CAPITULO 2

Isabella se sentó tranquilamente en la cama, con la bata envuelta firmemente a su alrededor, mirando fijamente hacia la puerta hasta que el amanecer veteó rayos de luz a través de la larga fila de vidrieras. Contempló el sol comenzando a alzarse, observó los colores saltando a la vida y trayendo una cierta animación a las imágenes representadas en las ventanas.

Se puso en pie y vagó por la habitación, atraída por los coloridos paneles. Ella había estado en la mayoría de los grandes castelli de niña, y todos ellos inspiraban respeto. Pero este era el más ornamentado, más intrincado, más todo. Solo en su habitación, una simple habitación de invitados, había una pequeña fortuna en obras de arte y oro. No era sorprendente que los ejércitos de los reyes de España y Austria y los que vinieron antes hubieran buscado la entrada a este valle.

Isabella encontró la pequeña cámara reservada para las abluciones matutinas y se tomó su tiempo, dando vueltas en la cabeza a cada argumento que utilizaría para persuadir a Don DeMarco de que la ayudara a salvar a su hermano. Don DeMarco. Su nombre era susurrado por hombres poderosos. Se decía que tenía influencia sobre los gobernantes más influyentes del mundo y que los que no le escuchaban o prestan atención acababan desapareciendo o muriendo. Pocos le habían visto, pero se rumoreaba que era medio hombre, medio bestia y que dentro de su extraño valle, demoníacas apariciones le ayudaban. Los rumores incluían de todo, desde fantasmas a un ejército de bestias fantasmas bajo sus órdenes. Isabella recordaba a su hermano, Lucca, contándole cada historia y riendo con ella de los absurdos rumores que la gente estaba tan dispuesta a creer.

Examinó su habitación cuidadosamente. Colgaban cruces a ambos lados de su puerta. Se acercó más para examinar la propia puerta. Las tallas en ella eran de ángeles, hermosas y aladas criaturas que guardaban el dormitorio. Isabella sonrió. Se estaba mostrando fantasiosa, pero los rumores de criaturas demoníacas y un ejército de animales salvajes de los que se había reído con su hermano parecían demasiado cercanos a la realidad ahora, y agradeció la plétora de ángeles que permanecían guardando su puerta.

La propia habitación era grande y llena de tallas ornamentadas. Varios pequeños grabados de leones alados colgaban de las paredes, pero la mayoría parecía ser de ángeles. Dos leones de piedra guardaban la gran chimenea, pero parecían bastante amigables, así que les palmeó las cabezas para hacer amistad con ellos.

Isabella no pudo encontrar sus ropas por ninguna parte y con un suspiro de frustración abrió el enorme guardarropa. Estaba lleno de hermosos vestidos, vestidos que parecían ser nuevos, hechos solo para ella. Sacó uno, su mano tembló al alisar la falda. Los vestidos parecían haber sido cosidos por su costurera favorita. Cada uno, ropa de día y de baile, era de su talla y hecho con encaje y suave y fluída tela. Nunca había tenido ropa tan fina, ni siquiera cuando vivía su padre. Sus dedos acariciaron la tela, tocando las diminutas costuras con reverencia.

En la cómoda descubrió prendas íntimas cuidadosamente dobladas, con pétalos de flores esparcidos concienzudamente en cada cajón para mantenerlos frescamente fragantes. Isabella se sentó en el borde de la cama, sujentado las prendas de vestir en las manos. ¿Habían sido confeccionadas para ella? ¿Cómo podía ser tal cosa? Quizás le habían dado la habitación de otra joven. Recorrió con la mirada el enorme dormitorio una vez más.

No contenía los artículos personales que podría esperarse encontrar en el dormitorio privado de alguien. Se encontró estremeciéndose. Al instante los hermosos vestidos parecieron un poco siniestros, como si Don DeMarco, sabiendo que estaba en camino, hubiera ideado sus propios planes para ella. Francesca había dicho que las noticias de su inminente llegada habían viajado bien por delante de ella, aunque el elusivo don no le había enviado una escolta. Nada de esto tenía sentido para ella.

¿Cómo se las había arreglado Francesca para entrar en su habitación apesar de la puerta cerrada? Cavilando sobre el acertijo, Isabella se vistió lentamente con el vestido más sencillo que pudo encontrar, sintiendo que no tenía elección. No podía ir al encuentro del don sin una puntada de ropa encima. Sabía que muchos castelli y el gran palazzi tenían pasadizos secretos y habitaciones ocultas. Esa tenía que ser la respuesta a la abrupta llegada y partida de Francesca. Se tomó unos pocos minutos para examinar las paredes de mármol. No pudo encontrar ninguna evidencia de una apertura en ninguna de ellas. Incluso examinó la gran chimenea, pero esta parecía bastante sólida.

El aliento se quedó atascado en su garganta cuando oyó una llave girar en la cerradura de su puerta y esta se abrió. Sarina le sonrió. Llevaba una bandeja.

– Pensé que estaría levantada y bastante hambrienta a estas horas, signorina. No comió nada anoche.

Isabella la miró fijamente.

– Puso algo en el té. -Retrocedió alejándose de la mujer mayor hasta que una pared la detuvo.

– El Amo quería que durmiera usted toda la noche. Sus mascotas pueden ser aterradoras si no se está acostumbrada al ruido. Por otro lado, estaba tan cansada a causa de su viaje, que creo que habría caído dormida sin ayuda. Y le expliqué noche que no podía vagar libremente por el palazzo. No siempre es seguro -dijo Sarina, repitiendo su advertencia de la noche anterior. No parecía sentir remordimiento en lo más mínimo.

La comida olía maravillosamente, el estómago vacío de Isabella se retorció, pero clavó los ojos en la bandeja suspicazmente.

– Le dije anoche que mi asunto es urgente. Debo ver al don inmediatamente. ¿Él ha accedido a una audiencia?

– Hoy más tarde. Él es nocturno y raramente ve a nadie en la mañana a menos que sea una horrenda emergencia -respondió Sarina tranquilamente. Colocó la bandeja sobre la mesita delante del fuego.

– Pero esto es una emergencia -dijo Isabella desesperadamente. ¿Nocturno? Dio vueltas al extraño concepto una y otra vez en su cabeza, intentando darle sentido.

– No para él -señaló Sarina-. No cambiará de opinión, signorina, así que bien podría comer ahora que tiene oportunidad. La comida es excelente y sin ninguna hierba para ayudarla a dormir. -Cuando Isabella continuó mirándola fijamente, suspiró suavemente-. Vamos, piccola, necesitará fuerzas para lo que la espera.

Isabella cruzó la habitación reluctantemente para quedarse junto a la silla.

– No pude encontrar mi ropa, así que me puse uno de los vestidos que encontré en el guardarropa, signora. Confío en no haber hecho mal.

– No, el Amo trajo los vestidos para usted, cuando supo que el suyo había quedado arruinado en el viaje. Siéntese, signorina, y coma. Me ocuparé de su cabello. Tiene un pelo tan hermoso. Mi hija habría tenido su edad. La perdimos en un accidente. -Había una tirantez en su voz, y aunque la mujer mayor estaba detrás de la silla donde Isabella se había sentado, supo que el ama de llaves se había presignado.

Al menos no todos eran adoradores del diablo en este valle. Isabella suspiró aliviada.

– Lamento su pérdida, signora. Solo puedo imaginar lo terrible que sería perder a un hijo, pero la mia madre murió de fiebres cuando yo tenía seis años, y el mio padre fue arrebatado del hogar por un accidente de caza. Ahora solo tengo al mio fratello. Y no quiero perderlo también.

No añadió que ella y Lucca creían que el accidente de caza de su padre, que subsecuentemente había causado su muerte, no había sido ningún accidente sino un intento serio por parte de su vecino, Don Rivellio, de empezar a apropiarse de sus tierras.

– Conoció usted al mio sposo, Betto, anoche cuando llegó. Se ocupó por usted de su caballo. El animal estaba muy cansado. Es un buen hombre, y si necesita algo, él la ayudará. -Sarina bajó la voz, casi como si pensara que las paredes tuvieran oídos. Como si fuera una conspiradora.

Isabella cerró las manos alrededor de la taza de té. Inhaló profundamente pero no encontró ningún rastro de ninguna hierba que pudiera identificar como medicinal.

– Parecía muy agradable, y fue amable conmigo -Levantó la mirada hacia Sarina-. ¿Entró Don DeMarco anoche en mi habitación mientras yo dormía?

Sarina se tensó, sus manos se inmovilizaron mientras colocaba los platos más cerca de la silla de Isabella.

– ¿Por qué pregunta semejante cosa?

– He tenido extraños sueños, que usted estaba aquí en mi habitación y él entraba.

– ¿Está segura? ¿Qué aspecto tenía él? -Sarina empezó a poner en orden la cama, dando la espalda a la joven.

Isabella creyó ver que las manos del ama de llaves temblaban. Tomó un cauteloso sorbo de té. Estaba dulce, caliente y sabía perfectamente.

– No pude ver su cara. Pero parecía… enorme. ¿Es un hombre grande?

Sarina mulló la colcha, después la alisó cuidadosamente.

– Es alto y enormemente fuerte. Pero se mueve… -Se interrumpió.

– En silencio -ayudó Isabella pensativamente, casi para sí misma-. Estuvo aquí anoche, en esta habitación, ¿verdad?

– Quería asegurarse de que usted no habría sufrido ningún daño en su viaje -Sarina la animó a comer, empujando el plato hacia ella-. Nuestra cocinera se molesta mucho cuando no comemos lo que prepara. Ya devolvimos su comida anoche. Ha preparado esto especialmente para usted. Por favor inténtelo.

Isabella no había comido una auténtica comidad desde hacía mucho, casi temía probar un bocado. Su estómago protestó al principio, pero después el extraño pastel dulzón se fundió en su boca, y descubrió que estaba hambrienta.

– Está bueno -alabó en respuesta a la expresión expectante de Sarina- ¿Qué fue ese terrible grito que oí? Eso no fue un sueño sino alguien mortalmente herido -Era renuente a hablar incluso a Sarina de la visita de Francesca, insegura de si metería en problemas a la joven. Le gustaba Francesca y necesitaba al menos una aliada en el castello. Sarina era dulce, y muy buena con ella, pero su lealtad era definitivamente para Don DeMarco. Todo lo que Isabella dijera, todo lo que hiciera, sería cumplidamente informado. Isabella aceptaba eso como un deber de Sarina. Su padre había sido don de su gente. Ella conocía la lealtad que el título conllevaba.

– Esas cosas pasan. Alguien fue descuidado -Sarina encogió sus delgados hombros casi despreocupadamente, pero cuando se dio la vuelta, Isabella vio que su cara estaba pálida y sus labios temblaban-. Debo irme. Volveré a por usted cuando sea el momento. -Ya estaba a medio camino de la puerta, estaba claro que no deseaba continuar la conversación. Antes de que Isabella pudiera protestar, la puerta fue firmemente cerrada, y oyó la llave girar en la cerradura.

Isabella pasó gran parte de la mañana tomando una siesta. Todavía estaba cansada y exhausta a causa de su agotador viaje, y cada músculo de su cuerpo parecía doler. Había estudiado cada centímetro de la habitación y los cristales tintados y de nuevo había buscado pasadizos ocultos, después finalmente se lanzó sobre la cama. Estaba profundamente dormida cuando Sarina volvió, y tuvieron que apresurarse, Isabella arreglando su apariencia arrugada, Sarina arreglándole el pelo y cloqueando como una gallina.

– Debe apresurarse, signorina. No querrá hacerle esperar demasiado. Tiene muchas citas. Usted no es la única.

– No quise quedarme dormida -se disculpó Isabella. La mujer mayor le abrió la puerta, pero Isabella era repentinamente renuente a dar un paso hacia el pasillo, recordando la terrible y sobrecogedora nube de maldad que había encontrado la noche anterior.

Isabella era "diferente". Lucca le había dicho que guardara sus extrañas premoniciones y rarezas para sí misma, sin permitir nunca que nadie supiera que era "sensible" a cosas más allá de lo que el ojo podía ver. Pero Lucca y su padre habían confiado en sus presentimientos cuando buscaban aliados, cuando buscaban a otros para unirse a sus sociedades secretas con vistas a proteger sus tierras de los continuos asaltos de gobernantes externos.

Signorina -dijo Sarina suavemente-. No podemos arriesgarnos a que llegue tarde a su cita. Él no le concederá otra.

Isabella tomó un profundo aliento y siguió a Sarina puertas afuera, palmeando a los ángeles para que le dieran buena suerte mientras pasaba junto a ellos. Levantó la mirada justo cuando una joven sirvienta le tiraba agua de un caliz de oro a la cara. El agua salpicó sus mejillas para chorrear por el escote de su vestido. Isabella se detuvo en el acto, mirando con sorpresa entumecida a la chica que estaba de pie ante ella.

Un súbito silencio cayó cuando todo trabajo cesó y los sirvientes jadearon con horrorizada fascinación. El agua continuó chorreando por el vestido de Isabella, corriendo entre sus pechos como gotas de sudor.

– ¡Alberita! -Sarina reprendió a la chica, frunciendo el ceño severamente, aunque la risa era evidente en sus chispeantes ojos-. ¡El agua bendita se rocía sobre una persona, no se le tira en la cara! Scusi, Signorina Isabella. Es joven e impulsiva y no siempre escucha bien. El agua bendita era para su protección, no para su baño.

Alberita efectuó una leve reverencia en dirección a Isabella, boqueando con horror, con la cara cenicienta, y lágrimas en los ojos.

– ¡Scusi, scusi! La prego no se lo diga al Amo.

– Estoy más que agradecida por la protección, Alberita. Debería ir al encuentro de mi destino sin miedo en el corazón. Seguramente tengo protección extra contra cualquiera que pudiera desear hacerme daño -Isabella tuvo que luchar para evitar la risa.

Sarina sacudió la cabeza y limpió cuidadosamente la cara de Isabella.

– Es bueno que sea usted tan comprensiva. La mayoría habría exigido que fuera azotada.

– Yo no tengo más estatus que usted, signora -confesó Isabella, desvergonzada-. Y no creo en los azotes. Bueno, -murmuró por lo bajo-, quizás a Don Rivello le vendrían bien unos buenos azotes.

La boca de Sarina se retorció, pero no sonrió.

– Vamos, no debemos llegar tarde. Don DeMarco tiene una agenda apretada. Ciertamente es usted apropiadamente considerada.

Isabella la miró, segura de que la mujer mayor se estaba riendo de ella, pero Sarina dirigía el camino a través de amplios corredores y pasajes abovedados. Se apresuraron pasando junto a varios sirvientes que trabajaban. Notó que todos ellos la miraban con caras solemnes, algunos con tensas sonrisas. Todos hicieron el signo de la cruz hacia ella como si la bendigeran.

Agua bendita y bendiciones de los sirvientes. Isabella se aclaró la garganta.

Signora, ¿Don DeMarco es miembro de la Santa Iglesia? -Se voz vaciló un poco, pero Isabella estaba orgullosa del hecho de que se las hubiera arreglado para pronunciar las palabras sin tartamudear. Tenía el mal presentimiento de que quizás todos los rumores sobre el don eran verdad después de todo. Envió una rápida y silenciosa plegaria porque Don DeMarco y Dios estuvieran en buenos términos.

Sarina Sincini no respondió sino que caminó rápidamente delante de ella, abriendo el camino a través de un gran patio abierto con escaleras de caracol alzándose en varias direcciones. En el centro del patio había una fuente que se alzaba casi hasta el segundo piso. Proporcionó a Isabella cierto alivio el ver que cada sección separada de la fuente estaba coronada por una cruz. En la base de cada columna circular, sin embargo, estaba el inevitable león, grande y musculoso, con una melena leonada veteada de negro. Aún así, el sonido del agua salpicando resultaba consolador, y las intrincadas tallas de amigables figuras en lo alto de la fuente proporcionaba más seguridad.

Isabella quiso demorarse y examinar la gran escultura, pero Sarina estaba a medio camino subiendo una de las escaleras de caracol. Mientras Isabella se apresuraba a subir las escaleras aparentemente interminables, contempló la serie de retratos de la pared. Uno, la cara de un hombre, era tan hermoso que hizo que le doliera algo por dentro. Sus ojos contenían dolor, profunda pena. Isabella quedó hipnotizada por sus ojos, deseando abrazarle y consolarle. Sentía la fuerte sensación de que le conocía, de que reconocía esos ojos. Isabella pasó al siguiente retrato. Reconoció esa cara inmediatamente. Los ojos risueños de Francesca le devolvían la mirada, traviesos y felices. La pintura debía haberse hecho bastante recientemente, ya que Francesca parecía tener casi la misma edad que tenía ahora. Quién era ella exactamente, se preguntó Isabella. ¿Una joven prima del don? El artista había capturado su esencia, su calidez y disposición alegre. Isabella reunió coraje solo mirando esa dulce cara. Cuadró los hombros y se apresuró tras Sarina.

Tomaron muchos recodos y esquinas a través de numerosos salones y alcovas oscurecidas, pasando más ventanas de vidrieras y arcos intrincadamente tallados. Isabella quería explorarlo todo. A la luz del día el castello parecía más abierto y aireado y mucho menos amenazador de lo que había parecido la noche antes. Ya no sentía la pesada y aceitosa impresión de maldad.

Finalmente alcanzaron el extremo más alejado del palazzo, a gran distancia de los aposentos principales. Captó vistazos de habitaciones llenas de libros y esculturas y toda clase de cosas intrigantes que le habría gustado examinar, pero Sarina continuaba apresurándose a través del laberinto de corredores. Isabella estaba verdaderamente perdida cuando subieron un tercer tramo de amplios y arqueados escalones hasta un balcón y se encontraron directamente ante unas puertas dobles. Isabella se detuvo bruscamente ante ellas, no necesitaba que Sarina le dijera que estaba en la guarida privada de Don DeMarco.

– Todo esto es el hogar del Amo. No se permite la entrada a nadie a menos que él haya emitido una invitación.

– ¿Y qué hay de los sirvientes? -preguntó Isabella, curiosa. Miraba fijamente a las enormes e intrincadamente talladas puertas dobles adornadas con una cabeza de león de melena despeinada y ojos penetrantes. El morro parecía salir directamente de la escultura, una boca abierta mostrando dientes afilados. Pero había algo diferente en este león, algo muy diferente de los otros. Este león parecía inteligente, astuto, amenazador. Era casi como si el retrato del hombre hubiera sido convertido en la escultura de un león. Casi podía ver al humano tras la espantosa máscara.

– Debe entrar -animó Sarina.

Isabella continuó mirando fijamente la escultura, apenas oyendo a la mujer mayor. Extendió la mano y tocó el feroz morro con la yema de un dedo gentil, casi acariciándolo, algo dentro de ella respondía a la mirada de esos ojos.

Signorina, sujete la manilla y entre -la urgió Sarina con un suave siseo.

El corazón de Isabella empezó a palpitar cuando miró con horror el pomo de la puerta… otra rugiente cabeza de león. Tenía miedo, ahora que ya estaba aquí, de que el don la rechazase y no tuviera ningún otro sitio adonde ir.

– Venga conmigo -susurró suavemente al ama de llaves, una súplica que le costó gran cantidad de orgullo.

– Debe entrar sola, piccola. -Sarina le palmeó el hombro alentadoramente-. Él la espera. Tenga valor. -Empezó a alejarse.

Isabella se extendió hacia ella antes de poder contenerse, aferrando desesperadamente el vestido de la mujer.

– ¿Es él como dicen los rumores?

– Es a la vez terrible y amable -respondió Sarina-. Nosotros estamos acostumbrados a sus modales, a su apariencia. Otros no. Para algunos puede ser también amable. No es muy paciente, así que entre rápidamente. Se la ve hermosa, y ha demostrado mucho valor -Extendió la mano pasando a Isabella, agarró el pomo ornamentado, y lo retorció.

Isabella no tuvo elección. Entró en la habitación lentamente. Su corazón estaba latiendo demasido ruidosamente, temió que él pudiera oirlo. Intentó no parecer intimidada o tensa de cólera. Necesitaba mostrarse humilde. Repitió eso para sí misma varias veces. Tenía que ser humilde, no mostrar sus intenciones o dar rienda suelta a su lengua caprichosa. No podía permitirse ser la chica salvaje que rompía cada norma en la casa de su padre, huyendo a las montañas cuando nadie miraba, gastando bromas a su amado hermano a cada paso, ganándose continuamente el ceño desaprovador de su padre mientras este le volvía la espalda desilusionado.

Retuvo firmemente sus recuerdos de su hermano, Lucca. Con frecuencia él la había ayudado en sus rebeliones, su mejor amigo y confidente apesar de las súplicas de su padre de que actuara como una dama. Sabía que habría estado casada hacía mucho de haber sido por su padre, vendida a algún viejo don para ayudar al esfuerzo de guerra. Lucca no había querido oir hablar de ello. Varias veces ella se había vestido de chico y le había acompañado en sus expediciones de caza. Él le había enseñado a esgrimir espada y estilete, a montar como un hombre, incluso a nadar en las frías aguas de los ríos y lagos. Mucho después de que su padre muriera, su hermano la había protegido, amado y cuidado de ella. Incluso cuando estaban desesperados por dinero, ni una vez había pensado en venderla a uno de los muchos pretendientes. Y ella nunca, jamás abandonaría a Lucca en su hora de necesidad.

Isabella alzó la barbilla. Lucca le había enseñado a tener valor, y no le fallaría ahora en su último y desesperado intento de salvarle. Penetró en el interior oscurecido de la habitación. Un fuego resplandecía en el hogar, pero no podía competir con los pesados cortinajes que bloqueaban cualquier vestigo de luz de las ventanas. Vio dos sillas de respaldo alto ante el fuego, pero la habitación era enorme, con techos altos y abovedados y tantas alcovas y arcos que un ejército podría haberse ocultado en ella. Ni siquiera la llama de la chimenea tenía esperanza de derramar luz en los rincones oscuros.

Por un momento creyó estar sola cuando la pesada puerta se cerró, encerrándola en la habitación. Entonces le sintió. Sabía que era él. El don. Misterioso. Lejano. Le sentía allí en la oscuridad, el peso de su mirada. Intensa. Calculadora. Ardiente. Temiendo cruzar el amplio espacio del suelo de mármol hasta una de las sillas de respaldo alto, Isabella se extremeció apesar de su determinación de no mostrar su temor.

Entonces se congeló, permaneciendo perfectamente inmóvil, su mirada recorrió las sombras más profundas, un nicho oscurecido donde divisó la forma de un hombre. Era alto, y sobre su antebrazo se posaba un halcón, un ave de presa de pico curvado y garras que podrían perforar, rasgar y arañar piel delicada. Sus ojos redondos como abalorios estaban intensamente fijos en ella. El pájaro cambió de posición como si fuera a volar hacia su cara, pero el hombre le habló suavemente, su voz tan baja que ella no pudo captar las palabras. Él acarició el cuello y la espalda del halcón, y lo calmó, aunque nunca apartó la mirada de Isabella.

No importaba cuan duramente intentara penetrar la oscuridad para ver al hombre con claridad, no podía. Cuando él se giró ligeramente para tocar al pájaro, le pareció que tenía pelo largo, echado hacia atrás de su cara y asegurado en la nuca con una tira de cuero, pero aún así salvaje y despeinado, como una melena alborotada. Pero la capa de oscuridad le ocultaba la mayor parte de él así que no podía decir que aspecto tenía realmente. Su cara estaba completamente oculta, de forma que no tenía ni idea de su edad o rasgos. Pero mientras continuaba mirando, las llamas de la chimenea parecieron saltar en los ojos de él, y por un momento pudo ver el reflejo brillando a través de la oscuridad.

Los ojos de él relucían de un rojo feroz, y no eran humanos. El frío la aferró, e Isabella quiso darse la vuelta y huir de la habitación.

– Usted es Isabella Vernaducci -dijo él desde el oscuro nicho-. Por favor siéntese. Sarina ha traído té para tranquilizar sus nervios.

Su voz era bastante agradable, pero sus palabras inmediatamente picaron el orgullo de Isabella.

Se deslizó a través de la habitación regiamente, una mujer de estatura, de importancia, manteniendo la cabeza alta.

– No recuerdo tener nervios inestables, Signor DeMarco. Sin embargo, si usted se siente nervioso, me alegrará servirle una taza. Confío en que el té esté libre de cualquier hierba que pudiera causar que se sintiera… adormecido -Isabela se sentó en una silla de respaldo alto, tomándose su tiempo para arreglar remilgadamente la larga falda sobre sus piernas y tobillos. Se maldijo silenciosamente. Su orgullo podía echar a perder su audiencia duramente ganada con el don. ¿Qué pasaba con ella que se encrespaba en su compañía? ¿Qué importaba lo que él dijera, lo que pensara de ella? Le dejaría creer que era nerviosa y débil si era eso lo que quería. Mientras se saliera con la suya.

Don DeMarco permitió que el silencio entre ellos se alargara. Podía sentir el peso de su desaprovación, el peso de su mirada desde las sombras.

Intentando salvar la situación, Isabella bajó la mirada a sus manos.

– Gracias por las ropas. Tuve muy poca oportunidad en el camino de traer ropa adecuada. La habitación que me ha ofrecido es hermosa y la cama confortable. No podía haber pedido un cuidado mejor. La Signora Sincini ha cuidado de mí excelentemente.

– Me alegra ver que los vestidos le quedan bien. ¿Ha descansado de su viaje?

– Si, grazie -dijo ella tímidamente.

– Fue una tontería por su parte aventurarse al peligro, y si su padre estuviera vivo, estoy seguro de que se ocuparía de que fuera castigada por semejante locura. Me siento inclinado a tomar yo mismo la responsabilidad -La voz de él era suave terciopelo, jugueteando a lo largo de sus terminaciones nerviosas como el roce de yemas de dedos, caldeó su piel, y agradeció el calor del fuego para explicar el rubor que invadió su cara. Él la regañaba, pero su voz era casi una caricia física, y por alguna razón, Isabella se encontraba extremadamente susceptible a ella.

– Se le advirtió repetidamente que no viniera a este lugar. ¿Qué clase de mujer es usted que arriesgaría su reputación, su vida, haciendo semejante viaje?

Los dedos de ella se cerraron en dos apretados puños, y las uñas se enterraron profundamente en sus palmas. Tenía la sensación de que él la estaba observando atentamente desde las sombras, de que sus ojos captaban esa diminuta muestra de rebelión. Subrepticiamente apartó las manos de la vista colocándolas bajo la falda de su vestido.

– Soy una mujer desesperada -admitió ella, intentando sin éxito penetrar la oscuridad. Él parecía un ser grande y poderoso, no del todo humano. El pájaro de presa posado en su brazo, mirándola con ojos redondos de abalorio, aumentaba su nerviosismo-. Tenía que verle. Implorar por la vida del mio fratello. Envié mensajeros, pero fueron incapaces de alcanzarle. Sabía que usted podía ayudarle.

Tragó el inesperado sollozo que amenazaba con estrangularla.

– Está en las mazmorras de Don Rivello. Ha sido sentenciado muerte. El mio fratelo, Lucca Vernaducci, ha estado prisionero durante casi dos años, y en condiciones abrumadoras. He oído que está enfermo, y vine aquí a suplicarle que salve su vida. Sé que tiene usted el poder para que le perdonen. Una palabra suya, y Don Rivello le soltará. Si no desea pedir abiertamente semejante favor, e possibile que pueda arreglar su escapada. -Barbotó las palabras desesperadamente, incapaz de contenerlas un momento más, y se inclinó hacia adelante hacia la esquina oscura-. Por favor hágalo, Don DeMarco. El mio fratello es un buen hombre. No permita que muera.

Se hizo un largo silencio. Nada se movía en la habitación, ni siquiera el halcón. Don DeMarco suspiró suavemente.

– ¿De qué se le acusa?

Ella dudó, su estómago era un apretado nudo. Debería haber sabido que él preguntaría. ¿Cómo podría no hacerlo?

– Traición. Se dijo que conspiró contra el rey. -Era justo responderle la verdad.

– ¿Es culpable? ¿Conspiró contra el rey? -preguntó él, el más suave de los gruñidos emergió de su garganta.

Su corazón saltó salvajemente. Sus dientes tiraron del labio inferior.

– Si -Su voz fue baja-. Lucca creía que debíamos arrasar con los otros países que buscaban controlarnos, que ningún gobierno extranjero se preocuparía por nuestra gente. ¿Pero qué daño puede hacer ahora? Está enfermo. Nuestras tierras, nuestras propiedades… todo lo que teníamos… ha sido confiscado y entregado a Don Rivello. El don quiere a Lucca muerto para que no quepa duda de que retendrá nuestras propiedades. En realidad Don Rivellio tiene a Lucca arrestado por sus propias razones, y se ha beneficiado ampliamente. Está en ventaja para deshonrar nuestro nombre y disponer del mio fratello.

– Al menos tiene a bien decir la verdad sobre el crimen de su hermano.

Ella alzó la barbilla arrogantemente.

– Nuestro nombre es un nombre honorable.

– Eso fue hasta que el tuo fratello se volvió demasiado ruidoso en su profesión de conspirador secreto. Semejantes cosas no son para contar a alguien en una taberna.

Isabella balanceó la cabeza, retorciendo los dedos. Su padre y su hermano había sido inflexibles en afirmar que su sociedad estaba ganando terreno, pequeños grupos de hombres amasaban poder para derrotar a los extranjeros. Se negaban a doblegarse ante ningún gobernante, desconfiando de los motivos de suplicantes aliados extranjeros. Juraron omerta… un voto de muerte.

– ¡No hubo pruebas! -dijo ella-. ¡Don Rivellio pagó a esos hombres para que dijeran lo que dijeron! Lucca nunca habló. Don Rivellio quería que los demás integrantes del círculo secreto creyeran que lo había hecho para poder asesinarle. Se le acusó de traición y se le sentenció a muerte. -Su mirada era ardiente por la furia contenida contra el don-. Lucca fue torturado, pero no dio nombres, no incriminó a otros. Él nunca habló.

– Se le ha ocurrido que viniendo aquí podría haberse colocado usted misma en la misma posición inaceptable que el tuo fratello? Yo podría estar aliado con Don Rivellio. ¿Que evita que me de la vuelta y le repita sus traicioneras palabras? Seguramente sería más fácil que su propuesta, y me ganaría no solo la gratitud del don, sino que también me debería un favor. El mundo del poder opera sobre intrigas y favores. -Su voz había caído otro octavo, y ella se estremeció apesar de la calidez del fuego. Seguramente nadie había comunicado tanta amenaza con una voz tan suave.

Ella alzó la barbilla desafiante.

– Soy bien consciente del riesgo que estoy corriendo.

– ¿De veras? -Las dos palabras fueron bajas, casi un susurro. Ominoso. Amenazador-. En realidad no creo que tenga ninguna idea -El silencio se extendió entre ellos hasta que Isabella deseó gritar. El halcón sobre el brazo del don la miraba con ojos implacables-. ¿Qué clase de hombre enviaría a su hermana a suplicar por su vida? Él debe haber sabido que estaba arriesgándose usted misma viniendo aquí.

Los dientes de ella tiraron del labio inferior.

– En realidad se enfadaría conmigo si lo supiera. Pero sentí que no tenía elección

– ¿Suplicó tan elocuentemente a Don Rivellio? -Esta vez la voz transportaba alguna otra cosa, algo innombrable, pero que avivó un terrible temor en su corazón. Vio los dientes blancos, como si aél los apretara ante la mera idea de semejante cosa.

– No, no pude obligarme a hacer algo semejante. ¿Va a ayudarme? -No pudo contener la impaciencia en su voz.

– ¿Cuales son sus intenciones si no lo hago? -Al menos no la había despachado inmediatamente.

– Tendría que intentar un rescate yo misma.

Él se movió entonces, dientes blancos brillando hacia ella en la oscuridad. Burlona diversión.

– Ya veo. ¿Y si estoy de acuerdo en ayudarla con este plan para liberar a su culpable fratello, qué gano yo? No tiene tierras que darme. No tiene dinero. Su lealtad hacia el tuo fratello es encomiable, pero dudo que yo produzca la misma en en usted. ¿Cómo tiene intención de recompensarme? ¿O espera que arriesgue mi vida y las vidas de mis soldados por nada?

– Por supuesto que no -La sorprendía que pensara semejante cosa de ella-. Soy una Vernaducci. Nosotros pagamos nuestras deudas. Tengo las joyas de la mia madre. Valen una pequeña fortuna. Y mi montura. Es de buena casta. Y yo misma soy una buena trabajadora. Puede que no crea que le entregaré la misma lealtad, pero a cambio de la vida del mio fratello, trabajaré duro para usted. Huí de nuestra casa, así que no tendré problema en convertirme en una domestici, y sé qué esperar -miró directamente a las sombras del nicho, hundiendo las uñas incluso más profundamente en sus palmas mientra su corazón latía a un ritmo salvaje.

– Yo no llevo joyas, y tengo muchos caballos. También tengo muchas domestici, todas bastante leales y muy capaces de hacer su trabajo.

Los hombros de ella se encorvaron. Se hundió en la silla, luchando desesperadamente por no llorar. Pero continuó mirando hacia el nicho oscurecido, sin querer romper el contacto con su única esperanza.

– ¿Qué más estaría dispuesta a intercambiar por la vida del tuo fratello? -Las palabras fueron suaves-. ¿Cambiaría su vida por la de él?

Al momento se le quedó la boca seca, y su corazón casi se detuvo. Pensó en el sobrenatural grito de agonía que había oído en medio de la noche. El terrible rugido de las bestias. ¿Sacrificaría él mujeres a los leones para algún dios pagano? ¿Presenciaba como seres humanos eran desgarrados en pedazos simplemente por su propio placer pervertido? Ella sabía que eran los que tenían mucho poder los que cometían las peores atrocidades.

– Creo que sabe que haría cualquier cosa para salvarle -respondió ella, de repente muy asustada.

– Una vez dé su aprobación, no podrá retractarse de su palabra -advirtió él.

– ¿Él obtendrá el perdón? -Inclinó la barbilla, haciendo gala de valentía.

– ¿Intercambiará su vida por la del tuo fratello? ¿Tengo su palabra de honor?

Ella se puso en pie rápidamente; no podía quedarse quieta.

– Con gusto -dijo desafiantemente, orgullosamente, en cada centímetro una Vernaducci. Incluso su padre habría estado orgulloso de ella en ese momento.

– ¿Y puedo confiar en la palabra de una mujer? -La voz de él fue suave, casi acariciante, incluso mientras la insultaba con su pregunta.

Los ojos de Isabella relampaguearon hacia él con una pequeña llamarada de genio.

– Mi palabra no se da a la ligera, signore. Le aseguro, que es tan buena como la suya.

– Entonces está hecho. Permanecerá aquí, en mi palazzo, y en el momento en que estemos casados, me aseguraré de que su hermano sea liberado. -Había una sombría finalidad en sus palabras.

Ella jadeó en voz alta, una suave protesta. Esta era la última cosa que había esperado. Sus ojos se abrieron de par en par mientras intentaba ver en el interior del nicho oscurecido. Para verle, para ver su cara. Tenía que verle.

– No creo que sea necesario casarse. Me alegrará bastante permanecer como domestici en su palazzo. -Hizo una reverencia deliberadamente-. Se lo aseguro, signore, soy una buena trabajadora.

– No tengo necesidad de otra domestica. Necesito una esposa. Se casará conmigo. Ha dado su palabra de honor, y no la liberaré de ella. -Ese extraño y bajo gruñido retumbó profundamente en su garganta, y el pájaro en su brazo sacudió las alas nerviosamente, como repentinamente nervioso o dispuesto a atacar. Sus ojos redondos miraban a Isabella tan implacablemente como los ojos entre las sombras. El corazón de Isabella tartamudeó, y se aferró al respaldo de la silla para estabilizarse, pero su mirada se fijó en el nicho, negándose a dejarse intimidar.

– No pedí ser liberada, Don DeMarco. Simplemente intentaba señalar que no esperaba que se casara usted conmigo. No tengo dote, ni tierra, ni nada que aportar al matrimonio. -Debería haber estado encorvada de alivio de que no fuera a alimentar con ella a sus leones, pero en vez de eso estaba más asustada que nunca-. El mio fratello está enfermo. Necesitará cuidados. Debe traérsele aquí inmediatamente para que pueda atenderle hasta recuperar la salud.

– No toleraré interferencias de su hermano. Él no querrá que intercambie usted su vida por la de él. Debe creer que nuestro matrimonio es por mutuo afecto.

Después de todo lo que había pasado, su alivio fue tan tremendo que Isabella temió que pudiera derrumbarse. Podía sentir las lágrimas atascando su garganta y nadando en sus ojos, y dio la espalda al don para mirar fijamente al fuego, esperando que él no notara su debilidad. Esperó hasta que estuvo segura de poder controlar su voz.

– Si salva al mio fratello, no tendré que fingir afecto por usted, Don DeMarco. Así será. Le he dado mi palabra. Por favor haga los preparativos. Cada momento cuenta, cuando la salud de Lucca está decayendo, y Don Rivellio ha ordenado su muerte al final de este ciclo lunar. -Se volvió a hundir en la silla para evitar derrumbarse en un penoso montón en el suelo.

– No haga promesas que no pueda mantener, Signorina Vernaducci. Todavía no ha visto a su novio. -Había una nota siniestra en su voz, una advertencia dura e implacable.

Él se adelantó entonces… ella le sintió moverse en vez de oírle… pero no apartó la mirada del fuego. De repente no quería verle. Quería estar a solas consigo misma para darse tiempo a recuperar fuerza y coraje. Pero sus piernas estaban demasiado temblorosas para conducirla fuera de los aposentos de él. Él entró a zancadas en su campo de visión, alto y musculoso, un varón poderoso y adecuado, alzando el brazo para permitir que el halcón se posara sobre una percha colocada en un nicho lejos del fuego. Y después caminó hacia ella. Mientras se aproximaba Isabella fue consciente de lo silenciosamente, lo rápidamente, lo fluídamente, que se movía.

Él extendió la mano hacia la pequeña tetera sobre la mesa entre las dos sillas. Por un horrible momento Isabella vio una enorme zarpa de león con peligrosas garras. Parpadeó, y la garra, solo una ilusión de su aterrada imaginación, se convirtió en la mano de él. Observó como servía el líquido en dos tazas y le ofrecía una.

– Beba esto. Se sentirá mejor -Su voz fue brusca, casi como si lamentara la pequeña bondad.

Agradecidamente cerró las manos alrededor de la taza caliente, accidentalmente rozó la piel de él con la yema de los dedos. Ante el ligero contacto un relámpago saltó en su riego sanguíneo, arqueándose y chisporroteando, humeando. Sorprendida, casi saltó lejos de él, su mirada alarmada voló hacia arriba para encontrarse con la de él.

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