Capítulo 1

Desde que tuvo uso de razón y aprendió algunas pocas cosas de la vida, para Mario Conde un chino siempre había sido lo que debía ser un chino: un prójimo de ojos rasgados, con esa piel resistente a las adversidades y de engañoso color hepático. Un hombre transportado por los avatares de la vida desde un sitio tan mítico como lejano, un lugar impreciso entre la realidad de apacibles ríos y montañas inexpugnables de cumbres nevadas, perdidas en el cielo; una tierra fértil en leyendas de dragones, mandarines sabios y filósofos enrevesados aunque útiles para casi todo. No fue hasta varios años después cuando aprendió que, además, un chino, un verdadero y cabal chino, debía ser, sobre todo, un hombre capaz de concebir los platos más insólitos que un paladar civilizado se atreviera a saborear. Codornices cocidas al jugo de limón y gratinadas con pulpa de albahaca, berza, jengibre y canela, por ejemplo. O masas de puerco revueltas con huevos, manzanilla, zumo de naranja dulce y finalmente doradas a fuego lento en una sartén insondable llamada wok, sobre una capa de aceite de coco, por otro ejemplo.

Sin embargo, un chino también podía ser, según las limitadas nociones que emanaban de los prejuicios históricos, filosóficos y gastronómicos del Conde, un tipo más bien flaco y apacible, con una notable inclinación a enamorarse de mulatas y negras (siempre que las tuviera a su alcance), que fuma con los ojos cerrados en una larga pipa de bambú y, por supuesto, habla poco y dice sólo las palabras que en cada instante le conviene decir, pronunciadas en esa lengua cantarina y palatal que suelen usar aquellos hombres para hablar los idiomas de los otros hombres.

Sí, todo eso es un chino, se dijo después de meditarlo un rato, pero concluyó que, pensándolo mejor, aquel personaje fabricado apenas era el chino estándar, construido por la esquemática comprensión cubano-occidental. No obstante, al Conde le pareció una síntesis tan armoniosa y satisfactoria que no le importó demasiado si esa imagen familiar y casi bucólica nunca hubiera significado nada para un chino verdadero y menos aún para cualquier otra persona que no conociera y, por supuesto, no hubiera tenido la suerte de probar alguna vez los platos que preparaba el viejo Juan Chion, el padre de su amiga Patricia, la culpable directa de que el Conde hubiera debido ponerse a rumiar sobre sus pobres conocimientos acerca de la constitución cultural y psicológica de un chino.

Los afanes por definir la esencia del chino se le habían revuelto aquella tarde de 1989 cuando, después de muchos años sin pisar el territorio agreste del Barrio Chino, el teniente había vuelto a visitar aquel viejo tugurio de La Habana, convocado esta vez por uno de los gajes de su oficio: habían asesinado a un hombre, solo que esta vez el difunto era, precisamente, un chino.

Como en casi todas las situaciones en que interviene un chino (incluso cuando sea un chino muerto), aquélla tenía sus complicaciones: por ejemplo, al hombre, que había resultado llamarse Pedro Cuang, no lo habían liquidado del modo simple y vulgar en que se solía matar en la ciudad. No había muerto de un tiro, o una puñalada, o de un golpe en la cabeza. Más aún: ni siquiera envenenado o incinerado. Para estar acorde con el origen étnico del difunto, aquél era un asesinato extraño, demasiado oriental y rebuscado para un país donde vivir resultaba (y resultaría, por mucho tiempo) más complicado que morirse: se trataba de un crimen casi diría que exótico, aderezado con ingredientes de difícil conjunción. Dos flechas rayadas con el filo de una navaja sobre la piel del pecho y un dedo cortado, por si se quieren más ejemplos.


Varios años después, cuando Mario Conde ya no era teniente ni mucho menos policía, debió regresar al Barrio Chino de La Habana en busca de una obsesión que se le había clavado en la mente y de un misterio perdido en el pasado. [1] En aquel retorno se toparía con un sitio mucho más degradado, casi en ruinas, asediado de basureros desbordados y delincuentes de todos los colores y profesiones: había bastado el lapso de los quince años transcurridos entre las dos inmersiones en la vecindad para que de la antigua estirpe del Barrio Chino -nunca demasiado excelsa- sólo quedaran poco más que el nombre que lo distinguió entre los cincuenta y dos barrios reconocidos de La Habana y algún letrero mohoso e ilegible, capaz de identificar una vieja sociedad o algún comercio montado por aquellos emigrantes. Y, únicamente si se tenía mucha persistencia, quizás conseguir encontrar cuatro o cinco chinos acartonados, polvorientos como piezas de un museo olvidado: los últimos sobrevivientes de una larga historia de convivencia y desarraigo que parecían estar cumpliendo la función histórica de remanentes visibles de las decenas de miles de chinos que, llegados a la isla a lo largo de un siglo de constantes migraciones, una vez le dieron forma, vida y color a aquel rincón habanero…

Fue precisamente el día de su nueva incursión en el Barrio cuando Conde, más viejo y nostálgico, se soltaría a recordar, con sospechosa claridad (según el cada vez más lamentable estado de su memoria), aquella mañana de 1989 en que, dedicado a revolcarse en su ocio, su soledad y en las páginas de alguna novela, había irrumpido en su casa la portentosa anatomía de la teniente Patricia Chion, cargando un reclamo de amiga (es un decir) más que de compañera, una petición capaz de complicarle la existencia a Mario Conde y alterar aquellas esquemáticas nociones acerca de un chino que, feliz y despreocupadamente, sin ponerse nunca a anotarlas, había tenido hasta entonces.

Lo más doloroso resultaría comprobar cómo, al final de aquellas jornadas vividas y sudadas en el Barrio, el chino modélico y típico que hasta ese momento el Conde había sido capaz de armar se convertiría en la estampa de un ser plagado de cicatrices abiertas y carácter insondable, como las aguas profundas de un mar del cual salieran a la superficie viejas pero todavía lacerantes historias de venganza, ambición, fidelidad y las burbujas de tantísimos sueños frustrados: casi tantos como chinos llegaron a Cuba.


Sin exageración: de verdad que valía la pena detenerse a mirarla. Y lo primero que se advertía, hecho el más rápido examen visual, era que nada en aquel ejemplar de catálogo parecía puro. La segunda conclusión apuntaba al hecho de que el resultado de la impureza manifiesta alcanzaba la categoría de pieza inmejorable del arte de la creación de humanos.

Cuando la veía, el Conde solía recordar aquella historia fracasada y convenientemente olvidada de los F-l, las reses del milagro pecuario-socialista cubano (uno de tantos milagros evaporados), el animal perfecto que se lograría a través del aparejamiento de ejemplares escogidos de la raza Holstein, holandesa y gran productora de leche pero sin abundancia de carne, y la Cebú, tropical, poco dada a la acumulación de leche en sus tetas, aunque excelente proveedora de bistecs. El F-l, por supuesto, tomaría lo mejor de la genética de sus procreadores y, por tan sencillo como genial método de suma y resta, se lograría que en una sola res hubiera leche y carne en abundancia. Como todo el proceso se presentaba tan simple y natural, en poco tiempo habría tantas reses bien dotadas en las vaquerías cubanas que la isla podía sufrir inundaciones lácteas (en 1970 la mantequilla y la leche se venderían sin necesidad de presentar la libreta de abastecimiento, aseguraban los grandes líderes en sus prometedores discursos, Conde lo recordaba perfectamente) y hasta surgiría el peligro de que cada cubano muriera atragantado con un filete, por no hablar ya de los peligrosos niveles de colesterol, calcio y ácido úrico a los cuales se arribaría… Pero la vida demostraría que las F-l necesitaban mucho más que soñadores de tribunas e inseminadores de largos guantes, y no hubo ni vacas F-l ni, por supuesto, leche, mantequilla, bistecs…, ni siquiera picadillo. No los hubo en 1970 y todavía seguían sin aparecer, por lo cual (efecto colateral) se había logrado mantener niveles aceptables de colesterol y más bien bajos de hemoglobina.

Pues Patricia Chion era un F-l de chino puro y negra retinta. La mezcla satisfactoria y a proporciones iguales de aquellos genes había dado al mundo una china mulata de un metro y setenta y cinco centímetros de estatura, pelo negrísimo que le bajaba de la cabeza en unos tirabuzones ingobernables pero suaves, dueña de unos ojos perversamente rasgados (casi asesinos), una boca pequeña de labios gruesos, repletos de pulpa comestible, y un color de piel de chocolate aclarado con leche, parejo, limpio, magnético. Aquellos atributos, para más ardor, vinieron acompañados por unos ornamentos también dignos de catálogo: unas tetas pequeñas, insultantemente empinadas, una cintura estrecha que se abría hacia la inmensidad de unas caderas redondas que se extendían por la altura inconmensurable de sus nalgas, dedicadas a formar uno de los culos más exultantes del Caribe, y que luego bajaban por los muslos poderosos para llegar al remanso de unas piernas limpias de venas y cargadas de músculos suaves. El conjunto constituía una de aquellas mujeres que, nada más verlas, cortan la respiración, elevan el pulso y llenan la cabeza de malos (¡qué carajo malos!: ¡buenísimos!) pensamientos y deseos.

Pero no sólo valía la pena pasar y mirarla, como a un cuadro más de un gran museo. La mujer atraía como La Gioconda, o mejor, como la goyesca Duquesa de Alba en su versión calurosa (la mejor): a Patricia Chion, teniente de policía especializada en delitos económicos, le gustaba que la vacilaran, abusaba de la exhibición de su belleza, potenciada por aquel botón de la blusa siempre abierto en el filo del abismo y la falda unos centímetros más corta de lo reglamentario, artilugios que, sumados a su forma de andar, advertían de su carácter más caribeño que asiático: su cuerpo y su mente trasmutaban un anodino uniforme policial en una tentación, como ciertas enfermeras. Y aquella mañana que hasta ese instante imaginaba ociosa y vulgar, el Conde, con la puerta abierta, se había revolcado, como siempre, en la observación golosa del F-l y en la generación desbocada de malísimos pensamientos.

– Está bueno ya, Mayo -dijo la policía, utilizando el mote con el cual siempre se dirigía a Mario Conde, dando por terminado el tiempo de contemplación, aunque premiándolo con un beso sonoro en la mejilla.

– ¿Y qué cosa tú haces aquí? -le preguntó el policía cuando pudo respirar, tragar saliva e, incluso, hablar.

– ¿Me vas a dejar en el portal?

Conde por fin reaccionó.

– Perdóname, coño, es que… -y se apartó del dintel-. Entra, entra, pero no te fijes en el reguero… Hoy iba a limpiar la casa, ¿sabes? Como estoy de vacaciones y… -siguió el Conde, con los nervios alterados, mintiendo sin pudor.

Al pasar por su lado y besarlo en la mejilla, Patricia le había regalado al Conde su olor: a piel limpia, a animal saludable, esencialmente a mujer. Por eso, mientras la veía avanzar por la sala, el hombre, por sentir, sintió incluso ganas de llorar…

– Hombre y policía: demasiado para una sola casa… Pero he visto leoneras peores -admitió Patricia, parada en medio de la sala, y de inmediato se volvió y miró a Conde-. Para que veas cómo soy, te propongo un trato.

Conde por fin sonrió. Y se dejó llevar. No le importaba, por supuesto, que lo condujeran al infierno si era Patricia quien lo halaba de la mano.

– Sé que me vas a joder, pero… A ver, ¿en qué andas?

– Si pospones las vacaciones y coges un caso, te ayudo ahora mismo a limpiar la casa.

Conde sabía que aquellas palabras y la respuesta que les daría le costarían más caro de lo previsible, pero no tenía opciones. Por eso, sin preguntar más ni recordar los férreos planes de no hacer absolutamente nada que tenía para sus días libres, dijo.

– Dale…, ¿qué caso?

Patricia sonrió, colocó su cartera sobre una pila de revistas que envejecían en un butacón, y hurgó en el interior del bolso, de donde extrajo un elástico. Con habilidad, recogió sus rizos negros y los ató sobre la nuca.

– Préstame un short y un pulóver viejo. Te cuento mientras limpiamos…

Patricia se descalzó, trabando un zapato con el tacón del otro y, ya descalza, abrió el tercer botón de su blusa. Mientras, Conde notaba que sus piernas temblaban y sintió cómo bajaba por su uretra una gota lubricante.

– Oye, Mayo, que esto no es un strip-tease, dame la ropa… y que esté limpia -exigió Patricia y por fin el policía reaccionó.

Dos horas después la casa estaba baldeada y todo lo organizada que se hubiera conseguido soñar para el tiempo de que disponían. A la vez Mario Conde quedaba al tanto de las pocas informaciones todavía existentes sobre el asesinato de un tal Pedro Cuang. Pero, sobre todo, el policía conocía la razón por la cual Patricia lo reclamaba: según la teniente, para alguien que no tuviera un guía confiable en el Barrio Chino aquel caso sería de imposible solución. Y Patricia sabía que entre los investigadores de la Central sólo el Conde, por la amistad que lo unía a su propio padre, Juan Chion, tendría alguna posibilidad tangible de acercarse a la verdad.

– Además, el muerto era amigo de mi padrino, Francisco…, y estoy segura de que mi papá lo conocía, aunque me dijo que no.

– ¿Y antes de hablar conmigo tú hablaste con tu padre para que él me ayudara?

– Ay, Mayo, desde que decidí venir a verte yo sabía que tú no podías decirme que no… ¿Para qué somos amigos?

Como si no hubiera suficientes fuerzas para desarmarlo, la voz de Patricia, cuando adoptaba aquel tono entre suplicante y provocador, podía quitarle todo al Conde. Hasta los calzoncillos.

Mientras bebía otra taza de café, sentado en la cocina, Mario Conde pudo oír cómo el chorro de la ducha caía sobre el cuerpo desnudo de Patricia Chion. Por suerte, dos días antes el policía había metido en la lavadora de Josefina, la madre del flaco Carlos, varias sábanas y toallas y pudo brindarle a Patricia una limpia y en niveles de deterioro aceptables, pues la mujer decía que no podía volver al trabajo en aquel estado de suciedad en el cual se había sentido al terminar la faena. Aunque Conde se la hubiera comido con ésa y hasta otras muchas mugres encima, hizo el último esfuerzo, el supremo de aquella mañana, y le dijo adiós a Patricia desde la cocina cuando ésta había entrado en el baño, cerrado la puerta y, previsora como una china, pasado el cerrojo. Con la mente desbocada, Conde fumaba en la cocina, el oído dedicado a escuchar el choque del agua con el cuerpo y a imaginar los ríos que formaría aquel líquido afortunado por la piel color canela.

Media hora después, mientras él mismo se preparaba para darse una ducha y salir a buscar los modos de cumplir su parte del trato con Patricia Chion, Conde descubrió en la banadera un pelo grueso, negro, recogido en sí mismo, como un muelle, un pelo que no podía provenir de otra parte que del pubis de la china. Con el vello ante los ojos y mareado por el olor a mujer limpia que había quedado flotando en su baño, no lo pensó más y se sentó en el borde de la banadera. No luchó demasiado consigo mismo: solo tenía a su alcance un alivio para sus ansias.

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