CAPITULO 7

Todos la estaban observando. Isabella intentó no prestar atención al principio, pero mientras Sarina le daba una vuelta por el palazzo, fue haciéndose más consciente de las miradas encubiertas y los susurros que la seguían de habitación en habitación. La atmósfera en la propiedad DeMarco era diferente a cualquier otra en la que ella hubiera estado, y decidió que era la genta la que marcaba la diferencia. Eran los sirvientes sobre todo, puliendo cada habitación hasta que brillaba, pero haciéndolo como si fueran los propietarios del palazzo. Su lealtad al don era profunda y parecía arraigada en cada hombre, mujer y niño que veía. La estudiaban intensamente. Ansiosamente. Cada uno de ellos hizo un alto para dedicarle una palabra de ánimo, algún cumplido al don. Dejaban claro que estaban ansiosos porque se quedara en el valle y se casara con su don. Isabella notó que se sonreían los unos a los otros, y todos parecían muy unidos. El castello debía haber sido un lugar feliz, pero, con su extrema sensibilidad, ella sentía una corriente subyacente de ansiedad.

Una sombra se erguía sobre toda la propiedad. Una ansiedad que acechaba justo bajo la superficie de aparente felicidad. Ojos que se deslizaban lejos de ella, ocultando secretos y trazos de miedo. Mientras atravesaba los grandes salones, las sospechas empezaron a penetrar por sus poros y empapar su corazón y alma. Era insidiosa, una diminuta alarma el principio, pero creció y se extendió como un monstruo de desconfianza hasta que incluso Sarina dejó de parecer una aliada, sino más bien una enemiga.

Isabella tomó un profundo aliento e hizo un alto, tirando de Sarina.

– Para un momento. Me siento enferma. Necesito sentarme -Le daba vueltas la cabeza, haciéndole imposible pensar con claridad. Parecía estar extrañamente de mal humor, deseando estallar con agitación contra cualquiera que estuviera cerca de ella. Estaban cerca de un hueco de escalera, e Isabella se sentó graciosamente en el escalón de abajo, presionándose las manos sobre las sienes latentes, intentando detener la rastrera enfermedad de desconfianza y sospecha.

Al momento el ama de llaves se detuvo e inclinó sobre ella solícitamente.

– ¿Es su espalda? ¿Necesita descansar? Scusi, piccola, me he apresurado a llevarla por el palazzo. Es demasiado grande, y quería que lo conociera todo para que así se sintiera más cómoda. Debí haber sido más cuidadosa, pero es tan fácil perderse aquí -Acarició el pelo de Isabella hacia atrás con una mano gentil-. Debo hacerselo saber a Don DeMarco al momento. Ha arreglado que las esposas de Rolando Bartolmei y Sergio Drannacia se encontraran con usted hoy. Desea que tenga amigas y se sienta cómoda aquí. Esta es su nueva casa, y todos queremos que se sienta bienvenida.

– No, estoy bien. Estoy ansiosa por conocerlas. -Concentrándose en la cara de Sarina, Isabella notó lo infantil y estúpida que estaba siendo. Vivir en un gran palazzo desconocido lejos de casa, sin nadie que conociera, debía estar afectando a sus nervios. Muy bien podría volverse del tipo de las que se desmayan si no tenía cuidado. Se obligó a sonreir-. De veras, Sarina, no parezcas tan ansiosa. Lo prometo, estaré bien.

Signorina Vernaducci -Alberita hizo una reverencia ante ella, un gran logro cuando estaba barriendo enérgicamente hacia las paredes con una escoba-. Que bien verla de nuevo -Sonreía hacia Isabella incluso mientras saltaba entusiastamente hacia las telarañas.

Observando a la joven sirvienta saltar arriba y abajo, sin ni siquiera acercarse a los cielorasos, Isabella empezó a relajarse de nuevo. El ritmo normal de un palazzo estaba allí, apesar del enorme tamaño, apesar de las corrientes subyacentes. La pequeña Alberita, con todas sus travesuras, era parte de algo que Isabella reconocía. A una edad muy temprana ella había ayudado a llevar el palazzo de su padre. Más de una vez había tratado con sirvientes cuyo entusiasmo alegraba la finca mucho más que su contribución al trabajo. El extraño humor de Isabella se disipó mientras la felicidad burbujeaba hacia arriba dentro de ella.

Sarina suspiró ruidosamente.

– Esa nunca aprenderá -Aunque intentaba parecer severa, su tono rebosaba de regocijo. Ella e Isabella se miraron la una a la otra con total entendimiento. La risa se derramó entre ellas, y su diversión puso sonrisas en las caras de los sirvientes al alcance del oído.

Un sonoro crujido fue la única advertencia. Después el mango roto de la escoba de Alberita voló por el aire, justo hacia la cabeza de Isabella. Alberita chilló. Sarina empujó a Isabella. Isabella se encontró tirada en el suelo, y el mango de la escoba se hizo pedazos contra la pared justo sobre ella y cayó, rodando hasta golpear su cuerpo.

Alberita agitaba las manos salvajemente, chillando tan ruidosamente que los sirvientes llegaron corriendo de todas partes. Betto recogió los restos de la escoba antes de que pudiera hacer daño a nadie y los colocó cuidadosamente a un lado. Sarina siseó una afilada orden, y Alberita se puso una mano sobre la boca para ahogar sus gritos. Aún así, estalló en un llanto histérico.

El Capitan Bartolmei entró apresuradamente, con una mano en la empuñadura de su espada. Empujó a los sirvientes a un lado y cogió a Isabella, levantándola del suelo y empujándola tras él, escudándola con su cuerpo.

– ¿Qué ha ocurrido? -Su voz era áspera.

– Un accidente, nada más -explicó Sarina apresuradamente.

Algunos de los sirvientes empezaron a murmurar como afligidos o asustados.

– ¡La escoba voló hacia ella! -gritó una mujer.

– Eso es una estupidez, Brigita, y una absoluta falsedad -reprendió Sarina agudamente.

– ¡Alberita la atacó! -acusó otro.

Cuando Alberita aulló una negativa y lloró aún con más fuerza, el Capitán Bartolmei se acercó protectoramente a Isabella.

– Debemos informar de esto inmediatamente al don.

Isabella tomó un profundo aliento, desesperada por recuperar la compostura. Temía echarse a reir ante el completo absurdo de la situación. No se atrevió, por que eso humillaría a la chica llorosa incluso más.

– Creo que la joven Alberita debería ir a la cocina y servirse una tranquilizadora taza de té. ¿Alguien puede escoltarla a la cocina, Sarina? -Isabella sonrió serenamente, saliendo con confianza de detrás del capitán-. Grazie, Capitán, por su rápida acción, pero, por supuesto, no podemos molestar a Don DeMarco con algo que fue solo un pequeño accidente. Fue solo una escoba rota. Alberita es muy entusiasta en su trabajo.

Avanzó decidida hacia la jovencita, ignorando la mano restrictiva del capitán.

– Tu duro trabajo se aprecia mucho. Ve con Brigita ahora, Alberita, y tómate una agradable taza de té para tranquilizarte.

– Debes ser más cuidadosa, chica -espetó el Capitán Bartolmei-. Si le ocurriera algo a la Signorina Vernaducci, todos estaríamos perdidos.

Isabella rio suavemente.

– Vamos, Capitán, hará que todo el mundo crea que me dejé atemorizar por una escoba.

Rolando Bartolmei se encontró incapaz de resistir su sonrisa traviesa.

– Eso no puede ser -estuvo de acuerdo.

– ¿Rolando? -La voz era joven, intentaba ser imperiosa pero vaciló alarmantemente-. ¿Qué está pasando?

Los sirvientes, Isabella y el Capitán Bartolmei giraron las caras hacia los recién llegados. Dos mujeres, obviamente aristocratiche, de pie junto a Sergio Drannacia, esperando una explicación. Pero fue el hombre alto y guapo hombre tras ellos quien captó la atención de Isabella y robó el aliento de sus pulmones.

Don DeMarco estaba absolutamente inmóvil. Su pelo largo flotaba alrededor de él, desmelenado y espeso. Sus ojos llameaban con fuego, los ojos de un depredador, enfocados, fijos en la presa. Por un momento su imagen brilló tenuemente, haciendo que pareciera un león mirando implacable y despiadadamente al hombre que estaba tan cerca de Isabella.

El mismo aire de la habitación se inmovilizó, como si cualquier movimiento, cualquier sonido, pudiera disparar un ataque. Los sirvientes miraron apresuradamente al suelo. El Capitán Bartolmei se inclinó ligeramente, evitando los ojos del don.

Las dos mujeres se giraron para mirar tras ella. Ante la visión del don una de ellas gritó, su cara se quedó completamente blanca. Se habría derrumbado sobre el suelo si Sergio Drannacia no la hubiera cogido y estabilizado.

Fue Isabella quien se movió primero, rompiendo la tensión.

– ¿Está enferma la mujer? -Se apresuró a través del pequeño grupo de sirvientes que rodeaban a la mujer y a Drannacia, y se dirigió directamente hacia Don DeMarco. Levantó la mirada hacia él-. ¿No deberíamos ofrecerle un dormitorio?

El Capitán Bartolmei apartó a la mujer de Sergio, dándole una pequeña sacudida. Inclinó la cabeza y le susurró ferozmente, su cara estaba tensa de vergüenza. Betto batió palmas y gesticuló hacia los sirvientes, dispersándolos rápidamente, enviándolos de vuelta a sus quehaceres.

– El té está servido en el cuarto de dibujo -anunció a su don, y se perdió de vista como solo un sirviente con mucha práctica podía hacer.

– No hay necesidad de un dormitoro -respondió el Capitán Bartolme sombríamente-. Mi esposa está perfectamente bien. Me disculpo por su conducta.

La joven apartó la cabeza, pero no antes de que Isabella viera lágrimas brillando en sus ojos ante la dura reprimenda que había recibido de su esposo. La mujer del Capitán Bartolmei mantuvo la cabeza baja mientras paseaban a través de los salones hasta la habitación de dibujo.

En realidad, Isabella sentía pena por la chica. Más de una vez su padre la había censurado públicamente. Conocía la humillación absoluta de semejante acción. Sabía lo que costaba en fuerza y orgullo tener que enfrentar a los que habían presenciado la reprimenda.

El don igualó sus largas zancadas con las de Isabella, su mano descansaba ligeramente sobre el brazo de ella, su cuerpo estaba bastante cerca.

– ¿Te importaría explicar por qué el capitán estaba cogiéndote de la mano? -Su voz fue baja pero ronroneó con una amenaza que provocó un estremecimiento en su espina dorsal de Isabella. Su palma se deslizó a lo largo del brazo para tomar posesión de la mano, sus dedos se colaron firmemente entre los de él.

La mirada sobresaltada de ella saltó a su cara.

– ¿Es eso lo que parecía? Que horrible. Estaba preocupado por mi seguridad y seguía empujándome tras él. -Isabella sacudió la cabeza-. No me sorprende que su mujer se pusiera histérica. ¿Qué debe haber pensado la pobre mujer?

Algo peligroso titiló en las profundidades de los ojos de él.

– ¿Por qué te importaría lo que pensara ella? ¿No es lo que pienso yo de suprema importancia para vosotros dos?

Apretó los dedos alrededor de los de él y se inclinó más cerca.

– Tú, lo sé, tienes un cerebro en la cabeza. Estoy segura de que se te ocurriría que la última cosa que tú amigo el capitán haría es cogerme de la mano delante de los sirvientes.- Puso los ojos en blanco hacia el techo, con un rastro de humor en su voz.

– ¿Si te toparas con tu marido cogiendo la mano de otra mujer, qué harías? -preguntó Nicolai, curioso, súbitamente divertido por su reacción. Ella ni siquiera había considerado que él se sintiera celoso o enfadado o de algún modo molesto por ver a otro hombre tan cerca de ella. Tenía fe en su capacidad de raciocino, ni por un momento había considerado que un hombre celoso era irrazonable por definición.

Ella le tiró de la mano obligándole a detenerse. Se alzó sobre la punta de los pies y le susurró al oído.

– Si realmente estuviera cogiéndola de la mano, le rompería una escoba en su dura mollera muy, muy fuerte. -Su voz fue tan dulce, tan baja y sensual, que por un momento las palabras casi no quedaron registradas.

Entonces Nicolai se sorprendió a sí mismo y sus invitados riendo en voz alta. Risa auténtica y de corazón. Retumbó en su garganta y se derramó por la habitación, haciendo que todo sirviente dentro del radio de audición sonriera. Había pasado mucho tiempo desde que habían oído reir a su don. El sonido disipó instantáneamente la tensión que corría alta en el palazzo. Sergio y Rolando intercambiaron una sonrisa rápida y divertida.

Signorina Vernaducci, ¿puedo presentarle a mi esposa, Violante? -dijo Sergio Drannacia tranquilamente, su brazo enredado alrededor de una mujer que parecía varios años mayor que Isabella-. Violante, esta es Isabella Vernaducci, la prometida de Don DeMarco.

Violante hizo una reverencia, una sonrisa curvaba su boca, pero sus ojos eran cautos, especuladores, y recorrieron la figura de Isabella.

– Es un placer conocerla, signorina.

Isabella asintió en aceptación de la presentación.

– Espero que seamos grandes amigas. Por favor llámame Isabella.

– Y puedo presentarle a mi esposa, Theresa Bartolmei -añadió Rolando Bartolmei.

La joven se dejó caer en una ligera reverenca, bajando las pestañas.

– Es un honor conocerla, Signorina Vernaducci. -murmuró suavemente, su voz vaciló ligeramente.

Theresa tenía aproximadamente la misma edad de Isabella. Se conducía como una aristicratica pero parecía muy nerviosa en presencia del don. Estaba tan alterada que ponía nerviosa a Isabella. La mujer no miraba a Don DeMarco, mantenía la mirada firmemente fija en sus pies aparte de la breve mirada que había dirigido hacia Isabella.

Isabella forzó una sonrisa, acercándose Nicolai. La irritaba que tanta gente le tratara de forma tan extraña.

Grazie, Signora Bartolmei. Es maravilloso conocerla. Su marido fue muy amable conmigo cuando viajabamos por los caminos hacia el paso. Y hoy, con el accidente, hizo de mi protección su deber. Aprecio eso mucho.

Isabella era una inocente, pero arropaba a Nicolai con una intimidad que él nunca había compartido con ninguna otra persona en su vida. Su cuerpo se inmovilizó, endureciéndose. La retuvo ante él, sin atreverse a moverse cuando habría preferido retirarse y dejar a sus amigos de infancia conversando con las mujeres. Temía romperse en pedazos si se movía. Había un rugido en su cabeza, un dolor en su cuerpo. El fuego corría a través de su sangre. Peor que su reacción física a ella era la forma en que se le enredaba alrededor del corazón, hasta que solo mirarla dolía.

Sus manos se apretaron posesivamente sobre los brazos de ella. Eso era lo único que le mantenía anclado. Cuerdo. Era todo lo que evitaba que la arrastrara a su abrazo y la llevara en brazos a su guarida, donde podría ser indulgente con cada una de sus fantasía sobre ella. Los demás estaban charlando; oía sus voces pero como a gran distanca. Para Nicolai, solo existía Isabella y la tentación de su boca, de su cuerpo suave con sus lujuriosas curvas. Su risa y su mente rápida. Nadie más existía o importaba. Estaba empezando a obsesionarse. Estaba perdiendo el control rápidamente, y eso era inherentemente peligroso. Para un DeMarco, el control lo era todo. Completamente, absolutamente esencial.

Inclinó la cabeza hasta que su boca rozó la oreja de ella.

– Debería haber sido yo el que te rescatara, tu verdadero héroe. -Había un filo en su voz cuando había querido que hubiera humor.

Isabella no se atrevió a mirar a Nicolai, pero se inclinó contra su amplio pecho para mantener su oscura cabeza inclinada hacia la de ella.

– Simplemente me protegió de una escoba fugitiva. -susurró las palabras contra la comisura de su boca, su aliento jugueteó con los sentidos intensificados de Nicolai.

Había sabido que ella encontraría la forma de aligerar su corazón. Sus ojos danzaron con humor compartido, uniéndolos. Descubrió que podía respirar de nuevo. Sus dedos se cerraron en la nuca de ella, después vagaron hasta su hombro y bajaron por su espalda, un gesto que pretendía darle las gracias cuando no tenía palabras.

– Es un placer veros a ambas -dio él suavemente a las dos damas-, pero debo pedir que me excuseis, ya que tengo muchos deberes que atender.

Las esposas de sus capitanes miraban resueltamente al suelo, haciendo que Isabella rechinara los dientes una vez más. La mano de Nicolai se deslizó por el pelo de Isabella en una ligera carica.

– Sé feliz, cara mia. Te veré después.

Ella atrapó su muñeca atrevidamente.

– ¿No tienes tiempo para tomar una taza de té?

Se oyó un jadeo colectivo de sorpresa. Incluso los dos capitanes se pusieron rígidos. Isabella sintió que el color subía por su cuello y cara. Una pregunta tan simple era tratada como si hubiera cometido una terrible falta de etiqueta.

Nicolai ignoró a los demás, su visión, su mundo, se estrechó hasta que solo estuvieron ellos dos. Sus grandes manos le enmarcaron la cara, y su mirada vagó hambrientamente sobre ella.

Grazie, piccola. Desearía tener tiempo. Por ti, cualquier cosa -Su voz sensual estaba llena de pesar-. Pero he tenido a varios emisarios esperando demasiado ya. -Inclinó la cabeza y rozó un beso contra la sien de ella, sus dedos se demoraron durante un momento sobre su suave piel. Bruscamente se giró y a su silencosa y mortal manera se alejó.

Isabella se giró para encontrar a las parejas observándola. Alzó la barbilla y fijó decididamente una sonrisa confiada en su cara.

– Parece que Cook ha preparado un banquete para nosotros. Espero que estéis hambrientos. Grazie, Capitanes, por brindame el placer de su compañía.

– Volveremos en breve -aseguró Rolando a su esposa-. También nosotros tenemos nuestros deberes que atender. -Palmeó la mano de su esposa tranquilizándola antes de alejarse.

Theresa le observó marchar. Estaba temblando visiblemente, sus ojos recorrían la habitación ansiosamente como si esperara que un fantasma saliera volando de las paredes. Violante miró hacia su marido con su mirada esperanzada. Cuando él simplemente se alejó sin volverse a mirar atrás, sus hombros se encorvaron. Casi al instante se recobró y sentó graciosamente.

– Sergio me dijo que la boda será dentro de un ciclo lunar. -Sus ojos se deslizaron especulativamente sobre la figura curvilínea de Isabella-. Debes estar… -Se detuvo lo bastante como para bordear la grosería-…nerviosa.

Theresa se presionó una mano contra la boca para ahogar un jadeo de sorpresa.

Isabella sonrió fríamente.

– Al contrario, Signora Drannacia, estoy muy excitada. Nicolai es de lo más encantador y atento. No puedo esperar a ser su esposa.

Sarina sirvó el té, una mezcla de hierbas y agua caliente, en las tazas. Mantuvo la mirada resultamente en su trabajo, pero Isabella notó que apretaba los labios.

– ¿No estás asustada? -aventuró Theresa.

– ¿Por qué tendría que estar asustada? Todo el mundo ha sido maravilloso conmigo. -dijo Isabella, fingiendo con facilidad abrir los ojos de par en par inocentemente-. Me han hecho sentir como en casa. Sé que seré feliz quí.

Sarina le lanzó una sonrisa encubierta mientras colocaba una bandeja de galletas sobre la mesa. El ama de llaves se desvaneció discretamente a segundo plano, dejando que Isabella se defendiera sola.

Apesar de su juventud, Isabella había estado en situaciones similares antes. Violante Drannacia era una mujer que se sentía amenazada. Estaba decidida a mantener su posición, real o imaginaria, deseando mantener el control sobre las otras mujeres del palazzo. También se sentía insegura de su marido y compelida a advertir a cualquier competidora. Isabella conocía bien las señales.

Violante se atusó el pelo, pareciendo superior y sabedora. Obviamente intimidaba fácilmente a Theresa. Se inclinó acercándose a Isabella y miró cautelosamente alrededor de la habitación.

– ¿No has oído la leyenda?

– Una historia fascinante. No puedo esperar para contársela a mis hijos en una noche oscura y tormentosa -improvisó Isabella. ¿Qué leyenda? se preguntó.

– ¿Cómo puedes soportar mirarle? -preguntó Violante, con mirada desafiante.

La sonrisa decayó en los ojos oscuros de Isabella. Se puso en pie, su joven cara arrogante.

– No cometa el error de olvidarse de sí misma, Signora Drannacia. Puede que yo aún no sea la señora aquí, pero lo seré. No permitiré que se difame a Nicolai de ningún modo. Yo le encuentro guapo y encantador. Si no puede usted soportar la visión de las cicatrices de su cara, cicatrices de un ataque horrible, le pediría que no visitara nuestra casa.

Violante se puso pálida. Se presionó una mano sobre el pecho como si su corazón hubiera revoloteado ante el ataque.

Signorina, me ha malinterpretado completamente. Es imposible notar las cicatrices cuando se nos ha enseñado a no mirarle. Usted no es de este valle -Tomó un sorbo de té, sus ojos brillanban mientras examinaba la cara de Isabella-. Es innato en nosotros no mirarle directamente, por supuesto.

Requirió una gran cantidad de esfuerzo, pero Isabella mantuvo la compostura. Las mujeres sabían cosas que ella no, pero no daría ventaja a Violante Drannacia haciéndole preguntas personales concernientes al don o el palazzo.

– Qué afortunada soy -mantuvo una sonrisa en su cara mientras se giraba hacia Theresa-. ¿Puedo preguntale cuanto tiempo lleva casada, Signora Bartolmei? -Estaba secretamente complacida porque la mujer más joven había palidecido ante el comportamiento de Violante.

– Theresa -corrigó la esposa del Capitán Bartolmei-. Solo un corto tiempo. Siempre he vivido en el valle, pero no en la hacienda. Mi famiglia tiene una gran granja. Conocí Rolando cuando él estaba de caza-. Un sonrojo subió por su cuello ante el recuerdo o la admisión.

– ¿Los leones no molestaban tu granja? -preguntó Isabella.

Theresa sacudió la cabeza.

– Nunca había visto uno hasta que vine aquí al palazzo. -Una sombra cruzó su cara, y se retorció los dedos nerviosamente-. Los oíamos, por supuesto, en la granja, pero nunca vi uno en todos los años de mi vida.

– Theresa teme que uno se la pueda zampar -aportó Violante.

Isabella rio ligeramente, acercándose a Theresa.

– Creo que eso muestra sentido común, Theresa. Yo también preferiría evitar que me zamparan. ¿Has visto un león de cerca, Violante? No tenía ni idea de que fueran tan enormes. Sus cabezas son inmensas, creo que nosotras tres cabríamos en la boca de uno.

– Bueno -Violante se estremeció-. Una vez vi uno de cerca. Sergio estaba patrullando por el valle, y se detuvo cerca de nuestra casa para llevarme a dar un paseo. Creíamos estar solos. Nunca oímos ni un sonido. Simplemente nos topamos con él. -Lanzó una mirada tímida a Theresa-. Empecé a gritar, pero Sergio me puso una mano sobre la boca así que no pude pronunciar ni un sonido. Me aterraba que me comiera allí mismo.

Las tres mujeres se miraron las unas a las otras, después estallaron en carcajadas. Theresa se relajó visiblemente. Violante tomó un sorbo de té, arreglándoselas para parecer regia.

– ¿Qué estás haciendo sobre esta boda tuya, Isabella? ¿Puedo llamarte Isabella?

– Por favor hazlo. La boda -Isabella suspiró-. No tengo ni idea. Don DeMarco la anunció, y eso fue lo último que oí. Ni siquera sé cuando tendrá lugar. ¿Cómo fue tu boda?

Violante suspiró ante el recuerdo feliz.

– Fue el día mas hermoso de mi vida. Todo fue perfecto. El tiempo, el vestido, Sergio tan guapo. Todo el que era importante estaba allí -dudó-. Bueno, con la excepción de Don DeMarco. Se encontró con Sergio de antemano y nos entregó un magnífico regalo de bodas. Seguro que la costurera ha empezado tu vestido. Debe apresurarse -palmeó la mano de Isabella-. Nos encantará ayudar a planearla, si la tua madre no está disponible, ¿verdad, Theresa?

Theresa asintó ansiosamente.

– Sería divertido.

– Don DeMarco sabe que no tengo famiglia aparte del mio fratello, Lucca. Él está bastante enfermo, así que dificilmente podría planear una boda. He perdido a mis dos padres.

– Hablaré con Sarina y veré que se está haciendo -dijo Violante firmemente-. No podemos dejar los detalles a Don DeMarco, cuando está tan ocupado. Eso nos dará una excusa para visitarte con frecuencia.

– No necesitaréis una excusa -respondió Isabella-. Nuestras tres casas están conectadas y siempre lo estarán, trayendo a nuestra gente y al valle prosperidad. Espero que las tres nos convirtamos en amigas muy cercanas. ¿Cómo fue tu boda, Theresa? -La joven parecía perputuamente nerviosa, e Isabella quiso darle un respiro.

Theresa sonrió ampliamente hacia ella.

– Fue preciosa, y Rolando era el más guapo. Nos casamos en la Santa Iglesia, por supuesto, pero después bailamos toda la noche bajo las estrellas.

Scusi, Signorina Vernaducci -Sarina interrumpió con una ligera reverenca-. Debo ocuparme de un problema en la cocina.

– Nos las arreglaremos, Sarina, grazie -la tranquilizó Isabella y saludó la salida de su única aliada. Se volvió otra vez hacia las dos mujeres, decidida a intentar hacer amigos-. Eso suena maravilloso, Theresa. Supongo que tus padres la planearon para ti.

– Si, con Don DeMarco -dio Theresa, pareciendo de nuevo intranquila.

El estómago de Isabella dio un curioso vuelco, poniéndola instantáneamente en guardia. Mientras las dos mujeres continuaban charlando, examinó suspicazmente la habitación. Ya no estaban solas; algo se había unido a ellas. Era sutil, la efusión de retorcida malicia derramándose en la habitación.

Isabella suspiró. Había sido una larga tarde. Seguía la conversación, pero era difícil, ya que Theresa parecía a punto de desmayarse cuando se mencionaba a Nicolai, y Violante parecía querer desdeñar cada nuevo tema con desprecio. Isabella se sintió secretamente aliviada cuando los capitanes volvieron para reclamar a sus esposas.

Theresa recogió ansiosamente sus cosas, colocándose los guantes, y levántándose con prisa, ganándose un ceño de su marido.

– ¿Debería escoltarla de vuelta a su habitación? -ofreció el Capitán Drannacia a Isabella solícitamente, su mano descansaba sobre el respaldo de la silla de su esposa.

Isabella levantó la vista a tiempo para ver el miedo y la sospecha en la cara de Violante. La mujer encubrió su reacción levantándose graciosamente y sonriendo hacia Isabella.

– Ha sido un gran placer. Espero que podamos repetirlo pronto.

– Así lo espero yo también -le aseguró Isabella-. Grazie, Capitán Drannacia, pero no tengo necesidad de una escolta.

– Tendremos que volver pronto si vamos a ayudar con la boda -le recordó Theresa-. Realmente me ha encantado conocerte, Isabella. Por favor ven a mi casa alguna vez también -Añadió tímidamente-. A tomar el té.

Isabella le sonrió.

– Eso me encantaría. Muchas gracias a las dos por venir a verme.

– Yo tengo ocupaciones aquí en el castello, Sergio -anunció Rolando Bartolmei pesarosamente-. ¿Te ocuparás de que la Signora Bartolmei llegue a salvo a casa por mí?

Theresa pareció dispuesta a protestar, pero contuvo su objeción, bajando la vista a las puntas de sus zapatos en vez de eso.

– Quizás el Capitán Bartolmei pueda escoltarla a su habitación, Signorina Vernaducci -dijo Violante con inesperada malicia-. solo para asegurarse de que no se pierde.

Theresa se sobresaltó visiblemente y miró fijamente a Violante, claramente sorprendida.

– Me alegrará escoltarla -estuvo de acuerdo el Capitán Bartolmei, inclinándose galantemente, ignorando los rasgos pálidos de su esposa.

– Eso no será necesario, signore, pero grazie. Ya conozco el camino a través del palazzo bastante bien. Sarina me ha estado ayudando. No querría alejarle de sus obligaciones -Isabella sonrió, pero en su interior estaba temblando, una señal de que algo iba muy mal. La oleada de poder había sido inesperadamente fuerte, haciendo presa en los celos de Theresa. Isabella deseó que se marcharan todos, temiendo que la malevolencia aumentara-. Aprecio el que ambos hayan traído a sus esposas para conocerme.

El Capitán Bartolmei tocó la mano de su esposa brevemente, inclinándose hacia los demás, y saliendo de la habitación. Sergio Drannacia tomó el brazo de Violante y escoltó a las dos mujeres fuera, inclinándose primero hacia Isabella.

Isabella suspiró suavemente y sacudió la cabeza. Las fincas eran iguales en todas partes, llenas de mezquinas rivalidades, sospechas, celos, e intrigas. El palazzo de Don DeMarco, sin embargo, era de algún modo diferente. Algo se agazapaba a la espera, observando, escuchando, habiendo presa en las debilidades humanas. Se sentía cansada, agotada y alarmada. Nadie más parecía notar que algo iba mal; no sentían la presencia del mal como lo hacía ella.

Esperó unos pocos minutos por Sarina, pero cuando el ama de llaves no apareció, y las sombras empezaron a alargarse en la habitación, Isabella decidió ir a su dormitorio. Parecía ser el cuatro más tranquilo del palazzo. Comenzó a atravesar los amplios salones, levantando la mirada hacia el artesonado, las tallas de leones en variadas posiciones, algunos gruñendo, algunos observando intensamente. Isabella empezó a sentirse como si estuviera siendo realmente observada, un sensación caprichosa en medio de los grabados, tallas y esculturas.

– Isabella -oyó su nombre yendo a la deriva salón abajo. Lo habían pronunciado tan bajo que apenas lo captó. Por un momento Isabella se quedó inmóvil, esforzándose por escuchar. ¿Había sido Francesca? Parecía su voz, un poco incorpórea, pero esto era algo que Francesca podría hacer. Esconderse y llamarla. Al momento su corazón se aligeró un poco ante la idea de ver a su amiga.

Curiosa, Isabella giró a lo largo del corredor e inmediamente llegó a una puerta que sabía conducá a los corredores de los sirivientes. Estaba ligeramente entreabierta, como si Francesca la hubiera dejado deliberadamente abierta para captar su atención. La voz susurró de nuevo, pero esta vez tan baja que Isabella no pudo captar las palabras reales. Francesca parecía estar en movimiento, decidida a jugar un juego impulsivo.

Encontrando la voz imposible de resistir, Isabella se deslizó a través de la puerta y se encontró en uno de los estrechos corredores utilizados por los sirvientes para llegar rápidamente de un extremo del palazzo a otro. Ni siquiera en su propia hacienda Isabella había explorado nunca la red de entradas y escaleras de los sirvientes. Intrigada, empezó a caminar a lo largo del salón, siguiendo los giros y vueltas. Había escaleras que conducían hacia arriba y a traves y sobre y llevaban a más escaleras. Eran pronunciadas e incómodas, nada parecido a las ornamentadas escaleras en espiral del palazzo, que conectaban los varios pisos y alas.

Había pocos soportes para antorchas, y las sombras se alargaban y crecían, y una pesadez creció en su corazón junto con ellas. Se detuvo un momento para orientarse, a medio camino de subida de otra pronunciada escalera.

justo cuando estaba dando la vuelta, Isabella volvió a oir el misterioso susurro.

Estaba en algún lugar justo delante. Se movió rápidamente por la estrecha y curvada escalera, siguiendo el suave sonido. Había tenido la precaución de mantenerse lejos del ala donde Don DeMarco tenía su residencia. Insegura de si la escalera había torcido hacia atrás y luego hacia adelante hacia el ala de él, Isabella dudó, aferrando el pasamanos con una mano con indecisión. Estaba confusa en lo referente a donde se estaba dirigiendo, lo que era raro, ya que siempre había tenido un notable sentido de la orientación. Todo parecía diferente, y esa extraña sombra en su corazón crecía más larga y más pesada. Seguramente si terminaba accidentalmente en el lado equivocado del palazzo, sería perdonada. Era una forastera, y el lugar era enorme.

El suave susurro llegó de nuevo, la voz de una mujer la llamaba. Isabella empezó de nuevo a escalar las interminable escaleras. Esta se bifurcaba en muchas direcciones, conduciendo a amplios salones y estrechos corredores. No había visto nada de esto con Sarina y estaba irremediablemente perdida. No tenía ni idea de en qué piso estaba o siquiera hacia qué dirección miraba.

Una puerta estaba parcialmente abierta, el frío aire del exterior entró en una ráfaga. Se sintió bien sobre la piel. Isabella estaba acalorada, pegajosa y sin aliento. Dio un paso saliendo por la puerta lateral, contemplando con respeto el brillante paisaje blanco. Estaba definitivamente a gran altura, en el tercer piso, y el balcón era pequeño, solo un saliente con forma de media luna con un amplio pasamanos. Cuando dio un paso hacia el borde, la puerta se cerró de golpe tras ella.

Isabella la miró con atónita sorpresa. Intentó accionar la manilla, pero la puerta no se movió. Exasperada, empujó la puerta, después la golpeó insensatamente hasta que recordó que no era probable que nadie estuviera cerca de la entrada. Estaba encerrada fuera en el frío vistiendo solo un fino vestido de día. El balcón estaba helado, resbaladizo bajo sus zapatos. El viento tiraba de sus ropas, atravesándola con su aliento helado. Repentinamente comprendió que estaba en el balcón de una de las torres redondas, y bajo ella estaba el infame patio donde un DeMarco había dado muerte a su esposa.

– ¿Cómo consigues meterte en estos líos? -preguntó en voz alta, dando pasitos hacia la barandila del balcón y agarrándose a la pared que rodeaba su diminuta prisión. Aferrando el borde, se inclinó hacia afuera, mirando abajo, esperando que hubiera alguien a la vista y poder atraer su atención.

Cuando descansó su peso contra la barandilla, sintió la oleada de poder, de alegría, fluyendo a su alrededor, el aire se espesó con malicia. Sin advertencia las baldosas se desmoronaron bajo ella. Estaba cayendo a través del espacio, sus dedos arañaron en busca de algo sólido, un grito desgarró su garganta. Se cogó al cuello de uno de los leones de piedra que guardaban el lateral pronunciado del castello. Por un momento casi se resbaló, pero se las arregló para rodear la melena de la estatua con sus brazos.

Isabella gritó de nuevo, alto y largo rato, esperando atraer la atención de alguien sobre su aprieto. No podía subir su cuerpo sobre el león esculpido, y le dolían los brazos por estar colgada. La nieve se había recogido sobre el mármol liso, volviéndolo frío como el hielo y muy resbaladizo. Isabella cerró los dedos y rezó pidiendo ayuda.

El sol se había puesto, y la oscuridad caía sobre las montañas. El viento se alzó y atacó ferozmente su cuerpo colgado con heladas bocanadas. Se estaba empezando a enfriar tanto que sus manos y pies estaban casi entumecidos.

– ¡Signorina Isabella! -la voz sorprendida de Rolando Bartolmei llegó desde arriba. Levantó la mirada para encontrarle inclinado sobre el balcón, su cara estaba pálida de preocupación.

– Cuidado -su advertencia fue un simple graznido.

– ¿Puede alcanzar mi mano?

Isabella cerró los ojos brevemente, temiendo que si miraba abajo caería. Mirar hacia arriba era incluso más aterrador. Su corazón estaba palpitando, y saboreó el terror. Alguien, algo había arreglado su accidente. Alguien la quería muerta. Había sido conducida directamente a una trampa. El Capitán Bartolmei estaba sobre el balcón. Tenía que soltarse de su león y confiar en que él tirara de ella hacia arriba.

– Míreme -ordenó él-. Levante el brazo y tome mi mano ahora mismo.

Se aferró al león de piedra pero se las arregló para levantar la mirada hacia su rescatador.

– ¿Está herida? -La voz del Capitán Bartolmei bordeaba la desesperación-. ¡Respóndame! -Esta vez utilizó su autoridad, ordenando conformidad. Su mano estaba a centímetros de las de ella y se inclinaba hacia abajo-. Puede hacerlo. Tome mi mano.

Isabella tomó un profundo aliento y lo dejó escapar. Muy lentamente trabajó en soltar su garra, un dedo cada vez. Dando un salto de fe, se estiró hacia él. Rolando cogió su muñeca y la arrastró hacia arriba y sobre la barandilla. Se derrumbó contra él, ambos despatarrados sobre el balcón cubierto de nieve.

Por un momento él la abrazó firmemente, sus mano le palmeaban la espalda en un torpe intento de consolarla.

– ¿Está herida de algún modo? -La sentó con manos gentiles. Isabella estaba temblando tan fuerte que sus dientes castañeaban, pero sacudió la cabeza firmemente. Sentía la piel helada. Rolando se quitó la chaqueta y la colocó alrededor de sus hombros-. ¿Puede caminar?

Ella asintió. Si eso le conseguía su dormitorio, un fuego cálido, una taza de té caliente, y su cama, se arrastraría si era necesario.

– ¿Qué ocurrió? ¿Cómo llegó a este lugar? -La ayudó a ponerse en pie y la condujo fuera del viento, de vuelta a los corredores de los sirvientes.

Grazie, Signor Bartolmei. Me ha salvado la vida. No creo que hubiera podido aguantar mucho más. Creí oir a alguien que conozco llamándome. La puerta se cerró detrás de mí, y quedé atrapada -Subyugada, Isabella siguió su liderazgo a través de la red de escaleras y salones hasta que estuvieron una vez más en la sección principal del palazzo-. Por favor, envíeme a Sarina. -dijo cuando se detuveron delante de su puerta. Sus pies estaban tan entumecidos que no podía sentirlos-. Preferiría que no diera nada. Yo no debería haber estado explorando-. Antes de que él pudiera protestar, Isabella se metió rápidamente en su cuarto, murmurando su agradecimiento una vez más.

Cerró la puerta rápidamente antes de humillarse estallando en lágrimas. Isabella se lanzó bocabajo sobre la cama. El fuego estaba ya rugiendo en el hogar, pero Isabella no creía que volviera a estar caliente nunca. Se envolvió las manos en la colcha y tembló impotentemente, insegura de si era de puro terror o de amargo y penetrante frío.

Sarina encontró a Isabella temblando incontrolablemente, con el pelo húmedo y enredado, su vestido empapado y manchado de polvo. Lo más alarmante era el hecho de que la chaqueta del Capitán Bartolmei la cubría.

– Ahora mis manos y pies están ardiendo -dijo Isabella, luchando por no llorar.

El ama de llaves se hizo cargo inmediatamente, secando a la joven a su cargo, arreglándole el pelo, y arropándola bajo las colchas después de una reconfortante taza de té.

– El abrigo del Capitán Bartolmei no debería estar en su habitación. ¿Los sirvientes la han visto llevándolo? ¿Tropezó con alguno de ellos mientras atravesaba el palazzo?

– ¿No quieres saber lo que ocurrió? -Isabella apartó la cara, enferma por haber estado tan cerca de la muerte, pero que todo lo que pareciera preocupar al ama de llaves era la decenca-. Estoy segura de que alguien nos vio. No estabamos intentando ocultarnos.

Sarina la palmeó amablemente.

– Es necesario ser precavida, dada tu posición, Isabella.

Isabella se sobresaltó, habiendo oído esas palabras muchas veces de su padre.

– Intentaré arreglarlo para que la próxima vez que casi me mate, no sea pasto de cotilleos.

Sarina pareció horrorizada.

– No quise decir…

Nicolai DeMarco entró sin advertencia, interrumpiendo lo que fuera que el ama de llaves tuviera que decir. Sus ojos ámbar ardían.

– ¿Está herida?

Sarina mantuvo la mirada fija en Isabella, que giró la cabeza hacia el sonido de la voz del don.

– No, signore, solo muy fría.

– Quiero hablar con ella a solas. -Nicolai lo convirtió en un decreto, circunveniendo cualquier protesta que Sarina pudiera hacer.

Esperó hasta que su ama de llaves hubo cerrado la puerta antes de tomar la silla que ella había dejado vacante. Su mano de arrastró hasta la nuca de Isabella.

– El Capitán Bartolmei me dijo que casi caíste a tu muerte, ¿Qué estabas haciendo allí arriba, piccola?

– Ciertamente no saltando a mi muerte, si esto lo que crees -replicó Isabella con su acostumbrado espíritu-. Estaba perdida -Sus pestañas cayeron-. Seguí la voz. La puerta se cerró. Había frío. -Sus palabras eran bajas, sus frases inconexas, y no tenían en realidad ningún sentido para él-. ¿No vas a preguntar por qué está la chaqueta del Capitán Bartolmei en mi dormitorio? Sarina parecía excesivamente preocupada por eso-. Había molestia, dolor en su tono, apesar del hecho de que intentaba valientemente ocultarlo-. Ya me han dado un sermón sobre ser más discreta cuando esté cayendo a mi muerte, así que si no te importa, pasaré de otro.

– Duerme, cara mia. No tengo intención de enfadarme contigo o con Rolando. Al contrario, estoy en deuda con él. -Rozó una caricia hacia abajo por el pelo de ella, inclinándose para rozarle un beso en la sien-. El Capitán Bartolmei está investigando como puede haber ocurrido algo semejante y me informará. No tienes nada de que preocuparte. Duerme, piccola. Yo velaré por ti. -Nicolai abandonó la silla para estirarse junto a ella sobre la cama, curvando su cuerpo protectoramente alrededor del de ella.

– Creo que esto te ganará otro sermón -se burló suavemente, su aliento le caldeó la nuca-. Pero no tengo intención de que tengas pesadillas, bellezza, así que voy a quedarme un rato y apartarlas de ti.

– Estoy demasiado cansada para conversar -dijo ella sin abrir los ojos, complacido porque él la había llamado hermosa. Había consuelo en la fuerza de sus brazos, en la dura forma de su cuerpo. Pero Isabella no quería hablar o pensar. Quería escapar al interior de su sueño.

– Estonces deja de hablar, Isabella -Le acarició el pelo con la barbilla-. Tengo a cuatro dignatarios esperando a ser recibidos, y estoy aquí contigo. Eso debería indicarte lo mucho que significas para mí. Necesito estar contigo ahora mismo. Duerme, y déjame observarte.

Donde había habido frío hielo, por dentro y por fuera, floreció y se extendió el calor. Se acurrucó más profundamente bajo los covertores y cayó dormida con una sonrisa curvando su boca.

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