Sentado en un rincón de la Oficina de Administración y Registro de la Propiedad, una planta por encima de los despachos del juzgado, Nick estaba enfrascado en la revisión de casi un millar de mapas de las parcelas de la región del condado donde cazaba el Carnicero.
Le había dicho a Quinn que tenía una idea, que en realidad sólo era una corazonada. Nick sospechaba que, por algún motivo concreto, el Carnicero había elegido esa región del territorio para cazar. Quizás encontraría alguna pista revisando las transacciones de propiedades de los últimos quince años.
Podría haber asignado aquella tediosa tarea a un agente, pero después del artículo de Banks donde se cuestionaba su competencia y después del desastre de la conferencia de prensa, era preferible no hacerse notar demasiado.
No podía creer que Quinn hubiese dicho que la oficina del sheriff era «incompetente». Sin embargo, Nick se había sentido herido en su amor propio al enterarse de que toda la ciudad estaba informada de la incapacidad del sheriff del condado de Gallatin en su búsqueda del Carnicero. Su mandato terminaba al año siguiente y, a estas alturas, ya no quería volver a presentarse. Sentía cómo lo vigilaba Sam Harris, criticando cada una de sus decisiones, y con Eli Banks en la ciudad, siguiéndole cada paso, la presión empezaba a afectarle.
Nick se mostraba muy crítico con todas las decisiones que había tomado en los últimos tres años. Aquello no le servía de nada. Sin embargo, la noche anterior, había elaborado un inventario de los grandes giros de la investigación sobre el Carnicero desde que él era sheriff. No habría modificado ninguna de sus actuaciones. Todas las pistas investigadas eran lógicas y seguían el rastro de los pocos indicios que tenían. Sin embargo, todas las pistas conducían a un callejón sin salida y, en ese momento, él no veía cambios.
Se alegraba de haber llamado a Quinn. Aunque algunos de sus agentes se mostraban reacios a aceptar la presencia de los federales en su jurisdicción, Nick estaba decidido a usar todos los recursos posibles para dar con el Carnicero. Y Quinn era un hombre discretamente seguro de sí mismo, ejercía un liderazgo natural y representaba la autoridad.
Nick no podía evitar sentirse como un poli de provincias, como un palurdo, junto al elegante agente de la gran ciudad.
Y luego estaba Miranda.
Había ido a la hostería la noche anterior sólo para confirmar lo que ya sospechaba. Que Quinn reclamaba el corazón de Miranda. Que no había esperanza de que él recuperara un lugar en su vida. Más allá de lo que dijera Miranda, Nick la conocía bien. Su corazón siempre había pertenecido a Quinn, y el tiempo que Miranda había pasado con él tenía una importancia menor.
Le dolía porque la amaba, pero ya lo superaría. Lo único que de verdad quería era su felicidad y su tranquilidad. Si Quinn podía darle eso, él estaba dispuesto a aceptarlo.
Tenía que concentrarse en algo útil, algo que marcara un punto de inflexión en la investigación. Estaba harto de aparecer en la prensa como un tonto. De cuestionar sus propias decisiones, no sólo las tomadas desde que lo habían elegido sheriff sino desde que era policía.
Sabía que era un buen poli. Sin embargo, los crímenes horripilantes del Carnicero superaban todos los límites de su experiencia.
Había mirado los registros de las propiedades en el pasado, pero sólo para averiguar quién eran los actuales dueños. Las siete víctimas, incluida Rebecca, habían sido encontradas en tierras que pertenecían a diferentes personas. A tres las localizaron en tierras de propiedad federal. ¿Cuál sería la situación diez años antes? ¿Veinte años antes? ¿Había algún denominador común en los territorios de caza del Carnicero?
Nick llevaba consigo el mapa que él mismo había configurado y ahora se propuso dibujar una trama de los registros de propiedad. Buscó personalmente el historial de cada parcela porque no se fiaba de que los funcionarios de la oficina del Registro guardaran el secreto de sus pesquisas.
Y si aquello no arrojaba resultados, no quería volver a ver titulares redactados por Eli Banks aludiendo a uno más de sus fracasos.
Quinn quería saber qué pensaba Miranda.
Se encontraron en la oficina central de la Unidad de Búsqueda después de la hora de cenar. No habían cenado y Quinn sugirió que fueran a comer algo juntos. Ella estuvo a punto de decir que sí. Él lo percibió en su mirada.
Pero ella le dijo que la esperaba su padre con alguna cosa que le habría preparado. Los dos pensaban ir a la universidad a primera hora de la mañana, y Quinn le preguntó si quería volver a la hostería con él. Se llevó una sorpresa cuando ella dijo que sí y subió al coche.
Intentó hablar con Nick, pero no lo encontró ni en su teléfono móvil ni en el busca. Aquello no le extrañó. Al hablar con él por la tarde, Nick parecía seco e irritado. Aunque la presión de los medios de comunicación era intensa, Quinn confiaba en que supiera ignorarla. En estas situaciones era el mejor remedio.
La prioridad era encontrar a Ashley van Auden.
Quinn consiguió reducir a cuarenta y tres individuos la lista de los hombres de la época universitaria de Penny. Los agentes Booker y Janssen trabajaban en comprobaciones preliminares de los antecedentes de todos y cada uno de ellos. Confiaba que por la mañana reducirían aún más la lista, a menos de treinta nombres. En cualquier caso, se repartirían la lista entre él, Nick y sus principales investigadores para el laborioso proceso de interrogar a cada hombre.
Aquello no llevaba a ninguna parte. Pero en ese momento de la coyuntura, a menos que Olivia encontrara algo en las pruebas que mostrara otra alternativa, carecía de ideas.
No podía contar con que JoBeth Anderson saliera del coma. Y si se recuperaba, quizá no fuera capaz de describir a su agresor. Quinn albergaba la esperanza de que sí podría, pero sabía que los testigos que despiertan de un coma en el momento preciso para señalar al asesino sólo existían en el cine barato.
Aún así, esperaba que se recuperara del todo y pudiera darles información útil para localizar a un sospechoso. Antes de que muriera Ashley van Auden.
Le lanzó una mirada a Miranda al girar y seguir por el largo camino pavimentado que llevaba a la hostería.
– ¿Estás bien?
– Han pasado veinticuatro horas desde que ha cogido a Ashley. Me siento como si estuviéramos en una cuenta atrás. El tiempo corre en contra nuestro. No podemos cubrir todos los puntos del mapa.
A él no le gustaba oír ese tono de derrota en su voz.
– Miranda, no hables así. No empieces a imaginarte lo peor.
– Cuesta no imaginárselo, Quinn -murmuró ella-. Cuando estoy con el equipo de búsqueda, con Nick… y contigo… consigo mantener el tipo, pero cada vez que cierro los ojos, me imagino a Ashley encadenada y pasando frío.
Quinn se detuvo en el aparcamiento reservado para los empleados detrás de la hostería y apagó el motor. Una luz de seguridad en la entrada de la cocina iluminaba el área circundante, pero tenían un poco de intimidad.
Él la tocó. Miranda estaba rígida.
– Miranda, quisiera que pudieras librarte de esas imágenes y sentimientos. Haría cualquier cosa por borrar el dolor de tu corazón. Lo sabes, ¿no?
Ella lo miró. La luz artificial se reflejó en sus ojos, dándoles un aire insondable. Quinn quería besarla, estrecharla, decirle que todo se arreglaría, quería llevarla a la cama y protegerla de sus pesadillas.
Alargó la mano y le tocó la mejilla.
– Nunca he dejado de amarte.
Miranda se quedó con los ojos clavados en él, sintiendo que se le aceleraba el corazón. Sus palabras parecían sinceras. Ella no sabía qué pensar. Su lado racional le decía que lo perdonara, que en muchos sentidos tenía razón al haber actuado como lo hizo. Por otro lado, en el fondo de su corazón, sentía que él nunca había confiado de verdad en ella, que su fe en ella era frágil.
– Quinn, no veo que podamos volver al pasado.
Él parpadeó, y una expresión de dolor le transformó el semblante. Ella no quería herirlo, pero tampoco sabía qué hacer.
Quinn le apartó un mechón de pelo de la cara y se lo recogió detrás de la oreja. El gesto era tan íntimo que ella bajó la mirada. Era exactamente el mismo gesto que Quinn solía hacer cuando eran pareja. Con ese simple contacto, se sintió embargada por el recuerdo de lo mucho que lo había amado, y luego llena de un sentimiento de calidez y, al final, de aprehensión.
Ahora no podían volver atrás. Ella era una persona diferente de lo que había sido diez años antes, cuando era una joven e ingenua aspirante al FBI.
Su leve caricia la sacudió con un estremecimiento eléctrico que no había experimentado en mucho, mucho tiempo. Era como si Quinn pudiera leer en su mente, como si supiera que sufría interiormente y no pudiera expresarlo con palabras. Que añoraba que él volviera a abrazarla, que simplemente la estrechara sin hablar, sin explicaciones, sin sentirse incómoda.
Se lo quedó mirando, deseando con toda el alma compartir sus sentimientos, que la abrazara, que hicieran el amor. Lenta y tiernamente, como la primera vez.
Volvió sus labios hacia las manos de Quinn y las besó. Era lo único que podía hacer para no entregarse a sus brazos.
Tenía que pensar en esos sentimientos. Pensar en las repercusiones. ¿Podía confiar en él? ¿Confiaba él en ella?
Le dolía no tener una respuesta a esas preguntas.
– Buenas noches -murmuró, y bajó rápidamente del coche antes de que cambiara de opinión.
Oyó que la puerta de Quinn se abría y cerraba.
– Te acompañaré hasta tu cabaña -dijo.
Ella sacudió la cabeza.
– Papá me está esperando -dijo, señalando las luces de la hostería con un gesto de la cabeza.
Siguió caminando en el aire fresco de la noche y cruzó los pocos metros que la separaban de la puerta trasera. Sintió la mirada de Quinn clavada en su espalda y se preguntó qué pasaría si se giraba y le dijera que viniera con ella. Lo deseaba. Dios mío, cuánto lo deseaba.
Y ¿qué pasaría si él se aprovechaba de su vulnerabilidad emocional? ¿Si la relevaba de la búsqueda, o del caso? Mientras lo pensaba, se dio cuenta de que Quinn la había apoyado firmemente desde su llegada. Si tenía dudas acerca de ella, se las reservaba muy bien.
Ella sí tenía dudas. Llevaba diez años convencida de que Quinn le había arrebatado todo lo compartido íntimamente con él a propósito de sus sentimientos, sus temores, su psique maltrecha, y que lo había utilizado todo en su contra para que la expulsaran de Quantico. Sin embargo, esa experiencia tenía tanto que ver con su propia inseguridad y su temor como con cualquier cosa que Quinn hubiera o no hubiera hecho.
Era preferible poner cierta distancia entre ella y Quinn. Sería mejor olvidar el pasado. Olvidar aquel beso en la cocina. Olvidar cómo él la tocaba con manos que la hacían arder de deseo y volver a sentirse mujer.
Aún sentía el contacto de su mano en la mejilla, y deseaba mucho más.
Cerró la puerta de la cabaña y él se quedó fuera. Sus emociones estaban demasiado vivas, demasiado a flor de piel. Tenía que guardar sus distancias. Porque sabía que Quinn podía volver a romperle el corazón con mucha facilidad.
Quinn marcó el número de Olivia en cuanto entró en su habitación de la hostería. Pero no conseguía sacarse a Miranda de la cabeza.
Lo estaba volviendo loco. No podía parar de pensar en ella, no quería parar. Ansiaba poder sentarse con ella y tener una larga conversación. Pero Miranda no era el tipo de mujer que se entregara a conversaciones razonables. Actuaba por instinto y reaccionaba a partir de sus emociones.
Él le había explicado con abundancia de detalles su actuación en Quantico en una carta que ella le devolvió sin abrir. Intentó hablar con ella. Ahora tenía que encontrar una manera de que le escuchara. Si encontraba las palabras adecuadas, sabía que ella le entendería y lo perdonaría. Pero tanto su propia decisión hace años, como la posterior reacción de Miranda, magnificada, habían tejido una enorme red de sentimientos complejos que él no sabría desenmarañar.
Quinn estaba muy orgulloso de todo lo que Miranda había logrado en diez años, tanto profesional como personalmente. Sin embargo, la figura del Carnicero seguía persiguiéndola, y ella no dejaba que nadie cruzara ese umbral para ayudarle.
Se pasó una mano por el pelo mientras paseaba por la amplia habitación.
Había que joderse. Vaya mujer. ¿Acaso no acababa de decirle que nunca dejaría de amarla? Y ella se había ido como si nada.
¿Acaso no le creía? Él nunca le había mentido aunque, considerando lo vivido en el pasado, quizás ella dudaba de su sinceridad. ¿Cómo podía convencerla?
Quizás había cometido un gran error diez años antes, cuando le había dejado todo el espacio que pedía. La había respetado demasiado. Debería haberla visitado en persona, explicarle sus razones con claridad y decirle cuánto la amaba. Todas las veces que fuera necesario, hasta que ella le hubiera creído. Cuando no devolvió las llamadas por teléfono, pensó que su mejor alternativa era escribirle aquella carta.
Se equivocó. La única manera de tratar con Miranda era cara a cara.
– ¿Hola? Quinn, ¿eres tú? -La voz en el teléfono lo sobresaltó. Él sacudió la cabeza para despejársela.
– Lo siento, Liv, estaba soñando despierto.
– ¿Despierto? Son las once de la noche.
– ¿Te he despertado?
– No, ¿te puedo ayudar en algo?
Olivia era siempre una mujer seria, según dictaban las reglas. Él admiraba su inquebrantable devoción hacia su trabajo como técnico de laboratorio. No se le escapaba ningún detalle de la investigación forense.
– ¿Has encontrado algo?
– Sólo llevo un día aquí. Las pruebas de laboratorio tardan su tiempo. -Lo dijo como si él debiera saberlo, y así era. Pero, joder, él quería toda la información ahora. ¿De qué servía poder tirar ciertos hilos si esos hilos no rendían un resultado inmediato?
– Lo siento -farfulló Quinn.
– Vale.
– ¿Es un sarcasmo? -preguntó él, con tono jocoso.
– Estoy cansada. Aquí en Virginia es la una de la madrugada.
– Se me ha olvidado. Te dejo.
– Hay una cosa.
Quinn dejó de pasearse.
– ¿Qué?
– Hay una muestra de tierra que parece… no sé, diferente.
– ¿Tierra? ¿De dónde?
– Espera un momento. -Quinn oyó un ruido de fondo, como si Olivia revisara unos papeles -. Aquí lo tengo. Tenemos diez muestras de tierra tomadas de la barraca donde estuvo secuestrada Rebecca, cada una de un lugar diferente y de la zona inmediatamente circundante. Dos de las muestras del interior son diferentes de la muestra de tierra tomada fuera.
– ¿Diferente? ¿En qué sentido?
– Se ve a primera vista. En primer lugar, es roja. No recuerdo haber leído que la tierra de Montana fuera roja. Y el hecho de que no coincidiera con la tierra del exterior me disparó la alarma. Pero ésta no es mi especialidad. He mandado una muestra a Quantico para que la analicen.
– ¿Roja? ¿Cómo rojo de sangre? ¿De camión de bomberos?
– No, más bien como rojo ladrillo.
– ¿Ladrillo?
– Pero más ligera que la tierra.
– Me he perdido, Liv.
Ella se echó a reír y Quinn sonrió. Olivia no solía reír, pero cuando reía, su calidez alcanzaba a todo el que la escuchaba.
– Del color del ladrillo, pero con una textura más parecida a la arcilla que a la tierra. La arcilla es muy fina, pero cuando se moja las partículas se unen.
– ¿Como en la alfarería? -preguntó él frunciendo el ceño, intentando imaginar lo que le explicaba Olivia.
– Es el mismo principio, pero éste es un tipo de arcilla muy diferente.
– ¿Cuándo lo sabrás? ¿Puedes señalar con precisión de dónde pudo venir? -Estaba a punto de hacer otras diez preguntas cuando Olivia lo interrumpió.
– Lo he mandado lo más rápido posible, Quinn, pero la muestra está en manos de Federal Express y mi gente no puede hacer nada hasta que la reciban.
– Lo siento. Pero da la impresión de que es la mejor pista que tenemos.
– Lo sé. He estado leyendo todos los expedientes que me dejaste -dijo, y guardó silencio un momento-. ¿Cómo está Miranda?
– Está bien.
– ¿Y?
– Ya conoces a Miranda. Está trabajando demasiado, no come lo suficiente. Pero es muy buena en su trabajo. Sólo quisiera que no sufriera tanto. -Se dejó caer en la cama y se quedó con la mirada clavada en los pies, pero viendo sólo cómo los ojos azul oscuro de Miranda se llenaban de todo el dolor del mundo.
– ¿Quinn?
– Sí.
– Todavía la amas.
– Lo sé.
– ¿Se lo has dicho?
– Sí.
– ¿Y?
– Le da igual. Le hice daño, Liv. No quería, pero me vi obligado a hacerlo.
– ¿Se lo puedes explicar a Miranda?
– Lo he intentado -dijo Quinn. Daba la impresión de estar a la defensiva.
– Sí, recuerdo que lo intentaste entonces, cuando todo estaba en carne viva y era un asunto muy emocional. Y ahora, ¿qué?
– Nada ha cambiado, Liv. He intentado hablar con ella dos veces, pero me rehúye. No quiere escucharme.
– Oblígala a escucharte.
– Maldita sea, lo he intentado.
– Inténtalo de nuevo.
A pesar de que Nick había trazado una meticulosa cuadrícula en su mapa, casi se pasó del desvío que llevaba a la cabaña del juez Parker.
Las ramas colgantes de unos árboles gruesos rozaron el techo de su todoterreno cuando subió por la empinada cuesta. Las luces de sus faros iluminaban justo el trozo de delante, pero el estrecho camino de grava estaba flanqueado por gruesos arbustos y enredaderas que rascaban ambos lados del coche al pasar.
Una hora antes, Nick había estado sentado a la mesa de su cocina comiendo un plato de comida preparada mientras revisaba los mapas y los documentos de propiedad que había copiado del Registro. Tenía que situar los lindes de esa cabaña en concreto en el mapa. De pronto lo vio claro. Aquella propiedad estaba situada en el centro de un círculo de unos veinticinco kilómetros y destacaba como si fuera el blanco central. La cabaña era la única construcción accesible a pie a partir de las escenas de todos los crímenes que habían descubierto. Si bien parte del terreno era peligroso y se podía tardar horas, un excursionista con experiencia podía conseguirlo.
Por su forma física, el Carnicero podía permitírselo.
Nick pisaba terreno peligroso. La cabaña era propiedad del juez Richard Parker.
Aunque su intuición fuera acertada y la cabaña fuera un punto de descanso para el Carnicero, eso no significaba que el Juez Parker estuviera enterado. Aquel hombre era dueño de una propiedad de cuatro mil hectáreas. Era imposible mantener una vigilancia que abarcara toda esa extensión.
Nick no se podía permitir que uno de los hombres más poderosos de Montana se volviera contra él o contra la Oficina del Sheriff. Era preferible investigar la cabaña en secreto, y luego informar en caso de que descubriera algo.
Tampoco pensaba encontrarse con nadie. Sólo quería confirmar que existía y echar una mirada. Si encontraba pruebas de que había intrusos o de que hubiera sido habitada recientemente, traería a un equipo de investigadores y hablaría con Parker.
El juez no declaraba la propiedad como fuente de ingresos, pero eso no significaba gran cosa. Podía alquilarla a amigos los fines de semana, o quizá la usara él. La había heredado de su padre, según los registros patrimoniales. Aquella cabaña en concreto estaba situada en el culo del mundo, como muchas casas de vacaciones en el sudoeste de Montana.
Si Nick no se hubiera pasado cinco horas en el Registro de la Propiedad examinando todas las propiedades registradas en un radio de quince kilómetros del lugar donde había aparecido cada víctima conocida, nunca se habría fijado en esa cabaña.
Llamó a Quinn cuando se acercaba al desvío de la Hostería Gallarín para saber si quería acompañarlo. Pero contestó el buzón de voz y Nick no dejó mensaje. Ir hasta Big Sky era un capricho, porque era probable que su corazonada no llevara a ninguna parte. Después de pasar los últimos días zarandeado por la prensa, prefería que su hipótesis fuera un secreto hasta tener alguna prueba.
Al final, descartó las dudas y continuó subiendo los tres kilómetros sinuosos que quedaban por el camino estrecho y lleno de arbustos.
Tras un giro brusco, desembocó directamente en el garaje de la cabaña, y aunque Nick esperaba encontrarla de un momento a otro, lo cogió por sorpresa. Frenó de golpe y apagó las luces al mismo tiempo.
Apagó el motor y bajó de la camioneta. Al sentir el aire frío se abrigó cerrándose el anorak. Desde que el sol se había puesto, la temperatura rondaba los diez grados. La previsión del tiempo calculaba unas mínimas de cinco. Se encogió de frío pensando en Ashley van Auden.
En la época en que era pareja con Miranda, Nick se dio cuenta de que a ella le pasaba algo con el calor. Se daba unas duchas con agua que habrían escaldado a cualquiera. Se abrigaba cuando hacía buen tiempo. Siempre llevaba mantas y café caliente en el coche. Durante mucho tiempo, Nick lo había visto como costumbres muy especiales. Nunca lo relacionó con la agresión del Carnicero hasta una noche, poco antes de que se separaran.
Oye, Randy, vamos a dar un paseo por el lago Meyer.
Era verano y los termómetros todavía rondaban los veintisiete grados, a pesar de que se acercaba la hora de ponerse el sol. Prometía ser una noche deliciosa.
– No tengo ganas.
Nick frunció el ceño. Estaba acostumbrado a los cambios de humor de Miranda, pero ella solía ser muy espontánea. Le fascinaba esquiar, bajar los rápidos en balsa; era la única mujer que conocía que sentía pasión por la vida al aire libre. Era una de las razones por las que se había enamorado de ella.
El lago Meyer era uno de esos lugares donde iban las parejas a bañarse desnudas.
Mierda, había metido la pata.
– Lo siento, debería haber pensado…
Ella lo interrumpió.
– No me importa que me vean, Nick.
– No se me ocurrió pensar -dijo él, frunciendo el ceño.
– Esta noche hará unos quince grados. Él no le entendió.
– Te prometo que volveremos a casa antes de que haga tanto frío. Ella lo miró, desilusionada.
– No pienso ir a nadar a ningún lugar de noche.
Acabaron quedándose en casa de Nick mirando una película. Nick creía que Miranda no quería que la vieran desnuda, con el cuerpo lleno de cicatrices, y se sintió mal por haberlo sugerido.
Ahora lo sabía. No era el hecho de estar desnuda, sino de estar desnuda en el agua fría.
Nick se dio cuenta de que había echado mano de la pistola de diez milímetros que llevaba. Casi volvió a enfundarla.
Pero, no. Decidió permanecer alerta.
No había luces encendidas en la cabaña. Parecía desierta. Nick se relajó.
La rodeó. Era una estructura clásica en A, con una sala o salas grandes en la primera planta, apoyada sobre pilares. Y una especie de ático en la parte superior.
Subió las enclenques escaleras que llevaban al balcón que la rodeaba. Era evidente que no había nadie. Estaba oscuro. No había vehículos. Vacía. Aún así, Nick estaba tenso, con todos los sentidos alerta.
Miró por la ventana, y la media luna le permitió ver unas cuantas sombras. Algunos muebles, un sofá, una silla, una mesa. Nada de equipaje. Nada de comida en la mesa. Ninguna pistola, ni cuchillo ni mujer atada al suelo.
Sí, había sido una pérdida de tiempo venir.
Enfundó la pistola, echó una mirada por el balcón. Había dos sillas tumbonas apoyadas contra la pared de la casa. Cruzó al otro lado del balcón y miró hacia el lago, a unos cien metros, cuya superficie quieta reflejaba la luna.
¿Qué voy a hacer ahora?
Nadie sabía que había ido hasta allí. Volver a casa, dormir unas cuantas horas, contarle a Quinn que había revisado los registros de propiedad con una corazonada que no dio resultado. Olvidarse de todo eso y concentrarse en la lista de cincuenta y pico hombres de la universidad.
Era lo que tendría que haber hecho ese día en lugar de andarse con corazonadas.
Al girarse se apoyó en la barandilla y vio un par de botas junto a la puerta.
Qué raro.
Fue a desenfundar su pistola.
Antes de que pudiera sacarla, cayó, víctima de un golpe que le hizo perder el conocimiento.