Capítulo 11

– ¿Y qué tú haces aquí a esta hora?

Conde la miró a los ojos. Tenía la mente llena de pensamientos, ideas, proyectos, recriminaciones, pero le faltaba aquella precisa respuesta reclamada por la mujer, y sólo fue capaz de decir lo que clamaba desde cada célula de su cuerpo.

– Me siento mal…

Támara lo observó un instante y comprendió que el hombre no mentía.

– Ven, entra, siéntate…

La reacción que lo condujo hasta la casa de Támara había sido visceral e incontrolable. La necesidad de disparar sobre un hombre, aun procurando hacerle el menor daño posible, resultaba un acto capaz de superar sus instintos naturales y de invalidarlo como el ser humano que era o pretendía ser. Por eso le pidió a Manolo que siguiera adelante con el caso y huyó del hospital adonde habían conducido a Panchito Chiú y, casi sin saber cómo, había ido a dar a la casa de los sueños, frente a la cual estuvo por más de veinte minutos antes de decidirse a llamar, mirando sin ver las esculturas de concreto con imágenes a medio camino entre Picasso y Lam.

Nada más sentarse y ver a Támara alejarse en busca de un vaso de agua, comprendió que había comenzado a recuperarse: no pudo dejar de mirar el movimiento de las nalgas de la mujer y pensó que, en lugar de agua, lo ideal para ese momento habría sido un trago de aquel Ballantine's cuya última reserva él mismo había agotado en la penúltima visita que hiciera a aquella casa.

Támara le entregó el agua y se ofreció a hacerle café, pero él le pidió que se sentara. Entonces se lo dijo: le había disparado a un hombre.

– Claro que no lo maté, Támara. Lo herí en una pierna, nada grave -añadió, ante la alarma de ella.

Encendió un cigarro y miró a la mujer. Al fin sabía la razón de su presencia allí: no por su rechazo a la violencia ni por escapar de hospitales e interrogatorios. En ese instante necesitaba un ancla, un punto de apoyo que ni siquiera sus hermanos de la vida, Carlos, Andrés, el Conejo y Candito el Rojo podían ofrecerle. Ni el sexo caliente de la china Patricia o el erotismo desbocado de Karina. Era algo más intangible pero más vital, más profundo.

– Casi no he tenido tiempo para pensar en lo que me dijiste, pero a la vez no he dejado de pensarlo -dijo él, y de inmediato lamentó su torpeza expositiva.

– ¿Y qué piensas cuando piensas?

– No pienso sólo en ti. Sobre todo pienso en mí. En la mierda que he hecho y estoy haciendo con mi vida. Pienso en la soledad, y en el miedo que le tengo. En que no puedo posponer por más tiempo decidirme a tratar de componer lo que todavía tenga arreglo…, y pienso que me ayudaría mucho hacerlo contigo…

Támara bajó la vista y se pasó la palma de las manos sobre la falda, como si necesitara secarlas del sudor.

– ¿Qué quieres decir exactamente, Mario?

– Que me haces falta. Eso… Coño, suena a bolero…

– ¿Y por casualidad estás pensando en que debemos casarnos o algo así?

– No, no he pensado tanto… O sí lo he pensado, para serte sincero, porque me da miedo la idea -dijo y sintió deseos de abofetearse a sí mismo: hay cosas que jamás se le dicen a una mujer-. Pero eso no es lo importante. Lo importante es lo otro.

– ¿Lo otro?

– Que estés cerca de mí…

Ella volvió a mirarlo. Conde casi pudo escuchar los sonidos de las fricciones que hacían entre sí los pensamientos de la mujer.

– Mario, no me pidas ahora que te ayude a arreglar tu vida. Primero necesito arreglar la mía… Y yo también voy a serte sincera: a veces pienso que tú formas parte de ese arreglo, pero todavía no estoy segura.

– ¿Y qué te hace falta para estar segura?

– Tiempo. Dame tiempo. Y no me presiones, por favor. Ya sé que eres obsesivo compulsivo, pero dame mi tiempo…

Conde le observó los ojos: eran las dos almendras húmedas de siempre, y comprendió, o creyó comprender, el reclamo de la mujer.

– Me tengo que ir -dijo, poniéndose de pie.

– ¿Estás cabrón conmigo, verdad?

– No, no…, bueno, un poquito -dijo y al fin sonrió-. Pero no te preocupes, tómate tu tiempo… Esta noche vengo para que me digas…

Ella también sonrió.

– Eres el tipo más insoportable que he conocido en mi vida.

– En algo tenía que ser el mejor, ¿no?

No lo pudo evitar: levantó la mano y le acarició el pelo. Y pensó: definitivamente, si alguna vez volvía a cometer el error de casarse, sería con aquella mujer. Lo del enamoramiento, por supuesto, ya estaba garantizado.


– ¿Entonces?

– No te preocupes. La bala apenas le rozó la piel y no le afectó ningún hueso. Lo que pasa es que se apendejó cuando vio que la cosa iba en serio. Después que lo curaron le enseñé el resultado de las huellas y lo cantó todo. Dice que al viejo Pedro le dio una sirimba y se le murió entre las manos, parece que de miedo o de rabia cuando Panchito le ahorcó al perro para presionarlo… Panchito estaba tan nervioso que no se dio cuenta de que el viejo nada más se había desmayado. Entonces fue cuando lo colgó del techo. Jura que en el cuarto nada más había papeles y tarecos y que no se llevó nada. Claro, el dinero de Amancio se había convertido en joyas y estaba en el cementerio… Lo de Zarabanda se le ocurrió allí mismo. Desde que se inició como palero siempre tenía las dos chapillas en el bolsillo, dice que le daban buena suerte, y entonces le hizo la cruz en el pecho y le cortó el dedo, para que se pensara en la brujería o en una venganza y no en el dinero. Lo más jodido es que estuve como una hora oyéndole la historia, porque casi no se le entendía nada… estaba llorando -dijo Manolo y le extendió la carpeta al Conde.

– ¿Y las huellas de la varilla de san Fan Con?

– También están en la carpeta.

Conde abrió la carpeta y buscó el análisis de las huellas. Encontró lo que sospechaba. Entonces tomó el papel y el sobre con la varilla y los extrajo del file.

– Manolo, hazme otro favor -le pidió el teniente mientras le alargaba la carpeta-. Llévasela tú mismo al mayor Rangel. Yo quiero ver a Juan… ¿Y qué te dijeron de la teniente Patricia?

– Dejó dicho en la dirección que iba a ver un caso, pero nadie sabe dónde está metida…

– Olvídate, yo me imagino por qué no aparece esa cabrona… Ella sabrá cómo arreglar sus cosas. Yo voy a tratar de arreglar las que me tocan a mí… Estamos en temporada de reparaciones… Ah, y dile al mayor Rangel que la muerte de Pedro no tenía nada que ver con la droga y que el caso está cerrado.

El Conde bajó hasta el parqueo de la Central y pidió al chofer de guardia que lo llevara a Infanta y Maloja. En el camino, el recluta que hacía de conductor intentó una conversación sobre sus intenciones de hacerse un verdadero policía, pero ante el poco caso recibido por parte de su auditorio, desistió. El teniente iba fumando y miraba hacia la calle, y todo el mundo en la Central -incluso los reclutas recién llegados- sabía lo que aquello significaba. Mejor ni hablarle… «Es un pesao», decían algunos, aunque la mayoría acotaba: «Pero es buena gente».

– ¿Doblo en Maloja, teniente?

– No, déjame en la esquina, es ahí mismo. Anjá. Gracias, Rosique… Ah, y piénsalo bien. Este no es un buen trabajo… ¿Por qué no te metes a cantinero?

– ¿Cantinero?

– Barman, de los que hacen el trago que les gusta a los clientes…

El Conde casi disfrutó con la cara del chofer y esperó a que el carro se marchara para buscar su camino. Avanzó una cuadra y, cuando entró por la primera bocacalle, lo vio: alejándose de él, hacia la otra esquina, caminaba Juan Chion con un paso que parecía haber perdido su elasticidad esencial. El Conde guardó el papel con el resultado de las huellas y el sobre con la varilla. Sacó un nuevo cigarro y sus espejuelos oscuros y se dispuso a seguir las huellas del anciano. Al principio supuso que iría a buscar los mandados de la casa, pues llevaba una jaba en la mano. Pero cuando habían caminado seis cuadras empezó a entender qué sucedía. Cruzaron Carlos III y el Conde ya no tuvo dudas: el viejo iba hacia el Barrio Chino. Caminaba sin prisa, con un paso sostenido y fuerte, y sólo se detenía antes de atravesar las calles.

Juan Chion dobló por Zanja y caminó hacia el centro del Barrio. «¿Qué irá a hacer?», se preguntó el teniente, manteniendo la distancia de unos cincuenta metros que lo separaban de su inesperado perseguido. Desde su perspectiva segura de cazador furtivo empezó a sentir una vergüenza tangible, capaz de dominarlo. No tenía derecho alguno a espiar la vida privada del viejo Juan Chion, y menos en un momento que, sin duda, debía de ser doloroso para el hombre. Pero la curiosidad por saber qué haría el chino lo mantenía en su ruta.

Ya habían caminado casi veinte cuadras y el Conde sentía en los pies la ardentía de sus pobres metatarsos, más tirados que caídos, mientras el sudor le corría por todos los cauces de su anatomía. «Va a doblar por Manrique, me juego un cigarro», apostó el teniente y se pagó a sí mismo con uno de sus magros Populares cuando el anciano torció por la calle donde había vivido el difunto Pedro Cuang. «¿Pero qué coño querrá?», se dijo y se apresuró para verlo entrar en el solar. Sin embargo, Juan Chion sólo se detuvo un instante en la entrada de la cuartería, miró hacia el interior del lúgubre pasillo y reanudó su camino. «Va para la Sociedad», pensó el Conde, y por eso debió perseguirlo más allá del restaurante Pacífico, más allá del periódico chino, hasta verlo doblar por San Nicolas. Cuando el Conde se asomó en la esquina, para contemplar el presunto final de largo viaje de Juan Chion, se encontró cara a cara con los ojos del viejo.

– ¿Te gusta mucho caminal, Conde? -le preguntó el chino, y el Conde pidió a la tierra que se lo tragara, ya, allí mismo, en pleno Barrio Chino.

– Viejo, es que… -intentó una excusa y no pudo mentir-. Me hacía falta hablar contigo y me extrañó verte salir. No sé, me dio por caerte atrás.

– Caminal es buen ejelcicio.

– Sí, eso dicen… Quería decirte… no sé, quería decirte algo -se turbó el policía, incapaz de decirle lo que ahora sabía o de expresar la solidaridad que también necesitaba comunicarle al anciano-. ¿Vas a ver a tu compadre?

Juan Chion movió la cabeza y miró hacia la entrada de la Sociedad Lung Con Cun Sol.

– Le debo una convelsación, ¿no?

El Conde guardó sus espejuelos.

– Creo que sí. Ustedes siempre van a tener mucho de que hablar… Pero tú no tienes la culpa de lo que hizo el hijo, ni yo…

– No es culpa, Conde. Tú tas bluto. Mila: es dolol y es velgüenza. Panchito mató a un paisano pol díñelo y… la velgüenza también mata, Conde.

– Está bien, está bien, ya entiendo. Sí, habla con él, pero no te sientas culpable… -Conde lo volvió a pensar, dudando si soltar al ruedo la pieza que completaría el puzle de la muerte de Pedro Cuang, y aunque nuevamente le pareció cruel, también le pareció justo, incluso necesario-. Mira, Juan, quería verte porque hay algo que no le he dicho ni le voy a decir a nadie, pero debo decírtelo a ti. Para que no te sientas culpable de nada…

– ¿Qué cosa, Conde?

– Tu compadre, Francisco, sabía toda la historia del dinero de Pedro Cuang y el plano del cementerio seguramente era para él. Nadie me lo ha dicho, y tampoco quiero que nadie me lo diga, pero estoy seguro de que Francisco le habló a su hijo de que de verdad existía ese dinero y un plano… y ahí se jodio todo.

Juan Chion miraba hacia un punto impreciso, más allá del policía.

– ¿Y cómo tú sabe to eso?

– Porque las huellas de Francisco estaban en el cuarto de Pedro, porque Francisco era amigo de Pedro, porque Francisco sabe leer en chino, y porque Francisco es el padre de Panchito y Francisco sabía en qué andaba su hijo…

– ¿Y tú dice que no lo hablaste con nadie má?

– No, ni con Patricia.

Juan al fin miró a Conde y, luego de un largo silencio, susurró.

– Glacia, Conde.

Juan extendió su mano derecha y Conde se la estrechó. Entonces, del bolsillo de la camisa sacó el sobre en el que había vuelto a guardar la varilla de san Fan Con que le había servido para comparar las huellas de Francisco con las halladas en el cuarto de Pedro Cuang.

– Mira, dale esto a Francisco -y le extendió el sobre a Juan-. Dile que se la devuelvo para que no me caiga arriba la maldición de san Fan Con… Y bueno, me voy con mi música a otra parte -dijo el Conde-. Ah, y discúlpame por haberte seguido.

– Na, yo entiendo, cosa de policía… Ah, si ves a Patlicita acuéldate de hablal con ella. Ella te lespeta, Conde. Y está loca, loca…

– No te preocupes, que no está tan loca nada… Yo también tengo muchas cosas que hablar con ella… Vamos, te acompaño hasta allí -dijo y le pasó el brazo sobre los hombros a Juan Chion-. Aunque todo haya terminado así, ha sido bueno trabajar contigo, viejo. Uno aprende cosas.

– ¿Qué cosas?

El Conde pensó: «Que ustedes los chinos siguen siendo rarísimos, que de verdad hay un olor a chino, que el honor y la amistad son el honor y la amistad, que la venganza nunca resucita a los muertos y que los padres nunca son capaces de juzgar a los hijos, en Cuba y en China». Pero dijo:

– Que los chinos no son hormiguitas.

Entonces Juan Chion se detuvo y le tomó la mano.

– Conde, Conde. Tú lo sabes bien, la velgüenza mata. ¿Sabes la velgüenza que tengo yo, y la que tiene Pancho?… Sí, tú sí sabes… Tú eles homble bueno. Yo he hecho cosas tlemendas en mi vida, y no me alepiento, no, no -insistió el anciano en su falta de arrepentimiento, y el Conde pensó que en realidad se arrepentía, y mucho-. Polque hay cosas que uno a veces tiene que hacel, ¿me entiende?

– Te entiendo, Juan. Y no te arrepientas. Sí, hay cosas que uno debe hacer en un momento de la vida y… otras que no debe hacer.

– Veldá… Adiós, Conde, ve pol casa -lo interrumpió el chino y realizó su breve reverencia.

El Conde, inmóvil en la acera, lo vio subir las escaleras de la Sociedad. A la altura del décimo escalón la figura de Juan Chion se le perdió en la oscuridad, como si hubiera levitado hacia el mundo apacible y lejano de Cuang Con y sus hermanos guerreros. Antes de ponerse en movimiento, el policía sacó de su bolsillo el papel con el resultado del análisis de las huellas de la varilla y lo troceó en varios pedazos que dejó caer por las hendijas de una alcantarilla.

El Conde regresó hasta la esquina, tratando de soltar cargas y de llenarse de consuelos inservibles que, por fortuna, Juan Chion no le permitió enunciar, y entonces lo advirtió: otra vez olía a chino. Claro, era un olor amarillo, tibio y persistente. Al menos el olor sobrevivía en aquel barrio con un pasado lleno de historias sórdidas y un futuro agonizante, aquel barrio mágico donde, como brotado de un ensueño, encontró un bar abierto, aireado por enormes ventiladores de techo y repleto de botellas de ron.

Sin pensarlo entró en el local y se acercó a la barra, de madera pulida y oscura, se acomodó en una banqueta y apoyó los codos. Un mulato cantinero, con una reluciente camisa blanca y un lazo negro al cuello se le acercó.

– ¿Qué hubo, Conde? ¿Lo mismo de siempre?

Y el policía asintió, sin preocuparse por el final de aquel sueño.

De la repisa del fondo el cantinero tomó una botella de ron Santiago y la depositó sobre la barra. Del mostrador alcanzó un vaso reluciente y lo cargó con una pequeña piedra de hielo. El Conde disfrutó el sonido del hielo contra el cristal y estuvo a punto de pedirle al mulato que lo hiciera otra vez. Con maestría, el discreto cantinero vertió el ron sobre el hielo, hasta mediar el vaso de aquel maravilloso líquido perlado, y sin pronunciar palabra, con una capacidad de discreción inexistente entre los cantineros cubanos, se retiró, para dejar al hombre solo, con su trago preferido y sus obsesiones que rumiar.

El Conde, sintiéndose fresco y sosegado, bebió un primer trago y comprendió hasta qué punto su tsin necesitaba aquel nuevo baño de alcohol. Menos mal que en esta ciudad cualquier cosa es posible, se dijo aquella tarde ya veraniega de 1989, cuando todavía era policía y sufría por serlo. Volvió a beber, dispuesto a no dejarse expulsar de aquel paraíso encontrado, como había sido excluido de tantos otros, reales e imaginarios. Ahora bebería en su bar ideal hasta que el ron le concediera el alivio del olvido. Cuando se estrellara contra la realidad, ya tendría tiempo para pensar en su tao. Al fin y al cabo, se dijo con el tercer asalto al vaso de ron con hielo, hay cosas que nada ni nadie puede cambiar.

Загрузка...