Sentado tras su buró, con el larguísimo habano entre los labios y envuelto en una nube de humo azulado, el mayor Antonio Rangel observaba a Mario Conde. El teniente sintió que su jefe lo había colocado entre dos placas de vidrio y lo estudiaba a través de las lentes de un microscopio como si se tratase de un virus mutante.
– Parece que saliste de un latón de basura -fue la primera conclusión, diríase que científica, del jefe de la Central de Investigaciones Criminales-. Por lo menos hueles como si hubieras estado en uno.
– Es olor a chino, jefe.
– ¿Olor a chino? -Rangel se sacó el tabaco de la boca y, con delicadeza, cortó la ceniza en un cenicero de cristal de Murano, reciente obsequio de su hija mayor, casada con un austríaco ecologista que recorría el mundo salvando ballenas y tigres bengalíes, aunque con presupuesto para dejarse caer por Venecia y comprar vidrios caros. Hay de todo en esta vida.
– Me acosté en la cama de un chino… Pero mejor ni te cuento, Viejo.
– Pues creo que no. Al contrario, cuéntame bien en qué andas, porque tengo cosas que decirte. No te mandé a buscar porque no pudiera vivir sin verte… ¿Qué coño hacías tú acostado con un chino?
– Pare ahí jefe… Se precisa aclaración.
El Conde profesaba un profundo respeto por su superior. No obstante, se sentía cómodo trabajando con él y le divertía aguijonearlo con sus comentarios irónicos. Mientras, el mayor Rangel, tan cáustico con el resto de sus subordinados, admitía -sólo para sí mismo- que tenía alguna debilidad por aquel investigador irreverente, a veces hasta confianzudo, que incluso se atrevía a tutearlo, llamarlo El Viejo, y colarse en su casa para que la mujer del mayor lo invitara a café. Al fin y al cabo, pensaba Rangel, algo debía soportarle: a pesar de todas sus manías y heterodoxias, aquel teniente era su apagafuegos. Y de vez en cuando tenía que vengarse.
Mientras le explicaba a Rangel que no es lo mismo dormir en la cama de un chino que en la cama con un chino y luego todo lo ocurrido desde que Patricia se presentara en su casa, el Conde tuvo la sensación de que sus ideas por fin se organizaban y se movía hacia un descubrimiento capaz de ubicarlo frente a la solución de su caso chino. Al mismo tiempo, la sensación de que alrededor de aquel asesinato existían otros misterios todavía invisibles pero más complicados, se convirtió en una nueva certeza. Sí, una sombra oscura del pasado flotaba sobre aquella muerte y la disipación de esa oscuridad, fuese cual fuese su carácter, podría traer consecuencias dolorosas. Pero le omitió a Rangel aquella parte de sus cavilaciones, todavía demasiado vagas, y no le mencionó la sospecha cada vez más maltrecha pero todavía viva que señalaba hacia Francisco Chiú.
– ¿Entonces no estás seguro de que el chino muerto haya tenido alguna relación con la cocaína que se estuvo moviendo en el Barrio? -preguntó Rangel, y abandonó el tabaco sobre el cenicero.
– Hasta ahora mismo no. ¿Por qué me preguntas eso, Viejo? Todo el mundo saca en algún momento la historia de esa cocaína que andaba por el Barrio…
Rangel se recostó en su silla y cerró los ojos por un instante.
– Lo que voy a decirte ahora es confidencial. Si alguien se entera de que lo hablé contigo, me parten al medio. ¿Está claro?
– Claro como el café que no me brindaste hoy…
– ¿Está claro? -el tono de voz del mayor cambió con la misma pregunta y Conde entendió a la perfección el significado de aquel movimiento.
– Sí, está claro.
El tabaco se había apagado, pero Rangel lo recuperó y lo sostuvo entre los dedos.
– Hay una investigación gorda sobre una cocaína que está circulando en Cuba. Muy, muy gorda. Hay gentes trabajando en eso. Si la droga que se mueve en el Barrio Chino no tiene que ver con tu muerto, olvídate de ella.
– Pero, Mayor…
– Sin peros, Conde. ¡Óyeme por una vez en tu vida, coño…! Encuentra a quien mató al chino viejo y vuelve a coger tus vacaciones. Y no se hable más de esto.
Aunque no entendía, Conde supuso que la decisión del mayor Rangel debía de responder a razones muy concretas y no había otra alternativa que acatar la orden.
– ¿Y si la droga y el muerto están relacionados?
– Pues para todo ahí mismo y vienes corriendo a verme antes de hacer nada. ¿Está claro?
– Ya te dije que claro como el café…
– Dale, desaparécete de aquí -explotó Rangel, utilizando el tabaco como puntero para indicar el camino de salida-. Pero ya estás advertido. Arriba, fuera…
Conde se puso de pie, se arregló la camisa e inició la retirada. Ya frente a la puerta, se atrevió:
– Estás muy tenso, viejo… Tienes que limpiar tu tsin…
– ¡Vete ya, cojones! ¡Y ve a bañarte!
Conde atravesó la antesala del despacho y salió al pasillo. Tomó el ascensor y buscó su diminuta oficina, donde Manolo se había quedado esperándolo.
– ¿Qué quería el mayor? -inquirió el sargento.
– Nada, tomarse un café conmigo y hablarme un poco de Confucio… Tú sabes cómo es él de sociable.
– No, no lo sé -dijo Manolo con toda su sinceridad.
– Bueno, a ver, ¿qué tienes?
– Mira -dijo Manolo y abrió la carpeta que reposaba sobre el buró-. En marzo del año pasado un policía, por pura rutina, le pidió identificación a un hombre que le pareció sospechoso en Zanja y Lealtad. El tipo se puso nervioso y el policía, después de ver el carné, le pidió ver qué llevaba en un canguro que tenía en la mano y el hombre se mandó a correr. Bueno, lo cogieron y llevaba varias listas de apuestas para un banco que jugaba con la lotería de Venezuela que se oye por la onda corta. Se hizo la redada y cayeron tres banqueros, pero nada más apareció el dinero del día… La cosa se complicó después: el jefe del negocio era el tal Amancio Valdés, y tuvo un ataque al corazón y se murió a los tres días de estar preso. Ahí mismo los otros dos banqueros vieron los cielos abiertos: dijeron que Amancio era el jefe del negocio y quien guardaba el dinero. Total, hicieron el juicio y por juego ilícito les echaron dos años a los banqueros y catorce meses al apuntador, pero nunca apareció ni un centavo más. Cuando esos banqueros salieron de circulación aparecieron otros, y lo de la lotería sigue a mil en el Barrio. Eso es lo que hay sobre esta historia, además de lo que uno se puede imaginar a estas alturas: Pedro Cuang fue a China cuando empezó el lío y regresó cuando se murió Amancio Valdés. Demasiada casualidad para ser casual, ¿no?
– ¿Y los presos siguen presos?
– Positivo.
– ¿Y la familia de alguno de ellos gastó dinero, hizo compras?
– Negativo.
– ¿Y en todo ese revolico no apareció ninguna conexión con drogas?
– Dos cigarros de marihuana que…
– Menos mal… -suspiró el Conde-. ¿Y qué más se supo de Amancio Valdés?
– Más cosas positivas: hasta 1959 tuvo un garito de juego en el Barrio Chino y la tapadera era una tintorería. ¿Sería mucha coincidencia que Pedro Cuang hubiera trabajado ahí?
– ¿También averiguaste eso? -preguntó el Conde y se apresuró a advertir-: Y si me dices «positivo» te mando al carajo.
Manolo sonrió y cerró la carpeta.
– Ya estás acelerao… Pues sí, allí trabajó treinta años hasta que se retiró en 1968. Pero ahora viene lo mejor -anunció y abrió una pausa que se alargaba mientras sentía crecer la tensión de su jefe-. Dice el forense que a Pedro Cuang le dio una hemiplejía y que fue después cuando lo colgaron. Parece que no querían matarlo, pero cuando le dio la sirimba a lo mejor se asustaron y pensaron que era preferible callarle la boca de una vez.
– Claro, no querían matarlo ni cortarle un dedo… El viejo era el camino hacia el dinero de Amancio… ¿Y qué más se sabe de Pedro Cuang?
– Casi nada. Que se sepa no tenía hijos, ni estuvo casado, ni tenía parientes en Cuba.
– Pero tenía a alguien a quien podía dejarle un mensaje.
– ¿De qué mensaje estás hablando, Conde?
Desde la única ventana del cubículo, Mario Conde observó la calle, donde se levantaba el espectro transparente del calor que volvía a imponerse tras la lluvia. Lamentó el estado deplorable de su mente, demasiado cargada de alcoholes, golpes, órdenes de Rangel, ngangas e informaciones confusas: no podía pensar a la velocidad necesaria. Pero el hecho de poder quitar a Francisco Chiú del sitial de honor de una posible lista de sospechosos le produjo un alivio en su embotado cerebro. Entonces decidió lanzarse por la única brecha prometedora que tenía ante sí. Del bolsillo de su camisa sacó el papel amarillo con caracteres chinos y se lo entregó a su compañero.
– De este mensaje… El camino hacia el dinero de Pedro, que puede ser el de Amancio, está escrito en este papel… Manolo, te pago una comida si me dices ahora qué significa Li Mei Tang-tercero izquierda-sexto derecha-árbol.
El sargento levantó la vista del papel grabado con los ideogramas chinos y miró fijamente a su jefe. Cuando detenía la vista en un punto cercano, su ojo izquierdo soltaba amarras y trataba de esconderse tras el tabique de la nariz.
– No te pongas bizco y dime, anda.
– Eso es un plano, ¿no? De un lugar donde hay un árbol, donde hay un camino que va a la izquierda y luego otro a la derecha y algo relacionado con alguien que se llama Li Mei Tang, ¿no?
Mientras lo escuchaba, El Conde percibió la luz que empezaba a iluminar su mente y comenzó a sonreír.
– Cojones, niño, pero si eres un genio.
Manolo, esperando entender la burla del teniente, también sonrió.
– No jodas, Conde.
– Sí jodo, compadre. Dale, vamos a buscar el carro para recoger a Juan. Eso tiene que ser la tumba de un tal Li Mei Tang en el cementerio chino. Me la juego a que sí.
– ¿Ahora, ahora, a esta hora?… ¿Y mis puercos, compadre, y mis puercos, eh, eh?
Manolo trataba de explicarle al repetitivo y cacofónico celador, pero el hombre insistía: que no, que no, ya era la hora de cerrar el cementerio y por tanto no podía pasar nadie a hacer nada y menos, vaya, y menos sin una orden del administrador. Además, él ya se tenía que ir a recoger unas sobras de un comedor donde se las guardaban para alimentar a sus puercos (tengo cinco, cinco, repetía) y no se iba a complicar ni por la policía ni por un chino muerto ni por nadie. Sus puercos primero…, segundo, tercero…
Aprovechando el enfático discurso del sepulturero, el teniente Mario Conde y el viejo Juan Chion se hicieron los entretenidos y avanzaron por el paseo central del camposanto y contaron tres pasillos, doblaron a la izquierda, caminaron entre los sepulcros, evitando los charcos dejados por la lluvia. Y en el sexto sendero, al torcer a la derecha, bajo un antiquísimo sauce llorón encontraron la recompensa: Li MEI TANG (1892-1956), grabado con letras doradas sobre una placa de granito rojo. La tumba de Li Mei Tang demostraba que, en vida, había sido un hombre pudiente. Pero el difunto no parecía haber recibido una flor hacía muchísimos años. La tapa de su sepulcro estaba manchada de tierra y resina de los árboles, y las anillas de bronce con que se manipulaba la loza la habían marcado con su alma verde.
– Es la pura verdad: qué solos nos quedamos los muertos, ¿no, Juan?
El viejo lo miró.
– No to los mueltos, Conde. Li Mei Tang segulo tiene compañía, ¿veldá?
– ¿Tú sabes que la tumba de un chino es un mal lugar para guardar algo? La gente cree que a ustedes los entierran con joyas y con dinero, pero lo peor es que los brujeros dicen que para hacer cazuelas judías los mejores huesos son los de los chinos.
– Lo que yo digo, pa to silven los chinos. Hasta pa blujelía cubana.
El Conde levantó la vista hacia donde Manolo discutía con el celador y luego observó la indeseable calma del cementerio. Sintió, como muchas veces, que su muerte podía ser algo tangible y cercano y deseó estar lejos de allí. El hipocondríaco que llevaba dentro empezaba a alborotarse y él sabía que aquellos despertares siempre terminaban en la depresión o en la melancolía. De verdad se quedan solos, se dijo, mientras encendía un cigarro.
– Así que aquí está el hombre -suspiró Manolo al llegar con el celador, que ahora daba una vuelta alrededor de la tumba y la reconocía como si fuera un perro de caza.
– ¿Y qué dicen que hay aquí? -preguntó el hombre, intrigado.
El Conde, sin mirarlo, le dijo a Manolo.
– Llama a la Central para que vengan a ayudarnos. Vamos a abrir esta tumba. Y diles que le guarden un poco de sobras para los cinco cochinos del compañero…
El rostro del sepulturero se aflojó ostensiblemente. Alimentar a sus cerdos debía de ser una de sus más arduas tareas cotidianas y con seguridad calculaba día a día cuánta carne y cuánta manteca se iba acumulando bajo la piel de los animales que, en el momento de sus respectivos sacrificios, le reportarían dos bienes escasos y añorados: comida y dinero.
– Si me resuelven lo de los puercos, que son cinco, cinco, no se preocupen por lo demás. Yo sólo abro la tumba y así me puedo ir más rápido -se brindó el celador.
– Pero es que también hay que buscar en esta mata. Por algo la anotaron en el plano y no creo que nadie esconda nada en la tumba de un chino.
– Con una pala yo lo puedo buscal. Con la lluvia la tiela está blandita -fue ahora Juan Chion quien ofreció sus servicios y el Conde se dijo: «Estoy rodeado». Pero siempre había algún modo de escapar.
– Bueno, arriba… Yo voy a comprar cigarros allá enfrente y vengo enseguida. -Y ante los ojos comprensivos de Manolo, el Conde huyó del cementerio.
Cruzó la calle hacia la cafetería y lo primero que descubrió fue que el bar contiguo estaba cerrado. ¿Aquello era un complot de proporciones nacionales? Apenas habían pasado las cinco de la tarde y resultaba absurdo que el sitio no estuviese abierto a la mejor hora del día para tomarse un trago. ¿Otro más? Sí, uno más tal vez le hubiera venido muy bien. Qué desastre. Entró en la cafetería y en la inmensidad petulante de la tablilla de ofertas leyó: CIGARROS POPULARES, CIGARROS SUAVES, CAFÉ. Y en un rincón, escrito a mano, un papelito que ofrecía Agua, con una concluyente aclaración: DEL TIEMPO, y observó, al otro lado, el freezer apacible del bar, capaz de ofrecer agua fría a todo aquel barrio. «No hay remedio», se dijo: «es una conspiración.» Pidió una cajetilla de Populares y dudó con el café. ¿Me atrevo? Se atrevió y lo lamentó profundamente. El supuesto café le dejó sobre la lengua un sabor de cocimiento dulzón y unos granos de borra casi imposibles de escupir.
Salió al portal de la cafetería y miró hacia el cementerio chino. La verja no le permitía ver lo que hacían los otros y sólo el tronco y las ramas cansadas del sauce llorón le ayudaron a ubicar la tumba de Li Mei Tang, donde debía haber, si acaso, unos cuantos huesos, un sarcófago podrido, mil sueños olvidados, pero quizás también un secreto valioso, tanto como para costarle la vida a un hombre. Encendió un cigarro y miró los autos que pasaban por la calle. «¿Cuál será ese secreto?», se preguntó sin intenciones de darse respuesta, pues enseguida pensó que la persona capaz de colgar y mutilar a Pedro Cuang sabía que el chino tenía relación con el banco de apuntación y debía de ser el albacea de la fortuna extraviada del banquero Amancio, con quien Pedro parecía haber sostenido una larga amistad y una fructífera sociedad en negocios sucios. Y ahora Conde sabía que el difunto se había llevado el secreto a la tumba. O a la morgue, donde todavía estaba. Además, el signo fatal de Zarabanda denunciaba al asesino como alguien conocedor de viejos secretos de mayomberos, aunque había algo que cada vez le sonaba menos auténtico… ¿Y por qué lo golpearon a él y no se llevaron la pistola? Sin duda, sólo fue que vieron entrar a alguien que tenía la llave del cuarto y decidieron aprovechar para hacer un nuevo registro. O tal vez apenas por precaución: un intruso podía hallar lo que el asesino no había encontrado. Pero si sólo… «No, no», pensó el Conde y se detuvo: «no me van a tupir», concluyó, convencido ya de que únicamente lo querían despistar con tantas pistas, ahorcando además a un hombre que creyeron muerto cuando aún no lo estaba y que, casi con toda seguridad, no había revelado el escondite del cementerio, pues si lo hubiese hecho, ellos hubieran encontrado las trazas del registro. Pero el que lo mató es alguien del Barrio, eso sí, y lo voy a joder. Lanzó la colilla a la calle y respiró hasta llenarse los pulmones -y más de la mitad del tsin- con el monóxido de carbono expulsado a chorros por una guagua renqueante y abarrotada. Y cuando más deseos sentía de largarse de allí, cruzó la avenida y siguió el camino ya develado hacia la tumba donde se violaba la paz de los difuntos.
Al verlo, Juan Chion le gritó: -Colé, Conde, colé -pero él no corrió. Había tiempo para ver el sarcófago de Li Mei Tang, donde apenas quedaban unos huesos quizás inservibles para las ngangas (algunas costillas y vértebras, la kiyumba había desaparecido) y sobre todo para deslumbrarse ante el cofre de metal extraído por Juan Chion de entre las raíces del viejo sauce llorón: cadenas, pulseras, anillos, aretes y monedas de oro ofrecían su brillo inconfundible y esencial desde el interior del estuche, que, ya sin duda alguna, le había costado la vida a Pedro Cuang.