Capítulo tercero . PRIMERA JORNADA

Al amanecer, una bruma de calor velaba la planicie. Ni un soplo de aire agitaba los trigales. Delante de los pueblos donde su ejército se preparaba, encor vado sobre su caballo de color claro, Napoleón, rodeado por sus mariscales, oficiales, ordenanzas y caballerizos, contemplaba aquel paisaje demasiado tranquilo. Los jefes reagrupados formaban un buen blanco, Berthier, Masséna, Lannes, Bessiéres, llegado de Viena, y los generales engalanados como para una revista, Espagne con la mandíbula apretada, Lasalle, de mostacho retorcido y mascando su pipa apagada, Boudet, Claparéde, Mouton, Saint-Hilaire, con el cuello de la guerrera subido, Oudinot, su expresión porfiada, el cabello cortado al rape pero las cejas pobladas, Molitor, de pelo áspero incluso en las mejillas y con la nariz delgada como una hoja de cuchillo, el imponente Marulaz, el vientre embutido en una faja de color amapola. La fuerte tensión impedía los gestos y las palabras. Inmóviles sobre los caballos de patas rectas que agitaban suavemente las crines, todo plumas y colores, festoneados, bordados, dorados hasta las botas cuya cera brillaba, aquellos héroes componían un cuadro anacrónico que Lejeune lamentaba no estar en condiciones de representar, aunque fuese a lápiz, a toda prisa, tanto le excitaba el desfase tan vivo que percibía entre la naturaleza y los soldados, la serenidad de una y la impaciencia de los otros. No ocurría nada. Lejeune meditaba sobre el poderío del decorado, capaz de modificar el sentido y el juego de los personajes que se le incorporaban. Pasó por su mente una de sus amantes provisionales, una alemana rosada que se bañaba en un torrente en Baviera: natural en la naturaleza, era hermosa, pero por la noche, cuando se quitaba de nuevo la falda en un salón cargado de colgaduras, fruslerías, muebles oscuros, también desnuda pero más seria, resultaba inquietante. Su abandono, su ligereza, sus trapos sobre la alfombra contrastaban con la decoración severa. «Es curioso -se dijo Lejeune-, pienso en el amor mientras espero la guerra…» Sonrió. La voz del emperador le trajo a esta última realidad.

– ¡Pero están dormidos! ¡Mierda de austríacos! Mascalzoni!

Nadie hizo ningún comentario ni mostró su aprobación. No era momento para servilismos, y probablemente, antes de que finalizara el día, algunos de aquellos príncipes, barones, condes y generales estarían muertos. La bruma se disipaba, ya sólo flotaba en franjas por encima de los campos. El azul del cielo era más profundo, los trigales más verdes. En el horizonte, sobre las pendientes de Gerasdorf, los austríacos habían formado pirámides de fusiles apoyándolos unos contra otros.

– ¿Qué es lo que esperan? -gritó el emperador.

– La sopa-dijo Berthier, mirando a través del anteojo de largo alcance.

– No es más que una retaguardia, Síre -refunfuñó Lannes-. ¡Vamos a derrotarlos!

– Mis jinetes no han encontrado nada en esos lugares -observó Bessiéres.

– No -repitió Masséna-, el ejército austríaco está ahí, muy cerca.

– Sesenta mil hombres por lo menos -dijo Berthier-, si mis informes son exactos.

– ¡Tus informes! -gruñó Lannes-: ¡Los prisioneros te han contado sandeces! Estaban sacrificados en esta dichosa isla, ¿qué saben ellos de las intenciones del archiduque Carlos?

– Esta noche los francotiradores han degollado a uno de mis hombres -intervino Espagne en un tono inexpresivo.

– ¡Eso es! -siguió diciendo Lannes-. ¡Francotiradores, merodeadores, y el grueso de los regimientos descansan en Bohemia!

– Sin duda esperan el refuerzo de su ejército de Italia… -añadió Bessiéres.


– Basta!

El emperador había gritado con irritación. Estaba cansado de oírles cotorrear. No tenía ninguna necesidad de sus consejos. Hizo un ligero gesto con la mano a Berthier y se alejó en compañía de su caballerizo Caulaincourt, del joven conde Anatole de Montesquiou, su ordenanza de cara fofa, los inevitables mamelucos traídos de Egipto que se las daban de importantes, con turbantes encopetados, pantalones turcos escarlata y lujosos puñales bajo el cinto. Entonces Berthier tomó la palabra en voz recia, sin mirar siquiera a los mariscales.

– Su Majestad ha ideado un dispositivo que debéis poner en marcha al instante. No debe haber ningún fallo. Estamos de espaldas al río, de donde llegarán tropas de refresco, el revituallamiento y las municiones. Se trata de oponer al enemigo una línea continua de un pueblo al otro. Masséna se apoderará de Aspern, con Molitor, Legrand y Saint-Cyr. Lannes ocupará Essling con las divisiones Boudet y Saint-Hilaire. Hay que bloquear el terreno desguarnecido entre los pueblos: los coraceros de Espagne y la caballería ligera de Lasalle se desplegarán bajo el mando de Bessiéres. ¡Manos a la obra!

No había nada que discutir. El grupo se disgregó y cada uno fue a incorporarse al puesto previsto. Berthier, pensativo, se dirigió al campamento. Lejeune y Périgord le flanqueaban.

– ¿Qué opináis, Lejeune? -preguntó el jefe de estado mayor.

– Nada, monseñor, nada.

– Decídmelo de veras.

– Esta luz me da ganas de pintar.

– ¿Y vos, Périgord?

– ¿Yo? Yo obedezco.

– Todos nos vemos reducidos a obedecer, hijos míos -suspiró Berthier.

Cruzaron en fila el puente pequeño que oscilaba por encima de la corriente. En la isla, Périgord colocó su caballo a la altura del de Lejeune y le susurró en un tono confidencial:

– Qué sombrío es nuestro mayor general.

– Debe de ser por la incertidumbre. El emperador parece elegir la defensiva, nos parapetamos, aguardamos. ¿Atacarán los austríacos? El emperador así lo cree. Debe de tener sus razones.

– ¡Señor! -exclamó Périgord, alzando los ojos al cielo-. ¡Ojalá sepa adónde nos lleva! Sin embargo, mi querido amigo, estaríamos mejor en París, o en Viena, ¡y nuestro mayor general en sus tierras con sus dos mujeres! Mirad, estoy seguro de que piensa en la Visconti…

Lejeune no le respondió. Todo el mundo estaba enterado del triángulo amoroso de Berthier y los tormentos que éste sufría. Desde hacía trece años estaba locamente enamorado de una mi lanesa de ojos grises, casada por desgracia con el marqués Visconti, un diplomático bueno, anciano y muy discreto, poco afectado por las incesantes infidelidades de su esposa demasiado bella y ardiente. Cuando Berthier resolvió seguir a Bonaparte a Egipto, abandonando a su querida, lo hizo lleno de aflicción. En medio del desierto, bajo la tienda, levantó una especie de altar a su Giuseppa, a quien escribía sin cesar cartas alocadas y salaces. Y esto duró largo tiempo. A la larga, esta pasión interminable le pareció a Napoleón ridícula. Berthier, nombrado príncipe de Neuchátel, se vio entonces obligado a elegir una auténtica princesa para fundar una apariencia de dinastía. Dócil, desgraciado y entre lágrimas se decidió por Elisabeth de Baviera, quien tenía el morro picudo y carecía de mentón, por lo que Giuseppa Visconti no estaría celosa. ¿Y qué sucedió dos semanas después de esta ceremonia obligatoria? El marqués murió en su lecho y Berthier no podía casarse con la viuda. Tuvo accesos de fiebre, estuvo al borde de la crisis nerviosa y fue preciso consolarle, sostenerle, recompensarle, aunque sus dos mujeres tuvieran que tolerarse mutuamente, se viesen con frecuencia y jugasen juntas al whist. Aquel domingo, al de mayo de 18o9, cuando se oía el fuego de los cañones austríacos, ése era el motivo de los suspiros de Berthier.

El mariscal Bessiéres suspiraba por motivos parecidos pero secretos. Era un hombre frío, de una cortesía excepcional, poco locuaz, sin emociones aparentes, de quien no se podía sospechar el menor extravío amoroso, pero que había sabido llevar una doble vida a resguardo de los cotilleos. En realidad, debajo de su chaqueta azul y dorada llevaba dos medallones. Uno evocaba a su esposa Marie Jeanne, piadosa, muy dulce y considerada en la corte, y en el otro figuraba su amante, una bailarina de la ópera con la que gastaba millones, Virginie Oreille, llamada Letellier.

Bajo su aspecto de Antiguo Régimen, con los cabellos largos y empolvados que formaban alas de cuervo en las sienes, Bessiéres no permitía jamás que traslucieran los pensamientos poco militares que a menudo le pasaban por la cabeza. Cuando entró por primera vez en Essling al lado del general Espagne, lo primero que hizo fue mirar el campanario. ¡Menudo Pentecostés! No era el Espíritu Santo quien hoy iba a caerles sobre la cabeza, sino otras lenguas de fuego, los obuses y las balas del archiduque. En la plaza, los caballos ya ensillados comían la cebada amontonada. Los jinetes se ayudaban mutuamente a cerrar las corazas, y algunos limpiaban sus armas con cortinas arrancadas de las ventanas.

Espagne, informad a los oficiales de los deseos de Su Majestad-dijo Bessiéres mientras desmontaba.

Entonces se dirigió pensativo a la iglesia, en la que entró. El coro había sido transformado en campamento y dos reclinatorios acababan de consumirse en una fogata ante el altar despoja do de sus adornos. Bessiéres permaneció en pie ante el crucifijo que habían intentado en vano arrancar, inclinó la cabeza, buscó en el interior de su guerrera y contempló los medallones que representaban a sus amadas, uno en cada palma. MarieJeanne debía de estar en misa, en la capilla de su castillo de Grignon; Virginie, a esa hora, dormía en el magnífico piso que él le había comprado cerca del palacio real. ¿Y qué hacía él en aquella iglesia austríaca semiderruida? Era mariscal del Imperio, tenía cuarenta y tres años. Hasta entonces las circunstancias le habían sido favorables. ¡Tanto camino recorrido en tan poco tiempo! Muy joven, cuando pertenecía a la guardia de Luis XVI, había intentado proteger a la familia real durante el motín del 10 de agosto. Nunca había aprobado la vulgaridad de la Revolución ni el avasallamiento de los sacerdotes. En cierta ocasión fue sospechoso y tuvo que ocultarse en el campo, en casa del duque de La Rochefoucauld, antes de integrarse en el ejército de los Pirineos y luego el de Italia, en el entorno de aquel Bonaparte a cuyo golpe de Estado prestó su ayuda y para quien inventó un cuerpo de pretorianos que se convertiría en la Guardia Imperial… Dentro de una hora estaría a caballo. Los soldados le querían. Los enemigos también, como aquellos monjes de Zaragoza a los que había protegido de sus propios regimientos. ¿Había nacido para mandar? Bessiéres no lo sabía.

En el exterior, Espagne ya había entrado en acción. Distribuía órdenes, activaba los preparativos, inspeccionaba los caballos y las armas. Observó que unos coraceros cavaban una tumba bajo los olmos, al final de la calle principal, y envió un capitán para que apresurase al máximo aquel entierro. El capitán SaintDidier fue a pie, sin darse demasiada prisa.

Tres coraceros, con palas robadas en un cobertizo, cavaban la fosa, ya casi terminada. En la hierba, el soldado Pacotte estaba blanco y rígido.

– Hay que espabilarse, muchachos -dijo el capitán Saint-Didier.

– Lo primero es lo primero, mi capitán -se limitó a decir Fayolle, clavando la pala en el montón de tierra que rodeaba la fosa. -¡Nos vamos de este maldito pueblo!

– Enterramos a nuestro hermano, mi capitán -replicó Fayolle-, para que no lo devoren los zorros.

– Tenemos principios -añadió uno de los coraceros, un herrero forzudo que se llama Verzieux.

– ¿Y no enterráis al tipo que destripasteis anoche en la casa?

– ¡Ah, ése! -dijo Fayolle-. Es austriaco.

– Si los zorros se lo comen, que les aproveche -dijo el tercer soldado, un hombre bajo y moreno que se reía burlonamente y a quien el capitán reconvino:

– ¡Basta, Brunel!

– ¿Es que no sois religioso, mi capitán? -preguntó un Fayolle socarrón, el cual acariciaba los tirantes negros que había encontrado en el bolsillo de Pacotte y que llevaba alrededor del cuello como una corbata, a modo de recuerdo o trofeo.

– ¡Dentro de un cuarto de hora quiero veros a los tres en vuestro pelotón! -les ordenó el capitán Saint-Didier antes de girar sobre sus talones, disgustado por tener que dirigir a unos brutos.

Cuando estuvo a cien pasos, Brunel preguntó a los otros dos:

– Saint-Didier… es un apellido de aristócrata, si no me equivoco.

– Quizá nos evitará lo peor -dijo Fayolle-. Le he visto actuar delante de Ratisbona, y conoce su oficio.

– ¡Ya, ya! -dijo Verzieux, poniéndose a cavar-. Estoy harto de esos oficialillos caguetas que recogen a la salida de los colegios y que nos forman en quince días porque saben latín.

Allá abajo, cerca de la ribera del Danubio, las gaviotas emitían unos chillidos que parecían risas. Fayolle se echó el manto pardo sobre el hombro e hizo una mueca.

– Si hasta los pájaros se burlan de nosotros, esto empieza mal…


Todos los regimientos de caballería acantonados en Viena salieron a primera hora de la mañana, y el suelo temblaba bajo los cascos de los caballos. Friedrich Staps se puso al lado de un muro para que pasaran los dragones al galope, que le habrían pisoteado sin consideración, y se adentró en las viejas calles alrededor de la catedral de San Esteban. Empujó la puerta vidriera de una ferretería que acababa de abrir y tenía ya un cliente, un señor corpulento vestido de oscuro, con los cabellos grises, ralos y largos, tanto que le rozaban el cuello de la chaqueta. El cliente hablaba francés y el comerciante, con los ojos muy abiertos, trataba de explicarle en vienés, ese alemán cantado, que no le entendía. El francés se sacó del bolsillo un trozo de tiza y dibujó algo en el mostrador. Lo había hecho mal, sin duda, porque el comerciante seguía perplejo. Staps se acercó y le ofreció su ayuda.

– Conozco un poco vuestra lengua, señor, y si puedo seros de utilidad…

– ¡Aj, joven, vos me salváis! -¿Qué habéis dibujado? -Una sierra.

– ¿Queréis comprar una sierra?

– Sí, bastante larga y resistente, no demasiado flexible, con los dientes finos.

Informado por Staps, el comerciante sacó de sus cajas varios modelos que el francés tomó en sus manos. Staps le miraba con curiosidad.

– No os imagino en absoluto como carpintero, señor.

– ¡Y tenéis razón! Perdonadme, esta mañana tengo demasiada prisa y ni siquiera me he presentado. Soy el doctor Percy, cirujano en jefe del gran ejército.

– ¿Necesitáis una sierra para cuidar a vuestros enfermos?

– ¡Cuidar! Nada me gustaría más, pero en las batallas no se cuida, se repara, se acorrala a la muerte, se cortan brazos y piernas antes de que comience la gangrena. Gangrena… ¿conocéis esa palabra?

– Me temo que no.

– Con este calor, joven -dijo Percy, sacudiendo la cabeza-, los miembros heridos se pudren, y es mejor amputarlos antes de que todo el cuerpo se deshaga por dentro.

El doctor Percy eligió la sierra que le convenía y el tendero se la envolvió. Pagó con uno de los billetes de un fajo de florines que había sacado de su maletín, se embolsó el cambio, dio las gracias y se caló un tricornio negro con escarapela. A través de la ventana, Staps le vio alejarse hacia la calle de Carintia, donde saltó a una calesa.

– ¿En qué puedo serviros, señor? -le preguntó el tendero. Staps se volvió hacia él.

– Necesito un cuchillo largo y afilado. -¿Para cortar carne?

– Exactamente -respondió el joven, con una sonrisa apenas marcada.

Al salir de la ferretería, Friedrich Staps se guardó el cuchillo de cocina, envuelto en papel gris, en el bolsillo interior de la levita arrugada, y echó a andar con rapidez por la ciudad en efer vescencia. Los escuadrones seguían confluyendo hacia las puertas de Viena para tomar la ruta de Ebersdorf, el Danubio y el gran puente flotante. Al llegar a la casa pintada de rosa de la Jordangasse, Staps se encontró con unos hombres de torso desnudo y gorra de cuartel en la cabeza, que descargaban un furgón de intendencia cubierto con una lona. Sin preguntarles nada, siguió a dos de ellos. Sudaban al transportar una gran cesta hacia la cocina, en la que el joven entró también. Sobre la larga mesa parda se amontonaban pollos, frascos, hogazas de pan y verduras. Las hermanas Krauss y su ama de llaves desplumaban, cortaban, mondaban y lavaban, mientras Henri Beyle, a pesar de su mala cara, regresaba de la bomba con dos cubos de agua que Staps le quitó de las manos.

– Descansad, estáis enfermo.

– Muy amable, señor Staps.

Entonces, indicando los víveres con un gesto del brazo, Henri le explicó:

– Ya veis, mis colegas de la intendencia se ocupan también de mi salud.

– Y la de estas señoritas.

Henri miró a Staps, con su aire angélico, su sonrisa ambigua. Aquel muchacho demasiado cortés le irritaba. Cabía dar un doble sentido a cada una de sus palabras. ¿Debía desconfiar? ¿Por qué? Henri olvidó sus sospechas al oír a Anna Krauss que bromeaba con sus hermanas menores, sin que él comprendiera a propósito de qué o de quién. Staps no tardó en intervenir en la conversación, en alemán, lo cual acabó por hacerle odioso a Henri. Éste, en el extremo de la mesa, los veía reír sin poder participar del jolgorio. Palideció y apretó los dientes, intentó levantarse y sintió malestar, un escalofrío. Inquieta de repente, Anna se apresuró a sostenerle. Como le tomaba del brazo y él notaba el calor de su cuerpo, Henri enrojeció como un tomate.

– ¡Le vuelven los colores! -exclamó Friedrich Staps en francés.

Henri habría querido morder a aquel pequeño imbécil.


Con la chaqueta desabrochada y las perneras del pantalón remangadas sobre los zuecos embarrados, Vincent Paradis no parecía un tirador y menos todavía un explorador. Se habría dicho que era un civil disfrazado. El ordenanza del coronel Lejeune había tenido que sacudirle para que se despertara. Bostezó, estirándose ante el Danubio amarillento, un río como no había visto otro jamás, ancho como un brazo de mar e inestable como un torrente, con caprichos y súbitas violencias. El sol empezaba a caldear y Paradis recogió su casco, se lo puso y ajustó el barboquejo de cuero bajo el mentón. ¿Quién habría inventado unos sombreros tan altos? Protegido por un oficial del estado mayor, se creía al abrigo en la isla de Lobau, y le divertía el trajín que distinguía a lo lejos, en la otra orilla, hacia las casas apretujadas y las granjas de Ebersdorf. Entonces oyó una música. Los clarinetes de la Guardia Imperial, en cabeza de las tropas que avanzaban ahora por el puente grande lleno de baches, tocaban una marcha de Cherubini compuesta para ellos. Seguían las banderas a rombos tricolores coronadas por un águila con las alas desplegadas y, a continuación, los impecables granaderos. A éstos no los soportaba nadie en el ejército, pues tenían todos los derechos y lo demostraban. El emperador los mimaba, por lo que eran arrogantes. Sólo montaban en primera linea al final de las batallas, para desfilar entre los cadáveres de hombres y caballos, comían en escudillas personales y, en general, viajaban en coches guarnecidos de paja o en simón, para reducir al mínimo las molestias. En Schónbrunn, donde habían acampado, la intendencia les había ofrecido calderadas de vino azucarado. Al igual que el emperador, usaban calzones de casimir debajo de las polainas de tela blanca. Dorsenne, su jefe, elegante hasta el exceso, con el cabello negro rizado con tenacillas y el semblante altivo de un habitual de los salones, comprobaba los botones de los uniformes, los pliegues falsos, la limpieza de las bayonetas por las que pasaba un dedo enguantado.

Los granaderos de la Guardia se aproximaban en tres filas, atravesando aquel interminable puente de tablones que descansaba sobre barcas de tamaños y formas desiguales y balanceadas por la corriente. A medida que avanzaban de una manera lenta y compasada, arrojaban al agua sus bicornios, y cada uno desanudaba de la mochila de quien le precedía aquel famoso gorro de piel de oso, metido en un estuche, antes de ponérselo.

– ¡Qué espectáculo! -exclamó el ordenanza de Lejeune, que presenciaba la escena detrás de Paradis.

– Sí, mi teniente.

– ¡Eso reconforta el corazón!

– Sí, mi teniente -repitió el tirador Paradis para no contradecir a sus bienhechores que le alejaban del frente, pero aquel ceremonial afectado le irritaba.

Tenían menos miramientos con los soldados de infantería, siempre en marcha, siempre encorvados bajo el peso de las armas, las piernas y los brazos destrozados, que dormían en el sue lo incluso bajo la lluvia, que reñían por ocupar un sitio cálido no demasiado lejos del fuego de los vivaques.

Llegó Lejeune, con las manos a la espalda y un aspecto huraño, lo cual no presagiaba nada agradable. Cogió a Paradis del hombro, con demasiado afecto, y se lo llevó hacia los ribazos. De repente Lejeune saltó hacia atrás, pues acababa de pisar una serpiente que se escurría entre las matas de hierba.

– No temáis -le dijo Paradis, sonriente-, es una culebra de agua y sólo come ranas y tritones.

– Sabes muchas cosas.

– Vos también, mi coronel, pero no son las mismas.

– Me has sido útil.

– Digo lo que sé, eso es todo.

– Oye…

– Parecéis molesto.

– Lo estoy.

– ¡Bien, ya está, lo he comprendido!

– ¿Qué es lo que has comprendido?

– Ya no tenéis necesidad de mí.

– Sí, hombre…

– ¿Y entonces?

– Los austríacos van a atacar, ya que el emperador así lo cree, y a partir de ahora serás más útil en tu división.

– Eso es precisamente lo que había comprendido, mi coronel.

– No soy yo quien decide.

– Lo sé. Nadie decide.

– Coge tus cosas…

El tirador regresó al campamento de oficiales, recogió su equipo, examinó sus armas y cartuchos y partió hacia el puente pequeño que unía la isla a la orilla izquierda, sin volverse. Lejeune habría querido gritarle que él no tenía nada que ver con aquello, pero eso no era del todo cierto, por lo que se calló, desolado, como si hubiera traicionado la confianza de un buen muchacho. Sin embargo, tanto allí como en la espesura de Aspern, donde Paradis iba a reunirse con la división Molitor, todos arriesgaban la piel.

– ¡Ah, se mueven! ¡Por fin! ¡Id terminando!

Inquieto y satisfecho a la vez, con esa excitación que precede a los combates antes de que corra la sangre, Berthier prestó su anteojo a Lejeune para asegurarse de que no tenía telarañas en los ojos. Estaban en lo alto del campanario de Essling, desde donde se abarcaba toda la planicie. Lejeune lo constató: el ejército austriaco recorría la planicie al paso, en una línea de arco de círculo.

– ¡Avisad de inmediato a Su Majestad!

Lejeune bajó corriendo los peldaños de madera de la escalera de caracol, corriendo el riesgo de golpearse contra una viga y engancharse los pies con las espuelas, cruzó la iglesia corriendo, salió por el gran pórtico abierto y encontró al emperador en la plaza, sentado en un sillón, los codos sobre una mesa en la que había desplegado un mapa preciso de la región que indicaba el menor relieve y casi los senderos ocultos por las mieses demasiado altas.

– Síre!-gritó Lejeune-.

– ¿Qué hora es?

– Mediodía.

– ¿Dónde están?

– ¡En las colinas!-¡Bravo! No estarán ahí antes de una hora.

El emperador se levantó frotándose las manos y, de buen humor, pidió su sopa con macarrones proporcionada por una cantina ambulante. Los marmitones avivaron el fuego de los braseros para recalentar el caldo y echaron la pasta ya cocida, aguijoneados por el emperador porque la comida no estaba lista. Berthier se presentó a su vez para confirmar la noticia.

¡Los austríacos avanzan!

– ¿Todo está en su lugar? -preguntó Napoleón.

– Sí, Síre.

Entonces se tomó la sopa, soltó un juramento porque quemaba, se vertió un poco en el mentón, reclamó a gritos el parmesano que se habían olvidado de servirle y entrecerró los ojos para saborear mejor, no el plato, sino sus pensamientos. A su alrededor, los oficiales le contemplaban, de repente tan tranquilo, y la sangre fría de su señor les devolvía la confianza, aunque tuvieran un nudo en la garganta antes de entrar en combate. Habían recibido unas órdenes claras, y tenían que cumplirlas al pie de la letra porque todo parecía previsto, incluso la victoria. El emperador conocía la habilidad estratégica del archiduque Carlos, su talento de organizador y sus vacilaciones, y por lo tanto sabría aprovecharse de todo ello. Obedeciendo a una señal, Berthier vertió chambertin en el vaso. En aquel momento Périgord llegó a la plaza, extenuado, saltó del caballo humeante y anunció: -Síre, el puente grande acaba de soltarse.

El emperador barrió con la manga la sopa y el vino, y se levantó enfurecido.

– ¿Quién me ha endilgado semejantes majaderos? ¡A esos pontoneros hay que fusilarlos por deserción delante del enemigo, eso es lo que se merecen!

– Sed más preciso -pidió Berthier a su edecán.

– Veréis -dijo Périgord, recobrando el aliento-, ha habido una crecida repentina, el agua ha subido demasiado rápido…

– ¿Y eso no estaba previsto? -rugió el emperador.

– Sí, Majestad, pero lo que no estaba previsto es que los austríacos, apostados lejos, corriente arriba, en un meandro del río, lanzaran contra nuestro puente barcas cargadas de piedras que han destrozado los maderos, roto las amarras…

– Incapaci! ¡Incapaces!

El emperador iba de un lado a otro, vociferando. Se detuvo y agarró a Lejeune por el dormán de piel.

– ¡Vos habéis pertenecido al cuerpo de ingenieros! ¡Id a colocar de nuevo ese puente!

Los oficiales tradujeron la situación: más puente practicable significaba más contacto con la orilla derecha, el revituallamiento, las municiones, las tropas que llegarían de Viena y el ejército de Davout. Lejeune saludó, montó en el primer caballo a mano, el de Périgord, quien ante la urgencia no osó protestar, y se alejó, apretando el paso de la montura. El emperador deslizó una mirada circular y aviesa a los presentes y dijo en un tono helado:

– ¿Por qué os quedáis clavados en el suelo como espantapájaros? ¡Este contratiempo no cambia nada! ¡Volved a vuestros puestos, massa d i cretíni! ¡No servís para nada!

Luego conversó en privado con Berthier, súbitamente aplacado, como si hubiera fingido su cólera, y le dijo:

– Si han advertido al archiduque del accidente, y deben de haberlo hecho, querrá aprovecharse. Va a precipitar el movimiento y atacarnos en masa, porque imagina que estamos bloqueados en la orilla izquierda.

– Le recibiremos, Sire.

– ¡Los muy idiotas! ¡El Danubio está de nuestra parte!

– Ojalá pudiera oíros, Síre -masculló el jefe de estado mayor.

– ¡Périgord! -llamó el emperador-. Avisad al señor duque de Rivoli que los austriacos pueden aparecer a lo largo de ese meandro del Danubio que termina en Aspern…

Périgord también tomó prestado el primer caballo disponible, que por suerte estaba más fresco que el suyo, y partió para comunicar la orden al mariscal Masséna. El emperador le vio alejarse entre los bosquecillos, sonrió y murmuró a Berthier:

– Si lanzan embarcaciones para destrozar nuestro puente grande, Alexandre, es que ya se han instalado junto al Danubio. -Por lo menos una vanguardia…

– ¡No! Venid.

Napoleón empujó a su jefe de estado mayor hacia la mesa, dio la vuelta al mapa y, en el reverso, garabateó un plano a lápiz. Berthier miraba y escuchaba.

– Carlos envía tropas a través de la planicie, es la flecha A. -Sólo se les ve a ellos.

– ¡Exactamente! Entretanto, desde el Bisamberg, ahí, arriba y a la izquierda de mi plano, donde sabemos que los austriacos acampan desde hace días, envía otro ejército, sin duda más imponente, con cañones, que avanza a lo largo del Danubio: es la flecha B. Esperan llegar detrás de Aspern, atacar por sorpresa cuando les esperamos en otra parte, precipitarse detrás de nuestras líneas, rodearnos…

El emperador siguió garabateando con el lápiz y su plano se iba convirtiendo en un embrollo indescifrable, pero Berthier había comprendido.

Cuando cabalgaba rodeando un bosquecillo, Lejeune reconoció por sus penachos a los tiradores de Molitor. No quería retrasarse, pues en primer lugar no tenía tiempo que perder, y luego no quena encontrarse cara a cara, por un azar desagradable, con el soldado Paradis, quien tanto había esperado permanecer al lado del estado mayor y lejos del fuego. ¿Cómo explicarle que Berthier se había mostrado muy firme?: «Nada de favoritismos, Lejeme, y cada uno en su puesto. Enviad a su regimiento a vuestro cazador de conejos. ¡Nada de malos ejemplos!». Lejeune no había sabido responderle. En aquella fase de los acontecimientos, ¿para qué diablos podía servir un explorador? Había necesidad de artilleros y tiradores. Cierto que obedecer no borraba los remordimientos, pero la acción iba a barrerlo todo.

El coronel franqueó al paso el puente pequeño batido por el oleaje. El Danubio había crecido mucho, los tablones vacilaban y su caballo metía los cascos en los charcos. En la isla pudo seguir de nuevo el curso del río, y descubrió la catástrofe en el otro lado. El gran puente flotante estaba abierto por el medio y las fuertes olas que penetraban por la brecha seguían arrancando vigas. Las amarras se rompían una tras otra, demasiado tensas, y una parte de la obra corría el riesgo de ir a la deriva, pese a los esfuerzos de los pontoneros y los zapadores requeridos. Por medio de varas, bicheros, hachas y mangos de piqueta intentaban apartar las barcas lastradas con cascotes que los austríacos lanzaban a la corriente. Una de esas embarcaciones había encallado en la ribera de la isla y Lejeune la examinó. Era una barca pequeña, triangular y de bastante calado, que habían llenado de voluminosos pedruscos. Debido a su forma, había navegado dando vueltas y chocó a gran velocidad, por todos sus ángulos, con las embarcaciones encadenadas que sostenían el puente grande en la superficie del Danubio. Lejeune se dijo que había sido una locura tender a toda prisa un puente flotante sobre un río en crecida. Ahora el enemigo se aprovechaba, y con razón, pues era fácil. Echó pestes contra aquella chapuza por falta de tiempo, pero jamás se habría atrevido a decírselo a alguien. Habrían debido esperar a que el Danubio se apaciguara y volviera a encontrar su curso, dos semanas, un mes como mucho, y tender un puente sólido con postes clavados en el fondo. Estas especulaciones no servían para nada. Tenía que dirigir los trabajos de reparación, encontrar el medio de dispersar en las riberas las barcas y los troncos de árbol que enviaban los austríacos para destruir el frágil puente.

Con cierto cansancio, Lejeune se quitó los adornos del uniforme que podían ser un estorbo, y los dejó caer sobre la hierba: el sable, el casco, el portapliegos. Divisó a un oficial de ingenieros que se afanaba en desviar una de aquellas terribles barcas triangulares, con diez hombres que sostenían un grueso madero para detenerla, y aguardaban el choque. La veloz embarcación chocó con aquella especie de ariete improvisado, los hombres soltaron su presa, cuatro de ellos cayeron tumultuosamente al agua, pero lograron aferrarse a los postes y pontones todavía sujetos, golpeándose, gritando, tragando el agua fangosa, pero el proyectil derivó y volcó en la isla.

– ¡Capitán!

El oficial de ingenieros, empapado, con el mostacho goteante, tomó la mano que Lejeune le tendía y se alzó sobre el puente. No pidió nada y se puso a las órdenes del enviado del estado mayor con pantalones rojos. Eso le aliviaba.

– ¿Cuántas de nuestras barcas de sostén se han llevado, capitán?

– Una decena, mi coronel, y no hay manera de encontrar otras.

– Lo sé. Vamos a construir balsas.

– ¿Balsas? ¡Para eso se necesitan horas!

– ¿Tenéis otra solución?

– No.

– Reunid a vuestros hombres.

– ¿Todos?

– Todos. Van a cortar esos árboles, prepararlos, unirlos, clavarles tablas, asegurarlos con cuerdas, lo que os plazca, pero debemos disponer de las balsas lo antes posible, tantas como barcas desaparecidas.

– De acuerdo.

– Mirad, no todas las tablas del suelo se han perdido. Desde aquí veo que han quedado en la orilla de la isla. Que vayan a buscarlas.

– No hay tantas…

– ¡Son suficientes! ¡Restablezcamos el enlace con la orilla derecha a toda costa, y rápido!

– Rápido, lo que se dice rápido, mi coronel…

– Capitán -replicó Lejeune, manteniendo la calma-, los austríacos van a atacar de un momento a otro. Espero que alrededor de Ebersdorf, ahí delante, lo sepan y actúen.


Los soldados de Molitor se apretaban en un largo camino encajonado que enlazaba la zona trasera de Aspern con uno de los numerosos brazos muertos del Danubio. Habían cargado los fusiles y aguardaban en cierto modo como si estuvieran en una trinchera, al abrigo de aquel parapeto natural coronado de maleza. Creían que estaban en reserva, ya que los austríacos marchaban por la planicie, ante los pueblos, y tropezarían primero con la caballería o los cañones de Masséna. Inquietos, pero seguros de que no iban a sufrir el primer choque, algunos escuchaban para distraerse los relatos del brigada Roussillon, aunque se los sabían de memoria. Se había batido en todas partes, y haber sobrevivido le llenaba de orgullo, de modo que por enésima vez hablaba de sus heridas o de horrores que ponían los pelos de punta, por ejemplo, que en El Cairo un solo verdugo había decapitado a dos mil rebeldes turcos en cinco horas sin torcerse la muñeca. Vincent Paradis estaba separado de ese grupo. Temía estar viviendo su última jornada, y para no pensar en nada más que en lo inmediato, importunaba con una caña a una voluminosa tortuga, la cual se debatía con el caparazón en el fango y las patas al aire.

– Tu bicho nunca logrará volver a su posición normal -comentó otro tirador-. Tiene las patas demasiado cortas, como nosotros. ¡Si tuviera unas piernas más largas y que no me flaquearan, te juro que me largaría, y a toda prisa!

– ¿Y adónde irías, Rondelet?

– A meterme en un agujero, naturalmente, y esperar que pase todo esto. Envidio a los topos.

– Calla…

Paradis aguzó el oído. -¿Oyes, Rondelet? -Oigo los cuentos del brigada, pero no le escucho. -Los pájaros…

– ¿Qué? ¿Los pájaros?

– Han dejado de cantar.

Al tirador Rondelet lo mismo le daba. Mordió una galleta tan dura que estuvo a punto de romperse los dientes, y canturreó con la boca llena:

Viva, viva, Napoleón,

que nos da pato y pollo asado,

pan y vino a discreción.

Viva, viva Napoleón…

Paradis se levantó hasta el borde del camino encajonado que disimulaba a su compañía. Vio una bandera de fondo amarillo que rebasaba un otero, y luego cascos de hierro negro, destellos luminosos en las hojas puntiagudas de las bayonetas y pronto una columna de uniformes blancos, luego otra y otra más, sin tambores, sin ruido. Paradis se dejó caer sentado al fondo del camino y logró articular:

– ¡Ahí están!

– Ahí están, por nuestro lado -repitió el tirador Rondelet a su vecino, el cual se lo dijo al siguiente, y la noticia corrió hasta Aspern, cuchicheada por los jóvenes soldados.

Se dispusieron en una decena de líneas, dispuestos a trepar a las praderas y las colinas de donde procedía el peligro. Sin alzar el tono, con voz firme, los oficiales ordenaron a las tres primeras lí neas que ocuparan su posición de tiro para cerrar el paso a los austríacos. Cerca de quinientos tiradores escalaron en silencio las paredes de tierra y grava. Con una rodilla en la hierba, detrás de los matorrales que bordeaban su reducto, apoyaron el arma en el hombro, apuntando hacia las colinas. A sus espaldas, sus camaradas se preparaban para sustituir a los que hubieran disparado, a fin de darles tiempo para recargar y asegurar la continuidad del fuego.

– ¡Sin impaciencia! -gruñó el brigada Roussillon-. Dejad que se acerquen…

Los tiradores bajaron sus fusiles.

– Cuando hayan llegado a ese arbolito esmirriado (¿lo veis? A ciento cincuenta metros…), ¡entonces será el momento!

Más lejos, a su derecha, a la mitad de la distancia hasta el pueblo, se veían los cascos empenachados de otra compañía, detrás de las tapias bajas y bajo el granero de una granja, un edificio de mampostería muy grande. Molitor había dispuesto sus tropas aprovechando todos los accidentes del terreno, incluso las elevaciones de barro seco que los campesinos habían colocado para protegerse de las inundaciones. De improviso, Paradis se sintió muy sereno. Se sumió en la observación de aquellas columnas blancas, ordenadas, lentas, casi inmateriales que, no obstante, avanzaban en línea recta hacia él y que desaparecieron al rodear un otero, como si se los hubiera tragado la tierra. El suelo atormentado, cerca del Danubio, obstaculizaba las perspectivas, y aquellos austríacos bribones lo sabían.

Era la una de la tarde calurosa cuando resonaron unos disparos de fusil aislados por el lado de la granja. Los soldados permanecían tensos, con las armas hacia el suelo, la mirada fija en un horizonte móvil y aquella última colina de donde podían surgir en cualquier momento los tiradores del archiduque. ¿Dónde se habían quedado, por todos los santos? Aparecieron bruscamente en la alta hierba, en líneas oblicuas y ordenadas a la perfección, con sus largas polainas grises, los uniformes limpios y todos iguales, apuntando las bayonetas con un mismo movimiento, como en un desfile, y Paradis se miró los pantalones desgarrados ya por las zarzas. Rondelet llevaba una chaqueta de civil bajo el tahalí blanqueado con creta. El oficial que los mandaba no tenía sombrero y sus mejillas estaban ensombrecidas por una barba de dos días. Delante, los austriacos avanzaban sin cesar, en filas interminables. ¿Cuántos podrían ser?

– Nos superan diez veces en número -masculló Rondelet. -Exageras -le respondió Paradis, para que no le flaqueara el valor.

El enemigo iba a franquear el límite del árbol esmirriado, y todos encararon los fusiles, el dedo febril en el gatillo.

– ¡Fuego! -ordenó el oficial que había desenvainado el sable, cuya vaina vacía sostenía en la mano izquierda.

Paradis disparó y el retroceso fue tan violento que creyó que se había arrancado el hombro. Se puso en cuclillas para dejar que le sustituyeran sus compañeros de la segunda línea. Había disparado delante de él, a la altura del pecho, a ojo de buen cubero, e ignoraba si había alcanzado a algún enemigo.

– ¡Fuego!

Oyó la andanada siguiente, sin ver nada más, al abrigo del camino encajonado donde recargaba. Tomó un cartucho, lo desgarró con los dientes, vertió la pólvora en el cañón caliente, atacó con la baqueta y deslizó la bala. La operación duraba tres minutos cada vez, y él se tomaba ese tiempo como un respiro. Por encima del camino no dejaban de disparar. ¿Y los austríacos? Paradis aún no había visto heridos. Cuando le tocó el turno de subir, una vez disipada la humareda, los austriacos habían vuelto a desaparecer al otro lado de las colinas.


En vez de desaparecer como Vincent Paradis estaba seguro de que lo hacían, los austríacos se agrupaban según un plan estudiado. Lo que el soldado de infantería ignoraba cuando disparaba al azar en el campo, el mariscal Masséna lo había descubierto. Desde lo alto del campanario de Aspern gozaba de una visión panorámica de todo el campo de batalla. Se volvió, rozando la campana de bronce, fue de una ventana a otra, unas aberturas estrechas pero altas, terminadas en ojiva, y entonces adivinó los movimientos de las tropas contrarias, tres enormes masas de hombres disciplinados que envolvían el pueblo desde las ciénagas en el meandro del Danubio hasta la mitad de la planicie de Marchfeld, y tal vez incluso más allá de Essling, en el otro extremo del frente. Aquí y allá los regimientos se abrían para que avanzaran decenas de cañones tirados por caballos y arcones con sus artilleros sentados a horcajadas. Masséna, pálido y silencioso, golpeaba los muros con la fusta anudada en la mano derecha. Se maldecía por no haber almenado los edificios ni ordenado que cavaran grandes trincheras para retrasar el avance inevitable de los ejércitos del archiduque. Comprendía que éste quería rodear los pueblos, destruir los puentes, encerrar a los treinta mil soldados que ya habían pasado a la orilla izquierda, privarlos de refuerzos y aniquilarlos con unos efectivos tres veces superiores. Se daba cuenta de que a partir de ahora la situación dependía de sus propias decisiones. En la escalera del campanario, seguido por su edecán Sainte-Croix, gritaba:

– ¡Van a asediarnos y hacernos trizas!

– Sin duda -dijo Sainte-Croix.

– ¡Con toda seguridad! Tenéis dos ojos, ¿no? ¿Qué haríais vos en este caso?

– Daría prioridad a la protección de los puentes, señor duque. -¡Eso no basta! ¿Qué más?

– Pues…

– ¿Habéis visto osos en Baviera?

– ¿Osos? De lejos.

– Cuando un oso está herido, ¿se lame y se echa a dormir?

– No lo sé, señor duque.

– ¡Ataca! ¡Vamos a hacer lo mismo! ¡Nuestros pordioseros van a abrir una brecha en esos bonitos batallones bien uniformados! ¡Vamos a sorprenderlos! ¡Vamos a desorganizarlos! ¡Vamos a cortarlos en pedazos, señor Sainte-Croix!

Masséna cogió de la sacristía una espléndida estola bordada con hilo de oro y se la echó a los hombros, diciendo:

– Esto vale una fortuna, Sainte-Croix, sería estúpido que pisotearan este chal de cura. Vos, que tenéis ese apellido sospechoso, ¿creéis en las iglesias?

– Creo en vos, señor duque.

– Buena respuesta -dijo Masséna, echándose a reír.

Iba a tomar la iniciativa del ataque y estaba radiante. Bajo los olmos de la plaza, dijo a los oficiales reunidos que esperaban sus órdenes:

– Hemos de mantener dos kilómetros de frente antes de que lleguen nuestros ejércitos de la orilla derecha. Ahí delante nos triplican en número, y tienen por lo menos doscientos cañones que están situando. ¡Tenemos que lanzar el primer asalto!

– El puente grande aún no está reparado…

– ¡Precisamente! Ya no tenemos tiempo.

Masséna montó de un salto el caballo que le presentaba, sujeto por la brida, uno de sus caballerizos, se puso los guantes blancos, dio un golpe de fusta y fue a reunirse con los artilleros que había desplegado en el perímetro de Aspern, ocultos bajo los árboles o en las esquinas de los caserones. Todo estaba preparado. Los servidores permanecían en pie detrás de una veintena de cañones ya cargados. A una señal de Masséna, encendieron las mechas de los botafuegos. Bien visibles en la planicie, las tropas del 6.° cuerpo del ejército austríaco, al mando del barón Hiller, hábil pero entrado en años, permanecían en descanso, apretadas, compactas.

– ¡Apuntad justo por encima de los trigales! -ordenó el mariscal.

Entonces tomó el botafuego de un artillero y, sin descabalgar, con una mirada feroz, dio sus instrucciones.

– Cuando encienda la carga del primer cañón, esperad el tiempo que se tarda en aspirar y exhalar el aire y disparad el cañón número cuatro, luego el siete, el diez, el trece, a continua ción el dos, el cinco, el nueve, y así sucesivamente. ¡Quiero una línea de fuego! ¡Esos perros están a nuestro alcance!

Tras decir estas palabras, bajó el botafuego que sostenía en la mano y encendió la carga que disparó el proyectil con estrépito, seguido por el cuarto y los demás cañones a intervalos iguales, mientras que los artilleros recargaban a toda prisa bajo una nube de humo.

Esta batalla aún no tenía nombre. Cada uno la imaginaba, la temía o pensaba en ella desde hacía una semana, pero acababa de dar comienzo realmente.


A las tres de la tarde, los habitantes de Viena oyeron retumbar los cañones. Los más curiosos se precipitaron en masa hacia todos los observatorios posibles para asistir al espectáculo. Subieron a los tejados, los campanarios, las antiguas almenas de las murallas, disputándose las mejores plazas, como en el teatro. Henri Beyle, acompañado por su médico alemán, Carino, quien había cedido, autorizándole a tomar el aire, se había instalado en la punta de un bastión desde donde se veían los meandros del Danubio y la amplia y verde planicie. Le habían llevado allí las hermanas Krauss y, por suerte, el irritante señor Staps no les había seguido. Muy lejos, en la llanura de Marchfeld, los batallones en marcha parecían miniaturas inofensivas, y el humo de los cañones bolas de algodón. Henri tenía la impresión de hallarse en un palco de proscenio, y se sentía turbado. Las llamas que surgían ahora de las casas incendiadas de Aspern no le regocijaban. Anna se arropó con el chal de Egipto como si hiciera frío, y temblaba ligeramente, con los labios apretados. Desde luego, preveía lo peor para Louis-François, en aquella contienda lejana, pero Henri, carente de celos, sólo admiraba en ella la imagen del dolor impotente.

Un óptico de la ciudad vieja alquilaba anteojos de largo alcance por un tiempo determinado, que él controlaba sin cesar consultando su reloj. Por medio del doctor Carino, Henri pidió uno, pero habían desvalijado al buen hombre y respondió que aquel señor gordo que estaba allí, a la izquierda, pronto habría terminado su tiempo de alquiler, que costaba diez florines, una miseria por una representación de calidad que no volvería a verse tan pronto. Cuando Henri pudo disponer por fin del anteojo, lo dirigió hacia Aspern, donde un granero estaba envuelto en llamas. Ascendía una columna de humo negro, la casa vecina se abrasaba y el techo iba a venirse abajo, pero ¿sobre quién caería? Entonces dirigió el instrumento hacia el puente donde se afanaban los hombres diminutos como hormigas. Circulaba un rumor en el que Henri no creía: el emperador había destrozado el gran puente flotante para impedir la retirada y obligar a sus soldados a vencer. Anna tendió la mano con una sonrisa triste. Henri le dio el anteojo y ella miró a su través, inquieta, pero a tanta distancia que incluso con el instrumento no se distinguía más que movimientos, nada preciso, y ni rostros ni siquiera siluetas conocidas. El óptico protestaba. No tenían derecho a utilizar sus aparatos entre varios, y reclamaba otros diez florines. Cuando el doctor Carino hubo traducido sus recriminaciones a Henri, éste acercó la cara a la del comerciante y bramó un «¡No!» que le hizo retroceder. En aquel momento se oyó una voz femenina:

– ¡Henri!

El soltó un juramento entre dientes. Era Valentine. Llegaba a las murallas para mostrarse, con la compañía teatral que se disponía a representar el Don Juan de Moliére a la moda vienesa. Todos vestían con mucha elegancia, las mujeres con túnicas de percal y los hombres con trajes ajustados, los calzones de pana metidos en las botas de vueltas amarillas. Tenían sus gemelos de teatro y comentaban la batalla que, para su gusto, estaba demasiado alejada, por lo que no podían sacarle provecho. Hablaban del Conde Waltron, una obra de gran aparato, con multitudes de comparsas debidamente vestidos y cargas de caballería que rozaban a los espectadores.

– Di a tus amigos que pueden acercarse a las balas de cañón -le dijo Henri a Valentine.

– ¡Siempre tan amable! -replicó ella, molesta.

– Allá abajo verán muertos auténticos, sangre de veras y, quién sabe, quizá tendrán la suerte de recibir una viga calcinada en la cabeza.

– ¡No tienes ninguna gracia, Henri!

– Es verdad, no tengo ninguna gracia porque me falta motivo para tenerla.

Regresó al extremo del bastión, donde Anna debía de estar inquieta, pero el doctor Carino le explicó que se había marchado con sus hermanas.

– Y haríais bien en imitarlas, mi pobre amigo. Si os viérais la cara… Tenéis fiebre alta, y os aconsejo que volváis a la cama y os toméis un caldo.

Así pues, Henri se marchó sin despedirse de Valentine, cuyos amigos seguían perorando sobre la calidad de los incendios que surgían por el lado de Aspern. Les parecían menos realistas que la tormenta de La flauta mágica que habían visto en el gran teatro al aire libre del célebre Schikaneder.


El cañoneo de Masséna había causado estragos en las filas austriacas, pero tras un momento de peligroso desorden y un breve repliegue, su artillería había entrado en acción. Un granero de madera había ardido, y luego, bajo el fuego permanente de doscientas piezas, los techos se habían hundido, los incendios brotaban por doquier en el pueblo y no había ni tiempo ni medios para extinguirlos. Los primeros muertos habían ardido como antorchas, y en vano rodaron por la arena. Los tiradores cubrían a distancia la izquierda del pueblo, pero notaban el calor de los incendios y les caían encima pavesas que apagaban golpeándose las ropas. Un viento ligero lanzaba hacia ellos una humareda negra y espesa que irritaba la garganta. El soldado Rondelet escupió en el suelo y se quejó sin convicción:

– Esto apenas ha empezado y ya estamos cocidos.

Paradis puso mala cara mientras manoseaba el acero de su fusil. Los hombres de la división Molitor no habían cambiado de posición y, tras algunos intercambios de disparos que no habían alcanzado a nadie, se habían quedado ociosos y rompieron filas. El capitán había vuelto a envainar el sable, pero sacó un par de pistolas de los faldones de su uniforme. El brigada Roussillon, sin emoción alguna, hizo formar de nuevo a la compañía:

– ¡Bueno, muchachos, vamos a barrer el terreno! ¡En abanico! Pasamos al ataque.

– ¿Qué es lo que atacamos? -se atrevió a preguntar Paradis.

– La infantería austríaca se concentra en Aspern -explicó el capitán-. Hay que atacarlos de costado.

El oficial, pensativo, amartilló sus pistolas y avanzó a grandes zancadas por la hierba. Tres mil hombres se desparramaron entonces por campos y pequeños valles, ascendiendo por la ribera del Danubio, con una apariencia de orden, ojo avizor, pero la crepitación del incendio tan cercano, el estruendo de los cañones, el crujido de los maderajes que se derrumbaban les impidió oír a un escuadrón de húsares austríacos con guerreras verdes que apareció por su flanco al trote largo. Los húsares se abalanzaron gritando, blandiendo el sable con el brazo extendido, el lomo curvo de la hoja hacia él cielo para hundirlo mejor y clavar a los soldados de infantería en el suelo.

La tierra vibraba bajo aquel galope, y el sonido de una trompeta se mezcló con el griterío de los húsares. Paradis y sus compañeros, sorprendidos, dan media vuelta y encaran los fusiles ins tintivamente. Con ambos brazos paralelos al suelo, su capitán descarga al mismo tiempo las dos pistolas, las tira y se lleva la mano a la empuñadura del sable. Entonces los tiradores disparan a la altura del cuello de los caballos, sin apuntar y sin orden. Entre la horda que avanza y se dispone a atropellarlos, Paradis ve un caballo que se encabrita. El jinete cae entre las patas de un caballo vecino, al que desequilibra. Un tercer austríaco ha recibido una bala en la frente, pero su montura, arrastrada por el movimiento, sigue adelante, con el jinete en la silla boca arriba. Es imposible recargar. Paradis fija la culata del fusil en un montículo de tierra blanda y lo sujeta con ambas manos, bajando los hombros y la cabeza, como si sujetara una lanza, y nota en los hombros los de sus compañeros para formar un rastrillo. Cierra los ojos. El choque se produce en seguida. Los caballos en cabeza se desgarran con las bayonetas erectas, pero las vuelcan, y Paradis, acurrucado en la hierba, con los brazos magullados, medio muerto, nota que un líquido cálido y viscoso se le pega a los dedos. Piensa que seguramente está herido, se alza apoyándose en las manos y contempla a su alrededor una mezcolanza de tiradores y húsares. Sacude a su vecino, le da la vuelta: tiene los ojos en blanco. Detrás, un caballo destripado cocea de dolor y golpea con los cascos; los intestinos le salen del vientre abierto y se dispersan por el suelo. Paradis se dice que en un campo de batalla uno no comprende realmente nada. ¿Está muerto? ¿Es suya esa sangre? No, no le pertenece. ¿Es la del caballo? ¿La del vecino cuyo nombre ni siquiera conoce?

– ¡Psss! Paradis ve a Rondelet, tendido bocabajo y guiñándole un ojo.

– ¿Te ocurre algo? le pregunta Paradis.

– Nada, pero no hay que repetirlo. Me hago el muerto por prudencia.

– ¡Cuidado!

Un austríaco que ha caído del caballo se acerca renqueando. Ha oído el diálogo del falso moribundo y alza el sable. Puesto en guardia por su amigo, Rondelet rueda de costado sin pedir ninguna explicación, y Paradis arroja un puñado de tierra a los ojos del húsar. Este último, cegado, da un traspié y se arriesga a hacer una serie de peligrosos molinetes hasta que el brigada Roussillon, que ha recogido una bayoneta, se la clava en la espalda y empuja con fuerza.

– ¡Tanto si estáis heridos como si no, en pie! -ordena el brigada-. Van a volver.

– ¿Así pues, se han ido? -pregunta Rondelet, suspirando, y el brigada le aferra un brazo y lo levanta.

– ¡Ni siquiera has recibido un golpe de herradura en la mejilla! ¿Y tú?

– Esto es sangre, por cierto -responde Paradis-, pero no sé de quién es.

– ¡Vamos a reagruparnos detrás del camino encajonado, y a toda prisa!

Los hombres que se han salvado por milagro se levantan, aturdidos, y caminan torpemente.

– Y recoged las cartucheras -gruñe el brigada Rousillon-. No hay que desperdiciar los cartuchos.

En el otro extremo del campo, los húsares uniformados de verde volvían a formar para un nuevo asalto. Los dos tiradores cumplen la orden sin retrasarse ni mirar demasiado los auténticos cadáveres.

A la cuarta carga mortífera, el general Molitor decidió retirarse hacia el pueblo, donde pensaba encontrar apoyo. Contenía a su caballo asustado, espada en mano, para organizar un repliegue necesario más allá del camino encajonado donde, por otra parte, fracasó un quinto asalto. Creyendo que saltaban un montículo, los húsares cayeron al vacío como si fuese un barranco. Unos se rompieron el cuello, otros acabaron atravesados por las bayonetas o con la tapa de los sesos volada a quemarropa. Los tiradores también cedieron terreno, pero acarreaban avíos arrebatados a los muertos, éste un fusil bajo el brazo y otro colgado del hombro, aquél había cogido un tahalí de cuero negro del que había pendido la hoja desnuda de un sable. Paradis, con el pecho cruzado por varias cartucheras, se había puesto el casco con copete rojo de un austríaco. Retrocedían hacia las primeras casas de Aspern, evitando los grandes caballos pardos, tendidos en el suelo, que relinchaban. Su agonía era lenta, pero no podían darles el tiro de gracia, pues los cartuchos eran preciosos y había que reservarlos para los hombres, apuntados de preferencia a la cabeza y el vientre.

Por un capricho de la percepción, el incendio era menos espectacular visto de cerca. La mayor parte de las casas de la larga calle por la que avanzaban la multitud de soldados estaban casi intactas, porque los cañones del barón Hiller habían terminado por callarse y porque las llamas violentas de hacía un rato se extinguían por falta de combustible. Los hombres intentaban apagar las hogueras que ardían por doquier arrojándoles tierra. Las armazones de vigas, ruinosas y ennegrecidas, humeaban y crujían y a veces caían en bloque, levantando cenizas. Asfixiados por el humo, los tiradores se rasgaban trozos de la camisa para ponerselos delante de la nariz y la boca. El calor de las brasas se estaba haciendo insoportable.

En la amplia explanada delante de la iglesia de Aspern, a la niebla densa y negra producida por los incendios se añadía la de la pólvora, pues los artilleros seguían disparando sin ver nada bajo una espesa humareda. Tenían la cara sucia, los labios secos, recogían las balas de cañón disparadas por el enemigo para devolvérselas. Un obús había destrozado la parte superior de la torre de la iglesia, y la campana de bronce había roto al caer la escalera de acceso. Sobre la plataforma de una carreta se amontonaban los heridos a los que habían resguardado por un momento bajo un cobertizo intacto. Iban a regresar a la cabeza del puente de la isla Lobau, donde el doctor Percy comenzaba a montar su primera ambulancia. Con una pierna o un brazo envueltos en jirones de uniforme, aquellos lisiados se quejaban, renqueaban, se arrastraban, y los que habían salido mejor parados llevaban en capotes a los que estaban en peores condiciones.

Masséna estaba en pie en la plaza ante la iglesia. Con la estola sacerdotal alrededor del cuello, sostenía un fusil cargado y gritaba órdenes en voz áspera.

– ¡Dos cañones en enfilada en la segunda calle!

Mientras los artilleros enganchaban los cañones a los caballos de tiro, Molitor se acercó al mariscal, tirando de la brida de su montura.

– ¿Muchos muertos, general?

– Cien, doscientos, quizá más, señor duque.

– ¿Heridos?

– Creo que otros tantos por lo menos.

– A mi alrededor el resto de vuestra división ha debido de sufrir pérdidas en las mismas proporciones -dijo Masséna-. Hay otra cosa…

El general fue con Molitor al inicio de la segunda calle larga para enseñarle, envueltas por un velo de bruma, las banderas amarillas con águilas negras estampadas a trescientos metros.

– Vos llegáis por un extremo del pueblo, Molitor, y los austríacos llegan por el otro extremo. Puedo contenerlos a cañonazos pero pronto nos faltará pólvora. ¡Reunid a vuestros hombres más descansados y atacad!

– Incluso los más descansados no lo están demasiado, señor duque.

– ¡Molitor! ¡Habéis batido ya a los tiroleses, los rusos y hasta al archiduque en Caldiero! No os pido más que volváis a empezar.

– Mis tiradores son muy jóvenes, tienen miedo, carecen de nuestros hábitos y nuestro desprecio.

– ¡Porque aún no han visto suficientes muertos! ¡O porque piensan demasiado!

– La verdad es que éste no es el lugar más adecuado para sermonearlos.

– Es cierto, general. ¡Dadles vino! ¡Emborrachadme a esos mequetrefes y enseñadles la bandera!

El coronel Lejeune entró impetuosamente en la plaza e hizo encabritarse a su caballo delante de Masséna.

– Su Majestad os ordena resistir hasta la noche, señor duque.

– Necesito pólvora.

– Imposible. El puente grande no será practicable antes de esta noche.

– ¡Pues bien, nos batiremos con palos!

Y Masséna le dio la espalda con impertinencia para reanudar la conversación interrumpida con Molitor.

– La nave de la iglesia está llena de vino, general. Pedí que lo descargaran de los carros de intendencia que ahora evacuan a los heridos.

Lejeune ya galopaba por el campo en el que se sucedían los setos y las empalizadas para mantener la comunicación entre Essling y el emperador, cuando se organizó la borrachera obligatoria. Hasta entonces los obuses no habían alcanzado la techumbre de la iglesia. Un centenar de grandes toneles se amontonaban en el interior, y Molitor hizo que rodaran bajo los olmos. El calor del mes de mayo aumentaba el de las ruinas ardientes y la humareda secaba los gaznates, por lo que hubo una avalancha. Cerca de dos mil tiradores exhaustos se empujaron para recibir escudillas de metal llenas hasta el borde, que bebían como si abrevaran, a toda prisa, antes de tenderlas para que se las llenaran de nuevo. El vino no metamorfoseó en guerreros convencidos a unos muchachos que tenían más deseos de evitar la muerte que de matar, pero acabó por hacerlos más inconscientes de su situación y les permitió afrontarla. Borrachos, o por lo menos achispados, se daban ánimos burlándose de los austríacos a los que Masséna seguía cañoneando para mantenerlos a distancia. Cada detonación provocaba comentarios picarescos o vengativos, y cuando los tiradores estuvieron entonados, Molitor los alineó en simulacros de columnas, enarboló la bandera tricolor en la que estaba bordado en amarillo el nombre del regimiento y ellos le siguieron, marchando con valentía por la larga calle, en cuyo extremo acababa de entrar en acción la infantería del barón Hiller. Tras haber sufrido una primera descarga y visto caer a algunos de sus camaradas, lo que achacó a la mala suerte, el soldado Paradis, ajumado como los demás, disparó adelante y luego, obedeciendo a una orden, con la bayoneta tendida a la altura del vientre, echó a correr para traspasar a aquella multitud de hombres con uniformes blancos a los que veía un poco borrosos.


El emperador, que montaba al lado de Lannes, permanecía ante Essling, en el borde de la planicie, rodeado por los granaderos de uniforme azul con gorros de piel de oso del 24 regimiento de infantería ligera.

– ¿Y bien? -preguntó a Lejeune.

– El duque de Rivoli ha jurado resistir. -Pues resistirá.

Entonces el emperador inclinó la cabeza y puso mala cara. Poco le importaban los cañones austríacos que disparaban contra Essling con la misma violencia que contra Aspern, pero un proyectil alcanzó un muslo de su caballo, el cual sacudió las crines, relinchando, antes de caer al suelo con su jinete. Lannes y Lejeune saltaron de sus monturas. Unos oficiales ayudaron al emperador a levantarse y el mameluco Roustan recogió su sombrero.

– No es nada -dijo el emperador al tiempo que se sacudía la levita, pero todos recordaban el reciente accidente de Ratisbona, cuando la bala de un tirolés le hirió en un talón. Habían tenido que vendarle, sentado en un tambor, antes de que volviera a montar.

Un general con sombrero de plumas clavó su espada en el suelo cubierto de hierba y exclamó:

– ¡Rendición si el emperador no se retira!

– ¡Si no os marcháis de aquí -vociferó otro- haré que mis hombres se os lleven!

– A cavallo!-ordenó Napoleón, poniéndose de nuevo el sombrero.

Mientras sus mamelucos despachaban a puñaladas al caballo herido, Caulaincourt le trajo otro, y Lannes le ayudó a encaramarse. Berthier, que no se había movido, pidió a Lejeune que acompañara a Su Majestad a la isla y que le buscara un observatorio desde donde pudiera vigilar las operaciones sin correr peligro. Protegido en medio de una escolta, silencioso, el emperador se alejó al trote corto atravesando Essling y luego un bosque grande y frondoso que se extendía entre ese pueblo y el Danubio. La tropa bordeó el río hasta el puente pequeño, franqueado al paso, y durante esta breve travesía el caballerizo mayor dirigió el caballo del emperador. Una vez en la isla Lobau, éste montó en cólera e insultó a Caulaincourt en jerga milanesa, percatándose de que sus oficiales le habían dado órdenes, incluso amenazado, y de que él había obedecido. ¿Se habrían atrevido a hacerle retroceder por la fuerza? Planteó la pregunta a Lejeune, el cual respondió que sí, y entonces el furor de Napoleón remitió y se puso a refunfuñar.

– ¡Desde aquí no se ve nada!

– Eso puede arreglarse, Síre-dijo Lejeune.

– ¿Qué proponéis vos? -inquirió el emperador en un tono socarrón…

– Ese gran abeto…

– ¿Me tomáis por un chimpancé de la casa de fieras de Schónbrunn?

– Podemos fijar una escala de cuerda, y desde ahí arriba no se os escapará nada.

– ¡Entonces presto!

Al pie del árbol se improvisó una especie de campamento, y el emperador se dejó caer en un sillón. No miraba a los jovencísimos soldados que trepaban por las ramas para fijar la escala de cuerda, apenas oía el cañoneo incesante, ni siquiera percibía el olor a quemado procedente de la planicie. Permanecía impasible, los ojos clavados en las puntas de las botas, y pensaba: «¡Todos me detestan! ¡Berthier, Lannes, Masséna, los demás, todos los demás, me detestan! No tengo derecho a equivocarme. No tengo derecho a perder. Si pierdo, esos canallas van a traicionarme. ¡Incluso serían capaces de matarme! ¡Me deben su fortuna y se diría que tienen algo contra mí! Simulan su fidelidad, sólo se mueven para amasar oro, títulos, castillos, mujeres. Me detestan y no quiero a nadie, ni siquiera a mis hermanos. Bueno, tal vez a José, por costumbre, porque es el mayor. Y también a Duroc. ¿Por qué? Porque no sabe llorar, porque es severo. ¿Dónde está? ¿Por qué no está aquí? ¿Y si también él me detesta? ¿Y yo? ¿Acaso me detesto? Ni siquiera eso. No tengo ninguna opinión sobre mí mismo. Sé que me empuja una fuerza y nada puede impedírselo. Debo avanzar a pesar de mí mismo y contra ellos».

El emperador aspiró por la nariz un poco de tabaco y estornudó sobre Lejeune, quien le anunciaba:

– La escala está instalada, Sire. Con vuestro telescopio de campaña cubriréis todo el campo de batalla.

El emperador alzó los ojos hacia el abeto y la escala flexible que pendía del árbol y se balanceaba. ¿Cómo iba a subir allá arriba, él, que tenía tanta dificultad para mantenerse sobre la silla de montar? Suspiró.

– Subid, Lejeune, y dadme cuenta con detalle.

Lejeune ya estaba por encima de las ramas bajas cuando el emperador añadió:

– ¡No consideréis a los hombres sino a las masas, como para pintar vuestros dichosos cuadros!

Una vez en lo alto del árbol, el coronel se enrolló una mano con la cuerda, aplicó un pie en la base de una rama sólida y extendió el telescopio para barrer el paisaje. Sólo veía una masa. Como había aprendido con Berthier a reconocer los regimientos del archiduque por sus enseñas, podía nombrarlos, saber quiénes eran los jefes, calcular el número de soldados. Gracias al catalejo del emperador, incluso podía distinguir los banderines amarillos de los ulanos, las felpillas negras enroscadas en los cascos de los dragones. En aquel embrollo de tropas, veía a la derecha la infantería de Hohenzollern y la caballería de Bellegarde que se concentraban hacia Essling sin entrar en la población. En la otra ala, en Aspern, que seguía ardiendo, veía la temible ofensiva del barón Hiller. En medio de esos dos lugares que aún resistían, veía también, algo apartado ante los campos, el estandarte verde con franjas plateadas oblicuas del mariscal Bessiéres, los coraceros de Espagne inmóviles, distribuidos en diecisiete escuadrones dispuestos al ataque, y los cazadores de Lasalle. Ante ellos, en la humareda, había líneas de cañones que escupían fuego, pero menos batallones y tropas de caballería. Ahora las tropas austríacas se desplazaban hacia los dos pueblos para llevar allí lo esencial de su esfuerzo. El centro estaba a cada momento más desguarnecido. Lejeune volvió a bajar del árbol para dar esta información al emperador. Llegó abajo al mismo tiempo que dos jinetes: uno venía de Essling y el otro de Aspern.

El primero, Périgord, sonreía. El segundo, Sainte-Croix, con el cabello chamuscado por las llamas, tenía el semblante serio y ojeroso. El emperador los observó muy de prisa.

– Comencemos por las buenas noticias. ¿Périgord?

– El mariscal Lannes mantiene Esslin, Sire. Con la división Boudet, no ha perdido un solo palmo de terreno.

– ¡Valiente Boudet! ¡Desde el sitio de Toulon, ese hombre es un valiente!

– ¿Sabéis, Sire? El archiduque en persona dirigía el asalto…

– ¿Dirigía?

– Ha sufrido una de sus fiebres convulsivas.

– ¿Quién le sustituye?

– Rosenberg, Sire.

– La fortuna é cambiata! ¡Allí donde Carlos no ha tenido éxito, ese desdichado Rosenberg va a fracasar!

– Eso es lo que piensa el mayor general, Sire.

– Rosenberg es valeroso, pero en exceso, y además le falta resolución, es prudente por naturaleza… ¿Sainte-Croix?

– El señor duque de Rivoli tiene necesidad urgente de municiones, Sire.

– Ya ha conocido esta clase de situación.

– ¿Qué debo responderle, Sire?

– Que anochece a las siete y que se las arregle hasta entonces para conservar Aspern o sus ruinas. Luego el puente volverá a estar en condiciones y los batallones que esperan en la orilla izquierda cruzarán el Danubio. Entonces seremos sesenta mil…

– Menos los muertos -murmuró Sainte-Croix.

– ¿Cómo decís?

– Nada, Sire, me aclaraba la voz.

– Mañana por la mañana el ejército de Davout llegará de Saint-Polten. Dispondremos de noventa mil hombres y los austríacos estarán agotados…

Apenas habían montado de nuevo los dos mensajeros cuando el emperador se volvió sin decir palabra hacia Lejeune, el cual respondió en seguida al mudo interrogante.

– Síre, los austríacos avanzan en tropel hacia los pueblos. -Entonces aligeran su dispositivo en el centro.

– Sí.

– ¡Tienen el vientre fofo! Seguramente Berthier se ha dado cuenta, id a verle al tejar de Essling y decidle que es el momento de lanzar nuestra caballería contra la artillería del archiduque. Que el jefe de estado mayor discuta los detalles con Bessiéres. ¡Caulaincourt! Sustituid a Lejeune en lo alto del abeto.

El coronel partió a su vez para transmitir la orden, y el emperador se puso ceñudo en su sillón y masculló:

– ¡No tengo inconveniente en que me acusen de temeridad, pero no de lentitud!


Fayolle, que estaba bajo el sol desde la mañana, empezaba a hervir bajo la coraza y el casco de hierro. Su caballo golpeaba el suelo para desentumecerse, o restregaba el cuello contra el de su vecino. En la decimosexta fila del escuadrón, al soldado no le llegaban de la batalla más que ruidos sordos, y percibía a cada lado las llamas de las casas bombardeadas. De repente, más adelante, notó un movimiento entre las espaldas de sus compañeros. El estandarte de los cazadores de Bessiéres flotó por encima de las tropas, y entonces Fayolle reconoció el cabello largo y empolvado del mariscal que alzaba el sable. Sonaron las trompetas, la voz de los oficiales transmitió la orden de marchar y, en un frente de un kilómetro, los millares de jinetes se pusieron en movimiento hacia los cañones disimulados por una bruma que olía a pólvora.

Fayolle avanzaba. Su pesada armadura, sacudida por el trote, le molía las articulaciones de los hombros. Había enrollado su manto español para ponerlo en diagonal sobre el pecho. La hoja de la espada, que sostenía dirigida hacia el suelo, pendía contra la pierna enfundada en paño gris. Se concentraba, imaginaba el asalto inminente, volvía a ver a su amigo Pacotte con la garganta abierta y se sentía dispuesto: cosería a estocadas a los asquerosos austriacos. Cuando por fin las trompetas ordenaron la carga, clavó las dos espuelas en los flancos del caballo negro y se lanzó con sus compañeros a un galope salvaje, la espada tendida, azotado por el viento de la carrera y el polvo, la boca torcida, lanzando un grito interminable para olvidar el peligro, para insultar a la muerte, para asustarla, para infundirse valor y cegarse, para sentirse un mero elemento de una tropa invencible. Una carga anterior de los cazadores había fracasado ante las baterías cuyos proyectiles quemantes habían segado muchas vidas, y era preciso salvar los obstáculos de los cadáveres despedazados y evitar que los cascos de los caballos tropezaran o resbalaran en aquella papilla sanguinolenta de tripas y huesos. A lo lejos, y gracias a sus penachos de color verde crudo, se distinguía a los dragones de Bade dirigidos por el gordo Marulaz, y los pesados gorros de piel de los suboficiales de Bessiéres que concentraban a sus jinetes hacia atrás, mientras que los coraceros arremetían antes de que los artilleros hubieran tenido tiempo de recargar. Los primeros aguantaron el choque y los siguientes, entre ellos Fayolle, Verzieux y Brunel, volaron por encima de los toneles y las ruedas de los arcones. Fayolle atravesó un corazón con la espada, pisoteó a un tipo que llevaba una bala de cañón, clavó a otro en el maderamen de su pieza de artillería y siguió dando tajos a ciegas. Hacía girar a su caballo cuando se encontró con unos soldados de infantería que vestían de blanco, estaban formados en cuadro y disparaban. Sonó el impacto de una bala contra su casco, e iba a lanzarse contra aquel gigantesco erizo de bayonetas cuando una trompeta señaló el repliegue, a fin de dejar sitio a otras oleadas de asalto dirigidas por el general Espagne en persona, desfigurado por la cólera, solo en cabeza, con una expresión demencial en los ojos, expuesto como si quisiera dar razón a los fantasmas que le amenazaban en sueños desde su percance en Bayreuth.

Demasiado adelantado detrás de la línea de los cañones, Fayolle vio llegar a su general como una furia y, volviendo grupas, quiso ponerse en fila, pero su caballo alzó las patas delanteras, al canzado por un proyectil entre los ojos. Fayolle cayó de espaldas desde el lomo de su montura y el barboquejo del casco le serró el mentón. Semiaturdido, tendió la mano hacia la espada, en el trigal pisoteado, y se alzaba sobre un codo cuando recibió un sablazo, amortiguado por el penacho del casco, que rechinó sobre el espaldar metálico. Tanto el oficial austríaco con guerrera de color rojo como el coracero a gatas fueron arrollados por la carga del general Espagne, y entonces Fayolle notó una mano fuerte que le aferraba el brazo y se encontró en la grupa detrás de su compinche Verzieux. Retrocedieron con el escuadrón de Espagne, que cedía el terreno a una nueva carga. Fuera del alcance de fusiles y cañones, Fayolle se deslizó hasta caer en la hierba y quiso dar las gracias a Verzieux, pero éste se había doblado y se crispaba sobre la perilla de la silla, incapaz de otro gesto. Fayolle le llamó. Verzieux había recibido un casco de metralla en la coraza, a la altura del vientre, en el lado izquierdo. La sangre brotaba a pequeños borbotones del orificio abierto por la metralla y le corría por la pierna. Fayolle le hizo desmontar con ayuda de Brunel. Le tendieron en el suelo y desataron las correas de cuero del peto pegado a la guerrera empapada de sangre caliente. Verzieux se quejaba, y gritó cuando Fayolle le metió en la herida un puñado de hierba para contener la hemorragia. Con las manos enrojecidas y pringosas, Fayolle, en pie, vio que se llevaban al herido hacia las ambulancias del puente pequeño. ¿Llegaría allí? Los coraceros le transportaban en unas parihuelas improvisadas con ramas y capotes. Entonces Fayolle se quitó el casco y lo tiró al suelo.

– Él por lo menos no va a volver -comentó Brunel.

Apoyado en la barriga tibia y blanda de un caballo muerto, Vincent Paradis disparaba contra los austríacos del barón Hiller. Un furioso ataque a la bayoneta dirigido por Molitor los había expulsado de Aspern, pero volvían en gran número. Algunos caían y otros los sustituían para cerrar las filas. Se habría dicho que sus muertos se relevaban, que aquello no servía para nada. Desaparecida la exaltación del vino, Paradis notaba la lengua rasposa, le dolía la nuca y sentía pesadez en los párpados. Lo que veía en el extremo de la larga calle ya no eran hombres, se decía, sino más bien conejos disfrazados, espectros enmascarados por la humareda, demonios, una pesadilla o un juego. Después de cada disparo tendía su fusil, unas manos lo cogían y recibía otro. En el hueco de una puerta, sin interrumpirse, los soldados cargaban y recargaban las armas.

– ¡No te duermas! -le instó Rondelet.

– Lo intento -replicó Paradis, con el dedo en el gatillo, el hombro derecho magullado por los retrocesos.

– Si te duermes van a liquidarte. Un difunto que ronca… eso no cuela.

Y, a modo de ejemplo, alzó el brazo inerte de uno de sus compañeros, el cual tenía embadurnada la cara con sus propios sesos,,porque una bala de metralla le había destrozado la frente. -Este no hace ningún ruido -siguió diciendo Rondelet.

– ¡Ya está bien!

Alcanzado por las andanadas austríacas, el cuerpo del caballo se estremecía. Delante, en la calle, unos tiradores se habían emboscado detrás de un arado volcado. Se levantaron de súbito para retroceder corriendo. El herido al que llevaban como un saco, sujetándole por el cuello de la guerrera, gemía con un mohín infantil y dejaba tras él un arroyuelo de sangre absorbido en seguida por la tierra. Al pasar ante el caballo muerto que servía como puesto de cazador a Paradis, Rondelet y unos cadáveres muy destrozados, los fugitivos gritaron:

– ¡Tienen cañones, hay que largarse o volaremos en trocitos con los pájaros!

En efecto, las bocas de fuego tomaban ahora en enfilada la alineación de las casitas, por lo que más valía salir pitando. Rondelet y Paradis convinieron en correr a la plaza de la iglesia, donde se concentraba el grueso del batallón.

– ¡Hay que pasar atrás, y rápido!

Reptaron hacia la puerta de una casa por el suelo guijarroso y se levantaron en cuanto estuvieron en el interior, donde encontraron a sus camaradas que seguían desgarrando cartuchos.

– La pólvora se está agotando -se quejó un tirador fornido con mostacho y la cabellera recogida en la nuca.

– ¡Nos largamos por los jardines! ¡Los cañones!

– ¿Y el sargento está de acuerdo? -preguntó el del mostacho.

– ¿Estás ciego? -le gritó Paradis, mostrándole con un gesto del brazo los cadáveres en la calle.

– ¡Ah, no! -dijo el otro con terquedad-. El sargento ha movido la pierna.

– ¡No ha movido nada!

– ¡No podemos dejarle aquí!

– ¡Vuelve en ti, idiota!

El soldado salió corriendo, doblado por la cintura, pero le alcanzó una andanada antes de que llegara al cuerpo que había visto moverse, giró sobre sí mismo, con sangre en la boca, y se desplomó contra las patas tiesas del caballo que servía de barricada.

– ¡Maldita sea! -gruñó Rondelet.

– ¡Estamos perdiendo el tiempo! -vociferó Paradis-. ¡De prisa!

Los supervivientes de aquel puesto demasiado avanzado recogieron los fusiles, y se los pusieron bajo el brazo como si fuesen haces de leña. Rondelet recogió al pasar un asador dejado en la chimenea, y se encaminaron al jardincillo cerrado por setos bajos, que saltaron rasguñándose para rodear la calle peligrosa. Se guiaron por la ruina del campanario de Aspern, se perdieron, se alejaron, regresaron, tropezaron con un murete derrumbado, se internaron en la maleza, treparon por cascajales, se torcieron los tobillos, cojearon, cayeron, se golpearon, se desgarraron la ropa en las zarzas, pero el temor de morir sepultados o calcinados les causaba una loca energía. Oyeron los cañones que barrían la calle principal. Un obús cayó sobre la casa que acababan de abandonar y las vigas del techo fueron pasto de las llamas. Se cruzaron con otros fugitivos cuyos uniformes estaban chamuscados y cuando llegaron a los muros del cementerio su grupo se había ampliado. Todavía tuvieron fuerzas para escalarlos, saltar al otro lado, sobre las tumbas, y de cruz en cruz llegaron a la iglesia. Masséna y sus oficiales estaban en pie. Las ramas de los grandes olmos fulminados les caían encima.


Fayolle había recuperado el caballo de su amigo Verzieux, más nervioso que el suyo y cuyos flancos debía apretar, pero la jornada avanzaba y al cabo de una decena de cargas brutales el jinete y su montura estaban extenuados por igual. Los hombres volvían a la carga, se iban, repartían sablazos, las filas se desparramaban y los austríacos no retrocedían. A Fayolle le dolía la espalda, los brazos, sentía dolor por todas partes y el sudor le entraba en los ojos, que se enjugaba con la manga en la que la sangre de Verzleux se había secado formando una costra pardusca. Clavó las espuelas en el caballo hasta hacerle sangrar, y el animal resopló. Con el sable en una mano y un botafuego austríaco encendido en la otra, sujetaba la brida con los dientes y se disponía a retroceder con su pelotón para descansar un momento entre dos asaltos, cuando los cazadores de Lasalle pasaron rozándole y gritando:

– ¡Por aquí! ¡Por aquí!

¿Quién estaba al mando en el tumulto y la confusión de la batalla? En aquel momento Fayolle y su colega Brunel descubrieron al capitán Saint-Didier que salía de la humareda, perdido el casco y con los brazos alzados en su dirección para incitarlos a seguir a los cazadores, así como otros coraceros de la tropa diseminada. Juntos forzaron a sus caballos todo lo posible para abalanzarse de costado sobre los ulanos que agobiaban a los jinetes de Bessiéres. Los austríacos, sorprendidos, volvieron sus lanzas con banderines hacia los atacantes, pero no tuvieron tiempo de maniobrar sus caballos y recibieron la embestida de costado sin poder cargar. Fayolle hundió la mecha encendida de su botafuego en la boca abierta de un ulano, empujó el mango con todo su peso en el gaznate, y el otro cayó al suelo retorciéndose, presa de violentos espasmos, con los ojos en blanco y la garganta quemada. A unos pasos, el mismo mariscal Bessiéres, a pie, sin sombrero, con una manga arrancada, paraba los golpes con dos espadas que cruzaba por encima de la cabeza. En el cuerpo a cuerpo, los ulanos tropezaban con sus lanzas demasiado largas y no tenían tiempo de desenvainar sus espadas o los fusiles de arzón, por lo que abandonaron rápidamente la plaza, dejando allí a sus muertos y algunos caballos. Bessiéres montó uno de aquellos caballos de crines rapadas y silla roja ribeteada de oro, y entonces volvió hacia la retaguardia acompañado por sus salvadores y los restos de su escuadrón.

En el vivaque le esperaba un oficial con uniforme de gala. Era Marbot, el edecán favorito del mariscal Lannes, el cual le anunció con cierto embarazo:

– El señor mariscal Lannes me ha encargado que diga a Vuestra Excelencia que le ordena cargar a fondo…

Bessiéres se sintió insultado. Su semblante adquirió el color de la ceniza, y replicó en un tono despectivo. Jamás lo hago de otro modo.

La antigua enemistad entre los dos mariscales volvía a surgir a la menor ocasión. Los dos eran gascones, cada uno tenía celos del otro y se oponían desde hacía nueve años, cuando Lannes es peraba esposar a Caroline, la frívola hermana del primer cónsul. Acusaba a Bessiéres de haber apoyado a Murat contra él: ¿acaso no había sido el testigo de ese matrimonio?


Berthier había instalado su cuartel general en los toscos edificios del tejar de Essling, que parecía un reducto con vigías en los tejados, tiradores en las ventanas e incluso cañones en la planta baja. Lannes entró furioso en la sala donde Berthier había desplegado sus mapas sobre caballetes, unos mapas que iba modificando según las noticias que le llegaban del frente o las órdenes del emperador.

– ¡La caballería es incapaz de liberarnos rompiendo el cerco! -dijo Lannes.

– A la larga lo conseguirá.

– ¿Y Masséna? ¡En su lado todo arde! ¿Cuántos ejércitos tendremos encima cuando Hiller haya terminado con él?

– Aspern no ha caído todavía.

– ¿Hasta cuándo? ¿Por qué no enviamos ahí el refuerzo de la Guardia?

– ¡La Guardia se quedará delante del puente pequeño para garantizar el paso a la isla!

El emperador acababa de entrar en la estancia, y había pronunciado esta última frase en un tono de disgusto. Apartó con rudeza a Berthier para consultar los mapas. Inquieto ante el cur so de los acontecimientos, no había podido soportar durante mucho tiempo permanecer al margen bajo los abetos de la isla Lobau. Napoleón comprendía que si el archiduque hubiera atacado antes, por la mañana, le habría vencido, pero la suerte aún podía dar un giro. La victoria de Austerlitz se había ventilado en quince minutos. El sol se pondría al cabo de hora y media, y había llegado el momento de replicar. Berthier explicó:

– Una parte del cuerpo de Liechtenstein ha reforzado las tropas de Rosenberg, Sire, pero Essling resistirá hasta la noche. Nuestros parapetos son sólidos.

– Por desgracia -añadió Lannes-, nuestros jinetes multiplican las cargas inoperantes que apenas nos alivian.

– ¡Deben derrotar a los austríacos en la planicie! -exclamó el emperador-. ¡Lannes, reunid a toda la caballería y lanzadla en bloque! ¡Atacad! ¡Llevad los cañones de Hohenzollern! ¡Volvedlos contra él! ¡Quiero que lo arraséis todo bajo un diluvio de fuego y hierro!

Lannes inclinó la cabeza y salió con sus oficiales. El gran puente flotante seguía sin estar consolidado, los soldados de Oudinot y Saint-Hilaire no podían acudir en su rescate. ¿Y si la caballería se perdía en ese asalto masivo? Los austriacos, estimulados, sin nadie que les cerrase el paso, se lanzarían en gran número y por todas partes contra los dos pueblos.

– ¿Qué opinas, Pouzet? -preguntó Lannes tomando el brazo de su viejo amigo, un general de brigada que le seguía de campaña en campaña y que no hacía mucho le había dado lecciones de estrategia.

– Su Majestad razona sin cesar de la misma manera. Sigue basando su acción en la rapidez y la sorpresa, como lo hiciera antes en Italia, pero en estas grandes planicies del norte de Europa el terreno se presta mal, y luego el movimiento, la ofensiva, requiere ejércitos ligeros y muy móviles, motivados, que viven en el país como bandas de condotieros. Pues bien, nuestros ejércitos se han vuelto demasiado pesados, lentos, fatigados, jóvenes, desmoralizados…

– ¡Cállate, Pouzet, cállate!

– Su Majestad ha leído a Puységur, Maillebois, Folard, y luego a Guibert y Carnot, quien quena restituir a la guerra su salvajismo. Lo que preconizaban Carnot y Saint Just era válido para su época. ¡Por supuesto, un ejército que tiene alma debe prevalecer sobre los mercenarios! ¿Dónde están hoy los mercenarios? ¿Y de qué lado están los patriotas? ¿No lo sabes? Te lo voy a decir: los patriotas toman las armas contra nosotros, en el Tirol, en Andalucía, en Austria, en Bohemia, y pronto en Alemania, en Rusia…

– Ves las cosas con precisión, pero cállate, Pouzet…

– No tengo inconveniente en callarme, pero sé sincero: ¿todavía crees en esto?

Lannes puso la bota en el estribo y montó en el caballo que le habían presentado. Pouzet hizo lo mismo, pero suspirando lo bastante fuerte como para que su amigo le oyera.


Unos pensamientos horrorosos nublaban el rostro de Anna Krauss. Imaginaba soldados bloqueados en una granja incendiada o tendidos en el suelo con el vientre abierto; seguía oyendo el estruendo de los cañones, la crepitación de las llamas, gritos diabólicos. No llegaba ninguna noticia fidedigna de la batalla, y los vieneses obtenían sus informaciones de los cotilleos, con la única certeza de que allá abajo, en la planicie, los hombres se mataban sin método desde hacía horas. La mirada de Anna se perdía en la luz rosada de un sol declinante que iluminaba los cristales. Había desatado, distraída, las tiras de sus sandalias romanas, y estaba acurrucada en un ángulo del sofá, silenciosa, las rodillas apretadas con los brazos. Le caía un mechón de cabello sobre la frente y no se lo alzaba. Sentado cerca de ella en un taburete acolchado, Henri se esforzaba por hablarle en voz suave, tanto para tranquilizarla como para serenarse, y si ella no comprendía el sentido exacto del francés, sus tonalidades calmantes reconfortaban un poco a la joven, no demasiado, porque a la voz de Henri le faltaba ese acento de sinceridad que no es posible simular. Había tomado las pociones repugnantes del doctor Carino y la fiebre le había dado un respiro. Contemplaba a Anna postrada, envuelta en su chal, mientras ensartaba las frases con una convicción fingida, hasta que se calló. Anna había cerrado los ojos. Henri se dijo que las vienesas tenían una fidelidad mística: cuando su amado estaba ausente, ellas se recluían. Anna no tenía de italiano más que la cara, era demasiado natural tanto en sus humores como en sus gestos, carecía por completo de coquetería y tenía un entusiasmo atemperado por la ternura. Henri habría querido anotar esas observaciones, pero ¿qué le habría parecido a Anna si se despertaba?

La joven dormía con un sueño sombrío y turbado, movía los labios y murmuraba algo. Para conjurar la posible muerte de Lejeune, Henri siguió diciéndole en voz muy baja:

– A Louis-François no le ocurrirá nada, os lo prometo…

En el otro extremo de la sala aparecieron las dos hermanas menores de Anna, dando saltitos, muy delgadas, ruidosas, y Henri se volvió hacia ellas, indicándoles por señas que Anna estaba descansando.

– Quiet, please!

Las chiquillas se acercaron con unas precauciones desmesuradas, como si fuese un juego. Tenían el cabello más claro que el de Anna, las caritas más aguzadas y atuendos más formales. Henri se levantó en silencio para alejarlas del sofá, y ellas se pusieron a hablar con una mímica y una gesticulación incomprensible, las mejillas hinchadas por la risa contenida cada vez que se miraban, y entonces le tiraron de la levita y él tuvo que seguirlas. Le llevaron a la escalera que ascendía al sobradillo, procurando que no crujieran los escalones de madera, como gatas, y Henri se dejaba manejar. ¿Qué querían enseñarle? Una de ellas abrió lentamente una puerta y se encontraron en una habitación minúscula bajo los tejados, muy desordenada, que servía de desván. Las pequeñas se abalanzaron sobre una caja y, discutiendo, aplicaron un ojo a una ranura bastante ancha entre dos traviesas. Invitaron a Henri a que hiciera lo mismo y él miró a su vez el interior de la habitacióncontigua, sorprendiendo al señor Staps. En una franja de luz solar en la que revoloteaba el polvo, el joven estaba arrodillado ante una estatuilla dorada y sostenía un cuchillo de cortar carne, con la punta hacia el suelo, a la manera de un caballero la víspera de su armadura solemne. Vestía una camisa de tela gruesa, tenía los párpados cerrados y salmodiaba una especie de plegaria.

Henri se sumió en divagaciones. «Está loco -pensaba-, estoy seguro de que está loco, pero ¿qué clase de locura es la suya? ¿Quién se cree que es este pobre chico? ¿Qué representa esa es tatuilla? ¿Qué objeto tiene ese cuchillo? ¿Qué urde en su cerebro sobrecalentado? ¿A qué brujería quiere encomendarnos? ¿Es peligroso? Todos somos peligrosos, y en primer lugar el emperador. Todos estamos locos. También yo estoy loco, pero por Anna, y ella está loca por Louis-François, quien está loco como un soldado…»›


En aquel mismo instante, el coronel Lejeune se batía forzosamente al lado de Masséna. Había ido una vez más a Aspern para confirmarle la orden de resistir hasta el crepúsculo y advertirle de las intenciones que tenía el emperador de lanzar toda la caballería contra las baterías del archiduque, y no había podido salir del pueblo ahora asediado. Tan sólo les quedaba a los tiradores el cementerio y la iglesia. Por múltiples brechas abiertas en las ruinas, los austríacos habían conseguido establecerse por doquier de un modo firme. Masséna había ordenado que levantaran defensas con los objetos voluminosos que pudieran agenciarse, rastrillos, arados y muebles, a fin de llegar a los cañones inútiles a causa de la falta de pólvora. Los granaderos amontonaban cadáveres, formando con ellos una barricada que protegía la plaza hasta el recinto del cementerio que defendían los hombres sin cartuchos, con lo que tenían a mano, una cruz de bronce, un madero, cuchillos… Paradis había sacado su honda, Rondelet blandía su espetón como si fuese un estoque.

En medio del caos, Masséna demostraba lo que era capaz de hacer.

Al darse cuenta de que los artilleros de Hiller hacen rodar una pieza por una calleja, a fin de derribar la fachada de la iglesia, hace que carguen de paja y hojas una carreta de mano, luego recoge una rama cortada, entra en la sacristía abierta por un obús, en la que ronronean las brasas, prende fuego a la rama, sale y la arroja contra la carreta, la cual arde en el acto, y entonces divisa a Lejeune, desconcertado en medio de tanto desorden: «¡Conmigo!», le grita. Cada uno aferra un brazo de la carreta ardiente y la empujan con todas sus fuerzas hacia la callejuela. Cuando el vehículo en llamas ha adquirido suficiente velocidad, se arrojan al suelo y oyen los silbidos de las balas que les pasan rozando, pero la carreta choca de frente con la boca del cañón y se rompe en pedazos. Los barrihtos de pólvora, que están abiertos, estallan y todo vuela en pedazos, la caja de la carreta, los miembros arrancados. Unos granaderos cargan a la bayoneta para rescatar a Masséna y Lejeune, que se levantan a medias, pero es imposible penetrar en la callejuela cuyas casas han sido pasto de las llamas, que es un auténtico horno, y los hombres vuelven corriendo hacia los olmos destrozados de la iglesia. Los austríacos intentan impedirles el paso, pero otros granaderos armados con vigas que manejan como porras rompen unas cuantas crismas. Masséna se hace con una reja de arado y, de un empujón, trincha a dos buenos mozos y los arroja contra una escalinata. Lejeune ha parado el sable de un oficial con guerrera blanca, el cual le propina un rodillazo en el vientre que le obliga a doblarse, felizmente, pues la bala que volaba hacia su nuca se incrusta en la frente del austríaco, de la que brota la sangre.


Sentado en un banco de piedra unido a una casa de la que sólo quedaba un muro en pie, Masséna consultó su reloj y vio que se había parado. Lo sacudió, hizo girar en vano la corona, pues se había roto, y soltó un juramento.

– ¡Maldita sea! ¡Un recuerdo de Italia! ¡Perteneció a un monseñor del Vaticano! ¡Todo de oro y plata dorada! Un día u otro tenía que abandonarme… No sigáis a gatas, Lejeune, venid a sentaros un momento para recuperaros. Deberíais estar muerto pero, como no es así, respirad a fondo…

El coronel se sacudió el polvo y el mariscal siguió diciendo: -Si salimos de ésta, os encargaré mi retrato, pero en acción, ¿eh? Con la reja de arado como hace un momento, por ejemplo, ¡a punto de despachurrar a una jauría de austriacos! Al pie escribiríais Masséna en la batalla. ¿Veis el efecto que produciría eso? ¡Nadie osaría colgar ese cuadro! La realidad desagrada, Lejeune.

Una bala de cañón alcanzó una parte de la techumbre de la casa en la que reposaban los dos hombres, y Masséna se levantó de un salto.

– ¡Ahí tenéis la realidad! ¡Pero, por Dios, esos perros tratan de enterrarnos bajo los escombros!

Por el lado de la planicie llegó un jinete al galope, aminoró la velocidad de su caballo cerca de la iglesia, interrogó a un suboficial, advirtió a Masséna que encadenaba reniegos y se encaminó directamente hacia él. Era Périgord, siempre impecable.

– ¿Por dónde diablos ha pasado ése? -inquirió Masséna. -¡Señor duque! -Y Périgord tendió un pliego al mariscal-: Un despacho del emperador.

– Veamos todo el mal que me desea Su Majestad…

Masséna leyó el mensaje y alzó los ojos al sol que descendía por el oeste. Los dos edecanes de Berthier charlaban:

– ¿Estáis herido, Edmond? -preguntó Lejeune al otro. -¡No, señor!

– Pues cojeáis.

– Porque mi criado no ha tenido tiempo de domarme las botas, y como el cuero está mal flexibilizado, padezco a cada paso. ¡En cuanto a vos, mi querido amigo, vuestro pantalón necesita una buena pasada de cepillo!

Masséna les interrumpió.

– Supongo, señor de Périgord, que no habéis atravesado las líneas austríacas.

– La pequeña planicie que linda con el pueblo por este lado estaba expedita, señor duque. Sólo me he cruzado con un batallón de nuestros voluntarios de Viena.

– Entonces podríamos replegarnos para pasar la noche, antes de dejar que destrocen la división de Molitor…

– Hay setos, cercados de matorrales, barreras de madera, bosquecillos, un montón de sitios donde abrigarnos…

– Bien, Périgord, bien. Por lo menos tenéis buena vista. Masséna pidió un caballo.

Uno de sus caballerizos se apresuró a traerle uno, pero no podía montarlo bien porque habían ajustado demasiado corto el estribo derecho. Entonces llamó de nuevo al caballerizo, sentado a la mujeriega tras haber pasado la pierna por encima de la cruz del caballo. Una bala de cañón decapitó al atareado caballerizo y arrancó de cuajo el estribo, el caballo se hizo a un lado y Masséna cayó en brazos de Lejeune.

– ¡Señor duque! ¿Estáis bien?

– ¡Otro caballo que sirva! -aulló Masséna.


Transfigurado por el combate, Lannes, junto con Espagne, Lasalle y Bessiéres, cargaron en cabeza de sus millares de jinetes para embestir al centro austríaco, trocearlo, separarlo de sus alas, socorrer a los dos pueblos sometidos al fuego y apoderarse de los cañones. Fayolle no gozaba de esa vista de conjunto. Presa de furor, se comportaba como un autómata, no temía a nada pero tampoco quería nada, ni detenerse ni proseguir, era una marioneta movida por los clarines y los gritos de guerra, vociferante, y golpeaba, se protegía, hundía su acero, abría pechos y atravesaba cuellos. Los coraceros habían exterminado a una escuadra de artilleros, y enganchaban las piezas de artillería capturadas a los caballos de tiro. Espagne dirigía la operación; su caballo babeaba mucho y movía los ollares de arriba abajo. Fayolle le observaba de reojo, mientras enganchaba los arneses a la parte curva de un obús: el general estaba gris de polvo, erguido sobre la piel de carnero de la silla, pero su mirada perdida desmentía las órdenes breves y precisas dictadas por el hábito. El soldado sabía qué era lo que atormentaba al oficial, pero, sin poder evitarlo, dudaba de los presagios. ¡No faltaba más! ¿El héroe de Hohenlinden, que ya había abierto a las tropas francesas la ruta de Viena años atrás, a pesar de la tormenta de nieve, temía a los fantasmas? Como hemos dicho, Fayolle había estado presente al final de aquella curiosa trifulca en el castillo de Bayreuth, cuando el general Espagne había llevado la peor parte en el encuentro con un espectro, pero ¿de qué se trataba en realidad? ¿De una alucinación? ¿De la fatiga? ¿De una fiebre maligna? Él, Fayolle, no había visto al fantasma con sus propios ojos. ¡La Dama Blanca de los Habsburgo! Conocía esas apariciones maléficas con las que amenazaban a los críos de su pueblo. Merodeaban cerca de los calvarios y daban miedo. Él no había creído jamás en esas cosas.

– ¿Creéis que estáis de veraneo, Fayolle? -le preguntó el capitán Saint-Didier, agitando la espada enrojecida y goteante.

El soldado apresuró la maniobra para llevarse sin tardanza los catorce cañones que habían tomado al enemigo.

El general Espagne alzó una mano enguantada y la comitiva se puso en marcha. Fayolle y Brunel azotaban a los caballos de tiro para que acompañasen el galope, pero a su derecha aparecie ron los gorros de unos granaderos, envueltos en la humareda que se había estancado en estratos, y a continuación uniformes blancos y polainas grises que llegaban a las rodillas…

– ¡Cuidado! -gritó Saint-Didier.

La mayoría de los coraceros lanzan sus caballos a todo galope para atacar a los soldados de infantería, cuando el general Espagne recibe una bala de metralla en pleno pecho que atraviesa la coraza. El herido se desliza del caballo, cae, con el pie metido en el estribo, y el animal se desboca y lo arrastra como un saco, haciéndole rebotar en el suelo socavado por las explosiones. Fayolle espolea a su caballo en la misma dirección, se inclina sobre el cuello de la montura y corta la correa del estribo con el filo de su espada. Los otros llegan tras él y levantan el cuerpo destrozado del general. Le quitan el peto y el espaldar y le envuelven en la capa blanca y larga de un oficial austríaco, que en seguida se tiñe de rojo vivo. Entonces depositan el cuerpo sobre una cureña, la cabeza y los brazos colgantes, como un fantasma.

Había más muertos sobre las tumbas del cementerio de Aspern que en los panteones. Los tiradores, allí sumidos, luchaban a pedradas contra las tropas del barón Hiller. Paradis tuvo la satisfacción de alcanzar a varios con su honda, pero retrocedió con el resto de su batallón diezmado, y todos esperaban dispersarse por los campos donde los arbustos y las hierbas altas podrían camuflarlos. Los austríacos subidos a los muros fanfarroneaban agitando sus banderas con la negra águila bicéfala estampada o una virgen con túnica azul celeste que parecía desplazada en aquellos lugares infernales. Los tambores redoblaban con arrogancia. Los franceses eran abatidos como presas de caza. Un cañón situado en uno de los montones de escombros del recinto tomó puntería. Paradis y Rondelet huyeron sin poder replicar. Se agacharon para recuperar el aliento detrás del cadáver de un suboficial llenito, caído sobre una cruz de la que había quedado colgado, como un espantapájaros. Rodelet se levantó a cierta distancia del cadáver para constatar el avance del enemigo.

– ¡Mira por dónde, es el brigada!

Cogió al muerto por los sobacos para mostrárselo a Paradis. El brigada Roussillon tenía los ojos abiertos y fijos, y una sonrisa inmóvil en los labios azulados. Rondelet se pinchó un dedo al desprender la Legión de Honor de los harapos que habían sido un uniforme.

– Como recuerdo -dijo.

Ésa fue su última frase, que no pudo terminar porque una bala de cañón rasante le arrancó el hombro. Aturdido, pues estaba cerca de su amigo, Vincent Paradis cayó sobre una losa cubierta de ortigas y musgo. Le zumbaban los oídos y los sonidos le llegaban amortiguados. Se llevó una mano a la cara y tuvo un acceso de hipo. Su mano no había encontrado más que una papilla de carne. También la tenía en el cabello y en la boca, y la escupió en trozos blandos, sosos y tibios. ¿Estaba desfigurado? ¡Un espejo! ¿Nadie tenía un espejo? ¿No había ni siquiera un charco? ¿No? ¿Nada? ¿Estaba casi muerto? ¿Aún se hallaba sobre la tierra? ¿Acaso dormía? ¿Se despertaría? ¿Y en ese caso, dónde? Notó que unas fuertes manos le cogían y le alzaban como si fuese un paquete, y se encontró junto a una barrera de madera que dividía un campo. Unos tiradores tendidos boca arriba farfullaban palabras incomprensibles, estaban ensangrentados, vendados con pañuelos y trapos, uno con un brazo en cabestrillo, el otro aferrado a una rama como una muleta, el pie envuelto en un trozo de guerrera. Unos jóvenes con largos delantales inspeccionaban a los heridos y decidían la gravedad de su estado, pues no transportarían a los más graves. Sostenían a los traumatizados para ayudarles a amontonarse en la plataforma de una carreta de heno de la que tiraban dos percherones con los ojos vendados. Paradis dejó que se ocuparan de él y no respondió a los aprendices de enfermero que le interrogaban y se admiraban de que con la cara hecha picadillo no se hubiera desmayado todavía. La ambulancia improvisada tardó mucho tiempo en llegar al puente pequeño de la isla Lobau. Era preciso zigzaguear continuamente en los prados cercados y ondulados, romper una empalizada para evitar un rodeo. Los ayudantes de cirujano seguían a pie, examinando su cargamento, y de vez en cuando señalaban a un herido: Ese de ahí, ya no merece la pena…

Entonces alzaban al moribundo de la plataforma y lo depositaban sobre la hierba, mientras seguían avanzando al paso lento de los percherones. Paradis permanecía en pie, alelado, sujetán dose a los montantes del carro de heno como si fuesen los barrotes de una celda. Reconoció a lo lejos el vivaque de la Guardia, y luego llegaron cerca del puente pequeño. Eran las siete, anochecía, el resplandor de los incendios iluminaba una multitud de por lo menos cuatrocientos heridos a los que habían tendido sobre haces de paja o incluso en el suelo. Dejaron a Paradis cerca de un húsar que se arrastraba como una serpiente, con una pierna hecha trizas, y arañaba el suelo mientras maldecía al emperador y el archiduque. En una choza, el doctor Percy y sus ayudantes, empapados en sudor, no cesaban de amputar piernas y brazos con sierras de carpintero. No se oían más que aullidos y maldiciones.

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