya no se atrevía a arriesgar un gesto.

Nadie dormía realmente, salvo Lasalle, sin duda, el cual prefería la vida de los vivaques a la de los salones y sabía descansar en las peores condiciones. Se envolvía en el manto, se acostaba, roncaba en seguida y soñaba con las escenas heroicas en las que deseaba con impaciencia intervenir. Los demás, tanto oficiales como soldados, estaban nerviosos y eran presa de la angustia, tenían el semblante marcado por la fatiga y demacrado. Las alertas generales ya habían vuelto a poner en pie a los batallones, y en tres ocasiones había sido por nada, escaramuzas, disparos aislados debidos a la proximidad de los campamentos austríacos y a la oscuridad que no permitía distinguir los uniformes. Cada uno pensaba que descansaría después de la batalla, en el suelo o bajo tierra.

En el pósito fortificado de Essling, sentado sobre un tambor, con una tabla sobre las rodillas, el coronel Lejeune escribía a la señorita Krauss. Meditaba mientras mojaba la pluma de cuervo en el tinterillo que llevaba siempre encima para hacer sus croquis. No le contaba nada a Anna de los horrores y los peligros, sólo le hablaba de ella y de los teatros vieneses a los que pronto irían juntos, de los cuadros que se proponía pintar, de París, sobre todo, del célebre Joly, aquel peluquero de moda que le haría un moño a la Nina, y de las joyas que él le ofrecería, o de los zapatos de casa Cop, tan ligeros que se rasgaban al andar. Irían a pasear por las avenidas y bajo los quioscos de Tívoli, a la luz de los faroles rojos colgados de los árboles. Luz, rojo… estos términos no evocaban Tívoli en la mente de Lejeune, sino que se las habían inspirado los incendios que le rodeaban. En una palabra, deseaba mostrar desenvoltura-pero no acababa de lograrlo, y eso debía de notarse, sus frases seguían siendo secas, demasiado breves, como inquietas. Se dijo que la guerra no tenía nada de lírico, o no lo tenía vista de lejos. Sin embargo, había estado a punto de morir por lo menos en tres ocasiones durante aquella jornada salvaje. Las imágenes de Aspern en llamas sustituyeron a las de los serenos jardines de Tívoli, y Masséna a los artistas de la peluquería enriquecidos por la moda.

– ¡Lejeune!

– Sí, Vuestra Excelencia.

– ¿Cómo van las reparaciones del puente grande, Lejeune? -inquirió Berthier.

– Périgord está sobre el propio terreno. Debe prevenirnos cuando las tropas de la orilla derecha puedan cruzar el Danubio.

– Vamos a verlo -dijo Berthier, quien hasta entonces discutía con el mariscal Lannes.

Habían calculado las pérdidas, sabían ya que Molitor había perdido la mitad de su división, tres mil hombres que alfombraban las calles de Aspern y los campos circundantes, sin contar los he ridos perdidos para la batalla del día siguiente, al cabo de tres horas, cuatro a lo sumo, cuando los enemigos se reunirían al amanecer y se lanzarían, extenuados, a nuevas contiendas. Berthier, Lannes, sus edecanes y caballerizos se levantaron juntos, y avanzaron con sus caballos al paso a lo largo del Danubio, mal iluminados por las llamas de los incendios que seguían consumiendo una parte de los pueblos. Lejeune no había terminado su carta, cuya tinta había secado con un puñado de arena. Se había levantado un viento que arrojaba la humareda hacia la isla Lobau, y les escocían los ojos. Cuando se aproximaban a Aspern, oyeron disparos.

– ¡Allá voy! -dijo Lannes, haciendo que su caballo diera la vuelta.

Se sumió en los trigales altos y oscuros que le separaban de Aspern. Su ayudante de campo, Marbot, le siguió con un movimiento maquinal, y al cabo de un rato le tomó la delantera, pues conocía mejor el camino y sus obstáculos. Los demás prosiguieron hacia la isla y el puente pequeño. El mariscal y su capitán avanzaban con lentitud y prudencia. La luna en cuarto menguante era débil y la noche tan profunda que no se veía nada. Un viento contrario, que acarreaba un olor a quemado, ponía nerviosos a los caballos y agitaba las plumas del bicornio del mariscal. Para tranquilizar a su caballo e inspeccionar el suelo con las botas, Marbot desmontó y condujo al animal de la brida.

– Tienes razón-dijo Lannes-, ¡no es el momento de rompernos las piernas!

– Os encontraremos una calesa para que dirijáis desde ellas nuestros ataques, Vuestra Excelencia.

– ¡Vaya idea! Las piernas todavía me responden.

Y bajó a su vez de la silla para caminar al lado del capitán a quien tenía afecto desde hacía muchos años.

– ¿Qué te ha parecido la jornada de ayer?

– Que las hemos visto peores, Vuestra Excelencia.

– Es posible, pero en cualquier caso no hemos conseguido destrozar el centro austríaco.

– Hemos resistido.

– Sí, hemos resistido en la proporción de uno contra tres, pero eso no basta.

– A partir del amanecer tendremos tropas frescas y el ejército de Davout. En cambio los austríacos no esperan ningún refuerzo.

– Su ejército de Italia…

– Aún está lejos.

– ¡Mañana tenemos que vencer, Marbot, y no importa a qué precio!

– Si vos lo decís, así será.

– ¡No me aduléis, por favor!

– Os he visto atacar cien veces, y el ejército os quiere.

– ¡Los ofrezco a los cañones y las bayonetas y me quieren! A veces ya no lo comprendo.

– Es la primera vez que os veo dudar, Vuestra Excelencia.

– ¿Ah, sí? En España tenía que dudar en silencio.

– Ya llegamos…

Por aquel lado de los vivaques de Masséna no había centinelas, y los dos hombres pasaron sin hacer ruido entre los soldados que dormitaban en el suelo. Cerca de una fogata vieron la alarga da silueta con la espalda curvada de Masséna y, a su lado, la de Bessiéres. Como Marbot iba adelantado, el mariscal Bessiéres le reconoció por su sombrero de civil, que utilizaba porque, debido a una herida en la frente que recibió en España, no podía soportar el tradicional gorro de piel de los ordenanzas de Lannes. Bessiéres creyó que venía solo y le espetó:

– Capitán, ya que venís en busca de informes, os voy a dar uno. ¡Volved y decid a vuestro amo que no olvidaré sus insultos! Lannes, que tenía un temperamento ardiente, empujó a un lado a su edecán y se mostró a la luz del vivaque.

– Señor -le dijo a Bessiéres, conteniendo apenas la cólera-, ¡el capitán Marbot sabe arriesgar la vida y encajar los golpes! ¡Habladle en otro tono! ¡Le han herido diez veces, mientras que otros desfilan ante el enemigo!

Bessiéres alzó la voz, algo que no era nada propio de él.

– ¿Que yo desfilo? ¿Y tú? ¡No te he visto enfrentado a los ulanos!

– ¡Unos se baten y otros prefieren espiar y denunciar!

La alusión era ruda pero clara. Lannes reavivaba su antigua enemistad. Cuando, al tomar el partido de Murat contra el suyo, Bessiéres había advertido que Lannes rebasaba en doscientos mil francos el crédito para el equipamiento de la guardia consular que mandaba, Napoleón retiró en seguida ese mando a Lannes. Y Murat se casó con Caroline. Aquella noche, ante el pueblo de Aspern, que no cesaba de arder, el odio de los dos mariscales ya no tenía límites.

– ¡Es demasiado! -exclamó Bessiéres-. ¡Vas a rendirme cuentas!

Masséna, con los brazos cruzados, esperaba que la querella cesara, pero Bessiéres había desenvainado la espada, imitado al punto por Lannes, e iban a batirse en duelo. Masséna se interpuso entre ellos.

– ¡Basta!

– ¡Me ha ofendido! -exclamó Bessiéres, enfurecido.

– ¡Es un traidor! -rugió Lannes.

– ¿Ante el enemigo? ¿Vais a destriparos ante el enemigo? ¡Os ordeno que os separéis! ¡Aquí estáis en mi terreno! ¡Envainad las espadas!

Los dos hombres obedecieron a pesar suyo.

Sin decir palabra, furioso y presa de temblores, Bessiéres giró sobre sus talones y fue a reunirse con su tropa de caballería. Masséna tomó a Lannes del brazo.

– ¿Oyes eso?

– ¡No oigo nada! -replicó Lannes.

– ¡Aguza el oído, pedazo de mula!

En la noche, los pífanos tocaban una música acompasada que Lannes reconoció sin dificultad y le hizo vibrar.

– ¿Tus hombres tocan La marsellesa? -preguntó a Masséna.

– No. Son los austríacos que están acantonados en la planicie. La música llega lejos.

Se callaron para escuchar el antiguo himno del ejército del Rhin, extendido en toda la Francia sublevada por los voluntarios de Marsella, que acompañó a la Revolución y a sus soldados has ta que llegó el Imperio, cuando fue prohibido por decreto como una vulgar canción sediciosa. Lannes y Masséna evitaban mirarse. Recordaban sus exaltaciones pasadas. Ahora eran duques y mariscales, poseían tantas tierras y oro como los aristócratas, pero no hacía mucho que La marsellesa les había sublevado, habían abandonado sus provincias para batirse mientras lo oían, ¿y cuántas veces habían entonado aquellas estrofas a voz en cuello para infundirse valor? Sin poder evitarlo, Lannes tarareó las palabras del estribillo, acompañado por la música que tocaba el enemigo, por provocación o porque creían librar a su vez una guerra de liberación contra el despotismo. Masséna y Lannes pensaban en las mismas cosas, revivían las mismas escenas, experimentaban las mismas emociones, pero no se decían nada. Escuchaban con semblante serio, conmovidos, absortos. Habían sido jóvenes, pobres y patriotas. Habían amado aquellas estrofas guerreras. Y he aquí que sus adversarios se les oponían con ellas como una injuria o un remordimiento.


Estertores, quejas, gemidos, sollozos, gritos y aullidos… el canto de los heridos en la isla Lobau no tenía nada de nostálgico. Los enfermeros que ya no tenían sentimientos, vestidos con uniformes cuyas piezas estaban desparejadas, apartaban con las palmas los enjambres de moscas que se posaban en las heridas. Su largo delantal y los antebrazos goteaban sangre, y el doctor Percy había perdido su llaneza. Sin descanso, en la choza de ramajes y cañas bautizada con el nombre de ambulancia, sus ayudantes depositaban sobre la mesa que habían recuperado a los soldados desnudos y casi muertos. Los ayudantes que el doctor había conseguido gracias a su insistencia, jamás habían estudiado cirugía, pero como él solo no se bastaba para atender a tanto lisiado y trataba tantas heridas diversas, indicaba con tiza, sobre los cuerpos contorsionados por el dolor, el lugar donde era preciso serrar, y los ayudantes improvisados serraban, a veces sobrepasaban las articulaciones, brotaba la sangre, atacaban el hueso al descubierto. Su paciente desfallecía y dejaba de agitarse. Muchos sucumbían así a causa de un paro cardíaco o desangrados, pues por desgracia les habían seccionado una arteria. El doctor gritaba:

– ¡Cretinos! ¿Es que nunca habéis trinchado un pollo?

Cada operación no debía exceder de veinte segundos, pues había que practicar demasiadas. A continuación, arrojaban el brazo o la pierna a un montón de brazos y piernas. Los enferme ros ocasionales bromeaban para no vomitar o desviar la vista: «¡Otra pierna de cordero!», exclamaban al arrojar los miembros que habían amputado. Percy se reservaba los casos dihciles y trataba de volver a juntar, de cauterizar, de evitar la amputación, de aliviar, pero ¿cómo, con unos medios tan miserables? Dado que tenía la posibilidad de hacerlo, aprovechaba para instruir a los enfermeros más espabilados:

– ¿Veis, Morillon? Aquí los fragmentos de tibia se traslapan y están de nue…

– ¿Es posible volver a colocarlos en su sitio, doctor?

– Lo seria si tuviéramos tiempo.

– Hay muchos que esperan detrás.

– ¡Lo sé!

– ¿Qué hacemos entonces?

– ¡Cortamos, imbécil, cortamos! ¡Y eso me horroriza, Morillon!

Se enjugó con un trapo el rostro empapado en sudor. Le dolían los ojos. El herido, más bien el condenado, tuvo derecho a una línea de tiza que Percy trazó por encima de la rodilla, y le tendieron sobre la mesa donde, hacía muy poco, los campesinos austríacos debían de tomar la sopa. Un ayudante que sacaba la lengua serró, aplicándose en el seguimiento del trazo. Percy estaba ya inclinado sobre un húsar reconocible por las bacantes, las patillas y la coleta.

– Se declara la gangrena -masculló el doctor-. ¡La pinza!

Un muchachote torpe le tendió una pinza goteante mientras se tapaba la nariz con un pañuelo. Percy lo usó para arrancar las piltrafas quemadas, y vociferaba:

– ¡Si tuviéramos quinina en polvo, la haría macerar en zumo de limón, empaparía un tampón de estopa y lavaría todo esto! ¡Podría aliviar, salvar!

A éste no, doctor, ha fallecido -dijo Morillon, con una sierra de carpintero ensangrentada en la mano.

– ¡Tanto mejor para él! ¡El siguiente!

Con un pico del delantal, Percy quitó los gusanos que se habían infiltrado en la herida del siguiente, el cual deliraba, con los ojos en blanco.

– ¡Está listo! ¡El siguiente!

Dos ayudantes, uno sujetándole por las axilas y el otro por los tobillos, depositaron al soldado Paradis sobre la mesa del cirujano.

– ¿Qué tiene este muchacho aparte de un chichón? -No lo sabemos, doctor.

– ¿De dónde viene?

– Estaba con el grupo que han recogido cerca del cementerio de Aspern.

– ¡Pero no está herido!

– Tenía trozos de carne en la cara y la manga, y creyeron que le había alcanzado un proyectil, pero el estropicio ha desaparecido al limpiarle la cara.

– Bueno, ha recibido en pleno rostro el cuerpo de un camarada destrozado. De todas maneras, eso ha debido de afectarle la cabeza.

Percy se inclinó sobre el falso herido: -¿Puedes hablar? ¿Me oyes?

Paradis permaneció inmóvil pero farfulló para recitar su identidad:

– Soldado Paradis, tirador, segunda compañía de línea, tercera división del general Molitor a las órdenes del mariscal Masséna…

– No te preocupes, que no te vamos a enviar de nuevo allá abajo, ya no estás en condiciones de empuñar un fusil. (A Moríllon.) Este chico es robusto, id a vestírmelo, tengo ocupación para él.

El doctor y su ayudante pusieron a Paradis en pie, y el tirador en calzoncillos siguió a Morillon con docilidad. En el exterior,

sobre montones de paja, los heridos a los que Percy consideraba condenados, por falta de medicamentos y material, tenían en la frente una cruz a tiza, para que no los confundieran con los recién llegados y no se corriera el riesgo de llevarlos por inadvertencia a la mesa de operaciones. Sin duda los agonizantes no verían el amanecer, estaban perdidos para la batalla y para la vida. Muy cerca, bajo una hilera de olmos, los proveedores de pacientes para las ambulancias habían dispuesto una especie de tienda donde revendían por su cuenta capotes, talegos, cartucheras y prendas de vestir, todo ello arrebatado a los cadáveres austríacos y franceses diseminados por la planicie.

– Gordo Louis -dijo Morillon a un tipo pesado con un gorro en la cabeza-, vas a equiparnos a este mozo.

– ¿Tiene dinero?

– Es una orden del doctor Percy.

Gordo Louis suspiró. Toleraban su comercio, pero si se negaba a obedecer al médico, éste podría prohibirle vender los efectos militares que recuperase. Hizo a regañadientes lo que le pe dían y Paradis se vio emperifollado con unos pantalones verdes ribeteados de amarillo, unas botas demasiado grandes, una camisa con la manga derecha arrancada y un chaleco de jinete de caballería ligera que se abrochó con dificultad. Morillon le integró en un equipo de cantineros encargados del caldo para los heridos.


La cena era menos basta en la mesa del emperador, puesta en su vivaque, en la cabeza del puente pequeño. Los pinches hacían girar las aves ensartadas en los espetones sobre un fuego de ramitas, y las pieles chisporroteaban, se doraban, olían bien. El señor Constant había dispuesto sus caballetes, sus manteles y faroles bajo un bosquecillo, de modo que no se viera el cortejo de los desgraciados que llevaban al doctor Percy y que, si no perecían antes, tendrían en seguida algún miembro serrado. Cenaban tranquilos, olvidando por un instante los cañones. Lannes se sentaba a la derecha del emperador, quien le había invitado para engatusarle. El mariscal había contado su altercado, modificando la verdad en su beneficio, y Napoleón había convocado a Bessiéres para sermonearle vivamente antes de despedirle. Bessiéres había sido el ofendido, pero se convertía en el ofensor porque Su Majestad así lo había decidido y porque le encantaba esa clase de injusticia para templar a quienes le rodeaban dando abrazos o bofetadas sin razones evidentes, según su antojo. En vez de reconciliar a los dos mariscales, los dividía aún más, atizaba su odio, pues tenía necesidad de sentirse el único juez en toda circunstancia, el único recurso, y de que sus duques no se entendieran demasiado entre ellos para que un día no se entendieran contra él.

El mariscal Lannes, entristecido por la última querella, era ajeno a estas consideraciones y él, que de ordinario era un devorador de pollos en serie, mordisqueaba con desgana un muslo dorado. Prefería entregarse a los pensamientos melancólicos, se complacía en ellos. Imaginaba que estaba en otro lugar, con su mujer, en una de sus casas, o cabalgando sin peligro en Gascuña, hecha su fortuna y en paz. El emperador volvió a escupir huesos de pollo a la hierba y observó el talante taciturno de su mariscal. -¿No tienes hambre, Jean?

– He perdido el apetito, Síre…

– ¡Se diría que estás de morros como una chiquilla regañada! Basta! ¡Mañana Bessiéres te obedecerá y ganaremos esta punetera batalla!

El emperador despedazó con los dedos el ave asada que tenía delante, le clavó los dientes y, con la boca llena, tras haberse limpiado los labios con la manga y los dedos con el mantel, explicó a Berthier, Lannes y su estado mayor el método que iban a seguir.

– Decidme, Berthier, con las tropas que van a franquear el puente grande, ¿cuántos hombres podremos emplear?

– Cerca de sesenta mil, Sire, sin olvidar los treinta mil de Davout que deberían haber llegado a Ebersdorf.

– ¡Davout! ¡Que le apremien! ¿Y los cañones?

– Ciento cincuenta piezas.

– Bene! Lannes, embestirás el centro austríaco con las divisiones Claparéde, Tharreau y Saint-Hilaire. Bessiéres, Oudinot, la caballería ligera con Lasalle y Nansouty esperarán que abras una brecha para penetrar, y luego regresarán hacia las alas enemigas concentradas ante los pueblos…

El emperador hizo un gesto a Constant, el cual le puso la levita sobre los hombros, pues estaba refrescando. Caulaincourt le sirvió un vaso de chambertin, y Napoleón siguió diciendo:

– Con el apoyo de Legrand, Carra-Saint-Cyr y los tiradores de mi guardia, Masséna volverá a tomar una posición más firme en Aspern. Los tiradores de Molitor permanecerán en reserva, esos hombres se lo han merecido. Boudet defenderá Essling.

El emperador bebió y, levantándose, se despidió de sus invitados. Lannes se marchó solo, con el bicornio bajo el brazo. Tenía tan poco sueño como apetito. Cruzó el puente pequeño, atestado de heridos, para dirigirse a la casa de piedra donde había reposado la víspera en brazos de Kosalie, pero aquella noche el pabellón de caza estaba vacío. La joven había vuelto a cruzar el puente antes de que se rompiera, la víspera, a primera hora. A él le hubiera gustado hacerle un regalo, una crucecita de plata cincelada y con incrustaciones de diamantes que llevaba al cuello desde que estuvo en España, y este pensamiento le hizo remontarse a unos meses atrás, cuando estaba en Zaragoza y un capellán español que protegía el relicario de Nuestra Señora del Pilar le ofreció un tesoro a cambio de la vida de sus monjes. Tenía una fortuna que se aproximaba a los cinco millones de francos: coronas de oro, un pectoral de topacio, una cruz de la orden de Calatrava, de oro esmaltado, retratos, la crucecita… Se abrió la guerrera y la camisa, cogió la joya con la mano derecha y le dio un tirón seco para romper la cadena. Se dirigió a la orilla arenosa y arrojó el objeto con todas sus fuerzas a las aguas del Danubio que no dejaban de crecer. Entonces permaneció largo tiempo ante el río que rugía.


En la misma ribera de la isla Lobau, cerca de un kilómetro más al oeste, en la maleza donde desembocaba el gran puente flotante, Lejeune y su amigo Périgord aguardaban el final de los trabajos de consolidación. Los pontoneros y marinos de la Guardia no habían dejado de trabajar en él. Algunos hombres se habían ahogado sin que pudieran evitarlo las precauciones y la pericia. A decir verdad, faltaban materiales y, en vez de construir, se hacían chapuzas. Los dos edecanes de Berthier contemplaban desolados el ímpetu incesante de las aguas, los remolinos, las olas y el aspecto del macareo, los troncos arrancados que se estrellaban contra la frágil construcción. Tendrían que haber alzado estacadas corriente arriba, esa especie de diques formados por pilotes y cadenas capaces de domar la corriente, de retener a los árboles arrastrados y las terribles barcas triangulares que seguían enviando los austríacos, o aminorar su velocidad. Aquellos proyectiles eran todavía más temibles por la noche, a pesar de los faroles colgados de astas, a pesar de las antorchas. Cuando divisaban un islote de follaje o árboles transformados en arietes por la velocidad, casi siempre era demasiado tarde y tenían dificultades para desviarlos de su rumbo. Era preciso reparar continuamente lo que acababan de reparar y las obras se eternizaban.

De repente, Lejeune distinguió unas formas extrañas y móviles que parecían debatirse en las aguas oscuras y agitadas. Se preguntó qué habrían inventado esta vez los estrategas del archiduque, pero reconoció todo un rebaño de ciervos a los que la inundación había expulsado del bosque e iban a la deriva, con la cabeza y la cornamenta por encima del agua. Algunos animales se enredaban en los cordajes, otros eran arrojados a la isla, y cada uno, al verlos, se decía: «He ahí una carne que nos llega a punto». Un gran ciervo había conseguido levantarse de entre las cañas y se sacudía el agua, confiado como un animal doméstico, a pocos pasos de Lejeune. En seguida le rodearon unos soldados de regimiento desconocido, pues estaban en mangas de camisa, pero armados con bayonetas que sostenían como si fuesen cuchillos. Périgord y Lejeune se aproximaron al grupo. El ciervo les miraba con una lágrima en la comisura de un ojo, comprendiendo que su muerte era inminente.

– Qué curioso es -observó Périgord-. Lo he constatado cien veces en la caza de montería, el ciervo acosado se pone rígido, se muestra orgulloso y lagrimea para enternecer al cazador.

– Edmond, vos que tenéis modales -dijo Lejeune- intentad por lo menos matar limpiamente a este animal.

– Tenéis razón, querido mío, esos bribones sólo saben matar hombres.

Périgord empujó al círculo de soldados.

– El animal está agotado, señores, pero dejadme hacer. Sé cómo actuar para que la carne no se estropee.

De un buen tajo de espada, Périgord degolló al ciervo, al cual le temblaron las patas delanteras antes de derrumbarse, la lengua afuera y los ojos abiertos, con aquella lágrima persistente.

Los soldados se apoderaron de su presa y la cortaron en cuartos para asarlos. Estaban hambrientos. Lejeune dio media vuelta y su amigo le siguió tras haber limpiado la espada en la hierba. Un brigada hirsuto llegó a la carrera y les comunicó:

– ¡Terminado! El puente está en condiciones.

– Molto tiene -replicó Périgord, imitando la voz del emperador.

– Gracias -dijo Lejeune, complacido porque podía enviar un correo a Viena con su carta para Anna.

– ¿Venís, Louis-François? Vamos a informar a Su Majestad. Montaron los caballos que sus caballerizos mantenían algo más lejos, en un claro reservado a los oficiales. Éstos no cantaban como la víspera. Acostados sobre sus mantos, contemplaban un cielo sin estrellas y el último recorte del cuarto menguante de la luna. Otros acariciaban el césped distraídamente, como si fuese un lomo de gato o una cabellera femenina. Descansaban soñando en la vida civil.


El emperador estaba en su vivaque, las manos a la espalda, en pie ante los mapas que Caulaincourt había sujetado con piedras para que el viento no se los llevara. Meditaba en la batalla inminente y la suerte le parecía favorable. A los mismos austríacos fatigados por una jornada de combate iba a oponer unas tropas nuevas y despiertas. Las lanzaría todas en la ofensiva, allí donde el enemigo era más débil y menos numeroso, en el centro, como lo había anunciado a su estado mayor durante la cena. Cuando Lejeune y Périgord se presentaron para anunciarle que el puente grande estaba por fin bien asentado, ni siquiera se mostró contento. Aquello estaba previsto. Los acontecimientos se iban desarrollando de acuerdo con su plan, que él modificaría según las circunstancias y con su rapidez acostumbrada. Napoleón se sentía fuerte. Ordenó que las tropas de la orilla izquierda cruzaran el Danubio y se reunieran en las inmediaciones de la planicie. Caulaincourt y su mameluco Roustan le ayudaron a encaramarse a un caballo para poder asistir al desfile de sus nuevos regimientos. En aquel momento sonó un disparo y una bala, que pasó rozando al emperador, se estrelló contra la corteza de un olmo. Hubo un momento de pánico. Un tirador austríaco, oculto a menos de doscientos metros, había apuntado al turbante de muselina blanca del mameluco.

– ¿Por qué os sobresaltáis? -inquirió el emperador-. ¡Cuando uno oye silbar una bala es que no le ha alcanzado!

Su séquito cerró filas a su alrededor, y partieron hacia el puente grande. En medio de aquel grupo de jinetes con uniformes bordados de oro, a los que pidió, para la puesta en escena, que se quitaran los sombreros con penachos de plumas y saludaran a los refuerzos, el emperador contempló la llegada de sus soldados. Primero pasaron las tres divisiones de granaderos bajo el mando de Oudinot, luego la división del conde Saint-Hilaire, las tres brigadas de coraceros y carabineros dirigidas por Nansouty, la otra parte de la Guardia Imperial y, finalmente, la artillería, más de cien cañones, y bajo el peso de las cajas y los armazones los presentes vieron que el suelo del puente descendía bajo el niveldelagua.

A las tres de la madrugada los austríacos reanudaron el bombardeo. A las cuatro, con las primeras luces, se inició de nuevo la batalla.

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