Capítulo 14 EN EL CAMPAMENTO DE ESCLAVOS

I

¡Ahora los dos estábamos a salvo! ¡La vida tenía sentido otra vez! Olvidamos todo y a todos a nuestro alrededor; no prestamos atención al lamentable estado en que nos encontrábamos, ni a los curiosos marcianos que nos rodeaban. Los misterios y peligros de este mundo no tenían importancia, ¡pues estábamos juntos de nuevo!

Permanecimos abrazados durante varios minutos, en silencio. Lloramos un poco, y nos estrechamos con tanta fuerza que creí que no nos separaríamos jamás sino que nos fundiríamos en un solo ser hecho de pura felicidad.

Por supuesto, no podíamos quedarnos así para siempre, y la interrupción ya venía acercándose mientras nos abrazábamos. Pronto no pudimos desoír las voces de advertencia de los esclavos que nos rodeaban, y nos separamos de mala gana, conservando tomadas las manos.

Al mirar hacia la lejana ciudad, vi que una de las enormes máquinas de guerra cruzaba con largos pasos el desierto hacia nosotros.

La mirada de Amelia buscó entre los esclavos.

—¿Edwina? —llamó—. ¿Estás aquí?

Al instante, una jovencita marciana se adelantó. No era más que una niña, de una edad más o menos equivalente a doce años terrestres.

—¿Sí, Amelia? —dijo (o al menos sonó como si dijera eso).

—Di a los demás que vuelvan a trabajar rápido. Nosotros regresaremos al campamento.

La niña se volvió hacia los esclavos, hizo algunas señas complicadas con la cabeza y las manos (acompañadas de varias palabras agudas y sibilantes), y a los pocos segundos la multitud se dispersaba.

—Vamos, Edward —dijo Amelia—. El monstruo que viene en esa máquina querrá saber cómo murió el otro.

Se encaminó hacia un edificio largo y oscuro que estaba cerca del matorral, y yo la seguí. Poco después apareció uno de los marcianos de ciudad y se nos unió. Llevaba un látigo eléctrico.

Amelia notó la expresión de recelo con que lo miré.

—No te preocupes, Edward —dijo—. No nos hará daño.

—¿Estás segura?

Como respuesta Amelia extendió la mano y el marciano le entregó el látigo. Ella lo tomó con cuidado, lo sostuvo para que yo lo viera, y luego se lo devolvió.

—Ya no estamos en la Ciudad Desolación. He establecido un nuevo orden social para los esclavos.

—Así parece —dije—. ¿Quién es Edwina?

—Una de las criaturas. Tiene una gran capacidad innata para los idiomas —como la mayoría de los marcianos—, de modo que le enseñé la base del inglés.

Yo iba a preguntar más, pero el ritmo enérgico que Amelia imprimía a nuestros pasos en esa atmósfera enrarecida me dejaba sin aliento.

Llegamos hasta el edificio, y junto a la puerta me detuve para mirar hacia atrás. La máquina de guerra se encontraba junto a la torre dañada en la cual yo había viajado, y la estaba examinando.

Había cuatro cortos corredores que llevaban al interior del edificio, y al encontrar allí una atmósfera artificial me sentí aliviado. El marciano nos dejó solos, mientras que yo me eché a toser sin poder controlarme, debido al esfuerzo de la caminata. Cuando me recuperé, abracé a Amelia una vez más, todavía sin poder creer en la buena suerte que nos había reunido. Ella también me abrazó con el mismo entusiasmo, pero un instante después se apartó.

—Querido, los dos estamos sucios. Aquí nos podemos lavar.

—Me gustaría mucho cambiarme de ropa —dije.

—Eso no es posible —dijo Amelia—. Tendrás que lavar tu ropa mientras te higienizas.

Me llevó a una sección del edificio donde había una estructura de caños en alto. Al abrir una canilla, comenzó a caer una lluvia de líquido, que no era agua sino probablemente una solución diluida de savia. Amelia explicó que todos los esclavos utilizaban estos baños después de trabajar, y luego se alejó para higienizarse en privado.

Aunque la corriente de líquido estaba fría, me mojé abundantemente; me quité la ropa y la escurrí para sacarle los últimos vestigios de los líquidos pestilentes que había absorbido.

Cuando consideré que ni yo ni mi ropa quedaríamos más limpios, cerré la canilla y torcí la ropa tratando de secarla. Me puse los pantalones, pero la tela estaba húmeda y pesada y me sentía muy incómodo. Así vestido fui en busca de Amelia.

Había un enrejado grande de metal, asegurado en una de las paredes, poco más allá de la sección donde se tomaban los baños. Amelia estaba de pie frente a dicho enrejado, sosteniendo su andrajosa ropa para que se secara. Volví la espalda de inmediato.

—Trae aquí tu ropa, Edward —dijo.

—Cuando hayas terminado —respondí, tratando de que mi voz no revelara el hecho de que la había visto totalmente desvestida.

Depositó su ropa en el suelo, caminó hasta donde estaba yo, y se detuvo frente a mí.

—Edward, ya no estamos en Inglaterra —dijo—. Contraerás pulmonía si usas ropa mojada.

—Se secará con el tiempo.

—En este clima te enfermarás de gravedad antes de eso. Sólo toma unos minutos secarla.

Pasó junto a mí hacia la sección de los baños, y regresó con el resto de mi ropa.

—Secaré mis pantalones más tarde.

—Los secarás ahora —replicó.

Me quedé consternado durante un momento, y luego, de mala gana, me quité los pantalones. Los sostuve delante de mí de modo que me siguieran cubriendo, y dejé que la corriente cálida los envolviera. Amelia y yo estábamos un poco separados, y aunque estaba decidido a no mirarla indecorosamente, de por sí la presencia de la joven que significaba tanto para mí, y junto a quien había sufrido tanto, hacía imposible no mirarla algunas veces. Era tan hermosa, y, sin ropa como estaba, tenía un porte de gracia y corrección, que volvía inocente una situación que habría escandalizado a la gente más liberal de la Tierra. Mis inhibiciones se debilitaron, y después de unos minutos no pude contener más mis impulsos.

Dejé caer la prenda que sostenía, me acerqué a Amelia con rapidez, luego la tomé en mis brazos y nos besamos apasionadamente durante unos instantes.

II

Estábamos solos en el edificio. Faltaban todavía dos horas para que se pusiera el sol y los esclavos no regresarían antes de eso. Después que nuestra ropa se secó, y nos la pusimos de nuevo, Amelia me llevó por todo el edificio para mostrarme como vivían los esclavos. Las condiciones eran primitivas: las hamacas eran duras y estaban amontonadas, la comida que había tenían que comerla cruda, y no había ningún lugar donde se pudiera estar en privado.

—¿Y estuviste viviendo así? —pregunté.

—Al principio, sí —dijo—. Pero luego descubrí que soy bastante importante. Ven, que te mostraré dónde duermo.

Me llevó hasta un rincón del dormitorio colectivo. Allí las hamacas estaban dispuestas en la misma forma, o así parecía, pero cuando Amelia tiró de una cuerda que colgaba de una polea colocada más arriba, varias hamacas se levantaban para formar un ingenioso biombo.

—Durante el día dejamos las hamacas abajo, por si envían a algún supervisor nuevo a hacer una inspección, pero cuando deseo un momento de intimidad... ¡tengo un tocador para mí sola!

Me llevó a su sector privado, y otra vez, lejos de miradas extrañas, la besé con pasión. ¡Ahora comprendía lo que había ansiado durante aquel espantoso período de soledad!

—Parece que te encuentras como en tu casa —dije finalmente. Amelia estaba tendida al través en su hamaca, mientras yo me hallaba sentado en un escalón que cruzaba parte del piso.

—Uno tiene que aprovechar al máximo lo que encuentra.

—Amelia —continué—, cuéntame qué sucedió después que te capturó aquella máquina.

—Me trajeron aquí.

—¿Eso es todo? ¡No puede ser tan simple!

—No quisiera pasar por eso otra vez —dijo—. ¿Pero qué cuentas tú? ¿Cómo es que después de todo este tiempo sales de una torre?

—Preferiría oírte a ti primero.

Intercambiamos las novedades de cada uno que ambos ansiábamos tanto. La primera preocupación fue que ninguno de los dos estuviera peor debido a sus aventuras, y ambos nos tranquilizamos con respecto a eso. Amelia habló primero, y describió el viaje por tierra hasta este campamento de esclavos.

Su relato fue breve, y al parecer omitió muchos detalles. Si lo hizo para evitarme aspectos más desagradables, o porque ella misma no quería recordarlos, no lo sé. El viaje había durado muchos días; la mayor parte la habían pasado dentro de vehículos cerrados. No podían aplicar medidas sanitarias, y les proporcionaban comida una vez al día. Durante la travesía, Amelia había visto, al igual que yo en el proyectil, cómo se alimentaban los monstruos. Por último, en un estado lamentable, ella y los demás sobrevivientes del viaje —unas trescientas personas en total, pues las arañas mecánicas habían trabajado mucho aquel día en la Ciudad Desolación— habían sido traídos hasta este matorral, y bajo la supervisión de los marcianos de la ciudad cercana, los habían puesto a trabajar con la maleza roja.

A esta altura supuse que Amelia había terminado su historia, pues entonces me lancé a hacer un relato detallado de mis propias aventuras. Sentía la necesidad de contarle mucho, y omití pocos detalles. Cuando me tocó describir la cabina para matar que había en el proyectil, no creí necesario depurar el relato, puesto que ella también había visto el mecanismo en funcionamiento. De todos modos cuando yo describía lo que había visto, Amelia empalideció ligeramente.

—Por favor, no te detengas en esa parte —dijo.

—Pero, ¿no la conoces?

—Claro que sí. Pero no es necesario que adornes tu relato con esos detalles. Ese instrumento bárbaro que describes lo usan en todas partes. Hay uno en este edificio.

Esa revelación me tomó por sorpresa, y lamenté haber mencionado el aparato. Amelia me dijo que cada noche seis o más esclavos eran sacrificados en la cabina.

—¡Pero eso es atroz! —dije.

—¿Por qué crees que los oprimidos habitantes de este mundo son tan pocos? —exclamó Amelia—. ¡Es porque los mejores de ellos son despojados de la vida para alimentar a los monstruos!

—No lo mencionaré otra vez —dije, y continué con el resto de mi relato.

Describí cómo había escapado del proyectil, luego la batalla que había presenciado, y por último, cómo había vencido y matado al monstruo de la torre.

Esto pareció complacer a Amelia, de modo que adorné mi narrativa con adjetivos. Esta vez mis detalles auténticos no encontraron objeción alguna, y más aún, cuando yo describía los últimos momentos del monstruo, Amelia aplaudió y se echó a reír.

—Esta noche debes contar tu historia otra vez —dijo—. Le dará entusiasmo a mi gente.

¿Tu gente? —pregunté.

—Querido, debes comprender que no sobrevivo aquí por buena suerte. He descubierto que soy su líder prometido, el que, según las leyendas, se supone que los liberará de la opresión.

III

Poco después nos interrumpieron los esclavos que regresaban de trabajar, y por un momento dejamos nuestros relatos de lado.

A medida que los esclavos entraban al edificio por los dos principales corredores con atmósfera artificial, entraban también los marcianos supervisores, quienes al parecer tenían habitaciones propias dentro del edificio. Varios llevaban látigos eléctricos, pero una vez adentro, los arrojaban despreocupadamente a un lado.

He mencionado antes que la, expresión habitual del marciano refleja una extrema desesperación, y estos pobres esclavos no eran una excepción. Con lo que ahora sabía y después de haber visto la matanza de aquella tarde, mi reacción fue más solidaria que antes.

Con el regreso de los esclavos hubo un período de actividad, durante el cual se lavaron la suciedad que había dejado el trabajo del día, y se sirvió la comida. Hacía bastante tiempo que yo no comía, y aunque cruda la maleza casi no era comestible, comí tanta como me fue posible.

Durante la comida se nos unió la niña que Amelia llamaba Edwina. Me asombraba el aparente dominio que tenía de nuestro idioma, y, lo que es más, me divertía el hecho de que aunque la niña no podía pronunciar algunas de las consonantes más sofisticadas del inglés, Amelia le había transmitido las características de su propia voz educada. (Al reproducir las palabras de Edwina en esta narración no trataré de representar fonéticamente el acento sin par que tenía, sino que las expondré en inglés sencillo; de todos modos, al principio me resultó difícil entender lo que la niña decía.)

Noté que mientras comíamos (aquí no había mesas; todos estábamos en cuclillas sobre el piso) los esclavos se mantenían a cierta distancia de Amelia y de mí. Nos dirigían frecuentes miradas furtivas, y sólo Edwina, que estaba sentada con nosotros, parecía cómoda en nuestra compañía.

—Supongo que ya se habrán acostumbrado a ti, ¿no es cierto? —pregunté a Amelia.

—Eres tú quien los pone nerviosos. Tú también desempeñas un papel legendario.

Entonces Edwina, que había oído y comprendido mi pregunta, dijo:

—Tú eres el hombrecillo pálido.

Al oír esto fruncí el ceño y miré a Amelia para ver si ella comprendía. Edwina continuó:

—Nuestros hombres sabios hablan del hombrecillo pálido que surge de la máquina de guerra.

—Ya veo —dije con una sonrisa cortés.

Un poco después, cuando Edwina no podía oír, dije:

—Si eres el Mesías de esta gente, ¿por qué tienes que trabajar en el matorral?

—Yo no lo elegí. Ahora la mayoría de los supervisores están acostumbrados a mí, pero si vienen nuevos de la ciudad, me podrían individualizar si no estoy con los otros. Además las leyendas dicen que el líder del pueblo será uno de ellos. En otras palabras, un esclavo.

—Creo que debería oír estas leyendas —dije.

—Edwina las recitará para ti.

—Hablas de los supervisores —dije—. ¿Cómo es que nadie parece temerles ahora?

—Porque los he convencido de que todos los humanos tienen un enemigo común. Estoy haciendo algo más que desempeñar un papel, Edward. Estoy convencida de que aquí debe haber una revolución. Los monstruos gobiernan a los humanos porque los dividen: han enfrentado un grupo contra otro. Los esclavos temen a los supervisores porque, al parecer, éstos están respaldados por la autoridad de los monstruos. Los marcianos de la ciudad se avienen a apoyar el régimen porque disfrutan de determinados privilegios. Pero como debes haber notado esto es sólo un recurso de los monstruos. Sangre humana es lo único que necesitan, y el sistema de esclavos es el medio para lograr sus fines. Todo lo que he hecho es convencer a los supervisores —que también conocen las leyendas— de que los monstruos son un enemigo común a todos los humanos.

Mientras nosotros hablábamos, los esclavos retiraban los restos de la comida, pero, de pronto, cesó toda actividad debido a una erupción de sonido; la más horrible y aguda sirena resonó en la habitación.

Amelia se había puesto en extremo pálida, entonces se volvió y pasó a su sector privado. Yo la seguí y la encontré llorando.

—Esa llamada —dije—. ¿Significa lo que yo creo?

—Han venido por su comida —respondió Amelia, y continuó su llanto.

IV

No relataré la espantosa escena que siguió, pero cabe decir que los esclavos habían organizado un sistema de sorteo, y los seis desventurados perdedores se dirigieron a la cabina de la muerte en silencio.

Amelia explicó que no había esperado que los monstruos se presentaran en los campamentos de esclavos esta noche. Había muchos muertos dispersos en el matorral, y había tenido la esperanza de que tomarían de esos cuerpos su comida nocturna.

V

Edwina se acercó a Amelia y a mí.

—Nos gustaría oír las aventuras del hombrecillo pálido —le dijo a Amelia—. Nos haría felices.

—¿Quiere decir que tengo que hablarles? —dije—. No sabría qué decir. Y además, ¿cómo lograrían entenderme?

—Es lo que se espera de ti. Tu llegada fue espectacular, y quieren oír el relato de tus propios labios. Edwina será tu intérprete.

—¿Tú lo has hecho?

Amelia asintió.

—Me enteré de este ritual cuando le enseñaba a Edwina a hablar inglés. Cuando ella dominó suficiente vocabulario, ensayamos un pequeño discurso y a partir de ese día me aceptaron como su líder. No te reconocerán plenamente hasta que no lo hagas tú también.

—¿Pero qué debo decirles? —dijo—. ¿Les has dicho que venimos de la Tierra?

—Creí que no lo comprenderían de modo que no se los dije. Se habla de la Tierra en sus leyendas —la llaman “el mundo cálido”— pero sólo como un cuerpo celeste. Así es que no he revelado mi origen. Ya que estamos, Edward, creo que es hora de que tú y yo admitamos que nunca volveremos a ver la Tierra. No hay forma de regresar. Desde que llegué aquí me resigné a ello. Ahora los dos somos marcianos.

Medité sus palabras en silencio. La idea no era de mi agrado, pero yo comprendía lo que Amelia quería decir. Mientras nos aferráramos a esa falsa, esperanza jamás nos estableceríamos.

Finalmente dije:

—Entonces les relataré cómo viajé en el proyectil, cómo subí a la máquina de guerra, y cómo eliminé al monstruo.

—Edward, creo que como desempeñas un papel legendario deberías emplear un verbo más fuerte que “eliminar”.

—¿Me comprendería Edwina?

—Si acompañas tus palabras con las acciones apropiadas.

—¡Pero ya me han visto abandonar la torre todo cubierto de sangre!

—Es el relato de la historia lo que cuenta. Sólo repíteles a ellos lo que me contaste a mí.

Edwina reflejaba la mayor felicidad que yo había visto hasta ahora en un marciano.

—¿Podremos oír las aventuras? —preguntó.

—Eso creo —respondí. Nos pusimos de pie y seguimos a Edwina hasta la parte principal del salón. Habían retirado varias de las hamacas, y todos los esclavos estaban sentados en el suelo. Cuando nos vieron se pusieron de pie y comenzaron a dar saltos. Era un gesto cómico —y no del todo tranquilizador— pero Amelia me susurró que ésta era su forma de expresar entusiasmo.

Noté que había una media docena de marcianos de ciudad presentes, de pie al fondo del salón. Se veía a las claras que todavía no estaban del todo integrados con los esclavos, pero por lo menos no existía el espíritu de intimidación que habíamos observado en la Ciudad Desolación.

Amelia tranquilizó a la multitud levantando la mano y separando los dedos. Cuando hicieron silencio dijo:

—Pueblo mío. Hoy hemos visto morir a uno de los tiranos a manos de este hombre. Ahora él está aquí para describir sus aventuras con sus propias palabras.

Mientras Amelia hablaba, Edwina traducía simultáneamente con algunas sílabas acompañadas de complicados signos con las manos. Cuando ambas terminaron, los esclavos comenzaron a dar saltos otra vez, mientras emitían un sonido agudo y plañidero. Era muy desconcertante y parecía no tener fin.

Amelia me susurró:

—Levanta la mano.

Empezaba a lamentar el haber estado de acuerdo con esto, pero levanté la mano y, para sorpresa mía, se hizo silencio de inmediato. Observé a esta gente —a estos seres extraños, altos y de piel rojiza, entre los cuales el destino nos había arrojado, y de quienes dependía ahora nuestro futuro— y traté de encontrar palabras para empezar. El silencio continuó, y con cierta timidez describí cómo me habían llevado al proyectil. De inmediato, Edwina acompañó mis palabras con su misteriosa interpretación.

Comencé vacilante, sin saber con seguridad hasta dónde debía llegar. El público permaneció en silencio. A medida que me entusiasmaba con el relato, y encontraba oportunidades para hacer descripciones, la interpretación de Edwina se hacía más florida, y así alentado me permití exagerar un poco.

Mi descripción de la batalla se convirtió en un fragoroso choque de gigantes de metal, un pandemónium de gritos horribles, y una verdadera tempestad de flamígeros rayos de calor. En este punto vi que varios esclavos se habían puesto de pie y saltaban entusiasmados. Cuando llegué a la parte del relato en que me daba cuenta de que el monstruo atacaba a los esclavos con el rayo de calor, todos los presentes estaban de pie, y Edwina hacía signos en extremo dramáticos.

Tal vez en mi historia segaba más tentáculos que en la realidad, y quizá parecía más difícil matar al monstruo de lo que había resultado en verdad, pero me sentía obligado a serle fiel al espíritu de la ocasión antes que satisfacer las demandas de una escrupulosa autenticidad.

Al terminar mi relato, hubo espléndido estallido de vítores y un notable despliegue de saltos de parte del público. Miré a Amelia para ver su reacción, pero antes de que tuviéramos oportunidad de hablar nos rodeó la multitud. Los marcianos nos empujaban y golpeaban con suavidad, lo que interpreté como otras muestras de entusiasmo. Sin pausa y con firmeza nos llevaban hacia el sector privado de Amelia, y cuando llegamos al lugar donde las hamacas estaban suspendidas formando una división, el ruido alcanzó su punto máximo, siguieron el cordial golpeteo un poco y luego nos empujaron juntos del otro lado de la separación.

De inmediato, el bullicio del lado opuesto se apaciguó. Todavía me sentía alentado por el modo cómo me habían recibido, y estreché a Amelia entre mis brazos. Ella estaba tan entusiasmada como yo, y correspondió a mis besos con fervor y sentimiento.

Como nuestros besos se prolongaban, sentí que surgía en mi interior aquel deseo natural que había tenido que ahogar durante tanto tiempo, de modo que, renuente, aparté mi rostro del de ella y relajé mis brazos, en la creencia de que ella se alejaría. En lugar de ello, Amelia me estrechó con fuerza, mientras hundía su rostro en el hueco de mi hombro.

Del otro lado de la separación me llegaba la voz de los esclavos. Ahora parecían estar cantando, un canturreo agudo y carente de melodía. Era tranquilo y extrañamente agradable.

—¿Qué hacemos ahora? —dije después de algunos minutos.

Amelia no respondió en seguida.

Entonces me abrazó con más fuerza y dijo:

—¿Necesitas que te lo diga, Edward?

Sentí que el rubor subía a mis mejillas.

—Quise decir, ¿hay alguna otra ceremonia que debamos llevar a cabo? —dije.

—Sólo lo que se espera de nosotros según la leyenda. La noche que el hombrecillo pálido desciende de la torre...

Murmuró el resto en mi oído.

Amelia no podía ver mi rostro, de modo que cerré los ojos y los apreté con fuerza, ¡casi sin aliento por la emoción!

—Amelia, no podemos. No estamos casados.

Era la última concesión que hacía a los convencionalismos que habían regido mi vida.

—Ahora somos marcianos —dijo Amelia,—. Para nosotros no existe el matrimonio.

Y de este modo, mientras los esclavos marcianos cantaban con sus voces agudas y melancólicas del otro lado de la separación, nosotros abandonamos todo lo que nos quedaba de nuestra condición de ingleses y terrícolas, y durante la noche nos entregamos a nuestra nueva función y a nuestra vida como líderes de los pueblos oprimidos de Marte.

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