Capítulo quinto . SEGUNDA JORNADA

«¡Qué paz la de la muerte! Como Ifigenia, lamentaré la luz del día, no lo que ésta ilumina.»

Demi jour, JACQUES CHABDONNE


La planicie estaba cubierta de bruma. Un sol rojo, que se alzaba en el horizonte, coloreaba el campo con una luz de sangre. Aspern seguía ardiendo. Un viento persistente acarreaba espesos torbellinos de humo negro y acre. En los vivaques algunos hombres acurrucados se calentaban alrededor de las brasas. El coronel Sainte-Croix sacudió el hombro de Masséna, el cual había dormido dos horas entre unos árboles talados. El mariscal se levantó, despojándose de su manto gris, bostezó, se estiró y miró a su ayudante de campo bajando la cabeza, pues el joven no era mucho más alto que el emperador, pero más delgado, rubio, imberbe como una señorita. Al verle nadie habría imaginado su energía.

– Acabamos de recibir municiones y pólvora, señor duque -le dijo.

– Decid que las distribuyan, Sainte-Croix.

– Ya lo he hecho.

– Entonces ¿volvemos allá?

– El cuarto de infantería de línea y el vigesimocuarto ligero están cruzando el puente pequeño y marchan para reunirse con nosotros.

– Ataquemos primero, hay que aprovechar esta niebla para tomar de nuevo la iglesia. Que Molitor reúna a los supervivientes de su división.

Los tambores llamaron a concentración, los batallones volvieron a formar, llegaban caballos bien domados incluso sin sus jinetes. Masséna detuvo el caballo pardo de un húsar que debía de estar agonizando en la planicie, lo montó sin ayuda, ajustó la brida a su mano y le hizo caracolear en dirección a Aspern. A su alrededor los hombres se vestían, frioleros, entumecidos tras haber dormido muy poco y mal, y se deslizaban a tientas hacia los pabellones para recoger sus armas. Sumisos por la fatiga y la fatalidad, no hacían ningún ruido, no decían nada, y se habría dicho de ellos que eran sombras. Siguieron a Masséna, que avanzaba hacia el final de la larga calle. No se veía nada a diez metros de distancia. La iglesia, que albergaba desde la víspera una brigada del barón Hiller, al mando del general Vacquant, se había perdido en la humareda y la bruma. Sólo resonaban los sonidos de cascos y pisadas. Masséna desenvainó la espada e indicó con la punta, en silencio, el camino que debían seguir los supervivientes de la división Molitor. Éstos, en columnas, avanzaban ante las casas de ambos lados y se reagrupaban detrás de los árboles o las ruinas que rodeaban la plaza principal.

– ¿Veis lo mismo que veo, Sainte-Croix? -Sí, señor duque.

– ¡Esos canallas han demolido el muro del cementerio y del recinto! ¡Sólo se les puede atacar al descubierto! ¿Qué os parece?

– Que es preciso esperar a las tropas de Legrand y de CarraSaint-Cyr, para tener por lo menos la ventaja del número.

– ¡Y la niebla se levantará! ¡No! Esta niebla nos protege. ¡Que se emprenda el asalto!

Un millar de tiradores todavía con sueño se lanzaron a la carrera contra la iglesia transformada en ciudadela. En plena niebla, con las bayonetas de punta, a veces tropezaban con los cadá veres de la víspera o caían en los agujeros abiertos por los obuses. Los austríacos habían previsto el asalto y replicaban disparando desde todas partes, incluso desde el campanario a medias calcinado. Una y otra vez los soldados caían de bruces. En aquel momento, entre las tumbas del cementerio y el muro bajo, se divisó un comandante a caballo que alzaba una bandera con franjas doradas. Una tropa compacta le rodeó y, tras un grito, echaron a correr hacia los tiradores para ensartarlos. En el cuerpo a cuerpo todo está permitido, y unos sostenían sus fusiles como si fuesen mazas, otros como hoces o mechadores, y se destripaban rugiendo. Algunos esperaban un instante antes de abalanzarse. Los hombres caídos al suelo quedaban en seguida inmovilizados, los demás chapoteaban entre los intestinos, ya no escuchaban los estertores, mataban para que no les matasen, chocaban, se desgarraban con uñas y dientes, se cegaban arrojándose tierra y, debido a la niebla que los envolvía, los combatientes siempre se daban cuenta del peligro demasiado tarde.

Masséna consultaba un reloj y Sainte-Croix rabiaba de impaciencia:

– ¡Nuestros hombres pierden pie, señor duque!

– ¡Señor duque, señor duque! ¡Dejad de martirizarme el oído con vuestros señor duque! ¿Duque de qué, eh? ¿De un villorrio italiano, de un símbolo? (Y en un tono burlón.) ¡Yo no os llamo sin cesar señor marqués, mi querido Sainte-Croix!

Sainte-Croix apretaba con tanta fuerza la empuñadura de su espada que los dedos le palidecían. En efecto, su padre era marqués y había sido embajador de Luis XVI en Constantinopla, pero él, a quien su familia destinaba a la diplomacia, siempre se había sentido atraído por la vida militar. Muy joven había estado bajo las órdenes de Talleyrand, antes de enrolarse por recomendación en uno de aquellos regimientos que el emperador había formado con antiguos nobles y emigrados. Masséna se había fijado en él y lo había incorporado a su séquito.

– Vigilad esos nervios, Sainte-Croix, si os gusta mandar. ¿Habéis visto retroceder a cien tiradores? Yo también.

– ¡Yo podría hacer que volvieran a la batalla, si Me diérais la orden!

– También yo podría, Sainte-Croix.

Y Masséna explicó al joven coronel que se trataba de utilizar a los austríacos igualmente agotados por una jornada de combates, mientras aguardaban a los regimientos frescos. Sainte-Croix tenía veintisiete años, y más impetuosidad que experiencia, pero comprendió en seguida. Poseía un verdadero talento para la gloria. Los relatos de la Ilíada le habían conmovido en su infancia. Durante largo tiempo había querido igualar a Héctor, Príamo, Aquiles, había imaginado sus luchas con jabalina bajo las murallas ocres de Troya, cuando los dioses se hacían cómplices de aquellos gigantes feroces, magníficos y ágiles por pesado que fuese el metal de sus cotas y grebas. Esa mañana creía divisar a Aquiles, con su manto de piel de lobo, su casco adornado con colmillos de jabalí, aquel glorioso tunante cuyas mentiras admiraba la diosa Atenea. Entonces Sainte-Croix oyó el redoble de los tambores y volvió la cabeza. Los penachos rojos salían de la bruma. Eran los fusileros de Carra-Saint-Cyr que llegaban.

Lejeune tenía la desagradable impresión de que se hundía en una nube gris. Ya no reconocía el camino recorrido cien veces la víspera entre la isla Lobau y Essling. Arboles y setos surgían ante su caballo en el último momento y había perdido sus puntos de referencia. Avanzaba al paso y se guiaba por los ruidos más próximos. Alertado por un rumor a su izquierda, sin duda por el lado de la planicie cubierto de niebla, desenvainó la espada y se mantuvo inmóvil. Una masa borrosa se movía cerca de él. La interpeló en francés y en alemán, pero, como no obtuvo respuesta alguna, imaginó un peligro y se abalanzó contra aquella forma indecisa dando sablazos en todas direcciones. No había más que un voluminoso matorral azotado por el viento. Cubierto por las hojas y las ramitas que había cortado, Lejeune se sentía aliviado y ridículo. Finalmente vio un resplandor, hacia el que se encaminó con prudencia, sin soltar la espada. El resplandor desapareció cuando se aproximaba. En la bruma que empezaba a convertirse en jirones de vapor, se encontró con un grupo de coraceros que extinguían, pisoteándola, la fogata que les había calentado por la noche.

– ¡Soldados! -les dijo Lejeune-. ¡He de ir a Essling por orden del emperador! Señaladme el camino más corto.

– Habéis avanzado demasiado por la planicie -replicó un capitán con las mejillas oscurecidas por una barba de varios días-. Os daré una escolta para guiaros. Por aquí mis hombres se orientan incluso con los ojos vendados.

El capitán Saint-Didier gruñó mientras se abrochaba el cinturón. A un centenar de metros los vivaques todavía brillaban, a pesar de la consigna.

– ¡Brunel! ¡Fayolle! ¡Y tú, y vosotros dos de ahí! ¡Id a confirmar a esos imbéciles que es preciso apagar todos los fuegos!

– Yo les acompaño -dijo Lejeune.

– Como gustéis, mi coronel. Después os llevarán a Essling… ¡Fayolle! ¡Poneos la coraza!

– Se cree invulnerable, mi capitán -dijo el coracero Brunel, subiendo de un salto a su caballo.

– ¡Basta de pamplinas! -gruñó Saint-Didier y, en un tono más bajo, se dirigió a Lejeune-: No puedo tomármelo a mal, la muerte de nuestro general los ha trastornado…

Mientras Fayolle cerraba su coraza, Lejeune le miraba. Había tenido unas palabras con aquel mozo que esperaba saquear la casa de Anna, incluso le había golpeado. El soldado, que no le había reconocido, tomó la carabina con un gesto maquinal y montó a caballo. Los seis jinetes partieron hacia los vivaques iluminados. Cuando estaban bastante cerca y las siluetas se dibujaban mejor, identificaron los uniformes pardos de la Landwehr. Un grupo comía alubias directamente del caldero, otros bruñían los fusiles con manojos de hojas. Los austriacos no se percataron a tiempo de que estaban rodeados de jinetes franceses y, como los creían más numerosos, se levantaron mostrando sus manos sin armas. Antes de que Lejeune hubiera podido dar una orden, Fayolle espoleó a su caballo y se arrojó contra los austríacos. De un disparo de carabina destrozó el cráneo del primero y luego, con el sable, cortó de golpe la mano levantada del segundo.

– ¡Detened a ese loco! -ordenó Lejeune.

– Está vengando a nuestro general-dijo Brunel, con una sonrisa angélica muy irónica.

Lejeune lanzó a su caballo contra el de Fayolle y, por la espalda, cuando el otro iba a descargar su sable sobre un austríaco acurrucado en el suelo, le agarró la muñeca y se la retorció. Los dos hombres se encontraron cara a cara, jadeando, y Fayolle soltó un bufido.

– ¡No estamos en el baile, mi coronelito!

– ¡Cálmate o te mato!

Lejeune apuntó la pistola de arzón que sostenía en la mano izquierda a la garganta del coracero.

– ¿Todavía quieres romperme los dientes?

– Me muero de ganas.

– ¡No te andes con chiquitas, aprovéchate de tus galones!

– ¡Idiota!

– Más tarde o más temprano… lo mismo me da.

– ¡Idiota!

Fayolle movió bruscamente un hombro y su caballo se hizo a un lado. Durante este corto altercado, los coraceros habían reagrupado a sus prisioneros sin defensa. Tres de ellos habían logra do escabullirse durante el enfrentamiento de los dos franceses, pero los otros se dejaron prender, en absoluto disgustados porque ya no tenían que batirse.

– ¿Qué hacemos con estos pájaros, mi coronel? -preguntó Brunel, quien había desmontado para probar las alubias del caldero.

– Llevadlos al estado mayor.

– ¿Y vos? ¿Ya no os conducimos al pueblo?

– No tengo necesidad de una tropa, y ése conoce el camino. Lejeune señaló a Fayolle, el cual recobraba el aliento, inclinado sobre el cuello de su montura.

Tras confiar el grupo de prisioneros a los coraceros, Lejeune siguió al soldado Fayolle, que cabalgaba entre las capas de bruma. Al pie de una colina se cruzaron con los impecables batallones de tiradores de la joven Guardia, con el arma en el portafusil, polainas blancas y chacós provistos de un largo penacho blanco y rojo, y luego una división del ejército de Alemania que ascendía en silencio hacia la planicie. Oyeron restallar los látigos de los conductores del convoy de artillería, divisaron sus guerreras azul claro y las charreteras de lana roja de los artilleros que remolcaban decenas de cañones. Finalmente marcharon a lo largo de las interminables columnas de infantería que mandaban Tharreau y Claparéde. Fayolle se detuvo para ceder el paso a unos cazadores montados que iban a reunirse con la caballería de Bessiéres. La niebla se disipaba y ya se veían bien las primeras casas quemadas de Essling.

– No voy más adelante, mi coronel -dijo Fayolle, sin mirar a Lejeune.

– Gracias. Esta noche celebraremos la victoria, te lo prometo.

– Bah, eso a mí no me beneficiará en nada, formo parte del ganado…

– ¡Vamos, hombre!

– Cuando veo ese pueblo destrozado, tengo unas curiosas impresiones.

– ¿Tienes miedo?

– No tengo un miedo normal, mi coronel. No es temor, no sé qué es, es como un destino espantoso.

– ¿Qué hacías antes?

– Nada o poca cosa, era trapero, pero tanto el gancho como el sable son oficios sucios con los que ganas una miseria. Mirad, ahí está el mariscal Lannes que sale de Essling…

Y Fayolle volvió grupas. Lannes cabalgaba con los generales Claparéde, Saint-Hilaire, Tharreau y Curial.


Calzado con botas polvorientas, acampado ante los muros del tejar con su estado mayor, el emperador estaba cruzado de brazos y sonreía a la niebla que se dispersaba. Tenía la impresión de que gobernaba los elementos, puesto que aquel mal tiempo era su aliado. En el pasado había sabido utilizar el invierno, los ríos, las sierras y los valles para llevar a cabo golpes rápidos y fulminar a sus enemigos. Hoy, gracias a aquella pantalla de bruma que velaba todavía el campo, su ejército podía aparecer en bloque ante los austríacos en la explanada que separaba los pueblos. Lejeune había llevado sus órdenes al mariscal Lannes, y se distinguían las masas de infantes que maniobraban en cuadro en la pendiente del talud. El hierro de los sables alzados y de las bayonetas, los dorados de los generales, las águilas de las banderas brillaban bajo el sol naciente. Los tambores redoblaban y se respondían de un regimiento a otro, se mezclaban, confundían sus ritmos, crecían como un trueno permanente y acompasado. Los escuadrones seguían en segunda línea, formados en la parte baja de los pequeños valles, lanceros azules de Varsovia, húsares, guardias de corps de Saxe y Nápoles, cazadores de Westfalia. Al ver tal espectáculo, Napoleón pensaba que ya no eran gentes de Baden, gascones, italianos, alemanes, loreneses, sino una sola fuerza ordenada que se movía para derrotar con su fuerza de choque a las debilitadas tropas del archiduque.

Poco antes los coraceros de patrulla habían conducido a los prisioneros de la Landwehr, con sus curiosos sombreros provistos de hojas, ante el emperador, el cual los había interrogado, y el general Rapp, un alsaciano que conocía su lengua, sirvió como intérprete. Habían indicado y nombrado sus unidades, evocado su fatiga, sus debilidades, su falta de convicción. Así pues, Lannes iba a lanzar veinte mil soldados de infantería entre la guardia de Hohenzollern y la caballería de reserva mandada por Liechtenstein, aquel príncipe que el emperador habría querido como embajador en París. Por fin la iglesia de Aspern había sido conquistada y Masséna consolidaba su posición. Périgord, procedente de la isla Lobau, confirmó la llegada de los treinta mil hombres de Davout, que avanzaban en aquel momento hacia Ebersdorf, en la otra ribera del Danubio, y franquearían el puente grande al cabo de una hora. Todo parecía ceñirse a los planes de la ofensiva concebidos durante la noche. Los seis mil jinetes de Bessiéres irían a meterse en la brecha abierta por Lannes para envolver al enemigo de costado, mientras que Masséna, Boudet y Davout saldrían al mismo tiempo de los pueblos para atacar las alas contrarias. El emperador calculaba que antes del mediodía la victoria sería suya.

Puesto que era consciente de la influencia que tenía sobre sus hombres, y sabía aprovecharla, Napoleón decidió mostrarse ante las columnas extendidas. Al verle, los hombres se animarían y su valor se multiplicaría. Pidió que le preparasen su caballo gris más dócil, subió a un pequeño taburete que le habían desplegado y montó en la silla.

– Sire -le dijo Bethier-, nuestras tropas están en marcha, será mejor que os quedéis aquí, desde donde dominamos el conjunto del campo de batalla…

– ¡Mi cometido es el de embrujarlos! Debo estar en todas partes. Esos hombres me siguen por el afecto que me tienen.

– ¡Por piedad, Sire, permaneced fuera del alcance de los cañones!

– ¿Oís los cañones? Yo no. Han retumbado para despertarnos al amanecer, pero después se callan. ¿Veis esa estrella?

– No, Sire, no veo ninguna estrella.

– Allá arriba, no lejos de la Osa Mayor.

– No, os aseguro…

– ¡Pues bien, Berthier, mientras la vea yo solo, seguiré mi camino y no aceptaré ninguna observación! ¡Vamos! ¡Vi mi estrella cuando partí hacia Italia con vos. La vi en Egipto, en Marengo, en Austerlitz, en Friedland!

– Sire…

– ¡Me fastidiais, Berthier, con vuestra prudencia de vieja dama! ¡Si tuviera que morir hoy, lo sabría!

El emperador partió, las riendas flotantes, seguido de cerca por sus oficiales. Cerraba el puño sobre un escarabajo de piedra que no abandonaba jamás desde la campaña de Egipto, un amu leto de buena suerte recogido en la tumba de un faraón. Tenía la sensación de que la fortuna estaba de su parte. Sabía que una batalla era parecida a una misa, que exigía un ceremonial, que las aclamaciones de las tropas que partían hacia la muerte reemplazaban a los cánticos, y la pólvora al incienso. Se santiguó apresuradamente dos veces, a la manera de los corsos cuando toman una diñcil decisión. Los granaderos de la Vieja Guardia le acogieron con un clamor eléctrico, dispuestos detrás y a la izquierda del tejar. Al verle, el general Dorsenne alzó el bicornio y gritó: «¡Presenten armas!», pero los veteranos pusieron sus gorros de piel de oso o sus chacós en la punta de las bayonetas mientras gritaban el nombre del emperador.


En medio de las tropas dispuestas en el lindero de la planicie, el mariscal Lannes daba instrucciones a sus generales.

– El tiempo se despeja, señores, id a ocupar vuestros puestos. Oudinot y sus granaderos a la izquierda del frente, y luego Claparéde, Tharreau en el centro, y vos, Saint-Hilaire, a la derecha, delante de Essling.

– ¿No esperamos al ejército del Rhin?

– Ya está aquí. Davout vendrá de un momento a otro para apoyarnos.

El conde Saint-Hilaire tenía un perfil de medalla romana, los mechones de cabello cortos y caídos sobre la frente, el cuello hundido en el de la guerrera, muy alto y bordado. Erguido en su caballo caprichoso, cuya rienda sostenía con firmeza, partió para reunirse con sus cazadores, una cohorte con uniformes de fantasía sólo identificables por sus charreteras de lana verde. Se detuvo ante la línea de los tambores, reparó en uno que le parecía un niño e interrogó al comandante, un coloso de altura realzada por el gorro empenachado, el uniforme resplandeciente, sobrecargado de guirnaldas y adornos desde el cuello hasta las botas.

– ¿Qué edad tiene ese rapaz?

– Doce años, mi general.

– ¿Y qué? -gruñó el jovencito.

– ¿Cómo que «y qué»? Creo que tienes mucho tiempo para hacer que te maten. ¿A qué viene tanta prisa?

– Ya he estado en Eylau y he tocado la carga de Ratisbona, y no he sufrido ni un rasguño.

– Yo tampoco -replicó Saint-Hilaire, riéndose, pero mentía, olvidándose de una herida recibida en la planicie de Pratzen, en Austerlitz.

Desde lo alto de la silla de montar miraba al chiquillo sentado en el tambor de piel de vaca, casi tan alto como él.

– ¿Cómo te llamas?

– Louison.

– No te pregunto el nombre de pila sino el apellido.

– Todo el mundo me llama Louison, señor general.

– ¡Pues bien, Louison, saca tus palillos de la bandolera y toca como en Ratisbona!

El muchacho obedeció. El tambor mayor alzó su bastón de junco con empuñadura de plata y los demás se pusieron a tocar al unísono con el chiquillo.

– ¡Adelante! -ordenó Saint-Hilaire.

– ¡Adelante! -gritó más lejos el general Tharreau a sus hombres.

– ¡Adelante! -gritó Claparéde.

El ejército avanzaba por los trigales verdes. La bruma se disipaba en jirones, y los austríacos descubrieron a la infantería de Lannes cuando marchaba contra ellos. El mariscal llegó al galope y se puso a trotar al lado de Saint-Hilaire. Alzó su espada y la división emprendió el paso de carga, precedido por Louison, que tocaba como un demente sobre la piel del tambor, persuadido de que también él tenía algo de mariscal.

Sorprendidos por el vigor y la brusquedad del ataque, los soldados de Hohenzollern intentaron replicar, pero los cazadores pasaban por encima de sus camaradas caídos y arremetían a la ba yoneta. Bajo la arremetida, las primeras lineas austríacas retrocedieron una vez y otra más: detrás del tropel de infantes atisbaban las bocas de cien cañones que les apuntaban desde la cresta del glacis.

En lo más encarnizado de la batalla, Lannes perdió sus dudas. No era más que un guerrero. Se desgañitaba, gesticulaba entre sus hombres, a los que impulsaba siempre adelante. Al darles ejemplo los entusiasmaba, los deslumbraba, paraba los golpes del enemigo, incluso le arrancaron una condecoración del pecho. Hele ahí lanzando su nervioso caballo contra unos artilleros, a los que espanta, arrolla y golpea furiosamente con el sable. Hele ahí que embiste un cuadro contrario, oye silbar las balas sin hacerles caso, se apodera de una bandera amarilla con un diseño complicado y ensarta a un teniente con la punta dorada del asta. Saint-Hilaire acude en su ayuda y clava su espada en la espalda de un granadero vestido de blanco. Los dos hombres luchan, espantan, inflaman a sus soldados hasta tal punto que los enemigos, que primero se habían retirado con método, empiezan a perder la cabeza, como se observa en su desorden al replegarse, en las brechas que ofrecen cuando se dispersan por los campos pisoteados.

– Ganamos, Saint-Hilaire -dijo Lannes, jadeante, y señaló una escena que tenía lugar en la retaguardia del ejército austríaco: a cien metros, los oficiales provistos de palos golpeaban a los fugitivos para que volvieran a las filas.

– El emperador tenía razón, Vuestra Excelencia -respondió Saint-Hilaire, sin bajar la guardia.

– El emperador tenía razón -repitió Lannes, mirando a su alrededor.

Y su furia homicida iba en aumento, corrían riesgos enormes, mataban y ellos seguían indemnes, parecían invulnerables. De repente llegó la caballería de Liechtenstein con las espadas desenvainadas, para liberar a sus compatriotas en desbandada, pero los cazadores los recibieron con un fuego violento y luego los coraceros enviados por Bessiéres se les enfrentaron para rechazar su ataque. Durante largo tiempo se oyó el estrépito metálico de las corazas golpeadas por los sables. «¡Lo mismo que en Eckmühl!», pensaba Lannes. «Su caballería sólo sirve para cubrir a la infantería derrotada. ¡Mi amigo Pouzet, mi hermano, mi maestro, diría que son muy tímidos o que no están demasiado convencidos! ¡Esta noche lo celebraremos en Viena!» Pensó en la hermosa Rosalie, en sábanas limpias, en una cena copiosa, en un sueño sin pesadillas. Pensó también en la duquesa de Montebello, que se había quedado en Francia, vio su semblante y su sonrisa, y murmuró: «¡Ah!, Louise-Antoinette…». Y blandió la espada para proseguir la matanza.

Berthier, el mayor general, había enviado a Lejeune ante Davout para que apresurase la marcha. Durante el camino, el coronel, que se había llevado consigo a su ordenanza, le encargó:

– Sígueme por la orilla derecha. Te vienes a Viena y entregarás esta carta a la señorita Krauss.

– Será un placer, mi coronel -dijo el ordenanza, encantado de una misión fácil lejos de la batalla.

Se guardó la carta bajo el dormán y precedió a su oficial por el puente grande.

– ¡No tan rápido, imprudente!

El fragor del río cubrió la voz de Lejeune y su ordenanza, ya muy lanzado, no le oyó. Cabalgaba al trote largo, y más de una vez el coronel creyó que aquel imbécil caería al agua, con el caballo y la carta, pues el Danubio, al azotar el puente grande, lo balanceaba, pero no, el ordenanza casi había llegado al otro lado. Se volvió en la silla, alzó la mano enguantada para saludar a su coronel, el cual le respondió, y clavó ambas espuelas en los flancos de su montura para tomar la ruta de Viena, en sentido contrario a la marcha del ejército del Rhin. En el horizonte, por encima de las últimas y ligeras franjas de bruma, Lejeune entrevió el largo campanario de San Esteban y se tranquilizó, pues por fin su carta llegaría a Anne. Contempló la orilla derecha, por donde avanzaban las interminables columnas de Davout, un convoy de artillería y carros de municiones y víveres. Algunos cazadores a caballo, de uniforme verde oscuro, con sus gorros de pelo negro, redondos como bolas y encasquetados en la frente, se adelantaban por las primeras tablas del puente. Lejeune empujó a su caballo con las rodillas para ponerlo al paso e ir al encuentro de aquellos hombres sin resbalar en las tablas mojadas y a veces desparejas del piso. Desde la víspera, pontoneros y zapadores se habían organizado para frenar la carrera de los maderos, troncos y brulotes que los austríacos seguían lanzando a la corriente. En cuanto se producía un daño, se apresuraban a hacer un remiendo. Lejeune no prestó atención a ese trabajo convertido en una rutina. Estaba llegando a la mitad del puente cuando le sobresaltaron unos alaridos. Delante de él, los jinetes se habían detenido y contemplaban el río corriente arriba.

Los gritos procedían de un equipo de carpinteros de armar instalados en uno de los pontones de sostén. Clavaban y consolidaban unas amarras. Lejeune bajó del caballo y se asomó. -¿Qué pasa ahora?

– ¡Que van a lanzarnos casas para romper nuestro puente!

– ¿Casas?

– ¡Sí, mi coronel!

– Vedlo con vuestros propios ojos -le dijo un oficial de ingenieros, despechugado y con un mostacho muy poblado.

El hombre ofreció a Lejeune su catalejo y le indicó un punto a la altura del campanario ennegrecido de Aspern. Lejeune escrutó el Danubio y distinguió siluetas con uniforme blanco que se agitaban en un islote poblado de árboles. Miró con más atención. Aquellos hombres se afanaban alrededor de un gran molino de agua cuyas norias acababan de retirar. Otros formaban una cadena para trasladar grandes piedras. El oficial de ingenieros había subido al puente y estaba junto a Lejeune, a quien explicaba:

– Su idea es sencilla, mi coronel. La he comprendido y tiemblo.

– Decidme…

– Hace un momento han recubierto el molino de alquitrán y se disponen a atarlo a dos barcas lastradas con piedras. ¿Lo veis?

– Continuad…

– Abandonarán el molino flotante en la corriente, tras prenderle fuego, ¿y qué podemos hacer nosotros, queréis decírmelo?

– ¿Estáis seguro?

– ¡Por desgracia!

– ¿Desde aquí les habéis visto recubrir ese molino de alquitrán?

– ¡Toma! ¡Era de madera clara y se ha vuelto negro! Y además, su idea es evidente desde hace horas, porque nos envían balsas incendiarias y tenemos que partirnos en cuatro para desviarlas en el río y apagarlas. Eso es demasiado grande y no podremos pararlo.

– Espero que os equivoquéis -dijo Lejeune.

– Esperar no cuesta nada, mi coronel. ¡Claro que me gustaría equivocarme!

No se equivocaba. Obnubilado por aquel molino que tenía la altura de una casa de tres pisos, Lejeune contemplaba la espantosa maniobra. En efecto, los austríacos depositaron su edificio en el agua, donde quedó flotando. Unos granaderos lo acompañaron en barcas hasta el centro del río, a fin de que no embarrancara demasiado pronto en una u otra de las orillas. Llevaban antorchas de estopa, y las encendieron con eslabones para arrojarlas al pie de la máquina infernal. El molino se incendió en un instante y derivó a merced de la impetuosa corriente.

Entre los franceses, la impotencia hizo que aumentara el pánico: ¿cómo desviar el rumbo de aquel artefacto infernal? El molino transformado en brasero móvil se aproximó al puente grande adquiriendo velocidad. Los dispositivos inventados por el cuerpo de ingenieros para desviar los brulotes, con cadenas tendidas de una orilla a otra del río, no bastarían para desviar el colosal proyectil. Sin embargo, cada uno volvia a ocupar su puesto, en las barquichuelas unidas con cabos, varas, bicheros y troncos de árboles colocados como topes, y cada uno aguardaba el choque con ansiedad, preguntándose si sobreviviría.

Lejeune dio una palmada a la grupa de su caballo para que se dirigiera hacia la isla. Los cazadores, impotentes, se habían replegado en la orilla derecha, y las columnas de Davout, horrorizadas por el espectáculo, habían dejado el arma a los pies. El molino en llamas aumentaba de tamaño a medida que se aproximaba, se bamboleaba en las aguas revueltas, pero no volcaba. A la altura de las barquillas y de las cadenas tendidas, perdió lienzos de maderamen que saltaron al agua, donde chisporrotearon y humearon, pero el conjunto siguió en pie y aceleró su velocidad. Cuando embistió las cadenas, se las llevó por delante y precipitó las barquillas contra los maderos en llamas. Las barquillas ardieron con sus ocupantes y se perdieron en los remolinos. Se vio a un soldado adherido al alquitrán quemante, pero no le oyeron desgañitarse y el hombre se abandonó a su vez al Danubio. Nada obstaculizaba la carrera del brulote. Los pontoneros se zambullían, pues ya no tenían tiempo de trepar al piso del puente para huir antes de la colisión, y las olas les quebraban los huesos contra los cascos del pontón. Lejeune notó que le agarraban del brazo y vio que era el oficial de poblado mostacho que tiraba de él hacia atrás, y corrió hacia la isla Lobau. Oyó a sus espaldas un gran estrépito, y el puente tembló. El oficial y Lejeune cayeron de bruces en las tablas mojadas. Una lluvia de pavesas cayó a su alrededor y las fuertes olas producidas por el choque las extinguieron. Algunos zapadores con las ropas en llamas caían al agua y se ahogaban. Cuando se irguió sobre los codos, Lejeune vio la catástrofe: el puente grande estaba abierto y sus dos pedazos iban a la deriva. El molino desmembrado seguía ardiendo, y el fuego devoraba los cordajes, los maderos, el piso del puente.

Dos jóvenes caminaban por la Jordangasse. Eran casi de la misma edad, vestían levita de paño y se tocaban con sombreros de forma alta. El mayor debía de tener veinte años y jugueteaba con el bastón para darse un aire despreocupado. El otro, Friedrich Staps, no había pasado la noche en su habitación de la casa Krauss y, por lo tanto, ignoraba que la había visitado el policía Schulmeister, y que sus tejemanejes, sus mofas, sus secretos y la estatuilla de Juana de Arco habían puesto sobre aviso a Henri Beyle, el inquilino francés del piso superior. Cuando por fin llegaron ante la vivienda, en lugar de despedirse, Ernst le acució sin mirarle:

– Sigamos caminando como unos paseantes cualesquiera, no te vuelvas…

Friedrich le obedeció, puesto que su amigo adivinaba una amenaza, pero no osó preguntarle la razón de esa desconfianza hasta que estuvieron en la vecina Judenplatz. Fingieron que miraban el escaparate de una sastrería.

– ¿Qué he de temer?

– Delante de tu puerta había una berlina.

– Es posible.

– Tengo un sexto sentido para presentir a los guindillas.

– ¿La policía? ¿Estás seguro? En Viena no me conoce nadie.

– Seamos prudentes. Nuestros compañeros te alojarán, no vuelvas a poner los pies en esa casa. ¿Has dejado ahí tus cosas?

– Sí, claro…

Pensaba sobre todo en la estatuilla, puesto que llevaba el cuchillo encima.

– Mala suerte -dijo Ernst.

– Mala suerte -suspiró el joven Staps, pero sus futuras hazañas exigían sacrificios.

El día anterior, por la tarde, Staps se había reunido con Ernst von der Sahala en la tranquila sala de un café vienés. Se habían reconocido con la mirada, por sus afinidades, sin tener siquiera necesidad de presentarse.

– ¿Cómo le va a nuestro hermano el pastor Wiener? -le había preguntado Ernst.

– ¡Le bendigo por haberme recomendado a ti!

Ambos eran alemanes y luteranos, pero Ernst pertenecía a la secta de los iluminados que, como otras de la época, los filadelfos del coronel Oudet, los concordistas, los caballeros negros, afirmaban que eran tiranicidas y querían acabar con la vida de aquel Napoleón opresor de los pueblos. Los dos muchachos conversaron sentados en mesas contiguas, en un ambiente amenizado por la música de un violín. Luego habían vagabundeado por las murallas para admirar el campo iluminado por los incendios de la batalla. Staps le había hablado de su misión y contado que una mañana se marchó de casa dejando una nota a su padre: «Parto para realizar lo que Dios me ha ordenado». Se creía elegido, había oído voces. Había leído con pasión el Oberon de Wieland, ese ingenuo poema inspirado en la Edad Media en el que un enano, rey de los elfos, apoyaba a Huon de Burdeos en su expedición a Babilonia. Gracias a un corazón mágico y a una copa encantada, Huon logró casarse con la hija del califa tras haber obtenido de éste unos pelos de su barba y tres muelas. Había leído sobre todo a Schiller, el sentimental Schiller, tan noble que llegaba a ser inhumano, y su Doncella de Orléans le había arrebatado, hasta tal extremo que se había convertido en Juana de Arco. Al igual que ella, liberaría del Ogro a Alemania y Austria. Para ello había adquirido un cuchillo.

Dieron las ocho de la mañana. Los dos muchachos se internaron en las calles de la ciudad vieja, cogidos del brazo, y canturreaban como si estuvieran achispados.

– En tiempo de guerra -había dicho Ernst-, las patrullas no interpelan a los borrachos jaraneros.

Pasaron ante la iglesia de los dominicos, se cruzaron con una patrulla de la policía que se burló de ellos y, finalmente, Ernst llevó a su nuevo adepto a un pasadizo cubierto. Helos ahí, en un pa tio pavimentado. Ernst se dirige a una de las puertas y llama varias veces de acuerdo con un código, les abren, entran en un pasillo y luego en una habitación alargada e iluminada por dos palmatorias de luz débil. En el extremo de una mesa, un hombre delgado y entrado en años, vestido de negro, está leyendo la Biblia.

– Hay que albergar a este hermano, pastor-le dice Ernst. -Que deje su equipaje. Martha le conducirá al aposento del tercer piso.

– No tiene equipaje. Habría que procurarle lo necesario.

– ¿Lo necesario? -replica el viejo pastor-. Escuchad lo que nos dice el profeta Jeremías… (Toma la Biblía y lee en voz trémula:) «Éste es un día del Señor, el Eterno de los ejércitos. Es un día de venganza. La espada devora, se sacia, se embriaga con la sangre de sus enemigos. Las naciones se enteran de tu vergüenza, hija de Egipto, y tus gritos llenan la tierra, pues los guerreros se tambalean uno sobre otro, caen todos juntos».

– Qué hermoso es -dice Ernst.

– Y cuán cierto -añade Friedrich Staps.


Napoleón estaba muy pálido, la piel casi transparente, con el semblante liso y desprovisto de expresión de una estatua inacabada. Contempló el cielo, y entonces posó en el suelo la mirada de sus ojos vacíos. En pie a la entrada del puente grande que acababa de romperse y cabeceaba como un barco, observaba el molino consumido del que sería preciso extraer los restos humanos antes de empalmar las dos partes del largo piso que había reventado allá, a un centenar de metros, en una abertura donde la corriente se precipitaba con la fuerza de un torrente. Silencioso, más abrumado que contrariado, el emperador tenía las manos a la espalda y apretaba una fusta. Aquella mañana la situación había sido favorable, la ofensiva eficaz: Lannes había derrotado el centro austríaco y llevado lejos sus incursiones; Masséna y Boudet esperaban para salir del pueblo con sus divisiones. En aquellas inmensas planicies, el emperador ya no podía aplicar su estrategia habitual. Había probado la sorpresa y la rapidez al surgir de la isla Lobau, incluso había estado al borde de la victoria, pero la guerra estaba cambiando y, como durante los reinados, una batalla se libraba artillería contra artillería, regimiento contra regimiento, con masas que se lanzaban sobre otras masas, cada vez más hombres, más cadáveres, más metralla y fuego. El emperador estaba iracundo al ver, en la otra ribera, aquel suplemento de hombres que necesitaba, el ejército de Davout inmovilizado, con sus cañones inútiles, sus carros de pólvora y víveres, sus columnas ociosas.

Unos pasos atrás, irritados, inquietos, Berthiery un grupo de oficiales no osaban decir palabra ni hacer un gesto. Esperaban la orden fulgurante, la idea que invertiría la suerte. Lejeune se encontraba entre ellos, despeinado, sin el chacó, el uniforme deshecho. El emperador, fascinado por aquel puente demasiado frágil y demasiado largo que se mofaba de él, gritó sin volverse:

– ¡Bertrand!

El conde Bertrand, un general discreto y abnegado, se le acercó, con el sombrero bajo el brazo, y se puso firmes. El emperador había decidido el lugar donde se tendería el puente, sólo él había determinado el plazo necesario para su construcción, pero quería señalar continuamente responsables, y Bertrand estaba al frente del cuerpo de ingenieros.

– Sabotatore!

– He cumplido vuestras órdenes al pie de la letra, Sire.

– ¡Traidor! ¡Ved ahí vuestro puente!

– En una noche, Sire, no podíamos hacer una obra mejor en este río dificil.

– ¡Traidor, traidor! (Y a los demás:) Ha agita da traditore! ¡Y vosotros también! ¡Todos! ¡Me traicionáis!

Nadie le respondió, pues era inútil. Había que esperar a que la cólera del emperador se aplacase.

– ¡Bertrand!

– Sire?

– ¿Cuánto tiempo para reparar vuestro sabotaje?

– Por lo menos dos días, Sire…

– ¡Dos días!

Bertrand recibió en pleno rostro un vigoroso golpe de fusta. El emperador respiraba con dificultad. Se encaminó hacia su caballo y, con un impaciente gesto de la mano, pidió a Berthier que le siguiera.

– ¿Habéis oído las insolencias de ese puñetero Bertrand?

– Sí, Sire-respondió Berthier.

– ¡Cuarenta y ocho horas! ¿Dónde está el archiduque?

– En su campamento de Bisamberg, Sire.

– Hummm… No tardará en enterarse de nuestra desgracia.

– Dentro de una o dos horas, ciertamente. Y aprovechará la situación para enviar contra nosotros el conjunto de sus reservas.

– ¡Salvo si perseveramos en el ataque, Berthier! ¡Lannes está en una posición excelente, ha desorganizado a la infantería de Hohenzollern!

– Pero van a faltarnos municiones.

– Davout puede abastecernos por medio de barcas.

– En pequeñas cantidades, Síre, y corriendo el riesgo de zozobrar.

– Entonces ordenemos el repliegue.

– Si retrocedemos, Síre, los ejércitos del archiduque volverán a formarse.

– ¡Y si no nos replegamos, el archiduque intervendrá contra nuestros flancos mal protegidos y habrá una matanza! Es preciso replegarse.

– ¿Dónde, Síre? ¿En la isla?

– ¡Naturalmente! ¡No será en el Danubio, idiota!

– Es imposible que pasen a tiempo cincuenta mil hombres con los cañones y el material antes de que los austriacos nos sorprendan de costado en el borde del río.

– Primero repleguémonos sin apresuramiento hacia nuestras posiciones de la noche. Masséna y Boudet se parapetan en sus pueblos y Lannes resiste en el glacis.

– Así pues, será preciso resistir durante diez horas…

– ¡Sí!

A las nueve de la mañana, una vez más el coronel Lejeune galopaba sin alegría por los campos. Iba a entregar al mariscal Lannes la orden de repliegue. Se cruzó con una columna de prisioneros austríacos que avanzaba en sentido contrario, todo un batallón de fusileros sin sombreros y sin armas, cabizbajos, varios de ellos con chirlos, un vendaje provisional alrededor del cráneo o un brazo en cabestrillo. Algunos rezagados les seguían cojeando, las polainas ensangrentadas. Pasaban por los trigales y el joven Louison los conducía como si fueran una bandada de ocas, improvisando una zarabanda fatigosa con su gran tambor. Lejeune tenía el corazón oprimido, pero sonrió. Aquello le recordaba la aventura de Guéhéneuc después de la victoria de Eckmühl. El coronel de ese nombre iba a llevar un mensaje cuando tropezó con un regimiento de la caballería enemiga, extraviado en la noche, el cual se rindió de inmediato. El emperador se mostró regocijado: «¿Sois vos, Guéhéneuc, vos completamente solo, quien ha cercado a la caballería austríaca?». Pero aquella mañana, detrás de los prisioneros venían los hombres de Lannes, hirsutos y fanfarrones, ataviados con despojos como bandoleros. Llevaban haces de fusiles confiscados y arrastraban cinco cañones intactos, con arcones enganchados a caballerías, las cartucheras llenas de cartuchos y una bandera agujereada.

Lejeune prosiguió su camino hacia la línea del frente, que estaba muy avanzada, pues se divisaban a lo lejos cazadores montados en el villorrio de Breintenlee, donde apoyaban el fuego. El mariscal Lannes estaba sentado en una caja de artillería sin ruedas. Dirigía su batalla distribuyendo órdenes de circunstancias a sus ayudantes de campo, los cuales las llevaban corriendo a SaintHilaire, Claparéde o Tharreau.

Cuando Lejeune desmontó, Lannes frunció las cejas y exclamó:

– ¡Ah! ¡Aquí tenemos al coronel catástrofe!

– Me temo que Vuestra Excelencia tiene razón.

– Decid.

– Vuestra Excelencia…

– ¡Decid! Estoy acostumbrado a escuchar horrores.

– Debéis suspender el ataque.

– ¿Cómo? ¡Repetidme esa idiotez!

– La ofensiva se ha interrumpido.

– ¡Otra vez! Hace apenas una hora, vuestro compinche Périgord me ha pedido lo mismo, para reparar ese puente del diablo al que una balsa en llamas ha hecho polvo. ¿Acaso vuestro puente es de paja?

– Vuestra Excelencia…

– ¿Sabéis lo que ha ocurrido, Lejeune? Esos de ahí delante han vuelto a formar al primer respiro, y hemos tenido que reanudar la penetración. ¡Han caído algunos de los nuestros, pero de nuevo hemos desbaratado a los austríacos! Bien, ¿tenemos que mirar sentados cómo se recuperan los títeres de Hohenzollern?

– El emperador ha ordenado el repliegue en Essling.

– ¿Cómo?

– Esta vez es más grave.

Lejeune contó a Lannes los últimos acontecimientos. El mariscal, desconcertado, se exasperó.

– ¡La victoria era nuestra! ¡Lo era, creedme! Una hora más, el apoyo de Davout y el archiduque estaba listo… -Entonces dictó sus órdenes a los ayudantes de campo-: Que Bessiéres vuelva a lle var la caballería entre los dos pueblos, que Saint-Hilaire y los demás se retiren en orden pero con lentitud, para no mostrar nuestro cambio de opinión repentino, como si tuviéramos una nueva estrategia, como si esperásemos refuerzos inminentes o dejásemos que nuestra artillería se despliegue en la planicie. Hay que intrigar a los austríacos y no alertarlos.

Se levantó para mirar a sus oficiales que partían a comunicar la orden funesta, y entonces reparó en que Lejeune no se había movido.

– Gracias, coronel. Podéis regresar al estado mayor. Si salís de ésta y algún día contáis nuestra historia un poco loca, os permito decir que habéis visto al mariscal Lannes desarmado, no en el com bate, desde luego, sino por una orden. Basta una palabra para herir a un soldado. ¿Qué piensa de esto Masséna?

– No sé nada, Vuestra Excelencia.

– Debe de estar tan enfurecido como yo, pero es menos iracundo y gritón. No revela nada. A menos que le importe un bledo… -Lannes aspiró aire tan hondo que se le hinchó el pecho-: Quiero que este repliegue sea un modelo en su género. Corred a decírselo a Su Majestad.

Lejeune se alejó dejando al mariscal Lannes en los trigales. Pensaba que aquella batalla no era ordinaria, que la gente se exaltaba y desencantaba demasiado a menudo y que eso influía en los nervios. La acción se diluía. Ya hacía mucho calor y Lejeune deseaba tenderse y hacer una larga siesta. ¡Cuánto le habría gustado Viena, si la hubiera visitado como un simple viajero! Oía resonar en sus oídos el alemán cantarín de Anna Krauss. Cuando terminara la guerra, irían juntos a la Ópera. Su caballo brincaba entre cadáveres indiferenciados.

El ordenanza del coronel Lejeune devoraba con glotonería carne de ave fría. Una vez entregada la carta a la señorita Krauss, se había encontrado con Henri, el cual le abrumó con sus preguntas. Era un buen muchacho, pero fanfarrón; le gustaba darse importancia y simulaba la fatiga de los combates vividos de lejos, al abrigo de la isla Lobau. Cuando Henri le preguntó si tenía hambre, la cara del ordenanza se iluminó, y le siguió a la cocina ensuciando con las botas embarradas las tablas del suelo. Así pues, estaba sentado a la mesa ante las provisiones entregadas a la chita callando por la intendencia. Bien instalado, con la guerrera desabrochada, hundía los dedos en los platos, puntuaba las frases agitando un muslo de pollo a medio comer y vertía en el vaso un vinillo vienés del que se servía sin cesar, embadurnando la botella de grasa.

– La jornada de ayer ha sido dura -decía mientras masticaba y bebía-, pero el coronel no ha sufrido ni un rasguño, os lo juro, y esta mañana, cuando le he dejado en el puente grande, el ejército del mariscal Davout llegaba a punto, con cañones y furgones de víveres.

– ¡Víveres de los que, a juzgar por vuestro apetito, había una carencia extrema!

– De eso sí, señor Beyle. Ya era hora. A fuerza de cazar furtivamente, ya no quedaba nada que abatir en la isla.

– ¿Y sobre el terreno?

– Todo se desarrolla de maravilla, según las inspiraciones de Su Majestad, o por lo menos eso es lo que me ha confiado el coronel Lejeune, señor, pero no mentía, eso se notaba por su aire de confianza. Los austríacos reciben un palizón, de eso no hay duda, y nuestros soldados se desenfrenan. La victoria está al alcance de la mano.

Anna había entrado en la estancia con la carta anodina que Louis-François le había escrito en alemán, y miraba fijamente a aquel teniente voraz que le parecía muy vulgar. El doctor Cari no, que estaba de visita para asegurarse de que Henri tomaba sus pociones y mejoraba, le servía de intérprete y repetía a media voz las informaciones del oficial. A medida que las iba recibiendo, Anna palidecía cada vez más, se ceñía el chal bordado como si hiciera frío y arrugaba la carta que tenía en la mano. Henri la miraba por el rabillo del ojo y le costaba entender que no le alegraran las buenas noticias, pero entonces se dijo que la joven era austríaca y que tal vez su padre luchaba en las filas del archiduque, que tenía unas inquietudes legítimas, que la victoria de unos significaría la derrota de los otros y que la situación debía de resultarle penosa fuera cual fuese el resultado. Esto contradecía las teorías que Henri bosquejaba, pues estaba persuadido de que el amor sobrepasa tanto a las familias como a las naciones y las deja de lado. Reflexionaba y apenas escuchaba al ordenanza que contaba las hazañas militares mientras atacaba una tarrina de liebre. ¿Y si Anna no estuviera enamorada de Louis-François? En ese caso, ¿tenía Henri su oportunidad?

– Entonces -siguió diciendo el ordenanza al tiempo que tomaba un buen bocado de la tarrina- el emperador ha ordenado la ofensiva y todo el ejército ha salido de golpe de la niebla…

«¡Claro, ella no le ama!», se persuadía Henri, sonriendo. Anna tenía el semblante entristecido, y se dejó caer en una silla mientras Carino seguía traduciendo el avance de los ejércitos na poleónicos y la huida de los regimientos de Hohenzollern que el teniente transformaba en una derrota general. Los ojos de Anna se humedecieron, la carta estrujada cayó al suelo y ella no se dignó recogerla. El doctor le puso una mano sobre el hombro, y ella se abandonó a los sollozos, con gran asombro del teniente, el cual siguió masticando como si rumiara. Llenó un vaso hasta el borde y se levantó para ofrecérselo a la joven.

– Estas cosas emocionan a la señorita, un poco de vino la reconfortará…

Henri detuvo el gesto, tomó el vaso y lo bebió: -Sobre todo tiene necesidad de reposo -comentó.

– Ah, la guerra… cuando uno no está acostumbrado, le trastorna. -El teniente cortó otra gruesa loncha de la tarrina y prosiguió con su cháchara-: No es como la querida del duque de Montebello, que parece del todo acostumbrada. Ha ido a la isla y, como me encontraba allí, incluso me ha pedido…

– Gracias, teniente, gracias -concluyó Henri, y quiso ayudar a Carino para acompañar a la joven de regreso a su habitación, pero ella le apartó con un gesto febril.

El doctor se excusó alzando los ojos al techo. Cuando hubieron salido, Henri se agachó para coger la carta de Lejeune. La alisó, pero no podía leerla.

– ¿Entendéis el alemán, teniente?

– Ah, no, señor Beyle, lo siento mucho. Chapurreo el español, de acuerdo, por haber acompañado al coronel contra esa dichosa rebelión, pero el alemán no, aún no he tenido tiempo.

Y abrumó a Henri con toda clase de consideraciones sobre la dificultad de esa lengua.


Vincent Paradis dormía entregado a sueños cándidos que apenas eran tales sueños sino más bien imágenes, siempre las mismas, que le llevaban al pueblo, le mostraban sus colinas, el patio descuidado de la granja donde su padre removía hojas con detritus para preparar el abono. Vivían de lo que daba el campo, y algunos años la cosecha era suficiente. El año pasado habían matado el cerdo, un acontecimiento tan infrecuente que era memorable. Con la participación de los vecinos, habían descuartizado al animal para abastecer el saladero. El alcalde ofreció la sal, y, como no sabía cumplimentar los registros, lo protegía de aquellos señores de la ciudad, sobre todo de uno de ellos que tenía la idea de secar las marismas. En el campo uno conocía la monotonía y la muerte natural, y entones llegaron los gendarmes, los soldados que iban a reclutar a los más robustos para la guerra. Al igual que su hermano mayor, Vincent había sacado un mal número, y su familia no tenía un céntimo para ofrecerle un sustituto. No se había decidido a imitar a su amigo Bruhat, quien era necesario en la curtiduría y había ideado la manera de quedarse en casa. Mostraba al reír una boca desdentada:

– ¡Sí, me los arranqué todos hasta las encías, ya ves, porque sin dientes no puedes desgarrar los cartuchos y ya no te quieren! Vincent había seguido a los sargentos con fastidio y docilidad.

– ¡Eh! ¡En pie, gandul!

Vincent Paradis notó que le daban golpes con un zueco en el hombro. Abrió los ojos, bostezó y vio al enfermero Morillon al frente del batallón de soldados de ambulancia al que se había incorporado la víspera por orden del doctor Percy.

Paradis se irguió apoyándose en lo que le había servido de almohada. Se dio cuenta de que era un muerto, pero eso no le produjo ninguna emoción, pues los había visto a montones, y se limitó a musitar: «Duerme en paz, camarada, y tal vez en seguida…». Sin armas que llevar a cuestas se sentía ligero y seguía a Morillon como algún tiempo atrás siguió a los sargentos que le reclutaron. El batallón de las ambulancias estaba formado por tipos zafios y esa canalla de las grandes ciudades que haría lo que fuese por una pieza de oro, pues el doctor Percy les pagaba de su bolsillo para emplearlos cómo quisiera. Avanzaban en fila, detrás de un carro de grandes ruedas, para depositar en él a los heridos en la batalla. Dos enfermeros les acompañaban a fin de seleccionar a los moribundos: los más graves serían llevados a la ambulancia que se alzaba en la entrada del bosquecillo, mientras que a los demás los evacuarían a la isla. El grupo pasó entre las hileras de lisiados que se habían reunido en las riberas, a los que el viento cubría de polvo y que se protegían del fuerte sol con hojas de carrizo. Algunos se arrastraban hasta el Danubio para vomitar, otros eran presa de espasmos. Los había a centenares, y gemían, gritaban, tenían estertores, farfullaban frases incomprensibles, deliraban, intentaban aferrarle a uno el pantalón con una mano débil, insultaban, querían terminar de una manera o de otra, y por eso se habían llevado de allí todas las armas útiles, las espadas, las bayonetas, los cuchillos con los que se habrían abierto de buen grado las venas para no sufrir más y desaparecer.

Los enfermeros de la ambulancia y su carro avanzaron a lo largo del río hasta Essling, donde, como no podía salir al ataque, la división del general Boudet había tratado de parapetarse. Por el lado de la planicie, el pueblo defendido con barricadas ofrecía una especie de muralla. Muebles, colchones, cajas de artillería rotas y cadáveres formaban un revoltijo que llegaba a la altura del primer piso de las casas de mampostería horadadas por las balas de cañón y cuyas aberturas habían sido tapadas durante la noche con rastrillos y cascotes. Los últimos heridos aguardaban bajo los árboles de la calle principal, en la hierba que algunos mojaban con su sangre. Un capitán se apoyaba en un árbol, el ojo izquierdo oculto por un pañuelo manchado de rojo, y hacía gestos de dolor, apretando la pipa con los dientes hasta partírselos. Paradis fue a levantar a un dragón que había recibido una lanzada en un lado de la frente y se le veía el hueso. Luego recogió a un tirador que aulló cuando lo depositaron en el carro sobre haces de heno. Tenía destrozado el omóplato y Morillon, dándoselas de experto, comentó:

– Habrá que cortar buenos pedazos,de carne para sacar esos trocitos de hueso…

– ¿También vos operáis, señor Morillon? -le preguntó Paradis, deslumbrado por tanta ciencia.

– ¡Ayudo al doctor Percy, como bien sabéis!

– ¿Y este desgraciado resistirá?

– ¡No soy adivino! ¡Vamos! ¡Tenemos que darnos prisa!

Se oían de nuevo los ruidos de la batalla, y parecían aproximarse. Así pues, los austríacos no retrocedían. Los heridos se amontonaban en el carro, el cual dio media vuelta hacia el bos quecillo y el Danubio. Paradis se limpió en la hierba las dos manos enrojecidas y pegajosas. Los gemidos resonaban en su cabeza, pero estaba orgulloso de su nueva misión: el doctor Percy y sus ayudantes lograrían evitar que algunos de aquellos cuerpos acabaran siendo pasto de los gusanos.

A poca distancia del puente pequeño, donde iban a dejar su lastimosa carga, el personal de la ambulancia se topó con un cortejo. Unos tiradores transportaban el cuerpo de un oficial que se convulsionaba.

– ¡Vaya! -exclamó Paradis-. ¡Por lo menos es un coronel, y con esa colección de dorados en el pecho!

– El conde Saint-Hilaire -dijo Morillon, quien conocía de vista a los generales del Imperio.

Paradis, olvidando a los heridos que había recogido, se situó junto a la puerta de la ambulancia. Los soldados depositaron el cuerpo del oficial sobre la mesa de Percy.

– La metralla le ha destrozado el pie izquierdo…

– ¡Ya lo veo! -replicó Percy, desgarrando lo que quedaba de la bota-: ¡Hilas!

– No quedan.

– ¡Un trozo de chaqueta, un trapo, paja, hierba, lo que sea! Paradis desgarró un trozo de su camisa y lo tendió al doctor, y éste lo cogió para enjugarse el sudor. Estaba agotado, pues no había cesado de practicar amputaciones desde la víspera, y se le nublaba la vista. Con un cauterio incandescente quemó la herida para matar los nervios. Saint-Hilaire abrió mucho la boca, como para gritar, se limitó a hacer una mueca, se contrajo, se puso rígido y cayó sobre la mesa en el momento en que Percy le serraba el tobillo, pues se había declarado el tétanos. El doctor se detuvo, alzó un párpado del paciente y anunció:

– Señores, pueden llevarse a su general. Acaba de morir. Paradis no supo si el general Saint-Hilaire había tenido derecho a una sepultura o si esperaban llevarlo a Viena, porque Morillon le envió con otros diez servidores de la ambulancia a repartir el caldo de los heridos. Fueron a regañadientes, pero la faena no era peligrosa. El avituallamiento seguía a cargo de Davout, quien estaba en la orilla derecha, nadie podía batirse ni sobrevivir con el estómago vacío y los batallones de Percy debían ayudar a los cocineros de las cantinas ambulantes. Por la noche unos equipos habían recorrido la pequeña planicie en busca de los caballos muertos cuya panza empezaba a hincharse, habían atado con cuerdas los cadáveres y unos pencos de artillería los habían arrastrado a los parajes donde estaba la ambulancia: había un terrible amontonamiento de morros, crines, cascos, corvejones. Paradis y sus nuevos colegas tenían que cortarlos en trozos con espadas embotadas o trinchadores. Luego los cuartos de carne fresca se pondrían en corazas recuperadas, lavados con el agua terrosa del Danubio y, sazonándolos con pólvora, se pondrían a hervir en una serie de fogatas. Así pues, Paradis estaba cortando carne de caballo cuando se presentó un grupo de tiradores hambrientos.

– ¿Vas a dar todo eso a los moribundos?

– Vosotros tenéis raciones -replicó Gordo Louis, quien dirigía a los aprendices de carnicero.

– Tenemos las escudillas vacías. -¡Pues qué lástima!

Los tiradores los rodearon y amenazaron con las bayonetas. -¡Haceos a un lado!

– ¡Si quieres practicar esgrima -dijo Gordo Louis, alzando su ajadera-, los austríacos te están esperando!

– Y además -añadió Paradis- en la llanura hay montones de caballos para comer.

– Gracias, muchacho, pero venimos de ahí. ¡Apártate!

El tirador apartó a Paradis de un empujón para clavar su bayoneta en el cuello de un asno gris. Gordo Louis rompió la bayoneta con su tajadera. Dos soldados delgados y aviesos como lobos le agarraron por detrás, llamándole sucio paisano. Él embistió y llovieron los golpes. Paradis fue a esconderse detrás del montón de caballos de ojos vidriosos. Soldados y personal de la ambulancia se arrojaban tripas a la cara. Uno que era astuto cortó un trozo y clavó los colmillos en la carne.


Bessiéres estaba muy molesto por la injusta reprimenda del emperador y había resuelto no volver a tomar la menor iniciativa. Se limitaba a obedecer las órdenes de Lannes, tanto si las aprobaba como si no, sin pensar en mejorarlas variando algunos aspectos, lo cual retardaba sus acciones. Se las ingeniaba para conservar su caballería, y sólo enviaba al frente los escuadrones exigidos. ¿Que debían retirarse? Estaba de acuerdo. ¿Que atacaban? También lo estaba. Se había pasado la noche entera rumiando su cólera, y eso le había mantenido despierto. Había inspeccionado a su tropa, fatigado dos caballos, mordisqueado con sus dragones de Gascuña una rebanada de pan frotado con ajo. El emperador le decepcionaba, pero le ponía buena cara. Tenían un pasado común, el odio de los jacobinos y el desprecio de la República, aunque la nobleza del mariscal Bessiéres sólo se debiera a su educación, dispensada por un padre que era cirujano, un abad de la familia y los profesores del colegio Saint-Michel de Cahors. Comprendía el sistema del emperador, y se llenaba de aflicción: ¿era necesario despertar tanto odio para reinar? Dos años antes, Lannes se había sentido mortificado cuando Su Majestad, en el último momento, prefirió a Bessiéres para entrevistarse con el zar en Tilsit. Mientras observaba la planicie, Bessiéres se decía que la voluntad arbitraria casa mal con la razón. Veía con su anteojo a los austríacos que traían de nuevo su artillería y rociaban de metralla a los batallones del pobre Saint-Hilaire, que el cabezota de Lannes concentraba a sus espaldas. Resonó una detonación aislada, seca y clara en el estrépito confuso de los combates. Provenía de un escuadrón de coraceros. Bessiéres dirigió allí su caballo y se encontró con dos jinetes que habían desmontado y reñían. Uno de ellos tenía una mano ensangrentada. El capitán Saint-Didier, en lugar de separarlos, ayudaba al más corpulento a inmovilizar en el suelo al herido, el cual pataleaba.

– ¿Un accidente? -preguntó Bessiéres.

– El coracero Brunel ha intentado matarse, Vuestra Excelencia -respondió el capitán.

– Y yo he desviado el disparo -completó Fayolle, mientras sujetaba a su amigo en el suelo con todo su peso, una rodilla hincada en el pecho.

– Un accidente. Que le venden la mano.

Bessiéres no exigió que castigaran de alguna manera a Brunel, el soldado que había flaqueado. Tanto los suicidios como las deserciones se multiplicaban en el ejército. Ya no resultaba extraño que en medio de las batallas un recluta exasperado se escabullera al abrigo de un bosque para levantarse la tapa de los sesos. El mariscal volvió la espalda y dio alcance a un regimiento de dragones que lucían crines negras en los cascos de cuero enturbantados con piel de foca brillante bajo el sol, entre los que desapareció. Brunel, que tenía dificultades para respirar, se irguió apoyándose en los codos. Un coracero cortó unas tiras de su manta sudadera para vendarle la mano, dos de cuyos dedos le había arrancado el disparo. El capitán Saint-Didier sacó de la funda de arzón un frasco de licor, lo abrió y puso el gollete entre los dientes del herido voluntario:

– ¡Bebe y monta!

– ¿Con la mano destrozada? -inquirió Fayolle.

– ¡No necesita la mano izquierda para sostener la espada!

– Pero sí que la necesita para sostener la brida.

– ¡Sólo tiene que enrollársela en la muñeca!

Fayolle ayudó a Brunel a poner de nuevo los pies en los estribos, y rezongó:

– Tampoco nuestros caballos pueden continuar.

– ¡Los montaremos hasta que revienten!

– ¡Ah, mi capitán! ¡Si los caballos supieran disparar, seguro que se matarían en seguida!

Brunel miró a su compañero.

– No deberías haberlo hecho.

– Bah…

A Fayolle no se le ocurría nada inteligente que decir, pero no habría tenido tiempo, pues una vez más las trompetas llamaron a formar, una vez más los hombres desenvainaron las espadas y una vez más lanzaron sus monturas al trote corto hacia las baterías austríacas.

Desde lo alto del glacis vieron que estaban ante unos cañones que levantaban la tierra de los trigales verdes, pero cuando las trompetas dieron la señal de ataque fue imposible poner los caballos al galope, tan agotados estaban por demasiadas cargas repetidas. Su alimentación a base de cebada era deficiente, estaban debilitados y no lograban pasar del trote largo que, para los coraceros, era el paso más extenuante, pues sufrían continuas sacudidas y el peto y el espaldar de acero les cizallaban hombros, codos y caderas. Además estaban expuestos a los disparos incesantes, porque los cañones escupían fuego sin descanso, algo semejante a una descarga de fusilería, y la densa lluvia de proyectiles causaba estragos en sus filas. Aun así, los jinetes de Saint-Didier cargaron a poca velocidad bajo la granizada de fuego, con la espada de punta. Fayolle creyó que corría hacia su fin seguro, pero fue su vecino Brunel quien le precedió al infierno: una bala de cañón le decapitó y, como el corazón seguía latiendo por costumbre, los chorros de sangre surgían a sacudidas del cuello de la coraza. El jinete sin cabeza, rígido en la silla, el brazo extendido y paralizado, fue a estrellarse contra la linea de los artilleros. En el mismo instante, y bajo la misma andanada, el caballo de Fayolle se quebró una pata y dio media vuelta, relinchando de dolor. Fayolle desmontó sin preocuparse de la metralla, y contempló con simpatía al animal agotado. Se sostenía sobre tres patas, y le lamió la cara como si le dijera adiós. Entonces el coracero se tendió cuan largo era en la mies, puso los brazos en cruz, cerró los ojos y se durmió para olvidarse de la muerte y su trapatiesta.

Napoleón se había detenido ante el lindero de la peligrosa planicie que los austríacos bombardeaban sin descanso con doscientas bocas de fuego. Sus oficiales habían logrado persuadirle de que no entrara en Aspern, donde quería avivar el valor de los hombres de Masséna.

– ¡No corráis riesgos inútiles!

– ¡La batalla está perdida si os matan!

– Tembláis como mi caballo -gruñó el emperador, apretando demasiado las riendas, pero había enviado un emisario al pueblo para saber cómo evolucionaba la situación.

– Síre, aquí está Laville…

Un oficial joven de atuendo elegante cabalgaba al galope y puesto que a fin de presentarse a informar lo antes posible, saltaba las vallas que delimitaban los cercados, llegó sin aliento.

– El señor duque de Rivoli, Síre…

– ¿Ha muerto?

– Ha vuelto a tomar Aspern, Sire.

– Entonces ¿había perdido ese pueblo del demonio?

– Lo perdió y lo ha vuelto a tomar, Síre, pero las fuerzas de Hesse, pertenecientes a la Confederación del Rhin, le han prestado una gran ayuda.

– ¿Y ahora?

– Su posición tiene un aspecto de solidez.

– ¡No os pregunto de qué tiene aspecto su posición, sino lo que él piensa al respecto!

– El señor duque estaba sentado en un tronco de árbol, con una serenidad absoluta, y ha afirmado que podría resistir veinte horas si fuese necesario.

El emperador no respondió nada al joven ayudante de campo que le irritaba. Hizo girar su caballo con un gesto brusco y el pequeño grupo regresó hacia el tejar donde el mayor general le esperaba, rogando que no le mataran. El emperador le pidió el brazo para bajar del caballo recalcitrante que motivaba sus quejas y, una vez en el suelo, se apresuró a decir:

– Berthier, enviad al general Rapp para que ayude al duque de Rivoli que le necesita.

– Es un general de vuestro estado mayor, señor Sire.

– ¡Lo sé perfectamente bien!

– ¿Con qué tropas?

– Confiadle el mando de dos batallones de fusileros de mi Guardia.

Entonces el emperador se concentró en el mapa que dos ayudantes de campo mantenían desplegado ante sus ojos. Al igual que la víspera, el frente se extendía de un pueblo al otro, en arco de círculo, para adosarse al Danubio en sus dos extremos. Era preciso impedir que los austríacos atravesaran ese dispositivo para realizar de noche un repliegue total en la isla Lobau. El emperador no podía titubear más, debía utilizar la Guardia, hasta entonces mantenida en reserva, y reforzar una posición muy dificil. Berthier, que había dictado y firmado las órdenes de Rapp, volvió para transmitir las últimas informaciones que había recibido:

Boudet está parapetado en Essling, Sire, con puestos de tiro por todas partes, pero aún no está amenazado. El archiduque lanza sus fuerzas principales contra nuestro centro. Dirige en perso na la ofensiva, con los doce batallones de granaderos de Hohenzollern…

– ¿El avituallamiento?

– Davout nos envía como puede municiones, por medio de barcas, pero los remeros tienen dificultades para no derivar más abajo de la isla.

– ¿Lannes?

– Su ayudante de campo informará a Vuestra Majestad.

Berthier señaló con un dedo al capitán Marbot, el cual, instalado en un arcón de artillería, deshilachaba estopa para taponar una herida en el muslo que sangraba y le manchaba el pantalón.

– ¡Marbot! -le dijo el emperador-. ¡Sólo los estafetas del mayor general tienen derecho a usar calzones rojos!

– Tengo derecho a ello en una sola pierna, Sire.

– ¡Vuestro turno llegará muy pronto!

– No es nada grave, Sire, un poco de carne que se ha esfumado.

– ¿Y Lannes?

– Mantiene el combate llevando a los soldados de Saint-Hilaire contra Essling.

– ¿Enfrente?

– Al principio del enfrentamiento, los granaderos húngaros asustaban a los reclutas más jóvenes, que no habían visto jamás a unos mozos tan altos y bigotudos, pero Su Excelencia ha sabido entusiasmarlos gritándoles: «¡Nosotros no valemos menos que en Marengo y el enemigo no vale más!».

El emperador hizo una mueca de displicencia y la tonalidad azul de sus ojos pasó por un momento al gris, pues, al igual que los gatos, tenían esa facultad de cambiar de color según su estado anímico. ¿Marengo? El ejemplo de Lannes era desmañado. Cierto que en aquella ocasión la infantería de Desaix había derrotado a los granaderos del general Zach, los mismos a los que el archiduque dirigía hoy, pero fue una victoria por los pelos. La caballería de Kellermann, el hijo del vencedor de Valmy, efectuó entonces una carga decisiva, pero ¿y si el cuerpo de ejército del general austríaco Ott hubiera llegado a tiempo? Napoleón pensó en Davout, quien no había llegado a tiempo. ¿De qué dependen las victorias? De un retraso, un viento repentino, el capricho de un río.

– Comprobadlo, coronel.


El general Boudet hizo entrar a Lejeune en una casamata de tablas amañada con montantes de armarios y cofres. Aquella parte de las fortificaciones de Essling ofrecía un panorama de la pla nicie, y desde allí se controlaban los movimientos del ejército contrario sin demasiados riesgos. Lejeune observó, tal como le invitaban a hacerlo. Boudet insistió con una expresión de fatiga en el semblante:

– Pronto tendremos encima varios regimientos. El archiduque no ha podido franquear los batallones de Lannes y los escuadrones de Bessiéres, por lo que, con toda razón, viene a este pueblo al que supone menos provisto de tropas. Las descargas de fusilería y los bombardeos durante horas y horas nos han puesto de rodillas. Los hombres tienen sueño, tienen hambre, empiezan a tener miedo.

En efecto, Lejeune veía a los regimientos húngaros que avanzaban hacia Essling en orden de asalto, que iban a romper como olas enormes contra aquellas débiles barricadas de muebles y piedras que no resistirían mucho tiempo. Iban a abrumar con su número a la división ya diezmada del general Boudet. En medio de la infantería y de los negros gorros de piel llamados colbacks el archiduque en persona, con la bandera en la mano, guiaba a la multitud que partía para atacar el pueblo. Los tiradores que montaban guardia contemplaban silenciosos la escena con escalofríos o una sensación de abatimiento.

– Llevad la noticia a Su Majestad -pidió el general a Lejeune-. Lo habéis visto y comprendido. Si no recibo ayuda con más rapidez, corremos al desastre. Una vez en Essling, los austríacos podrán llegar al Danubio. La caballería de Rosenberg piafa detrás del bosque, y por esta brecha podrá introducirse y separarnos de nuestra retaguardia. El ejército entero quedará cogido en una tenaza.

– Me voy a toda prisa, mi general, pero ¿y vos?

– Yo evacúo el pueblo.

– ¿Hasta dónde?

– Hasta el pósito, un poco hacia atrás, en el extremo del paseo de los olmos. Hay gruesos muros, buhardillas, puertas de chapa reforzadas. Ya he ordenado que lleven ahí las municiones y la pólvora que nos queda, y trataremos de resistir cuanto sea posible. Es una fortaleza.

Un obús estalló a pocos metros de donde estaban, luego otro. Un muro se vino abajo. Un tejado se incendió. El general Boudet se pasó la mano por el rostro de facciones marcadas:

– Daos prisa, Lejeune, esto ya empieza.

El coronel montó de nuevo a caballo, pero Boudet le retuvo.

– Le diréis a Su Majestad…

– ¿Sí?

– Lo que habéis constatado.

Lejeune lanzó su caballo a galope tendido y bajó por la calle principal. Boudet le contempló mientras se alejaba y refunfuñó:

– Le diréis a Su Majestad que me cago en él…

El general convocó a sus oficiales y ordenó a los tambores que tocaran la retirada inmediata. Esta música hizo que los tiradores salieran de sus puestos, de la iglesia, las casas, detrás de los terraplenes, y se reunieron formando una multitud confusa. El cañoneo era intenso.

Quinientos hombres ocuparon el pósito para resistir el asedio. Los fusiles apuntaban a las buhardillas, a las ventanas obstruidas a medias por los postigos. Las puertas se entreabrieron para permi tir que pasaran las bocas de los cañones alzados durante la mañana hasta las salas de la planta baja. Una escuadra de infantería se apostó alrededor, en las zanjas cubiertas de hierba, los pliegues del terreno, detrás de los olmos. El pueblo ardía, y los cañones ya debían de haber destruido las barricadas. No esperaron mucho. Apenas había transcurrido una media hora cuando los primeros uniformes blancos aparecieron en el extremo del paseo y en los campos vecinos. Corrían, doblados por la cintura bajo las mochilas. Boudet reconoció el banderín del barón de Aspre y dio la orden de abrir fuego. La artillería puso en desbandada a la primera oleada de asalto, pero acudían por todas partes, en filas cerradas, numerosos, y ni siquiera había tiempo de volver a entrar los cañones quemantes para recargarlos, disparaban desde cada ventana, detrás de las rejas, a las buhardillas; los austríacos caían, otros los reemplazaban y topaban con los gruesos muros del pósito. Boudet tomó un fusil y abatió a un oficial con manto gris que chillaba alzando su sable curvo. El hombre se desplomó, pero nada detenía a los soldados uniformados de blanco, algunos de los cuales se acercaban a lo largo de los muros, provistos de hachas que hincaban en los postigos y las puertas cerradas. En el interior los soldados tosían a causa de la humareda y la falta de aire. Las balas hirieron de rebote a algunos tiradores. Se agachaban, recargaban, se asomaban a una ventana, apoyaban el fusil en el hombro, apuntaban a ojo de buen cubero hacia aquella masa, como si fuese una bandada de estorninos. Era evidente que mataban, pero no lo veían, volvían a agacharse, cargaban, se levantaban, disparaban, se ponían a cubierto y así sucesivamente durante una eternidad.

A la larga los combates se debilitaron. Desde el tercer piso, en la abertura de un postigo de chapa, Boudet observó que las oleadas austriacas se espaciaban. Ordenó alto el fuego y oyeron el redoble familiar de los tambores. Boudet sonrió, sacudió a un joven soldado muy pálido y rugió con su acento bordelés:

– ¡Aún saldremos de ésta, muchachos!

Aliviados, abrieron las ventanas para asomarse con cautela, y divisaron los penachos verdes y rojos de los fusileros de la joven Guardia. Los ulanos arrojaban sus lanzas para empuñar el sable, más útil en el cuerpo a cuerpo. La batalla se desplazaba en el pueblo. Boudet salía fusil en mano cuando un oficial empenachado llegó a la plaza con una tropa a caballo.

– Señor, el general Mouton y cuatro batallones de la Guardia imperial están limpiando Essling.

– Gracias.

A pie, entre charcos de sangre y por un camino sembrado de cuerpos, Boudet se dirigió a la iglesia en ruinas. Gritos abominables ascendían desde el cementerio. Preguntó qué era aquello y un teniente de la Guardia le respondió que eran húngaros a los que degollaban con arma blanca sobre las tumbas.

– Ya no podemos cargarnos de prisioneros.

– Pero ¿cuántos son?

– Setecientos, mi general.


Las municiones se agotaban en todas partes. Los disparos, al amainar, daban una falsa impresión de calma momentánea, pues las escaramuzas seguían siendo numerosas y sangrientas, con sable, bayoneta o lanza, pero tenían menos vigor. Disparaban para mantener la batalla, atacaban con cierta desidia, como para defenderse o mantener la línea del frente. Los granaderos que rodeaban a Lannes ya no tenían cartuchos. El mariscal se sentía traicionado por la crecida del río. Se paseaba a pie con su amigo Pouzet, en un pequeño valle situado más abajo de la planicie. Las vallas de los cercados les protegían de las posibles incursiones de la caballería austríaca, cuyas monturas se romperían las patas. Lannes se desabrochó la guerrera, pues el día avanzaba pero aún hacía mucho calor, y se enjugó el sudor con la vuelta de la manga.

– ¿Cuándo empezará a oscurecer?

– Dentro de dos o tres horas -respondió Pouzet, consultando su reloj de bolsillo.

– No podemos cambiar por completo la situación.

– El archiduque tampoco.

– Seguimos muriendo, pero ¿por qué? ¡Nos estamos batiendo desde hace treinta horas, Pouzet, y ya tengo bastante! El ruido de la guerra me asquea.

– ¿A ti? ¿No has sufrido una sola herida y te quejas? Casi todos tus oficiales están inutilizables, Marbot cojea como un pato con el muslo perforado, Viry ha recibido un balazo en un hom bro, a Labédoyére le ha alcanzado en un pie un casco de metralla, Watteville se ha roto un pie al caer del caballo…

– Los aturdimos para llevarlos mejor a la muerte. ¡Ese cabrón de Bonaparte acabará con todos nosotros!

– No es la primera vez que dices eso. ¿Fue en Arcole?

– Esta vez me temo que…

– Esta noche cruzamos el Danubio, mañana estamos en Viena.

– ¡Pouzet! -gritó el mariscal.

Pouzet acababa de recibir una bala en plena frente, y se quedó rígido. Dos granaderos corrieron para constatar que el general no había tenido suerte y había muerto en el acto.

– Una bala perdida -dijo uno de ellos.

– ¡Perdida! -exclamó el mariscal, y se alejó del cadáver de su amigo.

La estupidez de esta batalla le hacía temblar de cólera. Se encaminó al tejar y entonces, al divisar una zanja, se dejó caer en la hierba y contempló el cielo. Permaneció allí tendido durante lar gos minutos. Pasaron ante él cuatro soldados que transportaban en un manto a un oficial muerto. Los hombres hicieron un alto para descansar, pues el cadáver pesaba y tenían un largo camino por delante. Dejaron su fardo en el suelo. Una ráfaga de viento alzó el manto y, al reconocer a Pouzet, Lannes se levantó de un salto.

– ¿Es que este espectáculo va a perseguirme por todas partes?

Uno de los soldados cubrió de nuevo el rostro del general con el manto. Lannes desprendió su espada del cinto y la arrojó al suelo.

– ¡Aaaaaah!

Tras haber gritado hasta quebrarse la voz, jadeó, avanzó unos pasos más y se sentó en la falda de un talud, cruzado de piernas y con la cabeza entre las manos para no ver nada más. Los soldados se llevaron a Pouzet hacia las ambulancias y el mariscal se quedó solo. Aún se oían las descargas de los cañones.

Un pequeño proyectil rebotó y alcanzó a Lannes en una rodilla. Se estremeció bajo el dolor e intentó levantarse, pero perdió el equilibrio y se desplomó en la hierba, maldiciendo:

– ¡Por todos los diablos!

Marbot no estaba lejos, había presenciado el accidente y llegó tan rápido como pudo, renqueando a causa de la herida en el muslo.

– ¡Marbot! ¡Ayudadme a ponerme en pie!

El ayudante de campo levantó al mariscal, pero éste se desplomó de nuevo. La rodilla rota ya no podía sostenerle. A las voces de Marbot, varios granaderos y coraceros acudieron corrien do, y entre varios lograron llevarse al mariscal, unos sujetándole por las axilas, otros por la cintura, y las piernas, desarticuladas, le pendían. El herido no se quejaba, pero la palidez de su rostro era extrema. La bala extraviada había golpeado la rótula izquierda y dañado la pierna derecha cruzada detrás. Al cabo de unos metros, los hombres que le llevaban tuvieron que detenerse con tiento, porque el menor movimiento provocaba un dolor muy intenso. Marbot se adelantó para hacerse con una carreta, unas parihuelas, lo que encontrara, y se encontró con los granaderos que transportaban el cuerpo del general Pouzet.

– ¡Dadme su manto, rápido! ¡Él ya no lo necesita!

Pero cuando volvió al encuentro del mariscal con el manto cubierto de sangre, Lannes lo reconoció y rechazó con voz todavía firme.

– ¡Es el manto de mi amigo! ¡Devolvédselo! ¡Que me lleven como puedan!

– ¡Id a cortar ramas y recoger hojas para hacer unas parihuelas! -ordenó Marbot.

Los hombres partieron hacia un bosquecillo para cortar ramas con los sables, y confeccionaron una tosca camilla. De esta manera transportaron al mariscal Lannes con más comodidad hasta la ambulancia de la Guardia, cerca del tejar, donde el doctor Larrey oficiaba con dos de sus eminentes colegas, Yvan y Berthet. Primero vendaron el muslo derecho del mariscal, mientras que éste solicitaba:

– Larrey, examinad también la herida de Marbot…

– Sí, Vuestra Excelencia.

– Han cuidado mal de ese muchacho y estoy preocupado.

– Voy a ocuparme de ello, Vuestra Excelencia.

Tras haber examinado juntos las heridas del mariscal Lannes, los tres médicos hicieron un aparte para establecer el diagnóstico y la manera más conveniente de tratar el caso.

– Apenas se le nota el pulso.

– Observad que la articulación de la rodilla derecha no está afectada.

– Pero la izquierda está quebrada hasta el hueso…

– Y la arteria se ha roto.

– A mi modo de ver, señores, hay que cortar la pierna izquierda-dijo Larrey.

– ¿Con este calor? -protestó Yvan-. ¡Eso no es razonable!

– Por desgracia -añadió Berthet-, nuestro excelente colega tiene razón. Y por mi parte, como medida de precaución, preconizo que se amputen ambas piernas.

– ¡Estáis locos!

– ¡Cortemos!

– ¡Estáis locos! ¡Conozco bien al mariscal, y tiene energía para curarse sin necesidad de la amputación!

– Nosotros también conocemos al mariscal, querido. ¿Habéis visto sus ojos?

– ¿Qué les pasa?

– Están tristes. Este hombre pierde las fuerzas.

– Señores -concluyó el doctor Larrey-, os advierto que la ambulancia se halla bajo mi mando y que la decisión me compete. Cortaremos la pierna izquierda.


Cuando Edmond de Périgord se presentó en el vivaque de la Vieja Guardia, entre el puente pequeño y el tejar, el general Dorsenne estaba pasando revista a sus granaderos por enésima vez. Quería que estuvieran impecables y limpios. Su experta mirada se fijaba en una manga polvorienta, un defecto en el color blanco del tahalí, unas guías del mostacho desviadas, las lazadas de unas polainas demasiado flojas. En el cuartel alzaba los chalecos a fin de comprobar la limpieza de las camisas. Para él, uno iba a la guerra como a un baile, con elegancia, y era no menos maniático con respecto a su propio atuendo. Se cuidaba como si evolucionara sin cesar ante unos espejos. Las mujeres le consideraban guapo, con el cabello negro rizado, la tez pálida, las facciones armoniosas. La corte chachareaba acerca de él, se conocían de memoria sus amores con la provocadora Madame d'Orsay, la esposa del famoso dandy, de la que el ministro Fouché repetía anécdotas escabrosas. Périgord, que tenía un carácter similar, aunque era más joven, se había encontrado a menudo con Dorsenne en el teatro o los conciertos de las Tullerías. Ambos, a diferencia de la mayoría de los demás militares, llevaban con naturalidad las medias de seda y los zapatos con hebilla, o bien unos uniformes extravagantes para llamar la atención de las duquesas. Los dos tenían un valor auténtico, pero les gustaba mostrarlo. La gente tomaba sus posturas como desprecio, eran irritantes.

– Señor general de la Guardia -dijo Périgord-, Su Majestad os ruega que vayáis al frente.

– ¡De maravilla! -respondió Dorsenne mientras se ponía los guantes.

– Opondréis al enemigo un muro de tropas a lo ancho del glacis, a la derecha de los coraceros del mariscal Bessiéres. -¡Muy bien! Considerad que ya estamos ahí.

Con un movimiento flexible, Dorsenne subió al caballo que le habían presentado, dio una orden breve y la Guardia Imperial se puso en movimiento al mismo paso, como para desfilar en el Carrousel, con la música y las águilas en cabeza. Périgord admiró este conjunto y entonces regresó hacia el estado mayor para informar a Berthier.

La aparición en la cresta de los gorros de piel de la Guardia bastó para que cesara momentáneamente el cañoneo de los austríacos. El general Dorsenne determinó la posición de sus granaderos distribuidos en tres filas. Había dado la vuelta a su caballo para comprobar que se mantenían casi codo con codo, y para ello, sin preocuparse, daba la espalda a los cañones y a la infantería del archiduque. Al ver que un proyectil alcanzaba a uno de los soldados, ordenó, cruzado de brazos:

– ¡Estrechad filas!

Los granaderos, apartando con los pies el cuerpo de su camarada caído, obedecieron la orden. Esto sucedió veinte veces, tal vez cien, y ellos estrechaban filas. Cuando una bala de cañón arrancó de cuajo la cabeza de uno de los abanderados, una cantidad considerable de monedas de oro rodaron por el suelo. Al tipo se le había ocurrido esconder sus ahorros en la corbata, pero nadie se atrevió a agacharse para coger un puñado, por temor a las reprimendas. De todos modos, los más próximos no apartaban los ojos del suelo donde brillaban las monedas. Las balas seguían silbando y causando estragos en la Guardia.

– ¡Estrechad filas!

Irritado porque no podía copar al enemigo, el archiduque ordenó que se intensificara el fuego. Los tambores, en formación de cuadro bajo la metralla, tocaban al lado de los granaderos inmóvi les que presentaban armas. Decenas de ellos ya habían caído en los trigales y los demás estrechaban filas. Dorsenne acabó por constatar que su muralla humana estaba demasiado desparramada, y colocó de nuevo a sus hombres en una sola línea de cara al enemigo. Un incidente estuvo a punto de perturbar esa maniobra heroica destinada a impresionar a los austríacos. Cazadores a pie y fusileros, mandados hasta hacía poco por Lannes, se desbandaban en la planicie ante la infantería de Rosenberg. Corrían sosteniendo a sus heridos, y muchos se habían desembarazado de las mochilas a fin de huir con más celeridad. Cuando llegaron a la muralla de la Guardia, los fugitivos se interpusieron entre los granaderos y las baterías que los mataban, y entonces los veteranos los agarraron por el cuello o las mangas de la guerrera para lanzarlos detrás de ellos. Ante esta seguridad tranquilizadora, algunos cayeron de rodillas y otros, locos de terror, se revolcaron babeando como epilépticos en una crisis. Informado de esta derrota de varios batallones, con dos de sus capitanes, Bessiéres se apresuró a formar de nuevo a los que habían conservado sus fusiles.

– ¿Dónde están vuestros oficiales?

– ¡En la planicie, muertos!

– ¡Vamos juntos a buscar sus cuerpos! ¡Cargad vuestras armas! ¡Formad filas!

– ¡Estrechad filas! -seguía ordenando Dorsenne a cien metros de allí.

Un granadero que había recibido un fragmento de metralla en una pantorrilla se arrastró a un lado. Al caer había cogido algunas de las piezas que el abanderado, su ex compañero de línea, ocultaba en la enmarañada corbata blanca. Abrió la mano con disimulo, examinó su tesoro de cerca y murmuró que ya no valía nada. En efecto, el 1.° de enero de I8o9 el emperador había hecho borrar de las monedas la divisa que figuraba todavía en aquellas piezas: UNIDAD, INDIVISIBILIDAD DE LA REPÚBLICA.


La noche se cernió pronto sobre una batalla sin vencedor. Napoleón y los oficiales de su Casa abandonaron el tejar y la comitiva se dirigió a la tienda imperial montada la víspera en el césped de la isla. Avanzaban al paso por una senda atestada de arcones vacíos, piezas de artillería desmontadas, caballos solitarios y enloquecidos, lentas columnas de heridos guiadas por el personal de las ambulancias. En el estribo del puente pequeño, el emperador palideció. Primero había visto a un comandante de coraceros que lloraba en silencio. Luego había reconocido al doctor Yvan y, seguidamente, a Larrey, inclinados sobre un paciente al que instalaban en un lecho de ramas de roble y mantos. Era Lannes, cuya cabeza Marbot sostenía semialzada. Tenía el rostro lívido, deformado por el dolor, y sudaba copiosamente. Un lienzo rojo le ceñía el muslo izquierdo. El emperador pidió que le bajaran del caballo y llegó al lado del mariscal en unas pocas zancadas. Se acuclilló a su cabecera.

– Lannes, amigo mío, ¿me reconoces?

El mariscal abrió los ojos pero permaneció en silencio.

– Está muy debilitado, Síre-susurró Larrey.

– Pero me reconoce, ¿no?

– Sí, te reconozco -murmuró el mariscal-, pero dentro de una hora habrás perdido a tu mejor apoyo…

– Stupiditá! No te vamos a perder. ¿No es cierto, señores?

– Lo es, Sire-respondió Larrey con unción.

– Puesto que Vuestra Majestad así lo quiere -añadió Yvan. -¿Les oyes?

– Les oigo…

– Un médico de Viena ha ideado una pierna artificial para un general austríaco…

– Mesler-dijo Yvan.

– Eso es, Bessler, ¡y te hará una pierna y la semana que viene nos iremos de caza!

El emperador abrazó al mariscal. Éste le confió al oído, de manera que nadie más pudiese oírle:

– Detén esta guerra cuanto antes, ése es el deseo general. No escuches a quienes te rodean. Te halagan, se inclinan ante ti, pero no te quieren. Te traicionarán. Por otra parte, ya te traicionan al ocultarte siempre la verdad…

El doctor Yvan intervino entonces:

– Síre, Su Excelencia el señor duque de Montebello está agotado, debe ahorrar fuerzas, no ha de hablar demasiado.

El emperador se puso en pie, frunció las cejas y permaneció un momento en pie mirando al mariscal Lannes allí tendido. Se había manchado de sangre el chaleco. Se volvió hacia Caulaincourt.

– Pasemos a la isla.

El puente pequeño no es muy practicable, Sire.

– Su presto, sbrigatevi! ¡Rápido! ¡Daos prisa! ¡Imaginad una solución!

El emperador no podía servirse sin inconvenientes de un pequeño puente que los carpinteros de armar consolidaban, obstaculizados en su tarea por el flujo incesante de los mutilados. Estos desdichados temblaban de fiebre y de furor, atropellándose, pasando por encima de los que caían al suelo, dándose empujones, sujetándose a los cordajes y las amarras que a veces se rompían, se peleaban e insultaban. Algunos saltaban a las olas, o penetraban sin vacilar con sus caballos en el tumulto de las aguas. Caulaincourt hizo liberar uno de los pontones, se aseguró de que era estanco y sólido, eligió diez remeros entre los marinos del cuerpo de ingenieros más robustos, y el emperador, en el crepúsculo, erguido en medio de aquella embarcación a la deriva, varó en la isla Lobau a doscientos metros más arriba del punto de desembarco.

Cruzó a pie el monte bajo y las franjas arenosas donde se amontonaban millares de moribundos, muchos de los cuales le tendían los brazos como si tuviera el poder de curar, pero el em perador miraba con fijeza al frente y sus oficiales le protegían rodeándole. Llegó a su tienda, un gran pabellón de cutí rayado azul celeste y blanco. Constant, que le esperaba allí, le ayudó a quitarse la levita y la guerrera verde. Mientras se cambiaba el chaleco de casimir manchado por la sangre de Lannes, el emperador masculló:

– ¡Escribid!

El secretario, que estaba sentado sobre un cojín en la antecámara, mojó la pluma en el tintero.

– Las últimas palabras del mariscal Lannes. Me ha dicho: «Deseo vivir si puedo para servirss…».

– Serviros -repitió el secretario, que escribía deprisa y corriendo sobre su escritorio portátil.

– Añadid: «Así como a nuestra Francia»… -Añadido.

– «Pero creo que antes de una hora habréis perdido a quien ha sido vuestro mejor amigo…»

Y Napoleón se interrumpió y aspiró por la nariz. El secretario permaneció con la pluma en el aire.

– ¡Berthier!

– Todavía no está en la isla -le dijo un ayudante de campo en la entrada de la tienda.

– ¿Y Masséna? ¿Ha muerto?

– No sé nada, Síre.

– No, con Masséna no acabarán así como así. ¡Que venga en seguida!

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