Capítulo 16 ¡HUIMOS DE LA OPRESIÓN!

I

Una vez que los marcianos comprendieron y aprobaron finalmente nuestro plan de acción, Amelia y yo nos separamos por el resto del día. Ella continuó con su recorrida por las unidades revolucionarias, mientras yo fui, con los dos marcianos, a inspeccionar el cañón de nieve y el proyectil. Edwina nos acompañó, porque había muchas cosas que sería necesario explicar.

El emplazamiento de los cañones estaba fuera del sector principal de la ciudad, pero, para llegar hasta él, no teníamos que cruzar por campo abierto. Mediante un ingenioso dispositivo, los monstruos habían prolongado su pantalla de fuerza eléctrica dándole forma de túnel, por el cual se podía caminar en una atmósfera cálida y respirable. Este túnel llevaba directamente hacia la montaña, y, aunque desde este nivel no se podía ver mucho, pude apreciar, delante de nosotros, los inmensos edificios del emplazamiento de los cañones.

Había mucho tránsito en el túnel, tanto de peatones como de vehículos, y me sentí reconfortado por esa actividad. Me habían dado un traje negro, pero el mote de “enano” me recordaba mi aspecto normal.

Cuando el túnel llegó al lugar en que la pantalla protectora se abría nuevamente, junto a la entrada al emplazamiento de cañones propiamente dicho, fuimos objeto del escrutinio directo de varios de los monstruos. Estaban instalados en puestos de guardia permanentes, sentados detrás de pantallas de vidrio de color muy suave, observando a todos los que pasaban, con sus ojos grandes e inexpresivos.

Para pasar este punto, utilizamos una treta convenida de antemano. Los dos hombres y yo empujamos a Edwina delante de nosotros, como si la estuviéramos llevando a que la sometieran a algún tratamiento inhumano. Uno de los marcianos portaba un látigo eléctrico, que blandía en forma muy convincente.

Dentro del área, se veían más monstruos que los que había visto jamás en cualquier otro lugar de Marte, pero una vez que pasamos el puesto de guardia nadie nos prestó atención. La mayoría de esas odiosas criaturas tenían vehículos con patas en los cuales se movían, pero vi varios que se arrastraban lentamente por el suelo. Era la primera vez que presenciaba esto: hasta ese momento había supuesto que, sin los elementos mecánicos con que se ayudaban, los monstruos eran indefensos. En verdad, en una lucha frente a frente con un humano, un monstruo sería completamente vulnerable, ya que sus movimientos eran lentos y trabajosos y debía utilizar cuatro de sus tentáculos como torpes patas, como si fuera un cangrejo.

No obstante, la presencia de los monstruos no era lo que más intimidaba en este sector.

Al observar los edificios del emplazamiento de los cañones cuando caminaba hacia ellos, había notado que eran de gran tamaño, pero ahora que nos encontrábamos entre ellos comprendí lo enormes que eran las maquinarias de la ciencia en este mundo. Al caminar entre los edificios, nos sentíamos como hormigas en la calle de una ciudad.

Mis guías trataron de explicarme la finalidad de cada edificio al pasar frente a él. El vocabulario de Edwina era limitado, y sólo logré una idea muy vaga del plan general. Hasta donde pude entender, las diversas partes componentes de las máquinas de guerra se producían en fábricas distantes y luego se traían a este lugar donde se las armaba y alistaba. En un edificio —que debe haber tenido por lo menos cien metros de altura— pude ver, por unas inmensas puertas abiertas, que había varias máquinas de guerra de tres patas en proceso de fabricación: la que se hallaba más lejos de nosotros no era más que una armazón mínima suspendida de poleas, a la cual le estaban fijando una de las tres patas, pero la que se encontraba más cerca parecía estar completa, porque hacían girar su plataforma mientras a su alrededor muchos instrumentos suplementarios la revisaban y probaban.

En estos gigantescos cobertizos trabajaban hombres y monstruos, y, según lo que yo veía, parecía que la coexistencia no era impuesta por la fuerza. No había señales evidentes de esclavitud, y se me ocurrió que quizá no todos los humanos de Marte darían buena acogida a la revolución.

Después de pasar alrededor de veinte de estos cobertizos, llegamos a una vasta extensión de terreno abierto y me quedé petrificado, sin habla, ante lo que veía.

Aquí estaban los frutos de esa prodigiosa industria. Alineados, en una fila tras otra, estaban los proyectiles. Cada uno era idéntico al vecino, como si hubieran sido producidos en el mismo torno, por el mismo operario. Cada uno estaba terminado y pulido con un brillo dorado y refulgente; no había protuberancias que afearan la pureza de las líneas. Cada uno tenía casi cien metros de longitud; su cabeza terminaba en una punta aguda, de modo que la nave tenía cuerpo cilíndrico en casi toda su extensión, y su base circular revelaba el enorme diámetro. Me había quedado atónito ante el tamaño de las naves disparadas por los monstruos de Ciudad Desolación, pero ésas eran simples juguetes comparadas con éstas. Apenas podía dar crédito a mis ojos, pero al pasar frente al proyectil que estaba más próximo, pude apreciar que debía tener un diámetro general de ¡alrededor de treinta metros!

Mis guías continuaron caminando sin prestar atención, y después de un momento los seguí, arqueando el cuello para mirar hacia arriba y maravillándome de lo que veía.

Traté de calcular cuántos proyectiles había, pero la zona en que estaban depositados era tan vasta que ni siquiera estaba seguro de que podía verlos a todos. Cada fila podía tener más de cien proyectiles de ese tipo listos, y yo atravesé ocho filas.

Después, cuando salimos de entre los proyectiles de la primera línea, se presentó ante mis ojos la vista más sorprendente de todas.

Aquí, la cuesta ascendente del volcán se volvía más pronunciada, elevándose delante de nosotros. En este lugar era donde los monstruos de esta ciudad maligna habían emplazado sus cañones de nieve.

Había cinco en total. Cuatro de ellos eran del mismo tipo que el de Ciudad Desolación, pero aquí no existía la complicación de construcciones sobre pivotes y de un lago que absorbiera el calor, ¡porque los tubos de los cañones estaban apoyados sobre la ladera misma de la montaña! Tampoco había ninguna necesidad de un procedimiento complejo para introducir el proyectil por la boca, ya que una ingeniosa disposición de vías férreas y una sólida entrada en la recámara del cañón permitían cargar los proyectiles por este último lugar.

Pero estas piezas de artillería no atrajeron mi atención, ya que, a pesar de lo imponentes que eran, su presencia quedaba relegada a segundo plano por el quinto cañón de nieve.

Mientras que los cañones de nieve de menor tamaño tenían tubos de alrededor de un kilómetro y medio de largo y un calibre de siete metros, aproximadamente, este cañón central tenía un tubo cuyo diámetro externo sobrepasaba con holgura los treinta metros. En cuanto a su longitud... bueno, llegaba hasta más allá de donde podía alcanzarse con la vista, y se extendía en línea recta hacia arriba, junto a la ladera de la montaña, a veces apoyado sobre el suelo, a veces sostenido por gigantescos viaductos donde la pendiente era menos pronunciada, a veces atravesando gargantas abiertas en la roca misma. En su base, la recámara en sí era como una montaña de metal: una gran pieza bulbosa de blindaje negro, lo suficientemente gruesa y poderosa como para resistir la violenta explosión del hielo vaporizado que impulsaba los proyectiles. Sobresalía por sobre todas las cosas, como severo recordatorio de las terribles artes y ciencias que estos perversos monstruos dominaban.

¡Era con este cañón, y con estos cientos de refulgentes proyectiles, que los monstruos tramaban su invasión a la Tierra!

II

Ya había un proyectil en la recámara, y mis guías me condujeron por una escalera de metal adosada al cuerpo del cañón como si fuera un arbotante apoyado contra el muro de una catedral. Desde esa altura, que producía vértigo, miré hacia abajo, hacia la masa de las máquinas de los monstruos, y más allá de ellas, hacia la faja de tierra que las separaba de la ciudad cercana.

La escalera terminaba en uno de los lugares de acceso al tubo, al cual ingresamos por un estrecho túnel. Al momento, la temperatura bajó abruptamente. Actuando como intérprete de uno de los hombres, Edwina me explicó que el tubo ya había sido revestido de hielo y que en poco más de medio día podía recibir la segunda capa de hielo y congelarse.

El túnel llevaba directamente a una escotilla en la propia nave. Creo que yo había esperado ver una versión más grande del proyectil en el cual ya había volado, pero éste se le parecía sólo en su diseño general.

Por la escotilla pasamos a la zona de control de proa, y desde allí exploramos toda la nave.

Tal como sucedía con los proyectiles más pequeños, éste estaba dividido en tres sectores principales: la sección de control, una bodega donde se transportaría a los esclavos, y la bodega principal, en la cual viajarían los monstruos y sus terribles máquinas de guerra. Estos últimos dos compartimientos estaban unidos por uno de los dispositivos de sangría. Por lo menos, en eso no había diferencia, pero uno de los hombres aclaró que durante el vuelo se les administraría a los monstruos una bebida sedante y que su necesidad de alimento sería mínima.

No me interesaba profundizar más en este aspecto de la organización de los monstruos, de modo que pasamos a la bodega principal en sí.

Aquí vi la gama completa de elementos que integraban el arsenal de los monstruos. Había cinco máquinas de guerra, con sus tres patas desmontadas y plegadas con cuidado y las plataformas desarmadas a fin de ocupar el menor espacio posible. A bordo había también varios de los pequeños vehículos con patas, una veintena o más de los cañones de calor e incontables cantidades de distintas substancias contenidas en docenas de enormes envases. Ni yo ni mis guías podíamos adivinar siquiera qué eran esas substancias.

En diversas partes de la bodega pendían los tubos de material transparente que amortiguaban los choques de lanzamiento y aterrizaje.

No permanecimos mucho tiempo en esta bodega, pero vi lo suficiente como para comprender que lo que allí había era por sí mismo razón suficiente para volar a la Tierra. ¡Qué presa sería para nuestros científicos!

La zona de control, en la proa de la nave, era un enorme salón que tenía la forma general de la cabeza aguzada del proyectil. Éste había sido introducido en el tubo de tal manera que los controles se encontraban en lo que actualmente era el piso, pero me explicaron que, en el vuelo, la nave giraría para producir peso. (Esto no lo pude comprender, y pensé que la traducción de Edwina no era la adecuada). Comparada con los estrechos espacios del otro proyectil, la zona de control era verdaderamente un palacio, y los constructores se habían esforzado para que los pilotos estuvieran cómodos. Había muchos alimentos desecados a disposición, una diminuta cómoda y, en un sector de la pared, un sistema de ducha, bastante parecido al que habíamos utilizado en el campamento de esclavos. El lugar donde estaba instalado y las hamacas donde habríamos de dormir eran algo desconcertantes, ya que estos elementos pendían del techo, a unos veinticinco metros por encima de nuestras cabezas.

Me dijeron que durante el vuelo no tendría dificultad en alcanzarlos y, evidentemente, tendría que confiar en que sería así.

Los controles, en sí, eran muchos, y al verlos, y pensar en la masa de la nave que comandaban, ¡me espantó pensar que hasta ese día el vehículo más complejo que había manejado había sido una volanta arrastrada por un caballo!

Los hombres me explicaron todo con lujo de detalles, pero poco fue lo que pude comprender. En este aspecto, pensé que la interpretación que realizaba Edwina no era digna de confianza, y aun cuando pensaba que ella transmitía con exactitud el significado de las palabras, me resultaba difícil comprender el concepto que describían.

Por ejemplo, me mostraron un gran panel de vidrio —que en ese momento no tenía imagen alguna— y me dijeron que, durante el vuelo, ese panel mostraría una imagen de lo que se encontrara directamente frente a la nave. Esto lo pude entender, ya que parecía semejante a lo que había en el proyectil más pequeño. No obstante, incluía una sutil mejora. Me mencionaron repetidas veces un “blanco”, y lo hicieron en relación con una serie de perillas de metal que sobresalían de un sector debajo de la pantalla. Además, me dijeron que el blanco se localizaba cuando se accionaba la palanca verde que, como ya sabía por mi vuelo anterior, lanzaba un chorro de fuego verde por la proa.

Llegué a la conclusión de que mucho de lo que ahora me tenía confuso se aclararía cuando lo experimentara en el vuelo.

Las explicaciones continuaron hasta que mi mente se convirtió en un torbellino. Finalmente, me formé una idea general de lo que iba a suceder —el disparo propiamente dicho del cañón, por ejemplo, sería controlado desde un edificio situado fuera de la nave— y además, sabía a grandes rasgos hasta qué punto podía maniobrar la nave durante el vuelo.

Mis guías me dijeron que los monstruos no pensaban efectuar el primer lanzamiento antes de cuatro días. Por lo tanto, tendríamos suficiente tiempo para huir antes de que los monstruos estuvieran listos.

Les dije que me encantaría partir tan pronto como fuera posible, porque ahora que disponíamos de los medios para hacerlo no tenía ningún deseo de permanecer en Marte un segundo más de lo necesario.

III

Amelia y yo pasamos esa noche en uno de los dormitorios de la ciudad. Nuevamente, nos había sido muy difícil conversar entre nosotros, porque Edwina estaba siempre presente, pero cuando por fin nos tendimos en una hamaca, pudimos hablar con tranquilidad.

Yacíamos abrazados; ese era el deber de nuestros papeles míticos que a mí me resultaba más fácil de cumplir.

—¿Has inspeccionado la nave? —dijo Amelia.

—Sí. Creo que no habrá problemas. La zona está llena de monstruos, pero todos ellos están ocupados con sus preparativos.

Le conté lo que había visto: la cantidad de proyectiles listos para ser disparados contra la Tierra, la disposición dentro de la nave.

—Entonces, ¿cuántos seres piensan invadirnos? —dijo Amelia.

—El proyectil en que viajaremos lleva cinco de esas bestias. No pude contar los otros proyectiles... con seguridad había algunos centenares.

Amelia permaneció en silencio durante un rato, y luego dijo:

—Me pregunto, Edward... si la revolución es necesaria en estos momentos. Si esa ha de ser la magnitud de la migración, entonces ¿cuántos monstruos más quedarán en Marte? ¿Es posible que el plan contemple el éxodo total?

—Yo también había pensado en eso.

—Me pareció que era algo para lo cual no estábamos preparados, pero ¡qué ironía sería si dentro de unos días no quedaran monstruos que derrocar!

—Y el enemigo estaría en la Tierra —dije—. ¿No comprendes lo urgente que es volver a la Tierra antes que los monstruos?

Poco después, Amelia dijo:

—La revolución debe estallar mañana.

—¿No podrían esperar los marcianos?

—No... el lanzamiento de nuestra nave va a ser la señal para iniciar el movimiento.

—Pero, ¿no podríamos disuadirlos? Si sólo quisieran esperar...

—No has visto todos sus preparativos, Edward. El entusiasmo de la gente es irrefrenable. He encendido una mecha y la explosión se producirá dentro de pocas horas.

Después de esto no dijimos más, pero yo, por lo menos, apenas pude dormir. Me preguntaba si ésta era realmente nuestra última noche en este mundo desdichado, o si alguna vez podríamos librarnos de él.

IV

Nos habíamos acostado en una atmósfera de tensa calma, pero cuando despertamos la situación era muy diferente.

Lo que nos despertó fue un sonido que nos hizo sentir escalofríos de temor: el ulular de las sirenas de los monstruos y los ecos de explosiones distantes. Mi primer pensamiento, producto de la experiencia, fue que había habido otra invasión, pero, cuando saltamos de la hamaca y vimos que el dormitorio estaba desierto, comprendimos que la lucha debía estar librándose entre fuerzas opositoras dentro de la ciudad. ¡Los marcianos no habían esperado!

Una máquina de guerra pasó junto al edificio y sentimos temblar las paredes por la vibración que provocaba a su paso.

Edwina, que hasta ese momento se había ocultado junto a la puerta, se precipitó hacia nosotros cuando vio que estábamos despiertos.

—¿Dónde están los demás? —dijo Amelia de inmediato.

—Se fueron durante la noche.

—¿Por qué no nos avisaron?

—Dijeron que ahora ustedes sólo querían irse volando en la máquina.

—¿Quién comenzó esto? —dije, refiriéndome al pandemónium que había fuera del edificio.

—Comenzó durante la noche, cuando se fueron los demás.

—¿Y nosotros habíamos dormido con todo este ruido y confusión? Apenas parecía posible. Fui a la puerta y espié la calle. La máquina de guerra se había ido, y se podía ver su plataforma blindada por encima de unos edificios cercanos. A cierta distancia podía ver una columna de humo negro y hacia mi izquierda, un pequeño incendio. A la distancia, había otras explosiones, aunque no veía humo, y al cabo de un momento oí los estampidos de dos máquinas de guerra que replicaban.

Volví a reunirme con Amelia.

—Es mejor que vayamos al emplazamiento de los cañones —dije—. Quizá todavía sea posible apoderarnos del proyectil.

Ella asintió, y nos dirigimos al lugar donde nuestros antiguos amigos nos habían preparado dos uniformes negros. Cuando nos vestimos con ellos y estábamos preparándonos para salir, Edwina nos miró, insegura.

—¿Vienes con nosotros? —dije con brusquedad. Ya me había cansado de su voz aflautada y de la poca confianza que merecían sus traducciones. Me preguntaba cuánta información errónea habíamos recibido por su intermedio.

Ella dijo:

—¿Tú quieres que vaya, Amelia?

Amelia mostró una expresión de duda, y me dijo:

—¿Qué te parece?

—¿La necesitaremos?

—Sólo si tenemos algo que decir.

Lo pensé durante unos segundos. A pesar de lo mucho que desconfiaba de ella, era nuestro único contacto con la gente de este lugar y por lo menos se había quedado, cuando los demás se habían ido.

Dije:

—Puede venir con nosotros hasta el emplazamiento de los cañones.

Sin más, y deteniéndonos sólo para recoger el bolso de Amelia, partimos de inmediato.

Al cruzar apresuradamente la ciudad, se hizo evidente que aunque los marcianos habían comenzado su revolución, los daños todavía eran de poca importancia y estaban limitados a unos pocos sectores. Las calles no estaban desiertas, ni tampoco atestadas de gente. Había algunos marcianos reunidos en pequeños grupos, vigilados por las máquinas de guerra, y a la distancia podíamos oír muchas sirenas. Cerca del centro de la ciudad encontramos evidencia de una revuelta más directa: varias máquinas de guerra habían sido volcadas de alguna manera y yacían indefensas, a través de las calles; estas máquinas constituían eficaces barricadas, por cuanto una vez que una torre de estas se volcaba ya no podía levantarse por sí misma, y de esa manera obstruía el paso de los vehículos de superficie.

Cuando llegamos al lugar donde la pantalla de fuerza eléctrica se prolongaba hacia el emplazamiento de los cañones, se hizo muy evidente la presencia de los monstruos y de sus máquinas de guerra. En apretado grupo había varios vehículos de superficie y cinco máquinas de guerra, con sus cañones de calor apuntando hacia arriba.

Nos detuvimos ante esta vista, sin saber si continuar avanzando. No se veían marcianos, aunque pudimos notar varios cuerpos calcinados que habían sido amontonados sin cuidado junto a la base de uno de los edificios. Evidentemente, aquí se había luchado y los monstruos habían conservado su supremacía. Acercarnos ahora nos causaría una muerte casi segura.

De pie, allí, indeciso, comprendí lo apremiante que era llegar al proyectil antes de que empeorara la situación.

—Es mejor que esperemos —dijo Amelia.

—Creo que debemos seguir —dije tranquilamente—. No nos van a detener con los uniformes que llevamos puestos.

—¿Y Edwina?

—Ella tendrá que quedarse aquí.

No obstante, a pesar de mi aparente resolución, yo no estaba seguro. Mientras observábamos, una de las máquinas de guerra se desplazó hacia un costado y su cañón de calor giró en forma amenazante. Extendió sus brazos metálicos colgantes hasta alcanzar el interior de uno de los edificios cercanos, aparentemente tanteando para ver si había alguien que se ocultaba en él. Después de unos momentos, continuó su marcha, esta vez desplazándose a mayor velocidad.

Entonces Amelia dijo:

—¡Por aquí, Edward!

Un marciano nos hacía señas desde uno de los otros edificios, agitando sus largos brazos. Con la mirada atenta a las máquinas, nos apresuramos a acercarnos a él y al momento Edwina y el marciano intercambiaron algunas palabras. Lo reconocí como uno de los hombres que había conocido el día anterior.

En un momento dado, Edwina dijo:

—Dice que sólo los pilotos de las máquinas de guerra voladoras pueden pasar. Los dos que ayer le mostraron la nave los están esperando.

Había algo en la forma en que dijo esto que me provocó cierta sospecha, pero no podía decir qué era, mientras no tuviera más pruebas.

—¿Vas a venir con nosotros? —preguntó Amelia.

—No, yo me quedo a luchar.

—Entonces, ¿dónde están los otros? —inquirí.

—En la máquina de guerra voladora.

Llevé a Amelia hacia un costado.

—¿Qué haremos?

—Debemos seguir. Si la revolución causa más problemas quizá no podamos partir.

—¿Cómo sabemos que no vamos directamente hacia una trampa? —dije.

—¿Pero quién nos la tendería? Si no podemos confiar en la gente, estamos perdidos.

—Eso es precisamente lo que me preocupa —dije.

El hombre que nos había hecho señas ya había desaparecido en el interior del edificio y Edwina parecía estar a punto de correr tras él. Miré por encima de mi hombro hacia las máquinas de los monstruos, pero no se apreciaba ningún movimiento.

Amelia dijo:

—Adiós, Edwina.

Levantó la mano, con los dedos separados, y la joven marciana hizo lo mismo.

—Adiós, Amelia —dijo, y luego se volvió y entró al edificio.

—Fue una fría despedida —dije—. Considerando que eres el líder de la revolución.

—No comprendo, Edward.

—Yo tampoco. Creo que debemos llegar al proyectil sin pérdida de tiempo.

V

Nos acercamos a las máquinas de guerra con mucho recelo, temiendo lo peor a cada paso. Pero no nos molestaron, y pronto habíamos pasado debajo de las elevadas plataformas y avanzábamos por el túnel hacia el emplazamiento de los cañones.

Una gran desconfianza estaba surgiendo dentro de mí, y me aterraba pensar en que pronto tendríamos que pasar bajo el escrutinio de los monstruos que custodiaban la entrada. Mi sensación de inseguridad se hizo más profunda cuando, segundos más tarde, oímos más explosiones en la ciudad y vimos varias máquinas de guerra que se desplazaban velozmente, disparando sus cañones.

—Me pregunto —dije—, si sospechan el papel que hemos tenido en la revuelta. Tu joven amiga se mostraba muy reacia a continuar con nosotros.

—Ella no tiene uno de estos uniformes.

—Es verdad —dije, pero no me sentía tranquilo.

La entrada al emplazamiento de los cañones ya estaba muy cerca y se veían elevarse las moles de los grandes cobertizos.

A último momento, cuando estábamos a no más de cinco metros de los puestos de observación de los monstruos, vi a uno de los dos jóvenes marcianos con quienes había estado el día anterior. Fuimos directamente hacia él. Había un vehículo vacío junto al camino y, junto con el marciano, nos ocultamos detrás de él.

Una vez fuera de la vista de los monstruos de la entrada, el marciano explotó en una serie de sonidos sibilantes y gestos demostrativos.

—¿Qué dice? —le pregunté a Amelia.

—No tengo la menor idea.

Esperamos hasta que terminó, y luego el marciano se quedó mirándonos fijamente, como si esperara una respuesta. Estaba a punto de comenzar nuevamente su andanada de palabras y gestos, cuando Amelia le señaló el emplazamiento de los cañones.

—¿Podemos entrar? —le dijo, pensando evidentemente que si él podía hablarnos en su idioma, nosotros podíamos hablarle en el nuestro, pero le ayudaba a comprender señalándole el emplazamiento.

No comprendimos su respuesta.

—¿Piensas que dijo que sí? —pregunté.

—Hay una sola manera de saberlo.

Amelia levantó la mano hacia él, y luego caminó en dirección a la entrada. La seguí, y ambos miramos hacia atrás para ver si esta acción provocaba alguna reacción negativa. Pareció no tratar de hacer ningún movimiento para detenernos; en cambio, levantó su mano en forma de saludo, de modo que continuamos avanzando.

Decididos ahora a terminar con este trance de una vez por todas, pasamos delante de los paneles de observación de los monstruos antes de darnos cuenta. No obstante, apenas habíamos andado unos pasos cuando un chillido de uno de los puestos nos heló la sangre. Nos habían descubierto.

Nos detuvimos, y de pronto me encontré temblando. Amelia había palidecido.

El chillido se oyó nuevamente y se repitió una vez más.

—Edward... debemos seguir caminando.

—¡Pero nos ordenaron que nos detuviéramos! —exclamé.

—No sabemos si fue así. Sólo nos queda seguir caminando.

Así, esperando oír, en el mejor de los casos, otro chillido bestial o, en el peor de ellos, ser abatidos por el rayo de calor, continuamos caminando hacia el cañón de nieve.

Milagrosamente, no nos detuvieron más.

VI

Ahora casi corríamos, porque teníamos nuestro objetivo a la vista. Pasamos entre las filas de proyectiles listos y nos encaminamos a la recámara del gigantesco cañón. Amelia, que veía el emplazamiento por primera vez, apenas podía dar crédito a sus ojos.

—¡Hay tantos! —dijo, casi sin aliento por el esfuerzo de correr cuesta arriba por la ladera de la montaña.

—Va a ser una invasión en gran escala —dije—. No podemos permitir que los monstruos ataquen la Tierra.

Durante la visita que había hecho el día anterior, las actividades de los monstruos se habían circunscripto al sector donde se armaban las máquinas, y este depósito de relucientes proyectiles no había tenido custodia. En cambio, ahora había monstruos y vehículos por todas partes. Continuamos apresuradamente, sin que nos detuvieran.

No había señal de humanos, aunque me habían dicho que para el momento en que entráramos al proyectil nuestros amigos estarían a cargo del dispositivo que disparaba el cañón. Confiaba en que hubiera habido aviso de nuestra llegada, porque no deseaba esperar mucho tiempo allí.

La escalera estaba todavía en su lugar, y conduje a Amelia por ella hasta la entrada a la cámara interior. Era tal nuestro apuro, que cuando uno de los monstruos que estaba en la base de la escalera estalló en una serie de chillidos modulados, no le prestamos atención. Ahora estábamos tan cerca de nuestro objetivo, tan cerca del instrumento que nos devolvería a la Tierra, que pensábamos que nada podía impedir nuestro propósito.

Me detuve para permitir que Amelia entrara primero, pero ella me hizo ver que sería más sensato que yo fuera adelante. Así lo hice, descendiendo por ese túnel gélido y oscuro hacia el bloque que cerraba la recámara del cañón, y dejando atrás la pálida luz del sol de Marte.

La escotilla de la nave estaba abierta, y esta vez Amelia entró antes que yo. Descendió por la rampa hacia el centro del proyectil, mientras yo me ocupaba de cerrar la escotilla como me habían indicado. Ahora que ya estábamos adentro, alejados de los ruidos y enigmas de la civilización marciana, repentinamente me sentí muy calmo y decidido.

Este interior espacioso, tranquilo, vagamente iluminado, totalmente vacío, era un mundo distinto de esa ciudad y sus gentes atormentadas; esta nave, producto del intelecto más despiadado del Universo, era nuestra salvación y nuestro hogar.

En otro momento, habría sido el vehículo de una terrible invasión a la Tierra; ahora, en las seguras manos de Amelia y mías, podía convertirse en la salvación de nuestro mundo. Era una presa de guerra, una guerra que en estos momentos la gente de la Tierra ni siquiera sospechaba.

Verifiqué la escotilla una vez más, para cerciorarme de que estaba realmente asegurada, luego tomé a Amelia entre mis brazos y la besé.

Ella dijo:

—La nave es enorme, Edward. ¿Estás seguro de que sabes lo que hay que hacer?

—Déjalo por mi cuenta.

Esta vez, mi confianza no era simulada. Otra vez, antes, había tomado una medida imprudente para evitar un destino aciago, y ahora veía que el destino nuevamente estaba en mis manos. Era tanto lo que dependía de mi capacidad y de mis acciones. La responsabilidad del futuro de mi mundo recaía sobre mis espaldas. ¡No podía ser que fallara!

Conduje a Amelia hacia arriba, por el piso inclinado de la cabina, y le mostré los tubos de presión que nos sostendrían y protegerían cuando se disparase el cañón. Consideré que era mejor que entráramos en ellos de inmediato, ya que no teníamos ninguna forma de saber en qué momento nuestros amigos del exterior efectuarían el lanzamiento de la nave. En esta situación tan confusa, los acontecimientos eran impredecibles.

Amelia entró en su tubo y observé cómo la extraña sustancia la envolvía.

—¿Puedes respirar? —le pregunté.

—Sí. —Su voz sonaba amortiguada, pero se oía bien—. ¿Cómo sales de esto? Me siento como aprisionada.

—Simplemente sales caminando —le dije—. No ofrecerá ninguna resistencia a menos que estemos sometidos a la fuerza de la aceleración.

Dentro de su tubo transparente, Amelia sonrió para demostrar que comprendía, de modo que yo me dirigí al mío. Pasé con dificultad junto a los controles que quedaban bien al alcance de mi mano, y luego sentí qua la suave tela me envolvía. Una vez cubierto todo mi cuerpo, dejé aflojar la tensión en que me encontraba y esperé que se produjera el lanzamiento. Pasó largo tiempo. No había nada que hacer salvo mirar los pocos metros que nos separaban y observar a Amelia y sonreírle. Podíamos oírnos si nos hablábamos, pero requería un esfuerzo considerable.

La primera señal de vibración, cuando llegó, fue tan débil que pude haberla atribuido a mi imaginación, pero momentos después fue seguida por otra. Luego se produjo una repentina sacudida y sentí que los pliegues de la tela se ajustaban contra mi cuerpo.

—¡Estamos en movimiento, Amelia! —grité, aunque no era necesario, ya que no había modo de confundir lo que estaba sucediendo.

Después de la primera sacudida se produjeron otras varias, de creciente intensidad, pero luego de un rato el movimiento se hizo suave y la aceleración constante. El tubo de tela me aprisionaba como una mano gigantesca, pero aun así podía sentir la presión generada por nuestra velocidad, mucho mayor que la que había experimentado en la nave más pequeña. Además, el período de aceleración era mucho más largo, presumiblemente como consecuencia de la inmensa longitud del tubo del cañón. Ahora se oía un ruido como nunca había oído: un poderoso rugido, un sonido atronador, al ser lanzada la nave por su tubo de hielo.

En el momento en que la aceleración alcanzaba el punto en que pensé que ya no iba a poder resistir más, aun dentro del abrazo protector del tubo, vi que Amelia había cerrado los ojos y que parecía haber perdido el conocimiento. Le grité, pero en el estruendo de nuestro lanzamiento no había ninguna esperanza de que pudiera oírme. La presión y el ruido eran, ahora, intolerables, y sentí que me mareaba y que mi vista se oscurecía. En el momento en que ya me quedaba sin vista, el rugido se convirtió en un murmullo sordo como ruido de fondo y la presión cesó repentinamente.

Los pliegues de la tela se aflojaron y salí del tubo con pasos inseguros. Amelia, liberada de la misma manera, cayó inconsciente al piso de metal. Me incliné sobre ella, dándole suaves palmadas en las mejillas... y pasaron unos instantes antes de que comprendiera que por fin nos habían lanzado al espacio.

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