Capítulo 17 DE REGRESO A CASA

I

Así comenzó el viaje que, con optimismo, yo había esperado que tomaría sólo un día o dos, pero que en realidad llevó cerca de sesenta, según mis cálculos. Fueron dos largos meses: durante algunos breves períodos fue una experiencia emocionante, otras veces fue aterrador, pero la mayor parte de esos sesenta días fue una travesía de una monotonía enloquecedora. Por lo tanto, no me extenderé en este relato con una descripción detallada de nuestra vida cotidiana, sino que me limitaré a aquellos acontecimientos que más exigieron de nosotros en ese momento.

Al pensar en esas experiencias, rememoro el vuelo con sentimientos encontrados. No fue un viaje agradable en ningún sentido de la palabra, pero no careció de sus lados buenos.

Uno de éstos fue que Amelia y yo estábamos juntos en un ambiente que brindaba aislamiento, intimidad y cierta seguridad, aunque la situación no era de las más usuales. No corresponde que describa en este relato lo que ocurrió entre nosotros —aunque en estos tiempos modernos creo que no estaría violando los lazos de confianza que establecimos entonces—, pero creo que sería correcto decir que llegué a conocerla, y ella a conocerme, de tal manera y con tanta profundidad como nunca supuse que pudiera ser posible.

Por otra parte, la duración misma del viaje actuaba como purgatorio para nuestras perspectivas del futuro. En efecto, nos habíamos contaminado con Marte, y hasta yo, que había intervenido menos que Amelia, había experimentado un choque de intereses en el momento en que partíamos de la ciudad devastada por la revolución. Pero, aun rodeados como estábamos por un artefacto marciano y mantenidos vivos por alimentos marcianos y aire marciano, a medida que pasaban los días y estábamos más cerca de la Tierra, los conflictos de intereses se desvanecieron y una vez más tuvimos un único propósito. La invasión que planeaban los monstruos era muy real; si no podíamos contribuir a evitar esa invasión, jamás podríamos volver a llamarnos humanos.

Pero, mi sinopsis de este viaje increíble por el espacio está alterando el orden natural de mi relato.

He mencionado que algunos incidentes del viaje fueron emocionantes o terroríficos, y el primero de ellos se produjo poco después de que quedamos libres de los tubos de presión y nos encontramos al mando de un acorazado del espacio.

II

Después de haber revivido a Amelia de su desvanecimiento y haberme asegurado de que ni ella ni yo sufríamos ningún efecto negativo como consecuencia del lanzamiento, me dirigí, primero, a los controles para ver hacia dónde nos dirigíamos. ¡Fue tal la violencia de nuestro lanzamiento que estaba seguro de que chocaríamos contra la Tierra en cualquier momento! Giré la perilla que iluminaba el panel principal —como me habían explicado mis guías— pero, para desilusión mía, no pude ver nada salvo unos débiles puntos luminosos. Eran estrellas, como comprendí más tarde. Después de experimentar durante varios minutos y de conseguir sólo aumentar apenas el brillo de la imagen, dirigí la atención a uno de los paneles más pequeños. Éstos mostraban el panorama a popa de la nave. Aquí la imagen era más satisfactoria, ya que ofrecía una vista del mundo que acabábamos de dejar. Estábamos todavía tan cerca de Marte que su imagen llenaba todo el panel: un claroscuro de luz y sombra, salpicado de amarillos, rojos y castaños. Cuando mis ojos se adaptaron a la escala de lo que estaba viendo, descubrí que podía identificar ciertos accidentes del terreno, el más notable de los cuales era el inmenso volcán, que se destacaba de los desiertos como un carbúnculo malévolo. Su cima estaba envuelta por una gigantesca nube blanca; al principio pensé que era una descarga propia del volcán, pero luego pensé que debía ser la nube de vapor de agua que había impulsado nuestro vehículo.

La ciudad que acabábamos de dejar no se veía —presumiblemente oculta por la nube blanca que se expandía— y había pocos accidentes del terreno identificables con precisión. Los canales se veían con claridad, o por lo menos eran visibles debido a las masas de malezas que proliferaban junto a ellos. Fijé la vista en ese panorama durante algún tiempo, dándome cuenta de que, a pesar de toda la fuerza de nuestro lanzamiento, no habíamos recorrido una gran distancia ni nos movíamos ahora con mucha velocidad. A decir verdad, el único movimiento aparente era el de la imagen del terreno en sí, que giraba lentamente en el panel.

Mientras me encontraba observando esto, Amelia preguntó:

—Edward, ¿comemos algo?

Me aparté del panel y le dije:

—Sí, tengo ham...

No terminé mi frase, porque no se veía a Amelia por ninguna parte.

—Estoy aquí abajo, Edward.

Miré hacia el piso inclinado del compartimiento, pero no había señales de ella. Luego la oí reír, y miré hacia arriba, en la dirección de donde procedía el sonido. Allí estaba Amelia... ¡cabeza abajo en el techo!

—¿Qué estás haciendo? —exclamé horrorizado—. ¡Vas a caer y lastimarte!

—No seas tonto. No hay peligro alguno. Baja aquí y lo verás por ti mismo.

Para probármelo, dio un pequeño salto... y cayó, de pie, contra el techo.

—No puedo bajar si tú estás a un nivel más alto que el mío —dije con pedantería.

—Eres tú quien está por encima —dijo. Luego, para sorpresa mía, caminó por el techo, por las paredes curvas y pronto estuvo a mi lado—. Ven conmigo y te mostraré cómo se hace.

Me tomó de la mano y fui con ella. Al principio pisaba con cuidado, afirmándome para no caer, pero el declive no aumentaba, y después de unos instantes volví la mirada hacia mis controles y vi con sorpresa que ahora parecían estar contra la pared. Seguimos caminando y pronto llegamos al lugar donde estaba almacenada la comida y donde había estado Amelia. Ahora, cuando volví a mirar hacia los controles, éstos parecían estar en el techo, por encima de nuestras cabezas.

Durante el transcurso de nuestro viaje, nos acostumbramos a este efecto, creado por la rotación de la nave alrededor de su eje, pero ahora era una experiencia novedosa. Hasta este momento, lo habíamos dado por sentado, tan acostumbrados estábamos a la escasa gravedad de Marte, y la nave giraba para simular esa gravedad.

(Posteriormente, durante el viaje, encontré la forma de aumentar la velocidad de rotación, con la idea de acostumbrar a nuestros cuerpos al mayor peso que tendrían en la Tierra.) Durante los primeros días, este fenómeno fue una gran novedad. La forma del compartimiento en sí hacía que tuviera efectos peculiares. Cuando uno subía por el piso inclinado (o el techo) hacia la proa de la nave, se aproximaba al eje central de ésta y la gravedad aparente era menor. Con frecuencia, Amelia y yo pasábamos el tiempo haciendo ejercicios en este extraño ambiente: yendo hacia la cúspide del compartimiento e impulsándose luego con un envión con el pie para alejarse de donde estaba parado, uno podía flotar a través de gran parte del espacio antes de caer con suavidad al piso.

No obstante, esas primeras dos horas después del disparo del cañón fueron muy plácidas y comimos algo de la comida marciana, en feliz ignorancia de lo que nos deparaba el destino.

III

Cuando volví a los controles, la imagen del panel que mostraba el panorama de popa revelaba que había aparecido el horizonte de Marte. Esta era la primera prueba directa de que el planeta se alejaba de nosotros... o, para ser más exactos, de que nosotros nos alejábamos de él. El panel de proa seguía mostrando su panorama de estrellas que no nos brindaba ninguna información. Naturalmente, yo había esperado ver la imagen de nuestro mundo delante de nosotros. Mis guías de Marte me habían informado que el disparo del cañón lanzaría la nave directamente hacia la Tierra, pero que no podría verla durante algún tiempo, de modo que por ahora no había motivos para preocuparse.

Sin embargo, me pareció extraño que no se viera la Tierra directamente delante de nosotros.

Resolví que tendríamos que establecer una hora de a bordo, ya que no habría ni noche ni día en la nave. Mi reloj todavía funcionaba, y lo saqué de mi bolsillo. Hasta donde yo podía calcular, el cañón de nieve había sido disparado al mediodía del día marciano, y llevábamos en vuelo alrededor de dos horas. En consecuencia, fijé mi reloj de modo que señalara las dos de la tarde y a partir de ese momento se convirtió en el cronómetro de la nave.

Una vez hecho esto, y con Amelia encantada de investigar con qué provisiones contábamos para nuestra permanencia a bordo, decidí explorar el resto de la nave.

Fue así que descubrí que no estábamos solos...

Avanzaba por uno de los pasajes que corrían por el interior del doble casco, cuando pasé frente a la escotilla que daba al compartimiento destinado a los esclavos. Le eché una mirada al pasar, ¡pero me detuve horrorizado! La escotilla había sido sellada toscamente desde el exterior, soldada de tal manera que no podía abrirse, ni desde adentro ni desde afuera. Arrimé el oído y escuché.

No podía oír nada. Si había alguien allí, estaba muy quieto. Había un débil ruido de movimiento, pero éste bien podría haber provenido de las actividades que realizaba Amelia en el compartimiento de proa.

Permanecí junto a esa escotilla durante un largo rato, lleno de presentimientos e indecisión. No tenía pruebas de que hubiera alguien adentro... pero ¿por qué tuvo que ser cerrada esa escotilla, cuando apenas el día anterior los otros y yo habíamos pasado sin inconvenientes por ella?

¿Sería posible que este proyectil transportara una carga de alimento humano?

Si así era, ¿qué había, exactamente en la bodega principal...?

Presa de un horrible presentimiento, me dirigí apresuradamente a la escotilla que daba a la bodega donde se habían almacenado las máquinas de los monstruos. También ésta había sido soldada, y me quedé delante de ella, con el corazón palpitando violentamente. A diferencia de la otra escotilla, ésta estaba equipada con una plancha de metal deslizable, como la que se instala en las puertas de las celdas de las prisiones.

La corrí hacia un lado, menos de un centímetro por vez, temeroso de hacer ruido y atraer la atención.

Por fin, la abrí lo suficiente cromo para colocar un ojo en la abertura, y así lo hice, para espiar el interior, débilmente iluminado.

Mis peores temores quedaron confirmados instantáneamente: allí, a no más de cuatro metros de la escotilla, se veía el cuerpo postrado de uno de los monstruos. Yacía delante de uno de los tubos protectores, del cual evidentemente había sido liberado después del lanzamiento.

Inmediatamente retrocedí de un salto, por temor de ser descubierto. En el reducido espacio del pasaje, gesticulé con desesperación, maldiciendo en silencio, temeroso de la importancia de este descubrimiento.

Finalmente, logré reunir suficiente valor para volver a la mirilla y nuevamente observé al monstruo que yacía allí.

Estaba tendido de tal modo que mostraba un costado de su cuerpo y tenía vuelta hacia mí su horrible cara. No me había descubierto, y a decir verdad, ni siquiera se había movido desde que lo había visto la primera vez. Luego recordé lo que mis guías habían dicho... que los monstruos tomaban una bebida para dormir, cuyo efecto duraría todo el vuelo.

Los tentáculos del monstruo estaban recogidos, y aunque sus ojos estaban abiertos, los párpados blancos y fláccidos caían sobre los ojos pálidos. En el sueño no perdía nada de su bestialidad, y sin embargo ahora era vulnerable. No me invadía la rabia, como me había sucedido antes, pero sabía que si la puerta no hubiera estado clausurada, una vez más habría podido matar a ese ser.

En la seguridad de que no despertaría a esa bestia, corrí la plancha hasta que la mirilla quedó totalmente abierta, y observé hasta donde pude a lo largo de la bodega. Se veían otros tres monstruos, todos ellos inconscientes. Quizás estuviera también el quinto monstruo en algún lugar de la bodega, pero había tanto equipo por todas partes que no pude verlo.

De modo que, después de todo, no habíamos robado el proyectil. ¡La nave que comandábamos encabezaba la invasión de los monstruos a la Tierra!

¿Era esto lo que los marcianos habían tratado de decirnos antes de que partiéramos? ¿Era esto lo que Edwina nos había estado ocultando?

IV

Decidí no decir nada de esto a Amelia, al recordar su sentimiento de lealtad hacia el pueblo marciano. Si ella se enteraba de que los monstruos se encontraban a bordo, comprendería que habrían traído consigo su alimento y ello se convertiría en su mayor preocupación. No me preocupaba por saberlo yo mismo —era desagradable saber que más allá del muro de metal de la parte posterior de nuestro compartimiento había varios hombres y mujeres prisioneros que, cuando fuera necesario, se sacrificarían a los monstruos— pero no iba a permitir que ello distrajera mi atención de las tareas principales.

De modo que, aunque Amelia notó mi palidez cuando regresé, no dije nada de lo que había visto. Mi sueño no fue tranquilo esa noche, y hubo un momento en que desperté, y me imaginé que oía un suave canturreo proveniente del compartimiento vecino.

El día siguiente, el segundo que estábamos en el espacio, ocurrió un acontecimiento que hizo difícil que pudiera mantener mi descubrimiento en secreto. Al otro día, y en los días siguientes, hubo nuevos incidentes que lo hicieron imposible.

Sucedió lo siguiente:

Había estado experimentando con el panel que mostraba el panorama que se extendía delante de la nave, tratando de comprender el dispositivo que habían traducido en forma aproximada como blanco. Había encontrado que ciertas perillas hacían que se proyectase sobre la imagen una retícula iluminada. Esto concordaba, por cierto, con lo del blanco, ya que en el centro de la retícula había un círculo dividido por dos líneas en cruz. No obstante, fuera de ello no había podido aprender nada más.

Dediqué mi atención al panel posterior.

En éste, la vista de Marte había cambiado un poco mientras dormíamos. El planeta rojizo estaba ahora lo suficientemente lejos como para que casi en su totalidad apareciera como un disco en el panel, aunque todavía, debido a la rotación de nuestra nave, parecía girar. Estábamos del lado del sol del planeta —lo que era en sí reconfortante, ya que la Tierra se encuentra hacia el Sol, con respecto a Marte— y la zona visible tenía aproximadamente la forma que uno ve, en la Tierra, uno o dos días antes de la luna llena. El planeta giraba sobre su propio eje, por supuesto, y durante la mañana había visto aparecer la gran protuberancia del volcán.

Entonces, justo en el momento en que mi reloj indicaba que era casi mediodía, una enorme nube blanca apareció cerca de la cumbre del volcán.

Llamé a Amelia a los controles y le mostré lo que había visto.

Ella miró fijamente en silencio durante unos minutos, y luego dijo:

—Edward, creo que han disparado un segundo proyectil.

Asentí sin pronunciar palabra, ya que ella sólo había confirmado mis propios temores.

Toda esa tarde observamos el panel posterior, y vimos que la nube se desplazaba lentamente sobre la superficie de ese mundo. Del proyectil en sí no pudimos ver traza alguna, pero ambos sabíamos que ya no estábamos solos en el espacio.

El tercer día dispararon un tercer proyectil, y Amelia dijo:

—Somos parte de una invasión a la Tierra.

—No —le dije, mintiéndole cruelmente—. Creo que tendremos veinticuatro horas para poner sobre alerta a las autoridades de la Tierra.

Pero al cuarto día lanzaron al espacio otro proyectil detrás de nosotros y, como había sucedido con los tres precedentes, el momento del disparo fue casi exactamente a mediodía.

Amelia dijo, con lógica irrebatible:

—Se ajustan a un patrón regular, y nuestra nave fue la primera pieza de ese patrón. Edward, sostengo que somos parte de una invasión.

Fue entonces que ya no pude mantener más mi secreto. La llevé por los pasajes que corrían a lo largo de la nave y le mostré lo que había visto por la mirilla. Los monstruos no se habían movido y continuaban su pacífico sueño mientras proseguía su vuelo hacia la Tierra. Amelia observó por la abertura en silencio.

—Cuando lleguemos a la Tierra —dijo, tendremos que actuar con rapidez. Debemos escapar del proyectil tan pronto como sea posible.

—A menos que podamos destruirlos antes de aterrizar —dije.

—¿Hay algún modo de hacerlo?

—Estuve pensando. No hay modo de entrar en la bodega. —Le mostré la forma en que habían soldado la escotilla—. Quizá pudiéramos encontrar alguna manera de cortarles el suministro de aire.

—O poner algún veneno en él.

Me aferré a esta solución con ansiedad, ya que, desde que había hecho mi descubrimiento, habían crecido mis temores acerca de lo que estos seres podían hacer en la Tierra. ¡Ni siquiera cabía pensar en que podría permitírseles llevar a cabo su obra diabólica! No tenía idea de la forma en que el aire circulaba por la nave, pero, a medida que aumentaba mi conocimiento de los controles, también aumentaba mi confianza, y pensé que el problema no debía ser imposible de resolver.

No le había dicho nada a Amelia acerca de los esclavos de la bodega —porque para ese entonces yo ya estaba convencido de que había muchos a bordo—, pero había sido injusto con ella cuando preví la reacción que tendría.

Esa noche Amelia dijo:

—¿Dónde están los esclavos marcianos, Edward?

Su pregunta fue tan directa que no supe qué contestar.

—¿Están en el compartimiento detrás del nuestro? —continuó.

—Sí —dije—. Pero está sellado.

—¿De modo que no hay posibilidad de liberarlos?

—Ninguna, que yo sepa —dije.

Nos quedamos en silencio después de esa breve conversación, porque lo horrible de las perspectivas que esperaban a esos desdichados era inconcebible. Más tarde, hallándome solo, fui hasta la escotilla de los esclavos y traté de ver si podía abrirla, pero fue inútil. Según puedo recordar, ni yo ni Amelia volvimos a referirnos a los esclavos otra vez. Y, por lo menos, me alegré de que así fuera.

V

El quinto día de nuestro viaje dispararon un quinto proyectil. Para ese entonces, Marte aparecía muy distante en nuestro panel posterior, pero pudimos ver, sin mayores dificultades, la nube de vapor blanco.

El sexto día descubrí un control conectado a las pantallas, que podía mejorar y ampliar las imágenes. Cuando llegó el mediodía, pudimos ver, con bastante detalle, el disparo del sexto cilindro.

Pasaron otros cuatro días, y en cada uno de ellos el poderoso cañón de nieve hizo un disparo, pero el undécimo día, el volcán apareció en la parte visible de Marte y no hubo ninguna nube blanca. Observamos hasta que el volcán salió de la pantalla, pero hasta donde pudimos.apreciar, ese día no se disparó ningún proyectil.

Tampoco hubo disparo el día siguiente. En realidad, después del décimo proyectil no se disparó ninguno más. Al recordar los cientos de naves relucientes depositadas en la base de la montaña, no podíamos creer que los monstruos abandonarían sus planes después de haber lanzado sobre el blanco unos pocos proyectiles. No obstante, así parecía ser, ya que en los días que siguieron nunca dejamos de vigilar el planeta rojo y ni una sola vez vimos señal alguna de que el cañón hubiera sido disparado nuevamente.

Por supuesto, pasamos mucho tiempo especulando sobre los motivos de tal proceder.

Expuse la teoría de que ese era el plan de los monstruos: que una vanguardia de diez proyectiles invadiría y ocuparía una zona de la Tierra, ya que, después de todo, contarían con un arsenal de cincuenta máquinas de guerra, por lo menos, con qué hacerlo. Por ese motivo sostenía que debíamos mantener nuestra vigilancia, argumentando que pronto seguirían más proyectiles.

Amelia tenía una opinión distinta. Veía la interrupción de los lanzamientos como una victoria de la revolución de los humanos de Marte, que el pueblo había irrumpido a través de las defensas de los monstruos y había tomado el poder.

De todos modos, no teníamos forma de comprobar nada, fuera de lo que veíamos. La migración había terminado, en efecto, con los diez proyectiles, por lo menos por el momento.

A esta.altura de los acontecimientos, hacía muchos días que estábamos en viaje y Marte en sí era un pequeño cuerpo brillante situado a muchos millones de kilómetros detrás de nosotros. Para nosotros, revestía cada vez menos interés, ya que ahora podíamos ver, en el panel de proa, a nuestro mundo cada vez más cerca: una diminuta media luna de luz, de una belleza y quietud inefables.

VI

A medida que pasaban las semanas, me familiarizaba cada vez más con los controles, y tenía la sensación de que comprendía la función de la mayoría de ellos. Hasta había llegado a comprender el dispositivo que los marcianos llamaban el blanco, y había comprendido que éste era, posiblemente, el control más importante.

Había aprendido a utilizarlo cuando observaba la Tierra en el panel de proa. Había sido Amelia quien había localizado primero nuestro mundo: un punto brillante, claramente definido, cerca del borde del panel. Naturalmente, nos emociono mucho verlo y el hecho de saber que cada día nos acercábamos miles de kilómetros era fuente de creciente excitación. Pero, al transcurrir los días, la imagen de nuestro mundo se aproximaba cada vez más al borde de la pantalla, hasta que comprendimos que no pasaría mucho tiempo antes de que desapareciera de nuestra vista por completo. Moví los controles de los instrumentos del panel, pero sin resultado.

Luego, desesperada, Amelia sugirió que encendiera la retícula iluminada que se proyectaba sobre el panel. Al hacerlo, vi que detrás de ella había una segunda retícula, muy tenue. A diferencia de la retícula principal, ésta tenía su círculo central fijo en la imagen de nuestro mundo. Era de lo más extraño... como si el dispositivo tuviera voluntad propia.

Al mismo tiempo que apareció la segunda retícula, varias luces destellaron debajo de la imagen. Naturalmente, no pudimos comprender su significado, pero el hecho de que mi acción hubiera producido una reacción era un hecho significativo en sí.

Amelia dijo:

—Creo que esto significa que debemos conducir la nave.

—Pero fue apuntada con exactitud desde Marte.

—Aun así... me parece que ya no estamos volando hacia la Tierra.

Discutimos un rato más, pero, finalmente, no pude evadir más el hecho de que había llegado la hora de demostrar mi idoneidad como piloto. Alentado por Amelia, me situé delante de la palanca de mando principal, la tomé con ambas manos y la moví hacia un lado para ver qué pasaba.

Ocurrieron varias cosas de inmediato.

La primera fue un gran ruido y vibración que repercutieron por todo el proyectil. Otra fue que Amelia y yo fuimos lanzados hacia un lado. Y además, todo lo que en nuestro compartimiento no estaba sujeto voló en desorden por encima de nuestras cabezas.

Cuando nos recuperamos, descubrimos que mi acción había tenido un efecto contraproducente. Es decir, ¡la Tierra había desaparecido por completo del panel! Decidido a corregir la situación de inmediato, moví la palanca en sentido opuesto, asegurándome primero de que ambos estábamos bien afirmados. Esta vez, la nave se movió bruscamente hacia el otro lado y, aunque hubo mucho ruido y vibración en nuestros dominios, logré hacer que la Tierra apareciera nuevamente ante nuestra vista.

Tuve que efectuar varios ajustes más en los controles antes de poder colocar la imagen de la Tierra en el pequeño círculo central de la retícula principal. Cuando lo conseguí, las luces indicadoras se apagaron y sentí que nuestra nave seguía con seguridad el rumbo hacia la Tierra.

Descubrí, en efecto, que el proyectil tendía a desviarse constantemente de su dirección, y todos los días debía corregir su rumbo.

Así, mediante este proceso experimental, comprendí por fin cómo había que usar el sistema de retícula. La retícula principal, más brillante, indicaba el destino real de la nave, mientras que la otra, móvil y menos brillante, mostraba el destino planeado. Como ésta se encontraba siempre fija en la imagen de la Tierra, jamás dudamos de cuáles eran los planes de los monstruos.

No obstante, tales momentos de entretenimiento eran la excepción, más que la regla. Nuestros días en la nave eran monótonos y reiterativos y pronto adoptamos ciertas rutinas. Dormíamos la mayor cantidad de horas posible, y prolongábamos nuestras comidas. Solíamos hacer ejercicio caminando alrededor de la circunferencia del casco, y cuando llegaba el momento de atender los controles, dedicábamos a ello más energía y tiempo de los que realmente eran necesarios. A veces nos poníamos intratables, y en esos casos nos separábamos y permanecíamos en distintos lugares de nuestro compartimiento.

Durante uno de estos períodos, volví a ocuparme del problema de cómo proceder con respecto a los ocupantes de la bodega principal.

Obstaculizar el suministro de aire de los monstruos me parecía la forma lógica de matarlos y, fuera de utilizar alguna sustancia que supiera que les resultara venenosa, la asfixia parecía ser el único remedio. Habiendo llegado a esa conclusión, pasé la mayor parte de un día explorando las diversas máquinas incorporadas al casco.

Descubrí muchas cosas acerca del funcionamiento de la nave —por ejemplo, encontré el lugar donde estaban instalados los instrumentos casi fotográficos que suministraban las imágenes a nuestros paneles de observación, y aprendí que los cambios de rumbo de la nave se realizaban por medio de vapor expulsado desde una fuente de calor central y llevado fuera del casco exterior mediante un intrincado sistema de conductos—, pero seguía tan lejos como antes de hallar una solución. Según pude comprobar, el aire existente dentro de la nave provenía de una unidad que lo hacía circular por todas partes simultáneamente. En otras palabras, asfixiar a los monstruos habría significado morir asfixiados nosotros también.

VII

Cuanto más nos acercábamos a la Tierra, tanto más nos veíamos obligados a corregir nuestro rumbo. Dos o tres veces por día consultaba el panel de proa y ajustaba los controles para alinear nuevamente las dos retículas. La Tierra se veía ahora grande y nítida en la pantalla, y Amelia y yo solíamos quedarnos de pie delante de la imagen, observando nuestro mundo en silencio. Relucía con un brillante azul y blanco, indescriptiblemente hermoso. A veces, podíamos ver la Luna junto a ella, mostrando, al igual que la Tierra, una delgada y delicada media luna.

Esta vista debería haber inundado de júbilo nuestros corazones, pero cada vez que, junto a Amelia, observaba esta visión de encanto celestial, sentía dentro de mí una enorme tristeza. Y cada vez que accionaba los controles para dirigirnos con más precisión hacia nuestro destino, me invadían sentimientos de culpa y vergüenza.

Al principio, no lo podía entender y no dije nada a Amelia. Pero a medida que pasaban los días y nuestro mundo se acercaba aceleradamente cada vez más, comprendí mi aprensión y pude, finalmente, hablar de ella con Amelia. Fue así que descubrí que ella también había experimentado lo mismo.

Le dije:

—Dentro de un día o dos descenderemos en la Tierra. Pienso dirigir la nave hacia el océano más profundo y poner fin a todo esto.

—Si lo hicieras, no intentaría detenerte —dijo.

—No podemos imponer a nuestro mundo estos seres —continué—. No podemos afrontar esa responsabilidad. Si muriera un solo hombre o una sola mujer como resultado de las maquinaciones de estos seres, ni tú ni yo podríamos mirarnos a la cara jamás.

Amelia dijo:

—Pero si pudiéramos escapar de la nave con la suficiente rapidez como para alertar a las autoridades...

—No podemos correr ese riesgo. No sabemos cómo salir de esta nave, y si los monstruos salen antes que nosotros, sería demasiado tarde para hacer algo. Querida, tenemos que enfrentar el hecho de que tú y yo debemos estar listos a sacrificarnos.

Mientras hablábamos, había accionado el control que hacía aparecer las dos retículas en la pantalla. La retícula secundaria, que mostraba nuestro destino previsto, aparecía sobre Europa septentrional. No podíamos ver el lugar exacto, ya que esta parte del globo estaba cubierta por una nube blanca. En Inglaterra el día sería gris; quizás estuviera lloviendo.

—¿No podemos hacer nada? —preguntó Amelia.

Observé con tristeza la pantalla.

—No. Como hemos reemplazado a los hombres que deberían haber tripulado esta nave, sólo podemos hacer lo que ellos habrían hecho. Es decir, dirigir la nave manualmente al lugar elegido de antemano por los monstruos. Si seguimos el plan, haremos descender la nave en el punto que aparece en el centro de la retícula. Tenemos que decidir si lo hacemos o no. Puedo dejar que la nave pase de largo sin tocar la Tierra, o puedo dirigirla a un lugar donde sus ocupantes no puedan causar daño.

—Hablaste de que descendiéramos en un océano. ¿Lo decías en serio?

—Es lo único que nos queda por hacer —dije—. Aunque tú y yo seguramente moriríamos, de esa forma evitaríamos verdaderamente que los monstruos escaparan.

—Yo no quiero morir —dijo Amelia, abrazándose a mí.

—Yo tampoco. Pero, ¿tenemos el derecho de lanzar a estos monstruos contra nuestra gente?

Era un tópico angustioso, y ninguno de nosotros conocía las respuestas a los interrogantes que nos planteábamos. Nos quedamos observando la imagen de nuestro mundo durante unos minutos, y luego fuimos a comer. Después, los paneles nos atrajeron una vez más, sobrecogidos por las responsabilidades que recaían sobre nosotros.

En la Tierra, las nubes se habían desplazado hacia el Este, y pudimos apreciar los contornos de las Islas Británicas, rodeadas por un mar azul. El círculo central de la retícula se encontraba directamente sobre Inglaterra. Amelia dijo, con voz tensa:

—Edward, tenemos el ejército más poderoso de la Tierra. ¿No podemos dejar en sus manos la responsabilidad de hacer frente,a esta amenaza?

—Serían tomados por sorpresa. La responsabilidad es nuestra, Amelia, y no debemos evadirla. Estoy preparado a morir para salvar al mundo. ¿Puedo pedirte que hagas lo mismo?

Era un momento pleno de emoción, y sentí que estaba temblando.

Entonces Amelia miró hacia el panel posterior, que aunque no estaba iluminado, era una advertencia constante de los nueve proyectiles que nos seguían.

—¿Ese falso heroísmo salvará al mundo de los monstruos que nos siguen? —dijo.

VIII

Así fue que continué corrigiendo nuestro rumbo y dirigí la retícula principal de modo que se colocara sobre las verdes islas que tanto amábamos.

Una noche, cuando estábamos por irnos a dormir, un ruido que había esperado no volver a oír jamás brotó por un enrejado de metal del mamparo: era el bramido, el chillido de llamada de los monstruos. Con frecuencia uno ha oído la expresión: se me heló la sangre en las venas. En ese momento comprendí la verdad de ese lugar común.

Salí de la hamaca de inmediato y corrí por los pasajes hacia la puerta sellada de la bodega de los monstruos.

Tan pronto como deslicé la plancha de metal, vi que esos seres malditos habían recobrado el conocimiento. Había dos directamente delante de mí, arrastrándose torpemente con sus tentáculos. Me alegré al ver que en un ambiente de mayor gravedad (hacía mucho tiempo que había modificado la rotación de la nave con la intención de lograr una gravedad aproximada a la de la Tierra), sus movimientos eran pesados y desmañados. Era una señal alentadora, en estos momentos en que todas las perspectivas parecían lúgubres, ya que con un poco de suerte su mayor peso en la Tierra sería una considerable desventaja para ellos.

Amelia me había seguido, y cuando me aparté de la puerta ella también espió por la minúscula ventanilla. Vi que se estremecía, y luego se apartó.

—¿No hay nada que podamos hacer para destruirlos? —dijo.

La miré, y quizá mi expresión reveló lo desdichado que me sentía.

—Creo que no —dije.

Cuando volvimos a nuestro compartimiento, descubrimos que los monstruos todavía trataban de comunicarse con nosotros. El bramido repercutía por el salón de metal.

—¿Qué crees que dice? —dijo Amelia.

—¿Cómo podemos saberlo?

—Pero, ¿y si tuviéramos que obedecer sus instrucciones?

—No tenemos nada que temer de ellos —dije—. No pueden llegar hasta nosotros, como tampoco nosotros podemos llegar hasta ellos.

Aun así, esos chillidos eran desagradables al oído, y cuando finalmente cesaron, quince minutos más tarde, nos sentimos aliviados. Volvimos a la hamaca y después de unos minutos nos dormimos.

Algún tiempo después —una mirada a mi reloj reveló que habíamos dormido alrededor de cuatro horas y media— nos despertó un nuevo estallido de chillidos de los monstruos.

Yacíamos allí, esperando que cesara otra vez en algún momento, pero al cabo de cinco minutos, ninguno de los dos pudo soportarlo más. Salí de la hamaca y fui a los controles.

La Tierra aparecía muy grande en el panel de proa. Verifiqué la posición del sistema de retículas y noté al punto que algo sucedía. Mientras dormíamos, nos habíamos desviado nuevamente de nuestro rumbo: aunque la retícula más tenue seguía fija sobre las Islas Británicas, la retícula principal se había desplazado mucho hacia el Este, y mostraba que íbamos a descender en alguna parte del Mar Báltico.

Llamé a Amelia y le mostré lo que sucedía.

—¿Puedes corregirlo? —dijo.

—Creo que sí.

Mientras tanto, el bramido de los monstruos continuaba.

Nos afirmamos, como siempre, y moví la palanca para corregir el rumbo. Logré corregirlo un poco, pero a pesar de todos mis esfuerzos vi que íbamos a errar el blanco por cientos de kilómetros. Mientras observábamos, noté que la retícula más brillante se desplazaba lentamente hacia el Este.

En ese momento, Amelia me señaló una luz verde que se había encendido, una que no se había encendido hasta entonces. Estaba junto al único control que todavía no había tocado: la palanca que, según sabía, disparaba el chorro de fuego verde por la proa.

Instintivamente comprendí que nuestro viaje tocaba a su fin, e irreflexivamente presioné la palanca.

La reacción del proyectil a esta acción mía fue tan violenta y súbita que ambos fuimos lanzados lejos de los controles. Amelia cayó desmañadamente, y yo, sin poder evitarlo, caí sobre ella. Al mismo tiempo, nuestras pocas posesiones y los alimentos que habíamos dejado por el compartimiento volaron en todas direcciones.

Relativamente, yo no me había lastimado en el accidente, pero Amelia se había golpeado la cabeza contra una pieza de metal que sobresalía y le corría la sangre por el rostro. Estaba casi inconsciente y sufría un intenso dolor, y yo me incliné angustiado sobre ella.

Se sostenía la cabeza con las manos, pero extendió un brazo y me apartó, casi sin fuerzas.

—Estoy... estoy bien, Edward —dijo—. Por favor... me siento un poco mareada. Déjame. No es nada grave...

—Querida, déjame ver qué tienes —exclamé.

Había cerrado los ojos y empalidecido terriblemente, pero siguió repitiendo que no tenía nada grave.

—Tienes que ocuparte de conducir la nave —dijo.

Titubeé durante algunos segundos, pero ella me apartó suavemente, de modo que volví a los controles. Estaba seguro de que yo no había perdido el sentido ni por un momento, pero ahora me parecía que nuestro destino estaba mucho más cerca. No obstante, el centro de la retícula principal se había desplazado, de modo que ahora se encontraba sobre algún lugar del Mar del Norte, lo cual indicaba que el fuego verde había modificado drásticamente nuestro rumbo. Sin embargo, continuábamos derivando hacia el Este.

Volví donde estaba Amelia y la ayudé a ponerse de pie. Había recuperado algo de su compostura, pero continuaba sangrando.

—Mi bolso —dijo—. Hay una toalla en él.

Miré a mi alrededor, pero no pude ver el bolso en ninguna parte. Evidentemente, había sido lanzado fuera de su lugar por la primera sacudida y ahora estaba en alguna parte del compartimiento. Vi que la luz verde seguía encendida y el hecho cierto de que la retícula continuaba desplazándose sin pausa hacia el Este me hizo pensar que debería ocupar mi puesto en los controles.

—Yo lo buscaré —dijo Amelia. Sostenía la manga de su uniforme negro sobre la herida, tratando de detener la sangre. Sus movimientos eran torpes y hablaba con dificultad.

La miré con preocupación y desesperación durante un momento, y luego comprendí lo que deberíamos hacer.

—No —dije con firmeza—. Yo lo buscaré. Tú tienes que meterte dentro del tubo de presión, de lo contrario morirás. ¡Aterrizaremos en cualquier momento!

La tomé por un brazo y la conduje con delicadeza al tubo flexible, que había pendido sin usar durante gran parte del vuelo. Me saqué la chaqueta de mi uniforme y se la di a modo de vendaje provisorio. Se la aplicó contra la cara y, al entrar en el tubo, la tela de éste se ciñó sobre su cuerpo. Yo entré en mi tubo y puse la mano sobre los controles. Al hacerlo, sentí que la tela se ajustaba sobre mi cuerpo. Miré a Amelia para asegurarme de que estaba bien sujeta y luego presioné la palanca verde.

Al observar el panel a través de los pliegues de la tela, vi que la imagen quedaba completamente oscurecida por una llamarada verde. Dejé que el chorro de fuego continuara unos segundos y luego solté la palanca.

La imagen del panel se aclaró y vi que la retícula se había desplazado hacia el Oeste una vez más. Ahora se encontraba directamente sobre Inglaterra, y seguíamos nuestro rumbo exacto.

Sin embargo, continuábamos derivando hacia el Este, y mientras observaba la pantalla, las dos retículas volvieron a desalinearse. El contorno de las Islas Británicas estaba casi oscurecido por el terminador nocturno, y yo sabía que en Inglaterra habría personas que estarían observando el crepúsculo, sin imaginarse lo que descendería sobre ellas durante la noche.

Mientras nos encontrábamos todavía seguros dentro de los tubos de presión, decidí encender los motores otra vez, y compensar de ese modo nuestra continua desviación. Esta vez dejé que la llama verde se mantuviera encendida durante quince segundos, y cuando volví a mirar el panel vi que había conseguido desplazar el centro de la retícula brillante a un punto situado en el Atlántico, a varios cientos de kilómetros al Oeste de Land’s End.

Quedaba ya poco tiempo para este tipo de confirmación visual: dentro de pocos minutos Gran Bretaña habría desaparecido del terminador nocturno.

Me liberé del tubo y fui a ver a Amelia.

—¿Cómo te sientes? —dije.

Trató de dar un paso para salir del tubo que la aprisionaba, pero la contuve.

—Yo buscaré tu bolso. ¿Te sientes mejor?

Ella asintió, y vi que el flujo de sangre virtualmente había cesado. Su aspecto era horroroso, porque su cabello estaba apelmazado sobre la herida y había sangre por toda su cara y en su pecho.

Busqué apresuradamente su bolso por todo el compartimiento. Por fin lo encontré —había quedado enganchado directamente encima de los controles— y se lo llevé. Amelia sacó las manos fuera del tubo y buscó dentro del bolso hasta que encontró varios trozos de tela blanca, doblados con cuidado.

Mientras se aplicaba uno de esos trozos de material absorbente a la herida y enjugaba la mayor parte de la sangre, me pregunté por qué nunca había mencionado antes la existencia de esas toallas.

—Ahora estaré bien, Edward —dijo con voz apagada dentro del tubo—. Es sólo una cortadura. Tienes que dedicar toda tu atención a lograr el aterrizaje de esta odiosa máquina.

La miré unos momentos y vi que lloraba. Comprendí que nuestro viaje terminaría de un momento a otro y que ella, tanto como yo, no podía pensar en otro momento más feliz que aquél en que saliéramos de este compartimiento.

Volví a mi tubo de presión y puse la mano sobre la palanca.

IX

Ahora que las Islas Británicas habían quedado invisibles en la parte del mundo en que era de noche, no tenía otra guía que las dos retículas. Mientras las mantuviera alineadas, sabía que mantenía el rumbo. Esto no era tan sencillo como puede parecer, ya que la velocidad con que nos desviábamos aumentaba minuto a minuto. El proceso se complicaba por el hecho de que cada vez que encendía el motor, el panel se inundaba de luz verde que me enceguecía por completo. Sólo cuando apagaba el motor podía ver los resultados de la última corrección que había efectuado.

Utilicé una rutina basada en el método experimental: primero analizaba el panel para determinar cuánto nos habíamos desviado, luego encendía el motor de frenado unos momentos. Cuando apagaba el motor, observaba nuevamente el panel y hacía una nueva estimación de la desviación. A veces, mi estimación era exacta, pero por lo general al compensar me quedaba corto o me excedía.

Cada vez que encendía el motor lo hacía por un período más prolongado, de modo que apliqué un sistema según el cual contaba lentamente para mis adentros. Pronto cada chorro de fuego —que descubrí que podía ser de mayor o menor intensidad según la presión que aplicara sobre la palanca— llegó a durar hasta que yo contara hasta cien o más. La tortura mental era enorme, ya que la concentración que exigía era total; además, cada vez que se encendía el motor la presión física que debíamos soportar era casi intolerable. A nuestro alrededor, la temperatura dentro del compartimiento aumentaba. El aire inyectado en los tubos seguía siendo fresco, pero yo podía sentir que la tela misma se ponía muy caliente.

En los breves intervalos entre uno y otro encendido del motor, cuando la presión con que nos ceñía la tela cedía un poco, Amelia y yo nos ingeniábamos para intercambiar algunas palabras. Me dijo que ya no sangraba, pero que tenía un terrible dolor de cabeza y que se sentía débil y mareada.

Entonces, por fin, la desviación de las dos retículas se volvió tan rápida que no me atrevía a distraer mi atención para nada. En el momento en que apagué los motores, las retículas se separaron bruscamente y presioné la palanca hacia abajo y la mantuve en esa posición.

Ahora, funcionando a su mayor régimen, el motor de frenado producía un ruido de tal intensidad que pensé que el proyectil en sí seguramente iba a hacerse pedazos. La nave entera trepidaba y se estremecía, y donde mis pies tocaban el piso de metal podía sentir un calor intolerable. Los tubos de presión nos ajustaban tanto que apenas podíamos respirar. Yo no podía mover ni el más pequeño músculo y no tenía idea de cómo estaba Amelia. Podía sentir la tremenda potencia del motor como si fuera un objeto sólido contra el cual estuviéramos embistiendo, porque, a pesar de los tubos protectores, me sentía empujado hacia adelante, en contra del sentido de frenado. De esta manera, en ese pandemónium de ruido, calor y presión, el proyectil atravesó el cielo nocturno de Inglaterra como un cometa verde.

El final del viaje, cuando llegó, fue abrupto y violento. Hubo una estremecedora explosión fuera de la nave, acompañada de un impacto y una conmoción que nos aturdió. Luego, en el repentino silencio que siguió de inmediato, liberados de los tubos de presión que se aflojaron, caímos hacia adelante en medio del calor abrasador del compartimiento.

Habíamos llegado a la Tierra, pero estábamos en un estado verdaderamente lamentable.

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