Capítulo 23 UNA NÉMESIS INVISIBLE

I

Después de que habíamos hecho aterrizar la Máquina del Espacio y de que yo cargara en ella las granadas de mano, Mr. Wells se mostró preocupado por el poco tiempo que nos quedaba.

—El sol se pondrá dentro de dos horas —dijo—. No me gustaría manejar la máquina en la oscuridad.

—Pero, señor, no nos puede pasar nada malo mientras estemos en estado de atenuación.

—Lo sé, pero en algún momento tendremos que regresar a la casa y dejar la dimensión atenuada. Cuando lo hagamos, deberemos tener la absoluta seguridad de que no haya marcianos en las cercanías. ¡Qué terrible sería si volviéramos a la casa de noche y descubriéramos que los marcianos nos estaban esperando!

—Hace más de dos semanas que estamos aquí —dije— y creo que los marcianos ni siquiera han mirado en esta dirección.

Mr. Wells tuvo que convenir en esto, pero dijo:

—No tenemos que olvidarnos de la importancia de nuestra tarea, Turnbull. Como hemos estado encerrados tanto tiempo en Richmond, no tenemos conocimiento de la magnitud del éxito de los marcianos. Evidentemente, han sometido toda la extensión de tierra que podemos ver desde aquí; con toda probabilidad, son ahora los amos de todo el país. Por lo que sabemos, su dominio podría haberse extendido a todo el mundo. Si estamos, como sospecho, al mando de la única arma que no pueden resistir, no podemos darnos el lujo de perder esa ventaja corriendo riesgos innecesarios. Tenemos una tremenda responsabilidad sobre nuestros hombros.

—Mr. Wells tiene razón, Edward —dijo Amelia—. Nuestra venganza contra los marcianos es tardía, pero es todo lo que tenemos.

—Muy bien —dije—, pero, por lo menos, tratemos de hacer una salida hoy. No sabemos, todavía, si nuestro plan va a funcionar.

De modo que, finalmente, subimos a la Máquina del Espacio y permanecimos sentados, con un, sentimiento de excitación reprimida, mientras Mr. Wells nos llevó, alejándonos de la casa, sobre la repugnante maraña roja de malezas y hacia el corazón del valle del Támesis.

Tan pronto como estuvimos en viaje, pude apreciar en parte la sabiduría de las palabras de mis compañeros. No íbamos a tener nada que nos guiara en nuestra búsqueda de los objetivos marcianos, porque no teníamos idea del lugar donde podrían encontrarse ahora esas bestias perversas. Podríamos buscar todo el día, y en la escala ilimitada en que se había cumplido la intrusión de los marcianos quizá nunca los hallaríamos.

Volamos durante alrededor de media hora, dando vueltas sobre el río, mirando aquí y allá para ver si veíamos señal de los invasores, pero sin éxito.

Finalmente, Amelia propuso un plan lógico y sencillo. Sabíamos, dijo, dónde habían caído los proyectiles y, además, sabíamos que los marcianos habían usados los fosos como cuartel general. Evidentemente, si buscábamos a los monstruos, los lugares más sensatos donde había que buscar primero eran los fosos.

Mr. Wells convino en ello, y nos dirigimos directamente al foso más cercano. Era el de Bushy Park, donde había caído el cuarto proyectil. Súbitamente, al comprender que por fin estábamos en la buena senda, sentí que mi corazón latía aceleradamente por el entusiasmo.

El valle preservaba una escena horrorosa: la maleza roja crecía, exuberante, ascendiendo por encima de casi todos los rasgos elevados del terreno, incluidas las casas. Desde esta altura, el paisaje se asemejaba a un enorme campo ondulante de pastos rojos doblados por el peso de la lluvia. En algunos lugares, la maleza había llegado a modificar el cauce del río, y dondequiera que el terreno era bajo se habían formado lagunas de aguas estancadas.

El foso estaba en la esquina Noreste de Bushy Park, y era difícil de distinguir debido al hecho de que, al igual que todo lo demás, estaba cubierto abundantemente por la maleza. Finalmente, notamos la boca cavernosa del proyectil mismo, y Mr, Wells hizo descender la Máquina del Espacio hasta dejarla inmóvil a pocos metros de la entrada. Todo era oscuridad en el interior, y no había ninguna señal ni de marcianos ni de sus máquinas.

Estábamos por alejarnos, cuando Amelia repentinamente señaló hacia el corazón del proyectil.

—¡Edward, mira... una persona!

Su gesto me había sobresaltado, pero miré en la dirección que ella señalaba. Por cierto, tendida pocos metros más adentro en la bodega había una figura humana. Por un momento pensé que debía ser una de las víctimas desdichadas arrebatadas por los marcianos... pero luego vi que su cuerpo era de un hombre muy alto, y que estaba vestido con un uniforme negro. Tenía la piel cubierta de manchas rojas y su cara, que estaba vuelta hacia nosotros, era fea y deforme.

Nos quedamos mirando en silencio a este marciano humano muerto. Ver a uno de nuestros antiguos amigos en este lugar era quizás aún más terrible de lo que hubiera sido ver a uno de los monstruos.

Le explicamos a Mr. Wells que ese hombre era probablemente uno de los humanos forzados a dirigir el proyectil, y él observó al marciano muerto con gran interés.

—El esfuerzo que le impuso nuestra gravedad debe haber sido demasiado para su corazón —dijo Mr. Wells.

—Eso no ha trastornado los planes de los monstruos —dijo Amelia.

—Esas bestias no tienen corazón —dijo Mr. Wells, pero supongo que hablaba en forma figurada.

Recordamos que había caído otro cilindro cerca de Wimbledon, de modo que nos alejamos con la Máquina del Espacio de la figura patética del marciano muerto y emprendimos de inmediato rumbo al Este. Entre Bushy Park y Wimbledon hay una distancia de ocho kilómetros aproximadamente, y desplazándonos a nuestra velocidad máxima el vuelo tomó casi una hora. Durante este lapso, vimos con consternación que hasta partes de Richmond Park mostraban señales de la maleza roja.

Mr. Wells había mirado varias veces hacia atrás para ver cuánto tiempo quedaba hasta que se pusiera el sol, y evidentemente todavía no se sentía muy feliz por tener que realizar esta expedición tan poco tiempo antes de la caída de la noche. Decidí que si el foso marciano de Wimbledon también estaba vacío, sería yo quien propondría que retornáramos de inmediato a Reynolds House. No obstante, la satisfacción de emprender por fin una acción positiva me había inflamado de coraje y lamentaba no lograr una presa, por lo menos, antes de regresar.

Por fin tuvimos nuestra oportunidad. Amelia lanzó un grito repentinamente y señaló hacia el Sur. Allí, por el camino de Malden, se veía una máquina de guerra que avanzaba lentamente en nuestra dirección.

En ese momento nos encontrábamos viajando a una altura aproximadamente igual a la de la plataforma, y en forma instintiva todos tuvimos la sensación de que la bestia que se encontraba en su interior debía habernos visto, tan decidido era su avance hacia nosotros.

Mr. Wells dijo algunas palabras para tranquilizarnos y elevó la Máquina del Espacio a mayor altura y cambió el rumbo, tomando uno que nos llevaría a dar círculos alrededor de la máquina de tres patas. Extendí mis manos temblorosas y tomé una de las granadas.

Amelia dijo:

—¿Has manejado alguna vez estas cosas, Edward?

—No —dije—. Pero sé lo que hay que hacer.

—Por favor, ten cuidado.

Estábamos a menos de un kilómetro del titán, y seguíamos rumbo a él en dirección oblicua.

—¿Dónde quiere que coloque la máquina? —dijo Mr. Wells, concentrándose con toda intensidad en los controles.

—Un poco por encima de la plataforma —dije—. Aproxímese por el costado, porque no quiero pasar directamente por delante.

—El monstruo no nos puede ver —dijo Amelia.

—No —dije, recordando ese rostro feroz—. Pero nosotros podríamos verlo.

Estaba temblando cuando nos aproximamos. Pensar en la asquerosa figura acurrucada en el interior de ese artefacto de metal bastaba para reavivar todos los temores y odios que yo había experimentado en Marte, pero me forcé por no perder la calma.

—¿Puede mantener la máquina a una velocidad constante sobre la plataforma? —le pregunté a Mr. Wells.

—Haré lo que pueda, Turnbull.

La prudencia de sus palabras en ningún momento dejó traslucir la facilidad con que llevó nuestra cama volante hasta un punto situado exactamente encima de la plataforma. Me asomé por un lado de nuestra Máquina del Espacio, mientras Amelia me sostenía por la mano que yo tenía desocupada, y observé el techo de la plataforma.

Había allí numerosas aberturas —algunas de las cuales eran lo suficientemente grandes como para permitirme ver el cuerpo reluciente del monstruo— y la granada introducida a través de cualquiera de ellas probablemente lograría el efecto buscado. Finalmente, elegí una abertura de gran tamaño situada exactamente debajo del lugar por donde emergería el cañón, pensando en que en alguna parte cerca de allí estaría el horno increíble que producía el calor. Si averiaba ese horno, cualquier daño que la granada no alcanzara a causar lo completaría la liberación explosiva de energía que le sucedería.

—Ya tengo el blanco a la vista —le grité a Mr. Wells—. Le avisaré tan pronto como haya soltado la granada, y en ese momento tendremos que alejarnos a la mayor distancia posible.

Mr. Wells me indicó que había comprendido, de modo que me incorporé durante un momento y retiré el seguro del percutor. Mientras Amelia me sostenía una vez más, me asomé y sostuve la granada sobre la plataforma.

—¿Listo, Mr. Wells...? —exclamé—. ¡Ahora!

Exactamente en el mismo instante en que solté la granada, Mr. Wells dirigió rápidamente la Máquina del Espacio en una amplia curva ascendente, alejándola de la máquina de guerra. Miré hacia atrás, ansioso por ver el efecto de mi ataque.

Pocos segundos después, hubo una explosión debajo del trípode marciano, y un poco detrás de él.

No podía creer lo que veía. ¡La granada había atravesado la masa metálica de la plataforma y explotado sin causar daño!

Dije:

—No me imaginé que sucedería esto...

—Querido —dijo Amelia—. Creo que la granada todavía estaba atenuada.

Debajo de nosotros, el marciano continuó su camino, ignorante del peligro mortal al que acababa de sobrevivir.

II

El desencanto me dominaba cuando regresamos a salvo a la casa. Para ese entonces, el sol ya se había puesto y una noche, larga y brillante, se extendía sobre el valle transformado. Mientras mis dos compañeros se dirigieron a sus habitaciones para vestirse para la cena, yo caminé de aquí para allá por el laboratorio, resuelto a que no nos arrebataran la venganza de las manos.

Comí con los demás, pero me mantuve en silencio durante toda la comida. Al ver mi malhumor, Amelia y Mr. Wells conversaron un poco acerca del éxito logrado con la construcción de la Máquina del Espacio, pero evitaron con cuidado comentar el fracasado ataque.

Luego, Amelia dijo que iba a la cocina a hornear un poco de pan, de modo que Mr. Wells y yo pasamos al salón de fumar. Con las cortinas bien corridas, y sentados a la luz de una sola vela, hablamos de temas generales, hasta que Mr. Wells consideró prudente analizar otras tácticas.

—Hay dos dificultades —dijo—. Evidentemente, no podemos estar atenuados cuando colocamos el explosivo, porque entonces la granada no tiene efecto alguno, y sin embargo, debemos estar atenuados cuando se produzca la explosión, porque en caso contrario sufriríamos los efectos de la detonación.

—Pero si desconectamos la Máquina del Espacio el marciano nos verá —dije.

—Por eso digo que va a ser difícil. Ambos sabemos con qué rapidez reaccionan esas bestias ante cualquier amenaza.

—Podríamos hacer descender la Máquina del Espacio sobre el techo del trípode mismo.

Mr. Wells sacudió la cabeza con lentitud.

—Admiro su inventiva, Turnbull, pero eso no sería práctico. Me resultó muy difícil mantenerme a la misma velocidad que la máquina. Probar de aterrizar sobre un objeto en movimiento sería sumamente peligroso.

Ambos reconocimos que era urgente encontrar una solución. Durante una hora o. más debatimos nuestras ideas, pero no llegamos a nada satisfactorio. Finalmente, pasamos al salón de estar, donde nos esperaba Amelia, y le planteamos el problema.

Ella lo pensó durante un rato, y luego dijo:

—No veo ninguna dificultad. Tenemos muchas granadas y por lo tanto podemos darnos el lujo de errar algunas. Todo lo que tenemos que hacer es mantenernos en el aire sobre el blanco, aunque a una altura algo mayor que la de hoy. Mr. Wells desconecta entonces el campo de atenuación y, mientras caemos, Edward puede lanzar una granada al marciano. En el momento en que la bomba explote, estaremos nuevamente en la dimensión atenuada, y no importará lo cerca que se produzca la explosión.

Miré a Mr. Wells, luego a Amelia, mientras consideraba las consecuencias de un plan tan arriesgado.

—Parece muy peligroso —dije, por fin.

—Podemos sujetarnos con correas a la Máquina del Espacio —dijo Amelia—. No tenemos por qué caer.

—Pero, aun así...

—¿Se te ocurre algún otro plan? —dijo ella.

III

Hicimos nuestros preparativos a la mañana siguiente, y estuvimos listos para partir a una hora temprana.

Debo confesar que tenía tremendas dudas con respecto a toda la empresa, y pienso que Mr. Wells compartía algunas de mis aprensiones. Sólo Amelia parecía tener confianza en el plan, a tal punto que se ofreció a cumplir ella misma la tarea de apuntar las granadas de mano. Naturalmente, no quise saber nada de eso, pero continuó siendo la única de los tres que mostraba optimismo y confianza esa mañana. En realidad, se había levantado con las primeras luces del alba y había preparado sandwiches para todos nosotros, a fin de que no nos sintiéramos obligados a volver a la casa para almorzar. Además, había instalado algunas correas —fabricadas con cinturones de cuero— sobre los almohadones de la cama, con las cuales nos íbamos a sujetar.

Precisamente en el momento en que estábamos por partir, Amelia salió repentinamente del laboratorio, y Mr. Wells y yo nos quedamos mirándola. Volvió a los pocos momentos, esta vez con una valija de gran tamaño.

Observé la valija con interés, sin reconocerla en el primer momento.

Amelia la depositó en el piso y abrió la tapa. ¡Dentro de ella, envueltas con cuidado en papel de seda, estaban los tres pares de antiparras que yo había traído conmigo el día que vine a ver a Sir William!

Me alcanzó un par, con una leve sonrisa. Mr. Wells tomó el suyo al momento.

—Una excelente idea, Miss Fitzgibbon —dijo—. Nuestros ojos necesitarán protección si vamos a caer por el aire.

Amelia se puso el suyo antes de que partiéramos, y yo le ayudé con el cierre, asegurándome de que no se le enganchara en el cabello. Ella se ajustó las antiparras sobre la frente.

—Ahora estamos mejor equipados —dijo—, y se dirigió a la Máquina del Espacio.

La seguí, con mis antiparras en la mano, tratando de no demorarme en los recuerdos que volvían a mi mente.

IV

Nos esperaba un día de caza extremadamente provechoso. A los pocos minutos de volar sobre el Támesis, Amelia lanzó un grito y señaló hacia el Oeste. Allí, moviéndose lentamente por las calles de Twickenham, se veía una máquina de guerra marciana. Debajo de ella colgaban sus brazos de metal y revisaba casa por casa, evidentemente en busca de sobrevivientes humanos. Por lo vacía que estaba la red que colgaba debajo de la plataforma, dedujimos que no había tenido mucho éxito. Nos parecía imposible que hubiera todavía algún sobreviviente en estos pueblos devastados, aunque nuestra propia supervivencia era señal de que todavía debía haber algunas personas aferrándose a la vida en sótanos y bodegas de las casas.

Dimos varias vueltas con cautela alrededor de la máquina maldita, experimentando una vez más la intranquilidad que habíamos sentido el día anterior.

—Lleve la Máquina del Espacio más arriba, por favor —dijo Amelia a Mr. Wells—. Debemos efectuar nuestra aproximación con sumo cuidado.

Tomé una granada de mano y la sostuve, preparado. La máquina de guerra se había detenido momentáneamente, a investigaba una casa con uno de sus largos brazos articulados, que había introducido por la ventana del piso alto.

Mr. Wells detuvo la Máquina del Espacio a unos quince metros, aproximadamente, por encima de la plataforma.

Amelia se cubrió los ojos con las antiparras y nos aconsejó que hiciéramos lo mismo. Mr. Wells y yo nos colocamos las antiparras y verificamos la posición del marciano. Estaba totalmente inmóvil, salvo por el movimiento de sus brazos de metal.

—Estoy listo, señor —dije, y retiré el seguro del percutor.

—Muy bien —dijo Mr. Wells—. Desconecto la atenuación... ¡ahora!

En el momento en que lo dijo, todos experimentamos una desagradable sensación de sacudida, nuestros estómagos se dieron vuelta y el aire pasó velozmente junto a nosotros. Por acción de la gravedad, caímos hacia la máquina marciana. En ese mismo instante, lancé la granada con desesperación hacia abajo, hacia el marciano.

—Ya disparé —grité.

Hubo una segunda sacudida y nuestra caída se detuvo. Mr. Wells manipuló sus palancas y nos alejamos hacia un lado, en el silencio absoluto de esa extraña dimensión.

Mirando hacia atrás, hacia el marciano, esperamos la explosión... que llegó segundos más tarde. Mi puntería había sido perfecta, y una bola de humo y fuego apareció silenciosamente en el techo de la máquina de guerra.

El monstruo que estaba dentro de la plataforma, tomado por sorpresa, reaccionó con una rapidez asombrosa. La torre saltó separándose de la casa, y al mismo tiempo vimos el tubo del cañón de calor que se ponía en posición de disparo. La cúpula de la plataforma giró en derredor mientras el monstruo buscaba a su atacante. Al dispersarse el humo de la granada, vimos que la explosión había abierto un agujero de bordes desgarrados y que el motor interno debía haberse averiado. Los movimientos de la máquina de guerra no eran tan suaves o tan rápidos como los que habíamos visto antes, y un denso humo verde brotaba del interior de ella.

El rayo de calor entró en acción con un destello y giró, sin dirección fija, hacia uno y otro lado. La máquina de guerra dio tres pasos hacia adelante, vaciló, y luego trastabilló hacia atrás. El rayo de calor cayó sobre algunas de las casas vecinas, haciendo estallar en llamas los techos.

Luego, toda la horrible plataforma explotó en una bola de fuego verde brillante. Nuestra bomba había dañado el horno que había en el interior.

Para nosotros, sentados en el silencio y la seguridad de la atenuación, la destrucción del marciano fue un acontecimiento silencioso, misterioso.

Vimos volar en todas direcciones los fragmentos de esa máquina de destrucción, vimos una de las enormes patas salir dando tumbos, vimos la masa de la plataforma destrozada caer en mil pedazos sobre los techos de Twickenham.

Fue curioso... la escena no me causó alborozo, y lo mismo sucedió con mis dos compañeros. Amelia observó en silencio el metal retorcido que en una oportunidad había sido una máquina de guerra, y Mr. Wells dijo, sencillamente:

—Veo otra.

Hacia el Sur, avanzando en dirección a Molesey, se veía una segunda máquina de guerra.

V

Hacia el mediodía, habíamos dado cuenta de un total de cuatro marcianos: tres de ellos habían tripulado sus trípodes y el cuarto había estado en la cabina de control de uno de los vehículos de superficie. Cada uno de los ataques se llevó a cabo sin riesgo para nosotros, y en cada uno de ellos el monstruo elegido había sido tomado por sorpresa. No obstante, nuestras actividades no habían pasado inadvertidas, porque el vehículo de superficie se estaba dirigiendo velozmente hacia el trípode destruido de Twickenham cuando lo avistamos. Por ello dedujimos que los marcianos debían tener algún tipo de sistema de señales para comunicarse entre ellos —Mr. Wells expuso la hipótesis de que era una comunicación telepática, aunque Amelia y yo, que habíamos visto la ciencia avanzada de Marte, sospechábamos que se trataba de un dispositivo técnico— ya que nuestras acciones de represalia parecían haber provocado gran revuelo entre los marcianos. Durante nuestro vuelo en todas direcciones por el valle, vimos a varios trípodes que se aproximaban provenientes de la dirección de Londres, y tuvimos la seguridad de que no nos faltarían blancos ese día.

No obstante, después de matar al cuarto marciano, Amelia propuso que descansáramos y comiéramos los emparedados que habíamos traído. Cuando lo dijo, todavía estábamos en el aire sobre la máquina que acabábamos de atacar.

La muerte de este monstruo fue una cosa extraña. Habíamos encontrado la máquina de guerra detenida, sola, junto al borde de Richmond Park, dando frente hacia el Sudoeste. Sus tres patas estaban recogidas, lo mismo que sus brazos metálicos, y al principio pensamos que la máquina estaba vacía. Al acercarnos para destruirla, sin embargo, habíamos pasado frente a las ventanillas multifacéticas y por un momento pudimos ver esos ojos como discos mirando con maldad hacia Kingston.

Llevamos a cabo nuestro ataque sin prisa, y dada mi experiencia cada vez mayor, pude colocar la granada con gran precisión en el interior de la plataforma. Cuando la bomba estalló, lo hizo dentro de la cabina ocupada por el monstruo, arrancando varias planchas de metal y, presumiblemente, matando instantáneamente al ocupante, pero el horno propiamente dicho no se había dañado. La torre seguía en pie, inclinada ligeramente hacia un costado, y arrojando un humo verde desde su interior, pero prácticamente intacta.

Mr. Wells llevó la Máquina del Espacio hasta una distancia prudencial de la máquina de guerra, y la hizo descender casi hasta tocar tierra. Por consenso convinimos en permanecer en estado de atenuación, ya que el humo verde que salía nos ponía nerviosos, por el temor de que el horno todavía pudiera estallar espontáneamente.

Así, empequeñecidos por el titán averiado, comimos rápidamente lo que debe haber sido uno de los almuerzos campestres más extraños que haya habido en los campos ondulados del parque.

Estábamos por ponernos en marcha nuevamente, cuando Mr. Wells nos hizo notar que había aparecido otra máquina de guerra. Ésta se dirigía con rapidez en dirección a nosotros, evidentemente para investigar qué le habíamos hecho a su colega.

No corríamos ningún peligro, pero estuvimos de acuerdo en hacer remontar vuelo a la Máquina del Espacio, para estar listos para realizar una rápida incursión.

Nuestra confianza aumentaba; con cuatro victorias en nuestro haber, ya estábamos aplicando una rutina mortífera. Ahora, al elevarnos en el parque y ver la máquina de guerra que se aproximaba, no dejamos de ver su cañón de calor elevado y sus brazos articulados listos para atacar. Era evidente que su conductor monstruoso sabía que alguien o algo había atacado con éxito, y estaba decidido a defenderse.

Permanecimos a una distancia segura y observamos al recién llegado cuando se acercó a la torre para inspeccionar de cerca los daños.

Dije:

—¿La bombardeamos ahora, Mr. Wells?

Mr. Wells continuó en silencio, con el ceño fruncido.

—Ese monstruo está muy alerta —dijo—. No podemos correr el riesgo de recibir un impacto casual del cañón de calor.

—Entonces busquemos otro blanco —dije.

No obstante, nos quedamos vigilando durante varios minutos, confiando en que el marciano aflojaría su guardia el tiempo suficiente como para poder atacarlo. Sin embargo, mientras el monstruo que estaba en el interior efectuaba un examen cuidadoso de los daños, el cañón de calor giraba amenazador por encima del techo y los brazos tentaculares se movían nerviosamente.

Por fin, de mala gana, nos volvimos y nos encaminamos nuevamente hacia el Oeste, atentos, todavía, a lo que pudiera hacer el segundo marciano. Fue así que vimos, cuando estábamos a menos de un kilómetro de distancia, que, después de todo, nuestra granada había debilitado las paredes del horno. Vimos una inmensa explosión verde que se ensanchaba... y la segunda máquina de guerra trastabilló hacia atrás y se estrelló contra el suelo del parque.

De esa manera, por un golpe de buena suerte, matamos nuestro quinto monstruo marciano.

VI

Muy estimulados por este éxito accidental, continuamos nuestra búsqueda, aunque ahora con una osadía atemperada por la cautela. Como lo señaló Mr. Wells, no eran las máquinas marcianas lo que teníamos que destruir, sino los monstruos mismos. Las máquinas de guerra eran ágiles y estaban bien armadas, y aunque su destrucción, por cierto significaba la muerte de su conductor, los vehículos de superficie eran blancos más fáciles, ya que el conductor no estaba protegido por la parte superior.

Fue así que decidimos concentrar nuestro ataque en los vehículos pequeños.

El éxito alcanzado esa tarde fue casi indescriptible. Una sola vez no pudimos matar a un marciano en nuestro primer ataque, porque yo, en mi apresuramiento, me olvidé de quitar el seguro de la granada. No obstante, en nuestra segunda pasada destruimos al monstruo en una forma efectiva y espectacular.

Cuando regresamos a Reynolds House esa noche, habíamos dado cuenta de un total de once bestias marcianas. ¡Ello, si nuestro cálculo de que cada proyectil transportaba cinco monstruos era correcto, representaba más de la quinta parte de todo su ejército!

Esa noche, nos fuimos a dormir con gran optimismo.

Al día siguiente cargamos más granadas en nuestra Máquina del Espacio y partimos otra vez.

Para consternación nuestra, descubrimos que los marcianos habían aprendido una lección luego de nuestras operaciones del día anterior. Ahora ningún vehículo de superficie se movía a menos que lo acompañara una máquina de guerra, ¡pero tan seguros estábamos de lo inexpugnable de nuestra posición que llegamos a la conclusión de que eso nos brindaba dos blancos en lugar de uno!

En consecuencia, preparamos nuestro ataque con gran precisión, nos lanzamos desde lo alto ¡y tuvimos la satisfacción de ver volar la máquina de guerra en mil pedazos! A partir de allí, fue tarea sencilla perseguir y destruir el vehículo de superficie.

Más avanzado el día, eliminamos otros dos de la misma forma, pero eso fue todo lo que logramos ese día. (Dejamos pasar un vehículo de superficie sin atacarlo, porque transportaba una docena o más de cautivos humanos.) Cuatro no era una cifra tan satisfactoria como once, pero aun así consideramos que nos había ido bien, de modo que una vez más nos fuimos a dormir con un sentimiento de júbilo.

El día siguiente no tuvimos ningún éxito, porque no vimos marcianos por ninguna parte. En nuestra búsqueda, llegamos hasta la campiña, ennegrecida por el fuego, de Woking, pero allí sólo encontramos el foso y su proyectil desiertos, sin marcianos ni sus máquinas.

Ante la vista del pueblo en ruinas en la colina, Amelia y yo notamos que Mr. Wells se ponía pensativo, y recordamos la forma brusca en que había sido separado de su esposa.

—Señor, ¿le gustaría que lo lleváramos a Leatherhead? Negó enérgicamente con la cabeza.

—Ojalá pudiera darme ese gusto, pero tenemos trabajo que hacer con los marcianos. Mi esposa estará bien; es evidente que de aquí los invasores avanzaron hacia el Norte. Ya habrá tiempo para que nos reunamos.

Admiré la decisión que había en su voz, pero más tarde, esa noche, Amelia me dijo que había visto una lágrima correr por las mejillas de Mr. Wells. Quizá, dijo ella, Mr. Wells sospechaba que su esposa ya había muerto y que él todavía no estaba preparado para afrontar ese hecho.

Por esa razón, como también por no haber logrado ninguna victoria, no estábamos muy alegres esa noche y en consecuencia nos fuimos a dormir temprano.

Al día siguiente tuvimos más suerte: dos marcianos sucumbieron ante nuestras granadas. No obstante, hubo un hecho extraño: las dos máquinas de guerra estaban detenidas, como la que habíamos encontrado cerca de Kingston, solas e inmóviles, con sus tres patas recogidas y juntas. No hubo ningún intento de defensa; una estaba con su cañón de calor apuntando rígidamente hacia el cielo, la otra ni siquiera había levantado el suyo. Por supuesto, al atacar las máquinas de guerra descendimos con gran cuidado, pero todos estuvimos de acuerdo en que nuestras victorias habían sido sospechosamente fáciles.

Después llegó otro día en el que tampoco se vieron marcianos en absoluto, y esa noche Mr. Wells tomó una decisión.

—Debemos —dijo— concentrar por fin nuestra atención en Londres. Hasta ahora hemos sido francotiradores hostigando los flancos rezagados de un ejército poderoso. Ahora debemos hacer frente al poderío concentrado de ese ejército, y combatir hasta la muerte.

Palabras valientes, en verdad, pero que no reflejaban las sospechas que, según descubrí luego, habían surgido en nosotros en los tres últimos días.

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