Capítulo 15 PLANES PARA UNA REVOLUCIÓN

I

A la mañana siguiente, desde el momento en que Amelia y yo despertamos, nos trataron con humildad y deferencia. De todos modos, las leyendas que ahora regían nuestra vida, parecían recalcar el hecho de que debíamos trabajar en el matorral con los otros, y por ello pasábamos gran parte del día con barro frío hasta las rodillas. Edwina trabajaba con nosotros, y aunque había algo manso en su mirada que me hacía sentir incómodo, la niña nos era sin duda muy útil.

En realidad ni Amelia ni yo cortábamos mucha maleza. Tan pronto nos establecíamos en el matorral comenzábamos a recibir visitantes: algunos esclavos, otros supervisores, todos ellos evidentemente ansiosos de conocer a quienes se encargarían de dirigir la revolución. Al oír lo que se decía —traducido con entusiasmo, si bien en forma no del todo inteligible, por Edwina— comprendí que las palabras de Amelia sobre la revolución no habían sido en vano. Varios de los supervisores venían de la ciudad misma, y nos enteramos de que allí se hacían elaborados planes para deponer a los monstruos.

Fue un día fascinante, si tomamos en cuenta el hecho de que quizá por fin hubiéramos proporcionado el estímulo a esta gente para que se vengaran de sus repugnantes amos. A decir verdad, Amelia recordó muchas veces a nuestros visitantes mi heroica acción del día anterior. Esta oración se repitió con frecuencia: los monstruos son mortales.

De todos modos, mortales o no, los monstruos todavía existían, y representaban una constante amenaza. A menudo durante el día patrullaban el matorral con una de las inmensas máquinas de guerra con trípode, y en esas ocasiones suspendíamos todas las actividades revolucionarias mientras nos dedicábamos al trabajo.

Durante un momento en que estuvimos solos, pregunté a Amelia por qué había que continuar cosechando la maleza si la revolución estaba tan avanzada. Me explicó que la gran mayoría de los esclavos estaban asignados a esta labor, y si la misma cesaba antes de que la revolución estuviera en marcha, los monstruos comprenderían de inmediato que algo se estaba preparando. En todo caso los principales beneficiados eran los propios humanos, pues la maleza era su alimento básico.

—¿Y las entregas de sangre? —le pregunté—. ¿No se podía entonces detener eso?

Me respondió que rehusarse a seguir dando sangre era el único medio seguro que tenían los humanos de vencer a los monstruos, y con frecuencia habían intentado desobedecer el más temido requerimiento de este mundo. En tales ocasiones las represalias de los monstruos habían sido rápidas y extensas. La última vez, hacía unos sesenta días, habían asesinado a más de mil esclavos. El terror hacia los monstruos era permanente, y aun mientras se preparaba el levantamiento, los sacrificios diarios debían cumplirse.

En la ciudad, no obstante, el orden establecido estaba a punto de caer. Marcianos esclavos y de ciudad se unían por fin, y por toda la ciudad se organizaban grupos de voluntarios; hombres y mujeres que, cuando recibieran la orden, atacarían blancos específicos. Eran las máquinas de guerra las que representaban la mayor amenaza: a menos que hubiera varios cañones de calor en manos de los revolucionarios, no podríamos defendernos de ellas.

—¿No deberíamos estar en la ciudad? —pregunté—. Si estás controlando la revolución deberías hacerlo desde allí, ¿no es cierto?

—Por supuesto. Tengo la intención de ir a la ciudad mañana otra vez. Verás por ti mismo lo muy avanzados que estamos.

Luego llegaron más visitantes: esta vez, una delegación de supervisores que trabajaban en una de las zonas industriales. Nos dijeron, por medio de Edwina, que ya ocurrían pequeños actos de sabotaje, y que por el momento la producción se había reducido a la mitad.

Así transcurrió el día, para cuando volvimos al edificio yo estaba alegre y exhausto. No había imaginado hasta entonces el uso provechoso que Amelia había hecho del tiempo que llevaba con los esclavos. Energía y decisión flotaban en el aire... y también una gran urgencia. Varias veces oí que Amelia exhortaba a los marcianos para que apresuraran los preparativos, de modo que la revolución en sí comenzara un poco antes.

Después del baño y la cena, Amelia y yo volvimos a lo que ahora era nuestro alojamiento compartido. Una vez allí y a solas con ella, le pregunté por qué había tanta urgencia. Después de todo, razonaba yo, ¿acaso no tendría la revolución mayores posibilidades de éxito si se la planeaba con más cuidado?

—Es una cuestión de tiempo, Edward —dijo Amelia—. Tenemos que atacar cuando los monstruos están débiles y desprevenidos. Este es el momento.

—¡Pero si están en el apogeo de su poder! —exclamé sorprendido—. No puedes dejar de verlo.

—Querido —dijo Amelia—, si no atacamos a los monstruos en pocos días, entonces la causa de la humanidad en este mundo se habrá perdido para siempre.

—No comprendo por qué. Los monstruos han ejercido su dominio hasta hoy. ¿Por qué van a estar menos preparados para un levantamiento ahora?

Esta fue la respuesta que Amelia me dio, deducida de las leyendas que tenían los marcianos con quienes había vivido durante tanto tiempo:

II

El origen de Marte es muy anterior al de la Tierra, y los antiguos marcianos habían alcanzado una civilización científica estable hacía muchos miles de años. Como la Tierra, Marte había tenido sus imperios y sus guerras, y al igual que los terrícolas, los marcianos tenían ambiciones y pensaban en el futuro. Por desgracia, Marte difiere de la Tierra en un aspecto crucial: el hecho de que su tamaño es mucho menor. Como consecuencia de ello, las dos sustancias esenciales para la existencia de vida humana inteligente —aire y agua— comenzaban a disminuir en forma gradual, perdiéndose en el espacio de tal manera que los antiguos marcianos sabían que su especie no sobreviviría más allá de otro milenio.

No disponían de un método concebible para luchar contra la insidiosa agonía de su planeta. Al no poder resolver el problema directamente, los marcianos probaron una solución indirecta. Su plan era crear una nueva raza —utilizando células humanas tomadas de los cerebros de los científicos mismos— la cual no tendría más función que la de contener una vasta inteligencia. Con el tiempo, y según Amelia debió tomar muchos cientos de años, surgieron los primeros monstruos.

Los monstruos que resultaron de los primeros experimentos exitosos dependían por completo de los seres humanos, pues no podían moverse, sobrevivían con transfusiones de sangre proveniente de animales domésticos, y eran propensos a contraer hasta la más ligera infección. Sin embargo contaban con los medios para reproducirse, y a medida que las generaciones de monstruos se sucedían, estos seres fueron desarrollando más resistencia y habilidad para moverse, aunque con gran dificultad. Una vez que lograron cierta independencia, se les asignó la tarea de afrontar el problema que amenazaba toda la vida en Marte.

Lo que aquellos antiguos científicos no podrían haber previsto era el hecho de que los monstruos, así como poseían un inmenso intelecto, poseían también una crueldad absoluta, y una vez dedicados a esta tarea no admitirían obstáculos para su ciencia. ¡Los propios intereses de la humanidad, para los cuales estaban trabajando en último caso, quedaron subordinados a la búsqueda de una solución! De este modo los hombres de Marte se convirtieron eventualmente en esclavos de los monstruos.

Con el correr de los siglos las demandas de sangre fueron aumentando, hasta que la sangre inferior de los animales no fue suficiente; así comenzó el procedimiento de sangría que habíamos presenciado.

En las etapas iniciales de su trabajo, los monstruos, a pesar de su crueldad, no habían sido del todo malignos, y en verdad habían hecho mucho en beneficio de este mundo. Ellos habían concebido y supervisado la construcción de los canales que irrigaban las secas regiones ecuatoriales, y para impedir tanto como fuera posible que el agua se evaporara en el espacio, habían desarrollado plantas con mucho contenido de agua que se podían cultivar como siembra principal a lo largo de los canales.

Además habían diseñado una fuente de calor altamente eficiente, que se usaba para proporcionar energía para las ciudades (y que, más tarde, habían adaptado para construir el cañón de calor), como también las cúpulas de fuerza eléctrica que contenían la atmósfera de las ciudades.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, algunos de los monstruos habían perdido la esperanza de hallar una solución al problema central. Otros congéneres suyos no estuvieron de acuerdo en considerar el problema insuperable, y sostuvieron que, por más que hubiera cambiado el papel de los humanos, los monstruos debían continuar con su primitiva tarea.

Después de reñir durante siglos, los monstruos habían comenzado a luchar entre ellos, y las escaramuzas continuaban hasta hoy. Las guerras estaban empeorando, pues ahora los humanos en sí eran el motivo: como su número se reducía con ritmo uniforme, los monstruos empezaban a preocuparse por la escasez de su propio alimento.

La situación había derivado en la separación de dos grupos: los monstruos que controlaban esta ciudad —que era la más grande de Marte— y que estaban convencidos de que no había ninguna solución posible para evitar la eventual muerte del planeta, y los monstruos de las otras tres ciudades —entre las cuales se encontraba la Ciudad Desolación— que estaban dispuestos a continuar la búsqueda. Para los humanos ninguno de los dos bandos ofrecía ventajas, puesto que la esclavitud continuaría cualquiera que fuese el desenlace.

Pero en ese momento los monstruos de esta ciudad eran vulnerables. Preparaban una migración hacia otro planeta, y estaban tan concentrados en ella que el presente régimen de esclavitud era el más débil que los marcianos humanos podían recordar. La migración comenzaría en pocos días, y como muchos de los monstruos quedarían en Marte, la revolución debía tener lugar en ese momento si queríamos que tuviera alguna posibilidad de éxito.

III

Cuando Amelia terminó su relato descubrí que me habían empezado a temblar las manos, y que aún en medio del frío habitual del edificio las tenía húmedas de transpiración al igual que la cara. Durante varios minutos no pude articular palabra, mientras trataba de encontrar una forma de expresar el torbellino de emociones que sentía.

Finalmente mis palabras fueron simples y directas.

—Amelia —dije—, ¿tienes idea de cuál es el planeta que estos seres piensan colonizar?

Con un gesto impaciente respondió:

—¿Qué importa? Mientras están ocupados con esto son vulnerables a un ataque. Si perdemos esta oportunidad, es posible que nunca tengamos otra.

De pronto vi un aspecto de Amelia que no había notado antes. A su manera, se había vuelto un poco desalmada. Entonces reflexioné de nuevo y comprendí que parecía desalmada sólo porque nuestra propia aceptación del destino que nos tocaba había destruido su sentido de la perspectiva.

Fue con amor, entonces, que le pregunté:

—Amelia... ¿eres ahora totalmente marciana? ¿O temes lo que podría suceder si estos monstruos invadieran la Tierra?

La perspectiva le produjo el mismo horror que yo también había experimentado. Su rostro tomó el color de las cenizas y se le llenaron los ojos de lágrimas. Boquiabierta, se llevó las manos a los labios. Bruscamente pasó junto a mí, cruzó la separación y corrió a través del salón. Cuando llegó a la pared opuesta, se cubrió la cara con las manos y sus hombros se estremecieron con el llanto.

IV

Pasamos una noche intranquila, y a la mañana siguiente partimos, tal como habíamos planeado, hacia la ciudad.

Tres marcianos venían con nosotros: una era Edwina, pues aún necesitábamos un intérprete, y los otros dos eran marcianos de la ciudad. Cada uno llevaba un látigo eléctrico. No habíamos mencionado nada de nuestra conversación a ninguno de los marcianos, y nuestro plan era, en apariencia, visitar varias células revolucionarias en la ciudad.

En realidad, yo estaba muy concentrado en mis propios pensamientos, y sabía que Amelia sufría una tortura de lealtades en conflicto. Nuestro silencio, mientras el tren continuaba su marcha uniforme hacia la ciudad, debió intrigar a los marcianos, pues siempre teníamos mucho de qué hablar. A veces Edwina nos señalaba algunas marcas en el camino, pero yo no tenía mucho interés.

Antes de que dejáramos el campamento de esclavos había logrado intercambiar algunas palabras más con Amelia en privado.

—Debemos volver a la Tierra —dije—. Si estos monstruos aterrizan allí, es imposible imaginar el daño que podrían causar.

—¿Pero qué podríamos hacer para detener eso?

—¿De todos modos estás de acuerdo en que debemos buscar la forma de regresar a la Tierra?

—Sí, por supuesto. ¿Pero cómo?

—Si viajan en proyectiles —dije—, entonces tenemos que ocultarnos en uno. El viaje no durará más de uno o dos días, y podremos sobrevivir durante ese tiempo. Una vez que lleguemos a la Tierra podremos alertar a las autoridades.

Como plan provisorio era bastante bueno, y, en esencia, Amelia estaba de acuerdo con él. Sus principales dudas, no obstante, se referían a otro punto.

—Edward, no puedo abandonar sin más a esta gente ahora. Los he inducido a rebelarse, y ahora voy a dejarlos en el momento crucial.

—Podría dejarte aquí —dije con deliberada frialdad.

—No, no. —Amelia acababa de tomar mi mano—. Mi lealtad es para la Tierra. Es sólo que tengo una responsabilidad aquí por lo que he comenzado.

—¿No es eso el centro de tu dilema? —dije—. Tú comenzaste la revolución. Fuiste el catalizador que esta gente necesitaba. Pero es su guerra por la libertad, no la tuya. En cualquier caso, no puedes dirigir toda una revolución sola, con una raza extraña que apenas comprendes, por medio de un idioma que no hablas. Si se están haciendo preparaciones, y la mayoría de ellas tú no las has visto aún, entonces ya te has convertido en poco más que un caudillo nominal.

—Supongo que sí.

No obstante, continuaba ensimismada en sus pensamientos cuando nos sentamos en el tren, y yo sabía que ella debía tomar esa decisión sola.

Los dos supervisores marcianos señalaban con orgullo un complejo industrial junto al cual estaba pasando el tren; parecía haber poca actividad allí, pues no salía humo de ninguna de las chimeneas. Había varias máquinas de guerra por ahí y vimos muchos vehículos con patas. Edwina explicó que era aquí donde se había realizado el sabotaje. Nadie había tomado represalias porque se había logrado que los diversos actos parecieran accidentes.

Por mi parte, me había subyugado una idea fascinante, y en ese momento estaba examinando todos sus aspectos.

La revolución que tanto significaba para Amelia era menos importante para mí, pues la habían concebido y planeado en mi ausencia. Creo que si no hubiera sabido que los monstruos planeaban emigrar de Marte, yo también me habría entregado a la causa y habría luchado y arriesgado mi vida por ella. Pero a pesar de los meses que había pasado en Marte, no había perdido nunca un dolor interno: una sensación de aislamiento, de nostalgia. Quería con desesperación volver a mi propio mundo, o a esa parte de él que llamaba hogar.

Extrañaba Londres —a pesar de sus multitudes y ruidos y olores fétidos— y anhelaba un paisaje verde. No hay nada tan hermoso como la campiña inglesa en primavera, y si en el pasado no le había prestado mucha atención, no volvería a ocurrir en el futuro. Este era un mundo de colores extraños: ciudades grises, suelo leonado, vegetación escarlata. Si hubiera habido apenas un roble, o una colina redondeada, o terreno con flores silvestres, yo podría haber aprendido a vivir en Marte, pero no había ninguna de estas cosas.

El hecho de que los monstruos tuvieran los medios de viajar a la Tierra tenía, por lo tanto, una enorme importancia para mí, pues nos proporcionaba una forma de regresar a nuestro hogar.

Yo le había propuesto a Amelia que nos ocultáramos en uno de los mortíferos proyectiles, pero era una idea peligrosa.

Aparte del hecho de que nos podrían descubrir durante el viaje, o de cualquier otro peligro que pudiera aparecer, ¡estaríamos llegando a la Tierra en compañía del enemigo más hostil y despiadado que la humanidad habría tenido que enfrentar jamás!

No conocíamos los planes de los monstruos, pero no teníamos motivos para suponer que su misión sería pacífica. Ni Amelia ni yo teníamos derecho a participar de una invasión a la Tierra, no importa lo pasivo de nuestra posición. Además teníamos el deber insoslayable de advertir al mundo sobre los planes marcianos.

Había una solución para el problema, y desde el momento que se me ocurrió, sólo por la audacia que implicaba me resultó irresistible.

Yo había estado a bordo de uno de los proyectiles; lo había visto en vuelo; había examinado sus controles.

¡Amelia y yo robaríamos uno de los proyectiles y volaríamos en él a la Tierra!

V

Llegamos a la ciudad sin inconvenientes, y nuestros cómplices marcianos nos llevaron por las calles.

No se veía tan poca población aquí como en la Ciudad Desolación. Había menos edificios vacíos, y el evidente poderío militar de los monstruos había impedido que los invadieran. Otra diferencia era que había fábricas dentro de la misma ciudad —como también en zonas aisladas afuera—, pues había un manto de humo industrial que servía para avivar mi nostalgia de Londres.

No tuvimos mucho tiempo para ver bien la ciudad, ya que de inmediato nos llevaron a uno de los salones dormitorio. Allí, en una pequeña habitación en el fondo, entramos en contacto con una de las principales células de la revolución.

Cuando entramos, los marcianos demostraron su entusiasmo dando saltos como antes. No pude evitar solidarizarme con esta pobre gente esclavizada, y compartir su entusiasmo al hacerse más factible la caída de los monstruos.

Recibimos el mismo tratamiento que la realeza en Inglaterra, y me di cuenta de que Amelia y yo nos comportábamos como reyes. Esperaban ansiosos nuestra respuesta, y mudos, como estábamos obligados a permanecer, sonreíamos y asentíamos mientras, uno después de otro, los marcianos nos explicaban a través de Edwina cuál era la tarea que se les había asignado.

De aquí nos llevaron a otro lugar, y se repitió lo mismo. Era casi exactamente como yo le había descrito a Amelia: ella había sido el catalizador que impulsó a los marcianos a la acción, y había puesto en movimiento una cadena de acontecimientos que ya no podía controlar más.

Empezaba a cansarme y a perder la paciencia, y mientras nos dirigíamos a inspeccionar una tercera célula, dije a Amelia:

—No estamos aprovechando nuestro tiempo.

—Tenemos que hacer lo que ellos quieren. Les debemos por lo menos eso.

—Me gustaría ver algo más de la ciudad. Ni siquiera sabemos dónde se encuentra el cañón de nieve.

A pesar de que había seis marcianos con nosotros, cada uno de los cuales trataba de hablar con ella por medio de Edwina, Amelia expresó lo que sentía encogiendo los hombros con gesto cansado.

—No puedo dejarlos ahora —dijo—. Tal vez puedas hacerlo solo.

—¿Y quién sería mi intérprete?

Edwina tiraba de la mano de Amelia, y trataba de mostrarle el edificio hacia el cual caminábamos en ese momento, y donde cabía suponer que se ocultaba la siguiente célula revolucionaria. Amelia sonreía y asentía cumpliendo con su deber.

—Será mejor que no nos separemos —dijo—. Pero si le preguntas a Edwina, quizás ella podría averiguar lo que tú quieres saber.

Poco después entramos en el edificio, y en el oscurecido sótano nos recibieron unos cuarenta entusiastas marcianos.

Momentos más tarde logré apartar a Edwina de Amelia lo suficiente como para explicarle lo que quería. No pareció interesarle y pasó el mensaje a uno de los marcianos de ciudad que nos acompañaban, el cual abandonó el sótano pocos minutos después, mientras nosotros continuábamos inspeccionando nuestras tropas revolucionarias.

VI

Justo cuando nos preparábamos para salir hacia nuestra siguiente escala, mi emisario regresó, trayendo dos jóvenes marcianos vestidos con el uniforme negro de los hombres que dirigían los proyectiles.

Al verlos me sorprendí un poco. De todos los humanos que había conocido en este planeta, los hombres preparados para dirigir los proyectiles eran los que estaban más cerca de los monstruos, y por lo tanto, era en ellos en quienes yo menos había esperado que confiaran, ahora que el viejo orden estaba por ser derrocado. Pero aquí estaban estos dos hombres, admitidos en uno de los centros neurálgicos de la revolución.

De pronto mi idea se volvió más fácil de realizar. Había planeado entrar en el cañón de nieve, mientras Amelia y yo estábamos disfrazados, y tratar de hacer funcionar los controles yo mismo. Sin embargo, si podía comunicarles a estos dos lo que quería, ellos podrían mostrarme cómo pilotear la nave, o bien venir con nosotros hasta la Tierra.

Me dirigí a Edwina:

—Quiero pedir a estos dos hombres que me lleven a su máquina de guerra voladora, y me muestren cómo funciona.

La niña me repitió la oración, y, cuando estuve seguro de que me había entendido bien, la transmitió. Uno de los marcianos respondió.

—Quiere saber adonde piensas llevar la nave —dijo Edwina.

—Diles que quiero robarla a los monstruos, y llevarla al mundo cálido.

Edwina replicó de inmediato:

—¿Irás solo, hombrecillo pálido, o irá Amelia contigo?

—Iremos juntos.

La reacción de Edwina ante mis palabras no fue lo que yo hubiera deseado. Se volvió hacia los revolucionarios, y se lanzó a pronunciar un largo discurso, con muchos sonidos sibilantes y movimientos de los brazos. Antes de que terminara, alrededor de una docena de marcianos corrieron hacia mí, me tomaron por los brazos y me sujetaron con el rostro apretado contra la pared.

Desde el otro lado de la habitación, Amelia exclamó:

—¿Qué dijiste Edward?

VII

Le tomó a Amelia diez minutos lograr que me liberaran. Mientras tanto mi situación era muy incómoda, pues tenía los dos brazos dolorosamente torcidos sobre la espalda. A pesar de su frágil apariencia los marcianos eran muy fuertes.

Cuando me dejaron en libertad, Amelia y yo fuimos a una pequeña habitación en la parte de atrás, acompañados por dos de los marcianos. En esto sin querer nos favorecieron, pues sin Edwina no podían entendernos, y lo que yo quería era hablar con Amelia.

—Ahora explícame, por favor, a qué se debió todo eso.

—He pensado en un nuevo plan para regresar a la Tierra. Trataba de ponerlo en práctica, y los marcianos entendieron mal mis motivos.

—¿Entonces qué dijiste?

Le describí a grandes rasgos la esencia de mi plan de robar un proyectil antes de la invasión de los monstruos.

—¿Podrías dirigir una de esas máquinas? —preguntó cuando terminé.

—No creo que haya ninguna dificultad. He examinado los controles. Sería cuestión de minutos familiarizarme con ellos.

Amelia parecía tener sus dudas, pero dijo:

—De todos modos has visto cómo reacciona la gente. No me dejarán ir contigo. ¿Tu plan toma eso en cuenta?

—Ya has dicho que no te quedarás aquí.

—Por mi propia voluntad no lo haría.

—Entonces debemos convencerlos de alguna manera —dije.

Los dos marcianos que nos vigilaban se movían inquietos. Mientras hablaba había apoyado la mano sobre el brazo de Amelia, y en ese momento se habían adelantado como para protegerla.

—Es mejor que volvamos con los otros —sugirió Amelia—. No confían en ti en estas circunstancias.

—No hemos resuelto nada —dije.

—En este momento no. Pero si yo intervengo creo que puedo convencerlos.

Por fin estaba aprendiendo a interpretar las expresiones de los marcianos, y cuando volvimos al sótano, percibí que el sentimiento hacia mí era todavía más hostil. Varias personas se acercaron a Amelia con sus manos en alto, y se me arrojó a un lado. Los dos hombres que nos habían vigilado se quedaron conmigo, y me obligaron a permanecer aparte mientras aclamaban a Amelia con fervor. Edwina estaba con ella, e intercambiaron palabras con precipitación durante varios minutos. Con el alboroto, yo no podía oír lo que se decía.

Observé a Amelia.

En medio de la confusión permanecía tranquila y dueña de sus emociones, escuchando las traducciones de Edwina, luego esperando mientras otras voces le dirigían arengas con aquellos extraños sonidos sibilantes. A pesar de la tensión, era un momento maravilloso, porque debido a esta obligada objetividad podía verla desde un punto de vista más íntimo y a la vez más alejado de lo que yo quería. Nuestras aventuras nos habían reunido, y sin embargo, ahora las consecuencias nos separaban. Nunca sentí que nos afectara más que en ese momento el hecho de que los marcianos fueran una raza extraña.

Yo sabía que si le impedían a Amelia venir conmigo en el proyectil, entonces me quedaría con ella en Marte.

Por fin se restableció el orden, y Amelia fue hasta el extremo de la habitación. Con Edwina a su lado, se volvió para quedar frente a la multitud. Todavía me mantenían a un lado, cercado por mis dos guardias.

Amelia levantó la mano derecha, con los dedos extendidos, y todo quedó en silencio.

—Pueblo mió, lo que ha sucedido me obliga a revelarles mi origen. —Hablaba despacio y en voz baja, para que Edwina tradujera—. No lo hice antes porque sus leyendas dicen que la libertad la obtendría alguien que había nacido esclavo. He sufrido y trabajado junto a ustedes, y aunque me han aceptado como su líder, no nací en la esclavitud.

Esto provocó una reacción instantánea, pero Amelia siguió adelante:

—Ahora he sabido que la raza de seres que los ha esclavizado, y que dentro de poco derrocarán con su valor, está planeando extender su dominación a otro planeta... aquél que ustedes llaman el mundo cálido. Lo que no les dije antes es que yo misma vengo del mundo cálido, y que he viajado a través del espacio en una nave similar a la que usan sus amos.

Aquí la interrumpió un gran barullo de los marcianos.

—Nuestra revolución aquí no puede fracasar, porque nuestra determinación es tan grande como nuestro valor. Pero si permitimos que algunos de estos seres escapen a otro mundo, ¿quién podría asegurar que no regresarían en otro momento? Para ese entonces, el espíritu de la revolución se habría aplacado, y los monstruos volverían a esclavizarlos con facilidad una vez más. ¡Para que la revolución tenga éxito debemos asegurarnos de que todos los monstruos mueran! Por lo tanto es esencial que yo regrese a mi propio mundo para advertir a mi gente de lo que se planea aquí. Aquél a quien llaman el hombrecillo pálido y yo debemos llevar esta advertencia y unir a los hombres del mundo cálido como los hemos unido a ustedes para luchar contra esta amenaza. Luego, cuando podamos, ¡volveré para compartir con ustedes la gloria de la libertad!

Yo sabía que Amelia había disipado las peores dudas de los marcianos, pues varios de ellos estaban saltando con entusiasmo.

No obstante, Amelia tenía más que decir:

—Por último, no deben volver a desconfiar de aquél a quien llaman el hombrecillo pálido. Su acción heroica tiene que ser ejemplo para ustedes. Él, y sólo él, ha demostrado que los monstruos son mortales. ¡Que su acto de valor sea el primer paso hacia la libertad!

Todos los marcianos estaban saltando y gritando, y yo dudaba que en medio del barullo alguno pudiera oírla. Pero Amelia me miró y habló con voz suave, y sus palabras llegaron hasta mí con tanta claridad como si la habitación hubiera estado en silencio.

—Deben confiar en él y quererlo, tal como yo confío en él y lo quiero —dijo.

Entonces corrí a través de la habitación hacia ella y la tomé en mis brazos, olvidando la expresiva aprobación de los marcianos.

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