Hacía un tiempo magnífico y las acacias exhalaban su fragancia. Aquel sábado, víspera de Pentecostés, el soldado Paradis descansaba en la orilla de la isla Lo bau. Se había quitado la guerrera de tirador y puesto a un lado el chacó con su penacho de plumas amarillas y verdes, el macuto, todos los bártulos que llevaba ceñidos al cuerpo y el capote enrollado le servía de almohada. Era un campesino corpulento y pelirrojo, con bozo debajo de la nariz y unas manos enormes que debían sostener mejor el arado que el arma. Jamás se había servido del fusil más que para ahuyentar a los lobos. Soñaba con desertar antes de la siega, para volver al país donde sería más útil, pero ¿cómo medrar gracias a las batallas que se anunciaban? Sin embargo, al cabo de un mes sería necesario segar la avena y luego, en agosto, el trigo. Su padre jamás lo lograría sin ayuda, y su hermano mayor no había regresado de la guerra. Mordisqueaba una ramita mientras pensaba que no había tenido tiempo de sacar provecho de los florines que había ganado la noche anterior en Viena, vigilando los caballos de Edmond de Périgord. De súbito los pájaros dejaron de cantar. Paradis se irguió sobre los codos, en la hierba: el 4.° cuerpo de ejército de Masséna cruzaba el Danubio por el gran puente que los ingenieros militares habían terminado de tender a mediodía. No se oía más que el estrépito de treinta mil pasos cadenciosos que golpeaban los tablones. Con ayuda de bicheros y ramas, en pie y mal equilibrados en las embarcaciones ligeras, atados para no caer al agua arremolinada, los zapadores desviaban los troncos de árbol que arrastraban por el río, a fin de que no rompieran los cabos de amarre. El Danubio se volvía salvaje. La antevíspera, en plena noche, la división del tirador Paradis embarcó en unas barcas alargadas y almadías para cruzar el río con un oleaje violento. Los soldados habían abordado la isla bruscamente para desalojar al centenar de austríacos que la guardaban. Hubo un corto intercambio de disparos, bayonetazos en la espesura, algunos prisioneros atrapados en la oscuridad, no pocos fugitivos…
Paradis tenía habilidad para tender lazos y manejar la honda, y en la Lobau, antiguo coto, no faltaba la caza menor. Por la mañana había abatido un pájaro cuya especie ignoraba, tal vez una oropéndola de cabeza amarilla, que había visto en la rama de un sauce. El ave se estaba asando, atravesada por su bayoneta, y el soldado se levantó para darle la vuelta sobre el fuego de leña seca. Paradis también había visto, en el otro lado de la isla, lucios y gobios en un brazo muerto del Danubio, y había prometido a un compañero, más instruido que él, pero desconocedor de la naturaleza, que le enseñaría a pescar. Se encogió de hombros, pues sabía que el porvenir, incluso el cercano, ya no le pertenecía. La voz del brigada Rousillon confirmó, por lo demás, ese penoso pensamiento.
– ¡Eh! ¡Gandul! ¡Necesitamos tu ayuda!
Los carros transportaban por el puente grande pontones y barquichuelos que servirían para montar el segundo puente, entre Lobau y la orilla izquierda, una pasarela de cincuenta metros sobre una corriente rápida. Por sus uniformes que brillaban bajo el sol, Paradis reconoció de lejos a los mariscales Lannes y Masséna que precedían al convoy, rodeados de sus oficiales adornados con plumas.
– ¡Y hay que darse prisa! -chilló el brigada Roussillon, orgulloso de su flamante Legión de Honor, prendida del pecho, a la que acariciaba de vez en cuando con un suspiro de satisfacción.
Paradis extrajo de la bayoneta el ave a medio asar, quemándose los dedos, pisoteó la fogata, que se puso a humear, recogió sus pertrechos y siguió a Roussillon, el cual había reagrupado a treinta tiradores en el linde de un frondoso bosque. Estaban en mangas de camisa o con el torso desnudo, y sostenían hachas de leñador. Se trataba de cortar los árboles para el puente pequeño, pues faltaban caballetes, viguetas y maderos sobre los que tender el suelo de tablas.
– ¡Vamos, muchachos! -les azuzaba el brigada-. ¡Esto ha de estar listo en un par de horas!
Los hombres se escupieron en las palmas y empezaron a golpear la base de los olmos. Caía la corteza, volaban las virutas.
– ¡Atención, firmes! -gritó Rousillon, él mismo tieso como una estaca.
– ¡Descansen! -dijeron a la vez los dos oficiales que avanzaban entre las altas hierbas.
El coronel Lejeune, que seguía de cerca los trabajos desde hacía varios días, estaba en compañía de Sainte-Croix, el ordenanza de Masséna. Éste preguntó al brigada:
– ¿Éstos son los hombres de Molitor?
– ¡Exacto, mi coronel!
– ¿Qué hacen con las hachas?
– El segundo puente, mi coronel, y no hay tiempo que perder.
– Pero es una tarea de los zapadores.
– Por lo que me han dicho, ésos están extenuados.
– ¡Me importa un bledo! Ya descansarán luego. Quiero estos hombres en la orilla izquierda, donde establecerán una cabeza de puente. ¡Orden del mariscal Masséna!
– ¿Habéis oído, hatajo de holgazanes? -gritó el brigada-. ¡Equipaos!
Paradis suspiró mientras dejaba el hacha de gran tamaño. Había empezado a talar su árbol y estaba satisfecho, pero tanto peor. La vida militar consistía en una serie de contratiempos: dejar el fusil, volver a tomarlo, abrocharse el cinturón, marchar, marchar de nuevo, dormir dos horas en cualquier sitio, emboscarse, esperar, avanzar como un pelele sin inteligencia, y nada de rechistar por el dolor de los tobillos, de resoplar, de comer otra cosa que las infames habas gordas que compartían dos en una misma escudilla. Paradis comprobó que no faltaba nada en su cartuchera, los treinta y cinco cartuchos, las piedras para el fusil de chispa. Se puso en las pantorrillas las tiras que le apretaban, fue al pabellón en busca de su fusil y se alineó con sus camaradas para dirigirse al bosquecillo, ante la orilla izquierda del Danubio.
– ¡Vaya! -dijo Sainte-Croix a Lejeune-. El agua se eleva y aumenta la intensidad de la corriente…
– Tenéis razón y eso me inquieta.
– No perdamos tiempo. Hay que llevar a estos hombres en barca al otro lado. ¿Habéis descubierto un lugar favorable para el puente?
– Mirad, si desemboca allá abajo, los bosquecillos servirían para ocultarlo a los posibles espías austríacos.
En aquel momento, Lejeune oyó hablar en las filas de los tiradores. Paradis explicaba a su vecino que diez metros más arriba había habido un transbordador. Lejeune llamó al muchacho. -¿Qué es lo que decías?
– En otro tiempo hubo un transbordador, señor, a la altura de ese grupo de cañas.
– ¿Cómo lo sabes?
– Es fácil, señor. Mirad el talud, se ve el rastro de los caminos rurales que bajaban al río.
– No veo nada.
– Yo tampoco -dijo Sainte-Croix a pesar de su anteojo de largo alcance.
– ¡Sí! -insistió el soldado-. Las hierbas están dobladas y son más cortas. Las han pisado durante largo tiempo y no han crecido iguales. Ahí había caminos, os lo juro.
Lejeune miró al soldado con gratitud. -¡Pero tú eres precioso!
– Oh, no, señor, no soy más que un campesino.
– Sainte-Croix-dijo Lejeune, volviéndose hacia el ordenanza de Masséna-, os dejo cruzar con vuestros tiradores, pero me quedo con éste (señaló a Paradis). Tiene muy buena vista y voy a servirme de ella en mis reconocimientos.
– De acuerdo. Sólo necesito doscientos hombres para cubrir a los pontoneros.
Paradis no acababa de comprender lo que le ocurría.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Lejeune.
– ¡Tirador Paradis, señor, segunda compañía de línea, tercera división del general Molitor!
– Supongo que también tienes nombre propio.
– Vincent.
– Muy bien, sígueme, Vincent Paradis.
Lejeune y su descubrimiento se alejaron hacia el centro de la isla mientras que Sainte-Croix ordenaba que pusieran a flote, con dificultad, los barquichuelos descargados de los carros. Unos tiradores, con el agua hasta medio muslo, los mantenían en la corriente para que la compañía embarcara la pólvora y las armas sin que se mojaran.
Cien metros más lejos, en un calvero vigilado por centinelas, otros hombres levantaban la gran tienda del estado mayor, un auténtico piso de tela donde Berthier recibiría las órdenes del emperador y las haría llegar a los oficiales. El mobiliario estaba todavía sobre la hierba, pero Berthier no esperaba que todo estuviera instalado para organizar las operaciones. Estaba sentado fuera, en un sillón, y sus edecanes extendían los mapas y colocaban piedras encima para que no se los llevara el viento. Ante Berthier comparecieron los prisioneros austríacos prendidos la noche anterior, a los que quería interrogar. Lejeune llegó en el momento oportuno para traducir. Perdido en medio de tantos oficiales, el tirador Paradis dudaba de la actitud que debía adoptar y se retorcía las manos, muy torpe y enrojecido por la emoción. Se había sentido importante cuando Lejeune advirtió al centinela que le cerraba el paso:
– Este viene conmigo. Es un explorador.
– No tiene el uniforme, mi coronel.
– Lo tendrá.
Vincent Paradis se preguntó a qué podía parecerse un uniforme de explorador.
Con las mejillas azuladas por una barba de tres días, sucios y enfundados en andrajosos uniformes claros, dieciséis austríacos sin graduación estaban en pie en medio del calvero, torpes, apre tados unos contra otros como aves de corral, asombrados de estar todavía con vida. Respondieron dócilmente a las preguntas de Lejeune, el cual, muy cómodo en su papel, iba transmitiendo sus informaciones a Berthier.
– Pertenecen al 6.° cuerpo de ejército del barón Hiller.
– ¿Hay otros puestos avanzados? -preguntó el jefe de estado mayor.
– No saben nada. Dicen que el grueso de las tropas acampa ahí arriba, en el Bisamberg.
– Ya lo sabemos. ¿Cuántos hombres?
– Dicen que por lo menos doscientos mil.
– Una exageración. Dejémoslo en la mitad.
– Hablan de quinientos cañones.
– Pongamos trescientos.
– Hay otra cosa más interesante, afirman que el ejército del archiduque Carlos ha sido reforzado recientemente con destacamentos llegados de Bohemia y dos regimientos de húsares húngaros.
– ¿Cómo lo saben?
– Esos húngaros han hecho llegar grupos de reconocimiento hasta el Danubio. Han identificado sus uniformes, incluso han hablado con ellos.
– Bien -dijo Berthier-. Que los envíen a Viena. Servirán en nuestros hospitales.
Poco después, incluso antes de que Lejeune preguntara por un nuevo uniforme para Vincent Paradis, suponiendo que tal cosa fuese posible, llegó un mensajero para informarle de que habían tendido el puente pequeño. La caballería de Lasalle y los coraceros de Espagne lo franquearían en seguida para ocupar los pueblos de la orilla izquierda, seguidos por el resto de la división Molitor. Lejeune fue a llevar estas órdenes.
Ahora estaba en la entrada del puente pequeño construido a toda prisa y agitado por el oleaje. Habían duplicado las tablas y la mayor parte de los pontones de apoyo estaban unidos a la orilla mediante gruesos cabos, pero el agua seguía subiendo y tanta improvisación molestaba a Lejeune, pero no importaba, la obra daba la impresión de que resistiría. Los cazadores de Lasalle pasaron por detrás del general, con su eterna pipa curva en la boca y el mostacho enmarañado, y una vez llegados a la otra orilla obligaron a sus caballos a saltar el talud para desaparecer entre los árboles. Allí estaba Espagne, corpulento, de cara cuadrada, muy pálido, los carrillos comidos por unas patillas negras y tupidas, contemplando a sus coraceros que trotaban sobre el puente bamboleante. Tenía una expresión de inquietud en el semblante, pero no se produjo ningún incidente. Uno de los jinetes cruzó intencionadamente su mirada con la de Lejeune. Aquel tipo fornido, de casco adornado con crines y manto pardo, era Fayolle, a quien Lejeune había golpeado en la cara la otra noche, cuando saqueaba la casa de Anna Krauss. Atrapado en el movimiento de las tropas, Fayolle tuvo que contentarse con fruncir las cejas, y franqueó a su vez el puente pequeño para desaparecer con el escuadrón detrás de la profunda espesura en la otra orilla. A continuación, según el plan previsto por el emperador y llevado a cabo por Berthier, siguió la división Molitor en pleno, excepto Paradis, quien se sentía feliz y veía a sus compañeros de la víspera que transportaban las piezas de artillería con la fuerza de sus brazos. El tirador se pegaba a los faldones de Lejeune, temeroso de que le olvidara, y se arriesgó a preguntarle:
– ¿Qué hago, mi coronel?
– ¿Tú? -respondió Lejeune, pero no tuvo tiempo para proseguir, pues se oía un fragor de disparos en la orilla izquierda.
– ¡Ah! Ya empieza… -dijo el coracero Fayolle a su caballo, dándole unos golpecitos en el cuello.
Unos ulanos se habían dejado tirotear por los soldados de infantería franceses en el linde de un bosque, y se les veía huir al galope por los verdes campos. El general Espagne envió a Fayolle y dos de sus compañeros a examinar el terreno. Los lugareños habían huido de Aspern y Essling, su éxodo había sido observado a través del catalejo, sus carros sobrecargados, los animales y los niños, pero tal vez quedaban francotiradores capaces de hostigar y matar por la espalda. Fayolle y los otros dos avanzaban al paso en aquel paisaje interrumpido por praderas, grupos de árboles y charcas, protegidos por los oquedales, casi nunca al descubierto. Llegaron primero a Aspern, a orillas del río. Dos largas calles convergían hasta desembocar en una placita ante el campanario cuadrado de la iglesia. Los exploradores desconfiaban sobre todo de las callejas transversales, en los recodos de las casas bajas de mampostería, idénticas, con un patio delante y, en la parte posterior, un jardín cercado por un seto vivo. Un muro rodeaba la iglesia, donde podían refugiarse tiradores, pero no artillería. Una casa maciza, contigua al cementerio, con un jardín cerrado por un muro de tierra, debía de ser el presbiterio. Los hombres observaron estos detalles. Algunos pájaros emprendieron el vuelo ante la proximidad de los caballos. Por lo demás, no se oía ningún sonido humano. Los coraceros se volvieron un momento para examinar las ventanas, y entonces se cruzaron con una patrulla de los cazadores de Lasalle a quienes dejaron la inspección del pueblo para encaminarse al campanario vecino de Essling, que se atisbaba al este, a unos mil quinientos metros. Avanzaron hasta allí a través de los campos despejados, evitando los hoyos llenos de agua y barro.
Fayolle entró el primero en la desierta población de Essling. El pueblo se parecía al anterior, aunque era más pequeño, con una sola calle principal y casas no tan agrupadas pero similares. Era preciso mirar por todas partes, percibir el menor sonido anormal. Sin duda no había nada que temer, pero aquellos pueblos fantasmas causaban desazón. Fayolle trataba de imaginarlos vivos, con hombres y mujeres bajo los robles del paseo y, en los huertos, inclinados sobre sus verduras. Allí debía de haber un mercado, allá cuadras, más allá un granero. «¿Y si visitara los graneros? -se preguntó-. No han debido de llevárselo todo.» En aquel instante un rayo de sol incidió en el casco y en sus ojos. Alzó la cabeza hacia el segundo piso de una casa blanca. ¿Era un rayo reflejado por los adoquines o alguien escondido que habría empujado una ventana? Nada se movía. Confió su caballo a uno de sus acólitos y trató de abrir la puerta de madera con el otro. La puerta tenía echado el cerrojo. Dio en vano un fuerte puntapié en la cerradura, que resistió, y se volvió para sacar la pistola de la funda de arzón y reventar la tosca cerradura.
– Eso no es discreto -dijo el otro coracero, que se llamaba Pacotte.
– Si hay gente, ya nos han visto. Y si sólo hay un gato o una lechuza, qué más da.
– Claro, nos los comeremos encebollados.
Entraron en la casa con cautela, la pistola amartillada en una mano y el sable en la otra. Fayolle abrió los postigos con un hombro para ver bien. La sala estaba poco amueblada, sólo había una mesa ancha, dos sillas con asiento de paja, un cofre de madera abierto y vacío. Las cenizas de la chimenea estaban frías. Una empinada escalera daba acceso a los pisos superiores.
– ¿Subimos? -preguntó Fayolle al coracero Pacotte.
– Si eso te divierte…
– ¿Has oído?
– No.
Fayolle se quedó inmóvil. Había percibido el chirrido de una puerta o un crujido en el suelo de tablas.
– Es el viento -dijo Pacotte, pero en voz más baja-. No sé a quién se le ocurriría quedarse en esta ratonera.
– Tal vez una rata, precisamente. Vamos a echar un vistazo…
Puso el pie en el primer escalón y titubeó, el oído aguzado. Pacotte le empujó y ambos subieron. Arriba, en la oscuridad de la estancia, no se distinguía más que la vaga forma de una cama. Fayolle avanzó a tientas a lo largo del muro hasta que notó bajo los dedos el cristal de la ventana, que rompió de un codazo y cuyo postigo abrió sin soltar el sable. Se volvió. Su compañero se encontraba en lo alto de la escalera. Estaban solos. Pacotte abrió una puerta baja y Fayolle entró en la habitación contigua, donde algo o alguien le saltó encima. Se debatió y notó la hoja de un cuchillo rechinar contra su ventrera tras haber desgarrado el manto pardo. Estiró los brazos y lanzó a su agresor contra el muro. En la semioscuridad le traspasó de una violenta estocada a la altura del vientre. Veía mal, pero ahora notaba la sangre caliente embadurnándole la mano que sostenía el arma en un cuerpo sacudido por espasmos. Entonces extrajo el sable con un movimiento brusco y su enemigo cayó al suelo. El coracero Pacotte se había apresurado a abrir la ventana para iluminar la escena: un hombre gordo y calvo, con calzón de piel, estaba tendido y era presa de estertores agónicos. La sangre le afluía a borbotones a los labios, y sus ojos en blanco parecían huevos duros sin la cáscara.
– No están mal estos zapatones, ¿eh, Fayolle?
– La chaqueta tampoco, un poco corta quizá, ¡pero este cerdo la ha ensuciado!
– Me quedo con los tirantes, de terciopelo, nada menos…
Y se agachó para quitárselos al moribundo, pero los dos hombres se sobresaltaron. Alguien a sus espaldas acababa de ahogar un grito. Era una campesina joven con refajo plisado, encajada en un ángulo, detrás de un montante de la cama. Se había llevado ambas manos a la boca y abría unos ojos inmensos y negros. El coracero Pacotte apuntó a la muchacha, pero Fayolle le bajó el brazo.
– ¡Quieto, idiota! No vale la pena matarla, por lo menos no en seguida.
Se le acerca. Su espada gotea sangre. La austríaca se acurruca. Fayolle le coloca la punta del sable bajo el mentón y le ordena que se levante. Ella no se mueve. Está temblando.
– Sólo entiende su jerga, Fayolle. Hay que ayudarla.
Pacotte le coge el brazo para alzarla contra la pared, en la que ella se apoya con las piernas temblorosas. Los dos soldados la contemplan. Pacotte silba de admiración porque la joven está metida en carnes, como a él le gusta. Fayolle da la vuelta al sable, enjuga el reverso en el corsé azul de la joven campesina y entonces hace saltar con el filo los botones plateados y rasga el camisolín de encaje. Seguidamente, con un gesto rápido, le quita el gorro de paño. El cabello de la austríaca le cae sobre los hombros; tiene reflejos dorados como de seda india y son muy lisos y brillantes.
– ¿La llevamos a los oficiales?
– ¡Estás loco!
– Puede que haya otros puñeteros labriegos con cuchillas u hoces que nos vigilan.
– Vamos a reflexionar-dijo Fayolle, arrancando el refajo de la muchacha y lo que quedaba del camisolín-. ¿Ya has conocido a las austríacas?
– Todavía no. Nada más que alemanas. -Esas no saben decir que no. -Tienes razón.
– Pero ¿y las austríacas?
– Por su cara, ésta nos dice que no o algo peor.
– ¿Tú crees? (A la muchacha.) ¿No nos encuentras guapos? -¿Te asustamos?
– Date cuenta-dijo Fayolle, cloqueando-, ¡si yo estuviera en su lugar, tu jeta me daría miedo!
En el exterior, el tercer coracero les llamaba y Fayolle se acercó a la ventana.
– ¡No berrees así! Hay francotiradores…
Se interrumpió a media frase. Abajo, el coracero no estaba solo. Sonidos metálicos, polvo, ruido de cascos de caballo… la caballería acababa de cercar Essling y el general Espagne en persona esperaba ante la casa.
– ¿Habéis localizado alguno? -preguntó.
– Desde luego, mi general -dijo Fayolle-. Hay un gordo que quería despedazarme vivo.
El coracero Pacotte arrastró hacia la ventana el cuerpo del campesino y lo colocó en equilibrio sobre el borde antes de voltearlo. El cadáver se estrelló contra el suelo como un fardo blando y el caballo de Espagne se hizo a un lado.
– ¿Hay más?
– Sólo hemos puesto a éste fuera de combate, mi general…
Entonces Fayolle dijo entre dientes a su compañero:
– ¿Eres tonto o qué? Podríamos habernos quedado con los zapatones, parecían buenos, en todo caso más que mis alpargatas…
– ¡Eh, los de ahí arriba! -gritó una vez más el general-. ¡Bajad! ¡Hay que visitar todas esas barracas y limpiar el pueblo!
– ¡A vuestras órdenes, mi general!
– ¿Y la muchacha? -preguntó Pacotte a Fayolle.
– La guardamos para luego.
Antes de regresar al batallón, Fayolle y el otro rasgaron a tiras el refajo azul y los encajes para atar a la campesina. Le metieron el gorro en la boca, anudándolo en la nuca con los tirantes de terciopelo quitados al muerto, y la arrojaron sobre un colchón relleno de crines. Antes de marcharse, Fayolle le dio un beso en la frente.
Sé juiciosa, mi niña, y no te inquietes. Eres tan guapa que uno no puede olvidarte. ¡Vaya! A nuestro botín de guerra le arde la frente…
– Debe de tener fiebre.
Los dos rompieron a reír y se reunieron con sus camaradas.
Vincent Paradis removía los leños calcinados.
– Bastaría con soplar encima para que vuelva a encenderse el fuego, mi coronel.
– Nos han visto, se han largado…
– No lo creo. Sólo somos dos. Ellos eran más. Observad el monte bajo pisoteado por sus caballos.
Con su nuevo explorador, Lejeune había examinado el terreno mucho más allá de los pueblos, sospechando la presencia de espías en cualquier bosquecillo.
– Debían de ser los ulanos de hace un momento que se han ido a toda prisa -sugirió.
– O bien otros que no están lejos. Por aquí es fácil ocultarse. Un rumor de hojas les alertó y Lejeune amartilló su pistola. -No temáis, mi coronel -dijo Paradis-. Era un animal que ha saltado a ese haya. Está más asustado que nosotros.
– ¿Tienes miedo?
– Todavía no.
– Sin embargo, no pareces muy tranquilo.
– No me gusta destrozar los campos galopando por ellos.
A Lejeune le habían prestado un caballo de artillería para que montara su protegido con uniforme de tirador. Le miró y dijo:
– Mañana, en esta llanura verde, vamos a matarnos mutuamente a cañonazos. Habrá mucho rojo, y no serán precisamente flores. Cuando la guerra haya terminado…
– Habrá otra, mi coronel. Con el emperador, la guerra no terminará jamás.
– Tienes razón.
Volvieron grupas hacia Essling, sin apresurarse pero ojo avizor. Lejeune se habría rezagado de buena gana, para dibujar en su cuaderno de croquis un paisaje dulce y sin seres humanos. Las tropas seguían afluyendo al pueblo. En la plaza, delante de la iglesia, Lejeune reconoció a Sainte-Croix y unos oficiales de Masséna. El mariscal no debía de encontrarse lejos. En efecto, había visitado el pósito. Este granero, en el extremo de un paseo bordeado de robles, constaba de tres plantas de ladrillo y piedra tallada, y estaba unido a una granja de grandes dimensiones mediante un jardín rodeado por un muro. Tenía tragaluces en los tejados y aguilones con aberturas redondas y enrejadas donde podían emboscarse tiradores.
– He contado cuarenta y ocho ventanas -dijo Masséna a Lejeune-. Los muros tienen más de un metro de espesor, las puertas y los postigos están revestidas de chapa y son sólidos. Si es necesario, podremos parapetarnos ahí y resistir. Tomad, Lejeune, he pedido que anotaran las medidas exactas. Llevad estos datos al mayor general…
Masséna puso el papel en la mano del coronel, el cual le echó un vistazo: el edificio tenía treinta y seis metros de largo por diez de ancho, y las ventanas de la planta baja se abrían a un metro sesenta y cinco por encima del suelo…
– ¿Os quedáis en Essling, señor duque?
– No tengo la menor idea -dijo Masséna-, pero sí, me quedaré en esta orilla. ¿Hasta dónde habéis avanzado?
– Ese grupo de hayas que hay ahí abajo.
– ¿Y bien? ¿Habéis vuelto con las manos vacías?
– Hay rastros, pero no se ve a nadie.
– Ya, Lasalle dijo lo mismo, y Espagne también. Sus coraceros sólo han matado a un malintencionado, pero ¿por qué se había quedado ese imbécil? ¡Huelo a los austriacos a nuestro alrededor, y tengo buen olfato!
Masséna se acercó más para murmurar al oído de Lejeune:
– ¿Tenéis mi información?
– ¿Cuál, señor duque?
– ¡Seréis memo! ¡Los millones de los genoveses, naturalmente!
– Daru afirma que no existen.
– ¡Daru! ¡Claro! ¡Ese embustero se apodera de todo lo que brilla! ¡Como una urraca! ¡No teníais que preguntarle a Daru! Podéis retiraros.
Masséna entró refunfuñando en el pósito.
En el patio principal de Schónbrunn, encaramado a un eje, Daru desató al azar uno de los sacos de la primera carreta del convoy y exclamó enfurecido:
– ¡Cebada!
– No hay más avena, señor conde -dijo un adjunto, en un tono de voz que revelaba su fastidio.
– ¡Cebada! ¡Imposible! ¡La caballería necesita avena!
– La nueva cosecha todavía no está bastante alta, sólo hemos encontrado cebada…
– ¿Dónde se ha quedado el señor Beyle? ¡Ésa era su misión, por todos los diablos!
– Yo le sustituyo, señor conde.
– ¿Y ese perezoso?
– Sin duda está en cama, señor conde.
– ¿Con quién, queréis decírmelo por favor?
– Su fiebre habitual, señor conde. Tomad, tengo una nota que lo atestigua y que debía remitiros…
Daru le arrebató la nota, en la que leyó una baja por enfermedad en toda regla, firmada por Carino, un médico alemán, y refrendada por el cirujano jefe De la Garde. Como no podía criticarla, Daru fue incapaz de reprimirse y tomó un puñado de cebada que arrojó al rostro del adjunto.
– ¡Muy bien, nuestros caballos comerán cebada! ¡Marchaos! E hizo una seña al convoy para que se pusiera en marcha hacia la isla Lobau.
Una vez más, Henri sufría terribles jaquecas que trataba con belladona, pero más bien padecía una afección venérea, pues no había otra manera de nombrar esas enfermedades galantes, dolo rosas pero no demasiado graves, sobre las que uno sonreía entre amigos pero que le azoraban en compañía de las damas. Esta desventaja, a la que había terminado por acostumbrarse, no le impedía sin embargo librar por su cuenta otras batallas, pues no estaba en cama, a pesar de su auténtica fatiga y de unos sudores desagradables: se encontraba en el fondo del Prater, en un pabellón de caza en ruinas, no lejos de unas extravagantes construcciones que imitaban el estilo gótico. Unos meses antes, en París, se había prendado de una actriz fácil, llamada Valentine, cuyo nombre civil era sencillamente Louise, y como tantas de sus congéneres había seguido a las tropas hasta Viena. Henri le había dado aquella cita para romper con ella, porque no hacía más que soñar con Anna Krauss, y sus fiebres llevaban ese nuevo amor a la incandescencia. ¿Cómo dejar de lado a Valentine? Esta se había convertido en un obstáculo. Henri quería una libertad total. ¿Cómo anunciar la ruptura? ¿Con brutalidad? Henri no sabría desenvolverse de esa manera. ¿Con un hastío fingido? ¿Con frialdad? Sonrió para sí mismo. ¡Qué celoso había estado de Valentine! Se preguntaba cómo se había arriesgado a batirse en duelo con el amante oficial de la actriz, un coriáceo capitán de artillería a caballo. En ese caso sus jaquecas le habían librado de la herida o del ridículo. Valentina se retrasaba. ¿Tal vez se había olvidado de la cita? Se había fijado en ella aquel invierno en París, en el teatro Feydeau. La mujer cantaba en L'Auberge de Bagniéres una ópera cómica fresca y sin pretensiones de los señores Jalabert y Catel:
Había tomado mi sombrerito, mi vestido de crepé amaranto, mi chal y mis zapatos punzó. Mi aspecto era encantador…
Ella llegó en calesa, vestida casi como en su canción, es decir, con la misma ligereza, pero su vestido de crepé era de color hortensia y llevaba botines de satén, una blusa muy bordada y un bonete de terciopelo negro con dos largas plumas. Su cabello moreno formaba tirabuzones en las sienes. Pálida, como lo exigía la moda, pero metida en carnes, arrugaba la nariz, imprimía un movimiento de vaivén a sus caderas y reía enseñando ex profeso los dientes impecables.
– Amore mío! -exclamó en un italiano cruzado con el acento de los arrabales.
– Valentine…
– ¡Ya está! ¡El teatro de la puerta de Carintia abrirá de nuevo, y el de Viena también!
– Valentine…
– ¡Voy a actuar ahí, Henri! ¡Es un sueño! ¡Yo en el escenario, aquí, en la capital del teatro! ¿Te das cuenta, pichoncito mío?
Sí, claro, el pichoncito se daba cuenta, pero no lograba articular una frase, apenas tenía el valor de disipar la exaltación de la bonita comedianta.
– ¡Hay cuatro filas de palcos! ¡Y además los decorados cambian a la vista! ¡Sobre el escenario hasta el Vesubio entrará en erupción!
– ¿Una ópera sobre Pompeya?
– Nada de eso, es Don Juan.
– ¿De Mozart?
– ¡De Moliére, hombre!
– Pero, Valentine, tú eres ante todo una cantante.
– Es una obra cantada del principio al fin.
– ¿Don juan? ¿De Moliére?
– ¡Así es, gordísimo tonto de capirote!
Henri frunció el ceño. No se creía nada tonto y detestaba las alusiones a su peso. Se salvó mediante una evasión, pensando que la huida es a veces la más hábil de las soluciones, por lo me nos en el amor. Le castañeteaban los dientes, tenía escalofríos a pesar de la suavidad de aquel mes de mayo y eso iba a serle útil. Se enjugó la frente con el pañuelo, apenas forzando su expresión doliente.
– Estoy enfermo, Valentine.
– ¡Voy a cuidarte!
– No, no, tienes que repetir las canciones de Moliére.
– Ya me arreglaré. ¡Mira, me ayudarás a aprenderlas!
– No quiero que me lleves a cuestas como una cruz.
– No te preocupes, pichoncito mío, soy lo bastante animosa para simultanearlo todo, mi carrera y tú, ¡quiero decir tú y también mi carrera!
– Estoy persuadido, Valentine…
– ¿Aceptas?
– No.
– ¿Debes abandonar Viena?
– Es probable.
– ¡Entonces te seguiré!
– Sé razonable…
Qué manera de meter la pata, pensó Henri al pronunciar esas palabras, ¿cómo podía uno apelar a la razón de Valentine? Ella lo tenía todo excepto eso. Se estaba embrollando. Cuanto más lastimoso se mostraba, tanto más atenta y cariñosa se volvía ella. Sonaron las campanas de todas las iglesias.
– ¡Ya son las cinco! -dijo Valentine.
– Las seis -mintió Henri-, las he contado…
– ¡Oh, me estoy retrasando terriblemente!
– Anda, date prisa y ve a probarte tus vestidos y aprender tu papel.
– ¡Te llevo en la calesa!
– Soy yo quien te lleva.
Henri dejó a la actriz en Viena, ante el teatro donde esperaba presentarse. Antes de abandonarle, le besó como una posesa. Él cerró los ojos y sólo respondió al beso imaginando los labios de otra a la que amaba en exceso y desde demasiado lejos. Valentine corrió hacia la entrada del teatro y, bajo el peristilo, se volvió muy rápido para hacer un último gesto con la mano enguantada. Henri suspiró. «¡Qué cobarde soy!», se dijo, y entonces dio al cochero la dirección de la casa rosa de la Jordangasse donde se alojaba desde hacía tres noches. Olvidados la guerra, su dolencia y sus amigos, sólo soñaba en la señorita Krauss, poseedora a la perfección de todas las cualidades. Henri la inventaba a cada instante. Él, que la semana anterior ponía a Cimarosa por encima de todos los músicos, ahora tarareaba a Mozart. Por la noche, Anna y sus hermanas lo tocaban al violín sólo para él en su gran salón vacío.
En la isla Lobau no había más que una casa de piedra, un antiguo lugar de cita donde los príncipes de Habsburgo iban a refugiarse de las tormentas repentinas. El señor Constant colocaba leños en la chimenea del piso superior. Los criados limpiaban, barrían, disponían los muebles traídos en furgones desde el vecino castillo de Ebensdorf, donde el emperador había pasado la noche. Los cocineros desembalaban sus cacerolas y espetones, el indispensable queso parmesano con que Su Majestad acompañaba toda comida, sus macarrones preferidos, su chambertin. Dos lacayos montaban el lecho metálico. Los chambelanes vigilaban y activaban los preparativos.
– ¡Daos prisa!
– ¡La vajilla! ¡Los candelabros!
– ¡El tapiz ahí, en lo alto de la escalera!
– ¡Lo siento mucho, señor mariscal, pero es la casa del emperador!
El mariscal Lannes tenía menos estilo y era bastante más corpulento y fuerte que aquel chambelán que le prohibía el paso. Le agarró por las vueltas plateadas de su uniforme y lo atrajo brusca mente hacia sí. Al oír los chillidos del criado y los gruñidos del mariscal, cuya fuerte voz conocía, Constant acudió. Fue preciso ceder ante aquel descarado, y Lannes se instaló en la planta baja, en una sala provista de paja. Se asignó incluso una palmatoria, una silla y un escritorio sobre el que depositó el sable y el bicornio cargado de plumas. Lannes era célebre por los accesos de cólera que contenía pero que le enrojecían el rostro; por lo demás tenía un semblante apacible, las facciones cuadradas, el cabello claro con los mechones cortos y ondulados. A los cuarenta años, todavía conservaba el vientre liso y se mantenía erguido, a causa de una rigidez en el cuello, una herida recibida en San Juan de Acre… de la que se acordaba aquella noche, cuando el dolor le hacía llevarse una mano a la nuca… Fue en el decimosegundo asalto a la ciudadela, y él había escalado los recintos amurallados a paso de carga con sus granaderos. Su amigo, el general Rambaud, casi había llegado al serrallo de Djezzar-Pacha, pero no había recibido los refuerzos deseados, y estaba parapetado en una mezquita con sus hombres. Lannes volvió a ver los fosos rebosantes de cadáveres de turcos. El general Rambaud había sido mortalmente herido. A él, alcanzado en la cabeza, le habían dado por muerto. Al día siguiente volvía a montar y adiestraba a sus soldados en las colinas de Galilea…
El mariscal estaba fatigado tras quince años de combates y peligros. Acababa de dirigir el espantoso sitio de Zaragoza. Rico, casado con la más bella y la más discreta de las duquesas de la corte, hija de un senador, habría podido retirarse con su familia en su Gascuña natal y ver crecer a sus dos hijos. Estaba cansado de partir sin saber jamás si regresaría de otra manera que metido en un ataúd. ¿Por qué le negaba el emperador esa tranquilidad? Al igual que él, la mayoría de los mariscales sólo aspiraba a la paz de los campos. Con el tiempo, aquellos aventureros se volvían burgueses. Davout construyó en Savigny unas chozas de mimbre para sus pollos de perdiz y, a gatas, les daba pan. A Ney y Marmont les encantaba la jardinería. MacDonald y Oudinot sólo estaban a gusto rodeados de sus lugareños. Bessiéres cazaba en sus tierras de Grignon, si no jugaba con sus hijos. En cuanto a Masséna, decía de su propiedad de Rueil, encarada hacia la cercana Malmaison, donde se retiraba el emperador: «¡Desde aquí puedo mearle encima!». Una orden les había obligado a trasladarse a Austria, al mando de unas tropas dispares y jóvenes, a las que ningún motivo poderoso impulsaba a matar. El imperio ya declinaba y no tenía más que cinco años. Ellos lo percibían, pero aún seguían adelante.
Lannes pasaba con rapidez de la cólera al afecto. Un día escribió a su mujer diciéndole que el emperador era su peor enemigo: «Sólo ama por arranques, cuando te necesita». Luego Napoleón le había colmado de favores y los dos hombres se habían fundido en un abrazo. La suerte de cada uno estaba ligada a la del otro. Hacía poco, en las difíciles escarpaduras de una sierra española, el emperador se había aferrado a su brazo. A pie, bajo la tormenta de nieve que les azotaba, calzados con altas botas de cuero, resbalaban. Juntos habían asido la bolada de un cañón, y los granaderos les habían izado como en un trineo hasta lo alto del puerto de Guadarrama. Los recuerdos emocionados se mezclaban con las pesadillas. A veces Lannes lamentaba no haberse hecho tintorero. Se había enrolado pronto, y había destacado por sus temeridades en el ejército de los Alpes, a las órdenes de Augereau, cuando comenzaba la aventura… Tendido en la paja, pensaba en esos episodios contradictorios de su vida cuando Berthier entró en la estancia.
– Cuando hay alboroto, eres tú.
– ¡Tienes razón, Alexandre, arréstame para que pueda dormir en paz!
– Su Majestad te confía la caballería.
– ¿Y Bessiéres?
– Ahora es tu subordinado.
Lannes y Bessiéres se detestaban tanto como Berthier y Davout. El mariscal sonrió y cambió de humor.
– ¡Que el archiduque ataque! ¡Vamos a recibirle con el sable a punto!
En aquel momento llegaron Périgord y Lejeune, sin aliento, para anunciar al mayor general:
– ¡El puente pequeño acaba de romperse!
– Estamos separados de la orilla izquierda. Las tres cuartas partes de las tropas están bloqueadas en la isla.
La luna, en cuarto menguante, iluminaba débilmente la larga calle de Essling, pero bajo los árboles del camino que conducía al pósito, en la plaza o en la linde de los campos, el emperador había autorizado las fogatas de los vivaques: el enemigo debía de saber que el gran ejército había franqueado el Danubio, lo cual debía incitarle a atacar según el plan previsto, aunque fuese bien conocida la timidez del archiduque Carlos en la ofensiva. En realidad, la situación ardía por los cuatro costados. Las cantineras llenaban los vasos de aguardiente hasta el borde y recibían palmadas en sus nalgas redondas, se cantaban coplas vulgares, se devoraban las raciones y los hombres bromeaban a fin de darse ánimos para la batalla segura del día siguiente. Se habían desembarazado de las corazas y los cascos con crines que reflejaban el rojo de las fogatas. Se disponían a dormir bajo las estrellas, como sus caballos, protegidos por algunos centinelas que escrutaban la llanura sin ver nada, a menudo un poco borrachos. Algunos habían encontrado harina, una botella, un pato, muy poca cosa, ya que los aldeanos se lo habían llevado casi todo, las aves de corral, los barriles, el grano. Los coraceros ocupaban el pueblo ellos solos. Masséna había llegado a Aspern antes de que anocheciera, cerca del puente pequeño derribado por la corriente y que los zapadores reparaban a la luz de las antorchas, en el agua helada y agitada que les mojaba y les helaba los dedos.
Los oficiales, alrededor del general Espagne, se habían refugiado en la iglesia de Essling para pasar la noche. La balaustrada de madera pintada que dividía la nave servía para alimentar braseros que emitían humo y trazaban siluetas infernales en los muros. Espagne, en pie, envuelto en su manto, permanecía apartado, apoyado en el altar, y las formas que temblaban al capricho de las llamas no le tranquilizaban. Desde hacía varias semanas tenía presentimientos. Aquella campaña no le gustaba nada. Sin temor pero como si la sentencia estuviera en suspenso, callaba y pensaba en la muerte. Los coraceros conocían las supersticiones que turbaban a su general, aun cuando éste, con su semblante serio, nunca dejaba traslucir nada. Todos respetaban su silencio, cada uno se repetía su extraña historia…
Los soldados Fayolle y Pacotte habían tomado en la misma escudilla una sopa espesa y mal definida, pero que llenaba el estómago. Precisamente hablaban de su general. Pacotte, integrado desde hacía muy poco tiempo en el regimiento, no sabía nada de él, mientras que Fayolle estaba al corriente.
– Era en el castillo de Bayreuth. Llegamos tarde, él está fatigado y se acuesta. Yo no estoy lejos, en la gran escalera, con los demás, y he aquí que en plena noche oímos gritos.
– ¿Han tratado de matar al general?
– ¡Espera! El grito procede de su habitación, en efecto, y los oficiales de ordenanza corren, mientras que yo los sigo con los centinelas. La puerta está cerrada por dentro. La rompemos sirviéndonos de un canapé como ariete, entramos…
– ¿Y entonces?
– ¡Espera! ¿Qué es lo que vemos?
– ¿Qué veo?
– La cama está en medio de la habitación, volcada, con el general debajo.
– Y grita.
– No, está desmayado. Nuestro médico se apresura a sangrarle, le observamos, abre los ojos, aterrado, y se nos queda mirando. Está pálido, hay que darle unos polvos calmantes. Entonces dice, agárrate bien, Pacotte, dice: «¡He visto un espectro que quería degollarme!».
– ¿Ah, sí?
– No te rías, imbécil. La cama se ha volcado cuando luchaba contra ese espectro.
– ¿Te crees eso?
– Le piden que describa al fantasma, cosa que él hace con precisión, y ¿sabes quién era, eh? No, no lo sabes. Yo te lo diré. ¡Era la Dama Blanca de los Habsburgo!
– ¿Quién es ésa?
– Se aparece en los palacios vieneses cuando un príncipe de la casa de Habsburgo debe morir. Ya lo había hecho tres años antes, en Bayreuth. El príncipe Luis de Prusia se batió con ella como nuestro general.
– ¿Y murió?
– ¡Sí, señor! Cerca de Saalfeld, un húsar le cortó la garganta. El general, muy pálido, dijo en voz baja: «Su aparición anuncia mi muerte cercana», y se fue a dormir a otra parte.
– ¿Crees en esas pamplinas?
– Mañana veremos.
– ¡Pues tú, Fayolle, tú crees!
– ¡Muy bien! Te pido que esperes para estar seguros.
– ¿Y si matan al general? ¿Qué sería entonces de nosotros?
– Habríamos tenido la negra…
La desventura dejó al soldado Pacotte muy escéptico. En su villa de Ménilmontant no creían demasiado en esa clase de sandeces. Cuando le reclutaron era aprendiz de carpintero y tenía el hábito de las cosas concretas, tornear una pata de mesa, clavar tablas y derrochar su paga en los ventorrillos. Dio unas palmadas en la espalda de Fayolle, a quien impresionaba esa historia.
– Hay que cambiar de ideas, amigo mío. ¿Y si fuésemos a saludar a nuestra austríaca? Nos espera. ¡Atada como está, no creo que se transforme en fantasma!
– ¿Te acuerdas del sitio?
– Lo encontraremos. El pueblo no tiene más que una calle.
Descolgaron el farol de una carreta y se encaminaron a Essling, cuyas casas eran todas parecidas. Se equivocaron dos veces. «¡Maldita sea! -gruñó Fayolle-. ¡No la encontraremos nunca!» Más adelante, Pacotte reconoció a la luz del farol el cuerpo de su asaltante, al que nadie había enterrado. Los dos hombres se miraron sonrientes y empujaron la puerta. Pacotte dio un paso en falso y la vela del farol se apagó.
– ¡No fastidies, hombre! -exclamó Fayolle, y se envolvió una mano en la capa para extraer el vidrio quemante, mientras Pacotte golpeaba el eslabón. Por fin llegaron al piso y avanzaron hasta la habitación del fondo, donde la joven no se había movido.
– ¿Cómo se dice «buenos días, hermosa mia» en alemán? -preguntó Pacotte.
– No sé nada -replicó Fayolle.
– Duerme curiosamente bien…
Dejaron el farol sobre un taburete de tres patas y Fayolle, con el sable, cortó las ataduras. El coracero Pacotte, tras quitarle la mordaza, se guardó en el bolsillo los tirantes de terciopelo atados al cuello que la mantenían fija, y entonces se inclinó y besó a su prisionera en plena boca. Dio un salto atrás.
– ¡Diablo!
– ¿No sabes despertarla? -le preguntó Fayolle, divertido.
– ¡Está muerta!
Pacotte escupió en el suelo antes de limpiarse la boca con la manga.
– Sin embargo, nuestra muñeca no tiene los pies fríos -siguió diciendo Fayolle mientras palpaba a la joven.
– ¡No la toques, eso trae desgracia!
– ¿No crees en mis fantasmas pero ahora te castañetean los dientes? Sé fuerte, gallina.
– No me quedo aquí.
– ¡Pues vete! Déjame el farol.
– No me quedo aquí, Fayolle, eso no se hace, todo esto…
– ¡Y te crees un guerrero! -se burló Fayolle, desabrochándose el cinturón.
Pacotte bajó precipitadamente la escalera en la oscuridad. Una vez en el exterior, se apoyó en el muro de la casa y respiró a fondo varias veces. Se sentía mal, le flaqueaban las piernas. No se atrevía a imaginar a su cómplice, que se afanaba con aquella pobre campesina muerta, asfixiada por la mordaza, que él, Pacotte, había debido de apretar demasiado al anudarla. Tenía aspecto de fanfarrón, pero nunca había sentido deseos de matar. En combate, pase, porque no hay manera de sobrevivir si no es así, ¿pero allí?
Transcurrieron largos minutos.
Allá abajo, cerca de la iglesia, unos soldados cantaban. Fayolle salió por fin. No intercambiaron una sola palabra acerca de la austríaca, pero Pacotte le pidió:
– Dame la luz, voy a vomitar.
– No tienes necesidad de ver, yo sí.
– ¿Ver qué?
– Mis zapatones nuevos. -Señaló el cuerpo tendido en el patinillo-. Es el momento de aligerar a este buen hombre de sus zapatos. Los necesito más que él, ¿no crees?
Fayolle se agachó y dejó el farol en el suelo. Extrajo las espuelas para probarlas en los zapatos del cadáver y soltó un juramento: ¡era imposible ajustarlas! Se levantó decepcionado.
– ¡Pacotte! -gritó.
Con el farol en el extremo del brazo extendido, se alejó calle abajo, rezongando:
– ¿Es que no puedes responderme, pedazo de cerdo?
Distinguió una forma cerca de un árbol y avanzó en aquella dirección.
– ¿Necesitas un árbol para echar la papilla?
A grandes zancadas, hollaba la hierba y las ortigas del suelo al lado de la cuneta, cuando tropezó con un obstáculo, un tronco cortado, sin duda. Lo golpeó con el pie y comprobó que no se trataba de madera. Era blando como un cuerpo. Se agachó y el farol iluminó un uniforme. Como el soldado estaba tendido de bruces, le dio la vuelta: embadurnado de vómito y sangre, su amigo Pacotte tenía un cuchillo clavado en la garganta.
– ¡Alerta!
A pocos pasos, en la oscuridad, los austríacos de la Landwehr, una milicia popular, con chaquetas gris ratón, el sombrero negro adornado con una rama provista de hojas, se agachaban para desaparecer en los trigales.
Masséna había hecho encender braseros y colocar faroles en los postes de sostenimiento. Había confiado al ordenanza el uniforme bordado de oro y el bicornio, e iba de un lado a otro para apresurar la consolidación del puente pequeño. Con las botas en el limo del río, cogió por el cuello a un pontonero ahogado a medias por un remolino del río. Masséna tenía la energía de los brutos. Trepaba a las viguetas, llevaba tablas, adiestraba con el ejemplo, haciendo el trabajo de diez hombres. Nunca había estado enfermo, excepto una sola vez, en Italia. Había conseguido trapichear unas licencias de importación que le habían aportado tres millones de francos. El emperador, advertido, le rogó que entregara una tercera parte al Tesoro. El mariscal lloró y adujo su economía, su familia que le costaba cara, afirmó que era pobre, que estaba endeudado. Esto terminó por exasperar al emperador, quien le confiscó la totalidad de la fortuna colocada en una banca de Livorno. Entonces Masséna enfermó.
En medio de la acción, el mariscal se olvidaba de sus bandidajes, su avaricia y el oro de los genoveses, del que suponía que reposaba en un cofre de Viena. Ya se ocuparía de eso más ade lante. Sin que, al parecer, le costara ningún esfuerzo, alzó una viga enorme para que los zapadores pudieran fijarla con sus cabos en uno de los barquichuelos, lastrado con proyectiles, que se bamboleaba en el fuerte oleaje. Algunos maderos se desprendieron del piso inacabado y se alejaron corriente abajo. Masséna gritaba como un energúmeno. Delante, en la isla, otros pontoneros trataban de efectuar la unión. Los dos equipos debían encontrarse hacia la mitad de aquel brazo furioso del Danubio. Casi lo habían conseguido, y ahora se lanzaban cables a los que habían fijado piedras, que los de delante cogían al vuelo para tenderlas como un esbozo de parapeto. Abajo las aguas seguían creciendo, agitadas, y así los hombres avanzaban unos al encuentro de los otros, viga tras viga, madero tras madero, arrastraban, anudaban, clavaban a la luz incierta y rojiza de las grandes antorchas, mojados por las olas que chocaban con su obra, agobiados, entumecidos, unidos con una cuerda como rosarios humanos. Masséna los alentaba e insultaba como un domador, magnífico, con la corbata arrollada por debajo del mentón, las mangas de la camisa de seda arremangadas hasta los codos. Al borde del piso reconstruido, alzó una madera de cadenas con la mano derecha y las arrojó a un sargento enganchado a un pontón: «¡Alrededor de ese tronco!». El sargento tenía los dedos helados y no lograba rodear el poste designado, su embarcación cabeceaba, las frías olas le alcanzaban el rostro, corría el riesgo de perder el equilibrio. Masséna bajó hacia él por un cordaje, apartó al incapaz y fijó las cadenas. Una ráfaga de viento desvió la humareda, los hombres tosieron y el trabajo prosiguió a ciegas. «¡A la derecha! ¡Más a la derecha!», gritaba Masséna como si, con su único ojo, viera mejor en la noche que los pontoneros habituados al ejercicio. Por el otro lado, en la Lobau, el resto del ejército esperaba pasar, con la mochila en la espalda y el fusil a los pies. Los de las primeras filas veían a su mariscal y, si no le querían, aquella noche por lo menos le admiraban. Otros rezaban para que aquella porquería de puente no se sostuviera jamás, que el Danubio lo dispersara y que ellos regresaran a sus casas.
Doscientos metros más lejos, en un claro en el centro de la isla, los oficiales del estado mayor y su personal descansaban sobre el césped. Muchos de ellos llevaban en cajitas talladas anillos, retratos en miniatura, un mechón del cabello de su querida, de cuyos méritos se jactaban para olvidar el presente. Algunos reanudaban sus cantinelas nostálgicas:
Me abandonáis para ir hacia la gloria.
Mi tierno corazón seguirá por doquier vuestros pasos…
Lejeune callaba, sentado bajo un olmo. Mientras que su ordenanza, a gatas, soplaba las brasas de un fuego de ramas, Vincent Paradis desollaba dos liebres que había abatido con la honda. Ins pirado por la noche campestre, aquella calma, aquel verdor, Périgord acababa de disertar sobre Jean Jacques Rousseau:
– Dormir en verano sobre la hierba y bajo las estrellas, pase, pero no muy a menudo. Hay hormigas y, además, los pájaros te despiertan al amanecer con su bullicio. Se está mejor entre las sábanas, con la ventana bien cerrada, preferentemente acompañado, soy un poco friolero.
Entonces se dirigió a Paradis:
– Guárdame las pieles, muchacho. Me irán de primera para lustrarme las botas… ¡Conejos! ¡Cada vez que veo a esas bestezuelas vuelvo a pensar en la caza frustrada de Grosbois! ¡Qué bobo llega a ser nuestro mayor general!
– Desmañado, es posible, pero no bobo -le corrigió Lejeune, bastante contrariado-. No exageréis, Edmond. Y además, nosotros ni siquiera participamos en esa cacería.
– ¿De qué estáis hablando? -preguntó un coronel de húsares que gozaba por anticipado del cotilleo.
– De aquella jornada en la que, para adular al emperador…
– Para serle agradable -rectificó Lejeune.
– ¡Es lo mismo, Louis-François!
– No.
– El mariscal, para adular a Su Majestad… -repitió el húsar que estimulaba al maldiciente Périgord.
– El mariscal Berthier -siguió diciendo éste- había ofrecido al emperador una cacería de conejos en sus tierras de Grosbois. Ahora bien, si había caza, no había un solo conejo. ¿Qué hace el mariscal? Encarga un millar. Llegado el día, se sueltan los conejos, pero en vez de correr para librarse de las escopetas, los animales se dirigen hacia los invitados, les aguan la fiesta, se deslizan entre las botas, en absoluto asilvestrados, y poco les falta para hacer tropezar a Su Majestad. El mariscal se había olvidado de precisar que quería conejos de coto, y le habían entregado conejos de granja: ¡al ver a toda aquella gente habían creído que les traían comida!
Périgord lloraba de risa, y el húsar también. Lejeune se había levantado antes de que finalizara la anécdota, la cual había escuchado demasiadas veces y no le divertía. Todos consideraban a Berthier un cretino, y eso le afectaba, pues le debía su grado y su papel. En Holanda fue un joven sargento de infantería, luego llegó a oficial de ingenieros gracias a su talento, Berthier reparó en él y lo llevó consigo como ayudante de campo. Lejeune recordaba que su primera misión había consistido en escoltar talegos de oro destinados a unos clérigos del Valais que debían ayudar a acarrear la artillería más allá de los Alpes… A continuación, Lejeune había seguido por doquier al mariscal. Conocía su valor y su pasado, sus combates al lado de los insurgentes de América, en Nueva York y Yorktown, su encuentro en Potsdam con Federico II, su adhesión desde la guerra de Italia al joven general Bonaparte, cuyo destino adivinaba, y luego a aquel Napoleón a quien servía por turno como hombre de confianza, confidente, nodriza y burro de carga. Al cabo de varias semanas Davout y Masséna hicieron correr rumores injustos sobre él. Era cierto que, al comienzo de la campaña de Austria, Berthier dirigía él solo las operaciones, fiándose de los despachos que le enviaba el emperador desde París, pero a menudo esas directivas llegaban tarde y la situación sobre el terreno evolucionaba con rapidez. Ello explicaba ciertas maniobras peligrosas que habían estado a punto de llevar a los ejércitos al desastre. El emperador dejaba que acusaran a Berthier, y éste no trataba jamás de justificarse, como aquel día, en Rueil, cuando el emperador, disparando al azar contra una bandada de perdices, no logró más que dejar tuerto a Masséna. Entonces se volvió hacia el fiel Berthier:
– ¡Acabáis de herir a Masséna!
– En absoluto, Síre, habéis sido vos.
– ¿Yo? ¡Todo el mundo os ha visto tirar de través!
– Pero, Síre…
– ¡No lo neguéis!
El emperador siempre tenía razón, sobre todo cuando mentía, y no era conveniente replicarle. No obstante, el odio que Masséna sentía por Berthier era más antiguo, databa de la época en que el primero dirigía el ejército de Roma, saqueando para su beneficio personal el Quirinal, el Vaticano, los conventos y los palacios. El ejército, sin sueldo, se amotinó contra el logrero. Los romanos del Trastevere, con el pan moreno racionado, maltratados, se rebelaron aprovechando el desorden. Ante el Panteón de Agripa, los oficiales rebeldes ofrecieron entonces el mando a Berthier, quien tuvo que aceptarlo para aplacar los ánimos y pedir al Directorio la revocación de Masséna. Éste, que se había visto obligado a huir para librarse de la cólera de su propio ejército, no le perdonó jamás.
Lejeune se encogió de hombros. Esas rivalidades le parecían miserables. ¡Cómo le habría gustado quedarse en Viena, quitarse su vistoso uniforme y salir con el cuaderno y el lápiz para entre tenerse en las colinas, llevarse a Anna, viajar con ella, vivir con ella, contemplarla sin cesar! Sin embargo, el coronel Lejeune, a fuer de sincero consigo mismo, sabía que un mal había traído un bien, que sin aquella guerra él no habría conocido jamás a la joven. Un intenso clamor le hizo salir de sus ensoñaciones. Sobre el gran puente flotante, detrás del caballerizo real Caulaincourt, que sostenía la brida del caballo, el emperador llegaba a la isla Lobau aclamado por las tropas.
En Viena, en el segundo piso de una casa pintada de rosa, Henri Beyle admiraba a la luz de la candela los retratos de Anna Krauss que había esbozado su amigo Lejeune. La joven había posado con complacencia y sin pudor. Henri admiró el parecido. Contempló los croquis hasta darles volumen, carne, vida y movimiento. Allí estaba Anna, con túnica, alzándose uno de sus mechones negros; Anna pensativa, de perfil, mirando no se sabía qué a través de la ventana; Anna dormida en sus almohadones; Anna en pie y desnuda como una divinidad modelada por Fidias, a la vez irreal por sus perfecciones y provocativa en su actitud, abandonada, huraña; más allá estaba en otra pose, de espaldas; y allí, sentada en el borde de un sofá, el mentón contra las rodillas, la franca mirada posada en el artista que la dibuja. Henri se sentía deslumbrado y molesto, como si hubiera sorprendido a la vienesa en el baño, pero no lograba apartarse de aquellos croquis. ¿Y si robara uno? ¿Se daría cuenta Louis-François? Había muchos. ¿Iba a hacer cuadros a partir de ellos? Entonces pasaron por la mente de Henri unos pensamientos espantosos que rechazaba con toda su razón (pero ¿aún le quedaba razón?), en una palabra, deseaba confusamente, sin formularlo, que Louis-François muriese en combate, a fin de consolar a Anna Krauss y sustituir a su amigo, porque estaba claro que la modelo sólo podía amar al pintor.
La ventana estaba entreabierta, la noche era apacible. Henri oía las notas de un piano, sutiles, nobles, y fue a asomarse para identificar de dónde procedía la música.
– ¿Os gusta esta música, señor?
Henri se volvió, como cogido en falta. Un hombre joven y desconocido había entrado en su habitación. A la luz de la candela, Henri no le veía bien.
– ¿Cómo habéis entrado? -le preguntó.
– Teníais la puerta abierta y he observado la luz.
Henri se acercó y observó al intruso. Tenía el rostro casi femenino y los ojos claros. Hablaba francés con un acento más rudo que el de Viena.
– ¿Quién sois?
– También soy un inquilino, pero vivo en el desván.
– ¿Estáis de paso?
– Voy arriba.
– ¿De dónde venís?
– De Erfurt. Trabajo en una casa de comercio. Me ocupo de los suministros del ejército.
– Comprendo -dijo Henri-, sois alemán.
– Me llamo Friedrich Staps. Mi padre es pastor luterano.
Mientras le formulaba las preguntas, Henri había dado la vuelta a los dibujos de Lejeune para ocultarlos, pero el joven alemán no había reparado en ellos. Miraba a Henri fijamente.
– Sin duda sois amigo de la familia Krauss.
– Si queréis…
– No tengo nada que vender -replicó el joven-. No he venido a Viena para trabajar. He venido a Viena para entrevistarme con vuestro emperador. ¿Será posible?
– Si él regresa a Schónbrunn, solicitad una audiencia. ¿Qué queréis de él?
– Una entrevista.
– ¿Le admiráis, entonces?
– No como vos lo entendéis.
La conversación tomaba un giro desagradable y Henri quería ponerle fin.
– Pues bien, señor Staps, nos veremos mañana. Como estoy enfermo, apenas salgo de esta casa.
– El hombre que toca el piano, ahí delante, también está enfermo.
– ¿Le conocéis?
– Es el señor Haydn.
– ¡Haydn! -exclamó Henri, acercándose de nuevo a la ventana para oír mejor las notas del ilustre músico.
– Se metió en cama cuando vio los uniformes franceses en las calles de su ciudad -siguió diciendo Friedrich Staps-. Sólo se levanta para tocar el himno austríaco que ha compuesto.
Tras decir estas palabras, el joven apagó la candela entre dos dedos y Henri se quedó a oscuras. Oyó que se cerraba su puerta y dijo:
– My God! ¡Este alemán está loco! ¿Dónde he metido el eslabón?
A las tres de la madrugada, las tropas franquearon por fin el pequeño puente reparado y se establecieron en la orilla izquierda del Danubio, en los pueblos de Aspern y Essling. Los hombres velaban, dormían poco o mal. El mariscal Lannes no apartaba la vista de su uniforme de gala, colocado sobre la silla, cuyos dorados brillaban a la luz de la bujía. Al amanecer se lo pondría para llevar a sus jinetes a una probable carnicería, pero eso por lo menos tendría buena pinta. En cabeza de las tropas, llevaría todas sus condecoraciones, incluso el gran cordón de San Andrés que le había concedido el zar. Sabía que su uniforme le delataría al enemigo, y quería que así fuese, ya que su función era dejar que le ensartaran con elegancia. Oh, sí, ya tenía bastante. Lo que había vivido en España todavía le disgustaba, y no había vuelto a tener el sueño tranquilo. Allá abajo, nada de batallas regulares, de tropas bien alineadas, sino una guerra anónima que había estallado el mismo día en Oviedo y en Valencia, sin santo y seña, y uno veía aparecer ante sí ejércitos de veinte labriegos dirigidos por su alcalde. Pronto fueron varios millones. Los vaqueros andaluces, con sus picas para marcar los toros, habían vencido en Bailén.
Luego surgieron guerrillas en todas las montañas, libradas por hombres llenos de odio. En Zaragoza, los chiquillos se deslizaban bajo los caballos de los lanceros polacos para despanzurrarlos, los monjes fabricaban cartuchos en los conventos y raspaban el suelo de las calles para extraer el salitre. Los soldados de Lannes eran atacados con botellas vacías, con adoquines, y si por desgracia los capturaban, les cortaban la nariz o los enterraban hasta el cuello para jugar a bolos. En los pontones de Cádiz, ¿cuántos habían sido comidos por los piojos? ¿Cuántos habían sido degollados o serrados entre dos tablas? ¿Cuántos arrojados al fuego, mutilados, con la lengua arrancada, los ojos reventados, sin nariz, sin orejas?
– ¿En qué piensas, señor duque?
Lannes, duque de Montebello, no quería confiarse a Rosalie, aquella aventurera como tantas otras que marchaba en la retaguardia de los ejércitos para encontrar en ellos su felicidad, unas monedas, algunas baratijas, anécdotas que contar. Lannes no era infiel, adoraba a su mujer, pero ésta se encontraba muy lejos y él se sentía demasiado solo. Había cedido a la rubia corpulenta de cabellera desordenada que había arrojado en seguida sus ropas a la paja. Él no le respondió, otras cosas le obsesionaban. Veía de nuevo a los bebés clavados con la bayoneta en sus cunas, y aquel granadero que le había confiado: «Al principio no es facil, señor mariscal, pero uno se acostumbra». Lannes ya no se acostumbraba.
– No soy yo tu querida, ¿eh? Es él, ahí arriba…
Rosalie no se equivocaba. El emperador se desplazaba en el piso superior, y el ruido de sus pasos ponía nervioso al mariscal, el cual pensaba que si al día siguiente una bala de cañón le partiera en dos, por lo menos podría dormir sin sueños.
– Ven, él se marcha -decía Rosalie.
En efecto, el emperador bajaba la escalera con los mamelucos que le rodeaban como dogos adondequiera que fuese. Lannes oyó a los centinelas que presentaban armas. Se levantó para con sultar su reloj de oro grabado. Eran las tres y media. ¿A qué hora iba a salir el sol y qué comedia iluminaría?
Rosalie insistía:
– ¡Ven!
Esta vez la obedeció.
Napoleón fue al encuentro de Masséna, que vigilaba en el campanario de Aspern.
– Se aprestan, Sire -dijo el mariscal.
El emperador no respondió nada, tomó el anteojo de manos de Masséna y miró, apoyado en la espalda de un dragón: los vivaques salpicaban el horizonte de puntos rojos y vacilantes. Imaginaba la batalla en los campos, oía los cañonazos, los gritos, aquel estruendo que aterraba a Europa. «Una gran reputación es un gran ruido -pensaba-. Cuanto más ruido haces, más lejos te lleva. Las leyes, las instituciones, los monumentos, las naciones, los hombres, todo desaparece, pero el ruido sigue resonando a lo largo de los siglos…» Napoleón sabía que en aquella planicie de Marchfeld que se extendía ante él, Marco Aurelio había aplastado a los marcomanos del rey Vadomar como él iba a aplastar a los austríacos del archiduque. La evocación le satisfacía. En la época de los romanos no había trigales sino pantanos, cañizares, garzas, taludes cubiertos de brezo. Las legiones bajaban de los bosques de Bohemia donde se habían abierto una vía a hachazos, aniquilando de ordinario osos y bisontes. Ya no se trataba de aquel famoso ejército de campesinos del Lacio, pesado, ordenado, sino de centurias heteróclitas que avanzaban detrás de los hombres que tocaban trompas, con el torso semicubierto por pieles de fieras, jinetes marroquíes, ballesteros galos, bretones, iberos dispuestos a elegir entre sus prisioneros a los que enviarían a cavar en sus minas de plata de Asturias, griegos, árabes, sirios malos como hienas, getas con greñas color de paja y llenas de piojos, tracios con faldas de cáñamo. Y Marco Aurelio en esa riada, sin armas, sin coraza, reconocible de lejos por su manto púrpura…