Capítulo 5

Quinn tamborileó sobre el salpicadero de la camioneta de la policía que conducía Nick. A Quinn no le agradaba viajar en el lado del pasajero. Parecía que tardaba el doble de tiempo en llegar a cualquier sitio.

– La semana pasada no me diste demasiados detalles por teléfono -le dijo a Nick-. ¿Rebecca Douglas fue secuestrada el viernes por la noche?

– Su compañera de piso llamó hacia la una de la madrugada del sábado. No había vuelto a casa después de su turno en la pizzería, que queda en la interestatal. El agente que hizo el informe encontró su coche en el aparcamiento, con las llaves en el asiento del pasajero.

– Y ¿Su bolso?

– No estaba.

No solían recuperar gran cosa de los efectos personales de las jóvenes víctimas, lo que llevó a Quinn a sospechar que el asesino los conservaba como objetos fetiche. Para recordar a sus víctimas.

– No hemos esperado a que se cumpla el tiempo habitual antes de declarar a una persona desaparecida, porque yo sabía intuitivamente que era el Carnicero.

– ¿Su coche tenía algún desperfecto?

– No.

– Eso es un cambio. -A Quinn le intrigaba el motivo de ese cambio, porque, hasta entonces, todas las víctimas del Carnicero se habían quedado abandonadas en la carretera después de estropeárseles el coche. Los análisis descubrieron que en el tanque de gasolina había restos de melaza tapando el filtro de gasolina. Así, el coche se quedaba sin gasolina a cinco kilómetros de la última parada.

Cuando Penny Thompson desapareció hace quince años, se recuperó su coche de un barranco profundo. Encontraron sangre en el volante, pero no detectaron signos de violencia. En ese momento los investigadores pensaron que se había alejado del coche hasta perderse a causa de una lesión en la cabeza, pero el caso quedó abierto.

Tres años más tarde, cuando encontraron el coche de Miranda en la berma del camino a medio trayecto entre la autopista de Gallatin y la hostería de su padre, la oficina del sheriff relacionó enseguida unos puntos con otros y llamó al FBI.

La vida de Quinn había cambiado irrevocablemente a partir de aquel día.

– Hay quienes insistían en que no era el Carnicero, pero…

– Tu intuición no se equivocó en lo del dinero.

– Por desgracia.

– Tenemos dos ventajas claras -dijo Quinn-. En primer lugar, un cambio en el modus operandi. No manipuló el coche. Quizá no tuvo tiempo. Quizás actuó sobre la marcha. O quizá Rebecca Douglas lo conocía y no se asustó cuando se le acercó.

– Ya he pensado en esa posibilidad pero, hasta ahora, los interrogatorios no han arrojado gran cosa.

– Quisiera revisar tus notas.

– Como quieras -dijo Nick-. Y ¿cuál es la otra ventaja?

– Haber encontrado el cuerpo tan rápidamente. No nos ayuda que lloviera anoche, pero puede que el forense encuentre algo que podamos relacionar con un sospechoso, un pelo, una fibra de su ropa, algo. -Después de ver el cadáver, Quinn no tenía grandes esperanzas de que encontraran pruebas útiles, pero la ciencia no paraba de perfeccionar su instrumental. Si había algo que encontrar, él confiaba en que ellos lo encontrarían.

– Si conseguimos encontrar la barraca donde la tuvo recluida, tendremos mayores probabilidades de hallar pruebas útiles -dijo Nick.

– Es verdad. -Las veces que habían encontrado las ruinosas barracas donde el Carnicero ocultaba a sus víctimas antes de soltarlas en el bosque, todas las pruebas estaban estropeadas o destrozadas. La humedad, el moho y la podredumbre de las chozas destruían la mayor parte del material biológico. No tenían ni ADN ni huellas dactilares, con la excepción de un fragmento de huella que no arrojó resultados en la base de datos del FBI. Y tampoco había sospechosos.

El perfil elaborado por Quinn doce años antes había sido actualizado para que reflejara los rasgos del hombre, ahora más envejecido. Por aquel entonces, su razonamiento lo había llevado a concluir que se trataba de un hombre blanco de entre veinticinco y treinta y cinco años. Si le agregaban diez años, no podía tener menos de treinta y cinco años, más probablemente cuarenta. Físicamente era un hombre fuerte, una persona metódica. De hecho, era un planificador obsesivo, paciente y temerario. No le faltaba seguridad, y por eso nunca dudaba de que pudiera dar con las mujeres que soltaba. Tampoco era muy difícil seguirle el rastro en el bosque a una mujer desnuda y descalza.

Quinn abandonó la investigación al cabo de dos meses porque no tenían pistas y las pruebas eran escasas. Y cuando dejaron de desaparecer más mujeres, las autoridades decidieron que no valía la pena utilizar sus escasos recursos en la inútil búsqueda del asesino de Sharon.

El Carnicero esperó tres años antes de secuestrar a otras dos chicas, pero los cuerpos nunca fueron recuperados. Pocos asesinos en serie eran capaces de esperar tanto tiempo entre una acción y otra, pero no se había informado de crímenes similares en otras partes del país.

La falta de continuidad y la naturaleza esporádica de las actuaciones del asesino no daban a la policía pistas concretas para seguir investigando.

Quinn dio un golpe contra el salpicadero.

– Quiero coger a ese cabrón.

Nick guardó silencio mientras giraba en un camino de gravilla debajo de un arco que rezaba: Parker Ranch.

Quinn se acordaba vagamente de Richard Parker de la época en que él se dedicaba al caso del Carnicero. Promotor y hombre influyente del estado de Montana, con conexiones políticas en Washington, y elegido para algún cargo local. Puede que fuera una especie de supervisor.

Nunca habían sospechado de Richard Parker. Quinn recordaba su arrogancia y su fanfarronería, aunque parecía de verdad interesado en encontrar recursos adicionales para la oficina del sheriff en una época en que los presupuestos estaban reducidos al mínimo.

La residencia de Parker le recordó a Quinn el rancho de La Ponderosa. Era como si en cualquier momento fuera a abrirles la puerta Ben Cartwright.

– Sheriff -dijo Richard Parker al abrir la ancha puerta. Quinn observó que Parker había envejecido bien. Tenía unos cincuenta años, pelo rubio, todavía sin canas, y apenas mostraba arrugas en torno a los ojos. Un metro ochenta y algo, delgado, hombros fuertes y músculos bien definidos, un hombre que se sentía a gusto con su trabajo en el rancho.

Parker se volvió hacia Quinn.

– Agente Especial Peterson, ¿correcto?

– Buena memoria, señor Parker -dijo, asintiendo con la cabeza.

– Ahora soy el Juez Parker -dijo éste, con una leve sonrisa-. Pero olvídese de las formalidades. Llámeme Richard.

Juez. Quinn miró a Nick, irritado porque su amigo no le había hablado de aquella situación, que era políticamente delicada. Quinn detestaba jugar a la política.

– Gracias.

Siguieron a Parker y cruzaron el amplio vestíbulo revestido de madera oscura hasta el salón, un rincón luminoso con ventanas orientadas al este y al sur e iluminado a la vez por dos tragaluces largos y angostos en el techo.

Todo era impecable y estaba perfectamente en su sitio, como si los Parker estuvieran esperando al equipo de rodaje de House Beautiful. Los trofeos de caza y los grabados de escenas campestres adornaban las paredes de color claro. Los muebles de pino demasiado grandes eran sencillos y funcionales. Se adivinaba un toque femenino en las fundas floreadas de los cojines que se complementaban con los tonos oscuros de los sofás y de las sillas. Una vitrina de armas de fuego ocupaba una parte prominente de una pared y, por encima, un pez enorme con una placa: Esturión blanco, 32 kilos, río Kootenai, 10 de junio de 1991.

– He mandado a los niños al establo a ocuparse de los caballos -dijo Parker-. ¿Os puedo ofrecer algo de beber? ¿Café? ¿Un refresco? Es demasiado temprano para un whisky. -Con un gesto, los invitó a sentarse.

– No podemos quedarnos, Richard -dijo Nick-. He llamado a todos mis ayudantes y tenemos un grupo de voluntarios para peinar la zona. Va a ser un día largo.

– Ya entiendo. Los chavales están tocados. Espero que no les pidas demasiado.

– Claro que no -dijo Nick.

– ¿Necesitas caballos? Le puedo decir a Jed que traiga seis o siete. Y si los necesitas, les daré la tarde libre a los hombres.

– Se agradece mucho, Richard -dijo Nick-. Tendremos que buscar a pie para no estropear posibles pruebas.

Parker asintió.

– Claro, sí. -Cerró los ojos y sacudió la cabeza-. Creía que… supongo que creía que todo había acabado.

Yo no, pensó Quinn.

– Los asesinos en serie sólo se detienen cuando los meten en la cárcel o cuando se mueren.

– Pero han pasado tres años.

– Tenemos fundadas razones para creer que Corinne Atwell también fue una víctima del Carnicero, y ella desapareció el uno de mayo del año pasado. El bosque no perdona. Los animales, el tiempo, el terreno. Puede que nunca sepamos a cuántas chicas ha matado.

– ¿A qué viene el interés del FBI ahora? -preguntó Parker, frunciendo el ceño-. Usted no vino cuando mataron a las gemelas.

– En realidad -lo corrigió Nick-, después del secuestro de las chicas Croft, estuvo aquí el agente especial Thorne y, en otra ocasión, cuando Corinne Atwell se dio por desaparecida. Llamé al agente Peterson la semana pasada porque él conoce el caso. No hace falta recordarle que los recursos del gobierno federal son muy superiores a los de nuestro condado.

Quinn ya no quería seguir hablando de nimiedades. A los menores había que interrogarlos lo más pronto posible si eran testigos de un crimen o si habían encontrado pruebas. A medida que pasaba el tiempo, tenían la tendencia a mezclar los hechos con fantasías, en gran parte salidas de la televisión.

– ¿Dónde están los chicos, señor?

– En el establo. -Parker le hizo un gesto a Quinn para que se sentara-. Los iré a buscar.

– No hace falta. Creo que estarán más cómodos si están haciendo algo con las manos. Asear los caballos parece una buena tarea.

– Lo acompañaré -dijo Parker.

Nick cogió a Quinn unos metros detrás de Parker para hablarle en privado.

– Quiero echarle un vistazo a las patas de los caballos -dijo, en voz baja. No es que pensara que los chicos tuvieran algún motivo para mentir, pero le gustaba contrastar las declaraciones con hechos sólidos.

El establo quedaba a unos cien metros detrás de la casa y Quinn oyó los murmullos de los chicos en el interior.

– ¡Ryan! El sheriff Thomas ha venido a hablar contigo.

Ryan Parker tenía casi once años y era la viva imagen de su padre, con su pelo rubio y sus ojos color castaño. Tenía unos rasgos bellos poco habituales en un niño, y parecía mayor, casi más sofisticado que los hermanos McClain.

– Ryan -dijo Nick-. Te presento al agente especial Quincy Peterson. Trabaja para el FBI.

Ryan miró con los ojos muy abiertos.

– ¿El FBI? ¿De verdad? ¿Puedo ver su placa?

– Ryan -dijo su padre, severo.

Quinn ignoró a Parker y se agachó junto al niño.

– Claro -dijo, mientras sacaba la cartera del bolsillo de la chaqueta. La abrió y enseñó la placa y su identificación al niño, que miraba ensimismado.

Ryan no la tocó, pero la miró con interés.

– ¿Tienes que ir a una escuela especial para ser agente especial?

– Después de cuatro años en la universidad, pasé dieciséis semanas en un campo especial de entrenamiento llamado Quantico. También estudié un año para obtener un máster en criminología.

– ¿Es difícil?

– Algunas cosas lo son. ¿Tú quieres ser agente federal?

Ryan miró a su padre y Quinn percibió un dejo de miedo en la mirada del niño. Quizá su padre esperaba que el niño sencillamente siguiera sus pasos, pensó Quinn. Él lo entendía. Para él, no ser el «Doctor Peterson» era algo que todavía pesaba en casa de sus padres-. Quizá -dijo Ryan, evasivo.

– ¿Podemos el sheriff Thomas y yo haceros unas preguntas a ti y tus amigos?

– ¿Sobre la chica muerta?

– Sí.

Sean y Timmy McClain estaban ocupados cepillando a un caballo, aunque lo escuchaban todo con interés, tanto que el hermano más pequeño no hacía más que cepillar el aire.

– Chicos, venid aquí – llamó Quinn.

Dejaron los cepillos en un cubo y se acercaron para presentarse. Sean era el hermano mayor, y se comportaba como si fuera un chico duro e importante. Timmy, el más pequeño, no paraba de moverse y tenía los ojos muy abiertos. Quinn observó que Ryan era el líder del grupo, con esa manera de pararse y con los otros dos chicos detrás de él, sentados en los montones de heno. A Quinn no le gustaba la idea de tener a Richard Parker formalmente a su lado, con su severo aspecto de juez. Sin embargo, teniendo en cuenta que se trataba de un encuentro informal con los menores, no podía pedirle al padre que se fuera. Sobre todo si el padre era abogado.

– Ryan, cuéntame con tus propias palabras lo que salisteis a hacer esta mañana. Timmy, Sean, podéis intervenir si creéis que hay que añadir algo. No hay respuestas correctas o incorrectas. Y nadie lo recuerda todo, así que puede que uno de vosotros recuerde cosas que los otros no recuerden. ¿De acuerdo?

Todos asintieron cuando Quinn y Nick sacaron sus libretas. Ryan habló.

– Sacamos los caballos a las siete de la mañana. Sean y Timmy se quedaron a dormir porque queríamos salir temprano, y ellos viven en la ciudad.

– Mamá trabaja los fines de semana -dijo Timmy, asintiendo con la cabeza-. Venimos mucho aquí.

– Seguro que es divertido salir a montar a caballo por la hacienda y otras cosas que están bien -dijo Quinn, sonriendo.

– Oh, sí -dijo Timmy-. Y a veces… -Su hermano le dio un golpe en el brazo.

– Cállate -dijo Sean-. Sólo quieren saber de la chica muerta.

Timmy adoptó un aire más tímido.

– No pasa nada -dijo Quinn al pequeño-. Uno nunca sabe lo que puede ser importante en una investigación.

Los chicos habían salido de la casa temprano en dirección a los prados, hacia el este. Cogieron un sendero casi borrado por la vegetación con la idea de encontrar un antiguo cementerio indio en el lado norte.

– Sabéis que no deberíais ir tan lejos -les riñó Parker-. Es un camino peligroso. Tenéis mucha suerte de que un caballo no se haya roto una pata.

– Lo siento, papá -dijo Ryan, con mirada huidiza.

– ¿Qué más? -dijo Quinn. Era lo último que necesitaba, un chico asustado y un padre beligerante-. ¿Dónde está el cementerio indio que andabais buscando?

– No lo sabemos. Por eso lo buscábamos. Gray, ¿sabe?, el que trabaja allá en la hostería -dijo, y señaló vagamente hacia el sur-, dice que está allá en el lado norte, por encima de Mossy Creek. Ni siquiera él sabe dónde está, sólo que está ahí, y no sabemos si lo hemos visto. Lo buscamos el verano pasado y no lo encontramos. Y como llovió toda la semana, éste era el primer día bueno para salir a buscar.

Quinn se acordaba de Gray. ¿Cómo olvidar el tiempo pasado en la Hostería Gallatin cuando investigaba el asesinato de Sharon Lewis? ¿O los fines de semana que venía a ver a Miranda?

Sacudió la cabeza y apartó a Miranda de su pensamiento. Era más difícil ahora que se había colado sin previo aviso, pero él tenía que concentrarse en su trabajo.

Y su trabajo era detener al Carnicero.

– ¿No llegasteis a Mossy Creek? -inquirió Nick.

– Los caballos empezaron a ponerse un poco raros -dijo Ryan, negando con la cabeza-, y luego oímos un animal grande. Fuimos hasta un claro y vimos un oso pardo que estaba oliendo algo. Yo disparé mi rifle para asustarlo. Y entonces la vimos.

Ryan y Timmy se quedaron donde estaban mientras Sean, el mayor de los tres, volvía al camino principal por el viejo sendero del aserradero y recorría cinco kilómetros a caballo antes de llegar a un teléfono.

– ¿Tocasteis el cuerpo?

Todos negaron sacudiendo enérgicamente la cabeza.

– Yo me acerqué -dijo Ryan-. A unos metros. No parecía de verdad, ¿sabe? El oso podía volver y, bueno, yo no quería irme. -Se miró las manos que mantenía entrelazadas con fuerza.

Quinn se acercó y le dio a Ryan un apretón en el hombro hasta que el chico lo miró.

– Hicisteis lo correcto.

Se incorporó y le sonaron las articulaciones por la posición que había mantenido tanto rato, un recordatorio de que aquel otoño cumpliría cuarenta años.

– Gracias, juez -dijo Quinn, girándose para mirar a Richard Parker.

Una mujer rubia vestida impecablemente, de grandes ojos verdes, estaba junto a Parker y miraba con expresión vacía. ¿La mujer de Parker? Quinn estaba sorprendido porque no la había oído llegar.

– ¿Señora Parker? -saludó, tendiéndole la mano.

Ella se la estrechó, con una fuerza sorprendente para una mujer de aspecto tan frágil. Tenía los dedos helados, aunque las temperaturas habían subido bastante desde que, por la mañana, él viera a la víctima.

– Delilah Parker -dijo, con una voz suave y serena.

– Señora. Agente Especial Peterson.

– He preparado limonada y una tarta de plátano en la cocina, si quieren pasar un momento.

Quinn estaba a punto de rechazar la invitación cuando intervino Nick.

– Gracias, señora Parker, le agradecemos mucho su hospitalidad.

Ella le sonrió a Nick.

– Disculpen. Voy a preparar una bandeja -avisó, y se alejó deprisa.

Quinn arrastraba los pies mientras caminaban de vuelta a la casa siguiendo al juez Parker.

– Tenemos que volver al monte -dijo.

– Hay cosas a las que no se puede decir que no. Y una invitación de la señora Parker a comer es una de ellas.

– Jugando a la política -murmuró Quinn, con tono sarcástico.

– Diez minutos me ahorran muchos meses de dolores de cabeza. Créeme. Yo también decliné la primera vez -dijo Nick, y entornó los ojos.

Quinn no sabía demasiado bien qué pensar de la familia Parker. Aunque el juez se reunió con ellos en el comedor, Quinn observó que él y su mujer prácticamente no se dirigían la palabra.

La improvisación de la señora Parker era un arreglo muy elaborado. Sirvió la limonada en copas de cristal y la tarta de plátano con nata fresca batida en platos de porcelana china. Quinn se sentía incómodo con tanta formalidad, pero daba la impresión de que Nick se lo tomaba con calma. Cuando Quinn la felicitó por su hermosa casa, ella sonrió, feliz.

La Mujer Perfecta de Montana, pensó él, ocultando una sonrisa.

Nick cumplió con su palabra. Diez minutos más tarde, ya volvían al establo para hacer moldes de las huellas de los caballos antes de irse.

– ¿Qué pasa con la mujer de Parker? -preguntó Quinn mientras cerraba la puerta de la camioneta de Nick-. Un poco demasiado formal para un tentempié a mediodía, ¿no crees?

Nick se encogió de hombros mientras ponía el motor en marcha. Aceleró por el largo y sinuoso camino que iba de casa de los Parker hasta la carretera principal.

– Le gusta hacer de anfitriona. Decliné su invitación la primera vez que vine hace años porque les habían robado un par de cabezas de ganado. Después de que me eligieron sheriff, el juez Parker me explicó que su mujer se toma la hospitalidad muy en serio y dijo que me lo agradecería si en futuras ocasiones aceptaba sus invitaciones.

– Tendrías que haberme dicho que Parker es juez. No recordaba que fuera abogado.

– Por aquella época no ejercía. Estaba en la Junta de Supervisores del condado. Ahora es miembro del Tribunal Superior de Justicia del estado. Se dice que es uno de los candidatos al Tribunal de Apelaciones.

– Es un gran salto.

– Tiene amigos en lugares muy importantes -dijo Nick, encogiéndose de hombros.

– Genial -dijo Quinn, con un dejo sardónico.

– No estarás pensando que el juez Parker tiene algo que ver con lo sucedido con estas chicas.

Quinn no dijo palabra durante un largo minuto.

– No lo sé -dijo, sinceramente-. No tenemos testigos, y Miranda sólo tiene impresiones vagas sobre la altura y los rasgos del asesino.

El Carnicero no sólo mantenía a sus víctimas encadenadas al suelo sino también les vendaba los ojos. Y Miranda juraba que lo reconocería por el olor, si bien el olor de un hombre distaría mucho de ser prueba suficiente para condenarlo. Necesitaban pruebas más sólidas.

Quinn no se había percatado de lo mucho que añoraba a Miranda hasta después de haberla visto aquella mañana. Habría querido tocarla, asegurarse de que todavía estaba ahí, en carne y hueso, que no era un sueño más.

– Nos llevó hasta la barraca donde estuvo secuestrada -siguió Nick-. Nos llevó hasta donde estuvieron las hermanas Croft. Miranda nos ha conducido hasta más pruebas de lo que tú o yo podríamos hacer solos.

Quinn lo sabía, y sabía por qué. Miranda habría sido una excelente agente del FBI, por las mismas razones que, muy probablemente, la habrían matado.

Algo impulsaba a Miranda, incansable, sin vacilaciones, en la búsqueda de un asesino. Pero estaba obsesionada con el Carnicero. Aquel caso la había corroído hasta consumir su existencia. Quinn no se lo reprochaba. Jo, ¿quién se atrevería a reprochárselo? Aquel cabrón le había destruido la vida. Miranda tenía que reconstruirla, pieza a pieza. Y, por asombroso que pareciera, aquel proceso la había convertido en una mujer sumamente fuerte. Ya no era una víctima sino alguien a quien Quinn admiraba por su capacidad para recuperarse.

A pesar de haber lidiado con la violación y las torturas mejor que cualquier víctima que él hubiera conocido, Miranda no había sabido sobreponerse a la culpa del superviviente. Se culpaba a sí misma por el asesinato de Sharon, y su decisión de ingresar en el FBI respondía más a una necesidad de vengar a Sharon que de convertirse en agente. Y, al final, su necesidad de venganza acabó por aparecer en las pruebas psicológicas. Quinn había dado la cara por ella una y otra vez, pero ante los resultados de varias sesiones con el psiquiatra, tuvo que reconocer que Miranda no estaba preparada.

Se pasó una mano por la cara y cerró los ojos. Había insistido en ser él quien le diera la noticia. Porque él la había amado y porque, de entrada, gracias a sus recomendaciones, además de sus cualificaciones, ella se había ganado la admisión en la Academia.

No había ido nada bien.

Nunca olvidaría su mirada al sentirse traicionada, en sus ojos azules, cuando él le comunicó que estaba fuera de la Academia. ¿Ya habían pasado diez años? Por Dios, cómo la añoraba.

– Mierda -farfulló Nick al frenar bruscamente. Quinn se sacudió en el asiento del pasajero y abrió los ojos.

Había al menos treinta jeeps, camiones y coches aparcados a lo largo de la Ruta 84. Quinn echó un vistazo a las inmediaciones.

– Por fin Miranda ha entrado en razón. Su jeep no está aquí.

Nick miró a Quinn mientras giraba suavemente hacia el viejo sendero del aserradero.

– ¿No habrá entrado directamente?

– Tú dijiste que el personal no autorizado no podía usar el camino viejo -dijo Quinn-. Yo…

– Quinn, ella está autorizada. Es la coordinadora de la Unidad de Búsqueda y Rescate, de la oficina del Sheriff. -Nick hizo una pausa-. Miranda no quiere que la protejan, así que será mejor que renuncies.

– No tiene nada que ver con la protección y todo que ver con poner en jaque la investigación.

– Miranda conoce estos bosques mejor que nadie, incluyéndome a mí. Me sorprendería que no tuviera memorizado cada monte y cada zanja. Si hasta tiene un jodido mapa en la pared de su habitación. Se duerme y se despierta con esas chinchetas rojas mirándola, recordándole que ha sobrevivido. -Nick respiró hondo-. Ahora son siete. Siete chinchetas.

Quinn se había enterado de la relación entre Miranda y Nick por una compañera, Colleen Thorne, al volver de la investigación del asesinato de las hermanas Croft. Años después de que Miranda dejara de hablarle y se negara a verlo, todavía le dolía imaginársela con otro hombre. Aunque se tratara de un hombre que él apreciaba y respetaba.

Maldita sea, ¡cómo la había amado! Pocas mujeres se podían comparar con Miranda. Su intensidad, su risa, su fuerza, su acusado sentido del bien y del mal. Todo en Miranda era apasionado, desde cómo vivía su vida hasta su incansable lucha por la justicia.

Lo irritaba y le dolía que Miranda hubiera acudido a Nick cuando estuvo preparada para otra relación. Ella lo había obligado a darle espacio y, contra su propio juicio, él le hizo caso. Pero nunca más volvería a Quantico, nunca le devolvió las llamadas ni aceptó que él hubiera tomado la única decisión posible. Y entonces empezó a verse con Nick.

Quinn Peterson no quería saber nada de esa relación, pero no pudo dejar de preguntar.

– ¿Qué sucedió?

– ¿Qué?

– ¿Por qué rompisteis?

Nick se encogió de hombros.

– Muchas cosas. Sobre todo porque yo no soportaba la idea de no poder protegerla.

– Hmm. -Miranda no necesitaba protección, excepto de sí misma. Lo que necesitaba era superar la culpa. Pero nunca reconoció su obsesión, y mucho menos hizo algo por ponerle fin.

– Creo que la gota que colmó el vaso fue que yo quería llevármela de Montana -dijo Nick-. Yo podía ser poli en cualquier lugar. Siempre he pensado que Texas sería un lugar agradable para vivir. Hace bastante más calor ahí que en el valle Gallatin.

– Ya te imagino con un sombrero blanco de esos de un metro de alto -dijo Quinn, con una media sonrisa.

– Miranda no quería irse. Está decidida a hacer lo que pueda para proteger a las mujeres de Bozeman. Da clases de defensa personal todas las semanas en la universidad. Coordina la Unidad de Búsqueda y Rescate, y eso no se limita a las universitarias desaparecidas sino que incluye a excursionistas perdidos, esquiadores atrapados por un alud, cualquier cosa. El año pasado, dos niñas pequeñas se alejaron un poco de su campamento justo de este lado de la frontera con Wyoming, en Yellowstone. Miranda las buscó, las encontró y las devolvió sanas y salvas.

Quinn no dijo palabra. ¿Qué podía decir? No podía reclamar nada de Miranda, ni tenía derecho a enterarse de su vida en la actualidad. Pero, joder, ganas no le faltaban. Quería saber todo lo que había vivido durante los diez años transcurridos desde la última vez.

– Gracias por venir, Quinn -dijo Nick, al cabo de un rato-. Sé que no es fácil para ti trabajar con ella.

Cuando Nick detuvo la camioneta detrás del jeep de Miranda, Quinn dijo:

– No tengo problemas para trabajar con Miranda, pero si se pasa de la raya tendremos que relevarla.

– De acuerdo.

Bajaron de la camioneta y la primera persona que vio Quinn fue a ella. Estaba de pie en una saliente, con las manos en las caderas.

– ¿Dónde habéis estado? -Bajó de un salto por la pared y se detuvo ante los dos hombres. Tenía la mandíbula tensa-. Dijiste dos horas. ¡Han pasado casi tres!

Aunque estaba pálida y delgada, con su profunda mirada azul marcada por las ojeras, Miranda era una mujer bella. Un núcleo de pura energía y fuerza apenas contenida que Quinn siempre había admirado.

– Hemos ido a interrogar a los niños que encontraron el cadáver -dijo Nick.

Quinn quería preguntarle a Miranda qué diablos le importaba a ella, pero se mordió la lengua. Ella formaba parte de la investigación, al menos por ahora. Nick ya había definido su papel y Quinn no pensaba entrometerse.

Por el momento, no, al menos.


Así que el sheriff había vuelto a traer a los federales.

Era fácil identificar al urbanita, todo arreglado con sus vaqueros nuevos, las botas rígidas y la cazadora recién estrenada. Cada vez que venían los señores importantes del gobierno, no encontraban pistas.

Porque él era más listo que todos ellos. A éste lo recordaba de antes, de hacía mucho tiempo. Había demostrado ser un digno rival en aquel episodio… Había llegado muy cerca, pero los árboles le impidieron ver el bosque.

Le dieron ganas de reír con su juego de palabras. Eran todos unos necios. Todos.

Excepto ella. La que había escapado.

Se puso tenso, y el caballo que montaba se agitó, nervioso, en el sendero del monte, mucho más arriba de donde se apiñaban los policías. Se obligó a relajarse, le dio unas palmaditas al caballo hasta tranquilizarlo. Acariciando al animal conseguía contener su rabia.

Tenía tantas ganas de matar a Miranda Moore que ya sentía su cuerpo aplastado bajo el suyo. Se imaginaba a sólo centímetros de su cara. Cogiéndola del pelo y tirando de la cabeza hacia atrás. Dejando al desnudo su blanco cuello. Sintiendo cómo temblaba entera cuando él desenvainaba el cuchillo y se lo acercaba a la garganta.

Un corte rápido y su sangre cálida se derramaría sobre él y sobre la tierra.

Pero había escapado. Y él había perdido. Su fracaso lo atormentaba, le recordaba que no era perfecto. Nunca debería haber buscado una víctima de la localidad. En cualquier caso, no era ella a quien deseaba. Era la rubia que la acompañaba. No tuvo más remedio. Si quería a la rubia, tenía que llevarse a su amiga.

Todavía tenía ganas de matarla, pero no podía.

Al final, había ganado ella.

Doce años antes, su mayor temor había sido que lo atraparan gracias a Miranda Moore. ¿Habría visto o escuchado algo que pondría a la policía sobre su pista? Había actuado con tanta cautela que creyó que ella no sobreviviría. Se sintió timado al verla saltar desde lo alto del barranco hasta el río Gallatin, aunque también estaba seguro de que no sobreviviría.

Al ver las noticias al día siguiente, le sorprendió descubrir que seguía con vida.

Sin embargo, pasó el tiempo y se fue relajando. La mujer no sabía nada, o no lo recordaba, o nunca lo había visto.

No, ahora no podía matarla. Pero si se acercaba demasiado, eso cambiaría.

Miró su reloj y frunció el ceño. No tenía previsto andar por ahí a esas horas. Espoleó suavemente al caballo y siguió por el estrecho sendero en dirección al sur.


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