Capítulo 8 LA CIUDAD DEL DOLOR

I

Crucé del otro lado para sentarme junto a Amelia, y ella tomó mi mano.

—Deberíamos haberlo comprendido —murmuró—. Ambos sabíamos que no podíamos seguir en la Tierra, pero ninguno de los dos quiso admitirlo.

—No podíamos haberlo sabido. Es una experiencia desconocida.

—También lo es la noción de viajar por el tiempo, y sin embargo la aceptamos de inmediato.

Luego de una ligera sacudida, notamos que el tren reducía la velocidad. Miré más allá del perfil de Amelia, a través del desierto árido, hacia aquella brillante luz en el cielo.

—¿Cómo podemos estar seguros de que aquella es la Tierra? —dije—. Después de todo, ninguno de los dos ha...

—¿No lo sabes, Edward? ¿No lo sientes dentro de ti? ¿No te parece que en este lugar todo es extraño y hostil? ¿Acaso no hay algo que nos llama instintivamente cuando miramos esa luz? Es la vista del hogar, y ambos lo sentimos.

—¿Pero qué vamos a hacer? —El tren se detuvo de nuevo mientras yo hablaba, y, al mirar a través de las ventanas del otro lado del vagón, vi que habíamos entrado en un galpón ferroviario grande y oscuro. De nuestro lado, una pared se interpuso entre nosotros y el panorama del cielo con sus advertencias ominosas.

—No tendremos ninguna alternativa a nuestro alcance —dijo Amelia—. No es tanto lo que hagamos sino lo que harán con nosotros.

—¿Te refieres a que estamos en peligro?

—Es posible... tan pronto como se den cuenta de que no somos de este mundo. Después de todo, ¿cuál sería el probable destino de un hombre que llegara a la Tierra desde otro mundo?

—No tengo idea —dije.

—Por lo tanto no podemos imaginar lo que nos aguarda.

Tendremos que esperar lo mejor, y confiar en que a pesar de que tienen una sociedad primitiva, nos tratarán bien. No me agradaría pasar el resto de mis días como un animal.

—Ni a mí. ¿Pero es eso probable, siquiera factible?

—Hemos visto como tratan a los esclavos. Si nos tomaran por dos de esos infelices, entonces sería muy posible que nos pusieran a trabajar.

—Pero ya nos han confundido con supervisores —le recordé—. Algo en nuestra ropa o nuestra apariencia ha obrado a nuestro favor.

—Aún debemos ser cuidadosos. No podemos saber lo que encontraremos aquí.

A pesar de la resolución que había en nuestras palabras, no estábamos en condiciones de decidir nuestro destino, pues además de los múltiples interrogantes que rodeaban nuestro futuro, estábamos desprolijos, cansados y hambrientos a causa de nuestra odisea en el desierto. Sabía que Amelia no podía sentirse mejor que yo, y yo estaba agotado. Nuestras palabras sonaban confusas, y a pesar de los esfuerzos por expresar nuestros sentimientos, el comprender por fin dónde nos había depositado la Máquina del Tiempo había sido el golpe definitivo para nuestra moral.

Afuera, podía oír cómo bajaban a los campesinos del tren, y el chasquido característico de los látigos eléctricos nos recordaba desagradablemente nuestra precaria situación.

—Este tren partirá pronto —dije, mientras, con suavidad, hacía que Amelia se pusiera de pie—. Hemos llegado a una ciudad y debemos buscar un refugio allí.

—No quiero ir.

—Tendremos que ir.

Fui hasta el extremo opuesto del vagón y abrí la puerta que estaba más cerca. Eché una rápida mirada a lo largo del tren; era evidente que estaban bajando a los esclavos por el otro lado, pues de éste no había ningún movimiento, a excepción de un hombre que se alejaba lentamente de mí. Volví junto a Amelia, quien permanecía sentada en una actitud pasiva.

—Dentro de pocos minutos el tren regresará al lugar de donde vinimos —dije—. ¿Deseas pasar otra noche en el desierto?

—Claro que no. Es que me pone un poco nerviosa la idea de entrar en la ciudad.

—Tenemos que comer, Amelia —dije—, y buscar algún lugar tibio y seguro donde dormir. El mero hecho de que ésta es una ciudad constituye una ventaja para nosotros: debe ser lo bastante grande como para que pasemos inadvertidos. Ya hemos sobrevivido a una terrible odisea, y no creo que debamos temer nada más. Mañana trataremos de averiguar cuáles son nuestros derechos.

Amelia sacudió la cabeza sin entusiasmo, pero para mi alivio, se puso de pie con aire de fatiga y me siguió afuera del vagón. Le tendí la mano para ayudarla a descender, y ella la tomó. No había fuerza en su gesto.

II

Desde el otro lado del tren nos llegaba el eco de los látigos, mientras corríamos hacia el lugar de donde emanaba una luz, detrás de una esquina. No había rastros del hombre que había visto antes. Al llegar a la esquina, giramos y vimos delante de nosotros una gran puerta, amurada en la pared de ladrillo y pintada de blanco. En la parte superior había un cartel, iluminado de alguna manera por detrás, y escrito con símbolos desconocidos por completo para mí. Fue el cartel lo que atrajo nuestra atención más que la puerta en sí, pues era la primera vez que veíamos escritura marciana.

Después de contemplarlo algunos segundos —las letras negras estaban dispuestas sobre fondo blanco, pero aquí se acababa la semejanza superficial con las escrituras de la Tierra— conduje a Amelia hacia la salida, ansioso de encontrar calor y alimento. Hacía un frío insoportable dentro del galpón, pues estaba abierto al aire de la noche.

La puerta no tenía picaporte, y, por un instante, me pregunté si encontraríamos algún extraño mecanismo como reto. Empujé para probar, y descubrí que uno de los lados se movía un poco.

Debo haber estado débil por la permanencia en el desierto, porque no pude continuar moviéndola. Amelia me ayudó, y pronto descubrimos que juntos podíamos abrir la puerta lo suficiente como para poder pasar, pero en cuanto la soltamos el pesado mecanismo volvió a su posición y se cerró de un golpe. Estábamos en un corto corredor, de no más de cinco o seis metros, en cuyo extremo había otra puerta. No había nada aquí, excepto un foco eléctrico fijado al cielo raso. Caminamos hasta la segunda puerta y la abrimos sintiendo un peso similar. Esta puerta también se cerró con rapidez detrás de nosotros.

—Siento como si tuviera los oídos tapados —dijo Amelia.

—Yo también —dije—. Creo que aquí la presión del aire es mayor.

Estábamos en un segundo corredor, idéntico al primero. Amelia recordó algo que le habían enseñado cuando estaba en Suiza, y me mostró cómo aliviar la presión en mis oídos sujetándome la nariz y tratando de expeler el aire.

Al cruzar la tercera puerta, percibimos otro aumento en la densidad del aire.

—¡Por fin puedo respirar! —dije, sin poder comprender cómo habíamos sobrevivido tanto tiempo en el aire enrarecido del exterior.

—No debemos hacer esfuerzos de más —dijo Amelia—. Ya empiezo a sentir mareos.

—Aun cuando estábamos ansiosos por seguir adelante, esperamos en el corredor algunos minutos más. Al igual que a Amelia, el aire más denso comenzaba a marearme, sensación intensificada por una traza apenas perceptible de ozono. Sentía un cosquilleo en las puntas de los dedos a medida que mi sangre se renovaba con este nuevo suministro de oxígeno, y esto junto con la menor gravedad de Marte —que, mientras estuvimos en el desierto, habíamos atribuido a alguna consecuencia de la altura— nos daba la sensación aparente de mucha energía. Aparente con toda seguridad, pues yo sabía que ambos estábamos casi al límite de nuestra resistencia; los hombros de Amelia estaban vencidos y sus ojos entrecerrados.

Puse mi brazo alrededor de sus hombros.

—Vamos —dije—, No habrá que caminar mucho más.

—Todavía tengo un poco de miedo.

—No hay nada que pueda amenazarnos —dije, pero en realidad compartía sus temores. Ninguno de los dos estaba en posición de comprender todo lo que implicaba nuestra situación. En lo profundo de mi corazón comenzaba a sentir los estremecimientos del temor instintivo a lo extraño, lo desconocido, lo exótico.

Avanzamos lentamente, nos abrimos paso a través de la siguiente puerta, y nos encontramos por fin contemplando una parte de la ciudad marciana.

III

Del otro lado de la puerta que acabábamos de atravesar, corría una calle de derecha a izquierda, y directamente enfrente de nosotros había dos edificios. A primera vista nos parecieron enormes y negros, tan acostumbrados estábamos a la desolación del desierto, pero al examinarlos una segunda vez, vimos que apenas superaban en tamaño a las casas más grandes de nuestras ciudades. Estaban aislados entre sí, y tenían intrincados adornos de yeso en las paredes externas; las puertas eran grandes y había pocas ventanas. Si bien esto daba a dichos edificios un halo de gracia y elegancia, hay que agregar sin embargo que ambos estaban en avanzado estado de deterioro. A decir verdad, en uno de ellos, una de las paredes se había desplomado, y la puerta estaba abierta, sujeta por un solo gozne. En el interior de los edificios encontramos gran cantidad de basura y desechos, y era evidente que ninguno de los dos había estado ocupado por muchos años. Las paredes que todavía estaban en pie tenían rajaduras y comenzaban a desmoronarse, y no quedaban rastros visibles del techo.

Miré hacia arriba y vi que sobre la ciudad se extendía el cielo, puesto que yo podía contemplar las estrellas en lo alto. Curiosamente, sin embargo, el aire aquí era más denso, al igual que en los corredores, y la temperatura mucho más cálida que la del desierto.

La calle donde nos encontrábamos estaba iluminada: de ambos lados había cada tanto torres como las que ya habíamos visto, y ahora comprendíamos una parte, al menos, de su función, pues sobre el techo pulido de cada una, había un poderoso reflector, que giraba a derecha e izquierda a medida que la plataforma rotaba con lentitud. Estos permanentes haces de luz tenían una apariencia extraña y siniestra, y distaban mucho de los cálidos y apacibles faroles de gas a los cuales estábamos acostumbrados Amelia y yo, pero el mero hecho de que los marcianos iluminaban las calles de noche era, de por sí, un tranquilizador dejo de humanidad.

—¿Hacia qué lado vamos? —preguntó Amelia.

—Tenemos que encontrar el centro de la ciudad —dije—. Es evidente que esta sección está abandonada. Sugiero que nos alejemos directamente de esta terminal hasta encontrar algunas personas.

—¿Personas? ¿Te refieres a... marcianos?

—Claro —dije, tomándole la mano para demostrar confianza—. Ya hemos visto varios sin saber quiénes eran. Se parecen mucho a nosotros, de modo que no tenemos nada que temer de ellos.

Sin esperar respuesta, la obligué a seguirme, y caminamos con paso ágil a lo largo de la calle, hacia la derecha. Al llegar a la esquina nos encontramos en una calle parecida a la anterior, pero un poco más larga. Sobre cada lado había más edificios, del mismo estilo arquitectónico que los otros, pero con las suficientes variantes sutiles como para evitar una repetición evidente. Aquí también los edificios estaban en mal estado, y no había forma de saber para qué se los había usado en el pasado. Dejando a un lado el deterioro, esta calle no hubiera desentonado en ninguna ciudad balnearia de Inglaterra.

Caminamos durante unos treinta minutos sin ver a ningún otro peatón, aunque al cruzar una bocacalle vimos, por un instante, a cierta distancia en el camino que atravesábamos, un transporte motorizado moviéndose con rapidez ante nuestra vista. Apareció demasiado rápido como para que lo observaramos en detalle, y nos dejó una impresión de gran velocidad y ruido intenso.

Luego, cuando nos acercábamos a un grupo de edificios donde se veían luces encendidas, Amelia señaló de pronto algo en una calle más angosta, a nuestra derecha.

—Mira, Edward —dijo en voz baja—. Hay personas junto a aquel edificio.

A lo largo de esa calle también había edificios iluminados, y de uno de ellos, tal como Amelia dijo, acababan de salir varias personas. Giré hacia allí de inmediato, pero Amelia me detuvo.

—No vayamos para allá —dijo—. No sabemos...

—¿Estás dispuesta a morirte de hambre? —exclamé, aunque mi coraje era una pantalla—. Tenemos que averiguar cómo vive esta gente, para poder comer y dormir.

—¿No crees que deberíamos tener más cuidado? Sería tonto que nos metiéramos en una situación de la cual después no podríamos salir.

—Ya estamos en esa situación —dije, y luego hice que mi voz sonara más convincente—. Amelia, querida, nuestro problema es grave. Es posible que tengas razón al pensar que sería tonto caminar directamente hacia esas personas, pero no conozco otra salida.

Durante un momento; Amelia no dijo nada, sino que se quedó de pie junto a mí, con su mano tomada de la mía, sin fuerza. Me pregunté si estaría a punto de desmayarse otra vez, porque parecía tambalearse un poco, pero un instante después me miró. Cuando lo hacía, el haz de luz de una de las torres iluminó su rostro, y pude ver que tenía aspecto de cansada y enferma.

—Por supuesto que tienes razón, Edward —dijo—. No pensaba que podríamos sobrevivir en el desierto. Está claro que debemos mezclarnos con los marcianos, porque no podemos regresar a aquello.

Oprimí su mano para reconfortarla, y luego caminamos lentamente hacia el edificio donde habíamos visto a los marcianos. Mientras nos acercábamos, varios más salieron por la puerta principal y empezaron a caminar por la calle en el sentido contrario a nosotros. Un hombre miró en nuestra dirección cuando dos haces de luz nos iluminaban, de modo que debió vernos claramente, pero no dio muestras de reaccionar y siguió caminando con los demás.

Amelia y yo nos detuvimos delante de la puerta y por unos instantes contemplamos a los marcianos que se alejaban por la calle. Todos caminaban con un movimiento extraño, como si trotaran sin esfuerzo; esto sin duda era producto de la escasa gravedad, y con seguridad Amelia y yo lo dominaríamos en cuanto nos acostumbráramos a las condiciones imperantes.

—¿Entramos? —preguntó Amelia.

—No se me ocurre otra cosa —respondí, y subí primero los tres pequeños escalones que había delante de la puerta. Otro grupo de marcianos venía en dirección opuesta, y pasaron a nuestro lado sin prestarnos atención. En la penumbra, no podíamos distinguir sus rostros, pero al verlos de cerca comprobamos lo altos que eran. Todos me llevaban por lo menos quince centímetros.

La luz del interior invadía el pasillo a través de una puerta, y cuando la cruzamos nos encontramos en una habitación enorme, con luces brillantes, una habitación tan grande que parecía ocupar todo el edificio.

Nos quedamos justo al lado de la puerta, aguardando cautelosamente, esperando a que nuestros ojos se acostumbraran a la brillante luz.

Al principio todo era confuso, pues el mobiliario que había estaba desordenado, y consistía, en su mayor parte, de estructuras tubulares. De estas estructuras colgaban mediante cuerdas algo así como hamacas: unos rectángulos grandes de tela gruesa o caucho, suspendidos a medio metro del piso. Tendidos sobre las hamacas, o de pie alrededor de ellas, había varias docenas de marcianos.

Con excepción de los esclavos-campesinos —que supusimos eran la clase social más baja— éstos eran los primeros marcianos que veíamos de cerca. Éstos eran los habitantes de la ciudad, los mismos que habíamos visto esgrimiendo los látigos eléctricos. Ésta era la gente que organizaba esta sociedad, elegía a sus líderes, hacía sus leyes. Éstos habrían de ser a partir de ahora nuestros pares, y a pesar del cansancio y la preocupación, Amelia y yo los observábamos con gran interés.

IV

Ya he mencionado que el marciano promedio es un individuo alto; lo queresalta más, y cuya importancia hay que destacar, es el hecho de que los marcianos son indiscutiblemente humanos o de apariencia humana.

Hablar del marciano promedio sería tan equívoco como hablar del hombre promedio en la Tierra, pues aun durante los primeros breves instantes en que observábamos a los ocupantes del edificio, Amelia y yo notamos que había muchas diferencias superficiales. Vimos algunos más altos que la mayoría, y algunos más bajos; había marcianos más robustos y otros más delgados; algunos tenían espesas cabelleras, otros eran calvos o iban camino a serlo; el color de piel que predominaba era un tinte rojizo, mas intenso en algunos.

Por lo tanto, teniendo esto en cuenta, digamos que el hombre adulto promedio de Marte se podría describir así:

Tendría alrededor de un metro noventa de estatura, y cabello castaño o negro. (No vimos pelirrojos ni rubios.) En una balanza terrestre, pesaría unos cien kilos. Tendría un tórax ancho y aparentemente musculoso; cejas finas y una barba recortada; algunos de los marcianos que vimos llevaban el rostro afeitado, pero esto no era común. Los ojos serían de un misterioso color pálido, grandes y bien separados; la nariz ancha y plana, y la boca de labios carnosos.

A primera vista, el rostro del marciano es inquietante, pues parece brutal y sin emociones; sin embargo, cuando más tarde nos mezclamos con esta gente, Amelia y yo logramos detectar ligeras variantes en la expresión, aunque nunca supimos con seguridad cómo interpretarlas.

(La presente descripción corresponde a un marciano de ciudad. Los esclavos pertenecían a la misma raza, pero debido a las privaciones que soportaban, la mayoría de los que vimos eran en comparación más pequeños y delgados.)

La mujer marciana —pues también había mujeres y niños en la habitación— es, como su equivalente terrestre, un poco inferior al hombre en el aspecto físico. Aun así, casi todas las mujeres marcianas que vimos eran más altas que Amelia, quien, como ya se ha dicho, era más alta que la mujer promedio de la Tierra. No hay ninguna mujer en Marte que pueda considerarse hermosa de acuerdo con las pautas terrestres, ni creo tampoco que el concepto de belleza tenga importancia alguna en Marte. En ningún momento tuvimos la impresión de que las mujeres marcianas fueran apreciadas por sus atractivos físicos, y, a decir verdad, a menudo tuvimos motivos para creer que, como con algunos animales de la Tierra, en Marte, los papeles a este respecto estaban invertidos.

Los niños que vimos, sin excepción alguna, nos parecieron encantadores, como lo son todas las criaturas. Sus caritas, redondas y vivaces, todavía no habían adquirido el aspecto desagradable tan evidente en los rostros de los adultos, anchos y chatos. Su conducta, como la de los niños de la Tierra, era, en general, ruidosa y traviesa, pero jamás parecían encolerizar a los adultos, cuya actitud hacia ellos era indulgente y solícita. Con frecuencia nos parecía que los niños eran la única fuente de felicidad en este planeta, pues sólo vimos reír a los adultos cuando estaban en compañía de los niños.

Esto me trae a un aspecto de la vida en Marte que, al principio no notamos pero que posteriormente se hizo cada vez más evidente; y éste es que no puedo imaginar una raza de seres que fuera en su totalidad más lúgubre, estuviera más deprimida, o fuese más desdichada que la de los marcianos. La atmósfera de desaliento estaba presente en la habitación cuando Amelia y yo entramos, y es probable que eso haya sido nuestra eventual salvación. El marciano típico que describí estaba obsesionado con su sufrimiento interior hasta el punto de excluir virtualmente todos los demás factores. No puedo atribuir a ninguna otra razón el hecho de que Amelia y yo pudiéramos movernos con tanta libertad por la ciudad sin llamar la atención. Aun durante esos primeros breves momentos, mientras esperábamos un grito de alarma o de entusiasmo ante nuestra aparición, apenas si miraron hacia nosotros unos pocos marcianos. No puedo creer que la llegada de un marciano a la Tierra despertase la misma indiferencia.

Tal vez contribuía a esta depresión total el hecho de que la habitación estaba casi en absoluto silencio. Uno o dos marcianos conversaban en voz baja, pero la mayoría permanecían sentados o de pie con aspecto sombrío. Había unos pocos niños corriendo mientras sus padres los observaban, pero éste era el único indicio de movimiento. Las voces que oímos eran extrañas: suaves y agudas. Claro está que no podíamos comprender lo que decían ni tampoco el tenor de las conversaciones —aunque acompañaban sus palabras con complicados gestos de las manos—, pero ver a estos seres grandes y feos hablando con una voz que parecía de falsete nos desconcertaba sobremanera.

Amelia y yo aguardamos junto a la puerta, dudando de todo. Miré a Amelia y, de pronto, ver su rostro —cansado, sucio, pero tan hermoso— me recordó todo lo que yo conocía. Ella también me miró; el esfuerzo de los dos días anteriores se veía aún en su expresión, pero sonrió y entrelazó sus dedos con los míos una vez más.

—Son sólo personas corrientes, Edward.

—¿Todavía tienes miedo? —le pregunté.

—No estoy segura... parecen inofensivos.

—Si ellos pueden vivir en esta ciudad, también lo haremos nosotros. Lo que debemos hacer es observar su vida cotidiana, y seguir su ejemplo. Al parecer no notan que somos extraños.

Justo en ese momento un grupo de marcianos se apartó de las hamacas y comenzaron a caminar con esa extraña especie de trote hacia nosotros. De inmediato salimos por la puerta y regresamos a la calle con sus luces siempre en movimiento. Cruzamos del otro lado, y nos volvimos para observar qué hacían los marcianos.

Poco después apareció el grupo, y sin mirar siquiera una vez hacia nosotros, se encaminaron en la misma dirección que habían tomado los otros antes. Esperamos algunos minutos, y luego los seguimos a cierta distancia.

V

Tan pronto como salimos a la calle nos dimos cuenta de que en el interior del edificio hacía más calor, y esto nos tranquilizó más aún. Yo había estado temiendo que los marcianos nativos acostumbraran vivir en el frío, pero adentro el edificio tenía calefacción y la temperatura era aceptable. No estaba seguro de querer dormir en un dormitorio colectivo —y menos aún deseaba eso para Amelia— pero aunque no nos importara, sabíamos al menos que esta noche podríamos dormir en un lugar cálido y confortable.

Comprobamos que no había mucho que caminar. Los marcianos que estaban delante de nosotros cruzaron una bocacalle, se unieron a un grupo mucho mayor que venía caminando desde otra dirección, y luego entraron en el edificio siguiente. Éste era más grande que muchos de los otros que habíamos visto hasta ahora, y por lo que se podía ver de él bajo la espasmódica luz de las torres, parecía ser de un estilo arquitectónico más simple. Se veía luz a través de las ventanas, y al acercarnos oímos mucho ruido en su interior.

Amelia aspiró con exageración.

—Huelo comida —dijo—. Y puedo oír ruido de platos.

—Y yo creo que es sólo la expresión de tus deseos.

De todos modos, nuestro ánimo era ahora mucho más optimista, y aunque apenas se notara en nuestras palabras, era señal de que Amelia compartía mi renacida esperanza.

Tanto valor nos había dado nuestra visita al otro edificio que no dudamos al acercarnos a éste, y entramos, confiados, a través de la puerta principal, a una habitación amplia y bien iluminada.

De inmediato vimos que no se trataba de otro dormitorio, pues casi todo el espacio estaba ocupado por largas mesas dispuestas en filas paralelas. Todas ellas atestadas de marcianos al parecer en pleno banquete. En las mesas había gran cantidad de fuentes con comida, el aire estaba impregnado de un olor grasiento y cargado de vapor, y en las paredes hacían eco las voces de los marcianos. En el otro extremo se encontraba lo que supusimos era la cocina, pues allí, alrededor de una docena de marcianos esclavos trabajaban con platos de metal y enormes fuentes de comida, dispuestas a lo largo de un mostrador a la entrada de la cocina.

El grupo de marcianos que seguimos se había acercado a ese mostrador y se estaban sirviendo comida.

—Amelia, nuestro problema está resuelto —dije—. Aquí hay cantidad de comida a nuestra disposición.

—Suponiendo que podamos comerla sin inconvenientes.

—¿Te refieres a que podría ser venenosa?

—¿Cómo podemos saberlo? No somos marcianos, y nuestro sistema digestivo puede ser muy diferente.

—No pienso morirme de hambre mientras decido —dije—.

Y de todos modos, nos están mirando.

Tal era el caso, pues aunque nos había sido posible pasar inadvertidos en el dormitorio, nuestra clara actitud vacilante estaba llamando la atención. Tomé a Amelia del brazo y la arrastré hasta el mostrador.

En momentos anteriores del día, yo había pensado que podría haber comido cualquier cosa, tanta era el hambre que tenía. Sin embargo, al pasar las horas, el hambre que me carcomía había sido reemplazada por una sensación de náusea, y la necesidad de comer era en ese momento mucho menor de lo que hubiera esperado. Más aún, al acercarnos al mostrador, quedó claro que, aunque había comida en abundancia, poca tenía aspecto apetitoso, y me sentí de pronto inesperadamente quisquilloso. La mayor parte de la comida era líquida o semilíquida, y estaba colocada en soperas y fuentes hondas. La vegetación escarlata era a todas luces el alimento básico de estas personas, a pesar de que habíamos visto varios campos de cultivos verdes, pues muchos de los platos que parecían guisos contenían grandes cantidades de tallos y hojas rojos. Había, no obstante, dos o tres platos que podían ser de carne (aunque muy cruda), y sobre un costado había algo que de no ser por el hecho de que no habíamos visto ganado, habríamos tomado por queso. Además, había varias jarras de vidrio con líquidos de colores vivos, que los marcianos vertían sobre la comida a manera de salsas.

—Sírvete pequeñas cantidades de todos los platos diferentes que puedas —dijo Amelia en voz baja—. Entonces si alguno es peligroso su efecto se verá disminuido.

Las fuentes eran grandes y de un metal opaco, y tanto Amelia como yo reunimos una abundante cantidad de comida. Una o dos veces aspiré el aroma de lo que me servía, pero me resultó desagradable... para usar la palabra más suave.

Con nuestros platos en las manos, nos dirigimos hacia una de las mesas del costado, lejos del grupo principal de marcianos.

En uno de los extremos de la mesa que elegimos, había un pequeño grupo de personas, pero los dejamos atrás y nos sentamos en el otro extremo. Los asientos eran largos bancos bajos, uno a cada lado de la mesa. Amelia y yo nos sentamos juntos, de ninguna manera tranquilos en este extraño lugar, aunque los marcianos no nos prestaban atención ahora que nos habíamos alejado de la puerta.

Cada uno probó un poco de la comida: no era agradable, pero aún estaba caliente y sin duda era mejor que un estómago vacío.

Después de un momento, Amelia me habló en voz baja:

—Edward, no podemos vivir así para siempre. Sólo hemos tenido suerte hasta ahora.

—No hablemos de eso ahora. Ambos estamos agotados. Buscaremos un lugar donde dormir esta noche, y por la mañana haremos planes.

—¿Planes para qué? ¿Para pasarnos la vida escondidos?

Estoicamente logramos terminar la comida, con aquel gusto amargo que probamos por primera vez en el desierto, siempre presente. La carne no era mejor; se parecía a algunos cortes de carne vacuna, pero tenía un sabor suave y dulzón. Hasta el “queso”, que dejamos para el final, era ácido.

Dentro de todo, lo que sucedía a nuestro alrededor apartó nuestra atención de la comida.

Ya he dicho que la expresión habitual de los marcianos es en extremo lúgubre, y a pesar de la mucha conversación, no había ninguna frivolidad. En nuestra mesa, una mujer se inclinó hacía adelante, apoyó su ancha frente sobre los brazos y vimos que le caían lágrimas de los ojos. Poco después, del otro lado de la habitación, un marciano se puso de pie de un salto y comenzó a pasearse por el lugar, agitando sus largos brazos y declamando con su extraña voz aguda. Se acercó a una pared y se apoyó contra ella, golpeando los puños y gritando. Por fin esto atrajo la atención de sus compañeros, y varios corrieron hacia él y trataron al parecer de calmarlo, pero estaba desconsolado.

Unos segundos después de este incidente, como si el dolor fuese contagioso, se desató tal ola de lamentos que Amelia sintió el impulso de preguntarme:

—¿Crees posible que aquí las respuestas sean diferentes? ¿Quiero decir que cuando parece que lloran en realidad se están riendo?

—No estoy seguro —repuse, mientras observaba con cuidado al marciano que sollozaba. Continuó con su llanto algunos segundos más y luego se apartó de sus amigos y salió corriendo de la habitación, cubriéndose la cara con las manos. Los demás aguardaron a que traspusiera la puerta y luego volvieron a sus asientos, con aspecto taciturno.

Observamos que la mayoría de los marcianos bebían grandes cantidades de un líquido que había en las jarras de vidrio puestas en cada mesa. Como era transparente, habíamos supuesto que se trataba de agua, pero cuando probé un poco me di cuenta al instante de que no era así. Aunque era refrescante, tenía un fuerte contenido alcohólico, hasta tal punto que, segundos después de beberlo, comencé a sentir un agradable mareo.

Le serví un poco a Amelia, pero ella apenas bebió un sorbo.

—Es muy fuerte —dijo—. Tenemos que estar lúcidos.

Yo me había servido ya una segunda copa, pero ella me impidió beberla. Creo que fue prudente de su parte hacer eso, porque mientras observábamos a los marcianos comprobamos que la mayoría se estaba embriagando con rapidez. Comenzaban a hacer más ruido que antes y su actitud era más despreocupada. Hasta se oyeron risas, aunque sonaban estridentes e histéricas. Bebían grandes cantidades de ese líquido alcohólico, y los esclavos de la cocina traían más jarras. Un banco cayó para atrás sobre el piso, y los que estaban sentados quedaron tendidos formando una pila; y un grupo de mujeres capturó a dos de los esclavos jóvenes y los acorralaron en un rincón; lo que siguió no lo pudimos ver debido a la confusión. Más esclavos vinieron de la cocina, y la mayoría eran mujeres jóvenes. Para asombro nuestro, no sólo estaban desnudas por completo, sino que se mezclaban con sus amos con toda libertad, abrazándolos y seduciéndolos.

—Me parece que es hora de que nos vayamos —dije.

Amelia se quedó mirando la escena que se desarrollaba algunos minutos más antes de contestar. Luego dijo:

—Muy bien. Esto es vulgar y desagradable.

Caminamos hacia la puerta, sin mirar hacia atrás. Otro banco y una mesa se volcaron, acompañados por el ruido de vasos que se rompían y los gritos de los marcianos. La atmósfera de sentimentalismo había desaparecido.

Entonces, cuando llegábamos a la puerta, el eco de un sonido se esparció por la habitación, nos hizo estremecer y volver la mirada. Era un chillido áspero y disonante, que al parecer provenía de un lejano rincón de la habitación, pero tenía suficiente volumen como para sofocar cualquier otro sonido.

El efecto que tuvo sobre los marcianos fue dramático: cesó todo movimiento, y los presentes se miraron desesperados unos a otros. En medio del silencio que siguió a esta repentina y brutal interrupción, oímos sollozos otra vez.

—Vamos, Amelia —dije.

De modo que salimos con rapidez del edificio, lúcidos gracias al incidente, sin comprender, pero bastante asustados.

Había ahora menos personas que antes, pero los reflectores de las torres recorrían las calles como para descubrir a aquellos que deambulaban en la noche, cuando todos los demás estaban en los edificios.

Llevé a Amelia lejos de esa zona de la ciudad donde se reunían los marcianos, de vuelta hacia la parte que habíamos atravesado primero, donde había menos luces. Las apariencias, sin embargo, engañaban, pues el hecho de que no se viera luz en un edificio, y que no se oyera ningún ruido, no quería decir que no estuviera ocupado. Caminamos cerca de diez cuadras, y luego probamos entrar en un edificio oscuro.

Adentro, las luces estaban encendidas, y vimos que allí había tenido lugar otra fiesta. Vimos... pero no es correcto que mencione aquí lo que vimos. Amelia no tenía más deseos que yo de presenciar tal depravación, y nos alejamos apresuradamente, todavía incapaces de conciliar este mundo con el que habíamos dejado.

Cuando probamos con otro edificio, me adelanté solo... pero el lugar estaba sucio y vacío, y el fuego había destruido por completo todo lo que hubiera una vez en su interior. El siguiente edificio que exploramos era otro salón dormitorio, repleto de marcianos. Sin causar molestias nos retiramos.

Así fue, mientras íbamos de un edificio a otro, en busca de un salón dormitorio desocupado; buscamos durante tanto tiempo que comenzamos a creer que no había ninguno que pudiéramos encontrar. Pero entonces, por fin, tuvimos suerte, y hallamos un salón donde había hamacas desocupadas; entramos y nos pusimos a dormir.

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