Se extasió, como era habitual que se extasiara, en la contemplación de la casa. Por lo que se veía desde fuera y por lo que había dentro, aquélla siempre fue la casa perfecta, la que más sueños y deseos le despertó y le despertaría a lo largo de su vida: hasta el sueño peregrino de volver a casarse, a pesar de acumular ya dos experiencias matrimoniales no precisamente de agradable recordación.
Las esculturas de hormigón que formaban una hilera frente a los ventanales del piso bajo de la casa tenían un aire de familia con la figuración de Picasso y de Wifredo Lam, y constituían el signo distintivo de la edificación. Pero las vidrieras enormes, las largas ventanas de persianas de madera, la ruptura de las líneas rectas de las estructuras y aquel patio con un césped inglés siempre cuidado, completaban los encantos visibles del lugar. Entre los tesoros ocultos estaba la biblioteca que el doctor Valdemira, de larga carrera diplomática, había forjado con bibliografía selecta recogida por medio mundo, y en cuyas paredes colgaban algunos originales de los grandes nombres de la vanguardia pictórica cubana, amigos del abogado.
Pero el mayor encanto de la casa, sin embargo, fue el que, cumplida la etapa de éxtasis arquitectónico y recordación bibliográfica, vino a abrirle la puerta a Mario Conde.
– Mario, ¡qué bueno verte! -dijo ella y se acercó para darle un beso en la mejilla, y el policía puso la retranca a todos sus impulsos.
– Me dijo el Flaco que habías vuelto. ¿Cómo te fue?
Cinco meses atrás, a principios de aquel mismo año 1989, [4] Mario Conde había regresado a aquella casa y a la vida de Támara, la muchacha de la que se había enamorado hasta el dolor cuando coincidieron, casi veinte años antes, en el Preuniversitario de La Víbora. Pero aquellos regresos, tan satisfactorios en algunos sentidos, estuvieron marcados desde el principio por el trauma de la desaparición y, al final, la develación de la muerte y los manejos turbios de Rafael Morín, el hombre que con sus infalibles encantos le había robado al Conde el amor de Támara y con el que ella, incluso, se había casado y tenido un hijo. El hecho macabro de que le encargaran a Conde la búsqueda de Morín y los descubrimientos que el policía fue haciendo sobre las manipulaciones, engaños, corrupciones e hijeputadas múltiples del en apariencia impecable y eterno dirigente, tuvieron la extraña y maravillosa consecuencia de que Conde y Támara terminaran haciendo el amor en aquella misma casa y el Conde entrara en la fase superior del éxtasis posible: la del cumplimiento de un deseo enquistado por casi veinte años.
La avalancha de sueños que el policía acarició por aquellos días, tan desbocada que incluía la imaginación del paso por la promesa de «hasta que la muerte nos separe», fue súbitamente cortada por la decisión de Támara de irse por un tiempo a Milán, donde vivía Aymara, su hermana gemela, casada con un italiano que, según todas las lenguas, estaba podrido en plata, y según las buenas, era una persona normal y afable. «¿Entonces ese tipo no es italiano?», preguntó alguna vez el Conejo, el amigo del Conde más amante de la lógica.
La salida de Támara dejó al Conde desarmado, incluso desalmado: y en aquel estado de indefensión psicológica y hormonal había caído en la órbita de Karina, la ninfa perversa y pelirroja con capacidad para desaparecer justo cuando Conde más la necesitaba. En todo aquel tiempo y las semanas que habían seguido, el hombre esperó el regreso de Támara, albergando incluso el temor de que el retorno nunca se concretara, como había ocurrido con tantos amigos a lo largo de los años. Pero Támara había vuelto, lo había convocado, y Conde, extasiado, le miraba ahora el movimiento telúrico de las nalgas (aquel culo esplendoroso, causante, por sus proporciones, de la frustración de las aspiraciones balletísticas de la joven) mientras ella avanzaba delante de él hacia el patio de la casa.
Támara lo dejó para ir a colar café y Conde se dedicó a repasar las reacciones de la mujer. Después de cruzar la frontera que habían vulnerado unos meses atrás, la situación estaba en un suspense que, pensaba Conde, era a ella a quien le correspondía terminar: en un sentido o en otro. El hecho de que lo recibiera con un beso amigo en la mejilla no resultaba precisamente un buen indicio. Pero ¿para qué quería verlo entonces? ¿Sólo para hacerlo sufrir con la contemplación de aquellos ojos color avellana, siempre húmedos, y el movimiento de trapiche moledor de caña de su retaguardia prodigiosa que enloqueció, enloquecía y enloquecería a Conde?
Mientras tomaban el café se pusieron al día de las generalidades a que obligan las buenas maneras: la familia bien, los amigos bien, Italia, qué decirte, una maravilla… Venecia, Florencia, Nápoles, Roma, Siena, Bolonia…
– Yo pensé que a lo mejor no volvías… Con tantas cosas que ver y después de todo lo que pasó…
– Aymara quería que me quedara allá -dijo ella, casi sin mirar a Conde-. Al que dejé fue a mi hijo, por lo menos hasta el verano. Quiero que se olvide de todo lo que pueda olvidarse…
– ¿Y por qué tú volviste ahora?
Esta vez Támara lo miró a los ojos.
– Necesito ordenar mi vida, y eso tengo que hacerlo aquí.
– ¿Y hay vidas ordenadas? Yo creía…
– No empieces, Mario. Sabes que no me gustan esas ironías tuyas…
– Disculpa. Pero estás planeando algo que ni siquiera me imagino cómo se puede hacer. Bruto que soy…
La mujer le concedió una sonrisa y Conde no lo pensó dos veces: se lanzó al vacío.
– ¿Y yo aparezco en alguna parte de ese ordenamiento?
Támara volvió a sonreír, pero de inmediato recuperó la solemnidad con que había iniciado el diálogo.
– Voy a ser sincera contigo: ahora mismo no lo sé. Estoy demasiado confundida todavía y hacer algo precipitado puede ser peligroso para los dos. Ya Rafael me dejó bastante jodida y no quiero acumular más cicatrices. Además, tú eres…
Conde se quedó suspendido a la línea de puntos en que se detuvo la frase de Támara.
– ¿Policía?
– Tú eres muy complicado… -dijo ella por fin.
– ¿En cuál de los sentidos?
– En todos, y en el peor: te enamoras… y eso pesa mucho en una relación. Y por supuesto, tampoco quisiera que tú salieras herido por una decisión apresurada…
Conde encendió otro cigarro, observó el césped que había pisado por primera vez veinte años antes, el día que las jimaguas Aymara y Támara celebraron allí la fiesta por sus quince años, amenizada ni más ni menos que por Los Gnomos, el más mítico y cotizado de los combos de La Víbora por aquellos tiempos. Pensó que en realidad estaba tan maltrecho y desgarrado que unos revolcones con Támara, capaces de provocarle más y nuevas magulladuras, no iban a cambiar demasiado su estado físico y mental. Siempre y cuando hubiera revolcones, por supuesto. No, no entendería jamás a las mujeres: o todas eran unas perversas o estaban locas y complicaban las cosas de la peor de las maneras (a veces hasta sin enamoramiento). Para él las cosas parecían diáfanas: nos revolcamos primero y pensamos después. Pero, ya lo sabía, Támara, tan estricta, tenía el mando y él, tan desesperado, apenas la opción de exhibir su faceta irónico-caballeresca.
– Está bien. No te apures… Mañana por la mañana me dices…
Támara tuvo que sonreír.
– No tienes remedio.
– No. Ni siquiera mejoría… ¿Y para qué querías verme?
– Para verte. Para que supieras que estoy aquí… ¿No es bastante?
– Casi que demasiado. Es un honor que usted me hace -dijo él, otra vez sin poder contenerse. Aquella mujer lo desquiciaba hasta la estupidez.
– ¿Sabes qué? -dijo ella después de un silencio pegajoso-. En Italia conocí a un amigo de mi cuñado, un español, y no te lo voy a negar, me cayó simpático, y yo le gustaba… -Conde sintió el golpe en el estómago y tragó en seco-. Entonces empecé a pensar cómo podría ser mi vida con él, viviendo en Barcelona, entrando en su mundo y en el de sus amistades, historias, gentes, recuerdos que no tienen nada que ver con mis historias ni mis recuerdos…, y no me veía a mí misma. Yo sé que mi vida no va a ser fácil aquí. Primero fue la muerte de papá; después toda la historia de Rafael… Ahora voy a tener que vivir de mi trabajo, y las cosas están muy extrañas en Cuba. Lo que está pasando en la Unión Soviética y por toda esa parte no es cualquier cosa: creo que han abierto una puerta que no van a poder cerrar otra vez. Le están tirando mierda a un ventilador encendido y las salpicaduras van a llegar hasta aquí. Puede ser muy complicado, para todos. Pero yo siento que pertenezco a esto: al país, quiero decir. No tiene que ver nada con el patriotismo ni nada de eso: es mi mundo. Es mi vida, sí, sobre todo eso, mi vida. Tú sabes que una vida son muchas, muchas cosas, no sólo una casa como ésta o un trabajo o unas condiciones y privilegios…, también son las cosas que te hacen ser quien eres y no otra gente. Y la persona que yo soy, lo soy aquí, no en Milán ni en Barcelona…
– Pero tu hermana…
– Somos gemelas, nos parecemos mucho, pero no somos la misma persona. Aymara sabe vivir de otra manera. Distinta a la que yo conozco… Ella dice que yo soy la comemierda de la familia. Y debe tener razón.
Conde se atrevió. Estiró su mano derecha y atrapó la izquierda de Támara.
– Disculpa si dije alguna estupidez… Me alegra mucho que hayas vuelto. Pero es que te extrañé demasiado… Piensa todo el tiempo que quieras, de verdad… No sé cómo, pero yo te voy a estar esperando. Soy especialista en esas cosas: me paso la vida pensando, aunque no resuelva casi nada con lo que pienso, y hace veinte años estoy esperando -dijo y se puso de pie-. Ahora mejor me voy, tengo que hacer una cosa urgente… Mi trabajo, ¿sabes?… Ahora ando buscando a alguien que mató a un chino…
Támara cayó súbitamente en la realidad y reaccionó con auténtico asombro.
– ¿Mataron a un chino?
– Sí, aunque no lo creas, a los chinos también los matan… Y cuando les pasa eso, hasta se mueren. Aunque hayan estado cien años haciendo taichi…
– Si tú lo dices -dijo ella y sonrió.
– En estos días vuelvo por aquí, pero llámame cuando quieras -terminó, acercó su rostro al de Támara y la besó en la mejilla. Un beso de amigo desesperado que investiga la muerte de un chino.
Una de las más recurrentes fabulaciones de Mario Conde era que existía un bar en La Habana donde conocían sus preferencias etílicas. El Conde podía llegar a su bar -obviamente un lugar fresco, en penumbras, con vasos y copas limpias, como se supone que son los bares-, a cualquier hora del día o de la noche y, luego de acomodarse en una banqueta y acodarse en un ángulo de la barra -de madera, intensamente pulida, oscura, discreta-, se le acercaba su cantinero y, tras un breve saludo, casi familiar, el hombre le servía su trago, sin él tener que pedirlo. En aquel lugar ideal (habría ventiladores de techo y butacas altas y un viejo freezer de varias puertas), el sitio que en ese instante reclamaba a gritos el espíritu del hombre, sabrían que el Conde prefería el ron Santiago de tres años, fabricado en la vieja destilería de los Bacardí, allá en Santiago de Cuba, y que le gustaba beberlo en un vaso grande, con algunas gotas de limón y apenas una pequeña piedra de hielo. («Lo de siempre», diría el barman al servirle.) Todo muy simple pero formal y al mismo tiempo natural: como el ron que bebía. Por supuesto, en aquel bar conocerían que cuando el Conde bebía solo era porque quería pensar, y no porque fuera un jodido alcohólico solitario en plena crisis amorosa o de cualquier otra especie, un animal herido de desesperaciones.
Pero aquel simple bar, como tantos otros sueños, era de imposible traslación a la agresiva y desgastada realidad objetiva de la ciudad en que había nacido y donde vivía desde entonces y donde seguía viviendo en los días del nuevo siglo, mientras evocaba su incursión policial en el Barrio Chino, y, para colmos, todavía buscaba soluciones para su relación con Támara y un bar donde le sirvieran su trago sin tener que pedirlo.
Lo que de verdad encabronaba hasta el frenesí al policía de 1989, sin embargo, solía ser que, aun debiendo pedirlo -jamás era el mismo bar, y menos el mismo cantinero, pues en la ínsula todo debía fluir dialécticamente de negación en negación, quizás buscando por esa vía la nada absoluta-, tampoco resultaba posible encontrar en cada bar el mismo trago: o no había hielo, o no tenían limón, o hacía meses no recibían ron Santiago o, para colmar las consternaciones del teniente investigador, pues ese día no había ningún ron u otro líquido embriagante.
Aquella noche de una larga jornada de revelaciones chinescas y de aperturas de compases de espera, Mario Conde hubiera necesitado, como nunca (es un decir, no hay que exagerar, y menos tratándose de rones), la existencia de aquel bar, el suyo, para limpiar, ron en ristre, con la pureza del alcohol, su tsin de las infinitas impurezas que debían de haberse acumulado en él por un uso largamente inapropiado. De pronto se le había ocurrido que su tsin podía ser como los cabezales sucios de un equipo de video que, para volver a emitir imágenes y sonidos nítidos, necesita una cuidadosa limpieza, precisamente con alcohol. Y aunque la idea de deshollinar el tsin era de novísima adquisición, en cambio, la certeza de que el ron lo ayudaba a conseguir casi todas las cosas de la vida que él más deseaba -escaparse por un tiempo de su tedio cotidiano, sentirse libre de inhibiciones y culpas, poner a volar su conciencia hacia un estado donde el olvido resultaba posible y el tiempo dejaba de existir-, ya era una experiencia veterana, de la cual solía abusar con agradable frecuencia.
– No hay bar ni hay ron, pero voy a limpiar el tsin, aunque sea con gasolina… Agua no, porque se oxida…
Tres bares cerrados, dos en los que sólo se vendían cigarros y los mercados donde sí había ron -y hasta marcas para escoger-, parapetados tras la barrera altísima y todavía prohibidísima del dólar, llevaron al Conde a un tugurio de La Víbora donde Jacinto el Mago, un químico industrial jubilado, se dedicaba a destilar alcohol a partir de los compuestos más inconcebibles. El Conde (siempre ocultando su filiación policiaca) debió tocar dos puertas, franquear tres rejas e invocar el nombre de su amigo Candito el Rojo, socio de aquel alquimista, para que Jacinto el Mago lo llevara hasta sus bien surtidas bodegas, colocadas en un cuartucho de madera y zinc, en el patio de la casa.
– ¿A ver, chama, qué te quieres llevar? -preguntó el Mago mientras con un dedo se hurgaba la nariz, en busca de un moco al parecer incapturable.
– ¿Hay para escoger? -se asombró el Conde y respiró aliviado ante la proximidad de la bebida.
– Tengo Chispa'e Tren a treinta cañas, Colaíto a quince, y Bájate el Blúmer a veinticinco pesos… Ah, y vino de maracuyá, a ocho la botella.
El Conde sintió un puñetazo en el hígado y un alboroto en las glándulas salivales, pero decidió que, a pesar de aquellos gritos orgánicos, se lanzaría al pozo de los desesperados.
– ¿Cómo es el expediente químico de esos mofucos?
– Fácil: el Colaíto es alcohol de bodega filtrado con carbón y papel de estraza, para quitarle la luz brillante. La verdá, no te lo recomiendo, eso es para los que ya están tostaos -e hizo el gesto que indicaba tener la cabeza perdida-. El Chispa ya es otra cosa: ése lo destilo yo, con caña y uvas, un poco de alcohol bueno, y pan cuando no consigo levadura. Todo muy sano… Ecológico, como dicen ahora. A ver, ¿tú has tomado orujo?
– ¿Orujo? ¿Qué coño es eso?
– Un aguardiente de uvas que hacen en España.
– ¿Y tú has tomado orujo?
– Nunca… ¿De dónde coño voy a sacar orujo, chico? Pero para algo uno es químico, ¿no? Por eso me imagino que se parece…
– Me encanta tu imaginación. Pero dale, sigue con la oferta…
El Mago miró al Conde, pensó, movió la mano para reintentar la captura del moco esquivo, pero optó por seguir la disertación.
– Pues el Chispa'e Tren se supone que es más o menos como el orujo y por eso es más caro…, y el Bájate el Blúmer lo hago con papas y levadura, y es candela. Te tomas una botella y haces cualquier cosa: desde robar un banco hasta meterte a puta… Es el que más compra la gente, ya te imaginarás por qué…
– Ese no me gusta… No tengo a nadie a quien bajarle el blúmer… Mira, termina de sacarte el moco, lávate las manos y después dame dos botellas de Chispa.
Con su provisión bajo el brazo el Conde emprendió la ruta hacia la casa del flaco Carlos, pero en el camino decidió convocar también a Candito el Rojo y, desde un teléfono público, lo llamó a la casa de los vecinos donde solía dejarle los recados. Por suerte, Candito estaba en su casa.
– Rojo, tengo dos rifles abajo del brazo -le dijo cuando su amigo salió al teléfono.
– ¿Y qué más te hace falta?
– Voy a casa de Carlos.
– Pero ¿qué te hace falta?
El Conde sonrió.
– ¿Tú me lees el pensamiento?
– No leo un carajo, Conde, pero te conozco…
– Bueno, es que a lo mejor me puedes tirar un cabo con san Fan Con… Tú eres el teólogo de la tribu.
– No seas hijo de puta, Conde. Está bien, voy para allá.
La telenovela brasileña había empezado y, desde la acera, el Conde escuchó el drama de aquellos personajes cuyas vidas con finales felices aliviaban la amarga cotidianidad de la madre del flaco Carlos, cargada con la cruz física y espiritual de la invalidez de su hijo. Sin permitir que se pusiera de pie ni perdiera un detalle del drama televisivo, el Conde besó en la frente a la vieja Josefina y le acarició el pelo, para dejarla ensimismada ante la pantalla que entregaba señales en blanco y negro. Pero recordó que en algún momento tendrían que hablar muy en serio de los sueños gastronómicos que últimamente se gastaba la anciana: porque si soñaba como cocinaba, nada más oírla sería una fiesta.
Sin pedir autorizaciones ni permisos pasó por la cocina, y mientras se tragaba un plato de papas hervidas, aderezadas con atún y rodajas de cebolla, cortó unos limones, recogió tres vasos en los que puso hielo y todavía masticando la última papa entró en la habitación donde su amigo, con la vista vuelta hacia la ventana, escuchaba música con los audífonos puestos. Debe de estar oyendo a Los Credence, calculó el Conde… ¿O será a Chicago? Sin advertirle aún de su presencia, destapó uno de los litros y vertió generosas proporciones de Chispa'e Tren en dos de los vasos. Olió el suyo y de inmediato sintió cómo se le destupían todas las vías respiratorias, abrasadas por los cincuenta grados del brebaje. ¿Así que orujo? Pa'su madre… Contuvo el aliento y lo probó: como siempre, el primer trago es el malo, pero esta vez fue el peor. Una bola de fuego recorrió su laringe y en su descenso debió de chamuscar el tsin de Mario Conde, del cual huyeron las tsin tsi como los enemigos del pueblo convertidos en ratas despavoridas de cierta película china, popular y republicana.
– ¡Cojones! -tuvo que bufar, y probó otra vez el alcohol, que esta vez bajó con menos miramientos aunque con las mismas intenciones.
Con el otro vaso servido caminó hasta Carlos, que seguía perdido en la música. Era terrible verlo siempre sobre su silla de ruedas, mientras miraba a través de la ventana hacia los árboles del patio. «¿En qué coño estará pensando?», se preguntó el Conde, observando la estampa de su viejo amigo, que desbordaba su anatomía sobre los brazos de la silla a la que había sido condenado de por vida. Subrepticiamente el Conde interpuso el vaso maldito entre los ojos de su amigo y el infinito. Sin hablar, el Flaco sonrió, atrapó el vaso y se tragó de un golpe la mitad de su contenido.
– ¡Candela!, Conde, ¿qué coño es esto? -saltó en la silla de ruedas, arrancándose los audífonos de un manotazo.
– Los italianos le llaman Fulgore di Treno, los españoles le dicen orujo y los chinos, ya tú sabes cómo son los chinos, Elixir Limpia Tsin… ¿Qué te parece?
Carlos volvió a beber y asintió con la cabeza.
– Está de tranca, pero mejor esto que nada, ¿verdad? ¿Es de la producción de la destilería del Mago?
– Anjá -dijo el Conde y terminó su vaso-. Compré dos litros porque tengo que pensar un rato y después olvidarme de todo. En ese orden.
– Si compraste esto será porque no quieres volver a saber más nunca ni cómo te llamas…
– Ojalá.
– ¿Qué te pasa, salvaje?
– Pasé por casa de Támara…
El tema interesó a Carlos, que terminó de quitarse los audífonos.
– ¿Y?
– Demasiado complicado, Flaco. Támara se nos está convirtiendo en filósofa y enfermera de la Cruz Roja. Te lo cuento luego, cuando me emborrache…
– No seas maricón, Conde, no me dejes así…
– Pues así te quedas. Ahora de lo que quiero hablar contigo y con Candito es de la cabrona historia en la que me he metido por culpa de otra mujer… Imagínate, tengo un chino muerto, ligado con un banco de apuntación, a lo mejor con drogas, y según parece con brujería o con cosas de mafia china, porque le cortaron un dedo y le hicieron un círculo con una cruz en el pecho…
– Suena sabroso -admitió Carlos, luego de darse un lingotazo.
– Suena cabrón -dijo una voz a sus espaldas, y se volvieron para ver entrar al mulato Candito, que les estrechó la mano y se acomodó en una esquina de la cama de Carlos-. ¿Y dónde pasó eso?
– En el Barrio Chino.
Candito rescató el vaso que le esperaba, se sirvió una buena porción del Chispa'e Tren y bebió un trago. El mulato de cabeza rojiza lo paladeó, como si catara un vino de marca y cosecha, y emitió su juicio cargado de sabiduría.
– Coño, está mejorando el Mago.
– ¿Antes era peor? -inquirió el Flaco, y como si no lo creyera posible volvió a probar su trago.
– Este se puede tomar, ¿no?… -Candito el Rojo volvió a catar y concluyó-: Si parece orujo.
Conde y Carlos se miraron. Algo andaba muy, muy mal en el reino de Dinamarca si Candito asociaba aquella mierda con una bebida remota llamada orujo. Pero Conde decidió no complicar la conversación -al menos a aquella altura incipiente de la primera botella- y, con un gesto de la mano, detuvo la curiosidad de Carlos.
– ¿Ves, Flaco? Te lo dije… Orujo -y chocó su vaso con el del amigo inválido.
Candito sonrió, con malicia, y puso en marcha su pragmatismo:
– ¿Y cómo es el cuento chino ese, Conde?