CAPITULO 1

El viento ululaba a través del estrecho pasaje, amargo y frío, atravesando la capa desgastada. Isabella Vernaducci tiró de la larga capa forrada de piel acercándola más a su cuerpo tembloroso y miró ansiosamente hacia los altos acantilados que se elevaban a ambos lados sobre su cabeza. No era sorprendente que el ejército del don no hubiera sido nunca derrotado en la batalla. Era imposible escalar estos terribles acantilados que se elevaban directamente en el aire, como torres elevándose hacia las nubes.

Había una sombra acechando en el interior de Isabella, una impresión de peligro. Había ido creciendo más y más fuerte en las últimas horas mientras viajaba. Agachó la cabeza hasta la crin del caballo en un intento de ganar algo de alivio contra el incansable viento implacable. Su guía había desertado unas horas antes, dejándola para que encontrara su propio camino a lo largo del estrecho y retorcido sendero. Su caballo estaba nervioso, echando hacia atrás la cabeza y saltando caprichosamente de un lado a otro, mostrando claros signos de querer escapar también. Tenía la sensación de que algo paseaba con calma junto a ellos, sólo que fuera de la vista. Podía oir un ocasional gruñido, casi como el extraño sonido de una tos, que nunca había oído antes.

Isabella se inclinó hacia delante, suspirando suavemente, apaciguadoramente al oído de su montura. Su yegua estaba acostumbrada a ella, confiaba en ella, y aunque su enorme cuerpo temblaba, el animal hacía un valiente esfuerzo por continuar. Trozos de hielo golpeaba a ambos, caballo y jinete, como abejas enfurecidas picando la carne fresca. El caballo se estremeció y bailoteó pero siguió estóicamente hacia adelante.

Había sido advertida repetidamente del peligro, de la salvaje bestia que vagaba libremente por los Alpes, pero no tenía elección. En alguna parte delante de ella estaba el único hombre que podría salvar a su hermano. Lo había sacrificado todo para llegar hasta allí, y no se volvería atrás ahora. Había vendido todo lo que tenía de valor para encontrar a este hombre, había dado todo el dinero que le quedaba al guía, y había pasado los dos últimos días sin comer o beber. Nada importaba más que encontrar al don. No tenía ningún otro sitio a donde ir; tenía que encontrarlo y hacer lo que fuera para conseguir una audiencia con él, no importaba lo evasivo que fuera, no importaba lo peligroso y poderoso que fuera.

La propia gente del don, tan leal que se habían negado a ayudarla, le había advertido que permaneciera alejada. Sus tierras eran enormes, sus propiedades vastas. En pueblos y ciudades murmuraban sobre él, el hombre en el que buscaban protección, al que temían por encima de cualquier otro. Su reputación era legendaria. Y letal. Se decía que era intocable. Los ejércitos que habían intentado marchar sobre sus propiedades habían sido sepultados por la nieve o los deslizamientos de rocas. Sus enemigos perecían de muertes rápidas y brutales. Isabella había persistido apesar de todas las advertencias, todos los accidentes, el tiempo, cada obstáculo. No se volvería atrás sin importar las voces que ululaban hacia ella en el viento, no importaba lo helada que fuera la tormenta. Le vería.

Isabella elevó la mirada al cielo.

– Te encontraré. Te veré. – Declaró firmemente, un desafío a sí misma. – Soy una Vernaducci. ¡Nosotros no retrocedenos! – Era una tontería, pero quedó convencida de que de algún modo el propietario del gran palazzo estaba dando órdenes al mismo clima, poniéndo obstáculos en su camino.

Un ruido parecido al rechinar de una roca captó su atención, y, frunciendo el ceño, giró la cabeza para contemplar una cuesta empinada. Se deslizaban guijarros montaña abajo, cobrando velocidad, arrastrando otras rocas. El caballo saltó hacia adelante, relinchando con alarma mientras un chaparrón de escombros los apedreaba desde arriba. Oyó el repicar de los cascos, sintió los enormes músculos contonearse bajo ella mientras el animal luchaba por permanecer en pie en medio de las rocas rodantes. Los dedos de Isabella casi se entumecieron cuando aferró las riendas. ¡No podía perder el equilibrio! Nunca sobreviviría al amargo frío y las partidas de lobos que vagaban en libertad por el territorio. Su caballo corcobeó, se encabritó, cada movimiento sacudió a Isabella hasta que incluso los dientes le dolieron por el impacto.

Fue la desesperación más que la experiencia lo que la mantuvo en la silla. El viento azotaba su cara, y le arrancaba lágrimas del rabillo de los ojos. Su pelo firmemente trenzado estaba revuelto en un frenesí de largos y sedosos mechones, despeinado por la furia de la tormenta que se aproximaba. Isabella pateó con fuerza a su montura, urgiéndola a continuar, deseando salir del pasaje. El invierno se aproximaba rápido, y con el vendrían espesas nevadas. Unos pocos días más y nunca habría conseguido atravesar el estrecho pasaje.

Temblando, con los dientes castañeando, urgió al caballo a lo largo de la sinuosa senda. Una vez fuera del pasaje, la montaña naciente a su izquierda caía en pendiente hacia un borde que parecía inestable y a punto de desmoronarse. Podía ver las afiladas rocas de abajo, una caída a la que no tendría ninguna esperanza de sobrevivir ya fuera a caballo o a pie. Isabella se obligó a permanecer en calma apesar de que su bota resbaló por la falda de la montaña. Pequeñas rocas retumbaron abajo, rodaron y rebotaron por el estrecho acantilado, y cayeron al vacío.

Lo sintió entonces, una extraña sensación de desorientación, como si la tierra se estremeciera y retorciera, como si algo solitario se hubiera despertado al entrar ella en el valle. Con renovada furia, el viento cortó y desgarró hacia ella, cristales de hielo le quemaron la cara y cualquier otra parte de su piel que estuviera expuesta. Continuó montando otra hora mientras el viento llegaba a ella desde todas direcciones. Soplaba ferozmente, viciosamente, aparentemente dirigido hacia ella. Sobre su cabeza, las nubes de tormenta se acumulaban en vez de moverse velozmente con el viento. Sus dedos se apretaron en un puño alrededor de las riendas. Había habido un centenar de tácticas dilatorias. Pequeños incidentes. Accidentes. El sonido de voces murmurando odiosamente en el viento. Extraños, nocivos olores. El aullido de los lobos. Y lo peor, el terrible y lejano rugido de una bestia desconocida.

No se volvería atrás. No podía volverse atrás. No tenía elección. Estaba empezando a creer las cosas malvadas que decían de este hombre. Era misterioso, evasivo, oscuro y peligroso. Un hombre a evitar. Algunos decían que podía comandar los mismos cielos, hacer que las bestias de abajo hicieran su voluntad. No importaba. Tenía que llegar hasta él, tenía que encomendarse a su piedad si es que la tenía.

El caballo rodeó la siguiente curva, e Isabella sintió que el aire abandonaba su cuerpo. Estaba allí. Lo había hecho. El castello era real, no un producto de la imaginación de alguien. Se elevaba en la falda de la montaña, parte roca, parte mármol, un enorme armatoste, un palazzo imposiblemente grande y extenso. Parecía maligno en el crepúsculo creciente, mirando con ojos vacíos, las filas de ventanas asustaban con el viento azotador. La estructura tenía varios pisos de altura, con largas almenas, altas y redondeadas torrretas, y grandes torres. Podía divisar grandes leones de piedra que guardaban las torres, gárgolas de piedra con afilados picos posadas sobre los aleros. Ojos vacíos pero que todo lo veían miraban en todas direcciones, observándola silenciosamente.

Su yegua cambió de posición nerviosamente, avanzando de lado, echando hacia atrás la cabeza, poniendo los ojos en blanco de miedo. El corazón de Isabella empezó a martillear tan ruidosamente que tronaba en sus oídos. Lo había hecho. Debería haberse sentido aliviada, pero no podía suprimir el terror que fluía en su interior. Había hecho lo que decían que era imposible. Estaba en una tierra puramente salvaje, y cualquiera que fuera el tipo de hombre que vivía aquí era tan indomable como la tierra sobre la que reclamaba su dominio.

Alzando la barbilla, Isabella se deslizó de la grupa del caballo, sujetándose a la silla de montar para evitar caer. Sus pies estaban entumecidos, sus piernas temblorosas, negándose a sostenerla. Permaneció en pie un largo rato, respirando profundamente, esperando recobrar sus fuerzas. Levantó la mirada hacia el castello, se mordió con los dientes el labio inferior. Ahora que estaba en realidad allí, ahora que le había encontrado, no tenía ni idea de lo que iba a hacer. Blancos látigos de niebla serpenteaban alrededor de las columnas del palazzo, creando en extraño efecto. La niebla permanecía en el lugar, aparentemente anclada allí apesar de la ferocidad con que el viento la golpeaba a ellla.

Llevó el caballo tan cerca del castello como pudo, atando las riendas con seguridad, no deseaba perder al animal, su única vía de escape. Intentó palmear los pesados flancos de la yegua, pero sus manos eran torpes y ardían por el frío.

– Lo hicimos. – Susurró suavemente. - Grazie.

Encogiéndose más profundamente en su capa, tiró de la capucha hacia arriba para que le rodeara la cabeza y fue tragada por la prenda. Tropezando en el viento cruel, logró llegar con esfuerzo a los pronunciados escalones. Por alguna razón había estado segura de que el castello estaría en mal estado, pero los escalones eran de un sólido y brillante mármol bajo sus pies. Resbaladizos por las diminutas partículas que había sobre ellos.

Enormes cabezas de león estaba talladas en las grandes puertas dobles, incongruentes tan adentro de la salvaje tierra alpina. Los ojos parecían feroces, las melenas peludas, y los grandes hocicos abiertos de par en par, revelando los colmillos. El llamador estaba dentro de una boca, y estaba obligada a introducir la mano entre los dientes. Tomando un profundo aliento, la introdujo, cuidando de no cortarse con los afilados bordes. Dejó caer el llamador, y el sonido pareció vibrar a través del palazzo mientras el viento azotaba las ventanas, furioso porque ella hubiera escapado al interior de la comparativa protección de la fila de columnas y contraventanas. Temblando, con piernas débiles, se inclinó contra la pared y encogió las manos dentro de su capa. Estaba dentro de los muros del castello. Sabía que él estaba en casa. Le sentía. Oscuro. Peligroso. Un monstruo a la espera… estaba observándola. Sentía sus ojos sobre ella, ojos malévolos, maliciosos, venenosos. Algo malvado acechabá en las entrañas del palazzo, y con su particular sensibilidad, ella lo sentía como un puño alrededor de su corazón.

La compulsión de correr de vuelta a la furia de la tormenta era fuerte. Su instinto de conservación le decía que permaneciera en el refugio del enorme castello, pero apesar de ello, todo en su interior se alzaba en rebelión. No podía obligarse a llamar de nuevo. Incluso su tremenda fuerza de voluntad pareció abandonarla, y ya se volvía hacia el viento azotador, preparada para probar suerte allí. Entonces Isabella refrenó con fuerza su caprichosa imaginación. No iba a dejarse invadir por el pánico y huir de vuelta a su caballo. Ya aferraba el pesado llamador, clavándose las uñas con fuerza para mantenerse en su lugar.

El chirrido de la puerta la advirtió. Suave. Amenazador. Prohibitivo. Un portento de peligro. El interior era incluso más oscuro. Un hombre ya entrado en años, vestido de un negro severo, aguantó su mirada con ojos tristes.

– El Amo no verá a nadie.

Isabella se congeló donde estaba. Segundos antes nada había deseado más que huir de vuelta a su caballo y montar alejándose lo más rápido posible. Ahora estaba molesta. La tormenta estaba creciendo con frenesí, hojas se hielo golpeaban la tierra, cristales blancos cubrían el suelo casi instantáneamente. Cuando la puerta se deslizó para cerrarse, metió una pierna enfundada en una bota en la grieta. Metiéndose las manos heladas en los bolsillos, tomó un profundo aliento para calmar el temblor de su cuerpo.

– Bueno, tendrá que cambiar de opinión. Debo verle. No tiene alternativa.

El sirviente permaneció impasible, mirándola fijamente. Ni se apartó de su camino ni abrió más la puerta para permitirla entrar.

Isabella se negó a apartar la mirada de él, negándose a ceder a las terribles advertencias que le gritaban que huyera mientras todavía tuviera oportunidad. La tormenta estaba ahora en su apogeo, el viento aullador atiborrado de trozos de hielo parecía lanzarse contra el refugio que ofrecía la cobertura de la entrada.

– Debo dejar mi caballo en su establo. Por favor condúzcame inmediatamente. – Alzó la barbilla y miró hacia abajo al sirviente

El criado dudó, miró al interior oscurecido, y después se deslizó hacia afuera, cerrando la puerta tras él.

– Debe abandonar este lugar. Váyase ahora. – Estaba susurrando, con ojos inquietos y sus manos nudosas temblorosas. – Váyase mientras todavía pueda.

Había desesperación en sus ojos, súplica. Su voz era un simple hilillo, casi imposible de oír entre el amargo aullido del viento.

Isabella podía ver que la advertencia era genuina, y su corazón tartamudeó de miedo. ¿Ese hombre era tan terrible como para que este hombre la enviara fuera a una ventisca helada para que corriera el riesgo con la cruda naturaleza en vez de dejarla entrar en el palazzo? Donde sus ojos habían estado antes vacíos, ahora estaban llenos de trepidación. Le estudió durante un momento, intentando juzgar sus motivos. Poseía una tranquila dignidad, un orgullo feroz, pero podía oler su miedo. Rezumaba por sus poros como sudor.

La puerta se abrió sólo una grieta, no más. El sirviente se irguió. Una mujer mayor asomó su cabeza de pelo gris.

– Betto, el amo ha dicho que ella puede entrar.

El sirviente se tambaleó sólo una fracción de segundo, su mano se apoyó en el marco de la puerta para reafirmarse, pero después hizo una reverencia.

– Me ocuparé de su caballo yo mismo. – Su voz fue lacónica, sin revelar ninguna emoción en absoluto al ser atrapado en una mentira.

Isabella levantó la mirada hacia las altas paredes del castello. Era una fortaleza, nada menos. Las grandes puertas eran enormes, gruesas y pesadas. Elevó la barbilla, y cabeceó hacia el viejo.

Grazie tanto por preocuparse tanto por mí. – Por advertirme. Las palabras no pronunciadas permanecieron entre ellos.

El hombre arqueó una ceja. Ella era claramente una aristócratica. Las mujeres como ésta raramente se fijaban en un criado. Le sorprendió que no le recriminara por su mentira. Parecía haber entendido que había sido un desesperado intento de ayudarla. De salvarla. Se inclinó de nuevo, dudando levemente antes de volverse hacia la helada tormenta, después cuadró los hombros con resignación.

Isabella cruzó el umbral. La alarma estalló en su corazón con un batacazo salvaje. Un espeso hedor a maldad permanecía en el castello. Era una nube, gris, taciturna, afilada por la malicia. Tomó un profundo y tranquilizador aliento y miró a su alrededor. La entrada era bastante espaciosa, ardían cirios en alguna parte para iluminar el gran vestíbulo y disipar la oscuridad que había vislumbrado. Cuando entró, un viendo azotó corredor abajo, y las llamas saltaron en una danza macabra. Un siseo de odio acompañó al viento. Un siseo audible de reconocimiento. Fuera lo que fuera la había reconocido tan seguramente como ella a él.

El interior del castello estaba inmaculadamente limpio. Espacios amplios y altos cielorasos daban la impresión de una gran catedral. Una serie de columnas se elevaban hacia los techos, cada una ornamentalmente labrada con criaturas aladas. Isabella pudo ver las apariciones aleteando su camino hacia arriba. El castello atrapaba los sentidos… el rico trabajo artesanal, la impresionante estructura… aunque era una trampa para los incautos. Todo en el palazzo era hermoso, pero algo sobrenatural observaba a Isabella con terribles ojos, vigilándola con malévolo odio.

– Sígame. El Amo desea que le asigne una habitación. Se espera que la tormenta dure varios días. – La mujer le sonrió, una sonrisa genuina, pero sus ojos contenía un indicio de preocupación. – Soy Sarina Sincini. – Se quedó allí un momento esperando.

Isabella abrió la boca para presentarse, pero no emergió ningún sonido. Enseguida fue consciente del silencio absoluto del palazzo. Ni crujidos de madera, ni pasos, ni murmullos de sirvientes. Era como si el castello estuviera esperando a que pronunciara su nombre en voz alta. No le daría su nombre a este horrendo palazzo, una entidad viva que respiraba maldad. Le cedieron las piernas y se sentó abruptamente sobre los azulejos de mármol, cerca de las lágrimas, dominada por un oscuro temor que era una piedra en su corazón.

– Oh, signorina, debe estar tan cansada. – la Signora Sincini inmediatamente enroscó un brazo alrededor de la cintura de Isabella. – Permítame ayudarla. Puedo llamar a un criado para que la lleve si es necesario.

Isabella sacudió la cabeza rápidamente. Temblaba de frío y debilidad por el hambre y el terrible viaje, pero la verdad era que había sido la inquietante sensación de una presencia maligna observándola la que la había llenado de miedo, lo que en realidad causaba que le temblaran las piernas y se colapsaran bajo ella. La sensación era fuerte. Cuidadosamente miró alrededor, intentando mostrarse serena cuando todo lo que deseaba hacer era correr.

Sin advertencia, desde algún lugar cercano, un rugido llenó el silencio. Fue respondido por un segundo, después un tercero. El horrento ruido surgió de todas direcciones, cerca y lejos. Durante un terrible momento el sonido se entremezcló y las rodeó, sacudiendo el mismo suelo bajo sus pies. Los rugidos reverberaron atravesando el palazzo, llenando los espacios abovedados y cada distante esquina. Una extraña serie de gruñidos los siguieron. Isabella, de pie con la Signora Sincini, sintió que la anciana se tensaba. Casí podía oir el corazón de la criada aporreando ruidosamente a tono con el suyo propio.

– Vamos, signorina, debemos ir a su habitación. – La criada puso una mano temblorosa sobre el brazo de Isabella para guiarla.

– ¿Qué fue eso? – Los ojos oscuros de Isabella buscaron la cara de la mujer mayor. Vio miedo allí, un temor que se dejaba traslucir por la boca temblorosa de la mujer.

La mujer intentó encogerse de hombros casualmente.

– El Amo tiene animales de compañía. No debe salir de su habitación de noche. La encerraré por su propia seguridad.

Isabella pudo sentir que el miedo manaba en su interior, agudo y fuerte, pero se obligó a respirar a través de él. Era una Vernaducci. No cedería al pánico. No huiría. Había venido aquí con un propósito, arriesgándolo todo para llegar hasta aquí, para ver al esquivo don. Y había logrado aquello en lo que todos los demás habían fracasado. Uno a uno los hombres a los que había enviado habían vuelto para decirle que les había sido imposible continuar.

Otros había vuelto bocabajo sobre la grupa de un caballo, con horrorosas heridas como las que un animal salvaje hubiera infringido. Otros ni siquiera habían vuelto. Una y otra vez sus preguntas habían tropezado con silenciosas sacudidas de cabeza y signos de la cruz. Había perseverado porque no tenían otra elección. Ahora había encontrado la guarida, y había entrado. No podía irse ahora, no podía permitir que el miedo la derrotara en el último momento. Tenía que tener éxito. No podía fallarle a su hermano, su vida estaba en juego.

– Debo hablar con él esta noche. El tiempo apremia. Me llevó más de lo que esperaba alcanzar este lugar. Realmente, debo verle, y si no me marcho pronto, el paso estará cerrado, y no seré capaz de salir. Tengo que marcharme inmediatamente. – Isabella lo explicó con su voz más autoritaria.

Signorina, debe entenderlo. Ahora no es seguro. La oscuridad ha caído. Nada es seguro fuera de estos muros.

La expresión de compasión en los ojos descoloridos de la mujer sólo incrementó el terror de Isabella.

La criada sabía cosas que no decía y obviamente temía por la seguridad de Isabella.

– No se puede hacer nada excepto ponerla cómoda. Está temblando de frío. El fuego está encendido en su habitación, un baño de agua caliente ha sido preparado, y la cocinera está enviándole comida. El Amo quiere que esté cómoda. – Su voz era muy persuasiva.

– ¿Mi caballo estará a salvo? – Sin el animal, Isabella no tenía esperanzas de cubrir las muchas millas que había entre el palazzo y la civilización. Los rugidos que había oído no habían sido de lobos, pero lo que fuera que había producido el ruido sonaba atroz, hambriento e indudablemente tenía dientes muy afilados. El hermano de Isabella le había regalado la yegua en su décimo cumpleaños. La idea de que el caballo fuera comido por bestias salvajes era horrenda. – Debería comprobarlo.

Sarina sacudió la cabeza.

– No, signorina, debe quedarse en la habitación. Si el Amo dice que debe hacerlo, no puede desobedecer. Es por su propia seguridad. – Esta vez había una clara nota de suavidad en su voz. – Betto cuidará de su caballo.

Isabella alzó la barbilla desafiante, pero presintió que el silencio le serviría mejor que las palabras airadas. Amo. Ella no tenía ningún amo, y no tenía intención de tenerlo nunca. La idea era casi tan aborrecible como la lóbrega sensación que envolvía el palazzo. Enterrándose más en su capa, siguió a la mujer a través de un laberinto de amplios vestíbulos y subiendo una sinuosa escalera de mármol, donde una multitud de retratos la miraron. Podía sentir el extraño peso de sus ojos observándola, siguiendo su progreso mientras se abría paso a través de los recodos y vueltas de palazzo. La estructura era hermosa, más que cualquier otra que hubiera visto nunca, pero era un tipo de belleza que la dejaba fría.

Donde quiera que mirara veía estatuas de enormes felinos con melenas, dientes afilados y ojos feroces. Grandes bestias de pelo enmarañado alrededor de los cuellos y a lo largo del lomo. Alguna tenía enormes alas extendidas para lazarse hacia ellas desde el cielo. Pequeños iconos y enormes esculturas de criaturas estaban esparcidas por las salas. En un nicho en una de las paredes había un santuario con docena de velas ardiendo ante un león de aspecto feroz.

Una idea repentina la hizo estremecer. Esos rugidos que había oído podían haber sido leones. Nunca había visto un león, pero estaba segura de que había oído a las legendarias bestias que tenían la reputación de haber desgarrado a incontables cristianos en pedazos para entretenimiento de los romanos. ¿Adoraba la gente de este lugar a la terrible bestia? ¿El diablo? Las cosas que susurraban sobre este hombre. Subrepticiamente hizo el signo de la cruz para protegerse del mal que emanaba de las mismas paredes.

Sarina se detuvo junto a una puerta y la empujó para abrirla, retrocediendo para ceder el paso a Isabella. Recorriendo con la mirada a la criada casi para tranquilizarse, cruzó el umbral entrando en el dormitorio. La habitación era grande, el fuego rugía con la calidez de llamas rojas y naranjas. Estaba tan cansada y exhausta que lo más que ofreció fue un murmullo de apreciación por la belleza de la larga fila de vidrieras y los muebles labrados. Incluso la enorme cama y la gruesa colcha sólo penetró hasta el borde de su consciencia. Había agotado la última onza de coraje y fuerza para llegar a este lugar, para ver al evasivo Don Nicolai DeMarco.

– ¿Está segura de que no me verá esta noche? – Preguntó Isabella. – Por favor, si sólo le hiciera conocer la urgencia de mi visita, estoy segura de que cambiaría de opinión. ¿Lo intentaría? – Se quitó los guantes de piel y los tiró sobre el ornamentado vestidor.

– Precisamente por su llegada a este lugar prohibido, el Amo sabe que su búsqueda es de gran importancia para usted. Debe entenderlo, para él no tiene importancia. Tiene sus propios problemas con los que tratar. – La voz de Sarina era gentil, incluso amable. Empezó a salir del dormitorio pero se volvió. Miró a su alrededor a la habitación, fuera hacia el vestíbulo, y después de vuelta a Isabella.

– Es usted muy joven. ¿Nadie la ha advertido acerca de este lugar? ¿No le dijeron que permaneciera lejos? – Su voz sostenía un tono de regaño, gentil pero una reprimenda al mismo tiempo. – ¿Dónde están sus padres, piccola?

Isabella cruzó la habitación, manteniendo la cara oculta, temiendo que la nota simpática en la voz de la mujer fuera su perdición. Deseó enroscarse en una patética bola y llorar por la pérdida de su familia, por la terrible carga que había caído sobre sus hombros. En vez de eso, se aferró a uno de los postes hermosamente labrados de la gigantesca cama hasta que sus nudillos se quedaron blancos.

– Mis padres murieron hace largo tiempo, signora. – Su voz fue firme, sin emoción, pero la mano que aferraba el poste se apretó incluso más. – Tengo que hablar con él. Por favor, si pudiera llevarle una palabra, es muy urgente, y tengo poco tiempo.

La criada volvió a entrar en la habitación, cerrando firmemente la puestra tras ella. Al momento, el aceitoso aire cargado del palazzo pareció desvanecerse. Isabella notó que podía respirar más libremente, y la pesadez de su pecho se alivió. Comprendió que el extraño olor surgía de la superficie del agua caliente de la bañera preparada para ella, una fragancia limpia, fresca y floral que nunca había encontrado antes. Inhaló profundamente y agradeció la taza de té que la mujer presionó en su mano temblorosa.

– Debe beber esto inmediatamente. – Animó Sarina. – Está usted muy fría, ayudará a calentarla. Bébase hasta la última gota… eso es, buena chica.

El té ayudó a caldear sus entrañas, pero Isabella temía que nada la calentaría a fondo otra vez. Temblaba incontrolabremente. Levantó la mirada hacia Sarina.

– En realidad puedo arreglarmelas. No deseo causarle problemas. Esta habitación es encantadora, y tengo todo lo que podría necesitar. Por cierto, soy Isabella Vernaducci. – Miró hacia la confortable cama, el fuego alegre y cálido. Apesar del agua invitadora y humeante de la bañera, en el momento en que la criada la dejara sola, Isabella pretendía caer sobre la cama, completamente vestida, y simplemente dormir. Sus párpados caían, no importaba cuanto intendara permanecer despierta.

– El Amo desea que la atienda. Se tambalea de cansancio. Si mi hija estuviera lejos de casa, quería que alguien la ayudara. Por favor, hágame el honor de permitirme asistirla. – Sarina ya estaba sacándole la capa de los hombros. -Vamos, signorina, el baño está caliente y la calentará mucho más rápidamente. Todavía está temblando.

– Estoy tan cansada. – Las palabras escaparon antes de que Isabella pudiera detenerlas. – Sólo quiero dormir. – Sonaba joven e indefensa incluso a sus propios oídos.

Sarina la ayudó a desvestirse y la urgió a entrar en el agua caliente. Cuando Isabella se deslizó dentro de la bañera humeante, Sarina soltó las hebras sedosas y extendió el pelo de la joven. Muy gentilmente masajeó el cuero cabelludo de Isabella con la punta de los dedos, frotando con un jabón casero que olía a flores. Graduamente, mientras el calor del agua rezumaba en Isabella, su terrible temblor empezó a disminuir.

Isabella estaba tan cansada, sabía que iba a la deriva mientras la criada le enjuagaba el pelo y la envolvía en una pesada toalla. Fue a tropezones hasta la cama como en un ensueño, medio consciente de lo que la rodeaba y medio dormida. Sintió a Sarina trabajando en los nudos de su pelo, liberando las largas trenzas, después volviéndo a trenzarlo en pesados mechones mientras Isabella se quedaba tendida tranquilamente reconfortada, algo que su madre había hecho cuando era muy pequeña. Sus largas pestañas cayeron, y quedó tendida pasivamente sobre la cama, con la toalla rodeando su cuerpo desnudo absorbiendo el exceso de humedad del baño.

El golpe en la puerta no pudo provocar su interés. Ni siquiera el olor de la comida pudo captar su atención. Quería dormir y alejar todas las preocupaciones y miedos. Sarina murmuró algo que no pudo captar. Sólo quería dormir. Se llevaron la comida, e Isabella continuó adormilada, el confort del crujir del fuego, y las manos de Sarina en su pelo la arrullaban con una sensación de bienestar.

Desde lejos, aislada en su estado de ensoñación, Isabella oyó jadear a Sarina. Intentó abrir los ojos y arreglárselas para espiar a hurdatillas por debajo de las pestañas. Las sombras de la habitación se habían alargado alarmantemente. Las filas de delgadas velas de la pared habían sido apagadas de un soplo, y las llamas del hogar se habían apagado, dejando las esquinas del domitorio oscuras y poco familiares. En una esquina divisó la oscura figura de un hombre. Al menos pensó que era un hombre.

Era alto, de anchos hombros, pelo largo y ojos mordaces. Las llamas del fuego parecían resplandecer con el rojo anaranjado de su ardiente mirada. Podía sentir el peso de esa mirada sobre su piel expuesta. Su pelo era extraño, de un color leonado que se oscurecía en negro cuando caía sobre los hombros y bajaba por su amplia espalda. Estaba mirándola desde las sombras, confundiéndose entre ellas haciendo que no pudiera discernirle claramente. Una figura sombría para sus sueños. Isabella parpadeó para intentar enfocarle mejor, pero tenía demasiados problemas para arrancarse de su estado de sueño. Su cuerpo se sentía flotar, y no podía encontrar la energía suficiente como para arrastrar su brazo expuesto bajo la toalla. Mientras estaba tendida, intentando fijar la vista en la sombría figura, su visión se nubló todavía más, y las largas manos de él parecieron garras por un momento, su gran masa se movía con una gracia no del todo humana.

Se sentía expuesta, vulnerable, pero por más que lo intentaba, no podía arreglárselas para levantarse. Tendida bocabajo sobre la cama, mirando aprensivamente a la esquina oscurecida, su corazón matilleó con dolorosa fuerza.

– Es mucho más joven de lo que había imaginado. Y mucho más hermosa. – Las palabras fueron pronunciadas suavemente, como si simplemente pensara en voz alta, no para que le oyera nadie. La voz era profunda y ronca, una aleación de seducción y orden, y un gruñido gutural que casi le detuvo el corazón.

– Tiene mucho valor. – La voz de Sarina llegó del otro lado, bastante próxima, como si revoloteara protectoramente cerca, pero Isabella no se atrevió a comprobarlo, temiendo apartar la mirada de la figura que la observaba tan intensamente. Como un depredador. Un gran felino. ¿Un león? Su imaginación estaba jugando con ella, mezclando realidad y sueños, y no podía estar segura de qué era real. Si él era real.

– Fue una estúpida al venir aquí. – Dijo con un latigazo en la voz.

Isabella intentó obligar a su cuerpo a moverse, pero fue imposible. Se le ocurrió que debía haber habido algo en el té, o quizás en la esencia del agua del baño. Tendida en una agonía de temor, aún se sentía perezosa y adormilada, lejos del miedo, desconectada, como si estuviera observando como todo esto le ocurría a alguna otra.

– Requirió gran valor y resistencia. Vino sóla. – Señaló Sarina amablemente. – Puede haber sido una estupidez, pero fue valeroso, y nada menos que un milagro que pudiera conseguir tal cosa.

– Sé lo que estás pensando, Sarina. – Un singular cansancio matizó la voz del hombre. – No existen los milagros. Yo debería saberlo. Es mejor no creer en tal sinsentido. – Se acercó, inclinándose sobre Isabella de forma que su sombra cayó sobre ella, engulléndola completamente. No podía verle la cara, pero sus manos eran grandes y enormemente fuertes cuando la levantaron entre sus brazos.

Durante un horrible momento miró fijamente las manos que la sujetaban con tal facilidad. Por un momento las manos parecieron ser grandes patas de uñas afiladas como navajas de afeitar, y al siguiente eran manos humanas. No tenía ni idea de cuál era la ilusión. De qué parte de esto era real o qué pesadilla. Si él era real o una pesadilla. Su cabeza cayó hacia atrás sobre su cuello, pero no pudo levantar los párpados lo suficiente como para verle la cara. Sólo pudo yacer impotente entre sus brazos, con el corazón martilleando ruidosamente. Él la colocó bajo las colchas, con toalla y todo, con movimientos seguros y eficientes.

Las palmas de sus manos le enmarcaron la cara, su pulgar le rozó la piel con una gentil caricia.

– Tan suave. – Murmuró para sí mismo. Sus dedos se delizaron bajo la barbilla para tirar del grueso cordón de pelo apartándolo del cuello. Había un inesperado calor en sus dedos, diminutas llamas que parecían encender su sangre, y todo su cuerpo se sintió ardiente, dolorido, poco familiar.

Los extraños rugidos empezaron de nuevo, y el castello pareció reverberar con los horrorosos sonidos.

– Están intranquilos esta noche. – Observó Sarina. Su mano se apretó alrededor de Isabella, y esta vez no hubo duda de que había sido protectoramente.

– Sienten una perturbación, y eso los hace estar más intranquilos y por consiguiente ser más peligrosos. Cuidado esta noche, Sarina. – La advertencia del hombre era clara-. Veré si puedo calmarlos. – Con un suspiro, la oscura figura se volvió abruptamente y salió a zancadas. Silenciosamente. No hubo susurro de ropa, ni pisadas, absolutamente ningún sonido.

Isabella sintió que Sarina le tocaba el pelo de nuevo, arreglaba la colcha, y después cayó en el sueño. Tuvo sueños sobre un gran león que la asechaba implacablemente, paseándose tras ella sobre enormes y silenciosas patas mientras ella corría a través de un laberinto de largos y amplios corredores. Todo mientras era observaba desde arriba por las silenciosas gárgolas aladas, de picos curvados y ojos ávidos.

Unos sonidos penetraron en sus extraños sueños. Extraños sonidos acordes con sus extraños sueños. El arrastrar de cadenas. Un gemido creciente. Gritos en la noche. Inquietamente Isabella se acurrucó más profundamente entre las colchas. El fuego se había apagado hasta unas ascuas anaranjadas que resplandecían brillantemente. Sólo podía divisar puntos de luz en la habitación oscurecida. Estaba tendida mirando fijamente los colores y una ocasional chispa que volvía a la vida en las diminutas llamas. Pasaron varios minutos antes de que comprendiera que no estaba sola.

Isabella se volvió, escudriñando la oscuridad hacia la oscura figura sentada al borde de su cama. Cuando sus ojos se ajustaron, pudo distinguir a una joven que se mecía hacia atrás y adelante, su pelo largo se volcaba a alrededor de su cuerpo. Estaba vestida simple pero elegantemente, obviamente no era una sirvienta. En la oscuridad su traje era de un color inusual, un azul profundo con un extraño patrón de estrellas, algo que Isabella no había visto nunca antes. Ante el movimiento de Isabella, la mujer se volvió y la miró, sonriendo serenamente.

– ¡Oh!l. No pensé que te despertarías. Deseaba verte.

Isabella luchó por apartar la niebla que la rodeaba. Cuidadosamente miró alrededor de la habitación, buscando al hombre entre las sombras. ¿Había sido un sueño? No lo sabía. Todavía sentía los dedos contra su piel. Su mano le alzó para deslizarse sobre el cuello y capturar la sensación del tacto de él.

– Soy Francesca. – Dijo la joven, con un toque arrogante en la voz. – No debes temerme. Sé que vamos a ser grandes amigas.

Isabella hizo un esfuerzo por sentarse. Su cuerpo no quería cooperar.

– Creo que había algo en el té. – Dijo en voz alta, probando la idea.

Una risa burbujeante escapó de la boca curvada de la joven.

– Bueno, por supuesto. No puede tenerte corriendo por el palazzo descubriendo todos nuestros secretos.

Isabella luchó contra la niebla, decidida a sobreponerse a su terrible somnolencia. Se empujó a sí misma a una posición sentada, aferrando la toalla que se deslizaba, súbitamente consciente de que no tenía otras ropas. Por el momento no importaba. Estaba caliente, limpia y fuera de la tormenta. Y había alcanzado su destino.

– ¿Hay secretos aquí?

Como si respondiera a su pregunta, las cadenas se arrastraron de nuevo, los gemidos se alzaron a la altura de un chillido, y desde algún lugar llegó un retumbante gruñido. Isabella empujó las mantas más cerca a su alrededor.

La mujer rió alegremente.

– Es un secreto como he sido capaz de entrar en tu habitación cuando la puerta está seguramente cerrada con llave. Hay muchos, muchos secretos aquí, todos tan deliciosamente malvados. ¿Vas a casarte con Nicolai?

Los ojos de Isabella se abrieron de par en par con sorpresa. Empujó la pesada toalla incluso más firmemente a su alrededor.

– ¡No, por supuesto que no! ¿De dónde has sacado una idea semejante?

Francesca soltó otra carcajada burbujeante.

– Todo el mundo habla de ello, murmuran en los salones, en sus habitaciones. El palazzo entero está especulando. ¡Fue tan divertido cuando oímos que estabas en camino! Por supuesto, los otros apostaron a que nunca saldrías con vida de un viaje semejante o que te volvería atrás. ¡Yo esperaba que lo consiguieras!

La boca de Isabella trembló y se mordió cuidadosamente el labio inferior.

– ¿El don del palazzo era consciente de que yo estaba en camino, y no envió una escolta para encontrarse conmigo? -En realidad podía haber muerto-. ¿Cómo es que tú lo sabías siquiera?

La mujer se encogió de hombros casualmente.

– Él tiene espias por todas partes. Sabía desde hace tiempo que deseabas una audiencia con él. Nunca ve a nadie si no desea ser visto.

Isabella estudió a la joven. Era aproximadamente de su edad aunque parecía bastante inocente y traviesa. Apesar de las circunstancias, Isabella se encontró sonriendo. Había algo contagioso en la descarada sonrisa de Francesca.

– ¿Que son esos terribles ruidos? – El sonido no parecía molestar a Francesca en lo más mínimo, e Isabella se encontró relajándose un poco.

La mujer rio de nuevo.

– Te acostumbrarás. – Puso los ojos en blanco. – Tonto, en realidad. Algunas veces dura horas. – Francesca se inclinó hacia adelante. – ¿Cómo llegaste aquí? Nadie puede llegar hasta aquí sin una invitación y una escolta. Todos se mueren por saber cómo lo hiciste. – Bajó la voz. – ¿Utilizaste un hechizo? Conozco varios hechizos pero ninguno tan fuerte como para para proteger a alguien de los peligros de este valle. ¿Fue difícil atravesar el paso? Todos dicen que lo hiciste por tu cuenta. ¿Es verdad?-. Francesca disparó las preguntas en una rápida sucesión.

Isabella escogió sus palabras cuidadosamente. No sabía nada de esta gente, ni sabía si seguían los dictados de la Santa Iglesia o eran seguidores del diablo. No le sonaba bien que Francesca practicara hechizos, o peor aún, que lo admitiera en voz alta. Isabella medio esperaba que el rayo de un relámpago cayera de los cielos.

– Atravesé el paso. – Admitió. Tenía la boca seca. Junto a la cama había un cántaro meticulosamente adornado lleno de agua, junto a delicado vaso alto. Isabella miró fijamente el agua, temerosa de que si la bebía, pudiera contaminarse con algo que la enviara de vuelta al sueño. Sus dedos se retorcieron entre las mantas. Pensó cuidadosamente en su viaje, en lo difícil que había sido, en cómo se había sentido al vencer cada obstáculo.

– Fue hilarante y al mismo tiempo aterrador. – Respondió pensativamente. Ahora que sabía que el don había sido consciente de su aprieto todo el tiempo, se sentía más complacida por haber hecho aquello en lo que muchos otros había fracasado.

Francesca saltó sobre la cama, riéndo suavemente.

– Oh, eso es tan bueno. Espera a que los otros oigan lo que dices. ¡Hilarante! ¡Eso es tan perfecto!

Apesar de lo extraño de la conversación, Isabella se encontró sonriendo, porque la risa de Francesca era contagiosa.

Un feroz rugido sacudió el palazzo. Un grito horroroso y agudo de agonía se entremezcló con el terrible sonido. Resonó a través del vasto castello, alcanzando los más altos cielo rasos y las más profundas y terribles mazmorras y las cavernas que el castello guardaba.

Isabella se enterró en la bata, mirando congelada de horror hacia su puerta cerrada. El grito se cortó súbitamente, pero un terrible estrépido lo siguió. Desde todas direcciones bramaron animales salvajes, y ella se cubrió los oídos para bloquear los sonidos. Su corazón martilleaba tan ruidosamente como un trueno, mezclándose con el caos. Volvió la cabeza hacia Francesca.

La mujer se había ido. La cama estaba lisa, la colcha sin una arruga donde había estado sentada. Isabella recorrió salvajemente la habitación con la mirada, buscando en cada esquina, intentando desesperadamente perforar la oscuridad. Tan abruptamente como había comenzado el terrible ruido se detuvo, y hubo sólo silencio. Isabella se sentó muy quieta, temiendo moverse.

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