Cuando sonó el móvil éste se sentó de golpe y, por la calidad de la luz, enseguida se dio cuenta de que se había quedado dormido. Una rápida mirada al reloj despertador lo confirmó: 07:45.
A su lado, Miranda se desperezó. Con el pelo derramándose sobre la almohada y su largo cuello incitándole a besarla, Quinn no quería otra cosa que volver a hacer el amor con ella.
El móvil volvió a emitir su gorjeo. La llamada del deber.
– Peterson -contestó.
– Soy Colleen. Tengo un mal presentimiento acerca de Larsen.
– ¿Qué ha pasado?
– La directora del departamento de biología de la fauna salvaje, Sarah Tyne, ha llamado al laboratorio de la universidad en Craig. Eso queda en el noroeste de Colorado. Quería informarse sobre los horarios de Larsen. La última vez que se presentó fue el lunes.
– El día después de que encontramos el cuerpo de Rebecca.
– Así es. Dijo que pensaba volver para el seguimiento de unos halcones peregrinos. Es su especialidad. Así que uno del equipo de investigación salió hacia allí esta mañana.
– Y no estaba en su puesto -aventuró Quinn, sintiendo un cosquilleo en el estómago.
– No. Además de su piso en Denver, que está vacío, tiene una caravana perdida en alguna parte. Encontraron sus provisiones para el trabajo de campo, pero nada de Larsen. Intentaron llamarlo por radio, porque se supone que los investigadores tienen que tenerla encendida en todo momento cuando salen fuera. No hubo respuesta.
– ¿Habéis averiguado qué tipo de coche o camioneta conducía? ¿Lo habéis encontrado? -Quinn sacó su libreta y anotó un par de datos.
– Conduce una camioneta pero no tenemos los detalles. No lleva la caravana.
– Comprobaré con los registros vehiculares. Acércate al lugar y veamos qué encuentras. Si aparece, detenedlo. Lanzaré una orden de busca y captura. Sólo para interrogarlo. No quiero que se asuste. Y hacedlo discretamente. No quiero que le entre el pánico y mate a Ashley van Auden. Sólo la ha tenido dos días. Es probable que todavía esté viva.
– Vale.
– Si lo encuentras, Colleen, déjamelo a mí -dijo Quinn, y cerró el móvil.
– David Larsen -dijo Miranda, con voz apagada-. Parece un nombre tan normal.
El se inclinó y, tras apartarle un mechón de pelo, la besó en la frente. Quería aliviarla del dolor, robarle sus recuerdos para que jamás volviera a pensar en David Larsen o en las mujeres que había matado. Quinn tendría que hablarle a Miranda de montones de buenos recuerdos para reemplazar a los malos. Ya se habían puesto a ello la noche anterior, pero era sólo el comienzo.
– ¿Estás bien? -preguntó.
– Estaré bien.
No sonaba como la Miranda de siempre, pero él no insistió. Lo haría más tarde.
Volvió a besarla y se levantó de la cama.
– Voy a la oficina del sheriff. ¿Quieres que te deje en la universidad?
– Sí, tengo que ver cómo le va a mi gente.
– No vayas a ninguna parte sola. A ninguna parte.
– No lo haré -dijo. Sonaba distante.
– Miranda, lo encontraremos. No te pondrá la mano encima. Y, por primera vez, creo que podremos atraparlo. Antes de que muera Ashley.
– Pienso como tú -dijo ella-. Y no hay nada que quiera más, excepto… -dijo, y calló -. Nick. Puede que Ashley esté viva, pero ¿qué sabemos de Nick? -Calló porque no podía seguir. Se levantó de la cama y se vistió -. Me voy a duchar y me reuniré contigo en el coche, dentro de veinte minutos.
Quinn la detuvo antes de que saliera.
– Pagará por haber matado a Nick.
– Lo sé. Pero es como si con eso no bastara.
En la oficina del sheriff, lo primero que hizo Quinn fue hablar con Lance Booker.
– Booker, te tengo que pedir un favor.
– Lo que usted diga.
Buen muchacho. A Quinn no le extrañaba que a Nick le cayera bien.
– ¿Podrías acompañar a Miranda a la universidad? A cualquier lado adonde vaya, quiero que estés cerca y le sirvas de escolta.
– ¿Ha ocurrido algo?
– Tenemos un sospechoso. David Larsen.
– ¿El biólogo?
– No está en su puesto, ha tenido una oportunidad para estar en la escena del crimen y hemos descartado a los otros tres sospechosos de la lista. Mi gente está llevando a cabo una comprobación de su historial en este momento. Te llamaré en cuanto tenga más información. Pero si se siente presionado de alguna manera, puede que haga algo impredecible. Y no quiero que Miranda esté a su alcance.
– No me moveré de su lado.
Tampoco te acerques tanto, pensó Quinn.
– Booker, no divulgues esta información. Miranda lo sabe, pero no quiero que la prensa se entere todavía. Hasta que tengamos más información.
– De acuerdo -dijo Booker, y salió.
Quinn entró en el despacho de Nick y no se sorprendió demasiado al ver que Sam Harris se había adueñado de la mesa. Estaba hablando por teléfono y leía un fax. Quinn reconoció el logo.
Buró Federal de Investigaciones. Seattle. Era su oficina.
Arrancó el papel de manos del ayudante del sheriff. Era la información solicitada sobre David Larsen.
Camioneta… modelo reciente, todoterreno. Potente. Licenciado por la Universidad de Montana… doctorado en Colorado… biólogo especializado en fauna salvaje… Muy pocos detalles. Cosas que él ya sabía.
Padres… fallecidos. Hermanos… una hermana. ¿Una hermana? ¿Qué decía de su nombre, residencia, estado civil?
Harris colgó el teléfono de golpe.
– Este fax está dirigido a mí.
– Ha llegado a mi despacho.
– Estaba dirigido a mí -repitió Quinn, que empezaba a perder la paciencia.
Harris se incorporó y rodeó la mesa.
– Agente Peterson, no me había dicho que tenía un sospechoso. ¿Qué clase de respeto tiene usted por mi oficina?
Quinn se pasó la mano por el pelo.
– Usted sabía que estábamos trabajando en la lista. Acabo de recibir esta llamada sobre David Larsen, apenas hace una hora.
– Si el sheriff estuviera aquí, lo primero que habría hecho es llamarlo a él.
Era verdad. Quinn ni siquiera pensó en llamar a Sam Harris. Estaba demasiado ocupado intentando contactar con sus superiores para que le concedieran acceso inmediato a recursos e información.
– De acuerdo. Discúlpeme.
A Harris le temblaba la mandíbula. Se puso rojo.
– Vosotros, los federales, creéis saberlo todo. De acuerdo. Resuelva el caso sin mí. Pero lo lamentará.
Quinn creyó que le había oído mal.
– ¿Qué significa eso?
– Nada -dijo Harris rotundo, y salió.
Mierda, sólo faltaba que se le mosqueara el poli.
– Y se supone que tú eres el diplomático -dijo para sí.
Quinn se acercó a la mesa de Nick y buscó entre todos los papeles para ver si Harris se había quedado con algún otro documento enviado por fax. No encontró nada. Llamó al pequeño despacho de Helena y pidió un par de agentes para los dos días siguientes. Necesitaba ayuda y no tenía reparos en pedirla.
Sobre todo si estaba en juego la vida de una chica.
Su mirada se posó sobre una pequeña foto medio oculta bajo el secante y la sacó. De hecho, era una serie de cuatro fotos. Miranda y Nick en un fotomatón. Miranda sonreía en todas las fotos, un poco pendiente de su aspecto, aunque era probable que nadie más que ella y Nick vieran jamás esas fotos.
Por su parte, Nick estaba más animado. Primero con una ancha sonrisa, luego con una expresión jocosa y, en la tercera, poniéndole orejas de burro a Miranda.
En la última foto, él la miraba a ella. Por la intensidad de esa mirada, Quinn supo que Nick la había amado.
Todos los celos que en su momento sintió por la relación amorosa y la amistad de Nick con Miranda se desvanecieron. Lo embargó una emoción que le dejó un nudo en la garganta al pensar que su amigo tal vez habría muerto.
Un solo error y Nick había pagado con su vida. No era justo, y Quinn se juró que haría pagar a Larsen, no sólo por las mujeres que había matado y lo que le había hecho a Miranda sino también por Nick.
Se guardó las fotos en la cartera, para entregárselas a Miranda, y entonces salió a hablar con los agentes y asignar las tareas.
Había mucho terreno que cubrir y poco tiempo.
Miranda tenía seis agentes asignados a la Unidad de Búsqueda y Rescate, y mandó a uno de ellos con dos voluntarios a la zona al sur de la autopista de Gallatin. Quinn ya estaba ahí y había informado a todos a propósito de David Larsen, recalcando que debían proceder con cautela. No hay que perseguirlo. Su misión consistía en encontrar con vida a Ashley y rescatarla, no en detener a un sospechoso.
También insistió en que buscaban a Larsen para interrogarlo aunque todos sabían lo que eso significaba.
Era el primer sospechoso que tenían en doce años.
Miranda no tenía grandes esperanzas de que su equipo encontrara a Ashley, pero cumplir con lo requerido le ayudaba a olvidar que conocía la identidad del Carnicero. Cuando todos salieron y se encontró sola, se dejó caer en una silla y cerró los ojos.
Y vio su imagen.
Sólo había visto esa foto de Larsen, pero le resultaba fácil trasladarla al hombre sin cara que la había torturado. Al hombre que le había disparado a Sharon por la espalda.
Corred. ¡Corred!
Nunca había visto a David Larsen. Recordaría su cara. Pero conocía su voz, ese tono hueco, cruel en su ausencia absoluta de emoción. Sus palabras y sus actos no se correspondían con ese tono distante, casi aburrido.
Estaba segura de que nunca lo había visto porque un corazón despreciable como el suyo no pasaría desapercibido. Tenía la cara marcada por el odio hacia las mujeres.
Sin embargo, en la foto, David Larsen no parecía un individuo perverso ni consumido por el odio. Tenía la cara de un hombre normal y corriente. Superficialmente agradable. Normal.
El Carnicero era cualquier cosa menos normal.
Recordó una lección bíblica de su padre. Que el mal podía ocultarse en la belleza, que los corazones negros a veces se revestían de compasión. El mal no anunciaba con tarjetas su visita inminente. El mal iba y venía con una sonrisa, sonriendo a las vidas destruidas que dejaba en su estela. La serpiente que había seducido a Eva para que probara del fruto prohibido no podía haber sido una criatura repulsiva porque ella habría huido aterrorizada. No, la serpiente tenía que haber sido un ser hermoso, algo que se ganaba fácilmente la confianza de todos. No te fíes de las apariencias.
El mal se esconde bajo la superficie.
– ¿Miranda?
Miranda pegó un salto y se llevó la mano al arma, todo al mismo tiempo.
Era el agente Booker.
– Mierda, Lance.
– No era mi intención asustarla.
– No me has asustado. -La había aterrorizado. Sentada ahí sola, pensando en el Carnicero. Y en David Larsen y en Sharon… – ¿En qué puedo ayudarte?
– El agente Peterson me ha pedido que hoy me quede con usted. Ya sabe, como no han encontrado a Larsen, ni nada.
La semana anterior, la habría enfurecido la protección de Quinn. Ella no sólo era capaz de defenderse sola del Carnicero, sino de defenderlos a todos, del Carnicero y de cualquier otro mal que se atreviera a poner un pie en sus tierras de Montana.
Pero aunque supiera defensa personal, y entrenara a un grupo de mujeres en la universidad, se mantuviera en buena forma física y pudiera orientarse en cualquier punto del condado, la sola idea de enfrentarse a David Larsen en persona la paralizaba.
– Gracias, Lance -dijo.
Cruzó hasta el mapa en la pared y se quedó mirando, haciendo acopio de valor para superar las horas que quedaban del día. Si encontraban a Larsen, ¿los llevaría hasta Ashley? ¿Les diría dónde estaba Nick? ¿Si estaba vivo o muerto?
¿Qué buscaba Nick en la oficina del Registro de la Propiedad? Había consultado los títulos de propiedad de todas las tierras de la región. Incluyendo la de su padre, según observó cuando ella y Quinn los revisaban. Nada le llamó la atención. ¿Qué le habría llamado tanto la atención como para que arriesgara la vida en su investigación? Tiene que haber pensado que no era peligroso, o no habría acudido solo.
Añoraba a Nick. Ojalá le hubiera dicho que lamentaba que las cosas no hubieran funcionado entre ellos. Ella nunca deseó hacerle daño. Él se portó muy bien con ella. Le dio todo el espacio que necesitaba, la dejó seguir con su trabajo y la apoyó en todo lo que hacía. El problema era que ella no lo había amado como él a ella.
Como ella amaba a Quinn.
Sintió una especie de calorcillo al recordar cómo la tocaba. Con ternura. Lentamente. No había olvidado dónde le gustaba que la tocara. Tampoco había olvidado lo sensible que era ella con las cicatrices de sus pechos, cómo le gustaba ponerse encima, todos esos pequeños detalles que se habían ido forjando desde el terror que le infundiera aquel desequilibrado. Un terror que había durado una semana.
Con Quinn se relajaba y se entregaba tal cual era, de buena gana y con alegría. Cuando hacían el amor, eran compañeros.
Había estado a punto de decirle que lo amaba. Tenía toda la intención. Pero no le salían las palabras. Una parte de ella se resistía y Miranda no sabía por qué.
Quinn decía que la conocía. ¿Cómo era posible que la conociera tan bien si ella todavía luchaba por conocerse a sí misma? Así que se mordió la lengua y guardó silencio, aunque sus palabras fueran sinceras y aunque quisiera pedirle a Quinn que nunca volviera a marcharse.
Quizás, al final, ése fuera su mayor temor, que él volviera a dejarla. No era nada fácil convivir con ella, eso lo sabía, y a veces se mostraba deliberadamente conflictiva para que la gente no se le acercara demasiado. Era más fácil mantener a las personas a cierta distancia que mostrar la propia vulnerabilidad.
La gente perecía de muertes violentas. La lucha de su madre contra el cáncer. El asesinato de Sharon. Y, ahora, la probable desaparición de Nick. Todos muertos.
¿Qué haría ella si algo le pasaba a Quinn?
Quinn llamó a su despacho en Seattle para hablar con Bonnie Blair, una especialista en investigación de antecedentes. Si había algo que descubrir sobre David Larsen, Bonnie lo encontraría.
– Hola, Bonnie. He recibido tu informe. No hay gran cosa. ¿Qué te parece si echas mano de tus procedimientos mágicos para encontrar alguna otra cosa?
Siguió un largo silencio.
– ¿Qué más quieres? -Bonnie sonaba un poco irritada.
– Bueno, para empezar quisiera saber el nombre de los padres, su hermana, dónde nació…
Bonnie lo interrumpió.
– Todo eso estaba en mi informe. Te he mandado dieciséis páginas.
– ¿Dieciséis? Yo recibí una. – Sam Harris. Tenía que haberlas cogido él. Pero ¿por qué?
¿Habría algo en esas páginas de fax que Harris quisiera ocultar? ¿O quería proteger a alguien?
– Lo siento, Bonnie. ¿Te importaría mandármelo de nuevo? Me quedaré aquí, esperando junto al fax.
– Lo haré por ti. Pero que sepas que aquí estaré, esperando una caja de bombones en mi mesa cuando vuelvas.
– Vale.
Abrió la puerta y le hizo señas al sargento de guardia para que viniera al despacho de Nick.
– Sargento, por favor, localice a Sam Harris y dígale que vuelva a la comisaría, inmediatamente.
El sargento frunció el ceño pero no dijo nada. Fue hasta la mesa principal y cogió el teléfono.
Quinn ya estaba de vuelta en el despacho de Nick cuando empezó a llegar la primera página del fax. Era la página que él ya tenía.
Siguieron otras quince. A medida que fueron saliendo del fax, Quinn vio cómo se configuraba ante él la vida de un asesino en serie.
Nacido y crecido en Portland, Oregón. El padre, Kyle Larsen, abandonó a la familia cuando David tenía tres años y, al parecer, dejó de tener contacto con ellos. Murió nueve años más tarde en una trifulca por drogas que acabó mal.
Madre maltratadora… Los Servicios de Protección del Menor tuvieron que sacar a David de su casa en dos ocasiones, pero las dos veces lo habían devuelto. Bonnie señalaba que tendrían que pedir los expedientes a los tribunales.
Dos delitos cometidos en la adolescencia. De eso también tendrían que pedir los expedientes.
Una detención por violación a los dieciocho años. Interesante, David cursaba primer año en la universidad Lewis and Clark, en Oregón. Lo detuvieron por violación, pero la víctima se retractó. Él se aferró a la coartada de que había pasado la noche en casa de su hermana, dato que su hermana confirmó. ¿Acaso la víctima quedó tan traumatizada que renunció a llevar el juicio adelante?
Un detalle le llamó la atención a Nick. Los pechos de la víctima quedaron marcados de por vida con un cuchillo.
Todo encajaba. Un hogar sin padre, una madre maltratadora, que probablemente abusaba sexualmente de él. Tendría que ver los archivos de los Servicios de Protección del Menor. Crece en un ambiente dominado por mujeres. La madre lo acosa. Los pechos son a la vez un objeto sexual y un objeto maternal. David se ensañaba con los pechos de sus víctimas como hubiera querido hacer con su madre.
Su hermana mayor se convirtió en su tutora después de la muerte de su madre. Se definió oficialmente la causa de la muerte como «accidental». Su hermana le sirvió de coartada ante la acusación de violación. O la hermana lo protegía o David la tenía aterrorizada. O ambas cosas a la vez.
La hermana… hermana. Quinn siguió hojeando el expediente.
Delilah Larsen.
Delilah. ¿Dónde había oído ese nombre recientemente? Richard Parker. Su mujer se llamaba Delilah. El nombre era tan poco común que tenía que ser ella. Desde luego, Delilah Parker no parecía una víctima, aunque Quinn sabía que las apariencias podían engañar. Sólo la había visto esa única vez, y la habría definido como meticulosa, organizada e inteligente.
Sin embargo, hasta las mujeres más distinguidas podían ser víctimas de abusos y manipulaciones por parte de una persona a la que amaban o temían. Quinn tendría que proceder con cuidado con los Parker.
Si Delilah Parker no sospechaba que su hermano era peligroso, quizás era porque no quería reconocerlo, y puede que intentara advertirle de la investigación. Quinn conocía varios casos en que un pariente cercano, un amigo o amante no creían que alguien en quien ellos confiaban podía ser un asesino.
Por otro lado, si estaba al corriente de lo que David Larsen hacía con esas mujeres, estaban ante una dinámica del todo diferente. Era evidente que no había acudido a la policía a denunciar sus sospechas. Quizás él abusara de ella y la manipulara, y luego quizás la convenciera para que lo protegiera. O quizás fuera cómplice de sus actividades.
Había que vigilar de cerca a Delilah Parker.
Quinn leyó el resto del informe y encontró la confirmación que necesitaba.
Después de que se retirara la acusación de violación, David Larsen ingresó en la Universidad de Montana y se fue a vivir con su hermana, que cogió un empleo como secretaria en el despacho de la Junta de Supervisores.
Richard Parker era supervisor durante la época en que ella estaba ahí.
Sam Harris se había llevado el informe para prevenir a Parker a propósito de su cuñado. Parker era un juez influyente, pero ¿en qué estaría pensando Harris? Poner en peligro toda la investigación sólo por salvar el prestigio político de alguien?
A menos que su intención fuera averiguar el paradero de David Larsen gracias a su hermana, creyendo que él solo sería capaz de atraparlo.
¡El muy imbécil!
Quinn dio un salto. Llamó al sargento de guardia.
– ¿Ha encontrado a Harris?
– No, señor.
– Siga intentándolo. ¿Quién está libre ahora para acompañarme en una salida?
– Estamos muy escasos de personal, señor -dijo el sargento, mirando su hoja-. Puedo llamar a Jorgensen. Hoy está en tráfico.
– Llámelo.
Ryan Parker estaba jugando con un videojuego en el salón después de comer cuando llegó un coche de la oficina del sheriff y estacionó en la entrada. Al cabo de un rato, entró su madre.
– Ryan, por favor, recoge y vete a tu habitación. Tenemos visita. Ryan apagó el videojuego, aunque estaba a punto de derrotar a Darth Maul.
– Sólo es Sam -dijo su padre, desde su mesa frente a los grandes ventanales.
– Richard -fue lo único que dijo su madre, pero le lanzó la mirada. Esa mirada que decía no discutas conmigo y que Ryan conocía muy bien.
Ryan guardó el videojuego, cerró los armarios y subió. Abrió y cerró la puerta de su habitación, para que su madre pensara que la había obedecido. Pero en lugar de quedarse en su habitación, volvió de puntillas hasta lo alto de la escalera donde podía oír sin que lo vieran.
El chico se enteraba de muchas cosas con ese sistema.
– Me gustaría haber venido en circunstancias más agradables – dijo Sam Harris.
– ¿Algo relacionado con la chica que fue asesinada? -preguntó su padre.
– No es nada fácil decir esto, y por eso le he pedido a mi agente que se quede en el coche. Creo que conviene que puedan pensar en cómo están las cosas, sin nadie por en medio que quiera usar la información para perjudicarle en su carrera, juez.
– ¿Qué intenta decirme?
Ryan reconoció ese tono de irritación. A su padre no le gustaban los «lameculos», como él los llamaba. Se refería a esa gente que intentaba ser su amigo por lo que él hacía, no por lo que era. Como su padre era juez, una posición importante, decía que mucha gente intentaba lamerle el culo, y él los despreciaba por eso.
– Iré directamente al grano -dijo Sam-. El FBI viene hacia aquí para interrogar a su cuñado, David Larsen. Es el principal sospechoso en la investigación del Carnicero.
– ¿Davy? No me lo puedo creer -dijo su padre.
¿El tío Davy? ¿El Carnicero? Ryan se dejó caer contra la pared. Eso significaba que había matado a esa chica universitaria que él encontró la semana anterior, la chica que no lo dejaba tranquilo en sus sueños, mirándolo fijo con su cara de ciervo muerto.
El tío Davy, no. Le llevaba a pescar todos los veranos. Mamá los acompañaba a la cabaña del lago Big Sky, aunque a ella no le gustaba pescar. El tío Davy lo sabía todo sobre los pájaros, los árboles y los animales. Le había enseñado a distinguir entre las bayas comestibles y las que podían matarlo.
El tío Davy lo escuchaba, y lo escuchaba de verdad. Ryan no podía hablar con nadie acerca de sus padres, sobre todo de su madre. Ryan pensaba que ella no lo quería de verdad. Bueno, seguro que lo quería (todas las madres quieren a sus hijos), pero todo lo que ella hacía por él, desde las galletas al horno hasta lavarle la ropa o reunirse con su profesor, eran cosas que hacía por obligación. Como si tuviera una lista de «Cómo ser una buena mamá».
Su tío lo entendía todo.
– A Delilah no le cae bien nadie -le confesó a Ryan en una ocasión. Y cuando se lo dijo, él supo que era verdad.
Ryan se perdió una parte de la conversación en la planta baja, y aguzó el oído. Su madre decía algo, pero en voz tan baja que él no consiguió entender.
– Lo lamento de verdad, señora Parker. Sé que se habrá llevado una sorpresa desagradable, y por eso quería que lo supiera antes de que se entere la prensa. Intento mantenerlo en secreto todo lo que puedo, pero usted ya sabe cómo son los federales. No son más que una jauría de lobos a la caza de la fama mediática, y sólo quieren salir en la foto. Y si para eso tienen que perjudicar a personas respetables como usted, les importa un comino.
– Estaré en contacto con mi abogado. Davy tendrá una buena defensa con mis abogados, Sam.
– Ya entiendo.
El agente salió y, al principio, Ryan sólo oyó voces apagadas.
– ¿Tú lo sabías? -Su padre levantó la voz. Su padre nunca le hablaba a su madre en ese tono.
– No -dijo su madre-. Davy no tiene nada que ver con lo que ocurrió con esas chicas.
– Mierda, Delilah, esto es un problema gordo.
– Ya sabes cómo es el FBI. Siempre intentando colgarle el sambenito a alguien.
– Eso no te lo crees ni tú.
– Davy no tiene nada que ver con esto.
– Me gustaría creerte. Tengo que ponerme en contacto con mis abogados.
Ryan bajó por las escaleras de atrás y salió por la puerta de la cocina, cuidando de cerrar suavemente. Echó a correr hacia el establo y no se dio cuenta de que estaba llorando hasta que las lágrimas le nublaron la vista.
¿Por qué habría de pensar la policía que el tío Davy había matado a esas personas si no era verdad?
Él había visto al tío Davy la noche anterior, acampando en el prado trasero de la finca. Aquello no le extrañó, porque sabía que a su tío le gustaba dormir al aire libre. Solía venir a menudo, y acampaba o se quedaba en la cabaña. Pero Davy solía enterarse de antemano cuando el tío Davy los visitaba.
Su madre no había avisado la noche anterior que venía. Quizá no lo supiera.
Ryan ensilló a Ranger en silencio y salió con él del establo caminando hasta alejarse de casa, y sólo entonces lo montó.
No sabía qué hacer. Quería prevenir al tío Davy y decirle que la policía se equivocaba.
Y ¿si no se equivocaba?
El campamento quedaba a un kilómetro y medio de la casa. El tío Davy ya había acampado ahí en otras ocasiones, así que Ryan sabía exactamente dónde estaba. Pero al acercarse no vio a nadie.
Vio que tenía material guardado, disimulado cuidadosamente en el interior de un tronco podrido de un pino ponderosa. Ryan frunció el ceño. ¿Por qué su tío no había venido a casa a desayunar como solía hacer cuando acampaba? ¿Dónde estaba ahora?
Vio las huellas de unas botas que se dirigían hacia abajo, donde la quebrada conformaba el límite occidental de la finca de los Parker. A Ryan le tenían prohibido ir allá abajo, pero lo había hecho muchas veces. Había una tartera muy guapa. Él, Sean y Timmy solían ir cuando creían que no se enterarían sus madres. Sin embargo, las laderas empinadas y las abruptas depresiones del terreno lo convertían en un lugar peligroso, sobre todo para Ranger.
Aún así, él sabía dónde pisaba. Tendría cuidado.
Estaba a punto de desmontar cuando el ruido de un movimiento lo detuvo. Alguien subía por la escarpada ladera.
– ¿Tío Davy?
Su tío apareció al mismo tiempo que cogía el rifle que llevaba en bandolera.
Fue entonces cuando Ryan se fijó en la hebilla del cinturón de su tío. ¿Por qué le parecía tan rara?
Entonces comprendió. El tío Davy siempre llevaba la hebilla con el pájaro. Igual a la que había encontrado en el bosque cerca de la chica muerta. Sólo que ahora la hebilla del cinturón había desaparecido.