Rufino giraba apaciblemente en su pecera. Sus temibles aletas de pez peleador batían con suavidad el agua y lo impulsaban en aquella danza circular que sólo terminaría con la muerte del animal… Y se reanudaría con la llegada del siguiente Rufino, siempre idéntico al anterior, y al ante anterior, y al de más atrás, pues el pez rojo y su vida de ciclos repetidos le ofrecían al Conde la sensación de que algo en el mundo podía ser, o al menos parecer, permanente e inmutable. «Vivimos en eso, Rufo», le dijo el Conde a aquel Rufino: «todo el tiempo dando vueltas en el agua sucia, hasta que nos jodemos. Pero siempre habrá otro dispuesto a empezar a girar: hasta que se joda todo, ¿no?…».
Se sentó en la cama y dejó la pistola junto a la pecera. «No la toques, está cargada», le advirtió al pez y se frotó los ojos. Dos días antes, mientras Patricia lo ayudaba a limpiar la casa, se había prometido imponerle una organización a fondo al cuarto, pero ahora le faltaban fuerzas para lanzarse a realizar aquella hazaña. Miró la torre de libros acumulados sobre una silla cuya función original en el cuarto, antes de que lo abandonara aquella última mujer de cuyo nombre procuraba ni acordarse, había sido la de servir de soporte a alguna escena atrevida del acto amoroso. Ahora dormían sobre la silla cómplice los libros que leía una y otra vez. Hacía tiempo volvía siempre sobre los mismos libros: conocía a sus personajes mejor que a casi todas las personas que lo rodeaban y sentía un extraño placer al comprobar cómo entre lectura y lectura sus vidas apenas habían cambiado, a pesar de que en cada regreso a ellas las descubría con matices o intenciones diferentes: porque en realidad algo se había movido, aunque fuera en sentido circular. El, Mario Conde, se había movido -muy probablemente hacia abajo- y era su nueva perspectiva de lector la que le permitía descubrir aquellos destellos u oscuridades antes no advertidos en las historias revisitadas. Como si fuera un nuevo pez Rufino en el traje rojo del anterior pez Rufino. En la vida de los vivos de verdad siempre había algo dispuesto a cambiar. Y lo jodido era que, por lo general, cambiaba para peor…
Cualquiera de aquellos libros manoseados representaba lo que, en otros tiempos, él hubiera deseado escribir. Ahora ya no solía pensar demasiado en su vocación abortada, aunque en un sobre intencionalmente perdido por algún lugar de la casa reposaban varias historias pergeñadas a veces hasta contra su voluntad. Porque en realidad prefería vivir como el parásito de otros escritores que sabían hacerlo bien. Islas en el Golfo, leyó en el lomo de un libro; Conversación en la Catedral, El guardián en el trigal, El siglo de las luces, Fiebre de caballos, y no leyó más.
En la cocina, el Conde preparó la cafetera y la puso sobre el fogón. Tenía hambre, pero se sabía incapaz de cocinar cualquier cosa. Por cierto, ¿qué cosa?… Si no salía a la calle con un arco y flechas y cazaba un perro chino. El peligro, bien lo sabía, eran las pesadillas que solía provocar el hambre. En situaciones así soñaba, sobre todo, que iba a bares donde, por alguna razón, nunca podía obtener lo que se supone hay en los bares. Como en la realidad, ¿no? Aquel complot estaba tan bien urdido que dominaba hasta el mundo de la inconsciencia. Bebió el café mirando por la ventana y, sin quererlo, volvió a recordar a la última mujer que tuvo en su cama, la cabrona mujer por delante de cuya casa estaba prácticamente obligado a pasar siempre que visitaba al flaco Carlos. La sensación de abandono fue tan patente que hasta evocó su nombre: Karina. Karina era bella, tenía el pelo rojo y sabía tocar el saxofón. ¿Había sido una persona real o simplemente la inventó para mitigar su soledad? A estas alturas no lo sabía, pero creía recordar que nunca había hecho el amor como lo hizo con aquel ser fugaz, extraviado en la mentira, la noche y la bruma. Lanzó la colilla por la ventana y se cagó en la madre de Karina… Aquella mujer lo había destrozado de un modo cruel, brutal, humillante. «Eso te pasa por enamorarte, comemierda», se recriminó. Pero de inmediato encontró una aplastante justificación: «Si es que siempre te enamoras, Támara te lo restregó en la cara, por eso te tiene miedo, cabrón». Y pensó otra vez en la conversación que el día anterior había tenido con Támara, en los deseos que siempre le despertaba su más viejo y sostenido amor y al instante decidió que cuanto antes debía verla de nuevo y, si podía, volver a poner en marcha aquella máquina satisfactoria. El era quien debía poner en movimiento el balón sin esperar a que ella lo convocara.
Cuando regresó al cuarto y se recostó en la cama, pensó cuánto le gustaría dormir y soñar el sueño de Chuang Chou, aquel chino que cerraba los ojos y soñaba ser una mariposa que al volar sobre flores y pastos se llenaba de gozo. En el sueño el hombre ignoraba su identidad de Chuang Chou, pero al despertar y volver a ser el verdadero Chuang Chou, no sabía si era una mariposa que soñaba ser un hombre o si se trataba de una mariposa masoquista que se trasmutaba en un policía de mierda que cada vez tenía menos deseos de seguir siendo policía. Pensando en la fábula de su propia existencia equivocada de policía sin vocación ni aptitudes, sintió cómo bajaban a su organismo todos los cansancios, excesos alcohólicos y golpes de los últimos dos días y se quedó dormido. Entonces sí soñó. Pero no con mariposas; ni siquiera con bares. Soñó que la china Patricia era la mujer desnuda de los aretes de jade y se acercaba a él, lo acariciaba y dejaba después que él aferrara sus labios a sus senos pequeños, de pezones agresivos y dulces como ciruelas, mientras sus dedos le recorrían los muslos infinitos hasta iniciar el ascenso para acariciar la pelambre dura del sexo, heredada de la sangre negra de su madre. Tras la maraña de vellos el Conde recorría el surco que descendía hacia un pozo profundo y musgoso, devorador, por donde entraba su mano, su brazo, y todo su cuerpo después, succionado por un remolino implacable. Se despertó ya en plena madrugada cubierto de sudor, con una humedad viscosa entre las piernas y un salto en el corazón. Desechó la idea de asearse y se volvió a dormir. Al despertar, con un rayo de sol en la cara, debió hacer un esfuerzo para recordar por qué sus calzoncillos estaban acartonados y olían a chino muerto.
El Conde solía observar con ansiedad el proceso físico que, por el simple acto de aplicarle calor al agua, hacía que ésta ascendiera, luego de atravesar el polvo oscuro depositado en el colador, y se concretara el milagro de obtener el líquido listo para ser bebido. Aquel primer café de la mañana constituía un reclamo vociferante de su organismo, de cada una de sus células de lentos despertares. Pero apenas tomados los primeros sorbos de café se comenzaba a producir un reacomodo de su organismo, que se catalizaba cuando tragaba la primera bocanada del primer cigarro del día. Entonces, sólo entonces, volvía a sentirse persona.
El hambre acumulada, los alcoholes y ajetreos de la víspera, y el premio de la mala noche no hacían del Mario Conde de aquella mañana algo parecido a un hombre de treinta y cinco años: en realidad se sentía de doscientos, aunque la ducha fría a la cual se sometió se llevó consigo la mitad de aquella cifra espantosa, y el segundo café, con el consabido cigarro, lo colocaron en una edad que hasta le pareció aceptable: se sentía de ochenta años cuando escuchó los golpes en la puerta y, con la toalla enrollada en la cintura, hizo girar el picaporte para descubrir, frente a él, al sueño de aquella noche de verano hecho realidad.
– ¿Me estabas buscando?
Patricia venía vestida con su uniforme de oficial de la policía y traía una bolsa en la mano. Conde, sorprendido por aquella visión matinal, reaccionó de un modo que después le parecería tonto y casi imprevisible para los sesenta años de vida a los cuales lo había llevado la simple contemplación de la mujer.
– ¿Y dónde coño tú andabas metida, chica? Me soltaste el caso del chino muerto y fuá, desapareciste… con un chiquillo ahí que tienes de novio y…
– Hice lo que te prometí -lo cortó Patricia y lo empujó leve pero firmemente para entrar en la casa-: hablé con mi padre para que te ayudara y…
El devastado olfato del Conde sintió un segundo aroma tentador, desquiciante. El primero, por supuesto, provenía de Patricia, recién bañada; el segundo, de la bolsa que la mujer traía en la mano. Descubrió con sorpresa que casi había vuelto a tener sus treinta y cinco años. Maltratados, pero sus treinta y cinco, pensaría con nostalgia cuando, años después, al borde de la cincuentena y desandando otra vez el Barrio Chino, recordara los detalles de aquella historia y evocara los bríos que, en el tiempo transcurrido, había dejado en el camino de la vida. Y, sobre todo, cuando recordara aquella precisa mañana de sueños alcanzados…
– ¿Qué es lo que tú traes ahí? -preguntó, tratando de asomarse a la bolsa.
La china sonrió.
– El otro día vi tu refrigerador. No sé cómo estás vivo… Vine a desayunar contigo.
– ¿Desayunar? -El asombro del Conde se disparó cuando Patricia, luego de poner lejos el cenicero atestado, fue sacando provisiones de la bolsa y colocándolas sobre la mesa: un pan que olía a pan recién horneado, un pedazo de queso, unas lascas de jamón curado, unos pasteles (¿de coco o de guayaba?) y un termo del cual serviría dos tazas grandes de café con leche. ¿Todavía existían aquellas cosas? Conde no lo hubiera creído si no lo hubiera visto…
– Vamos, siéntate y hablamos -le ordenó su amiga.
Conde pensó en ir primero a vestirse, aunque se sentía cómodo con la toalla enrollada en la cintura, único parapeto de su desnudez. Pero el hambre pudo más y se acomodó frente a Patricia y empezó a devorar aquellos manjares inesperados que, jubilosamente, recibió su estómago hasta ese instante desolado.
– ¿Qué has averiguado? -preguntó Patricia, y Conde, mientras masticaba y bebía su taza de café con leche, trató de resumirle sus aventuras chinescas de las últimas jornadas, más llenas de tropiezos, dudas, misterios y preguntas que de verdaderas certezas. Como el día anterior, cuando habló con su jefe, omitió en el resumen la idea de que Francisco Chiú, el padrino de Patricia, pudiera haber tenido alguna conexión con el asesinato, aunque añadió la sospecha de que Pedro Cuang había escrito en chino el modo de encontrar el tesoro de Amancio pensando en un destinatario específico, también chino.
– Y lo que más necesitaba hablar contigo… -Conde se acercaba al cierre de su discurso-. Desde el primer día siento que tu padre sabe algo que no me dice. Algo que puede ser importante para resolver esta historia.
– ¿Qué tú piensas que pueda ser? -quiso saber Patricia. Ella, escuchando, apenas había mordisqueado un pastel (¡de coco!) y bebido el café con leche.
– ¿No te vas a comer el pastel? -Conde trató de sonar casual. Ella negó con la cabeza y lo movió hacia el hombre, quien lo atrapó como si pudiera esfumarse-. Pues no tengo ni idea de qué cosa pueda ser… pero creo que Juan conocía a Pedro Cuang más de lo que él admite, y que su amigo Francisco, tu padrino, también lo conocía y mucho.
Patricia suspiró con una profundidad que sorprendió al hombre.
– Mayo, quiero agradecerte lo que estás haciendo… Todo lo que tenga que ver con mi padre es demasiado importante para mí…
El policía la escuchó en silencio y decidió, por esa vez, mantener el mutismo. Era evidente que Patricia quería hablar.
– No puedo decir que haya sido el mejor padre del mundo, pero ha sido el mejor que cualquiera hubiera soñado tener. La familia siempre fue para él lo más importante. Por la familia que tuvo cuando era un niño fue por lo que vino a Cuba a buscarse la vida, y por la familia que hizo aquí trabajó toda su vida como un animal y yo…
Patricia se había lastimado a sí misma una fibra dolorosa, profunda tal vez, sin duda demasiado sensible, porque mientras hablaba la voz le comenzó a fallar y los ojos se le humedecieron hasta formar dos lágrimas que se precipitaron por sus mejillas achocolatadas. El Conde, dueño de tantas debilidades, exhibía entre ellas la incapacidad de ver llorar a una mujer: sencillamente se derrumbaba ante esos espectáculos. Por eso dejó el cigarro y se acercó a Patricia, y le acarició los rizos de tirabuzón, que resultaron ser más sedosos de lo imaginado. Más suaves que los vellos púbicos de su reciente ensoñación.
– No pasa nada -dijo ella, y trató de sonreír mientras tomaba la otra mano del Conde-. Es que son muchas cosas, mi padre…
La mujer dio un leve y amistoso tirón a la mano del Conde y la sacudida provocó que la toalla enrollada en la cintura cayera al suelo, como un telón teatral. A escasos treinta centímetros de su nariz, Patricia vio el pene erecto que le apuntaba como una pistola de agua dispuesta a disparar. Conde fue a moverse, para recuperar su pobre vestimenta, pero la presión de la mano de Patricia sobre la suya lo detuvo. Conde tragó en seco y miró su atributo enhiesto, afortunadamente de treinta y cinco años, quizás hasta rejuvenecido con aquel desayuno inesperado.
– Coño, Mayo… ¿tú querías consolarme o estabas pensando en otra cosa?
– Por mi madre, quería consolarte… pero no podía dejar de pensar en otra cosa -dijo el Conde con toda su sinceridad también al desnudo-. Es que cada vez que te veo no puedo dejar de pensar en esa otra cosa… Nunca. Y tú lo sabes…
Patricia ahora sonrió.
– Ah, yo pensé que toda esa historia de templarte a una china mulata eran juegos tuyos… -La ironía de la mujer se desbordaba hacia la zalamería, mientras la presión en la mano del Conde aumentaba y sus ojos subían hasta los del Conde o bajaban hasta el ya goteante y enrojecido glande.
– Yo no juego con esas cosas, ni desprecio jamás un pastel de coco, ni invoco en vano el nombre del Señor…, me cago en… -empezó a decir el Conde y casi dio un salto, de puro placer, cuando el envés de la mano libre de Patricia le rozó el escroto. Pero cuando las uñas de aquella mano recorrieron el vientre liso del pene, el temblor en las piernas fue una sacudida explosiva que le penetró por el ano, le hizo arder las tetillas, le deshidrató el cerebro y lo dejó totalmente indefenso, apto sólo para disminuir unos centímetros la distancia que separaba su pene en pena de la cara de Patricia.
Se desmayaba, se desmayaba, pensó cuando percibió la calidez de los labios, la lengua y la boca de Patricia envolviendo a su llorosa pero erguida criatura. No, no se desmayaba, se moría… Conde sintió que subía al cielo y hasta escuchó el tintineo de las llaves de san Pedro, ¿o fueron los hierros de Zarabanda congo y Oggún lucumí? Bah, da igual: ¡es el cielo, coño, coño, coño!
Una hora después, luego de haber cumplido de aquella forma rotunda y en un momento tan inesperado uno de los anhelos más persistentes de su vida, Conde volvió a colar café y le sirvió una taza a Patricia, otra vez vestida con su uniforme de oficial de policía: de los que te meten preso y te interrogan. Mario Conde estaba convencido de que aquel evento erótico no tendría consecuencias, sólo debía asumirlo como el resultado mágico de una coyuntura de toallas caídas y debilidades a flor de piel, pero también sabía que nunca más en su vida volvería a ver a la china Patricia con los mismos ojos: ya conocía de primera mano, había visto, probado y hasta penetrado lo que escondían las ropas. Tenía materia visual concreta para adornar sus próximos sueños y masturbaciones.
Con un café recién colado Conde ocupó la otra silla del comedor y dio fuego al cigarro.
– A ver, Patricia -dijo y carraspeó. Todavía le fallaba la voz-. ¿Cómo hago para que el viejo Juan me diga lo que no quiere decirme…?
Patricia se acomodó los rizos de tirabuzón y bebió el café.
– Mayo, no sé qué cosa puede ser lo que mi padre sabe, aunque está claro que tienes razón: sabe algo. Ellos siempre saben algo, pero nunca lo dicen.
Conde apagó el cigarro que había estado fumando.
– Por favor, Patricia, no te pongas misteriosa tú también.
– No, Mayo, no me pongo misteriosa… Déjame hablar, coño. Mira, primero te voy a recordar algo que tú sabes muy bien: mi padre, Francisco, Pedro y todos esos chinos son unos hombres que han pagado un precio altísimo por estar en el mundo. Les ha pasado todo lo malo: han sufrido hambre, desprecio, discriminación, desarraigo y todo lo que quieras poner en una lista de miserias y humillaciones tan jodidas como ésas. No te puede asombrar entonces que sean desconfiados y no se entreguen.
– Entiendo lo que me dices -admitió el Conde-. Y precisamente por eso es que desde hace dos días te andaba buscando para hablar contigo. Tengo miedo de que tratando de encontrar una verdad, lo que haga sea herir a más gentes que no se lo merecen. Tu padre, por ejemplo. Es un cabrón presentimiento que tengo… O Francisco Chiú, tu padrino, que no sé cómo carajo pero tiene alguna papeleta en todo esto.
– Francisco se está muriendo -dijo ella-. Cáncer en el hígado.
– Tu padre me dijo que estaba jodido, pero no…
Patricia lo miró a los ojos. Y Conde lo captó entonces: la teniente también sabía algo muy gordo y pesado que no quería confesar. Algo que, para tener una idea de por dónde se movía y cuánta mierda podría destapar, Conde pensó que necesitaba conocer.
– Dímelo, Patricia -la conminó.
Patricia no apartó sus ojos de los del Conde hasta que comenzó a hablar:
– Mi padre te contó la historia de su primo, Sebastián, el que quería ir a California…
– Sí, al que congelaron y echaron al mar.
– Fueron Sebastián y otros dieciocho chinos más. Una masacre.
– Pal carajo… Y si hubiera tenido el dinero, tu padre hubiera estado en ese barco -dijo el Conde, mientras se preparaba para la revelación.
Patricia tomó un último sorbo del café, ya frío.
– Sí, él y Francisco. Porque en el barco iba también un hermano de mi padrino. Por eso Francisco vio al capitán griego el día que su hermano cerró el negocio con ese hijo de puta… Como doce años después, Francisco volvió a ver al capitán, aquí, en La Habana, tomando cerveza en un bar como si nada hubiera pasado. Ya por esa época se sabía lo que habían hecho con esos diecinueve chinos en el golfo de Honduras.
Supongo que algún marinero lo contó en una borrachera y así fue como se corrió la noticia y llegó al Barrio… Cuando Francisco vio al hombre que había matado a su hermano, no lo pensó dos veces: decidió vengarse. Mi padrino, que en esa época era verdulero, siempre andaba con un cuchillo encima, pero las desgracias están escritas de las maneras más absurdas: ese día él andaba sin su cuchillo porque iba a los negocios de los judíos de la calle Muralla a comprarse un traje para la boda de mis padres. Por eso, cuando vio al griego, regresó al barrio para buscar el cuchillo… y se topó con mi padre. Francisco estaba indignado, parecía un loco, pero no le dijo a mi padre lo que le sucedía ni lo que pensaba hacer… Ese día mi padre debía haber estado trabajando en la bodega, pero dio la casualidad de que el muchacho encargado de llevar los mandados estaba enfermo y él se ocupó de repartirlos por el Barrio. Por eso se encontraron mi padre y Francisco. En cuanto mi padre vio a su amigo se dio cuenta de que algo grave estaba pasando, y casi lo obligó a decirle qué cosa había sucedido. Y al fin Francisco se lo contó… y mi padre dejó lo que estaba haciendo. Se fueron juntos a buscar un cuchillo para cada uno y salieron a buscar al hijo de puta griego que nunca debió haber vuelto a Cuba… Y lo encontraron.
Conde sintió cómo caía sobre sus hombros el peso tremendo de aquella historia de una venganza tardía pero justificada: un ajusticiamiento. Y se sintió incapaz de hablar.
– Mi madre lo supo enseguida -siguió Patricia-, pero ella también guardó el secreto. Treinta años después, poco antes de morir, ella me lo contó todo. Quiso decírmelo porque el hijo de Francisco estaba preso y mi padre me había pedido que hiciera algo por él y yo me había negado, diciéndole que si algo había hecho, algo tenía que pagar… Mi madre no sabía qué había pasado después de que Francisco y mi padre fueron a buscar al capitán griego, aunque no hacía falta ser adivino para saberlo. Incluso, después me puse a buscar y encontré que hasta había salido en la crónica roja de los periódicos de ese tiempo. Se sospechaba que al griego lo habían matado en una pelea de borrachos… Pero lo que habían hecho juntos mi padre y su amigo fue algo tan terrible que la conexión entre ellos se convirtió en un lazo mucho más profundo y complicado que una amistad: algo que nada más puede existir cuando se ha matado a un hombre, ¿no?… Por eso es que mi padrino es Francisco Chiú, y por eso es que su hijo Panchito es el ahijado de mi padre…
Patricia hizo silencio, mirando el fondo de café depositado en el culo de la taza, como si pudiera leer en aquella mancha oscura las claves secretas del destino que se empeñó en poner a su padre en una calle del Barrio cuando Francisco, que ese día no llevaba su cuchillo, regresó a buscar el arma de la venganza, aquella construcción de azares capaces de conducir a Juan Chion hasta el asesino de su primo Sebastián.
– El pasado es el pasado, y hazte idea de que no existió, aunque ya sabes que existió y con cuáles ingredientes… -Patricia pareció necesitar la pausa para tomar aliento y concluyó-: Lo que nos importa ahora es el presente. Resuelve la historia de Pedro Cuang, Conde.
– La voy a resolver, Patricia.
– Pero trata de que no haya muchos daños colaterales, como dice mi padre que tú le dijiste… El pobre, buscó la palabra en un diccionario… Yo sé cómo tú eres y por eso fue que le pedí al mayor Rangel que te dieran el caso, prometiéndole que mi padre te ayudaría…
Por fin la china volvió a sonreír, mientras se ponía de pie y, con una sonrisa triste, le dejaba una suave caricia en el rostro a Mario Conde. De inmediato dio media vuelta y salió a la calle, para sustraer del alcance del Conde aquella visión de mujer comestible… y al menos una vez en su vida, digerida. Hasta la última fibra. Como un mango maduro en el mes de mayo.