Capítulo 19 CÓMO NOS ALIAMOS CON EL FILÓSOFO

I

En Marte había soñado con plantas y flores; aquí, en la campiña calcinada, veíamos sólo pastos carbonizados y humeantes, y la negrura se extendía en todas direcciones. En Marte había deseado con desesperación ver y oír a mis coterráneos; aquí no había nadie, sólo los cadáveres de los infortunados que habían caído presa del rayo de calor. En Marte había respirado con dificultad en su atmósfera tenue, y ansiado respirar el dulce aire de la Tierra; aquí, el olor del fuego y de la muerte nos secaba la garganta y nos asfixiaba.

Marte era desolación y guerra y la Tierra sentía ahora los primeros síntomas de la gangrena marciana, así como Amelia y yo los habíamos experimentado en su momento.

II

Detrás de nosotros, hacia el Sur, había un pequeño pueblo en una colina, y las máquinas de guerra ya lo habían atacado. Un gran manto de humo se extendía sobre el pueblo, sumándose a las nubes de tormenta que se estaban reuniendo más arriba, y en el aire tranquilo de la noche podíamos oír gritos y explosiones.

Hacia el Oeste vimos la cúpula dorada de una de las máquinas, girando a uno y a otro lado a medida que su enorme motor la impulsaba a zancadas a través de árboles lejanos incendiados. Retumbaban los truenos, y no había trazas del ejército.

Nos alejamos apresuradamente, pero ambos estábamos débiles por nuestra odisea en el proyectil, no habíamos comido nada y apenas habíamos dormido en los últimos dos días. Por consiguiente, nuestro avance era lento, a pesar de lo apremiante de nuestra huida. Yo tropecé dos veces, y ambos sufrimos dolorosas punzadas en el costado.

Corrimos enceguecidos, temiendo que los marcianos nos vieran y nos ejecutaran sumariamente como lo habían hecho con los demás. Pero no fue sólo el instinto de conservación lo que nos impelía a seguir adelante; aunque no queríamos morir, ambos comprendíamos que sólo nosotros sabíamos la magnitud de la amenaza que se cernía sobre el mundo.

Finalmente, llegamos a las afueras del pueblo y el terreno allí descendía hacia un arroyuelo que corría entre los árboles. Las ramas superiores habían sido quemadas por el rayo, pero, debajo, los pastos estaban húmedos y había alguna flor.

Sollozando de temor y agotamiento, caímos junto al agua y recogiéndola con las manos ahuecadas bebimos ruidosa y largamente. ¡Para nuestro paladar, cansado de las aguas amargas y metálicas de Marte, esta corriente era pura, en verdad!

Mientras habíamos corrido frenéticamente por los campos, el crepúsculo se había convertido en noche, transformación que se había visto acelerada por las nubes de tormenta que se estaban reuniendo. Ahora, los truenos retumbaban con mayor intensidad y eran más frecuentes, y destellaban los relámpagos. No pasaría mucho tiempo antes de que se desencadenara la tormenta sobre nosotros. Teníamos que continuar la marcha tan pronto como pudiéramos: nuestro vago plan de alertar a las autoridades era la única meta, aun cuando sabíamos que sólo unos pocos ignorarían que una poderosa fuerza destructiva se había desencadenado sobre la Tierra.

Nos quedamos tendidos junto al arroyo durante unos diez minutos. Rodeé con mi brazo los hombros de Amelia y la estreché contra mí con espíritu protector, pero no hablamos. Creo que ambos estábamos tan sobrecogidos por la enormidad de los daños, que no hallábamos palabras para expresar nuestros sentimientos. ¡Esta era Inglaterra, el país que amábamos, y esto era lo que le habíamos causado!

Cuando nos pusimos de pie vimos que los incendios provocados por los marcianos todavía ardían, y vimos nuevas llamas hacia el Oeste. ¿Dónde estaban las defensas de nuestro pueblo? El primer proyectil había aterrizado hacía casi dos días; ¿estaría toda la región rodeada de cañones?

Pronto tendríamos la respuesta a esos interrogantes, y durante algunas horas ello nos dio una cierta seguridad.

III

La tormenta se desencadenó poco después de que abandonamos nuestro refugio temporario. Repentinamente nos vimos envueltos en un diluvio de tal intensidad, que nos tomó totalmente por sorpresa. A los pocos segundos estábamos calados hasta los huesos.

Yo estaba decidido a guarecernos en algún refugio hasta que el aguacero pasara, pero Amelia se soltó de mi mano y se alejó bailando. La vi iluminada por las llamas distantes, teñida de un reflejo rojo. La lluvia le aplastaba sus largos cabellos contra el rostro, y su sucia camisa empapada se le ceñía contra la piel. Alzó las manos con las palmas hacia arriba, hacia la lluvia, y luego se apartó el cabello de la cara. Había abierto la boca y la oí reír en voz alta. Después se volvió y saltó y chapoteó en los charcos; me tomó de la mano y me hizo girar con alegría. En seguida me contagié su humor alegre, sensual, y juntos, en esa campiña oscura, cantamos y reímos histéricamente, abandonándonos por completo a la emoción de la lluvia.

El aguacero cesó, y al intensificarse los truenos y relámpagos, nos serenamos. Besé a Amelia cariñosamente por un momento y luego proseguimos nuestro camino abrazados.

Varios minutos más tarde cruzamos un camino, pero no había tránsito alguno, y poco después llegamos a otro terreno boscoso. Detrás de nosotros, ahora a una distancia de tres kilómetros o más, podíamos ver el pueblo incendiado en la colina, cuyas llamas no había apagado la lluvia.

En el mismo momento en que llegábamos debajo de los primeros árboles, Amelia súbitamente señaló hacia la derecha. Allí, alineados a cubierto del bosque, había una pequeña batería de artillería, con los tubos de los cañones asomando a través del camuflaje que proporcionaban los arbustos.

Los soldados nos habían visto al mismo tiempo —porque los relámpagos todavía se sucedían con una brillantez asombrosa— y un oficial cubierto con una capa que relucía en la lluvia, se acercó a nosotros.

Fui hacia él de inmediato. No podía ver su rostro en la oscuridad, porque tenía la gorra metida sobre los ojos para protegerse de la lluvia. Dos artilleros se quedaron a corta distancia detrás de él, prestándonos poca atención porque tenían la vista fija en la dirección de donde habíamos venido.

—¿Usted está al mando aquí? —le dije.

—Sí, señor. ¿Viene usted de Woking?

—¿Es ése el pueblo de la colina?

Asintió.

—Parece que está feo el asunto allí, señor. Muchas bajas civiles.

—¿Saben ustedes contra qué luchan? —dije.

—Oí algunos rumores.

—No se trata de un enemigo corriente —dije, levantando un poco la voz—. Deben destruir su foso de inmediato.

—Yo tengo mis órdenes, señor —dijo el oficial, y precisamente en ese momento hubo un brillante destello de luz, que se repitió tres veces, y pude ver su rostro por primera vez. Era un hombre de alrededor de veinticinco años, y las líneas netas y regulares de su rostro eran tan inesperadamente humanas que por un momento me quedé sin habla. En el mismo destello de luz él debió haber visto a Amelia y a mí, también, y notado nuestro aspecto descuidado. El oficial continuó diciendo:

—Los hombres han oído rumores de que son gente de Marte.

—No son gente —dijo Amelia, adelantándose—. Son monstruos malignos, destructivos.

—¿Los vio usted, señor? —me dijo el oficial.

—¡Más que eso! —exclamé por encima del retumbar del trueno—. ¡Vinimos con ellos desde Marte!

El oficial se volvió de inmediato e hizo señas a los dos artilleros, quienes vinieron al momento.

—Estos dos civiles —dijo—. Acompáñelos al camino de Chertsey y vuelva.

—¡Tiene que escucharme! —le grité al oficial—. Estos monstruos deben ser muertos en la primera oportunidad que se presente.

—Mis órdenes son perfectamente claras, señor —dijo el oficial, preparándose a irse—. El Cardigan es el mejor regimiento de artillería a caballo del Ejército Británico, un hecho que hasta usted, trastornado como está, debe admitir.

Avancé con ira, pero me detuvo uno de los soldados. Luché y grité:

—¡No estamos trastornados! ¡Tienen que cañonear su foso ahora mismo!

El oficial me miró con compasión durante un segundo o dos —suponiendo, evidentemente, que yo había visto destruir mi casa y mis bienes y que había perdido la razón por el momento—, luego se volvió y se fue chapoteando por el suelo cubierto de lodo hacia una hilera de tiendas de campaña.

El artillero que me retenía dijo:

—Vamos, señor. Este no es lugar para civiles.

Vi que el otro soldado tenía a Amelia asida del brazo, y le grité que la soltara. Así lo hizo, y entonces yo la tomé del brazo y dejé que los soldados nos llevaran más allá de las cuerdas donde estaban atados los caballos —donde los pobres animales tironeaban y relinchaban, su pelo lustroso por la lluvia— y hacia el corazón del bosque. Caminamos durante varios minutos, durante los cuales nos enteramos de que el destacamento había cabalgado desde los cuarteles de Aldershot esa tarde, pero no obtuvimos ninguna información más, y luego llegamos a un camino.

Allí los soldados nos indicaron la dirección hacia Chertsey y luego se encaminaron de regreso al emplazamiento de su batería.

Le dije a Amelia:

—No tienen idea de lo que deben enfrentar.

Ella lo tomó en forma más filosófica que yo.

—Pero están atentos al peligro, Edward. No podemos decirles lo que tienen que hacer. Los marcianos serán contenidos en el campo.

—¡Hay otros ocho proyectiles más que van a aterrizar! —dije.

—Entonces tendrán que ocuparse de ellos uno por uno. —Tomó mi mano con afecto y comenzamos a caminar por el camino hacia Chertsey—. Tenemos que ser cuidadosos acerca de la forma en que contemos a la gente nuestras aventuras.

Tomé sus palabras como un pequeño reproche y dije, defendiéndome:

—El momento no fue oportuno. Él pensó que yo estaba loco.

—Entonces debemos actuar con más calma.

Dije:

—Ya se ha informado que los proyectiles provienen de Marte. ¿Cómo pueden haberlo sabido?

—No lo sé, pero estoy segura de una cosa que es muy importante para nosotros. Sabemos dónde estamos, Edward. Hemos aterrizado en Surrey.

—Ojalá hubiera dirigido el proyectil hacia el mar.

—Si vamos a Chertsey —dijo Amelia, en nada preocupada por mi pesimismo—, ¡entonces estamos a menos de veinte kilómetros de la casa de Sir William, en Richmond!

IV

Cuando entramos en Chertsey, era evidente que el pueblo había sido evacuado. La primera señal que tuvimos fue cuando pasamos la estación y vimos que habían cerrado las rejas de la entrada de pasajeros. Al otro lado, un letrero escrito con tiza anunciaba que el servicio de trenes había sido suspendido hasta nuevo aviso.

Más hacia el interior de la ciudad, al caminar por caminos sin iluminar, no vimos una sola lámpara encendida en ninguna de las casas, y tampoco a nadie en las calles. Caminamos hasta el río Támesis, pero todo lo que pudimos ver fueron varias lanchas y botes amarrados a la orilla, movidos por la corriente.

Los truenos habían cesado, aunque continuaba lloviendo, y ambos estábamos muertos de frío.

—Tenemos que encontrar algún lugar donde descansar —dije—. Ambos estamos agotados.

Amelia asintió sin fuerzas y se apretó un poco más contra mi brazo. Me alegraba, por ella, de que no hubiera nadie que nos viera: nuestro abrupto regreso a la civilización sirvió para hacerme recordar que Amelia, con su camisa desgarrada y empapada, era como si estuviera desnuda, y que yo no estaba mucho mejor vestido.

Amelia tomó una decisión repentina.

—Debemos forzar la entrada en alguna de las casas. No podemos dormir a la intemperie.

—Pero los marcianos...

—Dejemos que el ejército se ocupe de ellos. Querido, debemos descansar.

Había varias casas cuyos fondos daban hacia el río, pero cuando fuimos de una a otra comprendimos que la evacuación debió haber sido ordenada y sin pánico, porque todas ellas tenían bien cerradas y aseguradas sus puertas y ventanas.

Por fin llegamos a una casa, en un camino que estaba a poca distancia, apenas, del río, en la cual una ventana cedió cuando la empujé. Entré por ella de inmediato y luego desde adentro abrí la puerta para que pasara Amelia. Ella entró, tiritando, y le di calor con mi cuerpo.

—Quítate la camisa —le dije—. Te buscaré algunas ropas.

La dejé sentada en la cocina, porque el fuego había estado encendido durante el día y allí el ambiente todavía era cálido. Recorrí las habitaciones del piso superior, pero descubrí, con gran desilusión, que todos los armarios estaban vacíos, aun en las dependencias de la servidumbre. Encontré, sí, algunas mantas y toallas, y las llevé abajo. Allí me quité mi ropa interior y la coloqué, junto con la andrajosa camisa de Amelia, en la barra que había delante del hornillo. Cuando había estado en el piso superior había encontrado que el agua del tanque todavía estaba caliente, y mientras nos encontrábamos acurrucados en nuestras mantas junto al hornillo, le dije a Amelia que podía tomar un baño.

Su reacción a esta noticia fue una expresión de placer tan inocente y libre de prejuicios que no quise añadir que tal vez sólo hubiera suficiente agua caliente para uno.

Mientras yo había estado buscando ropa, Amelia no había permanecido ociosa. Había descubierto algunos alimentos en la despensa, y aunque estaban fríos, nos parecieron deliciosos. Creo que nunca olvidaré la primera comida que hicimos después de nuestro regreso: carne salada, queso, tomates y una lechuga cultivada en la huerta. Hasta pudimos beber algo de vino, porque la casa contaba con una modesta bodega.

No nos atrevimos a encender ninguna de las lámparas, dado que las casas que nos rodeaban estaban a oscuras, y si alguno de los marcianos llegaba a pasar por allí nos vería de inmediato. Aun así, revisé la casa en busca de algún periódico o revista, esperando poder enterarme qué habían sabido acerca de los proyectiles antes que los marcianos salieran del foso. No obstante, habían retirado todo de la casa, salvo lo que habíamos encontrado.

Finalmente, Amelia dijo que tomaría su baño, y poco después oí el ruido del agua al caer en la bañera. En ese momento regresó.

Dijo:

—Estamos acostumbrados a compartir la mayor parte de las cosas, Edward, y creo que tú estás tan sucio como yo.

Así fue que, mientras nos encontrábamos tendidos juntos en el agua humeante, descansando verdaderamente por primera vez desde nuestra huida, vimos el resplandor verde del tercer proyectil, cuando cayó a tierra a varios kilómetros hacia el Sur.

V

Estábamos tan agotados, que a la mañana siguiente dormimos hasta una hora muy avanzada; considerando la situación, no era lo más conveniente, pero nuestro encuentro con la artillería la noche anterior nos había devuelto la seguridad, y nuestros cuerpos fatigados ansiaban descansar. En efecto, cuando desperté, mis primeros pensamientos no fueron, en absoluto, para los marcianos. La noche anterior, había puesto en hora mi reloj de acuerdo con el que había en la sala de estar, y tan pronto como desperté lo miré y vi que eran las once menos cuarto. Amelia todavía estaba dormida a mi lado, y cuando la toqué suavemente para despertarla me atacaron los primeros sentimientos de intranquilidad acerca de la forma imprudente en que nos estábamos comportando. Como resultado natural de nuestro confinamiento en Marte, habíamos comenzado a comportarnos como marido y mujer y por más que me resultaba muy placentero —y sabía que a Amelia también— la familiaridad misma de lo que nos rodeaba, la mansión agradable de ese tranquilo pueblo junto al río, me hacían recordar que ahora estábamos de regreso en nuestra sociedad. Pronto llegaríamos a algún lugar donde todavía no se hubiera hecho sentir el espantoso efecto de los marcianos, y entonces nos veríamos obligados a observar los hábitos sociales de nuestro país. Lo que había pasado entre nosotros antes de que nos durmiéramos se volvía incorrecto en nuestro ambiente actual.

Fuera de la casa, la campiña estaba silenciosa. Oí pájaros que cantaban y el ruido de los botes amarrados, golpeándose unos con otros en el río... pero nada de ruedas, nada de pisadas, nada de cascos repiqueteando sobre caminos afirmados.

—Amelia —le dije en voz baja—. Debemos ponernos en marcha si queremos llegar a Richmond.

Se despertó entonces, y durante unos momentos permanecimos abrazados con cariño.

Ella dijo:

—Edward... ¿qué ruido es ése?

Nos quedamos quietos, y luego yo también oí lo que le había llamado la atención. Era como si alguien arrastrara un gran peso... oímos el crujido de plantas y árboles, el ruido de la grava al ser hollada y, sobre todo, el rechinar de metal sobre metal. Por un instante me quedé helado de espanto, luego salí de esa parálisis y salté de la cama. Corrí a través de la habitación y abrí las cortinas sin pensar en el peligro. ¡Al inundarse el cuarto con la luz del sol vi directamente frente a nuestra ventana la pata articulada de metal de una máquina de guerra! Mientras la miraba horrorizado, salió una bocanada de humo verde por las articulaciones y el mecanismo elevado impulsó el artefacto más allá de la casa.

Amelia también la había visto y se incorporó en la cama, apretando las sábanas contra su cuerpo.

Corrí hacia ella, aterrado por el tiempo que habíamos perdido.

—Debemos irnos de inmediato.

—¿Con eso allí afuera? —dijo Amelia—. ¿Dónde se ha ido? Salió apresuradamente de la cama y fuimos juntos, en silencio, por el piso alto de la casa, hasta una habitación del otro lado. Era la habitación de un niño, porque el piso estaba sembrado de juguetes. Espiando por las cortinas semicorridas, miramos en dirección al río.

Se veían tres máquinas de guerra. Sus plataformas no estaban elevadas hasta su máxima posición y tampoco podían verse sus cañones de calor. En cambio, en la parte posterior de cada plataforma habían instalado lo que parecía ser una inmensa red de metal, y colocaban en esas redes los cuerpos inertes de los seres humanos que habían sido electrocutados por los tentáculos de metal que colgaban de las máquinas. En la red de la máquina de guerra que estaba más cerca de nosotros había ya siete u ocho personas, que yacían en un montón informe donde habían sido depositadas.

Mientras observábamos la escena consternados, vimos que los tentáculos de metal de una de las máquinas más distante se introducía dentro de una casa... y se retiraba alrededor de treinta segundos después, apresando el cuerpo inconsciente de una niña.

Amelia se cubrió la cara con las manos y se apartó.

Permanecí frente a la ventana unos diez minutos más, petrificado por el temor de que nos vieran y también por el horror de lo que estaba presenciando. Pronto apareció una cuarta máquina, que también llevaba su carga de despojos humanos. Detrás de mí, Amelia, tendida en la cama del niño, sollozaba en silencio.

—¿Dónde está el ejército? —dije en voz baja, repitiendo las palabras una y otra vez. Era inconcebible que no se pusiera coto a tales atrocidades. ¿La batería que habíamos visto la noche anterior había dejado pasar a los monstruos sin combatirlos? ¿O ya se había librado un breve combate, del cual los monstruos habían salido indemnes?

Afortunadamente para Amelia y para mí, la expedición de aprovisionamiento de los marcianos parecía estar terminando, pues las máquinas de guerra se detuvieron, aparentemente, porque los conductores se consultaban entre ellos. Finalmente, apareció uno de los vehículos de superficie dotados de patas, y en contados instantes los cuerpos inconscientes fueron transferidos a él.

Presintiendo que iba a haber nuevos acontecimientos, le pedí a Amelia que fuera al piso de abajo y recogiera nuestras ropas. Así lo hizo y regresó casi de inmediato. Tan pronto como me puse las mías, dejé a Amelia montando guardia en la ventana y fui de una habitación a otra para ver si había más máquinas de guerra en los alrededores. Se veía una sola, y estaba aproximadamente a un kilómetro y medio, hacia el Sudeste.

Oí que Amelia me llamaba y me apresuré a volver junto a ella. Sin decir palabra, me señaló con un gesto: las cuatro máquinas de guerra se alejaban de nosotros, moviéndose lentamente hacia el Oeste. Sus plataformas todavía estaban bajas, los cañones de calor seguían sin elevarse.

—Esta es nuestra oportunidad —dije—. Podemos tomar un bote y dirigirnos a Richmond.

—Pero, ¿no hay peligro?

—No más que en cualquier otro momento. Es un riesgo que debemos correr. Debemos mantenernos constantemente en guardia, y a la primera señal de los marcianos buscaremos refugio en la orilla.

Amelia parecía dudar, pero no formuló ninguna otra objeción.

Todavía conservábamos algún resto de buena educación, a pesar de la terrible anarquía que nos rodeaba, y no abandonamos la casa hasta que Amelia dejó una breve nota al propietario disculpándonos por nuestra irrupción y prometiéndole pagar oportunamente los alimentos que habíamos consumido.

VI

Las tormentas del día anterior habían pasado, y la mañana era soleada, cálida y tranquila. Sin pérdida de tiempo bajamos hasta la orilla del río y caminamos por uno de los muelles de madera, al cual estaban amarrados varios botes de remos. Elegí el que a mi criterio era sólido, sin ser muy pesado. Ayudé a Amelia a entrar en él, luego subí detrás de ella y solté las amarras de inmediato.

No había señal de ninguna de las máquinas de guerra,.pero aun así remé junto a la orilla Norte, porque en ella crecían sauces llorones, cuyas ramas se extendían sobre el río en muchos lugares.

No hacía más de dos minutos que remábamos cuando nos alarmó una explosión de fuego de artillería desde algún lugar cercano.

—¡Agáchate, Amelia! —grité, porque por sobre los techos de Chertsey había visto volver a las cuatro máquinas de guerra. Los relucientes titanes estaban levantados hasta su altura máxima y sus cañones de calor estaban elevados. Las granadas de artillería explotaban en el aire a su alrededor, pero no les causaban daños, según yo podía ver.

Amelia se había tendido a lo largo sobre las planchas del piso del bote, y se arrastró hasta donde yo estaba sentado. Se abrazó a mis piernas, apretándome como si ello bastara para alejar a los marcianos. Observamos cómo las máquinas de guerra modificaban abruptamente su rumbo y se encaminaban hacia el emplazamiento de artillería situado en la orilla Norte, frente a Chertsey. La velocidad de las máquinas era prodigiosa. Cuando llegaron a la orilla del río no vacilaron, sino que se lanzaron al agua, levantando una enorme masa de espuma. Todo el tiempo sus cañones dispararon hacia adelante, y pocos instantes después no oímos más disparos de parte de nuestros hombres.

En el mismo momento, Amelia señaló hacia el Este. Allí, cerca del lugar donde estaba situado Weybridge, la quinta máquina de guerra —la que había visto antes desde la casa— cargaba a toda velocidad hacia el río. Había atraído la atención de más piezas de artillería emplazadas junto a Shepperton, y al avanzar su reluciente plataforma se vio rodeada de bolas de fuego, producidas por las granadas al estallar. No obstante, ninguna de éstas hizo impacto, y vimos el cañón de calor del marciano que giraba a izquierda y derecha. El rayo cayó sobre Weybridge, y al momento secciones enteras del pueblo estallaron en llamas. No obstante, Weybridge en sí no era el blanco elegido por la máquina, porque prosiguió su camino hasta que llegó al río y se introdujo en él a una velocidad vertiginosa.

En ese momento hubo un efímero instante de éxito para el ejército. Uno de los proyectiles de artillería dio en el blanco, y con una violencia asombrosa la plataforma estalló en fragmentos. Casi sin detenerse, como si tuviera vida propia, la máquina de guerra prosiguió su marcha trastabillando, resbalando y bamboleándose. Pocos segundos después chocó contra la torre de una iglesia cerca de Shepperton y cayó en el río. En el momento en que el cañón de calor entró en contacto con el agua, su horno estalló, lanzando al aire una enorme nube de espuma y vapor.

Todo esto se había desarrollado en menos de un minuto, ya que la velocidad misma a la cual los marcianos podían hacer la guerra era un factor decisivo de su supremacía.

Antes que tuviéramos tiempo de recuperar nuestros sentidos, las cuatro máquinas de guerra que habían silenciado a la batería de Chertsey se dirigieron en auxilio de su camarada caído. La primera noticia que tuvimos fue cuando oímos una profusión de silbidos y chapoteos y, al mirar aguas arriba, vimos a las cuatro máquinas avanzando velozmente por el agua hacia nosotros. No tuvimos tiempo de pensar en ocultarnos o escapar; en realidad, tan paralizados de terror estábamos, que los marcianos estuvieron sobre nosotros antes de que pudiéramos reaccionar. Por suerte para nosotros, los monstruos no podían dedicarnos ninguna atención, porque estaban empeñados en una guerra más importante. Casi antes de que estuvieran sobre nosotros, los cañones de calor barrían el espacio con sus rayos mortíferos, y una vez más los estampidos secos de la artillería cercana a Shepperton replicaron inútilmente.

Luego vi una escena que no desearía presenciar nunca más. La mala intención deliberada de los invasores marcianos jamás se llevó a cabo en forma más concluyente.

Una máquina avanzó hacia la artillería de Shepperton y, sin prestar atención a las granadas que estallaban alrededor silenció los cañones con un prolongado barrido de su rayo. Otra, colocada junto a ella, se dedicó a la destrucción sistemática de Shepperton mismo. Las otras dos máquinas de guerra, paradas en medio de la multitud de islas formadas en la confluencia del Wey con el Támesis, se ocuparon de llevar la muerte a Weybridge. Sin conmiseración, tanto hombres como bienes eran volados o destruidos, y a través de las praderas de Surrey, oíamos una detonación tras otra y el clamor de voces que se alzaban con el terror que precede a la muerte violenta.

Una vez que los marcianos concluyeron su obra funesta, la tierra quedó en silencio otra vez... pero no había quietud. Weybridge ardía, Shepperton ardía. El vapor proveniente del río se mezclaba con el humo de los pueblos, formando una gran columna que ascendía en el cielo sin nubes.

Los marcianos, otra vez sin nada que se les opusiera, recogieron sus cañones y se reunieron en el recodo del río donde había caído la primera máquina de guerra. Al rotar sus plataformas a derecha e izquierda, la brillante luz del sol se reflejaba en las pulidas cúpulas.

VII

Durante todo esto, Amelia y yo habíamos estado tan sobrecogidos por los acontecimientos que se desarrollaban a nuestro alrededor que no nos dimos cuenta de que nuestro bote seguía a la deriva con la corriente. Amelia seguía acurrucada en el fondo del bote, pero yo había recogido los remos y me había quedado sentado en el asiento de madera.

Miré a Amelia, y con una voz cuya ronquera reflejaba el terror que sentía, dije:

—¡Si esto es una prueba de su poder, los marcianos conquistarán el mundo!

—No podemos quedarnos sentados y dejar que eso suceda.

—¿Qué propones?

—Debemos llegar a Richmond —dijo ella—. Sir William estará en mejores condiciones de saberlo.

—Entonces debemos seguir remando —dije.

En la terrible confusión en que me encontraba, había pasado por alto el hecho de que en ese mismo momento había cuatro máquinas de guerra que se interponían entre Richmond y nosotros, y tomé los remos y los introduje nuevamente en el agua. Di una sola remada, cuando oí detrás de mí un sonoro chapoteo y Amelia gritó.

—¡Vienen hacia aquí!

Solté los remos al momento, y se deslizaron dentro del agua.

—¡Quédate quieta! —Le grité a Amelia. Llevando a la práctica mis palabras, me arrojé hacia atrás, quedando tendido en un ángulo, incómodo y doloroso sobre el asiento de madera. Detrás de mí oí el tumultuoso chapoteo de las máquinas de guerra que corrían río arriba. ¡Ahora estábamos a la deriva casi en el centro de la corriente, y directamente en el camino que seguirían!

Las cuatro avanzaban una al lado de la otra y, tendido como estaba, pude verlas desde abajo. Habían recuperado los restos de la máquina de guerra destruida por la artillería y los llevaban entre ellas, por el mismo camino por el que habían venido. Por un instante pude ver el metal desgarrado y deformado por la explosión que había sido la plataforma, y vi también que había muchos coágulos y sangre en gran parte de él. No me causó satisfacción la muerte de uno de esos monstruos, porque, ¿qué significaba comparada con la malévola destrucción de dos pueblos y el asesinato de incontables seres humanos?

Si los monstruos hubieran querido matarnos entonces, no habríamos tenido posibilidad de sobrevivir; sin embargo, nos salvamos de ello porque tenían otras preocupaciones. Su victoria sobre los dos desgraciados pueblos era rotunda, y sobrevivientes aislados como nosotros no tenían ninguna importancia. Se aproximaron a nosotros con una velocidad vertiginosa, casi ocultos por las nubes de espuma que producían sus patas al agitar el agua. Una de ellas penetró en el agua a menos de tres metros de nuestro pequeño bote, y al momento quedamos inundados. El bote rolaba y cabeceaba, embarcando tanta agua que pensé que con seguridad nos hundiríamos.

Luego, pocos segundos después, los trípodes habían desaparecido, dejándonos anegados y en precario equilibrio en el río agitado.

VIII

Nos llevó varios minutos lograr recuperar nuestros remos y descargar agua para hacer que el bote fuera maniobrable otra vez. Para entonces, las máquinas de guerra marcianas habían desparecido hacia el Sur, presumiblemente en camino hacia su foso en los campos cercanos a Woking.

Sumamente conmovido por el prolongado incidente, me dediqué a remar, y a los pocos minutos pasábamos por los restos volados de Weybridge.

Si había sobrevivientes, no vimos ninguno. Un transbordador había estado cruzando cuando atacaron los marcianos, y vimos su casco volcado y ennegrecido a flor de agua en el río. A lo largo, del recorrido del cable de remolque había veintenas, quizá cientos, de cuerpos chamuscados de aquellos que habían sufrido en forma directa la acción del rayo de calor. El pueblo mismo estaba envuelto en llamas, y pocos de sus edificios se habían salvado del ataque asesino, si es que se había salvado alguno. Era como la escena de una pesadilla, porque cuando un pueblo arde en silencio, sin ninguna presencia humana, no es nada menos que una pira fúnebre.

Había muchos cuerpos en el agua, quizá de gente que pensaron que en ella hallarían refugio. Allí, los marcianos, con su astucia enorme y malévola, habían dirigido sus rayos de calor hacia el río mismo, haciendo elevar la temperatura del agua al punto de ebullición. Cuando remamos por ella, el agua todavía burbujeaba y echaba vapor, y cuando Amelia introdujo la mano para comprobar si estaba muy caliente, la retiró instantáneamente. Muchos de los cuerpos que allí flotaban revelaban, por el rojo brillante de su piel, que esa gente literalmente había muerto hervida. Afortunadamente para nuestra sensibilidad, el vapor ocultaba la escena que nos rodeaba, de modo que cuando atravesamos esa carnicería no tuvimos que ver mucho de ella.

Fue con considerable alivio que dimos vuelta por el recodo del río, pero nuestras angustias no habían acabado, porque ahora podíamos ver los daños que había sufrido Shepperton. Instado por Amelia, remé con más rapidez y a los pocos minutos habíamos dejado atrás lo peor.

Después de haber pasado otro recodo, remé un poco más lentamente, porque me estaba cansando con rapidez. Ambos estábamos en un estado terrible por lo que habíamos visto, de modo que me aproximé a la orilla. Subimos por la barranca y nos sentamos, confusos y conmovidos. No relataré lo que pasó entre nosotros entonces, pero nuestra desesperación se debía mucho a que nos sentíamos cómplices de esta devastación.

Para cuando recuperamos nuestra compostura habían transcurrido ya dos horas, y nuestra resolución de desempeñar un papel más activo en la lucha contra estos monstruos se había fortalecido. Fue así que con un renovado sentido de urgencia regresamos al bote. Sir William Reynolds, si es que no estaba ya ocupado con este problema, podría proponer alguna solución más sutil que la que se le había ocurrido hasta ahora al ejército.

En estos momentos, sólo la presencia ocasional de algún resto que flotaba nos recordaba lo que habíamos visto, pero nuestros recuerdos estaban muy frescos. A partir del momento en que se desencadenó el ataque de los marcianos no habíamos visto a nadie con vida, y aún ahora el único movimiento que se apreciaba era el del humo.

El descanso me había devuelto las fuerzas, y volví a remar con gran vigor, con golpes de remo prolongados y sin esfuerzo.

A pesar de todo lo que habíamos experimentado, el día era todo lo que yo había ansiado cuando había estado en Marte. La brisa era suave y el sol, cálido. Los árboles y pastos verdes de las orillas alegraban la vista, y vimos y oímos multitud de pájaros e insectos. Todo ello, y el ritmo agradable de los remos, sirvió para que pudiera poner en orden mis pensamientos. ¿Ahora que habían demostrado su superioridad, los marcianos se conformarían con consolidar su posición? Si así fuera, ¿cuánto tiempo le daría ello a nuestras fuerzas militares para ensayar nuevas tácticas? A decir verdad, ¿cuál era el poderío de nuestras fuerzas? Aparte de las tres baterías de artillería que habíamos visto y oído, no había trazas del ejército.

Además, sentía que necesitábamos ajustarnos a nuestras actuales circunstancias. En cierta forma, Amelia y yo habíamos vivido hasta ahora según las rutinas que habíamos establecido cuando estábamos dentro del proyectil, es decir, nuestras vidas se regían por el predominio de los marcianos. En cambio, ahora estábamos en nuestra propia tierra, una tierra que tenía nombres que podíamos reconocer, y que en la vida ordenada de una persona había días y semanas. Habíamos determinado el paraje de Inglaterra donde habíamos aterrizado y podíamos ver que nuestra patria gozaba de un verano excelente, aunque se estuvieran anunciando cambios de clima, pero no sabíamos qué día de la semana era, ni siquiera en qué mes estábamos.

Era en cosas así, evidentemente triviales, en lo que yo pensaba mientras dirigía nuestro bote por el recodo del río que está poco más arriba del puente de Walton-on-Thames. Fue aquí donde vimos el primer ser viviente ese día: un joven que llevaba puesta una chaqueta oscura. Estaba sentado entre los juncos, al borde del agua, abatido, con la mirada fija al otro lado del río.

Se lo señalé a Amelia y de inmediato modificamos nuestro rumbo y nos dirigimos hacia él.

Al acercarnos, vimos que era un clérigo. Parecía muy joven, porque era menudo y su cabeza estaba coronada por una masa de cabello rubio enrulado. Luego vimos que tendido en el terreno, junto a él, estaba el cuerpo de otro hombre. Éste era más robusto y su cuerpo —que estaba desnudo de la cintura para arriba— estaba cubierto de la suciedad del río.

Todavía pensando en mis reflexiones algo triviales de hacía un momento, le grité al cura tan pronto como estuvimos al alcance de la voz.

—Señor, ¿qué día es hoy?

El cura nos miró fijamente y luego se puso de pie con cierta inseguridad. Pude ver que estaba muy conmovido por sus experiencias, puesto que no podía tener sus manos quietas y jugueteaba constantemente con la parte delantera, desgarrada, de su chaqueta. Su mirada tenía una expresión vacía y de inseguridad cuando me contestó.

—Es el Día del Juicio, hijos míos.

Amelia había estado observando al hombre que yacía junto al cura, y le preguntó:

—Padre, ¿está vivo ese hombre?

No recibió respuesta, porque el cura había girado la cabeza, confuso, mirando en otra dirección. Hizo ademán de irse, pero luego se volvió otra vez y nos miró.

—¿Necesita ayuda, padre?

—¿Quién puede ayudar, cuando se ha descargado sobre nosotros toda la ira de Dios?

—Edward... rema hacia la orilla.

Yo dije:

—¿Pero qué podemos hacer para ayudar?

No obstante, comencé a remar y poco después habíamos desembarcado. El cura se quedó observando cuando nos arrodillamos junto al hombre postrado. De inmediato vimos que no estaba muerto, ni siquiera inconsciente, sino que se movía, inquieto, como si delirara.

—Agua... ¿tienen agua? —dijo, con labios agrietados. Vi que su piel tenía un tono ligeramente rojizo, como si también él hubiera estado en el agua cuando los marcianos hicieron hervir el río.

—¿No le ha dado nada de agua? —le dije al cura.

—Me la pide constantemente, pero este es un río de sangre.

Miré a Amelia, y vi por su expresión que mi propia opinión del pobre cura perturbado quedaba confirmada.

—Amelia —le dije con suavidad—, mira si puedes encontrar algo con qué traer agua.

Volví mi atención al hombre que deliraba y desesperado le di palmadas suaves en la cara. Esto pareció sacarlo de su delirio, porque se sentó de inmediato, sacudiendo la cabeza.

Amelia había encontrado una botella junto al río, la trajo y se la alcanzó al hombre, quien la llevó, agradecido, a sus labios y bebió largamente. Noté que ahora estaba en posesión de sus facultades y que miraba fijamente al joven cura.

Éste vio la forma en que ayudábamos al hombre y ello pareció desconcertarlo. Miró a través de las praderas en dirección a la torre destrozada, distante, de la iglesia de Shepperton.

Dijo:

—¿Qué significa esto? ¡Todo nuestro trabajo destruido! Es la venganza de Dios, puesto que se ha llevado a sus hijos. El humo ardiente seguirá elevándose para siempre...

Luego de esta misteriosa letanía, se alejó con paso decidido por entre los altos pastos y pronto lo perdimos de vista.

El hombre tosió varias veces y dijo:

—Nunca les agradeceré lo suficiente. Pensé que moriría sin remedio.

—¿El cura era compañero suyo? —dije.

Negó con un débil movimiento de cabeza.

—Nunca lo había visto en mi vida.

—¿Se siente bien para moverse? —dijo Amelia.

—Creo que sí. No estoy herido, pero escapé por poco.

—¿Estuvo usted en Weybridge? —dije.

—Estuve en el centro mismo de toda la acción. Esos marcianos no tienen compasión, no tienen escrúpulos...

—¿Cómo sabe que son de Marte? —dije, muy interesado, tal como cuando había oído los rumores de los soldados.

—Todos los saben. El disparo de sus proyectiles fue observado en muchos telescopios. A decir verdad, yo fui uno de los afortunados que pudieron observarlo, en el instrumento de Ottershaw.

—¿Es usted astrónomo?

—No lo soy, pero estoy muy relacionado con muchos científicos. Mi profesión es de índole más filosófica. Se detuvo entonces, se miró a sí mismo y de inmediato se sintió muy incómodo.

—Mi querida señora —le dijo a Amelia—, debo pedirle disculpas por mi desnudez.

—Nosotros no estamos mejor vestidos —replicó ella, lo cual era bastante cierto.

—¿Ustedes también vienen de donde la lucha fue más intensa?

—En cierta forma —dije—. Señor, espero que se una a nosotros. Tenemos un bote y nos dirigimos a Richmond. Creo que allí encontraremos refugio.

—Muchas gracias —dijo el hombre—, pero debo seguir mi camino. Trato de llegar a Leatherhead, porque es allí donde dejé a mi esposa.

Pensé con rapidez, tratando de visualizar la geografía de la isla. Leatherhead estaba a muchos kilómetros al Sur de donde nos encontrábamos.

El hombre continuó:

—Vean ustedes, vivo en Woking, y antes de que los marcianos atacaron conseguí llevar a mi esposa a lugar seguro. Desde entonces, como me vi obligado a regresar a Woking, estoy tratando de reunirme con ella. Pero, con gran dolor, he comprobado que toda la extensión entre Leatherhead y este punto está en manos de esas bestias.

—Entonces, ya que su esposa está a salvo —dijo Amelia—, ¿no sería acertado que usted se uniera a nosotros hasta que el ejército se haga cargo de esta amenaza?

Era evidente que el hombre se había tentado, porque no estábamos a muchos kilómetros de distancia de Richmond. Vaciló unos segundos más y luego asintió con la cabeza.

—Si van remando necesitarán otro par de brazos —dijo—. Lo haré con mucho gusto, pero primero, ya que estoy tan sucio, quisiera lavarme.

Fue hasta el borde del agua, y recogiendo agua con las manos se lavó, quitándose gran parte de los restos de humo y suciedad que tanto lo desfiguraban. Luego, después de haberse alisado el cabello, le extendió una mano a Amelia y la ayudó a subir nuevamente al bote.

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