Capítulo 5 ¡HACIA EL FUTURO!

I

Yo había averiguado que el último tren hacia Londres salía de Richmond a las diez y media, y sabía que para alcanzarlo tendría que partir a las diez. Sin embargo, a las ocho y media no sentía el ánimo dispuesto para regresar a mi alojamiento. Más aún, enfrentaba la perspectiva de volver a trabajar a la mañana siguiente con el mayor abatimiento. Esto sucedía porque luego de terminar la cena, que acompañamos con un vino seco y embriagante, y pasar del comedor a la intimidad semioscura de la sala, con un vaso de oporto adentro y otro a medio beber, y a causa del suave aroma del perfume de Amelia que embargaba mis sentidos, yo me encontraba propenso a las fantasías más perturbadoras.

Amelia no estaba menos embriagada que yo, y supuse que ella no podía haber confundido mi cambio de actitud. Hasta este momento me había sentido incómodo en su compañía. Esto se debía en parte a que yo tenía sólo una mínima experiencia con mujeres jóvenes, pero, más en particular, a que de todas ellas Amelia me parecía la más extraordinaria. Me había acostumbrado a su manera de ser tan franca, y a los aires de emancipación que adoptaba; pero lo que no había notado hasta este momento era que me había enamorado ciega e imprudentemente de ella.

El vino suelta la lengua, y aunque logré contener mis excesos y estuve a punto de declarar mi eterno amor, nuestra conversación giró sobre temas en extremo personales.

Poco después de las nueve y media, comprendí que no podía demorarme más. Disponía sólo de media hora antes del momento de partir, y como no tenía idea de cuándo o cómo volvería a verla, creí que había llegado la oportunidad de expresar, sin términos ambiguos, que para mí ella ya era más que una simple compañera agradable.

Me serví una generosa copa de oporto, y luego, todavía inseguro con respecto a las frases que utilizaría, saqué el reloj del bolsillo de mi chaleco y miré la hora.

—Querida Amelia —comencé a decir—. Veo que son las diez menos veinticinco, y a las diez me tengo que ir. Antes de eso hay que algo que debo decirte.

—¿Pero por qué tienes que irte? —preguntó Amelia, cortando al instante el hilo de mis pensamientos.

—Debo alcanzar mi tren.

—¡Por favor, no te vayas todavía!

—Pero debo volver a Londres.

Hillyer puede llevarte. Si pierdes el tren, él te llevará hasta Londres.

—Hillyer ya está en Londres —corregí.

Amelia se rió, un poco embriagada, y dijo:

—Me había olvidado. Entonces tienes que caminar.

—Y por eso debo irme a las diez.

—No... Le pediré a Mrs. Watchets que prepare una habitación para ti.

—Amelia, no puedo quedarme, por más que quisiera hacerlo. Tengo que trabajar a la mañana.

Se me acercó y pude ver cierto brillo bailando en sus ojos.

—Entonces te llevaré yo misma a la estación.

—¿Hay otro coche? —pregunté.

—En cierta forma... —Se puso de pie, y volteó una copa vacía—. ¡Ven conmigo, Edward, y yo te transportaré a la estación en la Máquina del Tiempo de Sir William!

Me tomó de la mano y casi me arrastró hacia la puerta. Nos echamos a reír; es difícil relatar con exactitud el episodio, pues la embriaguez es un estado en el cual la conducta de uno no es la mejor. Para mí, la alegría del momento contribuyó a que accediera.

Mientras corríamos le grité: —¡Pero viajar en el tiempo no me llevará a la estación!

—Sí, lo hará.

Llegamos al laboratorio, entramos y cerramos la puerta detrás de nosotros. Los focos eléctricos todavía estaban encendidos y en medio de ese brillo relativamente intenso nuestra aventura tomó otro aspecto.

—Amelia —dije, tratando de refrenarla—. ¿Qué estás haciendo?

—Hago lo que dije. Iremos a la estación.

Me puse frente a ella y le tomé las manos.

—Ambos hemos bebido demasiado —dije—. Por favor, no bromees conmigo. No puedes sugerir en serio que pongamos en funcionamiento la máquina de Sir William.

Sus manos apretaron las mías.

—No estoy tan embriagada como crees. Estoy un poco alegre pero hablo en serio.

—Entonces volvamos de inmediato a la sala.

Amelia se alejó de mí y caminó hacia la Máquina del Tiempo, la máquina se sacudió como antes.

Tomó uno de los barrotes de bronce con la mano y al instante.

Amelia continuó:

—Oíste lo que Sir William dijo. El tiempo y el espacio son inseparables. No es necesario que te vayas en los próximos minutos. Aunque la máquina está diseñada para viajar al futuro, también puede moverse en el espacio. En resumen, aunque viaja a través de miles de años, también se la puede utilizar para un viaje tan prosaico como llevar un amigo a la estación.

—Estás bromeando —dije—. Ni tampoco estoy convencido de que la máquina viaje por el tiempo.

—Pero ha sido demostrado.

—No lo suficiente para mí —dije.

Se volvió para enfrentarme y su expresión seguía tan seria como antes.

—Entonces permíteme que te haga una demostración —dijo.

—¡No, Amelia! ¡Sería una tontería manejar la máquina!

—¿Por qué, Edward? Sé qué tengo que hacer... He observado las pruebas de Sir William muchas veces.

—¡Pero no sabemos si el aparato es seguro!

—No habrá ningún peligro.

No pude más que sacudir la cabeza angustiado por la situación. Amelia se volvió de nuevo hacia la máquina y se inclinó hasta alcanzar uno de los cuadrantes. Hizo algo allí, luego tiró de la palanca con el manubrio adosado.

¡Al instante, la máquina desapareció!

II

—Mira el reloj de la pared, Edward.

—¿Qué hiciste con la máquina? —dije.

—Eso no importa... ¿qué hora es en el reloj?

Me fijé.

—Las diez menos dieciocho.

—Muy bien. Exactamente a las diez menos dieciséis, la máquina reaparecerá.

—¿De dónde volverá? —pregunté.

—Del pasado... o, para mayor precisión, del presente. Ahora está viajando a través del tiempo hacia un momento en el futuro, a dos minutos más allá de su partida.

—¿Pero por qué desapareció? ¿Dónde está ahora?

—Dentro de la Dimensión Temporal atenuada.

Amelia se adelantó hacia el lugar donde había estado la máquina y caminó por el espacio vacío, agitando los brazos. Miró el reloj.

—Mantente lejos, Edward. La máquina reaparecerá en el mismo lugar donde estaba.

—Entonces tú también debes alejarte —dije. La tomé del brazo, la atraje hacia mí y la sostuve así a unos metros de donde había estado la máquina. Ambos miramos el reloj. El segundero giraba con lentitud... y exactamente a las diez horas menos dieciséis minutos y cuatro segundos la Máquina del Tiempo reapareció.

—¡Ahí está! —exclamó Amelia triunfante—. Tal como dije.

Yo miraba la máquina boquiabierto. El gran volante seguía girando despacio como antes.

Amelia tomó mi mano de nuevo.

—Edward... debemos subirnos a la máquina.

—¿Qué? —exclamé, atónito ante la idea.

—Es absolutamente indispensable. Verás, mientras probaba la máquina, Sir William le incorporó un mecanismo de seguridad automático, el cual regresa la máquina al momento de la partida. Se activa exactamente tres minutos después de que la máquina ha llegado a destino, y si no estamos a bordo, la máquina se perderá en el pasado, para siempre.

Me preocupé un poco, pero dije:

—¿Podrías desconectarlo, sin embargo?

—Sí... pero no lo haré. Quiero probar que la máquina no es una locura.

—Creo que estás ebria.

—Tú también. ¡Vamos!

Antes de que pudiera detenerla, Amelia había corrido hasta la máquina y pasado debajo del barrote de bronce y estaba sentada en el asiento de cuero. Para hacerlo, tuvo que recoger su falda un poco por sobre los tobillos, y debo confesar que este espectáculo me resultó mucho más tentador que cualquier expedición a través del tiempo.

Amelia continuó:

—La máquina regresará en menos de un minuto, Edward. ¿Tendré que dejarte?

No titubeé. Fui hasta donde ella estaba y me subí a su lado. Siguiendo sus instrucciones, puse los brazos alrededor de su cintura, y apoyé el pecho contra su espalda.

Entonces ella dijo:

—Mira el reloj, Edward.

Lo miré con atención. Ahora eran las diez menos trece. El segundero marcó un minuto, siguió adelante hasta marcar otros cuatro segundos.

Se detuvo.

Entonces comenzó a retroceder... con lentitud al principio, más rápido después.

—Estamos viajando hacia atrás en el Tiempo —explicó Amelia, un poco sin aliento—. ¿Puedes ver el reloj, Edward?

—Sí —repuse, observándolo con toda atención—. ¡Sí, puedo!

El segundero se movió hacia atrás durante cuatro minutos, luego comenzó a moverse más despacio. Al acercarse a los cuatro segundos después de las diez menos dieciocho perdió toda su velocidad y se detuvo por completo. Poco después comenzó a moverse hacia adelante normalmente.

—Estamos de vuelta en el momento en que tiré de la palanca —dijo Amelia—. ¿Ves ahora que la Máquina del Tiempo no es un fraude?

Yo permanecía sentado con los brazos alrededor de su cintura, y nuestros cuerpos estaban apretados uno contra otro de la manera más íntima que se pueda imaginar. El cabello de Amelia caía suavemente sobre mi cara, y yo no podía pensar en otra cosa que no fuera su cercanía.

—¡Muéstrame otra vez! —dije, deseando que ese contacto durara una eternidad—. ¡Llévame al futuro!

III

—¿Ves lo que hago? —preguntó Amelia—. Estos cuadrantes se pueden fijar de antemano con exactitud de segundos. Puedo elegir cuántas horas, días o años viajaremos.

Desperté de mis sueños apasionados y observé por encima de su hombro. Vi que señalaba una hilera de pequeños cuadrantes que indicaban los días de la semana, los meses del año... y luego algunos otros que marcaban decenas, cientos y también miles de años.

—Por favor, no fijes una fecha muy adelantada como punto de destino —dije, mirando el último cuadrante—. Todavía tengo que tomar mi tren.

—¡Pero regresaremos al momento de partida, aunque viajáramos cien años!

—Puede ser. No seamos imprudentes.

—Si tienes miedo, Edward, viajaremos sólo hasta mañana.

—No... hagamos un viaje largo. Me has demostrado que la Máquina del Tiempo es segura. ¡Vayamos al siglo próximo!

—Como quieras. Podemos ir al que le sigue, si quieres.

—Tengo interés en el siglo veinte... avancemos primero diez años.

—¿Diez nada más? Eso no tiene nada de aventura.

—Debemos ser sistemáticos —dije, pues aunque no soy timorato, no me agradan las aventuras—. Vayamos primero a 1903, luego a 1913, y así sucesivamente, recorriendo el siglo a intervalos de diez años. Tal vez veremos algunos cambios.

—Bien. ¿Estás listo ya?

—Sí, lo estoy —repuse, volviendo a rodear su cintura con los brazos. Amelia hizo más ajustes en los cuadrantes. Vi que seleccionaba el año 1903, pero los cuadrantes que indicaban los días y los meses estaban muy abajo y yo no los alcanzaba a ver.

—Escogí el 22 de junio. Es el primer mes del verano, de modo que el clima será agradable —dijo Amelia.

Tomó La palanca con las manos, y se enderezó. Yo me afirmé para la partida.

En ese momento, para sorpresa mía, Amelia de pronto se puso de pie y se alejó del asiento.

—Por favor, espera un momento, Edward —dijo.

—¿Adonde vas? —pregunté algo alarmado—. ¡La máquina me llevará en su viaje!

—No hasta que se accione la palanca. Es solo que... Bueno, si vamos a viajar tan lejos, quisiera llevar mi bolso.

—¿Para qué? —exclamé, sin poder creer lo que oía.

Amelia parecía un poco incómoda.

—No sé, Edward. Es que nunca voy a ninguna parte sin mi bolso.

—Entonces también trae tu sombrero —sugerí, riéndome ante tan inesperada demostración de debilidades femeninas.

Salió con rapidez del laboratorio. Miré distraído los cuadrantes durante un momento, luego, siguiendo un impulso, me bajé y fui hasta el corredor a buscar mi sombrero. ¡Si ésta iba a ser una expedición, viajaría debidamente equipado!

Tuve otro impulso y fui hasta la sala; allí serví otras dos copas de oporto y las llevé al laboratorio.

Amelia había vuelto antes que yo y ya estaba sentada en el asiento de cuero. Delante de este último había colocado su bolso y llevaba puesto el sombrero.

Le alcancé una de las copas de oporto.

—Brindemos por el éxito de nuestra aventura.

—Y por el futuro —respondió.

Ambos bebimos alrededor de la mitad del contenido de las copas, luego las coloqué sobre un banco, a un costado.

Me senté detrás de Amelia.

—Ahora estamos listos —dije, asegurándome el sombrero. Amelia tomó la palanca con ambas manos y la atrajo hacia ella.

IV

Toda la Máquina del Tiempo se inclinó como si se hubiera caído de cabeza en un abismo y yo grité alarmado, afirmándome para resistir el inminente impacto.

—¡Sujétate! —dijo Amelia, aunque no era necesario, porque no la habría soltado por nada del mundo.

—¿Qué sucede? —grité.

—No corremos peligro... Es un efecto de la atenuación.

Abrí los ojos y miré con algo de temor hacia el laboratorio, y comprobé anonadado que la máquina permanecía firme sobre el piso. El reloj de la pared ya avanzaba vertiginosamente, y más aún, mientras yo miraba el sol salía detrás de la casa y pasaba con rapidez sobre nosotros. Casi antes de que notáramos su paso, la oscuridad caía otra vez como un manto negro arrojado sobre el techo.

Aspiré profundamente sin querer, y me di cuenta de que al hacerlo varios de los largos cabellos de Amelia habían entrado en mi boca. Aun en medio de las intensas emociones del viaje pude disfrutar un momento de esta furtiva intimidad.

Amelia me gritó:

—¿Estás asustado?

No era momento para simular.

—¡Sí! —repuse.

—Sujétate... no hay peligro.

Hablábamos en voz alta sólo para dar rienda suelta a nuestro entusiasmo; en la dimensión atenuada todo estaba en silencio.

El sol salía y se ponía casi en el mismo momento. El período de oscuridad que seguía era más corto, y el día siguiente más corto aún... ¡La Máquina del Tiempo avanzaba velozmente hacia el futuro!

Tan solo unos pocos segundos después, así nos pareció, la sucesión de días y noches se hizo tan rápida que ya no pude detectarla, y veíamos lo que nos rodeaba en medio de un gris resplandor crepuscular.

A nuestro alrededor, los detalles del laboratorio se hicieron borrosos y la imagen del sol se convirtió en una faja de luz aparentemente fija en un cielo azul profundo.

Al hablar con Amelia, sus cabellos habían escapado de mi boca. Me rodeaba una vista espectacular, y aun así no tenía comparación con la sensación de tener a esta joven en mis brazos. Impulsado sin duda por la segunda copa de oporto, me volví audaz, acerqué la cara y tomé varios cabellos entre los labios. Levanté apenas la cabeza haciendo que los cabellos se deslizaran sensualmente por la lengua. No pude detectar reacción alguna de Amelia, de modo que dejé caer los cabellos y tomé algunos más. Tampoco ahora me detuvo. La tercera vez incliné la cabeza a un lado, para que no se desacomodara el sombrero, y apoyé los labios con suavidad pero con mucha firmeza sobre la piel blanca y sedosa de su cuello.

Amelia sólo me permitió hacerlo durante un segundo, y luego se inclinó hacia adelante, como dominada por un repentino entusiasmo y dijo:

—¡La máquina se está deteniendo, Edward!

Por encima del techo de vidrio se podía notar que el sol se movía ahora con más lentitud, y los períodos de oscuridad entre las apariciones del sol se podían distinguir mejor, aunque sólo ahora fuera como brevísimos instantes de oscuridad.

Amelia comenzó a leer los cuadrantes que estaban delante de ella.

—¡Estamos en diciembre, Edward! ¡Enero... enero de 1903! Febrero...

Uno por uno iba nombrando los meses, y las pausas entre sus palabras iban haciéndose más largas.

Entonces dijo:

—Estamos en junio, Edward... ¡casi hemos llegado!

Miré el reloj para confirmar, pero el mecanismo se había detenido inexplicablemente.

—¿Llegamos? —pregunté.

—Todavía no.

—Pero el reloj de la pared no funciona.

Amelia le echó una mirada breve.

—Nadie le dio cuerda. Eso es todo.

—Entonces tendrás que avisarme cuando lleguemos.

—La rueda se está deteniendo... casi no nos movemos… ¡Ahora!

Y con esta palabra se quebró el silencio de la atenuación. En algún lugar justo fuera de la casa hubo una colosal explosión y algunos de los cristales se rompieron. Algunas astillas cayeron sobre nosotros.

A través de las paredes transparentes vi que era de día y el sol brillaba... pero había humo en el aire y podíamos oír el crujir de la madera ardiendo.

V

Hubo una segunda explosión, pero más lejos. Sentí que Amelia se ponía rígida en mis brazos; se volvió hacia mí con dificultad.

—¿Qué infierno es éste? —dijo.

—No lo sé.

A cierta distancia, alguien dejó escapar un grito espantoso, y como si hubiera sido una señal, otras dos voces le hicieron eco. De nuevo se oyó una explosión más fuerte que las otras dos. Se rompieron más cristales y más astillas cayeron sobre el piso.

Un fragmento cayó dentro de la Máquina del Tiempo, a menos de quince centímetros de mi pie.

Gradualmente, a medida que nuestros oídos se adaptaban al confuso estrépito que nos rodeaba, un sonido en particular se destacó entre los demás: un bramido profundo, que se agudizaba como la sirena de una fábrica y luego se mantenía ululando en la nota más alta. Ahogó por un momento el crujir de la madera y los gritos de los hombres. El ruido de la sirena se fue perdiendo pero luego se repitió.

—¡Edward! —La cara de Amelia estaba blanca como la nieve, y su voz se había convertido en un murmullo agudo—. ¿Qué está pasando?

—No tengo idea. Debemos irnos. ¡Toma los controles!

—No sé cómo hacerlo. Tenemos que esperar que el mecanismo de regreso automático funcione.

—¿Cuánto tiempo hemos permanecido aquí?

Antes de que ella me contestara hubo otra violenta explosión.

—Sujétate —dije—. No podemos quedarnos aquí mucho tiempo. Hemos caído en medio de una guerra.

—Pero el mundo está en paz.

—En nuestra época, sí.

Me preguntaba cuánto hacía que esperábamos en este infierno de 1903. No pasaría mucho tiempo antes de que el mecanismo de regreso automático nos llevara de vuelta, a través de la seguridad de la atenuación, hasta nuestra época de paz y felicidad.

Amelia había vuelto la cabeza, de modo que ahora la tenía hundida en mi hombro, y su cuerpo se movía incómodo en el asiento. Yo la abrazaba tratando de hacer lo que podía para calmarla en medio de ese pandemónium de terror.

Miré todo el laboratorio, y vi el extraño cambio que había sufrido desde la primera vez que lo vi: había escombros por todas partes, y polvo y suciedad sobre todo, a excepción de la Máquina del Tiempo en sí.

De pronto, vi un movimiento del otro lado de las paredes del laboratorio, y al mirar en esa dirección observé que alguien corría con desesperación a través del jardín hacia la casa. Conforme la figura se acercaba vi que se trataba de una mujer. Llegó justo hasta la pared, y apoyó la cara contra el cristal. Detrás de ella vi otra figura que también corría.

—¡Amelia... mira! —exclamé.

—¿Qué pasa?

—¡Mira allá!

Se volvió para mirar a las dos figuras, pero justo en ese momento sucedieron dos cosas al mismo tiempo: una terrible explosión seguida de una llamarada que atravesó el parque y consumió a la mujer... y una sacudida violenta de la Máquina del Tiempo. El silencio de la atenuación nos envolvió, el laboratorio apareció intacto y por encima de nuestras cabezas se inició al revés la procesión de días y noches.

Amelia siguió incómodamente vuelta hacia mí y se echó a llorar con lágrimas de alivio, y yo continué abrazándola en silencio.

Cuando se calmó, preguntó:

—¿Qué veías justo antes de regresar?

—Nada —mentí. Mis ojos me engañaron.

No podía describirle de ninguna manera la mujer que había visto. Parecía un animal salvaje: el cabello enmarañado y desordenado, el rostro desfigurado por la sangre, la ropa desgarrada que revelaba su desnudez. Tampoco sabía cómo decir lo que para mí era el mayor de todos los horrores.

Había reconocido en esa mujer a Amelia, en sus últimos momentos antes de morir en medio de la infernal guerra de 1903.

No podía hablar de eso, ni siquiera podía creer lo que había visto. Pero así era; el futuro era real, y ése era el verdadero destino de Amelia. El vigésimo segundo día del mes de junio de 1903, el fuego la consumiría en los jardines de la casa de Sir William.

La joven estaba acurrucada en mis brazos y yo todavía podía sentirla temblando. ¡Yo no podía permitir que el destino se cumpliera!

Así fue que, sin darme cuenta de lo precipitado de mi proceder, me dispuse a alterar el destino. ¡La Máquina del Tiempo nos llevaría ahora más lejos en el futuro, más allá de ese terrible día!

VI

Estaba trastornado. Me puse de pie bruscamente y Amelia, que había estado apoyada contra mí, me miró atónita. Por encima de nosotros los días y las noches desfilaban a gran velocidad. Había un sorprendente e impetuoso tropel de sensaciones bullendo dentro de mí, causado, creo, por el vértigo de la atenuación, pero también porque algo instintivo me estaba preparando para lo que vino después. Di un paso adelante, puse el pie sobre el piso de la máquina, frente al asiento, y, sujetándome del barrote de bronce, logré agacharme delante de Amelia.

—Edward, ¿qué estás haciendo?

Hizo la pregunta con voz trémula y rompió en sollozos tan pronto la hubo terminado. No le presté atención, y en cambio observé los cuadrantes que se encontraban ahora a pocos centímetros de mi cara.

En la extraña luz de la procesión de días, vi que la máquina retrocedía en el tiempo a gran velocidad. Estábamos ahora en 1902, y en la primera mirada vi pasar la aguja de agosto a julio. La posición de la palanca, situada en el centro, enfrente de los cuadrantes, era casi vertical, y las varillas de níquel adosadas se extendían hacia adelante, hacia el corazón del mecanismo cristalino.

Me levanté un poco y me senté en la parte de adelante del asiento, por lo que Amelia se corrió hacia atrás para dejarme lugar.

—No debes tocar los controles —dijo, y sentí que se inclinaba a un lado para ver qué hacía yo.

Tomé el manubrio con ambas manos, y lo atraje hacia mí. Hasta donde yo podía ver, esto no tuvo ningún efecto sobre nuestro viaje. De julio pasamos a junio.

La preocupación de Amelia se acentuó.

—¡Edward, no debes interferir! —dijo en voz alta.

—¡Tenemos que seguir hacia el futuro! —grité, e hice girar el manubrio hacia un lado y hacia el otro, como cuando se dobla una esquina montado en una bicicleta.

—¡No! Hay que dejar que la máquina regrese automáticamente.

A pesar de todos mis esfuerzos con los controles, el proceso de retorno continuaba sin cambios. Amelia me sujetaba ahora los brazos tratando de alejar mis manos de la palanca. Noté que arriba de cada uno de los cuadrantes había una pequeña perilla de metal; tomé una de ellas con la mano. Observé que moviéndola era posible cambiar la fecha de destino. Resultaba evidente que ésta era la forma de interrumpir nuestro camino, puesto que en cuanto Amelia comprendió lo que yo estaba haciendo, sus esfuerzos por detenerme se hicieron más violentos. Se inclinaba hacia adelante, trataba de tomar mi mano y cuando esto fracasó, tomó un mechón de mis cabellos y tiró con fuerza hacia atrás, con el consiguiente dolor para mí.

Al sentir el tirón solté los controles, pero mis pies golpearon instintivamente hacia adelante. El taco de mi bota derecha tocó una de las varillas de níquel adosadas a la palanca principal, y en ese instante hubo una aterradora sacudida y todo a nuestro alrededor quedó en tinieblas.

VII

El laboratorio había desaparecido, la procesión de días y noches había cesado. Estábamos en medio de un absoluto silencio y una absoluta oscuridad.

Amelia aflojó su abrazo desesperado, y ambos nos sentamos atontados, impresionados por lo que nos había sucedido. Sólo el violento torbellino —transformado ahora en una vertiginosa caída que nos volcaba primero a un lado y luego a otro— nos indicó que nuestro viaje a través del tiempo continuaba.

Amelia se me acercó, puso sus brazos alrededor de mi cuerpo y su cara contra mi cuello.

La caída empeoraba a cada instante, y giré e! manubrio hacia un lado, con la esperanza de corregir el descenso. Todo lo que conseguí fue introducir un nuevo movimiento: un cabeceo que nos sacudía y complicaba el balanceo lateral, que aumentaba a cada momento.

—¡No puedo detenerla! —grité—. ¡No sé qué hacer!

—¿Qué nos sucedió?

—Hiciste que pateara la palanca —expliqué—. Sentí que algo se rompía.

En ese momento, ambos dejamos escapar gritos sofocados, pues la máquina pareció volcarse y ponerse cabeza abajo. Hubo un repentino estallido de luz a nuestro alrededor, que provenía de una fuente brillante. Cerré los ojos, pues el brillo enceguecía, y traté de accionar la palanca para suavizar nuestro vertiginoso descenso. Los movimientos erráticos de la máquina hacían que el punto de luz bailara como enloquecido alrededor de nosotros, proyectando confusas sombras sobre los cuadrantes.

La palanca se sentía distinta. La rotura de la varilla la había aflojado, y tan pronto la soltaba, se desviaba a un lado, y en consecuencia ocasionaba esas violentas maniobras laterales.

—Si sólo pudiera encontrar esa varilla rota —dije—, y me incliné hacia abajo con la mano libre extendida, para ver si podía localizar los pedazos. Mientras estaba en eso, hubo un nuevo movimiento lateral y casi caigo del asiento. Por fortuna, Amelia no me había soltado y con su ayuda pude incorporarme de nuevo.

—Quédate quieto, Edward —dijo con voz suave y tranquilizadora—. Mientras estemos dentro de la máquina estaremos a salvo. No puede sucedemos nada mientras estamos atenuados.

—¡Pero, podríamos chocar con algo!

—No podemos... atravesaremos cualquier cosa.

—Pero, ¿qué sucedió? —pregunté.

Amelia repuso:

—Esas varillas de níquel están ahí para impedir el desplazamiento por el espacio. AI sacar una, has liberado la Dimensión Espacial, y ahora nos estamos alejando con rapidez de Richmond.

Me quedé estupefacto ante esa idea, y el mareo provocado por nuestro viaje sólo aumentaba los terribles peligros a que nos enfrentábamos.

—¿Entonces dónde caeremos? —pregunté—. ¿Quién sabe dónde nos dejará la máquina?

De nuevo habló Amelia con voz tranquilizadora:

—No estamos en peligro, Edward. Admito que la máquina viaja en una loca carrera, pero sólo sus controles están afectados. El campo de la atenuación aún nos rodea, y por lo tanto el mecanismo en sí está funcionando. Ahora nos estamos desplazando por el espacio; es probable que recorramos muchos cientos de kilómetros... pero aunque nos encontráramos a mil kilómetros de nuestro hogar, el sistema de retorno automático nos llevará a salvo de vuelta al laboratorio.

—¿A mil kilómetros? —exclamé, horrorizado por la velocidad a la que debíamos estar viajando.

Amelia estrechó su abrazo por un momento.

—No creo que sea tan lejos. Me parece que estamos girando locamente en círculos.

Eso tenía bastante sentido, pues aun mientras estuvimos hablando, el punto de luz había continuado describiendo círculos alrededor nuestro. Por supuesto, me sentí tranquilizado por sus palabras, pero las sacudidas vertiginosas persistían, y cuanto más pronto terminara esta aventura más feliz me sentiría. Con este pensamiento en la mente, decidí buscar otra vez la varilla de níquel perdida.

Dije a Amelia lo que pensaba hacer, y ella se acercó para tomar la palanca principal en sus manos. Así liberado de la necesidad de sujetar la palanca, me incliné hacia adelante y busqué a tientas por el piso de la máquina, temiendo que la varilla hubiera caído a un lado por los movimientos bruscos del viaje. En medio de la luz cambiante, busqué con las manos y encontré el bolso de Amelia donde ella lo había puesto, en el piso frente al asiento. Por suerte, poco después encontré la varilla: había rodado y estaba encajada entre la parte de adelante del asiento y el bolso de Amelia.

—La encontré —dije, sentándome y sosteniendo la varilla para que Amelia pudiera verla—. No está rota.

—¿Entonces cómo se salió?

La miré más de cerca y vi que tenía los extremos roscados y en la punta de cada uno había unas marcas de metal brillante que revelaban cómo se había salido de su lugar.

Se lo mostré a Amelia.

—Recuerdo haber oído a Sir William decir que algunos de los controles de níquel no estaban bien fabricados —dijo—. ¿Puedes ponerla de nuevo donde estaba?

—Trataré.

Me tomó algunos minutos más tantear, envuelto en la fantasmagórica luz, para localizar los casquillos de metal de donde había arrancado la varilla, y luego me tomo mucho más accionar la palanca para colocarla en la posición apropiada, de modo tal que yo pudiera hacer encajar la varilla en los casquillos.

—Sigue siendo demasiado corta —dije, comenzando a desesperarme—. Haga lo que haga, la varilla es demasiado corta.

—¡Pero debe haberse salido de allí!

Encontré la forma de aflojar el casquillo de la palanca, y esto ayudó en cierta medida. Ahora se podía conectar ambos extremos y con mucha paciencia logré atornillar la varilla en cada uno de los agujeros roscados (por fortuna, Sir William había diseñado las roscas de tal modo que una vuelta ajustaba ambas conexiones). La varilla había quedado colocada, pero apenas sujeta, pues yo sólo había conseguido hacerla girar media vuelta.

Cansado, me enderecé de nuevo en el asiento, y Amelia puso sus brazos alrededor de mi cintura. La Máquina del Tiempo seguía sacudiéndose pero mucho menos que antes, y el movimiento del punto de luz era apenas perceptible. Permanecimos sentados en medio de ese brillo enloquecedor, casi sin poder creer que yo había tenido éxito al tratar de corregir la terrible vibración.

Inmediatamente delante de mí, el volante continuaba girando con rapidez, pero la ordenada sucesión de días y noches no había vuelto.

—Creo que estamos a salvo otra vez —dije, pero no estaba seguro.

—Pronto nos detendremos, con seguridad. Cuando la máquina se detenga, ninguno de nosotros debe moverse. A los tres minutos, el mecanismo automático de regreso entrará en funcionamiento.

—¿Y nos llevará de vuelta al laboratorio? —pregunté.

Amelia vaciló antes de contestar, y luego dijo:

—Sí.

Comprendí que no estaba más segura que yo.

De pronto, la Máquina del Tiempo se sacudió otra vez, y ambos sofocamos un grito. Observé que el volante no se movía... y entonces me di cuenta de que una corriente de aire pasaba junto a nosotros y al instante nos dio escalofríos. Supe que ya no estábamos atenuados, que estábamos cayendo... y presa de desesperación traté de alcanzar la palanca...

—¡Edward! —gritó Amelia en mi oído.

Fue lo último que pude oír, pues en ese momento hubo un choque terrible, la máquina se detuvo repentinamente, y nos despidió con violencia hacia la noche.

VIII

Mi cuerpo yacía en medio de una absoluta oscuridad, cubierto al parecer por algo mojado y correoso. Cuando traté de ponerme de pie, todo lo que conseguí fue agitar inútilmente los brazos y las piernas, y hundirme más aún en esa marisma de materia resbaladiza. Una hoja de algo me cayó sobre la cara, y la arrojé a un lado, respirando con gran dificultad. De pronto me encontré tosiendo, tratando de que llegara aire a mis pulmones, y como un náufrago que se ahoga me esforcé por subir, con la sensación de que si no lo hacía moriría asfixiado. No me podía sujetar de nada, puesto que todo lo que me rodeaba era suave, resbaladizo y húmedo. Era como si me hubieran arrojado de cabeza dentro de un inmenso banco de algas.

Sentí que caía, y esta vez me dejé caer, ya sin esperanza. Estaba seguro de que me ahogaría en este mar de vegetación húmeda, pues cada vez que giraba la cabeza esta sustancia repulsiva me cubría la cara. Ahora podía sentir su sabor: era un líquido insulso, ferroso.

En algún lugar cerca de mí, oí un grito apagado.

—¡Amelia! —llamé.

Mi voz surgió como un graznido jadeante, y de inmediato volví a toser.

—¿Edward? —Su voz sonaba aguda y asustada, y pude oír que ella también tosía. Debía encontrarse a unos pocos metros de mí, pero yo no podía verla, apenas si sabía hacia qué lado buscarla.

—¿Estás bien? —pregunté, y luego volví a toser sin fuerzas. —La Máquina del Tiempo, Edward... debemos abordarla... pronto se irá...

—¿Dónde está?

—A mi lado. No puedo alcanzarla, pero puedo sentirla con el pie.

Me di cuenta de que Amelia se encontraba a mi izquierda, y avancé hacia ella a los tropezones en medio de la ruidosa maleza, con los brazos extendidos y con la esperanza de chocar contra algo sólido.

—¿Dónde estás? —grité, tratando de que mi voz sonara algo mejor que el pobre sonido ronco que había logrado emitir hasta ahora.

—Aquí estoy, Edward. Guíate por mi voz. —Amelia estaba más cerca ahora, pero sus palabras sonaban extrañamente apagadas, como si ella también se estuviera ahogando.

—Me resbalé... No puedo encontrar la Máquina del Tiempo... está por aquí en alguna parte... —decía.

Desesperado, arremetí a través de la maleza y casi al instante encontré a Amelia. Mi brazo golpeó contra su pecho y en ese momento ella se prendió de mí.

—¡Edward... tenemos que encontrar la máquina!

—¿Dices que está por aquí?

—En algún lugar... cerca de mis piernas...

Me arrastré junto a ella, agitando los brazos en todas direcciones, buscando desesperadamente la máquina. Detrás de mí, Amelia había logrado incorporarse de algún modo y se puso a mi lado. De cara al suelo, deslizándonos, tosiendo y jadeando, temblando debido al frío que ya nos estaba penetrando en los huesos, buscamos la máquina durante mucho más de los tres minutos que, aunque ninguno de los dos lo admitiera, era todo el tiempo que habíamos tenido para encontrarla.

Загрузка...