El Gordo Contreras lo observó de arriba abajo y sonrió. Últimamente todo el mundo le descubría un color distinto o se reía al verlo llegar, pensó el Conde, y estiró la mano hacia el suplicio: una de las diversiones del capitán Jesús Contreras, jefe de la Sección de Tráfico de Divisas, era descargar la presión de sus doscientas sesenta y cinco libras de peso en un apretón de manos.
– El Conde, el Conde -dijo, como decía siempre que hacía pulpa los dedos del teniente, y, mientras reía, lo haló por la mano para hacerlo pasar a su oficina-. Oye, estás blandito hoy… y tienes algo raro en la cara…, estás como rosadito… ¿Qué tú hiciste hoy por la mañana?
Conde sonrió.
– No te lo puedo decir…, pero fue algo muy, muy bueno.
Contreras lo observó más detenidamente.
– Ya sé qué fue…, lo que no sé es con quién… Aunque si me pongo para eso puedo averiguarlo -dijo y sonrió, con todo su cuerpo, como solía hacerlo-. Sí, cuando uno lo hace bien hecho por la mañana se queda así, relajadito, ¿no?… A ver, a ver, para qué te hace falta hablar conmigo…
Durante años, Conde recordaría aquella sagacidad universal, y sobre todo la risa, profunda, de cuerpo entero, capaz de remover la voluminosa arquitectura del capitán de policía que, unos meses después, sería degradado, expulsado y juzgado por sus continuos y abultados delitos de extorsión, sacados a la luz por las todavía secretas investigaciones en marcha de las cuales, sin darle detalles, le había hablado el mayor Rangel. ¿Quién podía decir en ese instante que el capitán Jesús Contreras, aquel gordo simpático y sonriente, siempre tan servicial y eficiente, era un policía corrupto que con sus acciones puso en la picota incluso la cabeza del mayor Rangel, el policía honrado que, por desgracia, fungía como su jefe? Veinte años después, siempre que la imagen del Gordo Contreras regresaba a la mente del Conde, el ya ex policía sentía una mezcla mal llevada de asco, gratitud, rabia y compasión por el defenestrado.
– Tengo un chino muerto atrás, Gordo -le había dicho aquella mañana, cuando Contreras todavía solía ser su tabla de salvación.
– Ah, yo conozco un babalao que es una maravilla sacando muertos y espíritus burlones. Fíjate si el tipo es bueno que tiene clientes que vienen de afuera para hacerse la ceremonia de coger un santo y le pagan en dólares… Es un tipo un poco raro, la verdad, porque es ucraniano, de origen judío, y aquí en Cuba se metió a babalao. ¿Cómo la ves? Claro, el Gobierno es quien le hace los contratos con los extranjeros y le paga al babalao ucraniano en dinero cubano… Ja, ja. ¿Qué te parece eso? Bueno, dime, ¿para cuándo quieres que te saque un turno para que te haga una limpieza?
– No jodas, Gordo, que estoy cabrón y yo tengo un babalao, palero y abakuá mejor que el tuyo…
– ¿Y cobra en dólares? Dímelo, porque si cobra en dólares ahora mismo tengo que meterlo preso por tráfico de divisas…
El Conde ocupó una butaca frente al buró del capitán Contreras y paseó su vista por la oficina.
– ¿Ya tú no le brindas un café a la gente que te quiere?
Contreras rió, pero fue una explosión muy breve.
– ¿Así que café, no? ¿Tú no sabes que de arriba redujeron la cuota y ya no tengo café, eh? -mientras hablaba rodeó su buró y se dejó caer en su sillón. Siempre el Conde se preguntaba lo mismo: ¿cómo resiste el pobre sillón?, mientras observaba el espectáculo que había montado el Gordo para darle café-. Dime a ver, ¿qué coño tienen que ver Walesa y sus polacos de mierda con los boniatos y las yucas que se sembraban en Matanzas?, ¿o Gorbachov y su cagazón con el café de las lomas de Guantánamo?… Se jode un astillero en Polonia o los soviéticos se ponen a comer mierda y aquí se acaba el azúcar y a mí me quitan la cuota de café…
– Olvídate del café -le propuso el Conde, sin dejar de admitir para sí mismo que Contreras tenía razón. Pero justo en ese momento de lo que menos deseaba hablar era de economía socialista global y del futuro del comunismo europeo. O chino.
– Pero fíjate, para que tú veas que yo también te quiero -siguió el capitán y abrió una gaveta del buró y movió sus manazas, como el mago encima del sombrero: sacó un vaso de café y se lo entregó al Conde.
– ¡Coño, si está caliente! -exclamó el Conde, como si estuviera asombrado.
– Mira, muchacho, di una clase de bateo que para callarme el mayor Rangel me manda un vaso cada vez que le cuelan café, porque a él sí le mantuvieron su cuota… Cuestión de jerarquías, ¿no? -Y soltó las amarras de su risa. Su papada, sus tetas y su barriga de tonel sin fondo bailaron al ritmo estruendoso de su carcajada.
– No hay quién te agarre, Gordo -dijo el Conde, aunque la vida demostraría que se equivocaba. ¿Quién diría que Contreras no resultaba simpático?, ¿quién que era mucho más de lo que aparentaba?
– Y eso que hay gente aquí que siempre anda hablando mierda de mí, y tú lo sabes. Tú no, porque tú sí me quieres, ¿verdad?
– Yo, bueno, mira: es una cosa que no puedo vivir sin ti, te lo juro.
– Claro, por eso estás aquí. A ver, ¿qué te duele?… Por cierto… ¿el chino muerto que tienes atrás tendrá algo que ver con el cónsul chino vivo que estuvo esta mañana en la oficina del mayor Rangel?
Conde cerró los ojos. Lo que le faltaba.
– ¿El cónsul chino?
– Eso me dijo la secretaria de Rangel…
El Conde encendió su cigarro: ni siquiera había pensado que los moradores del Barrio Chino tuvieran algo que ver con el consulado del país que no era el mismo país cuando ellos salieron, aunque, por suerte o desgracia para ellos, los chinos nunca dejaban de ser chinos: ni aunque se operaran los ojos. Conde sabía que ahora debía moverse a mayor velocidad y fue directo al grano: estaba allí porque necesitaba que el capitán Contreras le cediera un informante.
– Alguien que conozca todas las movidas del Barrio Chino, Gordo, las que pasan y las que se comentan, y yo sé que tú debes tener a alguien.
– Ah, ¿sí? ¿Qué facilito, eh?
– Ayúdame, Gordo. Es un lío complicado, fíjate que ya están los de la embajada metidos en eso… y mira…, esto me lo hicieron ayer.
El Conde volteó la cabeza para mostrarle a Contreras el hematoma que se le había formado en la base del cráneo.
– Te dieron con ganas -dijo, sin reír esta vez, y añadió-: No, eso no se puede permitir… Eso es una falta de respeto y…
– Pero no quisieron robarme la pistola. ¿Tú entiendes eso? ¿Ahora mismo, cuánto vale mi pistola?
Contreras meditó apenas unos segundos y recitó:
– Alquilada, con ocho balas, cien pesos por día.
Vendida, como tres mil cañas, porque últimamente la demanda es mucha…
– Así que las alquilan… Mira, ésa no me la sabía. Tienes que ayudarme, Gordo.
– Eso ya me lo dijiste.
– Y te lo vuelvo a decir: ayúdame, compadre.
– Está bien, muchacho, te voy a tirar un cabo… Mira, tú eres un tipo legal y ya no queda mucha gente como tú. Pero déjame recordarte algo: nunca te vayas a creer que eres mejor que los demás. Aquí todos navegamos en la mierda y nadie sale ileso, nadie… Yo te defendí cuando tuviste la bronca con el teniente Fabricio, [5] porque tenías la razón y porque Fabricio es meao de perro y le venía bien que alguien le diera cuatro trompadas y dos patadas en el culo… Pero yo sé que a veces tú te crees cosas, te haces el intelectual y el pulcro, y eso le jode a mucha gente. Mientras seas policía tienes que comportarte como policía y no ponerte a comer mierda, porque un policía que no le gusta a otros policías puede tener una vida muy, muy complicada…
Conde lo dejó hablar, interesado en aquel juicio de Contreras que, en buena medida, lo sorprendía aunque no demasiado.
– ¿Y a qué viene ahora todo eso, Gordo?
– Viene a que ahora mismo este lugar es una bomba de tiempo y lo mejor es no tener que mandarse a correr cuando vuele en pedazos…
A la mente del Conde regresaron las misteriosas advertencias del mayor Rangel respecto a la droga y tuvo la certeza de que algo grave se estaba gestando bajo la aparente rutina de aquella Unidad Central de Investigaciones Criminales. Y, como tantas veces, de tantos sitios, sintió unos deseos irrefrenables de irse lo más lejos posible.
– Te voy a dar la mejor lengua que tengo en el Barrio Chino -casi lo sobresaltó la voz de Contreras y el dedo del Gordo, como un plátano macho, apuntado hacia su rostro-. Pero cuídamela. El Narra vale un millón de pesos. Y úsalo nada más para lo que estás investigando, no me lo compliques en otras cosas, mira que te conozco bien y cuando te impulsas…
Obviamente, el Narra también debía tener algo de chino y por eso le decían el Narra, aquel apelativo con el cual, sólo Dios sabía por qué razón, solían llamarles a los chinos en Cuba. Aquel Narra revelaba su origen sobre todo cuando se reía: los ojos formaban dos surcos profundos en la cara, como piquetes simétricos, con algo tétrico y siniestro. Aunque, por lo demás, no parecía chino: más bien un mulato cualquiera, sacado de un baúl de recuerdos. Usaba un demodé flat top con motas, sin patillas, el pelado que caracterizaba a los guapos y buscapleitos de la década de 1970, y sobre la piel oscura de su brazo derecho lucía un tatuaje que advertía «Eva, por ti me muero».
¿Qué le habría hecho o dado Eva para dejarse morir por ella?, el Conde pensó que debía preguntarle. La sonrisa del Narra mostraba dos dientes de oro deslumbrantes, como reflectores amarillos. Deja que se ría todo lo que quiera, le advirtió Contreras, pero la verdad es que se caga de miedo cuando ve a un policía. El Narra tenía treinta años, y doce los había vivido en la cárcel. Primero un robo con fuerza; luego tráfico ilegal de divisas, y ahí cayó en manos del Gordo Contreras, quien lo trabajó hasta domesticarlo y logró una reducción de condena a cambio de ciertos servicios. Trátalo bien, le había advertido el capitán. Te va a esperar a la una de la tarde en casa de su hermana, en el Cerro.
Cuando el Conde le mostró su carné de teniente investigador, el Narra se rió con toda su socarronería, como estaba previsto.
– Yo soy el amigo de tu amigo Contreras -le explicó, y el hombre le cedió el paso. La hermana vivía en el local de una antigua bodega de la calle Cruz del Padre, a la cual la ley de intervenciones primero, y la necesidad, después, le habían revertido el destino para convertirla en una vivienda oscura y sin alma. Una sala, una cocina y un baño, detalló el Conde antes de que el Narra le advirtiera en voz baja a la mujer que cocinaba:
– No estoy pa nadie, Cacha -y le indicara al policía la escalera del entresuelo de madera, fabricado gracias al altísimo puntal del inmueble, y sobre el cual habían instalado la habitación.
Al Conde le pareció que andaba por una caverna prehistórica. «¿Por qué se me ocurrirán estas mierdas?», se dijo y subió para encontrarse con un ambiente inesperado: equipos eléctricos para todos los usos y necesidades brillaban en aquel cuarto improvisado, un sitio que delataba inesperadas posibilidades económicas y una sólida protección en ciertos lances prohibidos. Pero recordó las advertencias de Contreras.
El Narra le brindó un sillón con la rejilla del culo bastante maltrecha, mientras él ocupaba el borde de la cama.
– Me van a quemar, teniente. Contreras está apretando. El ambiente está de bala en estos días.
– No hay líos. Nadie me vio.
– Aquí to el mundo ve y la calle está terrible.
– Despreocúpate, despreocúpate -quiso tranquilizarlo el Conde. Podía respirar el temor de aquel hombre de aspecto feroz que había cometido la imprudencia de hacer un pacto con el diablo.
– Los policías nunca pierden -dijo el otro y aceptó el cigarro ofrecido por el Conde. Buscó un cenicero y lo colocó en el suelo, al alcance de los dos-. Si alguien se lleva el pase de que estoy pitándole a ustedes, voy pal cielo sin escala, ¿usted sabe eso?
– Me lo imagino… Aunque no sé si te tocaría el cielo… Pero tenía que hablar contigo hoy mismo.
El Narra se miró las uñas: tenía uñas largas, gruesas, de un amarillo ocre y afiladas como cuchillas.
– ¿Y qué quieren ahora?
– Es fácil. ¿Tú oíste hablar del chino que apareció colgado en el solar de Salud y Manrique, a tres cuadras de donde tú vives?
– Sí, aquí to se sabe. Y si es un chino ahorcao…
– Por eso mismo estoy aquí. ¿Qué se comenta de eso en el Barrio?
El Narra fumó de su cigarro antes de responder:
– Na, eso, que lo guindaron.
– Creo que no querían hacerlo, pero se les fue la mano. Iban buscando algo y parece que no lo encontraron porque volvieron… ¿El hombre tenía algo que ver con la coca que anda perdida en el Barrio?
El Narra evitó la mirada del Conde y el policía aprovechó para observarle las manos al confidente: tenían un ligero temblor, más sostenido y visible que el que suele provocar el miedo. «¿Abstinencia?», se preguntó el Conde, y lamentó haber prometido no una, sino dos veces, limitarse a la búsqueda de un asesino. El Narra al fin habló, como si sus palabras no fueran importantes.
– No, pa mí que no. Esa droga voló hace rato del Barrio, porque lo único que se consigue ahora es algún poco de marihuana… Los que les venden polvo a los turistas están desesperaos y no se les ve por el Barrio… No, no, con esa candela no…
– Pero la gente por ahí decía que el chino tenía la plata de Amancio el banquero, ¿verdad? ¿Qué se ha dicho de eso?
Definitivamente, el Narra estaba demasiado nervioso. Aplastó su cigarro a medio fumar. El Conde sabía que aquel hombre tenía un pasado de violencia y de agresividad, pero ahora, viendo cómo sus manos temblaban quizás por la idea de ser descubierto por otros violentos y agresivos, que además tenían el poder, sintió lástima por él. Soy demasiado blando para esta mierda, se dijo el policía. ¿Hasta cuándo voy a seguir en esta jodedera? El acto de aplicar la fuerza de su posición sobre un hombre para doblegarlo y hacerlo temblar de miedo o de deseos de evadirse también lo degradaba a él como ser humano. Pero se suponía que debía hacer un trabajo, restablecer un orden, dilucidar un misterio, encontrar a un asesino… y la ironía que tanto parecía molestar a algunos era el recurso personal al cual había acudido para protegerse. Y conversaciones como aquélla, el medio infamante al cual debía recurrir muchas veces para llegar al fin socialmente necesario. «Pero sigue siendo una mierda», se empeñó en pensar.
– Ustedes no tienen paz con uno… -dijo al fin el informante.
– Deja eso y dime lo que se comenta en el barrio… Y oye esto: es mejor tener dos amigos que uno, y yo sé agradecer los favores -el Conde sintió cómo descendía en la escala de la ética sólo con decir aquellas palabras. Lo dicho: mierda y más mierda.
El Narra respiró, sonoramente, y se lanzó al vacío.
– Na, hace como un mes oí un pase en la timba de dominó que se forma al lado de la barbería de la bodega de San Nicolás. Eso de que el chino viejo ese tenía la pasta de Amancio el banquero. Si es verdad, tenía que ser bastante plata, porque Amancio sí que era un cabrón de la vida…
– Anjá. ¿Quién habló del chino y el dinero de Amancio?
– Na, había gente de la canalla del Barrio y se estaban tomando unos tragos… Habladera de mierda.
El informante se sobaba con la mano el brazo tatuado, revelando su incomodidad. Conde recordó que debía preguntarle por las virtudes de la tal Eva. Pero después.
– Narra, no le des más vueltas. Dime quién fue.
El informante se palpó el bolsillo y Conde leyó el gesto: sacó su cajetilla y le ofreció un segundo cigarro. El Narra necesitaba rellenar con nicotina otros vacíos alterados por el miedo.
– Panchito -dijo nada más encender el pitillo-. Pero estaba hablando giña, yo creo que se había pasado un cilindro.
– ¿Un cilindro?
– Un taladro, un tabaco, un pito, un mazo de hierba…
Conde dio la última calada a su cigarro y se preparó para hacer la pregunta. Deseó con todas sus fuerzas que la respuesta inminente no fuera la que, con toda seguridad y fatalidad, iba a obtener:
– ¿Quién es Panchito?
– Panchito Chiú. Vive por allá arriba por Lealtad. Pero ya le dije, ese tipo es un hablador de mierda profesional. Siempre anda con un cuchillo chino y dice que es karateca octavo dan…
– ¿Karateca? -insistió el Conde y se tocó la base del cráneo, todavía adolorida. Un hematoma que se sumaría a la larga lista de daños colaterales que ya veía venir.
– Sí, se pasa la vida hablando esa cáscara para que la gente le coja miedo, y ahora se metió a palero y anda todo el día con que si Siete Rayos lo protege y esa descarga, pero el tipo…
– Ya me lo dijiste: es un hablador de mierda… Le doy recuerdos de tu parte al capitán Contreras -y el Conde se puso de pie. No necesitaba saber más. No quería saber más. Ni siquiera sobre Eva. Dudó entonces del modo en que debía despedirse del informante: «¿Debo darle las gracias?», pensó-. Gracias por todo -le dijo al fin y estuvo a punto de estrecharle la mano al Narra, pero prefirió no hacerlo: las manos del soplón seguían temblando y debían de estar húmedas de sudor. Ya tenía suficiente mierda encima, por fuera y por dentro. Y un soplón siempre será un soplón.
Ahora podía calibrar las proporciones del error al que lo indujera la insistencia de Patricia: nunca debió forzar a Juan Chion a mezclarse en aquella historia. Pero volvió a recordar el tema de los daños colaterales y entendió mejor a la teniente Chion: la china, que debía sospechar de dónde venían los tiros y hasta tener otros temores no confesados, había calculado la conveniencia de que aquel caso cayera en las manos blandas del Conde y no en las garras de otro policía. Y el desayuno con pasteles de coco y guayaba de aquella mañana, seguido del manjar de su cuerpo, quizás formaba parte de la manipulación. ¿Sería capaz de haber fraguado algo así aquella mujer, policía como él? ¿Le estaba pidiendo que tapara algo, en lugar de develarlo, y lo pedía utilizando todas, todas sus armas? No, el Conde no lo podía creer. Pero a la vez no podía dejar de pensarlo.
Salió a la calle y ni siquiera le molestó la claridad del sol ni la última imagen del Narra, escondido detrás de la puerta, mirando al suelo mientras él buscaba la calle. Porque el Conde sentía que lo habían obligado a profanar una tumba que jamás debió ser tocada. Molesto con aquella historia que incluía muertos del pasado y del presente, pero sobre todo disgustado consigo mismo y con sus incapacidades para entender los trasfondos de las personas, atravesó la Calzada del Cerro hacia donde Manolo lo esperaba en el carro. Como era tan habitual en él, otra vez el teniente sentía que estaba a las puertas de la solución de un caso y, sin embargo, aquella certeza no lograba producirle alegría. Más bien lo contrario: una sensación de faena terminada con un gran y doloroso reguero de mierda.
El ya lo sabía: mientras no cambiara de vida, otra historia sórdida siempre lo estaría esperando al doblar la esquina. Ahora dobló una esquina real y levantó la mano haciendo una V con los dedos cuando vio a Manolo: el asesino del infeliz Pedro Cuang no se iba a quedar en la calle, porque si no era el tal Panchito, por él llegarían a la cola de la serpiente, ¿o a la cabeza? ¿Y si, como pensaba, el criminal resultaba ser el mismo Panchito, el ahijado de Juan Chion? Pues se jodería Panchito: las culpas deben pagarse. Si no, que alguien bajara al infierno y le preguntara al hijo de puta capitán griego que se dedicaba a congelar chinos y lanzarlos por la borda de su barco. Pero… ¿y a qué chino estaba destinado el plano del cementerio?
– Creo que la cagamos -le dijo al sargento, casi sin pensarlo, y entró en el auto-. Vamos a ver a Juan Chion.
Manolo puso el carro en marcha y dobló a la izquierda para subir por un costado del estadio.
– ¿Cómo fue la cosa?
– En el Barrio se comentaba que Pedro Cuang tenía la herencia de Amancio, o sabía dónde estaba, y hay un tal Panchito Chiú que estaba bastante interesado en el dinero del viejo. Además, el tipo anda con un cuchillo y es palero, así que sabe muy bien qué cosa es la firma de Zarabanda… Y el tal Panchito Chiú, como te imaginarás, es el hijo de Francisco Chiú, y no sería mucha casualidad que la sombra del gato gigante que vimos en la Sociedad china no fuera la suya, ¿verdad?… Creo que el chiste de marcar al viejo Pedro y cortarle el dedo le va a salir caro. Un castigo divino por andar jugando con Zarabanda, ¿no?
Manolo bordeó el estadio del Cerro: la catedral del béisbol en Cuba. El Conde miró por uno de los corredores abiertos entre las graderías y tuvo una visión fugaz del terreno tan verde y apacible, ahora vacío. Recordó las incontables ocasiones en que con el Flaco -cuando todavía era flaco-, Andrés, el Conejo, Candito y otros de sus amigos se había sentado en las gradas de aquel santuario de tierra y hierba donde se practicaba el rito mágico del juego (en verdad no era tal) de pelota. La última ocasión había sido apenas dos meses antes y con los mismos amigos, incluido el flaco Carlos. Apenas entrar, había sentido en ese sitio magnético la liberación de las tensiones de la vida que sólo puede lograr la acumulación de otras tensiones, las propias de un buen juego de pelota. Ahora el campeonato había terminado, hacía ya dos semanas, y todavía le dolía la inexplicable derrota de su equipo, desplomado al final, luego de haber liderado desde el principio toda la temporada. «Deberían haber ganado, los muy maricones», pensó, recordando cuánto había sufrido el Flaco con aquel descalabro de ilusiones sostenidas durante tres meses y esfumadas en una semana horripilante.
«¡Cojones!, ¡lo que les falta es cojones!», había gritado Carlos y tenía muchísima razón: todo se reducía a una cuestión de cojones (o más bien a la falta de ellos).
Al salir a la calle 19 de Mayo, el Conde miró a Manolo:
– ¿Cuántas huellas útiles había en el cuarto de Pedro Cuang?
– Siete.
Conde metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó el sobre donde había colocado la tablilla de san Fan Con.
– Mira a ver si alguna coincide con las que hay aquí…
– ¿Estás pensando que Francisco Chiú…?
– No estoy pensando nada… Lo que creo es que si entre las huellas que se recogieron en el cuarto está la de Panchito, no hace falta ni que cante. ¿Quieres que te diga una cosa? Ojalá no estén las de ese muchacho. Ojalá todo lo que pienso no sea lo que ocurrió… Aunque tenga que seguir una semana en esta historia, aunque tenga que aprender a hablar en chino, a comer con palitos y hacer la Gran Marcha… Ojalá que no sea él y que su padre no haya tenido nada que ver con todo esto. Por el viejo Juan…
Se incorporaron a Ayestarán y luego de atravesar el semáforo de Carlos III, Manolo siguió por la izquierda y entraron en la calle Maloja. La casa de Juan Chion seguía allí, oprimida por sus vecinas, hasta que la muerte las separara.
Mientras el Conde tocaba a la puerta, el sargento Manuel Palacios repetía el invariable rito de desenroscar la antena de la radio para guardarla en el interior del carro. En aquellos barrios eran capaces de robarle hasta a la policía. «Déjalo que sea precavido, Conde, eso no es asunto tuyo», se dijo, golpeó con la aldaba y esperó por el rostro sonriente de Juan Chion.
– Ah, la policía -dijo el viejo y los invitó a entrar.
– ¿Por qué estás sudando, Juan?
– Ejelcicios, Conde. Tú también tienes que hacel un poco de ejelcicios, ¿no? Mila, mila, estás flaco, pelo ya tienes pancita.
– Y tengo noticias… Y creo que malas -hizo una pausa, antes de soltar la piedra que provocaría el alud-. Parece que Panchito Chiú, el hijo de tu compadre, está metido en este lío.
Juan Chion miró al Conde y luego a Manolo. Cualquier resto de sonrisa había desaparecido de su rostro y las gotas de sudor corrieron blandamente hacia el cuello. El viejo se dejó caer en su desvencijada butaca y suspiró, como si estuviera profundamente enamorado. Un amor doloroso, se dijo el teniente, que ahora gozaba de la ventaja de poder leer los signos del pasado muerto y enterrado de aquella historia.
– ¿Tú ves, Conde, pol qué yo no quelía? Chino buscando desglacia de chino -afirmó y se levantó.
Juan caminó hacia el interior de la casa y entonces el Conde se fijó en la foto que desde siempre ocupaba el lugar de preferencia de la mesita de centro: Juan Chion aún no tenía canas y sonreía a la cámara con todo su corazón. Llevaba cargada una niña color caramelo, de unos dos años, dueña de unos ojos achinados que habían sido acentuados por el maquillaje. La niña iba vestida con un trajecito brillante de princesa oriental y sólo el color de su piel y los rizos de sus cabellos podrían hacer dudar de su origen asiático. Junto a Juan Chion y la niña había una mujer que sostenía en sus manos la corona de falsos diamantes y esmeraldas que debía completar el traje de su alteza. Era una negra hermosa, de caderas desplegadas y piernas como dos columnas, y también sonreía a la cámara. «La felicidad», podía llamarse aquella estampa, como la película.
Juan Chion regresó con una de sus pipas en las manos. Volvió a su butaca y dijo:
– Desglacia tlae desglacia. Chino no debe metelse donde no lo llaman. Eso lo aplendí hace mil años -dijo, con un sentido críptico que ahora al Conde le resultó diáfano, y cerró los ojos para fumar. Retiró la pipa de sus labios y el humo escapó de su boca lentamente, como si lo abandonara para siempre. El Conde se sintió excluido del dolor del viejo Juan Chion y pensó que su trabajo solía tener recompensas como aquélla. «Mierda de trabajo», se dijo, volvió a mirar la foto de «La felicidad» y se armó de la paciencia más sólida, como vulgarmente se suele decir.
Apenas se sorprendió al escuchar la nueva revelación de Juan Chion: su viaje a Cuba lo había financiado su viejo amigo Francisco Chiú. El compró los permisos y el pasaje del barco para que Juan pudiera escapar de la miseria agresiva de Cantón y empezar una nueva vida, quizás mejor, en aquella isla del remoto mar Caribe. Entre los chinos, aquel gesto tenía un valor eterno, pues representaba un desafío del destino individual y, a la vez, engendraba para cada uno de los protagonistas una responsabilidad y una obligación que duraba por el resto de la vida: Francisco pasaba a ser como un padre para Juan, y éste debía gratitud perpetua a su benefactor. ¿Sería por aquella pesada gratitud o por la suerte de Sebastián por lo que Juan decidió acompañar a su amigo el día que iban a matar al capitán griego? El Conde nunca lo sabría, aunque pensó que la muerte horrible de un ser querido debió de haber provocado la drástica decisión del padre de Patricia.
La amistad entre aquellos dos hombres había sido mucho más que una fórmula social o una obligación moral, mucho más que la afinidad de haber nacido en la misma aldea cantonesa, de haber jugado en el mismo río de aguas turbias y de saberse descendientes de los guerreros que combatieron con el gigante Cuang Con por la libertad de las mujeres del reino. Estaba conectada con lo impronunciable, con lo doloroso y lo prohibido. Por eso trataron de sellar los lazos de una sangre derramada con los bautizos cruzados de sus hijos cubanos, pues para ellos aquel compromiso ante un Dios nuevo pero aceptado tenía una significación recta: el padrino es el segundo padre, y la madrina la segunda madre, y así lo habían prometido aquella tarde, frente al altar de una iglesia habanera.
La que murió primero fue la madre de Panchito, y su padre, trabajando tantas horas en la bodega, apenas pudo atender al muchacho, que se crió en la calle, sin las ventajas disfrutadas por Patricia. Y eso era lo que más preocupaba al viejo Juan Chion: que él fuera el padre de Patricia, a la cual su madre había criado con rectitud y cariño, mientras su segundo hijo en la tierra, Panchito Chiú, no había tenido aquellas oportunidades. Y ahora, para colmo de desgracias, él había intervenido en el desenlace de toda aquella historia coronada con un final nada feliz… La noticia iba a matar a Francisco, anunció Juan, y el Conde recordó entonces la filosofía del tao y los caminos de los hombres de los cuales le hablara el mismo Juan Chion: ¿no era que el camino de cada muchacho ya estaba escrito antes de venir al mundo? Patricia buena, policía, inteligente, con un componente ladino como le correspondía o, según los prejuicios, debía corresponderé por sus genes chinos. El otro, asesino, ladrón, malvado y, para rematar, estúpido y parlanchín… «Mierda, eso de la predestinación no se lo cree ni san Fan Con», se respondió y, sin atreverse a mirar a los ojos del anciano, intentó buscar alguna justificación.
– Tú no hiciste nada que no hubiera hecho ya el destino. Si de verdad fue Panchito, de cualquier forma lo hubiéramos sabido, viejo, y acuérdate de qué manera mató a un paisano tuyo y por qué lo hizo. Lo siento por su padre…
El Conde le hizo una seña a Manolo. Se levantaron y, al pasar junto al anciano, le puso una mano en el hombro. El chino apenas movió los párpados.
– Hay trabajos que son así, viejo. Cuídate mucho. Haz tus ejercicios…
– Vuelvan otlo día -dijo Juan Chion antes de cerrar los ojos y fumar otra vez de su pipa de caña-brava-. Si ven a Patlicita díganle que venga plonto -y el Conde sintió cómo el dolor de aquel viejo lo tocaba en el pecho: Juan Chion no se merecía sufrir así por una culpa que no le pertenecía. Ni siquiera si ya estaba marcada por la irrevocable fatalidad del tao.