Capítulo 4

Cuando Juan Chion llegó a Cuba, tenía dieciocho años, dos brazos fuertes y una sola idea en la mente: ganar mucho dinero y hacerse rico en ese mundo nuevo donde los dineros más reales corrían como el agua cristalina por los míticos arroyos de su país. Entonces volvería con su fortuna a la aldea de Cantón donde sus padres y hermanos apenas sobrevivían, siempre ateridos y hambrientos, sembrando arroz y robándoles peces a unos ríos fangosos y voraces, nada míticos, que no les pertenecían, pues hasta los ríos tenían dueños en su país. Con aquel dinero ganado al otro lado del mundo compraría sus propias tierras, para él y para su familia, y sería famoso y querido, como un dios que baja de la montaña más alta y más nevada, y consigue cambiar con un solo gesto omnipotente el destino de los suyos. Juan tenía noticias de muchos otros chinos que se habían enriquecido en las tierras de América, y él, con sus dieciocho años, confiaba en llegar a ser uno más entre esos afortunados.

Pero Juan Chion, que realmente se llamaba Li Chion Tai y era un hombre demasiado bueno, nunca había ganado suficiente plata para llegar a ser rico ni regresó jamás a la aldea: sus padres se ahogaron en una inundación del mismo río que les daba comida, dos de sus hermanos murieron en una rebelión campesina y el resto de su familia se dispersó por un país demasiado ancho y ajeno, en busca de una salvación que Li Chion Tai nunca pudo saber si se había producido… Desde entonces perdió el contacto con el resto de su familia y lo embargó una gran tristeza: por eso dejó el trabajo y los amigos que tenía en La Habana y se fue a vivir a Cienfuegos, donde estaba un primo venido a Cuba dos años antes que él. El primo Sebastián le consiguió un puesto en la heladería de un paisano y Juan sintió cómo recuperaba la sensación amable de tener familia. Pero un buen día el primo Sebastián le avisó que se iba a los Estados Unidos. A pesar de las muchas trabas existentes para emigrar, su primo había contactado con un capitán griego que navegaba en un barco con bandera panameña. Por doscientos pesos el capitán lo llevaría hasta Nueva Orleans. Juan, que no poseía dinero, tuvo que quedarse en Cienfuegos, pero acariciando la promesa de Sebastián de mandarle los dólares necesarios para que se reuniera con él en San Francisco, donde todo el mundo aseguraba que era más fácil montar un negocio propio y hacerse rico en unos pocos años.

Sebastián y Juan, que se querían como hermanos, se abrazaron muy fuerte la mañana en que, junto con otros paisanos, el primo abordaría el barco cuya proa apuntaba hacia la salvadora fortuna. Durante meses, Juan esperó una carta de Sebastián, pero nunca más tuvo noticias de él. Entonces comenzó a indagar con todos los chinos que tenían algún pariente en San Francisco o en cualquier ciudad de los Estados Unidos, pero nadie conocía al tal Sebastián, también llamado Fu Chion Tang. Sólo por el año 1940, Juan pudo enterarse al fin del destino de su último pariente: todos los chinos embarcados en aquella travesía habían sido hacinados en las cámaras frías del barco y, en lugar de ir hacia los Estados Unidos, la nave enfiló hacia Centroamérica, y el capitán dio la orden de poner al máximo el enfriamiento de las cámaras. Los cadáveres congelados de los treinta y dos chinos fueron lanzados como piedras de hielo por la borda, en el golfo de Honduras, luego de ser despojados del dinero que siempre lograban ocultar y las escasas pertenencias de valor que llevaban consigo…

A falta de noticias de Sebastián, Juan había regresado a La Habana por el año 1936. Gracias a un amigo consiguió trabajo en una bodega y poco después conoció y se enamoró de una negra oscura, de pasas duras y culo inconcebible para todo el Lejano Oriente. El chino Juan y la negra Micaela se casaron en 1945 y unos años después, cuando ya casi no lo esperaban, la vida los premió y fueron padres de una niña hermosa y saludable. Desde ese instante, en lugar de diez, Juan trabajó hasta dieciséis horas cada día tras el mostrador de la bodega, sólo para que su hija viviera, si no como rica, al menos como un ser humano y para que en el futuro fuera una persona de bien, con educación y cultura, con un destino distinto al de su padre y al de toda su familia china y negra, lastrada por servidumbres y hasta esclavitudes seculares. Por eso en el año 1958 Juan abandonó el solar donde vivía con su esposa y, empleando el dinero que había ido ahorrando para algún día ir a reunirse con su primo Sebastián o para un siempre soñado regreso a China, tomó sus bártulos, cruzó las fronteras del Barrio y alquiló la casa de la calle Maloja, en la parte menos agresiva del centro de la ciudad, una edificación modesta pero con el lujo de unos grandes ventanales sobre la acera, el sitio donde Patricia había vivido desde que tenía dos años.

Mario Conde y el sargento Manuel Palacios lo dejaban hablar. Nunca habían oído al viejo Juan Chion decir tantas palabras seguidas y escucharlo contar aquellas historias de su vida era un singular privilegio que les reservaba la nueva condición de policía auxiliar al fin aceptada por el chino. El viejo no les comentó por qué estaba vestido y preparado cuando ellos llegaron a su casa, pero el Conde sabía que Patricia («¿Dónde está metida esa mujer?, ¿por qué coño no me llama?») debió de influir en aquella decisión. «Hace cualquier cosa por ella. La quiere demasiado», se dijo el teniente y recuperó el hilo del relato, ya a bordo del auto conducido por Manolo y con la brújula apuntando hacia el Barrio Chino.

Donde primero vivió Juan Chion al llegar a Cuba, como casi todos aquellos cantoneses, fue allí, en el Barrio. Su primer trabajo consistió en lavar los calderos en El León Dorado, la fonda de Li Pei, donde el maestro Cuang Cong Fen le enseñó a preparar los platos más exquisitos para todos los gustos del mundo. Ternera guisada en salsa agridulce, con lascas de mango, polvo de ajonjolí y trozos de pina, por ejemplo. Pero el Barrio que empezaba a dibujarse con las remembranzas de Juan Chion resultaba muy distinto a los callejones sucios y lúgubres por los cuales ahora caminaban los tres hombres: del esplendor físico de esas calles sólo quedaban los apelativos antiquísimos (Zanja, en honor a la zanja real; Rayo, por la centella que un día mató a dos negros), las letras chinas en el balcón de alguna sociedad familiar o de ayuda mutua, y una cierta sordidez indestructible. Este Barrio se muere y el que Juan conoció por el año 1930 vivía y gritaba. No te hacías rico, pero tenías todos los placeres, buenos y malos, ahí mismo, en el corazón del Barrio: el opio y el mayón, el teatro y las putas, las sociedades y la lotería, las fiestas y las peleas, las pandillas y los usureros, las fondas baratas y los restaurantes con reservados, evocaba Juan Chion y el Conde pensó que, en realidad, del espíritu de ese lugar que por las palabras de Juan imaginaba cada vez más colorido y agitado, apenas quedaba aquel olor denso pero inapresable, y la memoria de unos cuantos chinos en vías de extinción, todos tan viejos y esquivos como Juan Chion o el difunto Pedro Cuang. Lo evidente era que recorrían un lugar triste y percudido, maltratado y agonizante, allí, en el mismo centro de una ciudad que también vivía ese destino trágico y común. Entonces el Conde sintió, como otras tantas veces, la agresión de una nostalgia adquirida por aquella vitalidad que él nunca conoció. «Me hubiera gustado verlo», pensó. «Pero no me hubiera gustado vivirlo, y menos como estos chinos», también pensó.

– Y si había tanto ambiente, ¿por qué te fuiste a vivir fuera de aquí?

Juan quiso que Patricia se criara en una casa, fuera del Barrio, porque al fin y al cabo aquél no era un buen lugar si querías ser algo importante en la vida: y él tenía aquel sueño para el futuro de su hija. El Barrio se parecía a Cantón, pero no era Cantón, y los chinos vivían mal. Sólo les importaba ganar suficiente dinero para regresar a China alguna vez, aunque al final nunca regresaran. Pero estaba claro que para ganar dinero, verdadero y suficiente dinero, no se podía ser únicamente bodeguero, lavandero o verdulero: por eso crecieron el juego, la droga, la prostitución, los negocios turbios y una mafia terrible de chinos y cubanos, y Juan quiso poner alguna tierra por medio… Además, después de lo que le ocurrió a Sebastián y luego de convertirse en padre, ya no deseaba irse a ninguna parte.

– Y yo ela un chino un poquito distinto, ¿no?

– ¿Y por qué? -siguió el Conde, aprovechando la locuacidad del viejo, pero enseguida comprendió que estaba equivocado.

– Polque to los chinos tienen los ojos así, pelo no to los chinos son iguales… Y tá bueno ya, que yo no soy el asesino -dijo Juan Chion y esta vez no sonrió.

– Está bien, está bien -admitió el teniente-. Pero dime una cosa: ¿por fin averiguaste qué significa el círculo con las dos flechas? Ahora que lo mencionaste, eso me suena a mafia china, ¿no?

Juan Chion negó con la cabeza, poniendo energía en su gesto.

– No, no, pelo tá estlaño, Conde… Mila: eso palece filma de san Fan Con, el santo chino, el glan capitán, ¿tú sabes?, pelo san Fan Con no mata así, él usa espada y colta pescuezo… Vamo a vel a mi amigo Flancisco, que es gente que más sabe de san Fan Con -y por un instante perdió su sonrisa-. Pelo no lo atolmenten con cosas de policía… Flancisco está muy malo y no se puede disgustal… Ah, y métete una cosa en la cabeza, Conde, los chinos no son holmiguitas.


Mario Conde trataba de respirar y de acostumbrarse a la oscuridad envolvente de la larga escalera que conducía a la planta alta donde radicaba la Sociedad Lung Con Cun Sol, cuando descubrió que Juan Chion había terminado el ascenso y ya abrazaba al hombre. Las palabras en cantones fueron un murmullo efímero, pues de inmediato el padre de Patricia los presentó en castellano como compañeros de su hija.

– Mucho gusto, Flancisco Chiú -dijo el anciano y les ofreció la breve reverencia que utilizaba Juan Chion.

En la penumbra el Conde creyó entrever que Francisco también reía. Era muy viejo, sin duda más que el propio Juan Chion, y tan magro como el difunto Pedro Cuang, con un color amarillento en su piel que, pensó Conde, no tenía origen étnico, sino seguramente hepático. Resultaba evidente que se trataba de un hombre muy enfermo.

– Pancho es padlino de Patlicita. Paisano mío de la misma aldea de Cantón, y tlabajamos juntos mucho tiempo en la bodega -agregó Juan Chion, que hizo otra reverencia antes de llevar su mano hasta el hombro de Francisco.- Y yo soy padlino de Panchito, el hijo de Pancho. Somos compadles, como dicen ustedes…

El Conde y Manolo respondieron con la sonrisa necesaria y siguieron a los viejos hacia el salón principal de la Sociedad. Dos largas hileras de sillones de madera con la rejilla maltratada, vacíos y empolvados, cubrían los laterales del amplio local. Hacia el fondo, una pequeña mesa cuadrada conservaba un final decisivo de una partida de dominó que, a juzgar por el hollín nevado sobre las fichas, debía de haber concluido tal vez varios años atrás. Francisco les indicó los sillones y caminó hasta un ventanal de persianas arruinadas y al fin se hizo la luz. Un rayo de sol, pintado sobre el polvo y la desidia, cayó en el centro del salón y el Conde y Manolo observaron aquel sitio detenido en el tiempo como lo advertía el almanaque de las Selecciones del Reader's Digest, anclado en el 31 de diciembre de 1960, entre el dibujo luminoso de un lago apacible al pie de una montaña nevada, y un reloj de Alka-Seltzer, también detenido en cualquier hora remota. «Así que veinte años son nada, ¿no? ¿Y treinta, ya empiezan a ser algo?», se dijo el Conde observando aquel set de película inglesa de misterio y descubrió sus manos ennegrecidas por el polvo del tiempo perdido: aquella sociedad estaba tan moribunda como el barrio que la había fomentado y al cual habían dejado de llegar chinos desde el año ya histórico de 1949, cuando la Gran Revolución a la que llevó la Gran Marcha conducida por el Gran Líder había cerrado las fronteras del gran país con un valladar más sólido e impenetrable que la Gran Muralla de los tiempos imperiales.

Mientras, Juan Chion y su paisano volvían a hablar en cantones. Era un abejeo sostenido, afirmado con sucesivos asentimientos de cabeza y algunos gestos amplios y suaves de las manos, movimientos abarcadores, como de prestidigitador. En más de una ocasión aquellas manos de sombras chinescas se encontraron en el aire, se tocaron, se estrecharon y luego reanudaron su baile moroso, como si las palabras no bastaran y fuera precisa aquella comunicación cutánea.

– ¿Tú habías oído hablar de san Fan Con, eh, Conde? -le preguntó entonces el sargento Manuel Palacios, susurrándole en el oído.

– Creo que sí. Cuando mi abuelo decía que alguien era más malo que san Fan Con, es porque era malísimo. Pero no sé de dónde carajos el viejo sacó eso, porque de chino sí que no tenía un pelo.

– ¿Entonces es un santo malo? ¿Santo y malo?

– Debe de ser… Tú sabes cómo son los chinos.

– No, no sé.

– ¿No te da el olor?

El sargento sonrió. Tenía un as en la mano.

– Huele a chino, ¿no?

El Conde asintió, aceptando la conclusión de Manolo: claro, también allí había aquel olor impreciso pero inconfundible que la tarde anterior habían definido como «olor a chino». Y también percibió que en aquel sitio anacrónico la canícula húmeda de mayo parecía tener vedada la entrada: una atmósfera irreal creaba un ambiente fresco, como si estuvieran a muchos kilómetros de la calle reverberante que acababan de recorrer.

– ¿Por fin alguien te dijo si Pedro Cuang tenía dinero o si conocía a la gente que andaba con la coca?

– No, Conde, ninguno habló de eso ni de nada. Esto está jodido, yo no entiendo a los chinos, los cabrones se hacen los que no me entienden a mí y yo… ¿Oíste eso?

Del fondo de la sociedad les llegó el sonido de un mueble que se movía con mucho cuidado, pero sin que fuera posible evitar un leve chirrido. Desde su posición, el Conde se inclinó hacia un costado y vio, contra la pared, la sombra de un hombre que se aproximaba a un cuadro de claridad y lo atravesaba.

– Hay alguien ahí y creo que saltó por una ventana -le informó a los chinos, pues no sabía cómo comportarse en aquel sitio.

– No, no, no hay nadie -sonrió Francisco Chiú y agregó, aumentando su sonrisa-: Ah, sí, un gatico…

El Conde no tuvo más remedio que pagar sonrisa con sonrisa: si quería ayuda no podía empezar provocando una discusión con Francisco Chiú por el tamaño de aquel gato que andaba en dos patas.

Juan Chion y Francisco se pusieron de pie y el padre de Patricia les dijo:

– Vamos pa vel a san Fan Con.

El Conde pensó: «No, no voy a asombrarme, aunque vea a san Fan Con en persona», y siguió a los viejos.

Otra escalera, más oscura y polvorienta, llevaba hacia la segunda planta de la Sociedad. Francisco abría la marcha y ascendía con pasos demasiado lentos. Lo seguía Juan Chion, y sus pisadas, más firmes, levantaban un vaho consistente y gris. El Conde se moría de deseos de preguntar, pero se contenía, mientras sentía cómo se le irritaban los ojos. Cuando llegara a la Central iría a hablar con la teniente Patricia y con su jefe, el mayor Rangel: «¿Por qué siempre me toca precisamente a mí?», pensaba, cuando Manolo le dijo al oído:

– Hay una ventana, y da a otra azotea… Por ahí saltó el gato.

Francisco abrió una puerta al final de la escalera y una leve claridad llegó desde la altura. La puerta se cerró tras él y regresó la oscuridad.

– ¿Por qué tanto misterio, Juan? -preguntó el Conde, tratando de ver las facciones del viejo-. ¿Qué quiere decir eso de ver a san Fan Con, eh?

– Tú velas, tú velas. ¿Mucho apulo?

– No, qué va, ninguno… -dijo y buscó un cigarro en el bolsillo de la camisa. Se lo llevó a los labios y oyó al viejo.

– No encienda.

El Conde sonrió. O sonreía o salía corriendo de allí, pensó, cuando volvió la claridad, ahora con mayor fuerza. Francisco les franqueaba la puerta y, tras Juan Chion, el Conde y Manolo entraron al cuarto sagrado de la Sociedad Lung Con Cun Sol.

– Nunca jamás policía entló aquí -advirtió Francisco y se apartó para abrir otra ventana, pero antes agregó-: Lo hago pol mi ahijada Patlicita…

La luz cayó de golpe. «¿Un altar?», fue lo primero que se preguntó el Conde. Parecía un altar, pero no lo era, aunque tenía dos cuerpos, como un altar mayor y un ara para oficiar el culto. La repisa que podía identificarse con el ara había sido labrada en madera oscura, desbastada con empecinado esmero, primero por algún artista exquisito, ahora por el comején, las hormigas y la humedad del trópico, que se habían tragado una parte del precioso mueble. A cada lado había un largo jarrón de porcelana, profusamente dibujado y fileteado en oro, con un manojo de flores secas. Más hacia fuera se erguían unos pebeteros de bronce -supuso que para quemar incienso o alguna otra hierba aromática- con patas formadas por cabezas de serpientes y coronados por un león-perro engrifado, que trataba de expresar ferocidad con sus dientes al aire, aunque su cara afeminada apenas le permitía resultar patético. En el centro de la pieza que ascendía gracias a dos columnas de madera con forma de trenzas, y al fondo de la parte equiparable con el altar mayor, estaba el tapiz de seda bordada, enmarcado entre los arabescos más trabajados de la madera: representaba la imagen de cuatro mandarines gordos, de largos bigotes y pelos como colas de caballos, que hablaban entre sí, discutiendo, tal vez, el destino de toda una nación. El mandarín del centro, al cual la perspectiva colocaba en un ligero primer plano, tenía el rostro encarnado, como recién sacado de un fogón.

Los dos chinos, parados frente al altar, repitieron por tres veces la inclinación de cabeza con que solían saludarse, y Juan tomó de la repisa dos trozos de madera, tal vez unas semillas, con forma de orejas y una cara plana, los hizo chocar entre sí, varias veces, mientras pronunciaba una letanía que el Conde quiso identificar con una oración. Juan devolvió las piezas de madera a su sitio y sólo entonces Francisco les informó, indicando el gobelino:

– El de las balbas lalgas y la cala cololá… Ese es Cuang Con, o san Fan Con, como le pusielon aquí.


Un círculo con dos flechas y cuatro cruces pequeñas. Un hombre y su perro muertos. Dos chapas de cobre también marcadas. Un dedo cercenado. Y ahora Cuang Con, el héroe mitológico. «¿Cómo empata este enredillo chino?», se preguntó el Conde y observó la fascinación en la cara de Manolo. Su compañero miraba la tela bordada y la boca de Francisco, mientras su cabeza giraba -¿qué otra cosa puede parecer?- como un ventilador chino, moviéndose del informante de tez demasiado amarilla a los legendarios mandarines bordados sobre un fondo con esplendores de sol recién nacido.

Sobre el tapiz estaban representados los cuatro capitanes fraternizados por las campañas militares, Cuang Con, Lao Pei, Chui Chi Lon y Chui Fei. Ellos fueron los príncipes que durante la dinastía Han habían fundado la Gran Cofradía Lung Con Cun Sol para que por siempre jamás todos sus hijos, los que llevaran los apellidos ilustres de Lao, Cuang, Chion y Chiú, se protegieran mutuamente bajo la tutela divina de aquellos dioses combatientes. En China y hasta en La Habana.

Los cuatro titanes discutían el futuro del reino. El enemigo ha secuestrado a las mujeres del jefe y hermano mayor, Lao Pei, y con ellas se han llevado la fertilidad y el futuro del país. Sin mujeres no hay belleza, ni hay mundo, porque ni siquiera hay vida, y Cuang Con, el más intrépido de los hermanos, se dispone a salir al rescate. Enfrentará y vencerá mil trabajos, cabalgará praderas y montañas sosteniendo en el brazo su lanza de seiscientas libras de peso que solo él podía manejar, derrotará con astucia y valor a los ejércitos rivales y una tarde de primavera regresará con las mujeres secuestradas y devolverá la esperanza al país de Lao Pei. La hazaña inmortal quedará para la historia y el héroe se convertirá en dios y cada año sus descendientes, frente a un altar como aquél, le rendirán eterno homenaje al varón que les salvó el futuro.

– Pero no era santo, ¿verdad? -preguntó el Conde, rascándose los brazos para contener los deseos de fumar-. Quiero decir, no lo santificaron como a los santos católicos… ¿Por qué san Fan Con?

Francisco se va a reír, pensó el policía al terminar la pregunta. El chino sonrió:

– Eso fue aquí. Vino Cuang Con, un glan capitán, un héloe mitológico, pelo se cubanizó en san Fan Con, y como es cololao y ahola santo, los neglos dicen que es Changó, mila tú, capitán -dijo Francisco sin dejar de sonreír, y el Conde volvió a pensar que, a pesar del ascenso prodigado por Francisco (y que lo colocaba a la altura del mismísimo Cuang Con), una renuncia a tiempo resultaría lo más honorable: cada vez entendía menos, se sentía más estúpido e inculto, al mismo tiempo que sospechaba si alguna de aquellas risas iban dirigidas a burlarse de su inocencia, su credulidad y su ignorancia. Porque eso de que Cuang Con no sólo es san Fan Con, sino también es Changó, Santa Bárbara bendita, con su manto rojo y la espada en la mano… era demasiado para él, se dijo.

Mientras, sin dejar de sonreír, Francisco había tomado de la repisa que asemejaba un ara una caña de bambú cortada como un largo vaso. Dentro descansaban unas tablillas finísimas, también de bambú, con un número y una inscripción en el extremo, grabadas con tinta… ¡china!, coño, y ya las hacía sonar como una maraca para música concreta. Francisco explicó que Cuang Con era el dueño de la fortuna: cada varilla indicaba un camino en la vida y la que llevaba un círculo con una cruz formada por dos flechas era el peor camino: el del infierno, adonde iban los traidores, los homicidas y las mujeres adúlteras. En Cuba alguna gente decía que aquél era el signo más negativo de san Fan Con y que el hombre marcado por él sólo podía esperar todas las desgracias de los dos mundos: el de los vivos y el de los muertos. A medida que iba recibiendo la explicación, Conde sintió una dolorosa alegría: por fin entendía algo y, a la vez, se reafirmaba en su idea de que las marcas en el cuerpo del difunto Pedro Cuang no respondían a un simple juego de apariencias: cuando menos indicaban un camino que conducía hasta aquella habitación oscura y polvorienta de una sociedad china. O al menos pasaba por allí.

– Yo no cleo en eso, capitán, pelo hay gente que sí, ¿tú sabes? Eso es cosa de paisanos que hacen blujelías de neglos y de neglos que hacen blujelías con cosas de chinos. ¿Tú vas a entendel? Pedio Cuang la debía y alguien se la cobló, y pol eso le puso la filma de san Fan Con.

– ¿Entonces lo mató otro chino? ¿Una venganza?… ¿Y el dedo, se lo cortaron porque había delatado a alguien?

– Ah, capitán, eso yo no lo sé -dijo Francisco sin dejar de batir la caña de bambú-. ¿Ahola quieles sabel tu camino?

El Conde no tuvo tiempo de pensar en algún modo de presionar a Francisco porque observó cómo del interior de la caña de bambú que Francisco mantenía en movimiento iba saliendo una tablilla, sólo una, que parecía flotar por encima de sus compañeras, como si algún magnetismo oculto la separara del resto y la acercara al policía. En la cabeza ya visible, la varilla, como todas las demás, llevaba sus símbolos y algunas letras. ¿Vendría ahí la esencia de su destino?

– No, gracias, prefiero no saberlo… -dijo Conde, impulsado por la fuerza de su superstición, y empujó hacia el interior del vaso la tablilla de su destino-. Pero quiero ver la que tiene la cruz.

Francisco detuvo el movimiento del recipiente y se acercó a la claridad que ofrecía la ventana. Buscó entre las varillas y sacó una que le extendió al teniente. El Conde, seguido por Manolo, también fue hacia la luz.

– Se parece pero no es igual -advirtió el sargento, mientras dibujaba en su libreta aquel símbolo incomprensible.

– Francisco, lo que Pedro tenía en el pecho llevaba también unas cruces chiquitas aquí, en estas cuadrículas… ¿No será otra varilla?

– No, capitán, con cuatlo cluces así no hay… ¿Tá extlaño, veldá, Juan?

– Francisco -dudó en decir el Conde, pero se atrevió-… ¿sería mucho pedir que me prestara esa varilla? Le prometo devolvérsela. Me hace falta fotografiar ese signo y…

– No, no, esto es cosa de san Fan Con y…

– Hay un hombre muerto, Francisco -dijo el Conde, procurando que su voz trasmitiera gravedad.

Francisco pareció pensarlo todo lo que su cerebro podía pensar, hasta que tomó la decisión.

– Tá bien, tá bien -aceptó el anciano-. Pelo tú me la devuelve o te coge la maldición de san Fan Con…

– Por mi madre que la devuelvo -juró el Conde, imaginando ya las proporciones de una posible maldición china.


«No se ve a ningún chino, pero ahora los huelo», se dijo el Conde y se felicitó. Desde hacía muchos años, cuando comenzó a fumar, su olfato se había atrofiado y por eso trataba de saber qué cualidades penetrantes debía de tener aquel olor tan peculiar que ya era capaz de distinguir entre todos los olores de una ciudad pródiga en perfumes y, sobre todo, en hedores. El largo pasillo del solar de Salud y Manrique había recobrado su tranquilidad. En la tendedera se batían lentamente contra el viento dos camisetas agujereadas como soldados caídos en la guerra más cruel y, en el quicio de la tercera puerta, un viejo leía un fragmento de hoja de algún periódico chino.

– Mira, ahí está -dijo Manolo al ver al vecino de Pedro Cuang.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Juan Chion.

– Armando Li -recordó el sargento, que utilizó el nombre para saludar al anciano-. ¿Cómo está usted?

Armando leyó unos segundos más y entonces levantó la vista. Iba a sonreír -él también-, pero no lo hizo. Miró a los recién llegados y dejó su vista sobre la figura de Juan Chion.

– Buenos días -dijo al fin y se levantó, con una agilidad impropia para los años que representaba.

– Mire, Armando, éste es Juan Chion. Es familia mía. Vino para explicarme, usted sabe…

Armando asintió y luego dijo.

– Yo no sé más na -y sacó la sonrisa.

El Conde observó los dientes verdosos del anciano y se dijo que lo desesperaba aquella sonrisa capaz de atrincherar a toda una cultura de cuatro mil años. Levantó un brazo, a punto de amenazar al viejo, pero Juan Chion pareció adivinar sus intenciones y se le adelantó. Dijo algo en cantones y Armando, después de volver a guardar la sonrisa, le respondió, y los dos ancianos entraron en un cuarto.

– Ahora sí que estamos bien arreglados, ¿no?

– ¿Tú no querías que Juan te ayudara? Pues eso es lo que está haciendo, Conde. Con nosotros sí que los chinos no quieren arreglo.

– ¿Quieres que te diga una cosa, eh, Manolo? Estamos empezando y ya estoy de chinos y de san Fan Con hasta el último pelo…

– Pues cuida ese pelo, que esto se está poniendo color de hormiga… Porque si el signo ése no es de san Fan Con, ¿qué coño es lo que quiere decir entonces?


– Otra vez huele a chino, pero a chino sabroso, ¿no? -le preguntó el Conde, aunque Manolo sabía que aquella inflexión final era una de sus preguntas retóricas. Quería una afirmación simple, no una respuesta, y el sargento lo complació a medias.

– Sí, ¿pero qué le estará echando?

– No te preocupes, lo que sea debe de saber bien. Eso espero.

– ¿Y está bueno el vinito este, eh? Un poco amargo, pero baja bien.

– Anjá -dijo el Conde y tomó un sorbo del vino de jengibre que ese día les había ofrecido Juan Chion.

El viejo, desde la cocina, cantaba ahora un quejumbroso romance cantones, que al parecer complementaba su inspiración culinaria y le permitía ordenar sus ideas. Cuando terminó de hablar con Armando Li y salieron a la calle, les había pedido algún tiempo para pensar y ninguna de las súplicas del Conde dio otro resultado que no fuera una invitación a almorzar. Pero resultaba evidente que en algún momento de aquella mañana había ocurrido algo que parecía haber mejorado el estado de ánimo del viejo Juan Chion.

– Oye, Juan -el Conde proyectó la voz desde la sala-, ¿entonces Pedro Cuang pertenecía a esa sociedad de san Fan Con?

– Clalo, clalo -respondió el viejo y recuperó la letra de la canción cantonesa.

– Y ese signo que le pusieron en el pecho… ¿Qué tú crees que significa?

– Cosa mala, ¿no?

– Y lo del dedo, ¿de verdad no te suena a mafia china?

– Tú ve mucha película, Conde. Ya no hay mafia china en el balio. Na má un pila de viejos chinos y unos delincuentes cubanos culo cagaos…

– ¿Y por qué mataron al perro? ¿Tú no dices que a los perros los enterraban vivos con los dueños para que los guiaran en el otro mundo?

– A veces, a veces, cosa de leyendas -dijo Juan Chion, sólo después de haber sostenido la voz de falsete en un largo verso.

– Oye, ¿y los chinos siempre son tan complicados?

La respuesta no llegó de inmediato. Vino con la cara de Juan Chion, asomada desde la cocina.

– Los chinos son chinos, Conde… Comida ya está -y sonrió con los brazos abiertos.

El Conde y Manolo se acercaron a la mesa, donde el viejo ya había dispuesto los cubiertos. Aunque al principio le preguntaron en qué consistía el plato al cual los invitaba, el chino les pidió paciencia y ahora, con una hermosa sopera de serpientes azules y emplumadas entre sus manos, les deseaba buen apetito.

Juan Chion dejó la olla sopera en el centro y ocupó su silla. El Conde, sin esperar un instante más, se puso de pie y asomó la vista sobre el misterioso engendro: unas tiras amarillentas y otras verde oscuro flotaban sobre un caldo espeso y blancuzco, de consistencia gelatinosa.

– Viejo, huele bien -admitió el teniente, pero dudó antes de lanzarse al ataque-. Ahora dime qué cosa es esto, por favor.

– Sopa de pelo chino -dijo Juan Chion, sin sonreír, y las facciones del Conde y Manolo expresaron, de golpe, una repugnancia inevitable.

– ¿Perro chino? Oye… -empezó a decir el Conde, cuando el anciano recuperó su sonrisa.

– Na, na, Conde, ela jugando… Joliendo, como tú dices. Mila, es sopa de alós y pescao blanco, con huevo y tilas de col. Plueba, plueba.

– ¿Y qué más le echaste? -insistió el Conde, mientras el chino iba sirviendo ya los platos.

– Albahaca y yelbabuena, pol eso huele lico, ¿no?

El Conde observó su plato y miró el rostro todavía desconcertado de Manolo. «Allá voy», pensó, y dio el salto: metió la cuchara en aquella gelatina humeante, sopló un par de veces y al fin probó, ante la mirada expectante de Manolo y la sonrisa segura de Juan Chion.

– Coño, viejo, sabe bien, la verdad -y volvió a hundir la cuchara en la consistencia viscosa de aquel plato ancestral.

Juan Chion los veía comer, satisfechos, cuando dijo:

– Ya pensé.

– Anjá -tragó el Conde y se dispuso a escuchar el resultado de las lentas cavilaciones asiáticas del viejo.

Juan Chion pensaba muchas cosas. Cuando se fue a Cantón, Pedro Cuang había comentado que si las cosas le iban bien se quedaría en China, pero volvió al mes y nunca explicó por qué, aunque le comentó a la gente del Barrio que la China adonde llegó no se parecía a la China que él se imaginaba. Pero mucha gente pensaba que el muerto había regresado porque debía de tener dinero en Cuba: por años había trabajado como colector de un banco clandestino de apuntaciones de juego ilícito que había en el Barrio, y como a los chinos les gustan mucho las apuestas, los colectores debían ganar bastante. Aunque no sólo los chinos apostaban: al parecer lo hacía el Barrio en pleno, incluidos los niños y las niñas, como se dice ahora.

La policía había desmantelado el banco justo cuando Pedro estaba en China y salió ileso porque a nadie le convenía decir que el viejo, ausente en ese momento, era quien recogía las listas de otros apuntadores. Los chinos no eran delatores y aquella historia sólo se podía saber ahora, cuando el viejo ya era inalcanzable por la justicia de los hombres… Que se supiera, Pedro Cuang no parecía estar metido en líos de drogas ni se le conocía ningún otro negocio turbio y mucho menos que hubiera traicionado o delatado a alguien. Pero Juan Chion pensaba que siempre hay alguien dispuesto a matar a un chino que a lo mejor tiene algún dinero, quizás hasta mucho dinero, y por eso no resultaba extraño que no apareciera ni un centavo en el cuarto del muerto. Pedro tenía que tener algún dinero. Y también pensaba que hay un código inviolable para sus paisanos: el engaño y la traición se pagan con la muerte, y aunque nadie pudiera asegurarlo, tal vez Pedro Cuang, a pesar de ser chino, delató o traicionó a alguien.

– Tá facilito ahola, ¿no, Conde? -terminó Juan Chion, y fue el Conde quien sonrió.

– Me la pusiste en las manos, ¿no? Ahora lo que hace falta saber es qué carajo es lo que tengo en las manos: engaño, traición, un banco de apuntaciones que ya no existe y un chino que no se sabe si andaba metido en un negocio de drogas del que todo el mundo habla o si de verdad tenía dinero, pero que debía de tenerlo… Un chino que aparece ahorcado con una cruz en el pecho que ahora resulta que ni siquiera es el signo de san Fan Con, un santo que no es santo pero también lo es, una mafia que ya no existe pero que si existiera no perdonaría una traición, un chino que no traiciona pero a lo mejor sí… Facilito.

– Ah, Conde, ah, Conde -se lamentó el viejo-. La selpiente tiene cola y tiene cabeza. Pol la cabeza se llega a la colita, y pol la colita se llega a la cabeza. Hala la selpiente. Siemple se llega a la otla punta del animal. Pelo con cuidado…, si la coges pol la cabeza, la selpiente muelde. ¿Una serpiente?


Luang-me Wu perdió al último de sus hijos que le quedaba vivo, pero no dio muestra alguna de dolor. Hizo un bello funeral, recibió las condolencias y algunos amigos hasta lo vieron sonreír. Así pasaron los días y Wu volvió a trabajar la tierra, a cuidar de sus animales y a beber unos tragos de licor en las tardes, luego de la faena: continuó comportándose como siempre lo había hecho, y ni siquiera guardó el luto acostumbrado. Al ver esta actitud, un vecino que estimaba a Wu como un hombre recto y sabio le recriminó por aquella falta de sensibilidad. Entonces Luang-me Wu le dijo:

– Hubo un tiempo en que yo vivía sin hijos y no estaba acongojado. Cuando murió mi último hijo, volví a estar como antes. ¿Por qué debo estar triste?

Juan Chion haló el humo de su pipa y dejó un largo silencio para que el Conde y Manolo pensaran, antes de explicarles que aquella fábula era una de las más conocidas en la tradición taoísta. Y aunque él sabía que en el mundo real las cosas funcionaban de otro modo, y que los muertos queridos debían ser llorados, la historia atribuida a Luang-me Wu sí enseñaba algunas verdades que el Conde y su compañero debían aprender: por ejemplo, cada cosa, animal y persona viene al mundo con su propio camino, su propio tao, pero a la vez no existe nada con la capacidad de ser eternamente invariable. Todo puede convertirse en su contrario, la búsqueda de la felicidad puede llevar a la desgracia y hasta a la muerte, y el hombre sabio debe encontrar el carácter esencial de las cosas y siempre observar las leyes naturales de la vida, el tao marcado, la senda de cada uno, para poder entrar en posesión de la sabiduría y llegar al conocimiento de la verdad. Porque el alma del hombre está compuesta de finísimas partículas materiales, llamadas «tsin tsi», que llegan y se van dependiendo de la limpieza o suciedad del órgano de pensar, el «tsin».

La pipa regresó a la mesa y Juan Chion sonrió:

– Limpia tu tsin, Conde, limpíalo bien, pala que la veldá pueda llegal a tu alma. Ahí empieza la selpiente.

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