CAPITULO 4

– Isabella -Sarina le sacudió el hombro gentil pero insistentemente-. Vamos, bambina, debes despertar ahora. Aprisa, Isabella, despierta ya.

Isabella alzó los párpados y levantó la mirada hacia la cara amable de Sarina.

– ¿Que pasa? Aún no ha amanecido -Se movió cuidadosamente, las laceraciones de su espalda eran más dolorosas ahora que la medicina había perdido efecto. Intentó evitar sobresaltarse-. ¿Algo va mal, Sarina?

– Se le ha ordenado abandonar este lugar. Las provisiones están empaquetadas, y su escolta está esperando con su caballo -Sarina se negaba a encontrar la mirada de Isabella-. Él no se aplacará, signorina. Apresurese ahora. Ha dicho que debe usted partir inmediatamente. Debo atender su espalda.

Isabella alzó la barbilla desafiantemente.

– Hicimos un trato. El don es un hombre de palabra, e insisto que la mantenga. No abandonaré este lugar. Y él rescatará al mio fratello, Lucca.

– Los mensajeros han sido enviados para asegurar la libertad de su hermano. -La tranquilizó Sarina. Estaba sacando ropas del armario.

– Está la cuestión de nuestro matrimonio. Creía que me lo había ofrecido. Él ordenó nuestro matrimonio. No puede volverse atrás en su palabra.

– No hubo anuncio -Sarina todavía no encontraba su mirada-. Debo poner bálsamo a sus heridas. Después debe vestirse rápidamente, Isabella, y hacer lo que Don DeMarco ha ordenado.

– No entiendo. Debo verle. ¿Por qué me envía lejos? ¿Qué he hecho para desagradarle? -Isabella tuvo una súbita inspiración-. Los leones estaban tranquilos anoche. ¿No significa eso que aceptan mi presencia?

– Él no la verá, y no cambiará de opinión.

Sarina intentaba ocultar su inquietud, haciendo que Isabella se preguntara que consecuencias de la decisión del don temía. No había duda de que Sarina estaba bien versada en todas las leyendas sobre el don y su palazzo.

Isabella tomó un profundo y tranquilizador aliento. Bueno, si Don DeMarco no la quería como su novia, entonces quizás ambos había hecho una escapada afortunada. No tenía intención de conformarse nunca con los deseos de un marido. Ni ahora. Ni nunca.

– Mi espalda está bien esta mañana, grazie. No necesito medicina.

Se levantó rápidamente y deliberadamente se tomó su tiempo lavándose, esperando que el don estuviera paseándose en sus habitaciones, ansioso por su partida. Dejémosle ansioso y que tenga que esperar para su placer. Ignorando las ropas que Sarina había sacado para ella, se vistió con su vieja ropa desgastada. No necesitaba nada de Don DeMarco aparte de que mantuviera su palabra y rescatara a su hermano.

– Por favor entienda, el desea que usted tenga la ropa. Ha proporcionando una escorta completa para el paso, provisiones, y varios hombres para llevarla a su casa. -Sarina intentaba mostrarse animada.

Los ojos de Isabella llameaban fuego. Ella no tenía casa. Don Rivellio había confiscado sus tierras y todas las cosas de valor, aparte de las joyas de su madre. Pero no se atrevía a utilizar su último tesoro excepto como recurso para intentar sobornar a los guardias que custodiaban a Lucca. Aún así, era demasiado orgullosa para señalar lo obvio a Sarina. Isabella había llegado a Don DeMarco esperando convertirse en sirvienta en su castello. Si el deseaba echarla, ciertamente no iba a suplicarle que la tomara como su novia, o siquiera pedirle refugio. Había nacido hija de un don. Podía haber corrido salvaje a veces, pero la sangre de sus padres corría profundamente en sus venas. Tenía mucho orgullo y dignidad, y se envolvió en ambos como en una capa.

– No tengo necesidad de nada de lo que el don ha ofrecido. Me abrí paso hasta el palazzo sola, y ciertamente puedo encontrar mi camino de vuelta. En cuanto a la ropa, por favor ocúpese de que la reciban los que la necesiten. -Mantuvo la mirada de Sarina firmemente, en cada pedazo tan orgullosa como el don-. Estoy lista.

Signorina… -El corazón de Sarina claramente se lamentaba por la joven.

La barbilla de Isabella se alzó más alto.

– No hay más que decir, signora. Le agradezco su amabilidad para conmigo, pero debo obedecer las órdenes de su don y partir inmediatamente. -Tenía que marcharse inmediatamente o podría humillarse a sí misma estallando en lágrimas. Había conseguir la promesa de Don DeMarco de salvar a su hermano, y esa, después de todo, era la única razón por la que había venido. No pensaría en nada más.

Ni en sus amplios hombros. Ni en la intensidad de su mirada ámbar. Ni en el sonido de su voz. No pensaría en él como hombre. Isabella miró hacia la puerta, sus rasgos serenos y decididos.

Sarina abrió la puerta, e Isabella la atravesó. Al momento el frío la golpeó, penetrante, profundo y antinatural. Allí estaba de nuevo… esa sensación de algo maligno observándola, esta vez con satisfecho triunfo. Su corazón empezó a palpitar. El odio era tan fuerte, tan espeso el aire, que le robó el aliento. Sintió el puso de esta desagradable presencia.

Pero Isabella no podía preocuparse más por lo de vivir con algo malvado en el castello. Si el don y su gente no sabían o se preocupaban por lo que moraba dentro de sus paredes, no era asunto suyo. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, ni esperar para ver si el ama de llaves la seguía, Isabella se apresuró através del laberinto de salones, confiando en su memoria para encontrar el camino de salida. La aterraba marchar pero igualmente la aterraba quedarse.

El frío aire antinatural la siguió mientras se abría paso a través de los amplios salones. Apuñalaba hacia ella como si la atravesara con una espada helada. Arañaba las heridas de su espalda, buscando la entrada a su alma. No pudo evitar un estremecimiento de miedo, y se imaginó que oía el eco de una risa burlona. Mientras bajaba las largas y retorcidas escaleras, un ondeo de movimiento la siguió, y podría haber jurado que los retratos en las paredes la miraban. Las lámparas ardientes en los vestíbulos llameaban con el extraño viento y salpicaban cerosas y macabras apariciones en el suelo, como si su adversario estuviera celebrando maliciosamente su partida con jubiloso deleite.

Sintió una sensación retorcida en la región de su corazón cuando salió del castello al viento mordaz de los Alpes. Tomó un aliento de aire fresco y limpio. Al menos la horrorosa sensación de algo malvado observándola había desaparecido una vez puertas afuera. Hombres y caballos estaban esperando a que se uniera a ellos. Sin advertencia, los leones empezaron a rugir, desde todas direcciones… las montañas, el valle, el patio, y los intestinos del palazzo… creando un estrépito espantoso. El sonido fue horrendo y aterrador llenando el aire y reververando a través del mismo suelo. Fue casi peor que la negra sensación de dentro del castello.

Los caballos se espantaron, luchando con los jinetes, corcoveando y bufando, agitando las cabezas cautelosamente, sus ojos girando de miedo. Los hombres murmuraban a los animales en un intento de calmarlos. La nieve caía en firmes sábanas, convirtiendo a todo el mundo en momias fantasmales.

– Tiene bastante comida -La tranquilizó Sarina, ocultando rápidamente sus manos temblorosas tras la espalda-. Y puse bálsamo en el paquete.

– Gracias de nuevo por su amabilidad -dijo Isabella sin mirarla. No lloraría. No había razón para llorar. No le importaba nada el don. Aun así, era humillante ser enviada lejos como si ella no importara en absoluto. Lo cual era cierto, supuso Isabella. Ya no tenía tierras ni título. Tenía menos que los sirvientes del castello. Y no tenía adonde llevar a su hermano enfermo.

Isabella ignoró la mano solícita de Betto y se subió ella misma a la silla. Su espalda protestó alarmantemente, pero el dolor alrededor de su corazón era más intenso. Mantuvo su cara oculta a los otros, incluso agradeció la nieve que ocultaría las lágrimas que brillaban en sus ojos. Su garganta ardía de arrepentimiento y furia. De pena.

Decidida hincó los talones en su caballo y fijó el paso, deseando dejar el palazzo y al don lejos tras ella. No miró a los escoltas, fingiendo que no estaban presentes. Los leones continuaban rugiendo una protesta, pero la nieve, que caía más rápida, ayudaba a amortiguar el sonido. Ella era consciente de que hombres y caballos estaban extremadamente nerviosos. Los leones cazaban en manada, ¿verdad? El aliento abandonó los pulmones de Isabella en una ráfaga.

A menos que ese fuera el terrible secreto que tan bien guardaba el valle. Muchos hombres leales al nombre Vernaducci habían sido enviados para encontrar este valle en el interior de los Alpes, pero nunca habían regresado. Se murmuraba que Don DeMarco tenía un ejército de bestias para guardar su guarida. ¿Estaban cazando ahora? Los caballos daban toda indicación de que había cerca depredadores. El corazón de Isabella empezó a palpitar.

Don DeMarco había actuado de forma extraña, pero seguramente no estaría tan molesto con ella como para quererla muerta. ¿Qué había hecho para garantizar su salida del castello? No había pedido al don que se casara con ella; había sido él quien insistiera. Ella había estado dispuesta a trabajar para él, le había ofrecido su lealtad. ¿Si simplemente había cambiado de opinión sobre tomarla como esposa, la querría muerta?

Isabella miró al capitán de la guardia, intentando evaluar su nivel de ansiedad. Sus rasgos eran duros, pétreos, pero urgiá a los jinetes a mayor velocidad, y aparentemente todos los hombres estaban pesadamente armados. Isabella había visto a hombres como el capitán antes. Lucca era un hombre semejante. Sus ojos se movían inquietamente recorriendo los alrededores, y montaba con facilidad en la silla. Pero montaba como un hombre que esperara problemas.

– ¿Nos están dando caza? -preguntó Isabella, su caballo cogió el paso de la montura del capitán. Fingía calma, pero nunca olvidaría del todo la visión de ese león, su hambrienta mirada fija en ella.

– Está usted a salvo, Signorina Vernaducci. Don DeMarco ha insistido en su seguridad por encima de todo lo demás. Nos jugamos la vida si le fallamos.

Y entonces los leones cayeron en el silencio. La quietud era extraña y aterradora, peor que los terribles rugidos. El corazón de Isabella palpitó, y saboreó el terror en su boca. La nieva caía, volviendo el mundo de un blanco resplandeciente y amortiguando el ruido de los casco de los caballos sobre las rocas. En realidad, Isabella nunca había visto nieve hasta que había llegado a esas montañas. Era helada, fría y húmeda contra su cara, colgando de sus pestañas y convirtiendo a hombres y monturas en extrañas y pálidas criaturas.

– ¿Cuál es su nombre? -Isabella necesitaba oir una voz. El silencio carcomía su coraje. Algo paseaba silenciosamente junto a ellos con cada paso que daban los caballos. Creía captar vislumbres de movimiento de vez en cuando, pero no podía divisar lo que podría ser. Los hombres habían cerrado filas, montando en apretada formación.

– Rolando Bartolmei. -Ondeó la mano hacia el segundo hombre que montaba cerca-. Ese es Sergio Drannacia. Hemos estado con Don DeMarco toda nuestra vida. Crecimos juntos, amigos de infancia. Es un buen hombre, signorina-. La miró como intentando dejar claro ese punto.

Isabella suspiró.

– Seguro que lo es, signore.

– ¿Tenía que marcharse tan rápidamente? La tormenta pasará pronto. Puedo asegurárselo, nuestro valle es bastante hermoso si le da una oportunidad. -El capitán Bartolmei miró otra vez al jinete de su izquierda. Sergio Drannacia estaba siguiendo cada palabra. Claramente, ninguno de los dos entendía por qué ella se marchaba tan bruscamente, y estaban intentando persuadirla para que se quedara.

Don DeMarco me ordenó abandonar el valle, Signore Bartolmei. No es por mi elección que me marcho en medio de semejante tormenta. -Su barbilla estaba alzada, su cara orgullosa.

El capitán intercambió una larga mirada con Sergio, casi incrédula.

– Se le permitió entrar en el valle, signorina… un auténtico milagro. Yo tenía la esperanza de que fuera capaz de ver más de esta gran tierra. Nuestra gente es próspera y feliz.

Que la gente pudiera ser feliz bajo semejantes circunstancias era dificil de creer. Isabella tomó un profundo aliento.

– La noche que llegué, oí un terrible grito, y los leones rugieron. Alguien murió esa noche. ¿Qué ocurrió? -Quería aparentar calma, como si supiera más del misterio de lo que sabía realmente.

El capitán intercambió otra rápida mirada con Drannacia, que encogió sus amplios hombros.

– Fue un accidente -dijo el capitan-. Uno de los hombres se descuidó. Debemos recordar que los leones no están domesticados. Son animales salvajes y deben ser respetados como tales.

Isabella escuchó el tono de su voz. Era tenso y cortante. Había aprendido de su padre y hermano a escuchar los pequeños matices de una voz. El capitán no se creía del todo su propia explicación. Estaba nervioso con las bestias paseando silenciosas e invisibles junto a ellos, y hablar de accidentes no aliviaba la tensión. Esto se estiró interminablemente hasta que los nervios estuvieron gritando.

Montaron quizás una hora, la tormenta los retrasaba. La visibilidad era escasa, y el viendo empezó aullar y gemir, llenando el silencio fantasmal dejado por el cese de los rugidos de los leones. Isabella tiró de su capa firmemente a su alrededor en un intento de evitar el frío implacable. Este parecía invadir su cuerpo y convertir su sangre en hielo, y se estremecía continuamente. Húmeda y miserable, con las manos entumecidas por el frío apesar de los guantes, casi se cayó cuando su montura se detuvo sin advertencia, encabritándose sin entusiasmo. Intentando calmar a su caballo, escudriñó a través del pesado velo de nieve.

El corazón de Isabella casi se detuvo. Captó un vistazo de algo grande, cubierto de nieve, pero todavía mostrando parches de dorado bronce y negro. Ojos brillando a través de blancos y helados cristales, ojos llejos de maligna inteligencia. Con el corazón en la gaganta, se congelo, con las manos caídas a los costados mientras el caballo avanzaba de lado y empezaba a retroceder nerviosamente. El capitán se encorvó, cogiendo las riendas de su montura, y condujo ambos caballos.

– ¡Los animales están guardando el paso! -gritó él-. No la dejará marchar.

Había algo muy siniestro en la forma en que la gran bestia permanecía en pie en la estrecha entrada del paso, con los ojos fijos en ella. Esa mirada era intensa, fijada en ella, reconociéndola. Era hipnotizadora y terrorífica al mismo tiempo.

– No es solo la bestia que puede ver la que debe preocuparnos. Los leones son cazadores de manada. Donde hay uno, hay más. Debemos llevarla de vuelta. -El capitán todavía guiaba su montura. Su voz sacó a Isabella del hechizo del depredador, y se extendió hacia adelante precipitadamente para recuperar el control de su caballo. El capitán necesitaba las manos libres; su propio caballo estaba moviendo la cabeza y resoplando nerviosamente.

Era enervante montar casi a ciegas a través de la pesada caída de nieve, con su montura temblando y sudando de miedo y los otros animales corcoveando y bufando, resoplando grandes nubes de vapor en su terror. Ese gruñido peculiar sonaba a su izquieda, después unos poco minutos más tarde a su derecha, después detrás y delante de ellos. Su escolta estaba antinaturalmente tranquila, sus ojos esforzándose a través de la nieve para captar vistazos de los elusivos cazadores.

Isabella justo estaba empezando a respirar de nuevo cuando sintió la perturbación en el aire. Levantó la vista hacia el cielo, esperando ver algún depredador en lo alto, pero la única cosa que había eran los blancos copos flotando hacia abajo. De todos modos, ella y los hombres no estaban solos. Algo aparte de un grupo de leones los había seguido desde el palazzo, y estaba furioso porque ella volviera, alejándose del paso. Podía sentir el odio intenso y la rabia dirigida hacia ella, un negro muro de maldad inclinada a su destrucción. Isabella no podía identificar qué era, pero lo sentía todo el camino hasta los huesos.

Empezó a temblar, su cuerpo reaccionaba a la intensidad de esa animosidad. Era personal… lo sentía. Y algo terrible iba a ocurrir. Estaba indefensa para impedirlo, pero sabía que se acercaba.

Casi al momento los leones empezaron a rugir de nuevo. Las bestias estaban muy cerca, y el sonido fue ensordecedor. Los caballos se espantaron, corcoveando y removiéndose, encabritándose y girando, y el caos reinó. La pendiente estaba helada, y los animales se deslizaron y tropezaron unos con otros, trompeteando de miedo. Los hombres cayeron a la nieve y se cubrieron las cabezas protegiéndose de las pezuñas mordaces. La montura de Isabella dio vueltas y se deslizó por la pronunciada cuesta, deslizándose peligrosamente y finalmente perdiendo el equilibrio. Ella intentó liberarse, pero fue imposible con los pliegues de su falta, y golpeó el suelo con fuerza, el caballo apaleado y caído le sujetaba la pierna bajo él.

El dolor de su espalda era excecrable, sacando el aliento de su cuerpo y sobrepasando a cualquier daño que pudiera haberse hecho en la pierna. Por un momento no pudo pensar o respirar; solo pudo yacer indefensa mientras el caballo se agitaba desesperadamente, intentando recuperar su asidero.

El capitán saltó de la grupa de su montura y cogió las riendas del caballo de Isabella, tirando del animal hacia arriba. El caballo se puso en pie temblando, cabizbajo. El capitán tiró de Isabella sacándola de la nieve, ignorando su inadvertido grito de dolor, empujándola tras él, con la espada desenvainada. El pandemonium los rodeaba, pero el capitán emitió órdenes, y sus hombres atraparon a los caballos que no había huído en la tormenta, y permanecieron hombro con hombro, una sólida pared de protección alrededor de Isabella.

– ¿Qué pasa, Rolando? -preguntó Sergio, sus ojos se esforzaban por ver a través de la nieve cegadora-. ¿Por qué nos atacan? No lo entiendo. ¿Por que la envía lejos, su única oportunidad de salvación? Si ella no fuera la elegida, nunca la habrían dejado atravesar viva el paso.

– No sé, Sergio -dijo el capitán-. Le permitieron pasar, después evitan que se marche. Estamos haciendo lo que desean, llevándola al castello, pero nos están dando caza.

Isabella sacudió la cabeza.

– No os están cazando a vosotros. Eso me está cazando a mí, y está utilizando a los animales para hacer su voluntad. -Al igual que dirigió el halcón hacia Sarina. Isabella sabía que tenía razón. Algo la quería fuera del valle. Ya fuera el don o alguna otra cosa, el odio estaba dirigido hacia ella.

El capitán giró la cabeza para mirarla, sus rasgos muy inmóviles, sus ojos vivos de curiosidad. Se quedó en silencio largo rato, Isabella temió que pensara que estaba loca. Se presionó una mano sobre el estómago indispuesta pero se acercó a él, con la barbilla alta.

– ¿De qué está hablando? -exigió él, un hombre al mando, un hombre decidido a cumplir con su deber y necesitado de toda la información disponible-. ¿Qué la está cazando? No entiendo.

No había forma de explicar lo que era, porque no lo sabía. Solo sabía que era real y maligno.

– Lo sentí antes cuando el halcón del don atacó a Sarina. Algo está dirigiendo los ataques. Por eso pregunté por la muerte de esa noche. Pensaba que era posible que hubiera ocurrido algo similar.

– Yo no sé nada de eso. -negó el capitán, pero miraba a su alrededor cautelosamente. Sus dedos mordieron bruscamente el brazo de Isabella, empujándola más allá de él. Su única advertencia. Él se colocó directamente delante de ella haciendo que se viera forzada a espiar alrededor de su sólida mesa. El aliento abandonó sus pulmones en una ráfaga continua.

Vio al enorme león a través de la nieve. Todo sigilo y poder, con la cabeza gacha, los hombros proyectados, sus ojos llameantes directamente enfocados en ella. El león parecía fluir sobre el suelo, acechándola en un lento movimiento. Aunque hombres y caballos la rodeaban, la miraba sola a ella, estudiándola con intención mortal.

Los caballos se encabritában y retrocedían, arrastrando a sus jinetes con ellos en todas direcciones mientras intentaban escapar. Los hombres se vieron obligados a abandonar sus monturas para protegerse a sí mismos y a Isabella. El olor a miedo era pungente. El sudor se desató en sus cuerpos, pero los hombres aguantaron inmóviles en el lugar mientras la tormenta rabiaba a su alrededor.

De repente el león explotó a una carrera mortal, su velocidad era increíble, embistiendo contra el círculo de hombres, golpeando con garras como hojas de afeitar, haciendo que corrieran por sus vidas, dejando un camino despejado hasta el Capitán Bartolmei y Sergio Drannacia, que permanecían hombro con hombro ante Isabella. La bestia saltó, cién libras de sólido músculo, yendo directamente hacia Isabella. Puro terror encontró una casa en su corazón, en su alma. Se quedó congelada, observando a la muerte ir a por ella.

Un segundo león emergió de la tormenta, una gran bestia peluda con una espesa melena dorada y negra. Más grande e incluso más musculosa, rugió un desafío mientras interceptaba al primer león, distrayéndolo de alcanzar su presa. Los dos leones se estrellaron en medio del aire, chocando con tanta fuerza que el suelo se sacudió. Al momento la lucha se convirtió en una frenética batalla de dientes y garras. Feroz e hipnotizadora, los rugidos reververaban a través del aire, atrayendo a otros leones. Ojos llameantes ardieron brillantemente a través de los copos de nieve.

Isabella estudió al segundo león atentamente. Estaba bien musculado, vigoroso, y obviamente inteligente. Podía verlo atacar una y otra vez en busca de puntos débiles donde la sangre ya marcaba al otro macho. El sonido de huesos aplastados la hizo estremecer, la horrorizó. Al final, el gran depredador retuvo al león más pequeño en sus manos, con los dientes enterrados en su garganta hasta que el animal caído quedó estrangulado.

El Capitán Bartolmei hizo una señal a Sergio.

– ¡Ahora! -Ambos saltaron hacia el león victorioso, con las espadas prestas.

– ¡No! -gritó Isabella, pasando a los dos hombres para colocar su cuerpo entre ellos y el león-. Alejáos de él.

Los hombres se detuvieron bruscamente. Cayó el silencio, dejando el mundo blanco, deslumbrante y la naturaleza contuvo el aliento. El león balanceó su gran cabeza en el morro todavía ensangrentado. Los ojos estaban fijos en ella, llameando hacia ella, de un ámbar peculiar que parecía brillar con conocimiento e inteligencia. Con pesar-. No -dijo de nuevo muy suavemente con su mirada atrapada en la del león-. Nos ha salvado.

Mientras miraba al gran felino, el viento sopló nieve alrededor de ellos, cegándola momentáneamente. Parpadeó rápidamente, intentando aclarar su visión. El viendo sopló la nieve a un lado, y se encontró mirando a unos salvajes ojos ámbar. Pero el león victorioso había desaparecido. Los ojos ámbar pertenecían a un depredador humano. Ya no estaba viendo a un leon irguiéndose sobre la bestia caída, sino a Don Nicolai DeMarco. Permanecía alto y erguido, su largo pelo soplado al viento, la nieve cayendo sobre sus amplios hombros y ropas elegantes.

El estómago de Isabella se sobresaltó, y su corazón se derritió. Parpadeó para eliminar los copos de nieve de sus pestañas. La forma alta del don se nubló y fluctuó haciendo que su largo pelo pareciera una melena dorada y flotante alrededor de su cabeza y hombros, profundizando el color del leonado al negro en la cascada que bajaba por su espalda. Las manos de él se movieron, atrayendo su atención, y tuvo la ilusión de estar viendo dos enormes zarpas. Entonces el don se movió, y el extraño y vacilante espejismo desapareció, y una vez más quedó mirando a un hombre.

Él bajó la vista al cuerpo del león derrotado, y ella vio las sombras en sus ojos. Se agachó junto al gran felino y enterró una mano enguantada entre el espeso pelaje, con la cabeza baja por un momento con pesar. Tras él había un pequeño ejército de hombres a caballo. Don DeMarco se puso en pie e indicó a los jinetes que atraparan los caballos a la fuga.

Caminó directamente hacia Isabella y le tomó las manos entre las suyas.

– ¿Estás herida, mi señora? -preguntó suavemente, gentilmente, sus ojos ámbar capturando los de ella, manteniéndola prisionera, haciendo que alas de mariposa revolotearon profundamente en su interior.

Silenciosamente Isabella sacudió la cabeza mientras bajaba la mirada a su mano en la palma de él, casi temiendo que vería una gran zarpa. Los dedos de él se cerraron alrededor de los suyos, y tiró de ella hacia la calidez de su cuerpo. El cuerpo de ella estaba temblando en reacción, y por mucho que lo intentaba, no podía contenerse. Don DeMarco se quitó su capa y se la colocó alrededor de los hombros, envolviéndola en la calidez de su cuerpo. Él retrocedió hacia la línea de hombres, y su caballo respondió a la silenciosa señal, trotando instantáneamente hacia él.

Sus manos se extendieron a lo largo de la cintura de ella y la levantaron fácilmente hasta la silla.

– ¿Qué ha ocurrido aquí, Rolando? -preguntó, y ese extraño gruñido retumbó, una clara amenaza, profundo en su garganta.

Isabella se estremeció y se acurrucó más profundamente en la pesada capa. No era sorprendente que el don pareciera ocasionalmente un león, con su largo pelo y peluda capa. Estaba echa de la gruesa piel de un león. La montura del don olía a las bestias a su alrededor, pero se mantenía firme, ni en lo más mínimo nerviosa. Isabella se preguntó si estaba acostumbrada a la fragancia salvaje a causa de su capa.

– El paso estaba guardado, Don DeMarco -explicó el capitán. Miró más allá del don, sin encontrar su mirada-. Dimos la vuelta, y este nos atacó. Un renegado, sin duda. -Señaló al león sin vida y en a nieve empapada de sangre-. En la nieve cegadora, podríamos haber cometido un terrible error, Nicolai.

Isabella no tenía ni idea de qué quería decir, pero la voz de capitan temblaba de emoción.

Nicolai DeMarco se balanceó con facilidad volviendo a montar a caballo, colocando a Isabella cerca de su pecho, sus brazos deslizándose alrededor de ella mientras aferraba las riendas.

– ¿Tan terrible habría sido, amigo mío? -Giró al animal de vuelta hacia el castello, obviamente sin desear respuesta. Isabella cambió de posición entre sus brazos, un movimiento inquieto que atrajo su cuerpo justo contra el de él.

Inclinó la cabeza para mirarle a los ojos.

– Va por el camino equivocado. -Su tono era absolutamente Vernaducci, tan arrogante como la expresión de su cara-. Mi sentido de la dirección es bastante bueno, y el paso está en la dirección opuesta.

Él bajó la mirada a su cara durante tanto rato que ella no creyó que respondería. Fue consciente del movimiento del caballo mientras mecía juntos sus cuerpos. Había fuerza en los brazos de él, y su pelo le rozaba la cara como seda. Quería enredar sus dedos en esa masa, pero, en vez de eso, cerró las manos en dos puños para evitar semejante locura. La boca de él, hermosamente esculpida y pecaminosamente invitadora, atrajo su atención. Decidió que era un error mirarle, pero ya estaba atrapada en el calor de su mirada y no podía apartar la vista.

Nicolai tocó su cara gentilmente, pero Isabella sintió la caricia a través de su cuerpo entero.

– Lo lamento, Isabella, descubro que no soy ni de cerca tan noble como a ti te gustaría pensar. No puedo dejarte marchar.

– Bueno, solo quiero que sepa que he cambiado completamente de opinión con respecto a usted. -Se agachó bajo la gruesa capa para salir del cortante viento-. Y no para bien.

La risa de él fue suave, casi demasiado baja como para que ella la captara.

– Haré lo que pueda para que vuelva a ser la de antes.

Cuando levantó la mirada hacia él, no había rastros de humor en su cara. Parecía triste y aplastado. Se marcaban líneas en los ángulos y planos de su cara, y parecía más viejo de lo que ella había creído al principio. Isabella no pudo evitar que su mano se arrastrara hacia arriba para tocar la cara de él, para rozar gentilmente las ásperas líneas.

– Siento lo del león. Sé que de algún modo estás conectado con ellos, y sentíste la pérdida gravemente.

– Es mi deber controlarlos -respondió él sin inflexión.

Las cejas de ella se alzaron de golpe.

– ¿Cómo es posible que seas responsable de controlar a animales salvajes?

– Basta con decir que puedo y lo hago. -dijo él tensamente, descartando el tema.

Los dientes de Isabella se apretaron en protesta. ¿Iba a tener que acostumbrarse que ser sumariamente ignorada? En su casa había hecho casi lo que había quería, tomando parte en acaloradas discusiones, incluso en las políticas. Ahora su vida había cambiado no una vez, sino dos, al antojo del mismo hombre. Habría sido mucho más fácil si él no le hubiera resultado tan atractivo. Bajo sus largas pestañas, sus ojos llamearon hacia él, una llamarada de temperamento que luchó por controlar.

– No está usted empezando muy bien, Signor DeMarco, si su intención es cambiar mi opinión sobre usted.

Él la miró sobresaltado por un momento, como si nadie hubiera expresado su desagrado antes. El Capitán Bartolmei, que montaba cerca de su don, giró la cabeza, pero no antes de que Nicolai captara la súbita sonrisa. Sergio, al otro lado, sufrió en un ataque de tos. El don balanceó la cabeza en dirección a los soldados, y el risueño sonido cesó inmediatamente. Nicolai apretó los brazos alrededor de Isabella.

Isabella iba a la deriva, a salvo y segura en la calidez de los brazos del don. Pero era consciente de la tensión entre los tres hombres. En realidad, era más que los tres hombres. Se extendía por las columnas de hombres, como si estuvieran todos esperando que ocurriera algo. Isabella cerró los ojos y permitió a su cabeza encontrar un nicho sobre el pecho de Don DeMarco. No quería ver u oír nada más. Se echó la capa sobre la cabeza.

La sensación de temor persistió de todos modos. Crecía a cada paso que daban los caballos. No era una sensación de maldad, sino más bien de anticipación, de espectación. Parecía que cada uno de los jinetes sabía algo que ella no. Con un suspiro de resignación se echó la capucha hacia atrás y miró al don.

– ¿Qué es? ¿Qué va mal? -Él parecía más distante que nunca. Isabella contuvo el temperamento que siempre conseguía meterla en problemas. Don DeMarco era el que tomaba todas las decisiones. Si ya estaba lamentando su pequeño antojo de regresarla al palazzo, ese no era su problema, y podía parecer tan sombrío como quisiera pero ella no iba a sentirse culpable.

Nicolai no le respondió. Isabella estudió su cara y comprendió que él estaba completamente concentrado en algo más. Notó que el capitán y Sergio montaban cerca de su don, protectoramene. Volvió la atención a las manos de él, tan firmes sobre las riendas mientras guiaba al caballo a través de la nieve. Isabella se sentó erguida. Don DeMarco no estaba guiando al caballo. Sergio y el capitán lo estaban haciendo con sus propias monturas. La atención total del don estaba profundamente centrada dentro de sí mismo, y no parecía ser completamente consciente de nada de lo que le rodeaba. Ni siquiera de Isabella.

La expresión de él captó su interés. Estaba luchando internamente… lo sentía… aunque su cara era una máscara de indiferencia. Isabella sabía cosas. Siempre las había sabido, y ahora mismo era muy consciente de que Nicolai DeMarco estaba luchando una terrible batalla.

Ella sabía que los leones estaban todavía paseando junto a las dos columnas de jinetes, mucho más lejos que antes pero todavía allí. ¿Estaba el don controlando su comportamiento de algún modo? ¿Realmente tenía semejante habilidad? La idea era aterradora. Nadie en el mundo exterior aceptaría nunca tal hecho. Sería condenado y sentenciado a muerte. Los rumores eran una cosa… a la gente le encantaba chismorrear, adoraba ser deliciosamente asustada… pero sería algo completamente diferente que Don DeMarco pudiera realmente controlar un ejército de bestias.

Isabella fue consciente del caballo bajo ellos. Donde antes el animal había sido firme, se estaba ahora poniendo progresivamente nervioso, danzando, tirando de la cabeza. La capa que la envolvía en su calidez parecía casi haber vuelto a la vida, haciendo que ella oliera al león salvaje, que sintiera el roce de la melena contra su mejilla.

Don DeMarco refrenó a su montura, deteniendo a las columnas de jinetes. Ella pudo sentir el cambio en su respiración, el aire moviéndose a través de sus pulmones en una ráfaga, su aliento cálido en la nuca. Entonces el capitan señaló a las dos columnas de jinetes que continuaran avanzando hacia el palazzo. La tormenta amortiguó efectivamente los sonidos de caballos y jinetes mientras desaparecían en el mundo blanco y arremolinante.

Nicolai tocó el pelo de Isabella, su mano pesada y grande le recorrió la cabeza y espalda. El roce fue increíblemente sensual, e Isabella se estremeció. Él se inclinó contra ella colocando su boca cerca del oído.

– Lamento no poder escoltarte de vuelta al palazzo, pero Rolando se ocupará de que llegues a salvo. Yo tengo otros deberes apremiantes-. Esa peculiar nota gruñona retumbó profundamente en su garganta, sensual y aterradora al mismo tiempo. Fácilmente, fluídamente, él se bajó del caballo, con una mano demorándose en el tobillo de ella.

El aliento de Isabella quedó atascado en su garganta. Ella llevaba botas, pero sintió ese toque íntimo directamente a través de su cuerpo.

– Hay leones, Signor DeMarco. Los siento alrededor de nosotros. No puede quedarse aquí a pie. -señaló ansiosamente-. Nada puede ser tan importante.

– El Capitán Bartolmei se ocupará de que vuelvas al castello. Sarina está esperándote, y se asegurará de que estés bien cuidada en mi ausencia. Volveré tan pronto como sea posible.- El viento soplaba con fuerza. El pelo del don flameaba en su cara, espeso y peludo, dorado en su coronilla, oscurecido casi hasta el negro cuando caía por su espalda-. Isabella, quédate cerca del capitán hasta que estés a salvo dentro de las paredes de mi hogar. Y escucha a Sarina. Ella solo quiere protegerte.

Don DeMarco -interrumpió el Capitán-, debe apresurarse.

Todos los caballos estaban resoplando y danzando nerviosamente. La montura de Isabella estaba girando los ojos con miedo, echandola la cabeza hacia atrás e intentando retroceder.

Isabela se extendió y cogió el hombro de Nicolai.

– No tiene capa, y hace frío ahí fuera. Por favor venga con nosotros. O al menos vuelva a coger su capa.

Don DeMarco miró la pequeña mano enguantada sobre su hombro.

– Mírame, mi señora. Mira mi cara.

Oyó como contenían el aliento, con miedo, los dos hombres que los protegían. No desperdició con ellos un mirada, miró solo a Nicolai. Por alguna razón que no podía determinar, él le estaba rompiendo el corazón. Parecía tan lejano, tan absolutamente solo. Atrevidamente le enmarcó la cara con las palmas de sus manos.

– Te estoy mirando, mio don. Díme que debo buscar. -Su mirada vagó sobre la cara marcada de él, tomando nota de las hermosas y esculturales líneas, las profundas cicatrices, la llameante intensidad de sus ojos ámbar.

– Díme que ves -ordenó él por segunda vez, con expresión cautelosa.

– Te veo a ti, Don Nicolai DeMarco. Un hombre muy misterioso, pero al que algunos llamarían guapo. -Su pulgar rozó una persistente caricia sobre la mandíbula ensombrecida. Isabella descubrió que no podía apartar la vista de su ardiente mirada.

– ¿Serías tú uno de esos que llamaran guapo a Don Nicolai DeMarco? -preguntó él, su voz más baja que antes, haciendo que el viento se las llevara casi antes de que ella captara las palabras. La mano de él subió por su mandíbula, cubriendo el punto exacto donde el pulgar de ella le había acariciado, manteniendo su tacto en la calidez de la palma.

Una lenta sonrisa curvó la boca de Isabella, pero antes de poder responderle, su montura retrocedió, obligándola a aferrar las riendas.

Don DeMarco se alejó apresuradamente del animal, deslizándose rápidamente al interior de las sombras de los árboles.

– Vete ya, Rolando. Llévala seguramente a casa. -Fue una orden.

– Su capa. -Isabella le llamó desesperadamente mientras el capitán cogía las riendas de su caballo. Ya el caballo estaba en movimiento, Sergio y el capitán urgían al animal hacia el palazzo. Ella luchó por quitarse la pesada piel de león, tirándola rápidamente hacia donde había visto por última vez al don-. Tome su capa, Don DeMarco -suplicó, temiendo por él, una figura solitaria imposible de ver en la arremolinante tormenta blanca.

Isabella casi se dio la vuelta completamente sobre la grupa de su montura. Realmente consideró la idea de saltar del caballo. Había una desesperación en ella, un temor de que si apartaba los ojos del don, le perdería. Pero por mucho que lo intentó, no pudo distinguir claramente su figura en la nieve. Tuvo la ligera impresión de algo grande y poderoso deslizándose con fluída gracia por la nieve. Él se agachó a recoger la capa y lentamente se enderezó para verla marchar. Su forma fluctuó, volviéndose confusa, mientras se colocaba la pesada capa, de repente tomando la pariencia de una bestia indomable. Se encontró a sí misma mirando a los resplandecientes ojos, ojos que llameaban con fuego, con inteligencia. Ojos salvajes.

Su corazón se detuvo, después empezó a palpitar con alarma.

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