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Nashe comprendió que ya no actuaba como era habitual en él. Oía las palabras que salían de su boca, pero, incluso mientras las pronunciaba, sentía que expresaban los pensamientos de otro, como si fuera un actor interpretando un papel en el escenario de un teatro imaginario, repitiendo un diálogo previamente escrito para él. Nunca había sentido nada semejante, y lo asombroso era lo poco que le perturbaba, lo fácilmente que se adaptaba al papel. El dinero era lo único que importaba, y si aquel chico malhablado podía conseguirlo, Nashe estaba dispuesto a arriesgarlo todo para ver qué pasaba. Era un plan disparatado, quizá, pero el riesgo era una motivación en sí mismo, un salto de fe ciega que demostraría que al fin estaba preparado para cualquier cosa que pudiera ocurrirle.

En aquel momento Pozzi era simplemente un medio para lograr un fin, el agujero en el muro que le permitiría cruzar de un lado a otro. Era una oportunidad con la forma de ser humano, un espectro que jugaba a las cartas y cuyo único propósito en el mundo era ayudar a Nashe a recuperar su libertad. Una vez que acabaran esa tarea, se iría cada uno por su lado. Nashe iba a utilizarle, pero eso no quería decir que le encontrara absolutamente indeseable. A pesar de sus aires de listillo, había algo fascinante en aquel chico, y era difícil no concederle cierto respeto, aun a regañadientes. Por lo menos tenía el valor de sus convicciones, y eso era más de lo que se podía decir de la mayoría de la gente. Pozzi se había arrojado de cabeza dentro de sí mismo; estaba improvisando su vida según la vivía, confiando en el puro ingenio para mantener la cabeza fuera del agua, e incluso después de la zurra que acababan de darle, no parecía desmoralizado ni vencido. El muchacho era aparentemente rudo, a veces hasta detestable, pero destilaba una confianza en sí mismo que Nashe encontraba tranquilizadora. Era demasiado pronto para saber si se le podía creer, naturalmente, pero considerando el poco tiempo que había tenido para inventarse una historia, considerando la escasa verosimilitud de toda la situación, parecía dudoso que fuese otra cosa que lo que afirmaba ser. O eso suponía Nashe. De una forma u otra, no tardaría mucho en saberlo.

Lo importante era parecer tranquilo, contener su excitación y convencer a Pozzi de que sabía lo que se hacía. No era exactamente que quisiera impresionarle, pero instintivamente se daba cuenta de que tenía que dominar la situación, responder al arrojo del chico con su propia serena e impávida seguridad. Desempeñaría el papel de viejo frente al advenedizo Pozzi, utilizando la ventaja que tenía en tamaño y edad para dar una impresión de sabiduría obtenida a costa de muchos esfuerzos, de una estabilidad que contrarrestara la actitud nerviosa e impulsiva del chico. Cuando llegaron a la zona norte del Bronx, Nashe ya había optado por un plan de acción. Le costaría un poco más de lo que le hubiera gustado, quizá, pero pensaba que a la larga sería dinero bien gastado.

El truco consistía en no decir nada hasta que Pozzi empezara a hacer preguntas y luego, cuando las hiciera, tener preparadas buenas respuestas. Esa era la forma más segura de controlar la situación: hacer que el muchacho estuviera siempre ligeramente desconcertado, darle la impresión de que Nashe iba siempre un paso por delante de él. Sin decir una palabra, Nashe se metió por la Henry Hudson Parkway y cuando Pozzi finalmente le preguntó adónde iban (al cruzar la calle Noventa y seis), Nashe le contestó:

– Estás agotado, Jack. Necesitas comer y dormir y a mí tampoco me vendría mal un almuerzo. Nos inscribiremos en el Plaza y partiremos desde allí.

– ¿Quieres decir el Hotel Plaza? -preguntó Pozzi.

– Eso es, el Hotel Plaza. Siempre me alojo en él cuando estoy en Nueva York. ¿Alguna objeción?

– Ninguna. No estaba seguro, eso es todo. Me parece una buena idea.

– Pensé que te gustaría.

– Sí, me gusta. Me gusta hacer las cosas a lo grande. Es bueno para el alma.

Dejaron el coche en el aparcamiento subterráneo de la Cincuenta y ocho Este, sacaron el equipaje de Nashe del maletero y dieron la vuelta a la esquina hasta la entrada del hotel. Nashe pidió dos habitaciones individuales con un cuarto de baño compartido y mientras firmaba el registro en recepción observó a Pozzi por el rabillo del ojo, advirtiendo la sonrisita de satisfacción que había en su cara. Esa expresión le complació porque parecía indicar que Pozzi estaba suficientemente maravillado por su buena suerte como para apreciar lo que Nashe estaba haciendo por él. Todo se reducía a una cuestión de escenografía. Hacía sólo dos horas la vida de Pozzi estaba destrozada, y ahora se encontraba en un palacio, intentando no abrir la boca ante la opulencia que le rodeaba. Si el contraste hubiese sido menos espectacular, no habría producido el efecto deseado, pero a Nashe le bastaba con ver la crispación nerviosa de la boca del muchacho para saber que había conseguido lo que se proponía.

Les dieron las habitaciones en el séptimo piso (“El siete es el número de la suerte”, comentó Pozzi en el ascensor), y después de darle una propina al botones e instalarse, Nashe llamó al servicio de habitaciones y pidió la comida. Dos solomillos, dos ensaladas, dos patatas asadas, dos botellas de Beck’s. Mientras tanto, Pozzi entró en el cuarto de baño para ducharse, cerrando la puerta tras de sí pero sin molestarse en echar el pestillo. Nashe interpretó esto como otra buena señal. Escuchó durante un momento cómo el agua chisporroteaba en la bañera, luego se puso una camisa blanca limpia y sacó el dinero que había trasladado de la guantera a una de sus maletas, catorce mil dólares envueltos en una pequeña bolsa de plástico. Sin decirle nada a Pozzi, salió de la habitación, bajó en el ascensor a la planta baja y depositó trece mil dólares en la caja fuerte del hotel. Antes de volver a subir, dio un pequeño rodeo, se detuvo en la tienda de periódicos y compró una baraja.

Pozzi estaba sentado en su habitación cuando Nashe regresó. Las dos puertas del cuarto de baño estaban abiertas y Nashe vio al chico repantigado en un sillón, el cuerpo envuelto en dos o tres toallas blancas. En la televisión estaban dando la película de kung fu de los sábados por la tarde, y cuando Nashe asomó la cabeza para decir hola, Pozzi señaló el aparato y dijo que tal vez debería empezar a tomar lecciones de Bruce Lee.

– Ese tío no es más alto que yo -dijo-, pero fíjate cómo trata a esos cabrones. Si yo supiera hacer eso, lo de anoche no habría ocurrido.

– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó Nashe.

– Me duele todo el cuerpo, pero creo que no hay nada roto.

– Entonces supongo que sobrevivirás.

– Sí, supongo que sí. Tal vez no pueda tocar el violín nunca más, pero parece que viviré.

– Traerán la comida dentro de un momento. Puedes ponerte unos pantalones míos si quieres. Después de comer, te llevaré a comprarte ropa nueva.

– Probablemente es una buena idea. Estaba pensando que no tendría gracia llevar demasiado lejos este número del senador romano.

Nashe le tiró unos vaqueros para combinar con la camiseta de los Red Sox y de nuevo el chico pareció encogerse al tamaño de un niño. Para no pisárselos, se enrolló los bajos de las perneras hasta los tobillos.

– Tienes un guardarropa muy elegante -dijo mientras entraba en la habitación de Nashe, sujetándose los pantalones por la cintura-. ¿Qué eres, el vaquero de Boston o algo así?

– Iba a prestarte mi esmoquin, pero luego pensé que era mejor esperar hasta ver qué modales tienes en la mesa. No me gustaría que me lo estropearas porque no puedes evitar que la salsa de tomate te chorree de la boca.

Entraron la comida en un carrito de ruedas y los dos se sentaron a comer. Pozzi se lanzó sobre el solomillo con gusto, pero después de varios minutos de masticar y tragar dejó el cuchillo y el tenedor en el plato como si de pronto hubiera perdido interés. Se recostó en su silla y miró a su alrededor.

– Es curioso cómo va uno recordando las cosas -dijo en voz baja-. He estado en este hotel antes, ¿sabes?, pero no pensaba en ello desde hace mucho tiempo. Años.

– Debías ser muy joven si hace tanto tiempo que ocurrió.

– Sí, era un crío. Mi padre me trajo aquí un fin de semana de otoño. Yo debía tener once años, puede que doce.

– ¿Los dos solos? ¿Y tu madre?

– Estaban divorciados. Se separaron cuando yo era muy pequeño.

– ¿Y tú vivías con ella?

– Sí, vivíamos en Irvington, Nueva Jersey. Allí es donde crecí. Un pueblo triste y miserable.

– ¿Veías mucho a tu padre?

– Casi no le conocía.

– Y luego se presentó un día y te llevó al Plaza.

– Sí, más o menos. Pero le había visto una vez antes. La primera vez fue una cosa muy rara, creo que nunca me he sentido más desconcertado. Yo tenía ocho años y un día, a mediados de verano, estoy sentado en los escalones de nuestra casa. Mi madre está fuera trabajando, y yo estoy allí solo, chupando un polo de naranja y mirando al otro lado de la calle. No me preguntes cómo recuerdo que era de naranja, sencillamente lo recuerdo. Es como si tuviera el maldito helado en la mano ahora mismo. Hacía calor, y yo estoy allí sentado con mi polo de naranja, pensando que a lo mejor cojo la bici cuando termine y me voy a casa de mi amigo Walt y le convenzo para que conecte la manguera en el patio trasero. El polo está empezando a derretirse sobre mi pierna, de pronto aparece un gran Cadillac blanco que avanza muy despacio por la calle. Era un coche imponente. Completamente nuevo y limpísimo, con tapacubos de tela de araña y ruedas blancas. El tipo que va al volante parece estar perdido. Casi se para delante de cada casa, asoma la cabeza y estira el cuello para comprobar los números. Así que me quedo mirando mientras el estúpido polo me gotea encima y entonces el hombre apaga el motor. Justo delante de mi casa. El tipo se baja y echa a andar por el camino de entrada, vestido con un deslumbrante traje blanco y una gran sonrisa. Al principio creí que era Billy Martin, se parecía muchísimo a él. El entrenador de béisbol, ya sabes. Y pienso: ¿Por qué viene a verme Billy Martin? ¿Querrá contratarme como bateador o algo así? Joder, las paridas que te pasan por la cabeza cuando eres un chaval. Bueno, se acerca un poco más y veo que no es Billy Martin después de todo. Así que ahora estoy verdaderamente confuso, y para serte franco un poco asustado. Tiro el polo entre los arbustos, pero antes de que pueda decidir qué más hacer, el tipo está ya delante de mí. “Hola, Jack”, dice. “Hace mucho tiempo que no nos vemos.” No sé de qué me habla, pero puesto que sabe mi nombre, pienso que será un amigo de mi madre o algo así. Le digo que mi madre está en el trabajo, tratando de ser educado, pero me contesta que sí, que ya lo sabe, que acaba de hablar con ella en el restaurante. Es donde trabajaba mi madre, era camarera entonces. Así que le digo: “¿Quiere decir que ha venido a verme a mí?” Y él dice: “Exacto, chico. Pensé que ya era hora de que nos pusiéramos al día sobre cómo le va al otro. La última vez que te vi todavía llevabas pañales.” Toda la conversación me resulta cada vez más incomprensible y lo único que se me ocurre es que ese tipo debe ser mi tío Vince, el que se fue a California cuando mi madre era todavía una niña. “Eres el tío Vince, ¿no?” le digo, pero él niega con la cabeza y sonríe. “Agárrate al sombrero, muchacho”, dice, o algo por el estilo, “pero aunque no lo creas, estás viendo a tu padre.” La cosa es que yo no me lo creo ni por un momento. “Tú no puedes ser mi padre”, le digo. “A mi padre le mataron en Vietnam.” “Sí, bueno”, dice él, “eso es lo que creyeron todos. Pero en realidad no me mataron, ¿comprendes? Escapé. Me tenían allí prisionero, pero cavé un túnel y me fugué. He tardado mucho tiempo en llegar aquí.” Ahora la cosa empieza a resultar un poco más convincente, pero sigo teniendo mis dudas. “¿Quiere eso decir que ahora vas a vivir con nosotros?”, le digo. “No exactamente”, me contesta, “pero eso no debe impedir que lleguemos a conocernos.” Eso me parece muy raro y ahora estoy seguro de que está tratando de engañarme. “No puedes ser mi padre”, vuelvo a decirle. “Los padres no se marchan. Viven en casa con sus familias.” “Algunos padres”, contesta el tipo, “pero no todos. Verás, si no me crees, te lo demostraré. Tu nombre es Pozzi, ¿no? John Anthony Pozzi. Entonces el nombre de tu padre tiene que ser Pozzi también. ¿Cierto?” Digo que sí con la cabeza y entonces él mete la mano en el bolsillo y saca la cartera. “Mira esto, muchacho”, dice, y luego saca su carnet de conducir de la cartera y me lo tiende. “Lee lo que pone en ese papel.” Lo leo en voz alta: “John Anthony Pozzi.” Y que me maten si toda la historia no estaba allí en negro sobre blanco.

Pozzi se calló un momento y bebió un sorbo de cerveza.

– No sé -continuó-. Cuando pienso en ello ahora es como si hubiera sucedido en un sueño o algo así. Recuerdo partes, pero el resto está borroso en mi mente, como si no hubiera sucedido nunca, tal vez. Recuerdo que mi viejo me llevó a dar una vuelta en su Cadillac, pero no sé cuánto duró, ni siquiera recuerdo de qué hablamos. Pero me acuerdo del aire acondicionado del coche y del olor de la tapicería de cuero y recuerdo que me molestaba tener las manos pegajosas por el polo que me estaba comiendo. Lo principal, supongo, era que todavía estaba asustado. Aunque había visto el carnet de conducir, empecé a dudar otra vez. Pasa algo raro, me repetía. Este tipo puede decir que es mi padre, pero eso no significa que diga la verdad. Podría ser un truco de alguna clase, una trampa. Todo esto me pasa por la cabeza mientras vamos por el pueblo y luego, de pronto, estamos otra vez delante de mi casa. Es como si todo aquello hubiera durado medio segundo. Mi viejo ni siquiera se baja del coche. Se mete la mano en el bolsillo, saca un billete de cien dólares y me lo pone en la palma de la mano. “Toma, Jack”, dice, “una cosita para que sepas que pienso en ti.” Mierda. Era más dinero del que yo había visto en mi vida. Ni siquiera sabía que hacían billetes de cien dólares. Así que me bajo del coche con ese billete en la mano y recuerdo que pensé: Sí, supongo que esto quiere decir que sí es mi padre. Pero antes de que pueda pensar en algo que decir, él me aprieta el hombro y me dice adiós. “Nos veremos, muchacho”, dice, o algo así, y luego pone el coche en marcha y se va.

– Una extraña manera de conocer a tu padre -dijo Nashe.

– Y que lo digas.

– Pero ¿qué me cuentas de cuando viniste al Plaza?

– Eso no fue hasta tres o cuatro años después.

– ¿Y no le viste en todo ese tiempo?

– Ni una vez. Era como si hubiese vuelto a desaparecer. Yo no paraba de preguntarle a mi madre por él, pero ella no quería soltar prenda. Más adelante descubrí que él había pasado unos años en la trena. Por eso se divorciaron, me dijo ella. Él estaba metido en líos.

– ¿Qué hacía?

– Se metió en una estafa. Ya sabes, vender acciones de una sociedad anónima inexistente. Uno de esos timos de altura.

– Debió de irle muy bien después de salir de la cárcel. Por lo menos lo bastante bien como para conducir un Cadillac.

– Sí, supongo que sí. Creo que acabó en Florida vendiendo bienes raíces. Se hizo rico con negocios de condominio.

– Pero no estás seguro.

– No estoy seguro de nada. No he sabido nada de él desde hace mucho tiempo. Lo mismo podría estar muerto a estas alturas.

– Pero volvió a aparecer tres o cuatro años más tarde.

– Como caído del cielo, igual que la primera vez. Yo ya le había dado por perdido. Cuatro años de esperar es mucho tiempo cuando eres un niño. Parece una eternidad.

– ¿Y qué hiciste con los cien dólares?

– Es curioso que me preguntes eso. Al principio iba a gastármelos. Ya sabes, comprarme un guante de béisbol nuevo fantástico o algo así, pero nada me parecía nunca lo bastante adecuado, no podía decidirme a desprenderme del billete. Así que terminé guardándolo todos esos años. Lo tenía en una cajita en el cajón de la ropa interior y todas las noches lo sacaba y lo miraba, sólo para asegurarme de que estaba realmente allí.

– Y si estaba allí, eso quería decir que realmente habías visto a tu padre.

– Nunca pensé en eso. Pero sí, probablemente era así. Si conservaba el dinero, entonces quizá mi padre volvería.

– La lógica de un niño.

– Se es tan tonto de pequeño que es patético. No puedo creer que pensara esas cosas.

– Nos ha pasado a todos. Es parte del proceso de crecimiento.

– Sí, bueno, era todo bastante complicado. Nunca le enseñé el dinero a mi madre, pero de vez en cuando lo sacaba de la caja y dejaba que mi amigo Walt lo tocara. Me hacia sentirme bien, no sé por qué. Como si al verle tocándolo supiera que no me lo había inventado. Pero lo curioso es que después de unos seis meses se me metió en la cabeza que el dinero era falso, que era una falsificación. Debió ser algo que me dijo Walt, no lo sé seguro, pero recuerdo que pensaba que si el dinero era falso, entonces el tipo que me lo había dado no podía ser mi padre.

– Vueltas y vueltas.

– Sí. Vueltas y más vueltas. Un día Walt y yo hablamos de eso y él dijo que la única forma de averiguarlo era llevarlo al banco. Yo no quería sacarlo de mi cuarto, pero como pensaba que era falso, probablemente daba igual. Así que nos vamos al banco, muertos de miedo de que nos lo robaran, andando cautelosamente como si estuviéramos en alguna peligrosa misión. El cajero del banco resultó ser un hombre simpático. Walt le dice: “Este amigo mío quiere saber si este billete de cien dólares es auténtico.” Y el cajero lo coge y lo examina con mucho cuidado. Incluso lo mira con una lupa para asegurarse.

– ¿Y qué dijo?

– “Es auténtico, chicos”, dice. “Un auténtico billete del Tesoro de los Estados Unidos.”

– Por lo tanto el hombre que te lo dio era verdaderamente tu padre.

– Exacto. Pero ¿eso qué significa? Si el tipo es realmente mi padre, ¿por qué coño no vuelve para verme? Por lo menos podría escribirme una carta o algo. Pero, en lugar de deprimirme por eso, empiezo a inventarme historias para explicar por qué no se pone en contacto conmigo. Me imagino, mierda, me imagino que es una especie de James Bond, uno de esos agentes secretos que trabajan para el gobierno, y no puede descubrirse viniendo a verme. Después de todo, ahora me creo todas esas mentiras de que se escapó de un campo de prisioneros en Vietnam, y si pudo hacer eso, debe ser un tío cojonudo, ¿no? Un verdadero macho. Joder, yo debía ser un maldito imbécil para pensar eso.

– Tenías que inventarte algo. No es posible dejarlo en blanco. La mente no te lo permite.

– Puede. Pero la verdad es que me inventé un montón de mierda. Estaba metido en ella hasta el cuello.

– ¿Qué pasó cuando al fin se presentó?

– Esta vez llamó primero y habló con mi madre. Recuerdo que yo ya estaba en la cama y ella subió a mi cuarto para decírmelo. “Quiere que pases el fin de semana con él en Nueva York”, me dijo, y no era difícil ver que estaba furiosa. “Qué jeta tiene el muy hijoputa, ¿no?” repetía. “Qué jeta la de ese hijoputa.” El viernes por la tarde se para delante de casa en otro Cadillac. Éste era negro, y recuerdo que él llevaba uno de esos abrigos de pelo de camello y estaba fumando un gran cigarro. No tenía nada que ver con James Bond. Parecía un personaje salido de una película de Al Capone.

– Esta vez era invierno.

– Pleno invierno, y helaba. Cruzamos el Lincoln Tunnel, nos inscribimos en el Plaza y luego nos fuimos a Gallagher’s, en la calle Cincuenta y dos. Todavía recuerdo el sitio. Cientos de solomillos colgados en el escaparate, era como para volverse vegetariano. Pero el comedor estaba bien. Las paredes estaban cubiertas de fotos de políticos, deportistas y estrellas de cine, y reconozco que yo estaba muy impresionado. Ese era el propósito del fin de semana, supongo. Mi padre quería impresionarme, y consiguió hacer un buen trabajo. Después de cenar fuimos a los combates del Garden. Al día siguiente volvimos allí para ver un partido de baloncesto y el domingo fuimos al estadio a ver a los Giants jugando contra los Redskins. Y no creas que nos sentamos en las gradas. A cincuenta metros, amigo, las mejores localidades del estadio. Sí, yo estaba impresionado, estaba absolutamente boquiabierto. Y a todas partes donde íbamos, mi viejo va separando billetes de un grueso fajo que lleva en el bolsillo. De diez, de veinte, de cincuenta…, ni se molestaba en mirar. Daba propinas como si nada, ¿entiendes? A los acomodadores, a los camareros, a los botones. Todos ponían la mano y él les soltaba los pavos como si no hubiera mañana.

– Estabas impresionado. Pero ¿lo pasaste bien?

– No mucho. Verás, si así era como vivía la gente, entonces ¿qué había hecho yo todos aquellos años? ¿Sabes lo que quiero decir?

– Creo que sí.

– Era difícil hablar con él, y la mayor parte del tiempo yo me sentía incómodo, bloqueado. Estuvo fardando conmigo todo el fin de semana, contándome sus negocios, tratando de que yo pensara que era un tío grande, pero la realidad es que yo no sabía de qué coño estaba hablando. También me dio muchos consejos. “Prométeme que terminarás los estudios en el instituto”, me dijo dos o tres veces, “prométeme que terminarás los estudios en el instituto para que no te conviertas en un pobre diablo.” Yo no era más que un enano que estaba en sexto, ¿qué iba yo a saber del instituto y esos rollos? Pero me lo hizo prometer, así que le di mi palabra. Resultó un poco horripilante. Pero lo peor fue cuando le conté lo que había hecho con los cien dólares que me había dado la última vez. Pensé que le gustaría saberlo, pero en realidad le escandalizó, lo vi en su cara, reaccionó como si le hubiera ofendido o algo así. “Guardar el dinero es cosa de tontos”, dijo. “No es más que un asqueroso pedazo de papel, muchacho, y no te servirá de nada metido en una caja.”

– Palabras de un tipo duro.

– Sí, quería demostrarme que era un tipo muy duro. Pero quizá no hizo el efecto que él pensaba. Recuerdo que volví a casa el domingo por la noche, estaba bastante trastornado. Me dio otro billete de cien dólares, y al día siguiente salí a gastármelo después de la escuela, así, sin más. Él me había dicho que me lo gastara y eso hice. Pero lo extraño fue que no me apetecía usar el dinero en algo para mí. Me fui a una joyería y le compré un collar de perlas a mi madre. Todavía recuerdo el precio. Ciento ochenta y nueve dólares, impuestos incluidos.

– ¿Y qué hiciste con los otros once dólares?

– Le compré una gran caja de bombones. Una de esas cajas rojas en forma de corazón.

– Debió de ponerse muy contenta.

– Sí, se conmovió y se echó a llorar cuando le di los regalos. Me alegré de haberlo hecho. Me hizo sentirme bien.

– ¿Qué me dices del instituto? ¿Mantuviste tu promesa?

– ¿Crees que soy estúpido? Claro que terminé los estudios en el instituto. Y además bien. Tuve una media de aprobado y jugué en el equipo de baloncesto. Era un auténtico triunfador.

– ¿Qué hacías, jugar con zancos?

– Era el escolta, hombre, y te diré que se me daba muy bien. Me llamaban el Ratón. Era tan rápido que lograba pasar el balón por entre las piernas de los jugadores. En un partido batí el récord del instituto con quince asistencias. Era un hombrecito muy duro en la pista.

– Pero no tuviste ofertas de beca de ninguna universidad.

– Recibí algunas migajas, pero nada que realmente me interesara. Además, pensé que podía ganarme mejor la vida jugando al póquer que haciendo unos cursos de administración de empresas en una escuela técnica de mierda.

– Así que te buscaste un puesto en unos grandes almacenes.

– Temporalmente. Pero luego mi viejo me hizo un regalo de graduación. Me mandó un cheque de cinco mil dólares. ¿Qué te parece? No veo al muy cabrón en seis años y luego se acuerda de mi graduación en el instituto. Lo mío sí que fueron reacciones encontradas. Podía haberme muerto de felicidad. Pero también tenía ganas de darle una patada en los huevos a ese hijoputa.

– ¿Le mandaste una nota dándole las gracias?

– Sí, claro. Era algo obligado, ¿no? Pero él nunca me contestó. No he vuelto a saber de él.

– Cosas peores han sucedido, creo yo.

– Mierda, ya no me importa. Probablemente sea mejor así.

– ¿Y ése fue el principio de tu carrera?

– Exactamente. Ese fue el principio de mi gloriosa carrera, mi ininterrumpida marcha hacia las cumbres de la fama y la fortuna.


Después de esta conversación Nashe notó un cambio en sus sentimientos hacia Pozzi. Cierta suavización, un gradual aunque renuente reconocimiento de que había algo intrínsecamente simpático en el muchacho. Eso no significaba que Nashe estuviera dispuesto a confiar en él, pero a pesar de toda su cautela experimentaba un nuevo y creciente impulso de cuidarle, de asumir el papel de guía y protector de Pozzi. Quizá tuviese algo que ver con su tamaño, con su cuerpo malnutrido, casi atrofiado -como si su pequeñez sugiriese algo aún incompleto-, pero también podría ser consecuencia de la historia que le había contado sobre su padre. Durante todo el relato de los recuerdos de Pozzi, inevitablemente Nashe había estado pensando en su propia infancia, y la curiosa correspondencia que encontró entre sus vidas le había tocado una cuerda sensible: el temprano abandono, el inesperado regalo de dinero, la perdurable cólera. Una vez que un hombre empieza a reconocerse en otro, ya no puede considerar a esa persona un extraño. Quiera o no, se ha establecido un vínculo. Nashe se dio cuenta de que esos pensamientos eran una trampa potencial, pero en ese momento era poco lo que podía hacer para evitar sentirse atraído hacia ese ser perdido y demacrado. La distancia entre ellos se había estrechado de repente.

Nashe decidió posponer la prueba de las cartas por el momento y ocuparse del guardarropa de Pozzi. Las tiendas cerrarían al cabo de pocas horas y no tenía sentido hacer que el chico andara por ahí el resto del día con su enorme atuendo de payaso. Nashe comprendió que probablemente debería haber sido más severo al respecto, pero Pozzi estaba claramente exhausto y él no tenía valor para obligarle a hacer una exhibición inmediata. Eso era un error, naturalmente. Si el póquer era un juego de resistencia, de cálculos rápidos en situaciones de tensión, ¿qué mejor momento para poner a prueba la capacidad de alguien que cuando su mente estaba obnubilada por el agotamiento? Con toda probabilidad, Pozzi fracasaría en la prueba y el dinero que Nashe estaba a punto de gastarse en ropa para él sería dinero perdido. No obstante, dada la inminencia de la decepción, Nashe no tenía prisa por ir al grano. Deseaba saborear sus expectativas un poco más, engañarse para creer que aún había algún motivo de esperanza. Además, le apetecía mucho la pequeña excursión de compras que había planeado. Unos cientos de dólares no tendrían mucha importancia a la larga, y la idea de ver a Pozzi pasearse por Saks de la Quinta Avenida era un placer que no quería negarse. Era una situación cargada de posibilidades cómicas y, aunque no sacara más que eso, saldría con el recuerdo de unas risas. En última instancia, hasta eso era más de lo que esperaba lograr cuando se despertó aquella mañana en Saratoga.

Pozzi empezó a criticar en el mismo momento que entraron en la tienda. El departamento de caballeros estaba lleno de ropa pija, dijo, y prefería ir por la calle envuelto en las toallas de baño a que le vieran con aquellas mariconadas repugnantes. Tal vez estaban bien si uno se llamaba Dudley L. Dipshit III y vivía en Park Avenue, pero él era Jack Pozzi de Irvington, Nueva Jersey, y antes se dejaba matar que ponerse una de aquellas camisas rosas. En su pueblo te daban una patada en el culo si te presentabas con una cosa así. Te destrozarían y echarían los pedazos al retrete. Mientras lanzaba sus insultos, Pozzi no cesaba de mirar a las mujeres que pasaban, y si alguna de ellas era joven o atractiva, se callaba y hacia un intento de cruzar su mirada con la de ella o volvía por completo la cabeza para observar el contoneo de sus nalgas mientras se alejaba por el pasillo. Les guiñó el ojo a un par de ellas, y a otra que le rozó el brazo inconscientemente se atrevió a dirigirle la palabra.

– Oye, guapa, ¿tienes planes para esta noche?

– Cálmate, Jack -le advirtió Nashe una o dos veces-. Cálmate. Te van a echar de aquí si sigues así.

– Estoy calmado -dijo Pozzi-. ¿Es que no puede uno tantear el terreno?

En el fondo, era casi como si Pozzi estuviera montando el número porque sabía que Nashe lo esperaba de él. Era una representación consciente, un torbellino de previsibles payasadas que ofrecía como expresión de agradecimiento a su nuevo amigo y benefactor, y si hubiera notado que Nashe quería que parase, hubiese parado sin decir una palabra más. Por lo menos ésa fue la conclusión a la que llegó Nashe más tarde, porque una vez que empezaron a examinar la ropa en serio, el chico mostró una sorprendente falta de resistencia a sus argumentos. La deducción era que Pozzi comprendía que se le daba la oportunidad de aprender algo y de ahí se deducía a su vez que Nashe ya se había ganado su respeto.

– Escucha, Jack -le dijo Nashe-. Dentro de dos días vas a enfrentarte a un par de millonarios. Y no vas a jugar en un garito de mala muerte, estarás en su casa como invitado. Probablemente piensan darte de comer e invitarte a pasar la noche. No querrás causar mala impresión, ¿verdad? No querrás entrar allí con pinta de chorizo ignorante. He visto la clase de ropa que te gusta llevar. Dan el cante, Jack, te delatan como un pardillo. Ves a un tío vestido así y te dices: Ahí va un anuncio viviente de Perdedores Anónimos. Esa ropa no tiene estilo ni clase. Cuando íbamos en el coche me dijiste que en tu trabajo hay que ser actor. Pues un actor necesita un disfraz. Puede que no te guste esta ropa, pero los ricos la llevan y tú quieres demostrar al mundo que tienes buen gusto, que eres un hombre con criterio. Ya es hora de que madures, Jack. Es hora de que empieces a tomarte en seno.

Poco a poco, Nashe le convenció, y al final salieron de la tienda con quinientos dólares de sobriedad y discreción burguesa, un conjunto tan convencional que hacía que su portador se volviera invisible en cualquier ambiente: chaqueta cruzada azul marino, pantalones gris claro, mocasines y una camisa blanca de algodón. Como aún hacía calor, dijo Nashe, podían prescindir de la corbata, y Pozzi aceptó esa omisión diciendo que ya estaba bien.

– Ya me siento como un gusano -dijo-. No hace falta que además trates de estrangularme.

Eran cerca de las cinco cuando regresaron al Plaza. Después de dejar los paquetes en la séptima planta, bajaron otra vez para tomar una copa en el Oyster Bar. Después de la primera cerveza, de pronto Pozzi pareció aplastado por la fatiga, como si estuviera luchando por mantener los ojos abiertos. Nashe intuyó que también tenía dolores y, en lugar de obligarle a aguantar un poco más, pidió la cuenta.

– Pareces agotado -le dijo-. Probablemente es hora de que subas a dormir un rato.

– Estoy hecho una mierda -dijo Pozzi, sin molestarse en protestar-. Sábado por la noche en Nueva York, pero no parece que vaya a poder aprovecharlo.

– Es la hora de los sueños para ti, amigo. Si te despiertas a tiempo, puedes cenar tarde, pero tal vez sea buena idea que sigas durmiendo hasta mañana. No hay duda de que entonces te sentirás muchísimo mejor.

– Tengo que mantenerme en forma para el gran combate. Nada de follar con las titis. El pito quieto en el pantalón y ni oler la comida con grasa. A las cinco salir a correr, a las diez entrenamiento con el sparring. Austeridad y concentración.

– Me alegro de que lo hayas entendido tan rápidamente.

– Estamos hablando de un campeonato, Jimbo, y Kid necesita descanso. Cuando se está entrenando hay que estar dispuesto a cualquier sacrificio.

Así que subieron otra vez a las habitaciones y Pozzi se metió en la cama. Antes de apagar la luz, Nashe le hizo tragar tres aspirinas y luego le dejó en la mesilla un vaso de agua y el frasco de aspirinas.

– Si te despiertas -le dijo-, tómate algunas más. Te servirán para aliviar el dolor.

– Gracias, mamá -dijo Pozzi-. Espero que no te importe que no rece mis oraciones esta noche. Dile a Dios que tenía demasiado sueño, ¿vale?

Nashe cruzó el cuarto de baño, cerrando ambas puertas, y se sentó en la cama. De repente se sintió desconcertado, sin saber qué hacer consigo mismo durante el resto de la tarde. Consideró la posibilidad de salir a cenar en algún sitio, pero luego decidió no hacerlo. No quería alejarse demasiado de Pozzi. No iba a pasar nada (estaba más o menos seguro de eso), pero al mismo tiempo le parecía que sería un error dar nada por sentado.

A las siete pidió que le subieran un sandwich y una cerveza y encendió el televisor. Los Nets jugaban en Cincinnati esa noche y siguió el partido hasta el noveno turno, barajando una y otra vez las cartas nuevas sentado en la cama y haciendo un solitario tras otro. A las diez y media apagó el televisor y se metió en la cama con un ejemplar de bolsillo de las Confesiones de Rousseau, que había empezado a leer durante su estancia en Saratoga. Justo antes de dormirse llegó al pasaje en el cual el autor está en un bosque tirando piedras a los árboles. Si doy a ese árbol con esta piedra, se dice Rousseau, entonces todo me irá bien en la vida a partir de ahora. Tira la piedra y falla. Esa no cuenta, se dice, y coge otra y se acerca varios metros al árbol. Vuelve a fallar. Esa tampoco contaba, se dice, y entonces se aproxima aún más al árbol y busca otra piedra. Falla de nuevo. Esa no ha sido más que la última tirada de calentamiento, se dice, es la próxima la que verdaderamente cuenta. Pero, para asegurarse, esta vez se acerca mucho al árbol, situándose justo delante del blanco. Ahora está a unos treinta centímetros, lo bastante cerca como para tocarlo con la mano. Entonces lanza la piedra directamente contra el tronco. Exito, se dice, lo logré. De ahora en adelante, mi vida será mejor que nunca.

Nashe encontró divertido el pasaje, pero al mismo tiempo le dejó demasiado azorado como para tener ganas de reírse. Al fin y al cabo había algo terrible en semejante franqueza, y se preguntó dónde había encontrado Rousseau el valor para revelar algo así de sí mismo, para admitir tan descarado autoengaño. Nashe apagó la lámpara, cerró los ojos y escuchó el zumbido del aire acondicionado hasta que ya no pudo oírlo. En algún momento de la noche soñó con un bosque en el cual el viento pasaba por entre los árboles con el sonido de los naipes al barajarse.


A la mañana siguiente Nashe siguió retrasando la prueba. A esas alturas casi se había convertido en una cuestión de honor, como si la verdadera prueba fuese para sí mismo y no para comprobar la habilidad de Pozzi con las cartas. La cuestión era ver cuánto tiempo podía vivir en un estado de incertidumbre: actuar como si se hubiese olvidado del asunto, y de esa forma utilizar el poder del silencio para obligar a Pozzi a dar el primer paso. Si Pozzi no decía nada, eso querría decir que el muchacho no era más que palabrería. Le gustaba la simetría de ese acertijo. La ausencia de palabras significaría que era todo palabras, y las palabras significarían que era sólo farol y fraude. Si Pozzi era serio, sacaría el tema antes o después, y a medida que pasaba el tiempo Nashe se encontraba cada vez más dispuesto a esperar. Pensó que era como tratar de respirar y contener el aliento a la vez, pero ahora que había empezado el experimento sabía que iba a seguirlo hasta el final.

Pozzi parecía considerablemente reanimado después de sus largas horas de sueño. Nashe le oyó abrir la ducha poco antes de las nueve, y veinte minutos más tarde estaba de pie en su cuarto, de nuevo con la indumentaria de las toallas blancas.

– ¿Qué tal se encuentra el senador esta mañana? -le preguntó Nashe.

– Mejor -contestó Pozzi-. Todavía me duelen los huesos, pero Jackus Pozzius está otra vez en la brecha.

– Lo cual quiere decir que probablemente un pequeño desayuno vendría bien.

– Mejor que sea grande. Mis tripas piden a gritos sustento.

– Entonces que sea un almuerzo dominical.

– Almuerzo, desayuno, llámalo como quieras. Estoy muerto de hambre.

Nashe ordenó que les subieran el desayuno a la habitación y pasó otra hora sin que se mencionara la prueba. Nashe empezó a preguntarse si Pozzi no estaría haciendo el mismo juego que él: negándose a ser el primero en hablar, atrincherándose para una guerra de nervios. Pero no bien empezó a pensar esto descubrió que estaba equivocado. Después de desayunar, Pozzi volvió a su cuarto para vestirse. Cuando regresó (vestido con la camisa blanca, los pantalones grises y los mocasines, que le daban un aspecto muy presentable, en opinión de Nashe) le faltó tiempo para plantearlo.

– Creí que querías ver qué clase de jugador de póquer soy -dijo-. Quizá deberíamos comprar una baraja en algún sitio y ponernos a ello.

– Ya tengo la baraja -contestó Nashe-. Sólo estaba esperando a que estuvieras listo.

– Estoy listo. Lo he estado desde el principio.

– Muy bien. Entonces parece que ha llegado el momento de la verdad. Siéntate, Jack, y enséñame tus habilidades.

Jugaron al póquer descubierto de siete cartas durante tres horas, utilizando pedazos de papel de escribir del Plaza en lugar de fichas. Siendo sólo dos jugadores, era difícil que Nashe midiese todo el alcance de los talentos de Pozzi, pero incluso en esas circunstancias distorsionantes (que exageraban el factor suerte y hacían casi imposibles las apuestas a gran escala), el muchacho le derrotó completamente, dando mordiscos a las fichas de papel de Nashe hasta que desapareció toda la pila. Nashe no era ningún maestro, naturalmente, pero estaba lejos de ser un inepto. Había jugado casi todas las semanas durante los dos años que pasó en el Bowdoin College, y después de ingresar en el cuerpo de bomberos de Boston se había sentado en suficientes partidas como para saber que podía defenderse frente a la mayoría de los jugadores decentes. Pero el muchacho era otra cosa, y Nashe no tardó en comprenderlo. Parecía concentrarse mejor, analizar las situaciones más rápidamente y estar más seguro de sí mismo que nadie con quien Nashe se hubiera enfrentado antes. Después del primer barrido, Nashe propuso que él jugara con dos manos en lugar de una, pero los resultados fueron básicamente los mismos. En todo caso, Pozzi hizo un trabajo más rápido que la primera vez. Nashe ganó una parte de las jugadas pero el producto de esas ganancias era siempre pequeño, significativamente menor que las sumas que invariablemente le reportaban a Pozzi sus manos ganadoras. El muchacho tenía una infalible habilidad para saber cuándo retirarse y cuándo ir, y nunca llevaba demasiado lejos una mano perdedora; retirándose a menudo cuando sólo se había repartido el tercer o cuarto naipe. Al principio Nashe consiguió llevarse unas manos con algunos faroles insensatos, pero al cabo de veinte o treinta minutos esa estrategia empezó a volverse en su contra. Pozzi le había calado y al final era casi como si pudiera leer en la mente de Nashe, como si estuviera sentado dentro de su cabeza observando lo que pensaba. Esto animó a Nashe, puesto que deseaba que Pozzi fuera buen jugador, pero era perturbador a pesar de todo, y esa sensación desagradable perduró durante un rato. Comenzó a jugar de una forma demasiado conservadora, confiando en la cautela en todas las jugadas, y desde ese momento Pozzi dominó la partida, faroleó y le manipuló casi como le dio la gana. El muchacho no se jactó, sin embargo. Jugaba con absoluta seriedad, sin mostrar la menor señal de su acostumbrado sarcasmo y humor. Sólo recuperó su actitud normal cuando Nashe propuso que lo dejaran; de pronto se recostó en su silla y en su cara apareció una sonrisa amplia y satisfecha.

– No está mal, muchacho -dijo Nashe-. Me has machacado.

– Ya te lo dije -contestó Pozzi-. Yo no bromeo cuando se trata del póquer. Nueve veces sobre diez voy a quedar encima. Es como una ley de la naturaleza.

– Esperemos que mañana sea una de esas nueve veces.

– No te preocupes, voy a aniquilar a esos cretinos. Te lo garantizo. No son ni la mitad de buenos que tú, y ya has visto lo que he hecho contigo.

– Destrucción total.

– Exactamente. Esto ha sido un holocausto nuclear. Un maldito Hiroshima.

– ¿Estás dispuesto a mantener el trato que hicimos en el coche?

– ¿Ir a partes iguales? Sí, estoy dispuesto.

– Descontando los primeros diez mil dólares, claro está.

– Descontando los diez grandes. Pero además hay que tener en cuenta las otras cosas.

– ¿Qué cosas?

– El hotel. La comida. La ropa que me compraste ayer.

– No te preocupes por eso. Esas cosas son a fondo perdido, lo que podríamos llamar los gastos normales de un negocio.

– Mierda. No tienes por qué hacer eso.

– No tengo por qué hacer nada. Pero lo he hecho, ¿no? Es un regalo, Jack, y dejemos el asunto. Si quieres, puedes considerarlo como una prima por permitirme entrar en el negocio.

– La comisión del intermediario.

– Exacto. Una comisión por los servicios prestados. Ahora lo único que tienes que hacer es coger el teléfono y comprobar si Laurel y Hardy siguen contando contigo. No es cosa de que vayamos hasta allí para nada. Y asegúrate de que te indican bien cómo se va. No sería correcto llegar tarde.

– Será mejor que les diga que vas a venir conmigo.

– Diles que tienes el coche en el taller de reparaciones y que te va a llevar un amigo.

– Les diré que eres mi hermano.

– Tampoco hay que pasarse.

– Sí, les diré que eres mi hermano. Así no harán preguntas.

– De acuerdo, diles lo que quieras. Pero no te inventes una historia demasiado complicada. No querrás empezar con una metedura de pata.

– No te preocupes, compañero, fíate de mí. Soy el Chico del Gordo, ¿recuerdas? Da igual lo que diga. Mientras sea yo el que lo diga, todo saldrá bien.


Salieron hacia Ockham a la una y media del día siguiente. La partida no empezaría hasta el anochecer, pero Flower y Stone les esperaban a las cuatro.

– Es como si todo les pareciera poco para nosotros -dijo Pozzi-. Primero nos darán el té. Luego nos enseñarán la casa. Y antes de sentarnos a jugar, vamos a cenar. ¿Qué te parece? ¡El té! No me lo puedo creer.

– Para todo hay una primera vez -dijo Nashe-. No te olvides de portarte bien. Nada de sorber ruidosamente. Y cuando te pregunten cuántos terrones de azúcar quieres di que uno.

– Puede que esos dos sean tontos, pero parece que tienen buen corazón. Si yo no fuera un hijoputa tan avaricioso, casi me darían pena.

– Eres la última persona de la que esperaría que sintiera pena por dos millonarios.

– Bueno, ya me entiendes. Primero ellos nos invitan a beber su vino y comer su cena y luego nosotros nos largamos con su dinero. Hay que tenerles lástima a unos bobos así. Por lo menos una poca.

– Yo no me apenaría demasiado. Nadie entra en una partida esperando perder, ni siquiera los millonarios bien educados. Nunca se sabe, Jack. A lo mejor ahora mismo ellos están en Pennsylvania compadeciéndose de nosotros.

La tarde era bochornosa, y había densas masas de nubes en el cielo y una amenaza de lluvia en el aire. Cruzaron el Lincoln Tunnel y comenzaron a seguir una serie de autopistas de Nueva Jersey en dirección al río Delaware. Durante los primeros cuarenta y cinco minutos ninguno de los dos habló mucho. Nashe conducía y Pozzi miraba por la ventanilla y estudiaba el mapa. Nashe estaba seguro de que había llegado a un momento de cambio decisivo, de que pasara lo que pasase en la partida de aquella noche, sus días en la carretera habían tocado a su fin. El mero hecho de estar en el coche con Pozzi ahora parecía demostrar la inevitabilidad de ese fin. Algo había terminado y algo estaba a punto de comenzar, y por el momento Nashe se encontraba en medio, flotando en un lugar que no era aquí ni allí. Sabía que Pozzi tenía grandes posibilidades de ganar, que de hecho jugaba con muchos puntos de ventaja, pero la idea de ganar le parecía demasiado fácil, algo que ocurriría con demasiada rapidez y naturalidad como para traer consecuencias permanentes. Por ello la posibilidad de la derrota ocupaba un lugar predominante en su pensamiento, y se decía que siempre era preferible prepararse para lo peor que dejar que te cogiera por sorpresa. ¿Qué haría si las cosas salían mal? ¿Cómo actuaría si perdía el dinero? Lo extraño no era que pudiera imaginar esta posibilidad, sino que pudiera hacerlo con tal indiferencia y distanciamiento, con tan poco dolor interno. Era como si en realidad no tomara parte en lo que estaba a punto de sucederle. Y si ya no estaba implicado en su propio destino, ¿dónde estaba, entonces? ¿Y qué había sido de él? Pensó que quizá había vivido en el limbo durante demasiado tiempo, y ahora que necesitaba encontrarse a sí mismo de nuevo ya no había nada a que agarrarse. De pronto se sintió muerto por dentro, como si todos sus sentimientos se hubieran agotado. Deseaba sentir miedo, pero ni siquiera el desastre podía aterrorizarle.

Cuando llevaban algo menos de una hora en la carretera, Pozzi comenzó a hablar de nuevo. Iban pasando por una tormenta en ese momento (en algún punto entre New Brunswick y Princeton) y, por primera vez en los tres días que habían estado juntos, mostró cierta curiosidad por el hombre que le había salvado. Eso pilló a Nashe con la guardia baja, y como no estaba preparado para las preguntas directas de Pozzi, se encontró hablando más abiertamente de lo que habría supuesto, descargándose de cosas que normalmente no habría compartido con nadie. No bien se dio cuenta de lo que estaba haciendo, casi se interrumpió, pero luego decidió que no importaba. Pozzi habría desaparecido de su vida al día siguiente, ¿por qué molestarse en ocultarle algo a una persona a la que nunca volvería a ver?

– Bueno, profesor -dijo el muchacho-, ¿qué vas a hacer después de que nos hagamos ricos?

– No lo he decidido aún -contestó Nashe-. Mañana por la mañana probablemente me iré a ver a mi hija y pasaré unos días con ella. Luego me sentaré a hacer planes.

– Así que eres papá, ¿eh? No me había imaginado que fueses un hombre de familia.

– No lo soy. Pero tengo una hija en Minnesota. Cumplirá cuatro años dentro de dos meses.

– ¿Y no hay una esposa en la escena?

– La había, pero ya no.

– ¿Está en Michigan con la cría?

– Minnesota. No, la niña vive con mi hermana. Con mi hermana y mi cuñado. Él jugaba de defensa trasero con los Vikings.

– ¿En serio? ¿Cómo se llama?

– Ray Schweikert.

– No puedo decir que lo conozca.

– Sólo duró un par de temporadas. El pobre diablo se machacó una rodilla entrenando y ahí se acabó su carrera.

– ¿Y qué me dices de tu mujer? ¿La palmó o algo así?

– No exactamente. Probablemente está viva en alguna parte.

– Un caso de desaparición, ¿eh?

– Supongo que se le podría llamar así.

– ¿Quieres decir que te dejó plantado y no se llevó a la cría? ¿Qué clase de fulana haría una cosa así?

– Me he hecho esa pregunta muchas veces. Por lo menos me dejó una nota.

– Qué amable.

– Sí, me llenó de inmensa gratitud. El único problema fue que la puso encima de la repisa de la cocina. Y como no se había molestado en limpiar después del desayuno, la repisa estaba mojada. Cuando llegué a casa aquella noche, la nota estaba empapada. Es difícil leer una carta cuando la tinta está corrida. Hasta mencionaba el nombre del tipo con el que se largó, pero no pude entenderlo. Gorman o Corman, creo que era, pero sigo sin saber cuál de los dos.

– Supongo que era guapa, por lo menos. Algo tendría cuando quisiste casarte con ella.

– Oh, ya lo creo que era guapa. La primera vez que vi a Thérèse pensé que probablemente era la mujer más guapa que había visto en mi vida. No podía apartar las manos de ella.

– Un buen culo.

– Es una forma de decirlo. Tardé un poco en darme cuenta de que todo el cerebro lo tenía también ahí abajo.

– Es una historia muy vieja, amigo. Dejas que tu pito piense por ti y eso es lo que pasa. De todas formas, si llega a ser mi mujer, la habría traído a rastras y le habría dado una buena paliza para que espabilara.

– No habría servido de nada. Además, yo tenía mi trabajo. No. No podía dejarlo por las buenas para ir a buscarla.

– ¿Trabajo? ¿Quieres decir que tienes un empleo?

– Ya no. Lo dejé hace un año.

– ¿Qué hacías?

– Apagar fuegos.

– Investigador de conflictos laborales, ¿eh? La compañía te llama cuando hay un problema y entonces tú te paseas por la oficina buscando agujeros que tapar. Eso es gestión de alto nivel. Debes haber ganado una pasta.

– No, me refiero a fuegos de verdad. De los que se apagan con mangueras, el viejo sistema de la escalera. Hachas, edificios ardiendo, gente saltando por las ventanas. Lo que se lee en los periódicos.

– Me estás tomando el pelo.

– Es verdad. Estuve en el cuerpo de bomberos de Boston cerca de siete años.

– Pareces muy orgulloso de ti mismo.

– Supongo que lo estoy. Hacía bien mi trabajo.

– Si te gustaba tanto, ¿por qué lo dejaste?

– Tuve suerte. De repente llegó mi barco.

– ¿Te tocó la lotería irlandesa o algo así?

– Fue más como el regalo de graduación del que me hablaste.

– Pero más grande.

– Sí.

– ¿Y ahora? ¿A qué te dedicas ahora?

– Ahora mismo estoy sentado en este coche contigo, muchachito, confiando en que esta noche me saques las castañas del fuego.

– Un auténtico aventurero.

– Eso es. Simplemente sigo a mi nariz y espero a ver qué pasa.

– Bienvenido al club.

– ¿Club? ¿Qué club es ése?

– La Hermandad Internacional de Perros Perdidos. ¿Cuál iba a ser? Te admitimos como socio de pleno derecho con carnet. Número de serie cero, cero, cero, cero.

– Creí que ése sería tu número.

– Lo es. Pero también es el tuyo. Esa es una de las ventajas de la Hermandad. lodos los socios tienen el mismo número.


Cuando llegaron a Flemington la tormenta ya había pasado. La luz del sol se abrió paso por entre las nubes que se dispersaban y la tierra húmeda relucía con una súbita, casi sobrenatural claridad. Los árboles destacaban más nítidamente contra el cielo y hasta las sombras parecían marcarse más profundamente en el suelo, como si sus oscuros e intrincados perfiles hubiesen sido grabados con la precisión de un escalpelo. A pesar de la tormenta, Nashe había hecho una buena media e iban un poco adelantados sobre el horario previsto. Decidieron parar a tomar una taza de café, y ya que estaban en el pueblo, aprovechar la ocasión para vaciar la vejiga y comprar un cartón de cigarrillos. Pozzi explicó que normalmente no fumaba, pero le gustaba tener cigarrillos a mano siempre que jugaba a las cartas. El tabaco era un apoyo útil y le ayudaba a evitar que sus oponentes le observaran demasiado atentamente, como si literalmente pudiera ocultar sus pensamientos detrás de una nube de humo. Lo importante era permanecer inescrutable, levantar un muro alrededor de uno mismo y no dejar entrar a nadie. El juego era algo más que simplemente apostar basándote en tus cartas, era estudiar a tus oponentes en busca de debilidades, leer sus gestos tratando de descubrir tics y reacciones reveladoras. Una vez que conseguías detectar una pauta de conducta, la ventaja estaba claramente a tu favor. Por la misma razón, el buen jugador siempre hacía todo lo posible para negarles esa ventaja a los demás.

Nashe pagó los cigarrillos y se los dio a Pozzi, quien se metió el cartón de Marlboro bajo el brazo. Luego salieron de la tienda y dieron un breve paseo por la calle principal, sorteando los pequeños grupos de turistas veraniegos que habían reaparecido con el sol. Después de un par de manzanas, llegaron a un viejo hotel con una placa en la fachada que informaba de que los reporteros que cubrían el juicio por el secuestro del hijo de Lindbergh se habían alojado allí en los años treinta. Nashe le explicó a Pozzi que probablemente Bruno Hauptmann era inocente, que había nuevas pruebas que parecían indicar que el hombre ejecutado no era culpable del crimen. Luego siguió hablando sobre Lindbergh, el prototipo del héroe americano, y comentó que durante la guerra se había vuelto fascista, pero Pozzi parecía aburrido con su pequeña conferencia, así que dieron media vuelta y regresaron al coche.

No fue difícil encontrar el puente en Frenchtown, pero una vez que cruzaron el Delaware y entraron en Pennsylvania, la ruta se volvió más incierta. Ockham estaba a sólo veintitrés kilómetros del río, pero tenían que hacer una serie de complicadas desviaciones para llegar allí y acabaron rodando lentamente por estrechos y serpenteantes caminos durante casi cuarenta minutos. De no ser por la tormenta, la cosa habría sido un poco más rápida, pero el suelo estaba embarrado, y una o dos veces tuvieron que bajarse del coche para retirar ramas caídas que les cortaban el paso. Pozzi comprobaba continuamente las indicaciones que había anotado mientras hablaba por teléfono con Flower, y anunciaba cada punto de referencia cuando aparecía a la vista: un puente cubierto, un buzón azul, una peña gris con un círculo negro pintado. Al cabo de un rato empezaron a tener la impresión de que iban por un laberinto y cuando finalmente llegaron a la última desviación reconocieron que les habría resultado muy difícil encontrar el camino de vuelta al río.

Pozzi no había visto nunca la casa, pero le habían dicho que era un lugar grande e imponente, una mansión con veinte habitaciones rodeada de más de ciento veinte hectáreas de terreno. Desde la carretera, sin embargo, nada hacía suponer la riqueza que se hallaba detrás de la barrera de árboles. Un buzón plateado con los nombres de Flower y Stone se alzaba al lado de un camino sin asfaltar que se adentraba por una densa masa de bosque y arbustos. Tenía un aspecto abandonado, como si fuera la entrada a una vieja y destartalada granja. Nashe metió el Saab por el camino y avanzó despacio unos quinientos o seiscientos metros, lo suficiente como para empezar a dudar de si el camino llevaría a alguna parte. Pozzi no dijo nada, pero Nashe notaba su preocupación, un silencio malhumorado y mohíno que parecía decir que él también estaba comenzando a dudar de la empresa. Sin embargo, al final el camino comenzó a hacerse más empinado y cuando la cuesta se acabó, unos minutos después, pudieron ver una alta verja de hierro a unos cincuenta metros. Siguieron, y al llegar a la verja la parte superior de la casa se hizo visible entre los barrotes: una inmensa estructura de ladrillo que se alzaba en la cercana distancia, con cuatro chimeneas destacando contra el cielo y el sol rebotando en el inclinado tejado de pizarra.

La puerta estaba cerrada. Pozzi se bajó del coche para abrirla, pero después de dar dos o tres tirones en el picaporte se volvió hacia Nashe y negó con la cabeza, indicando que estaba cerrada con llave. Nashe dejó el coche en punto muerto, puso el freno de mano y se bajó para ver qué se podía hacer. De pronto el aire le pareció más fresco, y de la sierra venía una fuerte brisa que agitaba el follaje con la primera y leve señal del otoño. Un arrollador sentimiento de felicidad inundó a Nashe cuando puso el pie en el suelo y se irguió. Duró sólo un instante, luego dio paso a una breve, casi imperceptible sensación de mareo, que desapareció en cuanto echó a andar hacia Pozzi. Después de eso su cabeza pareció quedarse curiosamente vacía, y por primera vez en muchos años cayó en uno de aquellos trances que a veces le afligían de muchacho: un brusco y radical desplazamiento de su orientación interior, como si el mundo que le rodeaba hubiese perdido de pronto su realidad. Le hacia sentirse como una sombra, como alguien que se ha quedado dormido con los ojos abiertos.

Tras examinar la puerta durante un momento, Nashe descubrió un pequeño botón blanco en uno de los pilares de piedra que sostenían la verja de hierro. Supuso que estaba conectado con un timbre dentro de la casa y lo apretó con la punta del índice. Como no oyó ningún sonido, lo apretó de nuevo para asegurarse, pues no sabía si tenía que sonar fuera. Pozzi frunció el ceño, impacientándose con tanto retraso, pero Nashe esperó en silencio, respirando los olores de la tierra húmeda, gozando de la tranquilidad que le rodeaba. Unos veinte segundos después vieron a un hombre que venia trotando de la casa en dirección a ellos. A medida que la figura se acercaba, Nashe dedujo que no podía ser ni Flower ni Stone, al menos a juzgar por la descripción de Pozzi. Éste era un hombre macizo, de edad indeterminada, vestido con pantalones de faena azules y una camisa de franela roja, y por su ropa Nashe supuso que era alguien que pertenecía al servicio de algún tipo: el jardinero o tal vez el guarda. El hombre les habló a través de los barrotes, todavía jadeante por la carrera.

– ¿Qué desean, muchachos? -dijo.

Era una pregunta neutra, ni amable ni hostil, como fuera la misma pregunta que le hacía a cada visitante que venía a la casa. Cuando Nashe examinó al hombre más atentamente, le chocó el notable azul de sus ojos, un azul tan claro que los ojos casi desaparecían cuando les daba el sol.

– Hemos venido a ver al señor Flower -dijo Pozzi.

– ¿Son los dos de Nueva York? -quiso saber el hombre, mirando más allá de ellos hacia el Saab parado en el camino de tierra.

– Efectivamente – contestó Pozzi-. Venimos directos del Hotel Plaza.

– ¿Qué me dicen del coche entonces? -dijo el hombre, pasándose los gruesos dedos por el pelo rubio canoso.

– ¿Qué pasa con el coche? -preguntó Pozzi.

– Pues que no lo entiendo -dijo el hombre-. Ustedes vienen de Nueva York, pero la matrícula del coche dice Minnesota, “la tierra de los diez mil lagos”. Me parece a mí que eso cae en dirección contraria.

– ¿Le pasa algo en la cabeza, jefe? -dijo Pozzi-. ¿Qué coño importa de dónde sea el coche?

– No hace falta que se ponga así, hombre -respondió el otro-. Yo estoy cumpliendo con mi trabajo. Mucha gente viene merodeando por aquí y no podemos dejar que se cuele nadie que no esté invitado.

– Nosotros sí estamos invitados -dijo Pozzi, tratando de dominar su mal genio-. Venimos a jugar a las cartas. Si no me cree, vaya a preguntarle a su jefe. Flower o Stone, da igual. Los dos son amigos míos.

– Se llama Pozzi -añadió Nashe-. Jack Pozzi. Supongo que le habrán dicho que le esperaban.

El hombre se metió la mano en el bolsillo de la camisa, sacó un pedacito de papel, lo ocultó en la palma y lo estudió brevemente con el brazo extendido.

– Jack Pozzi -repitió-. ¿Y usted quién es? -preguntó mirando a Nashe.

– Nashe -contestó éste-. Jim Nashe.

El hombre se guardó el trozo de papel en el bolsillo y suspiro.

– No dejar pasar a nadie sin nombre -dijo-. Esa es la regla. Deberían habérmelo dicho desde el principio. Así no habría habido ningún problema.

– No nos lo preguntó -dijo Pozzi.

– Sí -masculló el hombre, casi para sí-. Bueno, a lo mejor se me ha olvidado.

Sin decir nada más, abrió la doble puerta de la verja y señaló hacia la casa que había detrás de él. Nashe y Pozzi volvieron al coche y entraron en el recinto.

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