Capítulo 9

Mucho antes de que el sol asomara entre los montes, Quinn se despertó, presa de cierta agitación, todavía atrapado en sueños donde aparecía Miranda.

Los que saben repiten el mantra: El tiempo todo lo sana.

Era una mentira. Algunas heridas nunca sanaban, sobre todo cuando el herido no paraba de arrancarse las costras.

Miranda vivía y respiraba para el Carnicero. Para la justicia. Había vivido los últimos diez años en un limbo, entre el cielo y el infierno, esperando. Esperando a que el Carnicero cometiera un error. Buscando en el bosque los restos de sus víctimas. Como penitencia por haber sobrevivido.

Quinn había visto a demasiados colegas obsesionarse tanto con un caso concreto, especialmente difícil y angustioso, que todos los demás aspectos de su vida se resentían. Los matrimonios solían acabar en divorcio. Olvidaban a los amigos y, con el tiempo, los perdían. La búsqueda de la justicia para vivos y muertos podía consumir hasta al profesional más emocionalmente estable. Miranda era a la vez una víctima y una defensora, y no había nadie que conociera tan de cerca como ella la investigación sobre el Carnicero.

Miranda era una bomba de relojería a punto de implosionar. El hecho de que hubiera sobrevivido tanto tiempo sin una grave crisis de nervios era una incógnita sin explicación para él.

Eso no era del todo verdad, pensó, mientras se obligaba a dejar la cama. Miranda era, sin duda, la mujer más fuerte que había conocido. Después de soportar torturas que habrían matado a cualquiera, hombre o mujer, había visto a su mejor amiga caer con una bala en la espalda, y aún tuvo fuerzas para seguir huyendo. Llevó a los investigadores al lugar donde yacía el cuerpo, y luego a la choza donde todo había empezado.

Quinn amaba y admiraba a Miranda por ese núcleo indestructible que la animaba, por esa espalda suya dura como el acero.

Y ¿qué había de las necesidades de Miranda? ¿Quién cuidaba de ella para asegurar que no fuera demasiado lejos? Alguien que se tomara el tiempo para sacarla de ese entorno asfixiante de manera que pudiera recomponerse y recuperar su orientación. Quinn temía que, sin tener a nadie que cuidara de ella, Miranda fuera dejando que la investigación la consumiera por entero sacrificando su felicidad personal y su paz interior en nombre de la justicia.

Si pensaba en su propia carrera, no tenía derecho a criticarla. Él llevaba casi diecisiete años como agente del FBI. La única ocasión en que se había tomado unas vacaciones fue gracias a la insistencia de su jefe. Con la excepción de los dos años compartidos con Miranda. Era el único período en que se había ausentado voluntariamente del trabajo.

Se desnudó y entró en la ducha. Abrió el grifo y el chorro frío lo bañó antes de que el agua se calentara. Pero él necesitaba el frío. Después de enterarse de lo que había tenido que vivir Miranda, se había quedado bajo el chorro de agua fría todo lo que pudo aguantar. Quería experimentar aunque no fuera más que una parte leve de su dolor.

Su récord eran diecinueve minutos. Pero el agua del río era aún más fría que la de la ducha, y ella había sobrevivido.

Salió de la Hostería Gallatin antes de que nadie se despertara. No quería encontrarse con Miranda, todavía no. La noche anterior, ella no se había enterado de que él se alojaba ahí, y Quinn ignoraba si su padre se lo había dicho.

Creía que no.

Nick se encontró con él en lo de McKay, una cafetería situada en la esquina de la calle de la comisaría de policía. Aquello no había cambiado tanto desde su partida. Manteles de plástico a cuadros blanquiazules, los condimentos en medio de la mesa, paredes grises flores de plástico de color rojo con aspecto de mustias en jarrones entre las ventanas con vidrios a medio limpiar. Los altavoces instalados en dos rincones de la sala emitían música country, a ratos mezclada con un programa matinal de radio de un par de cómicos aficionados.

Quinn le pidió a Fran, la camarera, que le llenara el termo, pero no tenía demasiadas ganas de comer antes de la autopsia. Pidió tostadas, más para mojarlas en cafeína que por hambre.

Nick no tenía aspecto de haber dormido más que Quinn. También había envejecido. Doce años antes, la primera vez que vino a Bozeman, Nick era un chico de veintitrés años, lozano como un cachorro. Ahora las arrugas le surcaban el rostro y en sus ojos se adivinaba el brillo de la experiencia.

Los asesinatos hacían envejecer.

– ¿Qué planes tenemos? -preguntó Quinn.

– Tengo a un agente forestal que se dirige al lugar para talar cualquier árbol que necesitemos como prueba, y veintiséis efectivos de la policía, dos de ellos expertos en escenas del crimen. -Nick miró su reloj -. Nos quedan dos horas antes de la cita.

– ¿Si encontramos la cabaña?

– Procesamos la escena y mandamos las pruebas al laboratorio estatal de criminología en Helena.

– La semana pasada comentaste que Rebecca fue raptada lejos de donde trabajaba. ¿Hay testigos?

– Nadie vio nada -dijo Nick, negando con un gesto de la cabeza.

– Rebecca Douglas se encontraba en un aparcamiento, no con el coche averiado a la orilla del camino. ¿Nadie vio ni oyó nada?

– Interrogué a todos los que estaban en la pizzería esa noche, aunque se hubieran ido antes de que secuestraran a Rebecca. Si alguien vio algo, no les debió parecer sospechoso.

– Me pregunto si lo conocía -se preguntó Quinn, en voz alta.

– Siempre hemos barajado la posibilidad de que el Carnicero conozca a las chicas de la universidad.

– ¿Habéis hecho una búsqueda del personal que trabaja en la universidad y de los alumnos que han pasado por ahí en los últimos quince años?

– Hemos cruzado los rasgos de los empleados que coinciden con el perfil de la base de datos de la policía, pero no hemos obtenido resultados. Lo más serio que tenemos es un profesor de sociología que fue detenido en los años setenta por desobediencia civil, y un conserje detenido por conducir bajo los efectos del alcohol hace ocho años.

– Vuelve a procesar los datos -dijo Quinn. Nick frunció el ceño y Quinn se retuvo. No quería que Nick pensara que él tomaba el mando-. Quiero decir, que deberíamos centrarnos en todos los hombres blancos solteros que pasaron por la universidad, sean alumnos, empleados o profesores que tuvieran menos de treinta y cinco años el año que Penny desapareció.

– ¿Treinta y cinco?

– El perfil original -explicó Quinn- señalaba que el Carnicero era un hombre blanco soltero entre veinticinco y treinta y cinco años, y que conocía al menos a una de sus víctimas.

– Al principio creímos que conocía a Miranda o a Sharon, ya fuera del campus, la hostería, o de donde trabajaba Sharon -siguió-. Pero cuando llegamos a la conclusión de que Penny Thompson fue su primera víctima, pensamos que lo más probable es que Penny conociera a su agresor y que Miranda y Sharon fueran desconocidas.

– Sin embargo, había cientos de posibles sospechosos -observó Nick-. Recuerdo haber hecho docenas de interrogatorios sin llegar a ninguna parte.

Quinn lo recordaba. Eran demasiadas las personas que habían tenido contacto con Penny, y al reducir el número hasta tener una lista final de quienes la conocían bien, entre ellos el novio, los profesores, los tutores de sus asignaturas, nadie encajaba en el perfil.

Tampoco facilitaba las cosas el hecho de que Penny hubiera desaparecido tres años antes del secuestro de Miranda y Sharon.

Quinn no habló al ver que la camarera se acercaba con sus tostadas. Bozeman era una ciudad pequeña, a pesar de los doce mil alumnos de la universidad situada en las afueras. Las paredes tenían oídos. Las lenguas se soltaban fácilmente.

– El sheriff Donaldson estaba convencido de que a Penny la mató su novio -dijo Nick-. Pero eso nunca fue más allá. No había pruebas que lo relacionaran con su desaparición. Al final, sospechamos que Penny había sido la primera víctima del Carnicero, pero a esas alturas su padre ya se había deshecho del coche.

Nick acabó su café y dejó la taza en la mesa con un golpe.

– Nos estamos perdiendo, Quinn. El cabrón se ha cobrado otra víctima y nosotros no tenemos pruebas, testigos ni sospechosos. La prensa se lo va a pasar en grande.

– La hemos encontrado rápido. Eso siempre es una buena noticia. ¿A qué hora comenzarán la autopsia?

Nick miró su reloj.

– En diez minutos. Deberíamos irnos -dijo, y acabó el café.

Quinn detestaba las autopsias. No sabía qué temía más: si ver el cuerpo de Rebecca Douglas sobre la mesa o imaginar a Miranda bajo ese mismo bisturí.

Fran se acercó a la mesa con un termo de café recién hecho y un periódico.

– Lo acaban de dejar -dijo, y dejó el periódico frente a Nick-. Si no te importa que lo diga, Elijah Banks es un capullo y todos lo saben. Su madre estará revolviéndose en su tumba, pobrecita.

CADÁVER ENCONTRADO EN EL BOSQUE

La oficina del sheriff

no ha confirmado la identidad.

Elijah Banks

Corresponsal especial del Chronicle

BOZEMAN, MONTANA – El sheriff del condado de Gallatin, Nick Thomas, no ha querido confirmar ni negar que el cuerpo de la mujer encontrado ayer por la mañana fuera el de la estudiante de Bozeman, Rebecca Douglas.

«Todo indica que ha sido el Carnicero», señaló una fuente de la oficina del sheriff que ha querido permanecer anónima.

El sheriff Thomas ha reconocido a regañadientes que cuenta con la ayuda de un agente especial, Quincy Peterson, de la oficina del FBI en Seattle. El agente Peterson, más experimentado, participó hace doce años en la investigación sobre la desaparición de dos estudiantes universitarias, Sharon Lewis y Miranda Moore. Lewis fue encontrada muerta y Moore escapó, pero no pudo identificar al asesino.

El cuerpo de la mujer sin identificar fue descubierto a primera hora de la mañana del sábado por Ryan Parker y dos amigos. Ryan, de once años, es hijo del juez del Tribunal Superior, Richard Parker. Hacia mediodía, más de cuarenta alguaciles del sheriff y voluntarios peinaban la zona situada a seis kilómetros al este de Creek Road y quince kilómetros al sur de la Ruta 84. Nadie ha podido confirmar concretamente qué tipo de pruebas buscaban.

«Cuando la encontramos, pensamos que podía ser la chica desaparecida – dijo Parker-. Estaba desnuda.»

Una fuente de la oficina del alcalde ha dicho «Ya era hora», al saber que el FBI vuelve a participar en la investigación. «Necesitamos un equipo de profesionales competentes para dar con este asesino de una vez por todas. Las mujeres de Bozeman tienen miedo, y con razón.»

La noche del viernes pasado, la señorita Douglas salió del Salón Hannon de la Universidad de Montana State en su propio coche para acudir a su trabajo en la pizzería de la Interestatal 191. No volvió al campus. Su compañera de habitación comunicó a la seguridad del campus que la señorita Douglas estaba desaparecida y posteriormente llamó a la oficina del sheriff del condado de Gallatin. La policía no tardó en encontrar su coche en el aparcamiento de la pizzería.

La primera víctima conocida del Carnicero…

Nick dejó el periódico sobre la mesa de un golpe, y el café se derramó por el borde de la taza.

Quinn también opinaba que la entrevista de Eli a Ryan Parker era inaceptable. ¿Dónde estaba el juez Parker ahora? ¿Por qué no le había parado los pies?

No era sólo la entrevista de Ryan. A Quinn no le agradaron las provocaciones de Eli contra la oficina del sheriff. Lo último que necesitaba en ese momento era una guerra de feudos que enlodara la investigación. Los hombres de Nick ya lo miraban como a un extraño. Si sospechaban que intentaba minar la influencia de Nick, nadie querría ayudarle.

Tenía que ganarse la confianza de esa gente.

– Haré una declaración oficial -dijo Quinn, y dejó unos dólares sobre la mesa.

Nick le lanzó una mirada al salir de la cafetería. Se detuvieron junto a su camioneta.

– No sé de qué servirá eso.

– Es tu investigación, Nick. Yo no estaría aquí si no me hubieras invitado. Eso lo sabes.

– ¿Estoy haciendo las cosas bien? ¿He pasado algo por alto? Quinn alzó las manos.

– Para. No te sirve de nada ponerte a especular. Has puesto todos los puntos sobre las «íes», has cumplido cabalmente con tu deber, y no creas que yo no sería el primero en decir algo si no hubiera sido así. Pero jamás iría primero a ver a los de la prensa, sino a ti. Espero que eso lo tengas claro.

Nick cerró los ojos.

– Lo sé, lo sé. Lo que pasa es que Eli me rompe los huevos, ¿sabes?

– Sí, es un capullo.

Caminaron una manzana hasta el centro público, donde el forense tenía su despacho y laboratorio.

– ¿Cómo se ha tomado Miranda lo de que te alojes en la hostería? -preguntó Nick.

– Todavía no lo sabe -dijo Quinn, con una mueca.

– No le gustará nada.

– Sabrá encajarlo.

Nick no estaba seguro de que Miranda supiera encajarlo. Ya estaba enfadada con él por haber llamado a Quinn sin consultarla. No era necesario, pero Nick solía pedirle su opinión en diferentes cuestiones relacionadas con la investigación del Carnicero, sobre todo cuando se trataba de la búsqueda inicial. Con el tiempo, se había acostumbrado a su relación de trabajo. Había sido un paso fácil convertir esa amistad en una relación más íntima.

El hecho de que él se hubiera marchado dos años antes porque Miranda no respondía a sus sentimientos no mitigaba su desagrado porque Quinn estuviera prácticamente compartiendo techo con ella En el fondo de su corazón, sabía que Miranda no volvería con él. Si volvía, sería porque era la segunda opción, después de Quinn.

No le parecía una perspectiva particularmente agradable.

Quinn le caía bien. Pero él amaba a Miranda, y pensar en los dos juntos…

No, eso no sucedería. Miranda vio como su vida se venía abajo cuando Quinn la expulsó de la Academia. Después de tantos años alimentando ese dolor y esa rabia, seguro que no se le pasaría ahora, en las pocas semanas que Quinn estuviera en la ciudad.

De modo que todavía quedaba una oportunidad, pensó Nick al entrar en la sala de espera del forense. En realidad, pensó, quizá Miranda lo buscaría a él precisamente porque Quinn estaba en la ciudad. Él le ofrecería su comprensión, su simpatía, su hombro.

No, él no se iba a conformar con un segundo puesto. Miranda tenía que amarlo a él en lugar de verse empujada a sus brazos por la intervención de otro hombre.

Ryan Parker estaba sentado en lo alto del monte, seguro de que nadie podía verlo, y observaba a la gente que se reunía más abajo. Pero su mirada no seguía el ajetreo de los agentes del sheriff.

Le atraía la escena del crimen, aislado por la cinta de plástico de la policía. Le hacía pensar en la chica que habían encontrado. Jamás olvidaría el cuerpo azuloso y desnudo. El tajo profundo, de color rojo oscuro, casi negro, en el cuello. Los cortes y magulladuras por todo el cuerpo.

Sin embargo, ahora sentía que sus ojos lo perseguían.

No había dormido gran cosa la noche anterior. Cada vez que intentaba quedarse dormido, Rebecca Douglas lo estaba mirando con sus ojos azules abiertos y congelados por la muerte.

Ryan había visto a docenas de animales muertos en sus once años. En una ocasión, mató a un ciervo con su rifle del 22, un disparo certero en la nuca, y su padre se mostró muy orgulloso de él. Pero él mismo no se sintió tan orgulloso.

La caza no estaba mal. A él no le gustaba especialmente, no como a su padre y a su tío, pero no estaba mal.

La pesca, por el contrario, era el paraíso. Si sus padres lo dejaran iría a pescar todos los días. Se sentía libre e independiente allá el lago, o sentado a la orilla de los remolinos en el recodo del río que quedaba más al sur de su casa, o en el muelle del lago. Aquello lo hacía más feliz que cualquier otra cosa en la vida. Más que los caballos. Desde luego, más que la caza.

En general, Ryan se encontraba más a gusto solo que acompañado de sus padres.

Quizá tuviera que ver con la quietud. O con la espera. Sean y Timmy no tenían paciencia para pescar. Timmy guardaba silencio, pero se movía demasiado. Sean ya ni siquiera iba porque Ryan se negaba a guardar la caña si no picaban al cabo de veinte minutos. A veces, su padre pescaba con él durante un par de horas, y eso le agradaba.

Pero ahora su padre estaba demasiado ocupado para acompañarlo en sus excursiones al lago.

A veces tardaba todo un día en pescar una trucha o un róbalo de tamaño decente. A veces no pescaba nada, pero no le importaba. Porque lo que más le hacía disfrutar era sencillamente lanzar la línea, la espera y la libertad, no la captura en sí.

Sean y Timmy no lo entendían.

Tampoco lo entendía su padre, aunque lo intentara.

Ryan observaba a las personas moviéndose allá abajo. Eran tan pequeñas que parecían hormigas. Cerró un ojo y alzó dos dedos. Así de grandes, menos de un centímetro.

Ni siquiera sabían que él estaba allí.

Ryan tenía curiosidad de ver qué encontraban. Por algún motivo, creía que si encontraban al tipo que mató a esa mujer, él dormiría más tranquilo. La chica parecía un ciervo, con los ojos abiertos y mirando sin enfocar.

A Ryan no le gustaba eso. Las personas eran personas y los animales eran animales, pero alguien había tratado a esa chica como si fuera un animal. Eso no estaba bien.

Cuando la mayoría de los hombres de la partida comenzaron a subir por el camino del aserradero, él se incorporó y se limpió la tierra de los vaqueros desgastados. Ya era hora de volver. Había dejado a Ranger en el establo y aún tardaría una hora en llegar a casa. Y no quería que su madre se preocupara. Ella no solía hacerle muchas preguntas, pero sabía cuándo mentía.

En realidad, Ryan nunca mentía. Pero, a veces, no quería decir la verdad. Evitar las conversaciones era la mejor manera de no tener problemas con su madre.

Siguió por el pequeño arroyo que en primavera bajaba por la ladera, hacia el camino más ancho que conducía a los límites de la propiedad. Ryan vio huellas de caballo y frunció el ceño. Parecían frescas, pero no había visto a ninguno de los hombres llegar tan arriba. Quien quiera que fuese, tendría que echarle un vistazo a las herraduras de su caballo. La pata derecha trasera había perdido un par de clavos y seguro que la tierra y las piedras se meterían por debajo de la herradura hasta alojarse en la pezuña del animal.

Perdido en sus pensamientos, casi no lo vio.

De pronto, el sol se reflejó en un objeto tirado en el camino y Ryan se detuvo y se agachó para mirarlo.

Al principio, pensó que eran los ojos de una serpiente que lo miraba, a punto de asestar un golpe, y retrocedió de un salto. Pero enseguida recuperó el equilibrio y miró el objeto más detenidamente.

Desde luego, no era una serpiente. Los dos ojos eran dos pequeñas gemas oscuras. Verde oscuro, como el color de los pinos al atardecer. Las dos piedras estaban engastadas en una rústica hebilla de plata cincelada que parecía un ave. Parecida a un águila. Y las piedras eran los ojos.

Se agachó y lo recogió. Se sorprendió al ver que tenía un trozo de cuero todavía adherido a la hebilla. Al mirarla de cerca, vio que estaba desgastada y probablemente se habría roto cuando el dueño, un cazador, o un excursionista, se detuvo allá en la cumbre a orinar.

Ryan vaciló mientras miraba la hebilla. ¿Debería llevársela al agente del FBI? Quizá fuera importante para la investigación. El corazón le latía con fuerza. Los Intocables, era una de sus películas preferidas, y nunca se perdía un programa llamado Quién Sabe Dónde, que trataba de la búsqueda de personas desaparecidas.

Ahora su emoción se convirtió en inquietud. Su padre le había insistido que no molestara al sheriff. Y él le había mentido a su madre acerca del lugar adonde iba. Ella perdería la paciencia. No le gritaría ni le pegaría, pero tendría esa mirada que daba más miedo que cualquier castigo.

Tiritó de frío y se abrigó con la cazadora, aunque a esas horas comenzaba a hacer un calor agradable. Se metió la hebilla en el bolsillo y siguió por el estrecho sendero rumbo a casa. Si volvía a ver al sheriff Thomas, le mostraría la hebilla.

Lo más probable es que no tuviera importancia. Sólo un tipo que se había parado a orinar en el bosque.

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