9

Enloquecido por la soledad. Cada vez que Nashe pensaba en la chica, ésas eran las primeras palabras que le venían a la cabeza: enloquecido por la soledad. Se repitió esa frase tan a menudo que finalmente empezó a perder su sentido.

Nunca la consideró culpable de que la carta no llegara. Sabía que ella había mantenido su promesa, y porque continuaba creyéndolo, no desesperó. En todo caso, comenzó a sentirse más animado. No era capaz de explicarse ese cambio de humor, pero el hecho era que estaba volviéndose optimista, quizá más optimista que en ningún otro momento desde que llegó al prado.

No serviría de nada preguntarle a Murks qué había hecho con la carta de la chica. Le habría mentido, y Nashe no quería exponer sus sospechas si no podía ganar nada con ello. Al final acabaría sabiendo la verdad. Ahora estaba seguro de que sería así, y la certidumbre de ese conocimiento le consolaba, le ayudaba a pasar de un día al siguiente. “Las cosas suceden cuando llega su momento”, se dijo. Antes de saber la verdad, había que saber ser paciente.

Mientras tanto, el trabajo en el muro avanzaba. Cuando la tercera hilera estuvo terminada, Murks le construyó una plataforma de madera y ahora Nashe tenía que subir los escalones de esta pequeña estructura cada vez que ponía otra piedra en su sitio. Esto redujo un poco su avance, pero eso no importaba nada comparado con el placer que sentía al poder trabajar por encima del suelo. Una vez que empezó la cuarta hilera, el muro empezó a cambiar para él. Ya era más alto que un hombre, más alto incluso que un hombre grande como él, y el hecho de que impidiera ver el otro lado le hizo sentir que había comenzado a suceder algo importante. De repente las piedras se estaban convirtiendo en un muro, y a pesar del sufrimiento que le había costado, no podía por menos de admirarlo. Ahora cada vez que se detenía a mirarlo se sentía impresionado por lo que había hecho.

Durante varias semanas no leyó casi nada. Luego, una noche de finales de noviembre, cogió un libro de William Faulkner (El ruido y la furia), lo abrió al azar y tropezó con estas palabras en medio de una frase: “…hasta que un día, con mucha repugnancia, lo arriesga todo al ciego azar de una sola carta…”

Gorriones, cardenales, pájaros carboneros, arrendajos. Esos eran los únicos pájaros que quedaban en el bosque. Y los cuervos. Esos eran los mejores de todos, en opinión de Nashe. De vez en cuando calaban sobre el prado, lanzando sus extraños y estrangulados gritos, y él interrumpía lo que estaba haciendo para verlos pasar sobre su cabeza. Le encantaba lo repentino de sus idas y venidas, la forma en que aparecían y desaparecían, sin ninguna razón aparente.

De pie junto al remolque a primera hora de la mañana, miraba por entre los árboles pelados y veía el perfil de la casa de Flower y Stone. Algunas mañanas, sin embargo, la niebla era demasiado densa para poder ver a esa distancia. Hasta el muro desaparecía entonces y tenía que escudriñar el prado largo rato para poder distinguir entre las piedras grises y el aire gris que las rodeaba.

Nunca se había considerado un hombre destinado a grandes cosas. Toda su vida había supuesto que era como todo el mundo. Ahora, poco a poco, empezó a pensar que estaba equivocado.

Durante aquellos días se acordaba más que nunca de la colección de objetos de Flower: los pañuelos, las gafas, los anillos, las montañas de absurdos recuerdos. Tenía la impresión de que cada dos horas aparecería uno nuevo en su cabeza. Sin embargo, esto no le perturbaba, sólo le asombraba.

Cada noche, antes de acostarse, anotaba el número de piedras que había añadido al muro ese día. Las cifras en sí mismas no le importaban, pero cuando la lista tuvo diez o doce anotaciones empezó a encontrar placer en la simple acumulación, y estudiaba los resultados de la misma forma en que en otros tiempos había leído los cuadros de los resultados del boxeo en el periódico de la mañana. Al principio supuso que era un placer puramente estadístico, pero al cabo de un tiempo intuyó que satisfacía alguna necesidad interior, una compulsión de seguirse la pista y saber siempre dónde estaba. A principios de diciembre empezó a considerarlo un diario, un cuaderno de bitácora en el que los números representaban sus pensamientos más íntimos.

Escuchaba Las bodas de Fígaro en el remolque por la noche. A veces, cuando llegaba a un aria especialmente bella, imaginaba que se la cantaba Juliette, que era su voz la que estaba oyendo.

El tiempo frío le molestaba menos de lo que había pensado. Incluso en los días peores, se quitaba la chaqueta al cabo de una hora de empezar a trabajar y a media tarde estaba con frecuencia en mangas de camisa. Murks permanecía allí de pie con un pesado abrigo, tiritando a causa del viento, y sin embargo Nashe apenas lo notaba. Le parecía tan extraño que se preguntó si su cuerpo no estaría ardiendo.

Un día Murks le sugirió que empezaran a usar el todoterreno para transportar las piedras. De ese modo las cargas serían mayores, dijo, y el muro subiría más deprisa. Pero Nashe rechazó el ofrecimiento. El ruido del motor le distraería, dijo. Y además, estaba acostumbrado a hacer las cosas a la manera antigua. Le gustaba la lentitud del carrito, los largos paseos por el prado, el curioso ruido retumbante de las ruedas.

– Si no está roto -dijo-, ¿por qué arreglarlo?


En la tercera semana de noviembre Nashe se dio cuenta de que sería posible terminar de saldar su deuda el día de su cumpleaños, que caía el trece de diciembre. Eso supondría hacer varios pequeños ajustes en sus hábitos (gastar un poco menos en comida, por ejemplo, suprimir los periódicos y los puros), pero la simetría del plan le atraía y decidió que valdría la pena el esfuerzo. Si todo iba bien, recobraría su libertad el día en que cumplía treinta y cuatro años. Era una meta arbitraria, pero una vez se la hubo fijado, descubrió que le ayudaba a organizar sus pensamientos, a concentrarse en lo que tenía que hacer.

Todas las mañanas repasaba sus cálculos con Murks, sumando los debes y los haberes para asegurarse de que no había discrepancias, comprobando las cantidades una y otra vez hasta que las cifras concordaban. La noche del doce, por lo tanto, sabía con certeza que la deuda estaría pagada a las tres de la tarde del día siguiente. No obstante, no pensaba dejar el trabajo entonces. Ya le había dicho a Murks que quería hacer uso del aditamento del contrato para ganar dinero para el viaje y puesto que sabía exactamente cuánto iba a necesitar (lo suficiente para pagar los taxis, un billete de avión a Minnesota y los regalos de Navidad de Juliette y sus primos), se había resignado a quedarse una semana más. Eso significaba continuar hasta el veinte. Lo primero que haría entonces sería coger un taxi que le llevara al hospital de Doylestown, y una vez hubiera averiguado que Pozzi nunca había estado allí, llamaría otro taxi e iría a la policía. Probablemente tendría que quedarse en el pueblo algún tiempo para ayudar en la investigación, pero serían pocos días, pensó, quizá sólo uno o dos. Si tenía suerte, incluso podría estar en Minnesota a tiempo para la Nochebuena.

No le dijo a Murks que era su cumpleaños. Se sentía extrañamente deprimido esa mañana, e incluso a medida que pasaba el día y se acercaban las tres, una abrumadora tristeza continuaba agobiándole. Hasta entonces Nashe había pensado que le apetecería celebrarlo -encender un puro imaginario, quizá, o simplemente darle la mano a Murks-, pero el recuerdo de Pozzi pesaba demasiado sobre él y no conseguía levantar el ánimo. Cada vez que cogía otra piedra le parecía que llevaba a Pozzi en sus brazos de nuevo, que le alzaba del suelo y miraba su pobre cara destrozada, y cuando llegaron las dos y el tiempo se reducía a cuestión de minutos, se encontró de pronto recordando aquel día de octubre en que el muchacho y él habían llegado a aquel punto juntos y se desahogaron con un histérico estallido de felicidad. Se dio cuenta de que le echaba mucho de menos. Le echaba tanto de menos que le hacia daño hasta pensar en él.

La mejor manera de llevar el asunto era no hacer nada, decidió, seguir trabajando y hacer caso omiso del momento, pero a las tres le sobresaltó un extraño y penetrante ruido -un alarido, un chillido o un grito de dolor-, y cuando levantó la cabeza para ver qué pasaba vio a Murks agitando su sombrero desde el otro lado del prado. ¡Lo conseguiste!, le oyó gritar. ¡Ya eres un hombre libre! Nashe se detuvo un momento y le saludó con un despreocupado gesto de la mano. Inmediatamente se inclinó de nuevo sobre su trabajo, fijando su atención en la carretilla en la que estaba revolviendo el cemento. Muy brevemente, luchó con un impulso de echarse a llorar, pero no duró más que un par de segundos, y cuando Murks se acercó a felicitarle, ya era totalmente dueño de sí.

– Pensé que a lo mejor te apetecería salir a tomar una copa con Floyd y conmigo esta noche -le dijo Calvin.

– ¿Para qué? -contestó Nashe.

– No sé. Simplemente por salir y volver a ver el mundo. Hace mucho tiempo que estás aquí encerrado, hijo. No sería una mala idea celebrarlo un poco.

– Creí que estabas en contra de las celebraciones.

– Depende de qué clase de celebración sea. No estoy hablando de nada fantástico. Sólo unas copas en Ollie’s, en el pueblo. La noche de fiesta de un trabajador.

– Te olvidas de que no tengo dinero.

– Eso no importa. Yo invito.

– Gracias, pero creo que paso. Tenía pensado escribir unas cartas esta noche.

– Siempre puedes escribirlas mañana.

– Es cierto. Pero también puedo estar muerto mañana. Nunca se sabe lo que va a pasar.

– Razón de más para no preocuparse.

– Quizá otro día. Te agradezco la invitación, pero no estoy de humor esta noche.

– Sólo trato de ser amable, Nashe.

– Lo sé y te lo agradezco. Pero no te preocupes por mi. Sé cuidarme solo.

Sin embargo, aquella noche, mientras se preparaba la cena solo en el remolque, Nashe lamentó su terquedad. No cabía duda de que había hecho lo que tenía que hacer, pero la verdad era que tenía unas ganas enormes de salir del prado, y la rectitud demostrada al rehusar la invitación de Murks ahora le parecía un triunfo miserable. Después de todo, pasaba diez horas diarias en compañía de aquel hombre, y el hecho de sentarse a tomar una copa con él no iba a impedirle denunciar a aquel hijo de puta a la policía. Luego resultó que Nashe logró exactamente lo que quería. Justo cuando había terminado de cenar, Murks y su yerno fueron al remolque para preguntarle si había cambiado de opinión. Iban a salir en aquel momento, le dijeron, y les parecía mal que se perdiera la diversión.

– No eres el único que se libera hoy -dijo Murks, sonándose en un gran pañuelo blanco-. Yo he estado en ese prado igual que tú, helándome el culo siete días a la semana. Es el peor trabajo que he tenido en mi vida. No tengo nada personal contra ti, Nashe, pero no ha sido ninguna juerga. No, señor, ninguna juerga. Puede que sea hora de que enterremos el hacha de guerra.

– Ya sabes -dijo Floyd, sonriéndole a Nashe como para animarle-, lo pasado, pasado.

– No renunciáis fácilmente, ¿eh? -dijo Nashe, tratando aún de ser renuente.

– No queremos obligarte ni nada de eso -dijo Murks-. Sólo tratamos de entrar en el espíritu navideño.

– Como ayudantes de Santa Claus -dijo Floyd-. Propagando la buena voluntad por donde vamos.

– De acuerdo -dijo Nashe, examinando sus caras expectantes-. Iré a tomar una copa con vosotros. ¿Por qué no?

Antes de ir al pueblo tenían que detenerse en la casa principal para coger el coche de Murks. El coche de Murks quería decir su coche, naturalmente, pero en la excitación del momento Nashe lo había olvidado por completo. Iba sentado en la parte trasera del todoterreno mientras traqueteaban por los oscuros y helados bosques, y hasta que terminó este primer viajecito no comprendió su error. Vio el Saab rojo aparcado en el camino, y en cuanto se dio cuenta de lo que estaba mirando se sintió aturdido por la pena. La idea de volver a subir en él le produjo náuseas, pero no había forma de echarse atrás. Estaban decididos a ir y él ya se había hecho de rogar bastante esa noche.

No dijo una palabra. Ocupó su sitio en el asiento trasero y cerró los ojos, tratando de dejar su mente en blanco mientras escuchaba el conocido ruido del motor cuando el coche iba por la carretera. Oía hablar a Murks y Floyd en el asiento delantero, pero no prestaba atención a lo que decían y al cabo de un rato sus voces se mezclaron con el sonido del motor, produciendo un zumbido bajo y continuo que vibraba en sus oídos, una música adormecedora que cantaba por su piel y penetraba en las profundidades de su cuerpo. No volvió a abrir los ojos hasta que el coche se detuvo, y entonces se encontró en un aparcamiento en las afueras de un pueblo desierto, oyendo las sacudidas de una señal de tráfico movida por el viento. Las decoraciones navideñas parpadeaban a lo lejos, al final de la calle, y el aire frío estaba rojo por los palpitantes reflejos, los latidos de la luz que rebotaban en los escaparates y brillaban en las aceras heladas. Nashe no tenía ni idea de dónde estaba. Podían estar aún en Pennsylvania, pensó, pero también podían haber cruzado el río y entrado en Nueva Jersey. Por un momento pensó en preguntarle a Murks en qué estado se encontraban, pero luego decidió que no le importaba.

Ollie’s era un lugar oscuro y ruidoso, que le desagradó inmediatamente. De una máquina de discos que había en un rincón salían atronadoras canciones de música country y western y el bar estaba atestado de bebedores de cerveza, en su mayoría hombres con camisas de franela, adornados con gorras de béisbol de fantasía y cinturones con grandes y caprichosas hebillas. Nashe supuso que eran granjeros, mecánicos y camioneros, y las pocas mujeres que había parecían clientes habituales: alcohólicas de cara hinchada que se sentaban en los taburetes y se reían tan estentóreamente como los hombres. Nashe había estado en cien sitios como aquél y no tardó ni treinta segundos en darse cuenta de que aquella noche no estaba de humor para aquello, que llevaba demasiado tiempo alejado de las multitudes. Parecía que todo el mundo hablaba al mismo tiempo, y el jaleo de las voces altas y la música atronadora empezaba a producirle dolor de cabeza.

Bebieron varias rondas en una mesa al fondo del local, y después de los dos primeros bourbons Nashe comenzó a sentirse algo reanimado. Floyd era el que más hablaba, dirigiendo casi todos sus comentarios a Nashe, y al cabo de un rato resultó difícil no notar lo poco que Murks participaba en la conversación. Parecía más bajo de forma que de costumbre, pensó Nashe, y de vez en cuando se volvía y tosía violentamente tapándose la boca con el pañuelo, en el que escupía desagradables flemas. Estos ataques de tos parecían dejarle agotado y luego se quedaba sentado en silencio, pálido y trastornado por el esfuerzo de calmar sus pulmones.

– El abuelo no se siente muy bien últimamente -le dijo Floyd a Nashe (siempre se refería a Murks llamándole abuelo)-. Estoy tratando de convencerle de que se tome un par de semanas libres.

– No es nada -dijo Murks-. Sólo un poco de calentura, eso es todo.

– ¿Calentura? -dijo Nashe- ¿Dónde aprendiste a hablar, Calvin?

– ¿Qué tiene de malo mi forma de hablar? -preguntó Murks.

– Nadie usa ya esas palabras -comentó Nashe-. Cayeron en desuso hará unos cien años.

– La aprendí de mi madre -dijo Murks-. Y ella se murió hace sólo seis años. Tendría ochenta y ocho años si viviera hoy, lo cual demuestra que la palabra no es tan antigua como tú crees.

A Nashe le resultó extraño oir a Murks hablar de su madre. Era difícil imaginar que algún día había sido un niño, y mucho menos que veinte o veinticinco anos antes tenía la edad de Nashe, había sido un joven con una vida por delante, una persona con futuro. Por primera vez desde que el azar les había unido, Nashe se dio cuenta de que prácticamente no sabía nada de Murks. No sabía dónde había nacido; no sabia cómo había conocido a su mujer ni cuántos hijos tenía; ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba trabajando para Flower y Stone. Murks era un ser que para él existía enteramente en el presente, y más allá de ese presente no era nada, un ser tan insustancial como una sombra o un pensamiento. Sin embargo, eso era exactamente lo que Nashe quería. Aunque Murks se hubiera vuelto hacia él y le hubiera ofrecido contarle la historia de su vida, él se habría negado a escuchar.

Mientras, Floyd le hablaba de su nuevo trabajo. Dado que Nashe parecía haber desempeñado algún papel en el hecho de que lo encontrara, tuvo que soportar un exhaustivo y enmarañado relato de cómo Floyd se había puesto a hablar con el chófer que había traído a la chica desde Atlantic City la noche de su visita el mes anterior. Al parecer la compañía de las limusinas buscaba conductores, y Floyd había ido al día siguiente a solicitar el puesto. Ahora trabajaba sólo a tiempo parcial, dos o tres días a la semana, pero esperaba que le dieran más trabajo a partir del primero de año. Sólo por decir algo, Nashe le preguntó si le gustaba llevar uniforme. Floyd contestó que no le molestaba. Era agradable tener algo especial que ponerse, dijo, le hacía sentirse importante.

– Lo principal es que me encanta conducir -continuó-. Me da igual qué clase de coche sea. Con tal de estar sentado al volante y corriendo por la carretera soy un hombre feliz. No puedo imaginarme una forma mejor de ganarme la vida. Figúrate lo que es que te paguen por hacer algo que te encanta. Casi parece que no está bien.

– Sí -dijo Nashe-, conducir es bueno. Estoy de acuerdo contigo.

– Tú debes saberlo bien -dijo Floyd-. Quiero decir, mira el coche del abuelo. Es una máquina preciosa. ¿No es verdad, abuelo? -le preguntó a Murks-. Es fantástico, ¿no?

– Un buen trabajo -respondió Calvin-. Se maneja realmente bien. Toma las curvas y las subidas como si nada.

– Debes haber disfrutado conduciendo ese coche -le dijo Floyd a Nashe.

– Sí -dijo Nashe-. Es el mejor coche que he tenido nunca.

– Hay una cosa que no entiendo -dijo Floyd-. ¿Cómo te las arreglaste para hacerle tantos kilómetros? Quiero decir que es un modelo bastante nuevo y el odómetro marca ya casi ciento veinte mil kilómetros. Es una barbaridad para hacerlos en un año.

– Supongo que sí -dijo Nashe.

– ¿Eras viajante de comercio o algo así?

– Sí, eso es, era viajante. Me dieron una zona muy grande, así que tenía que estar siempre en la carretera. Ya sabes, llevar el muestrario en el maletero, vivir con lo que tienes en la maleta, dormir cada noche en una ciudad diferente. Viajaba tanto que a veces ni me acordaba de dónde vivía.

– Creo que eso me gustaría -dijo Floyd-. Me parece un buen empleo.

– No es malo. Tiene que gustarte estar solo, pero, una vez resuelto eso, lo demás es fácil.

Floyd estaba empezando a ponerle nervioso. El tipo era un zoquete, pensó Nashe, un imbécil de los pies a la cabeza, y cuanto más hablaba más le recordaba a su hijo. Los dos tenían el mismo desesperado deseo de agradar, la misma timidez de cervatillo, la misma expresión en los ojos de estar perdidos. Al mirarle, uno nunca pensaría que fuese capaz de hacer daño a nadie, pero le había hecho daño a Jack aquella noche, Nashe estaba seguro de ello, y era precisamente aquel vacío que había dentro de él lo que lo había hecho posible, aquel abismo de carencia. No se trataba de que Floyd fuese una persona cruel o violenta, pero era grande y fuerte y siempre servicial, y quería al abuelo más que a nadie en el mundo. Lo llevaba escrito en la cara, y cada vez que volvía los ojos en dirección a Murks era como si estuviera mirando a un dios. El abuelo le había dicho que lo hiciera y él lo había hecho.

Después de la tercera o cuarta ronda de copas, Floyd le preguntó a Nashe si le apetecería jugar al billar. Había varias mesas en la sala del fondo, dijo, y era seguro que alguna estaría libre. Nashe se sentía ya un poco mareado, pero aceptó de todas formas, agradeciendo la oportunidad de levantarse de su silla y poner fin a la conversación. Eran cerca de las once y la clientela de Ollie’s era ya más escasa y menos ruidosa. Floyd le preguntó a Murks si quería ir con ellos, pero Calvin dijo que prefería quedarse donde estaba y acabarse su copa.

La sala era grande y mal iluminada y tenía cuatro mesas de billar en el centro y varías máquinas tragaperras y juegos de ordenador a lo largo de las paredes. Se detuvieron junto a la taquera al lado de la puerta para elegir los tacos, y cuando se acercaban a una de las mesas libres Floyd preguntó si no creía que sería más interesante si hacían una pequeña apuesta amistosa. Nashe nunca había sido muy buen jugador de billar, pero no se lo pensó dos veces antes de decir que sí. Se dio cuenta de que deseaba derrotar a Floyd de la peor manera y no había duda de que jugarse algún dinero le ayudaría a concentrarse.

– No tengo dinero en efectivo -dijo-. Pero te pagaré en cuanto cobre la semana que viene.

– Lo sé-dijo Floyd-. Si no creyera que me pagarías no te lo habría propuesto.

– ¿Cuánto quieres que apostemos?

– No sé. Depende de lo que hayas pensado.

– ¿Qué te parecen diez dólares la partida?

– ¿Diez dólares? De acuerdo, me parece bien.

Jugaron a ocho bolas en una de aquellas mesas de superficie irregular y Nashe apenas pronunció palabra durante todo el tiempo que estuvieron allí. Floyd no era malo, pero, a pesar de su borrachera, Nashe era mejor y acabó jugando con sus cinco sentidos, afinando la puntería en sus tiradas con una habilidad y precisión que superaba la conseguida en cualquiera de sus partidas anteriores. Se sentía absolutamente contento y relajado, y cuando cogió el ritmo de las bolas que entrechocaban y rodaban, el taco empezó a deslizarse entre sus dedos como si se moviera solo. Ganó las primeras cuatro partidas por márgenes crecientes (por una bola, por dos bolas, por cuatro, por seis), y después ganó la quinta antes de que Floyd pudiera hacer una sola jugada, metiendo dos bolas rayadas de entrada y pasando de ahí a limpiar la mesa, para acabar de forma espectacular metiendo la octava bola en la tronera con una tirada combinada a tres bandas.

– Por mi parte, he tenido suficiente -dijo Floyd después de la quinta partida-. Supuse que serías bueno, pero esto es ridículo.

– Pura suerte -dijo Nashe, procurando borrar la sonrisa de su cara-. Generalmente soy bastante flojo. Esta noche se me han dado bien las cosas.

– Flojo o no, parece que te debo cincuenta pavos.

– Olvídate del dinero, Floyd. No tiene ninguna importancia.

– ¿Cómo que me olvide? Acabas de ganarme cincuenta pavos. Son tuyos.

– No, no, te digo que te los quedes. No quiero tu dinero.

Floyd siguió intentando ponerle los cincuenta dólares en la mano, pero Nashe se mostró igualmente firme en su negativa a aceptarlos y finalmente Floyd comprendió que Nashe hablaba en serio, que no estaba únicamente haciendo un numerito.

– Cómprale un regalo a tu hijo -le dijo Nashe-. Si quieres complacerme, gástatelo en él.

– Es muy generoso por tu parte -dijo Floyd-. La mayoría de los tíos no dejarían escapar cincuenta pavos así por las buenas.

– Yo no soy la mayoría de los tíos -contestó Nashe.

– Supongo que estoy en deuda contigo -dijo Floyd, dándole una palmada en la espalda en una torpe demostración de gratitud-. Si necesitas un favor, no tienes más que pedírmelo.

Era una de esas frases vacías que la gente dice en estas ocasiones, y en cualquier otra circunstancia probablemente Nashe la hubiera dejado correr. Pero de pronto se encontró entusiasmado por el brillo de una idea y, no queriendo perder la oportunidad que acababan de darle, miró a Floyd directamente a la cara y dijo:

– Bueno, ahora que lo mencionas, hay una cosa que quizá podrías hacer por mí. Es algo sin importancia realmente, pero tu ayuda serviría de mucho.

– Claro, Jim -dijo Floyd-. Dime.

– Déjame que conduzca yo el coche de vuelta a casa.

– ¿Quieres decir el coche del abuelo?

– Eso es, el coche del abuelo. El coche que fue mío.

– No creo que yo sea el más indicado para decir sí o no, Jim. El coche es del abuelo y es a él a quien tienes que pedírselo. Pero ciertamente te apoyaré.

Resultó que a Murks no le importó. Estaba muy cansado, dijo, y había pensado pedirle a Floyd que condujera. Si Floyd quería dejar que lo hiciera Nashe, él no tenía inconveniente. Con tal que llegaran a donde iban, ¿qué más daba?

Cuando salieron, descubrieron que estaba nevando. Era la primera nevada del año y caía en grandes y húmedos copos, la mayoría de los cuales se derretían en el mismo instante en que tocaban el suelo. Las iluminaciones navideñas de la calle ya habían sido apagadas y el viento había dejado de soplar. El aire estaba inmóvil ahora, tan inmóvil que casi parecía que hacía calor. Nashe respiró hondo, miró al cielo y permaneció allí un momento mientras la nieve le caía en la cara. Se dio cuenta de que se sentía feliz, más feliz de lo que lo había sido en mucho tiempo.

Cuando llegaron al aparcamiento, Murks le tendió las llaves del coche. Nashe metió la llave en la cerradura de la puerta delantera, pero justo cuando iba a abrirla para subir al coche apartó la mano y se echó a reír.

– Eh, Calvin -dijo-. ¿Dónde diablos estamos?

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Murks.

– En qué pueblo.

– Billings.

– ¿Billings? Creí que eso estaba en Montana.

– Billings, Nueva Jersey.

– ¿O sea que ya no estamos en Pennsylvania?

– No, tienes que cruzar el puente para volver allí. ¿No lo recuerdas?

– No recuerdo nada.

– Toma la Ruta Dieciséis. Te lleva directo.

No había pensado que fuera tan importante para él, pero una vez se hubo situado detrás del volante, notó que le temblaban las manos. Puso en marcha el motor, encendió las luces y los limpiaparabrisas y salió despacio del aparcamiento marcha atrás. No había pasado tanto tiempo, pensó, sólo tres meses y medio. Y sin embargo tardó un rato en volver a sentir el antiguo placer. Le distraía Murks tosiendo a su lado y Floyd parloteando en el asiento trasero sobre cómo había perdido las partidas de billar, y únicamente cuando encendió la radio consiguió olvidarse de que iban con él, de que no estaba solo como lo había estado durante todos aquellos meses en los que recorrió Estados Unidos una y otra vez. Comprendió que no deseaba volver a hacerlo, pero una vez que dejaron atrás el pueblo y pudo acelerar en la carretera vacía, era difícil no fingir durante un rato, no imaginar que había vuelto a aquellos días anteriores a que comenzara la verdadera historia de su vida. Aquélla era la única oportunidad que tendría y quería saborear lo que le habían dado, llevar lo más lejos posible el recuerdo de quién había sido en otro tiempo. La nieve caía en remolinos sobre el parabrisas y en su mente vio a los cuervos calándose sobre el prado, lanzando sus misteriosos gritos mientras él los veía pasar por encima. El prado estaría hermoso nevado, pensó, y confió en que continuara nevando toda la noche para poder verlo así al despertar por la mañana. Se imaginó la inmensidad del campo blanco y que la nevada seguía hasta cubrir incluso las montañas de piedras, hasta que todo desapareciera bajo una avalancha de blancura.

Había sintonizado una emisora de música clásica y reconoció las notas como algo conocido, una pieza que había escuchado muchas veces. Era el andante de un cuarteto de cuerda del siglo xviii, pero aunque conocía cada pasaje de memoria, el nombre del compositor se le escapaba. Consiguió reducir las posibilidades a Mozart o Haydn, pero ahí se atascó. Un momento le parecía obra de uno y luego, casi inmediatamente, empezaba a sonar como algo compuesto por el otro. Podía ser uno de los cuartetos que Mozart dedicó a Haydn, pensó Nashe, pero también podría ser al contrario. En cierto punto la música de ambos parecía encontrarse y ya no era posible distinguirlas. Sin embargo, Haydn había vivido hasta una madura vejez y había sido honrado con nombramientos y puestos cortesanos y todas las ventajas que el mundo de su época podía ofrecer. Y Mozart había muerto joven y pobre y su cuerpo había sido arrojado a una fosa común.

Para entonces Nashe había puesto el coche a noventa y sentía que tenía un control absoluto del mismo mientras corría por la estrecha y serpenteante carretera comarcal. La música había hecho retroceder a Murks y Floyd a un segundo término y ya no oía nada más que los cuatro instrumentos de cuerda que derramaban sus sonidos en el oscuro y cerrado espacio. Iba a ciento cinco e inmediatamente oyó que Murks le gritaba a través de otro ataque de tos.

– ¡Maldito imbécil! -le oyó decir-. ¡Vas demasiado rápido!

A modo de respuesta, Nashe pisó el acelerador y puso el coche a ciento veinte, tomando la curva con una ligera pero firme presión de sus manos en el volante. ¿Qué sabe Murks de conducir?, pensó. ¿Qué sabe Murks de nada?

En el preciso momento en que el coche cogía los ciento treinta, Murks se inclinó hacia adelante y apagó la radio. El súbito silencio fue como una sacudida para Nashe y automáticamente se volvió hacia el viejo y le dijo que no se metiera donde nadie le llamaba. Cuando miró de nuevo a la carretera un instante después ya vio el faro que apareció ante él. Había surgido de la nada, una estrella ciclópea que venía lanzada directamente contra sus ojos, y en el repentino pánico que le invadió su único pensamiento fue que aquél era el último pensamiento que tendría nunca. No había tiempo de parar, no había tiempo de evitar lo que iba a ocurrir, así que en lugar de pisar bruscamente el freno, apretó aún más el acelerador. Oyó a Murks y a su yerno aullar a lo lejos, pero sus voces sonaban sofocadas, ahogadas por el rugido de la sangre en su cabeza. La luz estaba ya sobre él y Nashe cerró los ojos incapaz de seguir mirándola.

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