Capítulo 6

– ¿Qué te pasa?

El sol brillaba impertinente a las nueve de la mañana y ya amenazaba con prodigar un día infernal. De la bahía cercana se levantaba un resplandor sucio y el Conde, protegido por sus espejuelos oscuros, sentía las estocadas de la luz en sus pupilas como alfileres ardientes. Hizo el intento de sonreírle a Candito, pero no pudo.

– Estás verdoso, Conde.

– ¿Y de qué color tú quieres que esté, Candito? Tengo una resaca que lo que quiero es morirme…

– Te estás aflojando, mi herma… Mira, yo amanecí campana y tomé lo mismo que tú…

– ¿Orujo?

– Dale, que ahí viene la lanchita -dijo Candito y lo tomó por el brazo, como a un ciego.

La vieja lancha que cruzaba la bahía desde la Avenida del Puerto hacia el pueblo de Regla había comenzado su atraque y el Conde pensó que era una mala idea eso de lanzarse a la navegación con aquella resaca alta. Aunque el tránsito era breve y el mar parecía apacible, su maltrecho estómago podía voltearse con el vaivén de las más mínimas olas. Pero respiró profundo y embarcó.

La noche anterior, cuando a petición de Carlos había dibujado sobre un papel el signo grabado en el pecho de Pedro Cuang, Candito le dijo que se olvidara de san Fan Con y toda aquella cantaleta china, pues estaba despistado o lo habían despistado: el Rojo estaba casi convencido de que las flechas, el círculo y las cuatro cruces eran una firma de palo mayombe, la brujería conga, y el dedo que le habían cortado al muerto debía de ser para usarlo en una nganga. ¿Una nganga? Pues si querían estar seguros de lo que significaban aquellos signos y saber de ngangas y firmas de palo, Conde tenía que ver a Marcial Varona, el viejo ngangulero más sabio y respetado entre todos los brujos de Regla, la meca de la brujería cubana.

Mirando hacia un punto distante, más allá de las altas paredes encaladas de la iglesia de la Virgen de Regla, el policía pudo completar la breve travesía sin que se concretara la amenaza de vómito, pero al poner pie en tierra sintió un súbito mareo, como si la borrachera se le hubiera reactivado.

– Ahora estás cenizo, cabrón -le advirtió Candito.

– Déjame coger aire, seguro se me pasa -pidió el policía y se recostó en el muro que rodeaba la iglesia. Del bolsillo de la camisa extrajo una duralgina y la masticó, absorbiendo todo el amargor del analgésico. Entonces encendió un cigarro y observó el mar. Sintió cómo los efluvios del mareo se iban asentando y escupió en la tierra-. De pinga, creo que más nunca en mi vida me tomo un trago.

Candito soltó la carcajada y obligó al Conde a reír también.

– No jodas, Mario Conde, eso lo estás diciendo desde que te conozco.

En ese instante pasó frente a ellos el párroco de la iglesia, vestido para el oficio, o quizás regresando de haber otorgado una extremaunción.

– Mira, te lo juro por la madre del cura.


– Zarabanda -afirmó Marcial Varona y devolvió el tabaco a su boca.

Aquel negro podía tener cien, doscientos, cualquier cantidad de años. Su cabeza, cubierta con una lana blanca, contrastaba con la profunda oscuridad de su piel, marcada por todas las arrugas posibles, amontonadas como pliegues rígidos. Pero fueron los ojos del anciano los que atrajeron el interés del Conde: el globo ocular era casi tan negro como la piel y trasmitía una expresión que en tiempos pasados, cuando Marcial fue joven y fuerte, debió de infundir pavor. Según Candito, Marcial era nieto de esclavos africanos y había vivido toda su vida en Regla, donde se inició en los secretos religiosos de la regla de palo y se hizo mayombero. Pero, por si fuera poco, el viejo también fungía como babalao de la Regla de Ocha y muchos lo consideraban el mejor conocedor de las prácticas de la santería yoruba. Pero, si todavía fuese poco, Marcial detentaba la condición de miembro del antiquísimo «juego», abakuá de los Makaró-Efot, una de las más viejas células de aquella sociedad secreta venida del viejo Calabar africano en los barcos negreros, y, por muchos años, había ocupado en Makaró-Efot las más altas dignidades de la cofradía. Pero cuando Conde vio colgado de una pared, junto al altar católico presidido por un crucifijo y por la virgen de Regla, la santa cubana de rostro negro, aquel diploma del Gran Consistorio del Grado 33 de la masonería cubana, a favor del hermano Marcial Varona, supo que se hallaba frente al hombre adecuado: un arca de saberes sin fondo y una muestra viva de qué coño significaba ser cubano. Candito le había advertido que hablar con el anciano era como consultar a un viejo gurú tribal, el hombre capaz de guardar en su mente todas las historias y las tradiciones del clan, y muy pronto el Conde lo corroboraría.

La brisa marina corría debajo de la ceiba que Marcial había plantado setenta años atrás en el patio de su casa y sus efectos fueron recomponiendo el organismo del Conde, quien sintió cómo el inmejorable café servido por una de las tataranietas del viejo iba despertando una a una sus embriagadas neuronas.

– Zarabanda es nganga de brujo congo, pero también es de Oggún lucumí, o de la santería yoruba, como se dice ahora. Oggún es el dueño del monte y de los hierros, y es san Pedro, el que tiene las llaves del cielo, que también son de hierro, ¿no? Por eso Zarabanda no es palo auténtico, sino una mezcla criolla, ¿entiendes?

– No -admitió el Conde con toda su sinceridad, sintiéndose incapaz de asomarse a su ironía, y le pidió a su cerebro macerado un esfuerzo viril para comprender y asimilar aquella información escolástica, totalmente críptica para un hombre que, por voluntad propia, había terminado su relación con las religiones justo el día en que, obligado por su madre, tomó su primera y última comunión.

– A ver, mijo… El palo monte es la religión de los negros congos y la nganga es el asiento del misterio de esa religión. El Arca de los judíos, el cáliz… Nganga quiere decir espíritu de otro mundo. En la nganga, que físicamente se reúne en una cazuela de hierro donde se colocan varios atributos, se atrapa a un difunto para que sea esclavo de un vivo y haga lo que el vivo le ordene. La nganga es poder y casi siempre se usa para hacer el mal, para acabar con los enemigos, porque la nganga concentra las fuerzas sobrenaturales del cementerio, donde están los difuntos, y las potencias del monte, donde están los palos sagrados de los árboles, entre los que viven los espíritus… Por eso la religión se llama palo monte…

– ¿Y qué tiene que ver esto con una nganga? -preguntó, mostrando otra vez el papel dibujado, pues ya no pretendía comprender, sólo mover el diálogo de lo abstracto del mundo intangible a lo concreto grabado en el pecho de un chino muerto.

– Esa es una firma de Zarabanda. La firma es el signo que siempre se escribe en el fondo de la cazuela de hierro que va a recibir la nganga. La firma es el asiento de la firmeza, como se le dice al poder, y es la base de todo lo demás que contiene la cazuela. Fíjate bien en el dibujo: lo redondo es la tierra y las dos flechas en cruz son los vientos. Las otras cruces marcan los puntos del mundo, que siempre son cuatro… No busques más, eso que está ahí quiere decir Zarabanda… Pero lo raro es que esa firma, así como ésta aquí, ya casi no se usa. Ahora los que se creen que saben le ponen más flechas y adornitos, como si eso importara. Esa que está ahí es la firma vieja, de los tiempos de la colonia, como la hacían mis abuelos, que eran congos legítimos venidos de allá…

La mano de Marcial indicó un punto preciso, más allá de las fronteras del pueblito de Regla, por encima del mar. El principio de todo.

– ¿Y es verdad que se ponen huesos de persona en las ngangas?

– Claro, si no, ¿cómo vas a tener al muerto? La nganga lleva mil cosas, sea conga pura o sea una mezcla criolla con la santería yoruba, como Zarabanda. Pero siempre tiene que llevar huesos de hombre, y mejor si es la cabeza, la kiyumba, que es donde están los malos pensamientos, la locura, el odio, la ambición. Luego lleva palos del monte, pero no unos palos cualquiera, sino palos sagrados, con poder; también piedras de centella que ya hayan bebido sangre, huesos de animales, entre más fieros mejor, un poco de tierra de cementerio y azogue para que nunca, nunca esté quieta. Ah, y agua bendita si se quiere para el bien. Si no, no se bautiza, y se deja judía… Pero si la nganga es de Zarabanda, como él es el dueño de los hierros, lleva entonces una cadena alrededor de la cazuela y dentro hay que poner también una llave, una herradura, un imán, un martillo y encima de todo el machete de Oggún… A todos esos atributos se le da a beber sangre de gallo y chivo, y después se adorna con plumas de muchos colores.

El Conde sintió cómo se perdía en un mundo que por algún sendero se remontaba hasta más allá del monte Sinaí y seguía hacia los orígenes de la inteligencia humana. Había sido colocado ante una mezcolanza de culturas -y Marcial Varona era su representante vivo y ejemplar- con la cual había convivido desde siempre, de la cual él mismo formaba parte, pero de cuyos arcanos y prácticas había estado infinitamente alejado. Aquellas religiones, siempre estigmatizadas por esclavistas católicos y cristianos, quienes las consideraban heréticas y bárbaras, luego por burgueses que las estimaban cosas de negros brutos y sucios, y en los últimos tiempos marginadas por materialistas dialécticos capaces de calificarlas con criterios científicos y políticos como rezagos de un pasado que el ateísmo debía superar, sin embargo tenían para Mario Conde el encanto de la resistencia del espíritu humano y su voluntad de quebrar los dictados de la fortuna. Los misterios de aquel universo trasladado desde África por cientos de miles de esclavos se habían arraigado en el país, habían sobrevivido a todos los embates sociales, económicos y políticos y se habían hecho carne de su cultura cotidiana: paleros, santeros, abakuás y babalaos (que además de practicar aquellos ritos eran masones y católicos, todo a la vez) andaban por las mismas calles que él, bajo el mismo sol, bebiendo los mismos rones, pero recubiertos por una fe útil y pragmática que el policía no tenía y cuya esencia se sentía incapaz de comprender en sus más profundos beneficios, secretos y amalgamas. ¿Zarabanda congo es lo mismo que el Oggún yoruba señor del monte y los árboles, y lo mismo que el san Pedro cristiano, apóstol en la tierra, piedra de la Iglesia de Cristo y dueño de las llaves del cielo? ¿Si no tenía agua de una iglesia católica, bendecida por un cura ensotanado, era una nganga judía? La revelación de la existencia de aquella mezcla de religiones coetáneas o antagónicas, los múltiples efectos secundarios de la mala borrachera de la noche anterior y la imagen de un chino ahorcado en un solar de La Habana y marcado en el pecho con una casi olvidada firma de Zarabanda, formaban un fárrago en su cabeza adolorida, de donde salió, como una pequeña serpiente que asoma tímidamente la cabeza (¿o sería la cola?), una idea capaz de hacerlo temblar.

– Marcial…, ¿y el dueño de la nganga debe conocer al muerto que pone en la cazuela?

El anciano chupó dos veces de su tabaco y sonrió.

– Eso casi nunca pasa, porque la gente de hoy usa cualquier muerto… Van al cementerio y abren la tumba que sea más fácil o le compran los huesos directamente a los sepultureros… Pero si uno conoce al difunto es mucho mejor, porque así puede escoger el muerto que mejor le venga. Allá en África, antes, cuando había guerra se llevaban la kiyumba del enemigo más valiente o del más hijo de puta… Mira, si quieres hacer una nganga judía, para hacer mal, debes buscarte un difunto que en vida haya sido bien malo… porque el espíritu sigue siendo tan malo como el vivo que fue en la tierra. Y a veces es peor… Por eso los mejores huesos son los de los locos, y mejor que los de los locos, los de los chinos, que son los tipos más rabiosos y vengativos que hay en el plano de la tierra… La mía yo la heredé de mi padre y tiene la kiyumba de un chino que se suicidó de rabia porque no quería ser esclavo… y tú no te imaginas las cosas que yo he hecho con esa nganga… y que Dios me perdone.

La kiyumba de un chino, pensó la kiyumba del Conde, es algo difícil de conseguir. Pero no tanto el dedo de un chino. La imagen delgadísima y demasiado amarilla de Francisco Chiú mientras movía la caña brava de la fortuna de Cuang Con y su manera de hablar de los chinos que practican brujerías de negros vino a su mente como un flashazo de luz.

– Marcial, ¿y una cazuela de palo monte sirve para devolverle la salud a su dueño?

– Sirve para todo, mijo. Para todo.


Mario Conde siempre recordaría que, en sus años de policía investigador, había logrado aprender varias cosas. Aprendió, por ejemplo, que los casos más difíciles solían tener las soluciones más vulgares y también que la lenta rutina policiaca suele ser más eficaz que las premoniciones o los prejuicios, aunque detestaba todo lo rutinario y científico de su labor y por eso solía guiarse por aquellas iluminaciones salvadoras que se le reflejaban con un dolor en el pecho; aprendió además que ser policía era un trabajo sucio, capaz de dejar secuelas: tratar día a día con asesinos y ladrones, estafadores y violadores terminaba por crear una visión oscura de la vida y llegaba a prender en las manos un olor a mierda, inmune a los mejores detergentes: por eso casi nunca le extrañaba que un policía se corrompiera y aceptara regalías, practicara chantajes o diera protección a delincuentes dispuestos a pagarla a cualquier precio. Y aprendió, a fuerza de practicarlo, que caminar en solitario suele ser el mejor modo de pensar, sobre todo si uno es un policía adicto a las premoniciones y los prejuicios (los del Conde siempre son prejuicios), y no a la rutina.

Arrastrando todavía el sabor amargo de la última duralgina y saboreando el reasentamiento de sus neuronas, creyéndose incluso en condiciones de pensar otra vez, se despidió de Candito en el embarcadero de las lanchas y emprendió el camino que conducía desde la zona del puerto hasta el Barrio Chino y lo penetró por el cuchillo de la calle Zanja. El cielo de mayo se iba cubriendo de nubarrones oscuros y el vapor capaz de poner a transpirar todos los poros del Conde eran señales inequívocas de que un aguacero torrencial bañaría la ciudad. Pero ahora el policía sentía que empezaba a moverse por caminos seguros, con una verdad en la mano, y por eso había llamado a la Central y le había pedido a Manolo que buscara en la computadora la historia del banco de apuntación desmantelado el año anterior, mientras él se había asignado la tarea no menos ardua de caminar, pensar, aprender y, si era posible, hasta conocer.

Desde el instante en que el viejo Marcial Varona le confirmara el origen congo y su transmutación cubana del extraño signo grabado en el pecho de Pedro Cuang y la posibilidad de que el dedo cercenado tuviera como destino una nganga judía (por tratarse del hueso de un chino), el Conde tuvo la premonición de haber estado recorriendo un sendero sin salida y lo atrapó la certeza de que una envoltura tan extraordinaria sólo podía estar destinada a esconder un producto mucho menos sofisticado. No había que tomar tantas previsiones para ejecutar a un delator, en el caso de que Pedro lo fuera; tampoco parecía necesario armar aquel performance macabro si el objetivo era el robo de un dinero del cual todo el barrio hablaba pero nadie había visto; y mucho menos lógica le empezó a resultar toda la escenificación incluso si se trataba de un peculiar rito religioso: huesos de chinos había en el cementerio, y se podían obtener sin necesidad de ahorcar a un viejo infeliz y a un perro sato y crear aquella oscura parafernalia que, al fin y al cabo -preguntando a quien se debía preguntar-, no lo era tanto. Pedro Cuang, entonces, había sido asesinado por algún motivo mucho más terrenal y concreto, y Conde estaba cada vez más convencido de que la historia de Zarabanda y su nganga sólo podía ser una cortina de humo, o un subproducto aprovechable de lo ocurrido. ¿Sería por la droga que andaba perdida en el barrio? ¿O quizás por algún secreto que conocía el viejo, relacionado tal vez con el banquero Amancio, para quien trabajó como colector de apuestas? ¿O sólo por el dinero? Sin embargo, la idea de que el hueso de un hombre conocido fuese a parar al fondo de una nganga montada para cambiar la salud de otro hombre al borde de la muerte lo obsesionaba cada vez con punzante insistencia. Pero ¿tendría Francisco Chiú fuerzas suficientes para realizar todo aquel teatro, incluido el izaje del cadáver? ¿O, en caso de ser parte de aquel crimen, habría podido contar con la ayuda de alguien? ¿Y cómo reaccionaría Juan si él descubría que su compadre estaba detrás de aquella muerte? Mejor ni pensarlo… Pero no, el policía necesitaba pensar, pensar, pensar, ¡carajo!

El Conde encontró que a aquella hora del mediodía las calles del Barrio, azotadas por el calor, se despoblaban. Los viejos chinos aún sobrevivientes huían de la canícula húmeda, y, con su ausencia, los quicios donde solían sentarse en la mañana o al atardecer, no parecían ser los mismos. Otra vez se asombró por todo cuanto no sabía sobre aquellos hombres que habían envejecido entre esos callejones sórdidos y malolientes donde alguna vez había palpitado uno de los barrios de chinos más poblados de todo el Occidente, y sintió lástima del brutal desarraigo al cual se vieron sometidos aquellos infelices. Habían cruzado el mar huyendo del hambre y la miseria, de los poderes absolutos y los enrolamientos militares forzosos y al final habían hallado algo tan temible como lo que les hizo huir: el desprecio, la incomprensión, el abandono, incluso la muerte en modos tan horribles como el que sufrió Sebastián, el primo de Juan, congelado en la bodega de un barco. Pero lo más doloroso era aquel desarraigo invencible, que ni el éxito económico alcanzado por algunos pocos había podido mitigar. La única salvación para aquellos males había sido sostener una cultura de gueto, y contestar al desprecio con silencio, a la burla con sonrisa, al grito con hermetismo, y envolverse en una filosofía de apariencia apacible que, cuando menos, ayudaba a soportar la vida. ¿Y serían tan vengativos y furibundos como afirmaba Marcial Varona? Quizás, se dijo, y recordó en ese instante las preocupaciones de Támara y entendió la necesidad de la mujer de regresar a su redil para hallarse a sí misma…

El Conde se preguntó cuántas veces habría fracasado la policía con aquellos misterios tan misteriosos (y se perdonó la redundancia) que podían provocar los chinos con su hermetismo forjado a golpes. Trataba ahora de justificar su presumible fracaso cuando vio al muchacho dedicado a vender mangos en la esquina de la calle Salud y sintió la necesidad de comerse uno. No hambre ni deseos: pura necesidad. Escogió un mango que lo miraba tentador. Lo frotó para limpiarlo un poco e, inclinándose hacia delante, le hundió el diente y su vida se mezcló con el sabor y la textura de la fruta. Con las manos sucias de jugo y los labios dulces por la pulpa amarilla capaz de revolver todas las nostalgias de su infancia feliz de ladrón de mangos volvió a entrar en la realidad agresiva y visible del solar de Salud y Manrique. Caminó hasta los lavaderos del fondo para enjuagarse las manos y la cara. Regresó por el pasillo y estudió la fachada anodina del cuartucho donde había vivido y muerto Pedro Cuang. Sin duda, Francisco pudo haber llegado hasta allí sin que a nadie le resultase extraño e incluso sin que nadie lo viera. Abrió con la llave que había decidido conservar y, sin encender la luz, se dejó caer en una de las sillas desfondadas, parte de la magra herencia dejada por el hombre asesinado y se sintió agredido por una sensación incisiva y familiar: al fin y al cabo la soledad no era un invento asiático. Muchas noches él mismo se había acostado con la premonición de que no vería otro amanecer, mientras su cuerpo, ingrimo y solo, quedaba por muchas horas sobre aquella cama demasiado amplia para su melancolía. La soledad de Pedro Cuang, muerto junto a su perro, le parecía una rara metáfora de su propio abandono: todo cuanto veía en el cuarto delataba la desidia que engendra la soledad. Triste herencia al final de una mala vida… Y fue entonces cuando la vio: en la mesita del fogón, bien tapada, todavía virgen y brillante, apenas oculta por un paquete de revistas viejas. El presentimiento resultó demasiado fuerte para que el policía estuviera equivocado y se preguntó cómo no la había visto en los días anteriores. Se levantó y haciendo palanca con un cuchillo mellado, logró sacar el corcho y olfateó: claro que sí, era ron. Al fin y al cabo hay cosas con las cuales un hombre con suficiente experiencia jamás se equivoca.

Apenas un instante se demoró el Conde en calcular las consecuencias del acto en vías de ejecución, pero se convenció de inmediato de que el mejor antídoto contra la resaca era lo que iba a hacer y por eso lo hizo. Un clavo saca otro, recordó aquel lema de borrachos, y del pico de la botella bebió un trago largo y goloso, capaz de limpiarle la boca del sabor del mango, de calentarle la garganta, reconfortarle el estómago y hasta atreverse a pulir un pedazo de su churrioso tsin. Gracias, difunto, brindó y, antes de volver a beber, derramó un chorrito en el suelo. Para san Fan Con, susurró, aunque también debió invocar a Changó, Zarabanda, Oggún y san Pedro apóstol, todos metidos en una misma olla… judía.

Con la botella en la mano regresó a la silla y encendió un cigarro. El tercer trago fue más sosegado y arrastró al abismo todo sentimiento de culpa. Qué carajo, sabe Dios dónde iría a parar este litro sin beneficiario en ningún testamento… Gracias al ron el olor a chino empezó a ser un efluvio con el cual se podía vivir. «Si Candito me viera ahora», pensó en su amigo y sonrió, pues de pronto se sentía capaz de hacer hasta la Gran Marcha. «¿Por qué te mataron, chino viejo? ¿Ése era tu tao? ¿Por eso volviste desde China? ¿Para morirte en esta cueva apestosa y donar un dedo a una nganga de palero?», se preguntó, observando la viga del techo donde habían colgado al anciano y de pronto sintió cómo su cabeza explotaba mientras la botella de ron se le escapaba de las manos. Ni siquiera tuvo lucidez para sentir cómo, tras la botella, su propio cuerpo caía en el suelo mugriento.

Cuando pudo abrir los ojos, volvió a ver la viga, pero desde otra perspectiva. No sabía con exactitud dónde estaba ni qué había sucedido, pero su primera reacción fue típicamente policiaca: metió la mano debajo de su cuerpo y respiró aliviado al comprobar que su pistola seguía allí, entre el cinturón y la piel. El sonido retumbante de un trueno le confirmó que el murmullo alojado en sus oídos era obra de la lluvia al fin desatada. Entonces se llenó de valor y se atrevió a tocarse la cabeza, unos centímetros sobre la nuca, y encontró la inflamación provocada por el golpe, pero se reconfortó al notar que sus dedos seguían secos. Le horrorizaba sentir su propia sangre. Recordó en ese momento el remedio que le aplicaba su abuelo Rufino el Conde cuando se golpeaba en la cabeza y se le hacía un chichón: envolvía una moneda de un peso en papel de cartucho, mojado con alcohol y sal, y frotaba la inflamación, que se deshacía lentamente. Lo más agradable de aquel remedio aplicado por su abuelo era, una vez terminada la cura, pasar la lengua sobre el papel, con aquel peculiar sabor a sal y alcohol virgen. Quizás aquella práctica fue el inicio de su posterior afición etílica, pensó.

Hizo un nuevo esfuerzo mental y comprendió que estaba sobre la cama de Pedro Cuang, con la cabeza apoyada en la almohada de madera. Quien lo hubiera golpeado había tenido el cuidado de ponerlo sobre la cama y no se había preocupado de quitarle la pistola, que podía ser un objeto ciertamente valioso en el mercado negro. Se le hizo evidente que no querían matarlo ni deseaban robarle… Miró a su alrededor y vio, junto a la cama, la botella de ron, de la cual se había derramado casi todo su contenido sobre el suelo, aunque en la barriga del recipiente descubrió una breve porción de líquido. Sin levantarse extendió la mano, recuperó la botella y alzó un poco la cabeza para vaciar los restos de la bebida entre sus labios. La envolvente peste del camastro lo asediaba, pero el Conde decidió permanecer allí unos minutos, con la vista clavada en las vigas del techo y esperando a que su cabeza, tantas veces maltratada (por dentro y por fuera) desde la noche anterior, recuperara estabilidad y solidez. Quería pensar en lo que había sucedido, pero se sintió incapaz de hacerlo mientras disfrutaba de la paz que inesperadamente envolvía su espíritu y lo acunaba, lo mecía, mientras su tsin flotaba ya a la deriva, limpio y perfumado, elevándose como un vapor etéreo hacia las vigas del techo, hasta que sus párpados cayeron vencidos por el sueño. Antes de dormirse recordó que estaba allí porque debía dilucidar la muerte de un hombre por el cual nadie, en todo el Occidente civilizado ni en el lejano Oriente, había derramado una sola lágrima. ¿Y si lo hubieran matado a él también? Qué solos se quedan los muertos, fue su último pensamiento antes de caer en el sueño.

Cuando Mario Conde regresó nuevamente a la vida, apenas veinte minutos después, el dolor de cabeza había desaparecido y no pudo recordar si lo que flotaba en su mente era la reminiscencia de algo que había leído una vez o tal vez un recuerdo de lo que acababa de soñar: había visto a un hombre con una túnica china ensangrentada mientras perseguía a una muchacha desnuda, ataviada con largos aretes de jade. Él, por su parte, corría tras ellos e intentaba sacarles una foto con una cámara sin rollo, en el instante en que otro hombre, también vestido con ropas chinas, le asestaba un golpe en la nuca. En la bruma de su mente pudo concluir que no había soñado: aquella historia de vestidos chinos era la remembranza de alguna lectura, ¿Chandler? No podía responderse. Pero sí tuvo la convicción de que se despertaba movido por una premonición en camino de tornarse certidumbre y capaz de hacerlo saltar de la cama: bajo una de las vigas de madera tendidas en el techo, asomaba su nariz amarilla un pedazo de papel.


– ¿Otla vez? -se asombró Juan Chion y se olvidó de la reverencia y hasta de la sonrisa-. ¿Y qué te pasa, estás enfelmo? Tas amalillo…

– Es que me gusta cambiar de color varias veces en el mismo día…

El Conde entró en la casa y tomó de la mano al viejo y casi lo arrastró hasta el comedor.

– Siéntate ahí, cabo Chion -le dijo y él ocupó la silla más cercana-. Lee esto.

El viejo tomó el papel que el Conde le alargaba. Dos hileras de caracteres chinos, imprecisos y pálidos, cubrían la superficie amarillenta del papel. El anciano lo observó y, alargando el brazo, buscó la mejor distancia para la lectura. El Conde esperó, devorando un cigarro.

– Tá estlaño.

– Eso ya me lo dijiste ayer como diez veces. ¿Qué dice ese cabrón papel?

– Li Mei Tang. Eso es nomble de gente.

– ¿Y más nada?

– Conde, Conde. Li Mei Tang, telcelo izquelda, sesto delecha, álbol.

– ¿Ya?

– Ya.

– ¿Y qué quiere decir eso, viejo?

– Yo soy chino, no alivino.

Conde exprimió las últimas gotas de su inteligencia.

– Es un plano, ¿no?

– Policía eles tú, Conde.

– Suena como si fuera un plano… ¿Pero de dónde coño es ese plano?

Juan Chion levantó los hombros.

– Si está escrito en chino, es porque lo escribió un chino… -siguió Conde.

– Sí, veldá.

– … para que lo leyera un chino.

Juan Chion sonrió y, con un dedo, señaló al Conde.

– Tú ve, chino no son holmiguita. Chino son jodeloles y también son misteliosos.

– Demasiado misteriosos… Y mira lo que me hicieron para que no descubriera algunos de esos misterios.

El Conde volteó la cabeza y le mostró las huellas del golpe que había recibido.

– ¿Y eso, Conde?

– Creo que me dieron este trancazo para que no encontrara este papel. El que me dio también fue a casa de Pedro buscando este papel. Lo demás no le importaba… Pero me dio con ganas, duele como carajo. ¿Tienes algún remedio para esto?

– Pomadita china que es buena pa to.

– Pues úntame un poco, que tengo que salir a buscar al que me hizo esto. Tiene que ser el mismo que mató a Pedro Cuang… y ahora estoy seguro de que lo mató porque quería sacarle lo que ya estaba escrito en este papel. El dedo que le cortaron a Pedro fue un daño colateral…

– ¿Cola qué?

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