Jugaron en la misma habitación en que les habían servido la merienda. Habían colocado una gran mesa plegable en un espacio abierto entre el sofá y las ventanas, y cuando vio aquella superficie de madera desnuda y las cuatro sillas vacías puestas a su alrededor, Nashe comprendió repentinamente cuánto estaba en juego para él. Aquélla era la primera vez que se enfrentaba seriamente a lo que estaba haciendo, y la fuerza de esa conciencia vino muy bruscamente, con una aceleración del pulso y un frenético martilleo en la cabeza. Estaba a punto de jugarse su vida en aquella mesa, y la locura de ese riesgo le llenó de una especie de temor reverencial.
Flower y Stone se entregaron a sus preparativos con una obstinada, casi inexorable resolución, y mientras miraba cómo contaban las fichas y examinaban las barajas selladas Nashe comprendió que no iba a ser sencillo, que el triunfo de Pozzi no era ni mucho menos seguro. El muchacho había salido a buscar sus cigarrillos al coche y cuando entró en la habitación ya iba fumando, dando cortas y nerviosas caladas a su cigarrillo. El ambiente festivo de hacía un rato pareció desvanecerse en aquel humo, y todos se pusieron tensos de repente por la expectación. Nashe hubiera deseado tener un papel más activo en lo que iba a suceder, pero aquél era el trato que había hecho con Pozzi: una vez que se repartiera la primera carta, él quedaría al margen y a partir de ese momento no podría hacer nada excepto esperar y mirar.
Flower se dirigió al otro extremo de la habitación, abrió una caja fuerte en la pared que había al lado de la mesa de billar y pidió a Nashe y a Pozzi que se acercaran a mirar en su interior.
– Como pueden ver -dijo- está completamente vacía. He pensado que podríamos usarla como banco. Las fichas se cambian por dinero en efectivo y el dinero lo metemos aquí. Una vez que hayamos terminado, abrimos la caja de nuevo y repartimos el dinero de acuerdo con lo sucedido. ¿Alguno de ustedes tiene algo que objetar? -Ninguno objetó nada y Flower continuó-: En interés de la justicia, me parece que todos deberíamos participar con la misma cantidad. El veredicto será más decisivo de ese modo, y puesto que Willie y yo no jugamos únicamente por el dinero, aceptaremos encantados cualquier cantidad que decidan. ¿Qué me dice, señor Nashe? ¿Cuánto pensaba gastar en avalar a su hermano?
– Diez mil dólares -contestó Nashe-. Si no es problema para usted creo que me gustaría convertir en fichas la cantidad total antes de empezar.
– Excelente -dijo Flower-. Diez mil dólares es una buena cifra redonda.
Nashe vaciló un momento y luego dijo:
– Un dólar por cada piedra de su muro.
– Ciertamente -respondió Flower con un ligero tono condescendiente-. Y si Jack hace bien su trabajo, puede que tenga usted suficiente para construirse un castillo cuando hayamos terminado.
– Un castillo en España, quizá -intervino Stone de pronto.
Luego, sonriendo por su propia frase ingeniosa, se tiró al suelo inesperadamente, metió el brazo bajo la mesa de billar y sacó una pequeña bolsa. Aún en cuclillas sobre la alfombra, abrió la bolsa y empezó a sacar fajos de mil dólares en billetes, dejándolos de uno en uno, con un golpe seco, sobre la superficie de fieltro. Cuando hubo contado veinte de estos fajos, cerró la cremallera de la bolsa, la empujó debajo de la mesa y se puso de pie.
– Aquí tienes -le dijo a Flower-. Diez mil para ti y diez mil para mí.
Flower preguntó a Nashe y a Pozzi si deseaban contar el dinero, y Nashe se sorprendió cuando el muchacho dijo que sí. Mientras Pozzi contaba meticulosamente los fajos pasando los billetes con el índice, Nashe sacó diez billetes de mil dólares de su cartera y los puso suavemente sobre la mesa de billar. Por la mañana temprano había ido a un banco en Nueva York y había convertido su multitud de billetes de cien en aquellos monstruosos billetes. No era tanto por la comodidad como por ahorrarse el azoramiento cuando llegase el momento de adquirir las fichas; se daba cuenta de que no quería verse en la situación de tener que soltar pilas de billetes pequeños arrugados sobre la mesa de un extraño. Le parecía que había algo limpio y abstracto en hacerlo de aquella manera, una sensación de asombro matemático al ver su mundo reducido a diez pedazos de papel. Todavía le quedaba un poco, por supuesto, pero dos mil trescientos dólares no era mucho. Había conservado esta reserva en valores más modestos, había metido el dinero en dos sobres y luego se había guardado cada sobre en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta de sport. Por el momento eso era todo lo que tenía: dos mil trescientos dólares y una pila de fichas de póquer de plástico. Si perdía las fichas, no iría muy lejos. Tres o cuatro semanas, tal vez, y luego no tendría ni un orinal donde mear.
Tras una breve discusión, Flower, Stone y Pozzi se pusieron de acuerdo respecto a las reglas del juego. Jugarían póquer descubierto de siete cartas desde el principio hasta el final, sin comodines; béisbol puro y duro, como dijo Pozzi. Si Pozzi se les adelantaba pronto, los otros dos podrían aumentar la cantidad inicial hasta un máximo de treinta mil dólares. Habría un límite de quinientos dólares en las apuestas y la partida continuaría hasta que uno de los jugadores fuese barrido. Si los tres conseguían mantenerse, terminarían al cabo de veinticuatro horas, sin hacer preguntas. Luego, como diplomáticos que acaban de concluir un tratado de paz, se dieron la mano y se acercaron a la mesa de billar para recoger sus fichas.
Nashe tomó asiento detrás del hombro derecho de Pozzi. Ni Flower ni Stone lo mencionaron, pero él sabía que estaría mal visto que paseara por la habitación mientras jugaban. Era parte interesada, después de todo, y tenía que evitar hacer cualquier cosa que pudiera parecer sospechosa. Si casualmente se situaba en un lugar desde donde pudiera ver sus cartas, ellos podrían pensar que Pozzi y él eran unos tramposos que se comunicaban por medio de un código de señales acordado: toses, por ejemplo, o guiños, o rascándose la cabeza. Las posibilidades de engaño eran infinitas. Todos lo sabían y por lo tanto nadie se molestó en decir nada.
Las primeras manos fueron poco espectaculares. Los tres jugaban con cautela, dando vueltas como boxeadores en los primeros asaltos de un combate, poniéndose a prueba con golpes rápidos y fintas, tanteando y adaptándose gradualmente al cuadrilátero. Flower encendió un nuevo puro, Stone mascaba chicle de menta y Pozzi mantenía un cigarrillo encendido entre los dedos de la mano izquierda. Todos estaban pensativos y retraídos, y a Nashe empezó a sorprenderle un poco la falta de conversación. Siempre había asociado el póquer a una especie de charla despreocupada y agresiva, un intercambio de bromas groseras e insultos amistosos, pero aquellos tres eran todo seriedad, y no pasó mucho rato antes de que Nashe percibiera que un ambiente de auténtico antagonismo se insinuaba en la habitación. Los sonidos del juego ocuparon su conciencia, como si todo lo demás se hubiera borrado: el tintineo de las fichas, el ruido de las cartas nuevas al ser barajadas antes de cada mano, los secos anuncios de las apuestas y las subidas, los silencios absolutos. Al final, Nashe empezó a coger cigarrillos del paquete que Pozzi tenía sobre la mesa y a encenderlos inconscientemente, sin darse cuenta de que estaba fumando por primera vez en cinco años.
Esperaba una rápida escabechina, una masacre, pero durante las primeras horas Pozzi sólo se mantuvo, ganando aproximadamente un tercio de las manos y haciendo pocos progresos. No le acudían buenas cartas, y varias veces se vio obligado a retirarse después de apostar a las tres o cuatro primeras cartas de una mano. De vez en cuando utilizó su mala suerte para lograr una victoria de farol, pero estaba claro que no quería abusar de esa táctica. Afortunadamente, las apuestas eran bastante bajas al principio, pues nadie se atrevía a subir más de ciento cincuenta o doscientos en ninguna mano, cosa que contribuyó a reducir los daños al mínimo. Pozzi no mostraba señales de pánico. Eso tranquilizó a Nashe, y a medida que pasaba el tiempo pensó que la paciencia del chico les iba a salvar. No obstante, eso significaba renunciar a su sueño de una rápida aniquilación, lo cual era un poco decepcionante. Comprendió que iba a ser una partida intensa y muy reñida y esto demostraba que Flower y Stone ya no eran los mismos jugadores que Pozzi había visto en Atlantic City. Tal vez fueran las lecciones con Sid Zeno la causa del cambio. O tal vez siempre habían sido buenos y habían utilizado la otra partida para atraer a Pozzi a ésta. De las dos posibilidades, Nashe encontraba la segunda mucho más inquietante que la primera.
Luego las cosas dieron un giro para mejor. Justo antes de las once el muchacho se llevó tres mil dólares con ases y reinas y durante la hora siguiente entró en una buena racha, ganando tres de cada cuatro manos y jugando con tal aplomo y astucia que Nashe notó que los otros dos empezaban a hundirse, como si su voluntad vacilase, cediendo visiblemente ante el ataque. Flower adquirió fichas por otros diez mil dólares a medianoche y quince minutos después Stone se levantó para coger cinco mil más. La habitación se había llenado de humo, y cuando Flower finalmente entreabrió unos centímetros una de las ventanas, a Nashe le sobresaltó el estruendo de los grillos que cantaban en la hierba. En ese momento Pozzi tenía delante veintisiete mil dólares, y, por primera vez en toda la noche, Nashe dejó que su mente se apartara del juego, considerando que su concentración ya no era necesaria. Todo estaba bajo control ahora y no podía haber ningún mal en alejarse un poco, en entregarse a alguna fantasía sobre el futuro. Aunque más tarde le pareció incongruente, hasta empezó a pensar en instalarse en algún sitio, en marcharse a Minnesota y comprar allí una casa con el dinero que iba a ganar. Los precios eran bajos en esa parte del país y seguramente habría suficiente para pagar la entrada. Después hablaría con Donna para que Juliette volviese a vivir con él y luego quizá utilizase sus contactos en Boston para que le consiguiesen un puesto en el cuerpo de bomberos de Northfield. Se acordó de que allí los coches de bomberos eran verde pálido y le hizo gracia pensarlo. Se preguntó cuántas otras cosas serían distintas en el Medio Oeste y cuántas serían lo mismo.
Abrieron una baraja nueva a la una y Nashe aprovechó la interrupción para excusarse e ir al cuarto de baño. Tenía toda la intención de volver enseguida, pero una vez que hizo funcionar el wáter y salió al pasillo poco iluminado, notó lo agradable que resultaba estirar las piernas. Estaba cansado de estar sentado en una postura incómoda durante tantas horas y, puesto que ya estaba de pie, decidió darse una vueltecita por la casa para tomarse un respiro. A pesar de su agotamiento, estaba pletórico de felicidad y excitación y no tenía ganas de regresar aún. Durante los siguientes tres o cuatro minutos avanzó a tientas por las habitaciones que Flower les había enseñado antes de la cena, ahora a oscuras, tropezando con los marcos de las puertas y con los muebles, hasta que se encontró en el vestíbulo principal. Había una lámpara encendida en lo alto de la escalera y al levantar los ojos hacia ella se acordó de pronto del taller de Stone en el ala este. Dudó de si podía subir allí sin permiso, pero el deseo de volver a ver la maqueta era demasiado fuerte como para resistirse a él. Desechando sus escrúpulos, se cogió al pasamanos y empezó a subir los peldaños de dos en dos.
Pasó casi una hora contemplando la Ciudad del Mundo, examinándola como no había podido hacerlo antes, sin la distracción de tratar de ser cortés, sin los comentarios de Flower zumbando en sus oídos. Esta vez pudo sumergirse en los detalles, desplazándose lentamente de una parte a otra de la maqueta, estudiando los diminutos detalles arquitectónicos, la primorosa aplicación de los colores, la vívida, a veces asombrosa expresión en las caras de las minúsculas figuras de tres centímetros. Vio cosas que se le habían escapado por completo durante la primera visita, y muchos de estos descubrimientos se caracterizaban por mordaces rasgos de humor: un perro meando contra una boca de riego frente al Palacio de Justicia; un grupo de veinte hombres y mujeres que marchaban por la calle, todos con gafas; un ladrón enmascarado resbalando en una piel de plátano en un callejón. Pero estos aspectos jocosos sólo hacían que los otros elementos resultaran más ominosos, y al cabo de un rato Nashe se encontró concentrándose casi exclusivamente en la prisión. En una esquina del patio los internos charlaban en pequeños grupos, jugaban al baloncesto o leían libros; pero luego, con una especie de horror, vio a un prisionero con los ojos vendados de pie contra el muro, justo detrás de ellos, a punto de ser ejecutado por un pelotón de fusilamiento. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué crimen había cometido aquel hombre y por qué le castigaban de aquella manera tan horrible? A pesar de toda la cordialidad y sentimentalismo reflejados en la maqueta, la impresión predominante era de terror, de oscuros sueños paseando tranquilamente por las avenidas a plena luz del día. Una amenaza de castigo parecía flotar en el aire, como si aquélla fuera una ciudad en guerra consigo misma, luchando por corregirse antes de que llegaran los profetas anunciando la llegada de un Dios asesino y vengador.
Justo cuando estaba a punto de apagar la luz y salir de la habitación, Nashe se dio la vuelta y regresó junto a la maqueta. Plenamente consciente de lo que estaba a punto de hacer y no obstante sin ningún sentimiento de culpa, sin el menor remordimiento, buscó el lugar donde Flower y Stone estaban de pie delante de la pastelería (cada uno con un brazo sobre los hombros del otro, mirando el billete de lotería con la cabeza inclinada), bajó los dedos pulgar y corazón hasta el punto donde sus pies se unían al suelo y dio un tironcito. Las figuras estaban firmemente pegadas, así que lo intentó de nuevo, esta vez con una rápida e impulsiva sacudida. Se oyó un crujido sordo y un momento después tenía a los dos hombres de madera en la palma de la mano. Casi sin molestarse en mirarlos, se metió el recuerdo en el bolsillo. Era la primera vez que Nashe robaba algo desde que era pequeño. No estaba seguro de por qué lo había hecho, pero lo último que buscaba era una razón. Aunque él mismo no pudiera expresarlo con palabras, sabía que había sido absolutamente necesario. Lo sabía de la misma forma que sabía su propio nombre.
Cuando Nashe ocupó de nuevo su asiento detrás de Pozzi, Stone estaba barajando las cartas, preparándose para repartir la mano siguiente. Eran ya más de las dos, y una mirada a la mesa fue suficiente para que Nashe se percatara de que todo había cambiado, que en su ausencia se habían librado tremendas batallas. La montaña de fichas del muchacho había quedado reducida a un tercio de su tamaño anterior y, si los cálculos de Nashe eran correctos, eso significaba que estaban como al principio, quizá incluso mil o dos mil por debajo. No parecía posible. Pozzi había estado volando alto, al borde de rematar la operación, y ahora parecía que lo tenían acorralado, presionando con fuerza para quebrar su confianza, para aplastarle de una vez por todas. Nashe apenas podía imaginar qué había ocurrido.
– ¿Dónde coño has estado? -le preguntó Pozzi en un susurro cargado de furia acumulada.
– Me dormí un rato en el sofá del cuarto de estar -mintió Nashe-. No pude evitarlo. Estaba agotado.
– Mierda. ¿No se te ocurre nada mejor que dejarme plantado? Eres mi amuleto, gilipollas. En cuanto te has ido, el maldito techo ha empezado a caérseme encima.
Flower les interrumpió en ese momento, demasiado contento como para no apresurarse a ofrecer su versión de lo ocurrido.
– Hemos tenido algunas manos fantásticas -dijo tratando de no mostrar su maligna satisfacción-. Su hermano apostó casi todo con un full, pero en la última carta Willie le derrotó con cuatro seises. Luego, pocas manos después, hubo una espectacular confrontación, un duelo a muerte. Al final, mis tres reyes prevalecieron sobre las tres jotas de su hermano. Se ha perdido grandes emociones, joven, se lo aseguro. Esto es póquer tal y como hay que jugarlo.
Curiosamente, Nashe no se sintió alarmado por estos drásticos reveses. Más bien al contrario, el retroceso de Pozzi tuvo un efecto galvanizante sobre él, y cuanto más frustrado y confuso estaba el muchacho, más parecía crecer la confianza de Nashe, como si fuera precisamente esta situación critica lo que hubiera ido buscando desde el comienzo.
– Tal vez sea hora de inyectar unas pocas vitaminas en la apuesta de mi hermano -dijo, sonriendo por el juego de palabras. [3] Metió la mano en los bolsillos interiores de su chaqueta y sacó los dos sobres con el dinero-. Aquí hay dos mil trescientos dólares. ¿Por qué no compramos más fichas, Jack? No es mucho, pero por lo menos te dará un poco más de margen para desenvolverte.
Pozzi sabía que ése era todo el dinero que Nashe tenía en el mundo, y vaciló antes de aceptarlo.
– Todavía me defiendo -dijo-. Vamos a esperar unas manos a ver qué pasa.
– No te preocupes, Jack -dijo Nashe-. Coge el dinero ahora. Cambiará la racha y te ayudará a ponerte en marcha otra vez. Has tenido un bajón, eso es todo, pero volverás a remontar. Eso pasa muchas veces.
Pero Pozzi no remontaba. A pesar de las nuevas fichas, las cosas seguían yendo en su contra. Ganó alguna que otra mano, pero esas victorias nunca eran lo bastante grandes como para frenar la erosión de sus fondos, y cada vez que sus cartas parecían prometedoras apostaba demasiado y acababa perdiendo, despilfarrando sus recursos en esfuerzos desesperados y sin fortuna. Al amanecer, tenía ochocientos dólares. Sus nervios estaban destrozados, y si Nashe conservaba alguna esperanza de ganar, le bastaba con mirar las manos temblorosas de Pozzi para saber que la hora de los milagros ya había pasado. Fuera, los pájaros empezaban a despertarse y cuando los primeros rayos de luz entraron en la habitación, la cara ojerosa y magullada de Pozzi tenía un aspecto terrible por su palidez. Se estaba convirtiendo en un cadáver ante los ojos de Nashe.
Sin embargo, el espectáculo no había terminado aún. En la mano siguiente a Pozzi le entraron dos reyes ocultos y el as de corazones descubierto, y cuando el cuarto naipe resultó ser otro rey -el rey de corazones- Nashe intuyó que la marea estaba a punto de cambiar de nuevo. Sin embargo las apuestas eran altas y antes de que se diera la quinta carta, al muchacho sólo le quedaban trescientos dólares. Flower y Stone le estaban echando de la partida: no iba a tener suficiente para llegar al final de esa mano. Sin pensarlo siquiera, Nashe se levantó y le dijo a Flower:
– Quiero hacer una proposición.
– ¿Una proposición? -dijo Flower-. ¿A qué se refiere?
– Casi no nos quedan fichas.
– Bueno, pues compre mas.
– Eso quisiéramos, pero también nos hemos quedado sin dinero.
– Entonces supongo que la partida ha terminado. Si Jack no puede aguantar el resto de la mano, tendremos que darla por acabada. Esas son las reglas que acordamos al principio.
– Lo sé. Pero quiero proponer otra cosa, algo que no es dinero en efectivo.
– Por favor, señor Nashe, nada de pagarés. No le conozco a usted lo suficiente como para darle crédito.
– No le estoy pidiendo crédito. Le ofrezco mi coche como seguridad colateral.
– ¿Su coche? ¿Y qué clase de coche es? ¿Un Chevrolet de segunda mano?
– No, es un buen coche. Un Saab de un año en perfecto estado.
– ¿Y para qué lo quiero? Willie y yo tenemos ya tres coches en el garaje. No necesitamos otro más.
– Véndalo, entonces. Regálelo. ¿Qué más da? Es lo único que puedo ofrecer. De lo contrario, se acabó la partida. ¿Y por qué ponerle fin cuando no es preciso?
– ¿Y cuánto cree usted que vale ese coche suyo?
– No sé. A mí me costó dieciséis mil dólares. Ahora probablemente valdrá por lo menos la mitad, puede que incluso diez.
– ¿Diez mil dólares por un coche usado? Le daré tres.
– Eso es absurdo. ¿Por qué no sale a verlo antes de hacer una oferta?
– Porque ahora estoy en mitad de una mano. Y no quiero perder la concentración.
– Entonces déme ocho y asunto concluido.
– Cinco. Es mi última oferta. Cinco mil dólares.
– Siete.
– No, cinco. Lo toma o lo deja, señor Nashe.
– De acuerdo, lo tomo. Cinco mil por el coche. Pero no se preocupe, lo deduciremos de nuestras ganancias. No quisiera endosarle algo que no desea.
– Eso ya lo veremos. Mientras tanto, contemos las fichas y sigamos. No puedo soportar estas interrupciones. Estropean todo el placer.
Pozzi había recibido una transfusión de urgencia, pero eso no significaba que fuera a vivir. Saldría de la crisis actual, quizá, pero en el mejor de los casos las perspectivas a largo plazo seguían siendo dudosas. Nashe había hecho todo lo que podía, no obstante, y eso en sí mismo era un consuelo, incluso un motivo de orgullo. Pero también sabía que las reservas del banco de sangre estaban agotadas. Había ido mucho más allá de lo que había pensado, lo más lejos que le era posible, pero tal vez no fuese suficiente.
Pozzi tenía los dos reyes ocultos y el as y el rey de corazones a la vista. Las dos cartas que Flower tenía descubiertas eran un seis de diamantes y un siete de tréboles, una posible escalera, quizá, poca cosa comparada con los tres reyes que ya tenía el muchacho. Sin embargo, la mano de Stone era una amenaza potencial. Dos ochos estaban a la vista, y a juzgar por la forma en que había iniciado las apuestas al cuarto naipe (entrando fuerte, con subidas consecutivas de trescientos y cuatrocientos dólares), Nashe sospechaba que sus cartas ocultas escondían cosas buenas. Otra pareja, quizá, o incluso los otros dos ochos. Nashe puso sus esperanzas en que Pozzi sacara el cuarto rey, pero quería que saliera al final, boca abajo en el séptimo reparto. Mientras tanto, pensó, dale dos corazones más. Mejor aún, dale la reina y la jota de corazones. Que parezca que lo está arriesgando todo a una posible escalera de color y luego, al final, dejarlos atónitos con los cuatro reyes.
Stone repartió la quinta carta. Flower recibió un cinco de picas; Pozzi sacó su corazón. No era la reina ni la jota pero era casi igual de buena: el ocho de corazones. El color seguía intacto, y Stone ya no tenía la posibilidad de sacar el cuarto ocho. Mientras Stone se daba a sí mismo el tres de tréboles, Pozzi se volvió a Nashe y le sonrió por primera vez en varias horas. De repente, las cosas parecían prometedoras.
A pesar de su tres, Stone abrió apostando el máximo, los quinientos. Esto desconcertó un poco a Nashe, pero luego pensó que tenía que ser un farol. Trataban de expulsar al muchacho y, teniendo tanto dinero en reserva, podían permitirse el lujo de encajar unos cuantos golpes. Flower fue con su posible escalera y luego Pozzi vio los quinientos y subió otros quinientos, que tanto Stone como Flower igualaron.
La sexta carta de Flower resultó ser la jota de diamantes, y en cuanto la vio resbalar sobre el tapete, dio un suspiro de decepción. Nashe supuso que estaba fuera de combate. Luego, como por encanto, Pozzi recibió el tres de corazones. Cuando Stone sacó el nueve de picas, sin embargo, a Nashe empezó a preocuparle que las cartas de Pozzi fuesen demasiado fuertes. Pero nuevamente Stone hizo una apuesta alta, y aunque Flower se retiró, la mano seguía viva y bien, creciendo cuando entraban en la recta final.
Stone y Pozzi iban cabeza con cabeza en la sexta carta, en un frenesí de subidas y contrasubidas. Cuando terminaron a Pozzi sólo le quedaban mil quinientos dólares para apostar en el último reparto. Nashe había supuesto que la venta del coche les daría una hora o dos más, pero las apuestas habían adquirido tal furia que de pronto todo se reducía a aquella mano. El total apostado era enorme. Si Pozzi ganaba, estaría de nuevo en la carrera, y esta vez Nashe intuía que no habría forma de pararle. Pero tenía que ganar. Si perdía, ése seria el fin.
Nashe sabía que sería demasiado esperar que le saliera el cuarto rey. Las probabilidades en contra eran demasiado grandes. Pero, pasara lo que pasase, era necesario que Stone supusiera que Pozzi tenía color. Los cuatro corazones a la vista indicaban eso, y puesto que el chico estaba entre la espada y la pared, sus fuertes apuestas parecían eliminar la posibilidad de un farol. Aunque la séptima carta fuese filfa, probablemente los tres reyes le permitirían ganar de todas formas. Era una buena mano, pensó Nashe, y a juzgar por lo que había en la mesa, las probabilidades de que Stone la superara eran escasas.
Pozzi sacó el cuatro de tréboles. A pesar de todo, Nashe no pudo evitar sentirse un poco decepcionado. No tanto porque no le hubiera salido el rey, quizá, como por la ausencia de otro corazón. Fallo del corazón, se dijo, no muy seguro de si era enteramente una broma, y luego Stone se dio a sí mismo la última carta y ya estaban listos para ajustar las cuentas y acabar la mano.
Todo sucedió muy deprisa. Stone, que aún llevaba la delantera con sus dos ochos, puso quinientos. Pozzi vio los quinientos y subió otros quinientos. Stone vio los quinientos de Pozzi, vaciló un segundo o dos con las fichas en la mano y dejó caer quinientos más. Entonces el muchacho, a quien ya no le quedaban más que quinientos, empujó todas sus fichas al centro de la mesa.
– De acuerdo, Willie -dijo-. Veamos qué tienes.
La cara de Stone no revelaba nada. Una a una dio la vuelta a sus cartas ocultas, pero incluso cuando las tres estaban al descubierto, era difícil saber por su expresión si había ganado o perdido.
– Tengo estos dos ochos -dijo-. Y luego tengo este diez (dándole la vuelta) y este otro diez (dándole la vuelta) y también este tercer ocho (dando la vuelta a la séptima carta.)
– ¡Un full! -gritó Flower, dando un puñetazo en la mesa-. ¿Con qué puedes responder a eso, Jack?
– Con nada -dijo Pozzi, sin molestarse en volver sus cartas-. Me ha ganado.
El muchacho miró fijamente a la mesa durante unos momentos, como tratando de asimilar lo sucedido. Luego, haciendo acopio de valor, se volvió y sonrió a Nashe.
– Bueno, colega -le dijo-. Parece que tendremos que volver a casa andando.
Pozzi mostraba tal expresión de vergüenza cuando dijo esas palabras, que Nashe sólo pudo sentir lástima por él. Resultaba extraño, pero lo cierto era que lo lamentaba más por el chico que por él. Lo había perdido todo y sin embargo el único sentimiento que había dentro de él era de compasión.
Nashe le dio una palmada en el hombro a Pozzi como para tranquilizarle, y entonces oyó que Flower se echaba a reír.
– Espero que lleven zapatos cómodos, muchachos -dijo el gordo-. Debe haber sus buenos ciento setenta o ciento ochenta kilómetros de aquí a Nueva York.
– Para el carro, gordinflón -dijo Pozzi, olvidando al fin sus buenos modales-. Te debemos cinco mil pavos. Te dejaremos una señal, tú nos das el coche y te devolveremos el dinero dentro de una semana.
Flower, sin inmutarse por el insulto, se rió de nuevo.
– Ah, no -dijo-. Ese no es el trato que hice con el señor Nashe. Ahora el coche me pertenece a mí. Si no tienen ninguna otra forma de volver a casa, tendrán que ir andando. Así están las cosas.
– ¿Qué clase de jugador de póquer de mierda eres, cara de hipopótamo? -dijo Pozzi-. Por supuesto que aceptarás nuestra señal. Así es como se hace.
– Lo he dicho antes -respondió Flower tranquilamente- y lo repito ahora. No hay crédito. Seria un idiota si me fiara de un par como vosotros. En cuanto os fuerais de aquí con el coche no volvería a ver mi dinero.
– Está bien, está bien -dijo Nashe, tratando apresuradamente de improvisar una solución-. Nos lo jugamos a la carta más alta. Si yo gano, usted nos devuelve el coche. Así de simple. Un solo corte y se acabó.
– De acuerdo -dijo Flower-. ¿Pero qué pasa si no gana?
– Entonces le debo diez mil dólares -contestó Nashe.
– Debería pensárselo bien, amigo -dijo Flower-. Ésta no ha sido su noche de suerte. ¿Por qué empeorar las cosas para usted?
– Porque necesitamos el coche para marcharnos de aquí, imbécil -dijo Pozzi.
– De acuerdo -repitió Flower-. Pero recuerde que se lo advertí.
– Baraja las cartas, Jack -dijo Nashe-, y luego pásaselas al señor Flower. Le dejaremos que corte él primero.
Pozzi abrió una nueva baraja, descartó los comodines y barajó como le había pedido Nashe. Con exagerada ceremonia, se inclinó hacia adelante y dejó la baraja frente a Flower con un golpe seco. El gordo no titubeó. No tenía nada que perder, después de todo, así que alargó la mano rápidamente y levantó la mitad de la baraja entre el pulgar y el dedo corazón. Un momento después mostró en alto el siete de corazones. Stone se encogió de hombros al verlo, y Pozzi batió palmas, sólo una vez, con mucha fuerza, celebrando el mediocre corte.
Entonces Nashe cogió la baraja en las manos. Se sentía absolutamente vacío por dentro y por un breve instante se maravilló de lo ridículo que era aquel pequeño drama. Justo antes de cortar, pensó: Éste es el momento más ridículo de mi vida. Luego le guiñó un ojo a Pozzi, levantó las cartas y sacó el cuatro de diamantes.
– ¡Un cuatro! -chilló Flower, dándose una palmada en la frente para mostrar su incredulidad-. ¡Un cuatro! ¡Ni siquiera ha podido superar mi siete!
Después todo fue silencio. Pasó un largo momento y luego, con una voz que sonaba más fatigada que triunfante, Stone dijo:
– Diez mil dólares. Parece que hemos dado de nuevo con el número mágico.
Flower se recostó en su asiento, chupó su cigarro durante unos momentos y estudió a Nashe y a Pozzi como si los viera por primera vez. Su expresión hizo que Nashe pensara en el director de un instituto sentado en su despacho frente a un par de chicos delincuentes. Más que cólera, su cara reflejaba perplejidad, como si le hubieran planteado un problema filosófico que aparentemente no tenía solución. Habría que imponer un castigo, eso era indudable, pero por el momento no parecía saber qué sugerir. No deseaba ser muy severo, pero tampoco demasiado indulgente Necesitaba algo proporcionado al delito, un castigo justo que tuviera un valor educativo; no el castigo por el castigo, sino algo creativo, algo que les diera una lección a los culpables.
– Creo que tenemos un dilema -dijo al fin.
– Sí -contestó Stone-. Un verdadero dilema. Lo que podríamos llamar un caso.
– Estos dos tipos nos deben dinero -continuó Flower, actuando como si Nashe y Pozzi ya no estuvieran allí-. Si les dejamos marchar, nunca nos lo devolverán. Pero si no les dejamos marchar, no tendrán oportunidad de conseguir el dinero que nos deben.
– Entonces supongo que sencillamente tendréis que confiar en nosotros -dijo Pozzi-. ¿No es así, Bola de Sebo?
Flower hizo caso omiso del comentario de Pozzi y se volvió a Stone.
– ¿Qué opinas, Willie? -le preguntó-. Es un dilema, ¿no?
Mientras escuchaba esta conversación, Nashe se acordó de pronto del fideicomiso de Juliette. Probablemente no seria difícil retirar diez mil dólares del mismo, pensó. Una llamada al banco de Minnesota pondría las cosas en marcha y al final del día el dinero estaría ingresado en la cuenta de Flower y Stone. Era una solución práctica, pero una vez que estudió las consecuencias en su mente, la rechazó, horrorizado de haber considerado siquiera tal posibilidad. La ecuación era demasiado terrible: pagar sus deudas de juego robándole el futuro a su hija. Pasara lo que pasase, eso quedaba descartado. Él se había buscado aquel problema y ahora tendría que tragarse la píldora. Como un hombre, pensó. Tendría que tragársela como un hombre.
– Sí -dijo Stone, reflexionando sobre el último comentario de Flower-, es un problema difícil; ciertamente. Pero eso no quiere decir que no se nos ocurra algo. -Se sumió en sus pensamientos durante diez o quince segundos y luego su cara empezó a animarse gradualmente-. Claro -dijo-, siempre está el muro.
– ¿El muro? -dijo Flower-. ¿Qué quieres decir con eso?
– El muro -dijo Stone-. Alguien tiene que construirlo.
– Ah… -murmuró Flower, comprendiendo al fin-. ¡El muro! Una idea brillante, Willie. Diablos, creo que esta vez realmente te has superado a ti mismo.
– Un trabajo honrado por un salario honrado -dijo Stone.
– Exactamente -dijo Flower-. Y poco a poco la deuda quedará saldada.
Pero Pozzi no estaba dispuesto a aceptar semejante cosa. En el instante en que se dio cuenta de lo que proponían, la boca se le abrió literalmente de asombro.
– Estaréis de broma, ¿no? -dijo-. Si creéis que yo voy a hacer eso, es que estáis mal de la cabeza. Ni pensarlo. Es que ni de coña, vamos. -Luego, empezando a levantarse de la silla, se volvió a Nashe y le dijo-: Vámonos, Jim, larguémonos de aquí. Estos dos tipos están llenos de mierda.
– Tranquilo, muchacho -dijo Nashe-. No perdemos nada por escuchar. Tenemos que encontrar una solución, después de todo.
– ¡Que no perdemos nada! -gritó Pozzi-. Están de atar, ¿es que no lo ves? Están completamente locos.
La agitación de Pozzi tuvo un efecto curiosamente calmante sobre Nashe, como si cuanto más vehemente se volvía la actitud del muchacho, más necesario encontrara Nashe conservar la cabeza clara. No había duda de que la situación había tomado un giro extraño, pero Nashe se dio cuenta de que en cierta forma lo había estado esperando, y ahora que había sucedido, no sentía pánico. Se sentía lúcido, absolutamente dueño de sí.
– No te preocupes, Jack -le dijo-. El que nos hagan una oferta no quiere decir que tengamos que aceptarla. Es una cuestión de modales, nada más. Si tienen algo que decirnos, les debemos la cortesía de escucharles.
– Es una pérdida de tiempo -masculló Pozzi, volviendo a sentarse-. No se negocia con los locos. Si lo haces, te joden el cerebro.
– Me alegro de que trajeras a tu hermano -dijo Flower, dando un suspiro de disgusto-. Por lo menos hay un hombre razonable con quien hablar.
– Mierda -dijo Pozzi-. No es mi hermano. No es más que un tipo al que conocí el sábado pasado. Apenas le conozco.
– Bueno, tanto si sois parientes como si no -dijo Fíower-, tienes suerte de que esté aquí. Porque lo cierto es, jovencito, que tienes ante ti un montón de problemas. Tú y Nashe nos debéis diez mil dólares, y si tratáis de marcharos sin pagar, llamaremos a la policía. Es así de sencillo.
– Ya he dicho que les escucharíamos -interrumpió Nashe-. No es preciso amenazarnos.
– Yo no estoy amenazando -contestó Flower-. Estoy presentándoles los hechos. O bien se muestran dispuestos a colaborar y llegamos a un acuerdo amistoso, o tomamos medidas más drásticas. No hay otra alternativa. A Willie se le ha ocurrido una solución, una solución sumamente ingeniosa en mi opinión, y a menos que ustedes tengan algo mejor que ofrecer, creo que deberíamos concretar el asunto.
– Las condiciones -dijo Stone-. Jornal por hora, vivienda, manutención. Los detalles prácticos. Probablemente es mejor dejar sentado todo eso antes de empezar.
– Pueden vivir allí mismo, en el prado -dijo Flower-. Hay un remolque, lo que llaman una casa móvil. No se ha usado desde hace algún tiempo, pero está en perfectas condiciones. Calvin vivió allí hace unos años mientras le construíamos su casa. Así que no hay problema de alojamiento. Lo único que tienen que hacer es instalarse.
– Tiene cocina -añadió Stone-. Una cocina totalmente equipada. Nevera, fogón, fregadero, todas las comodidades modernas. Un pozo para el agua, una toma eléctrica, calefacción por el suelo. Pueden cocinar allí y comer lo que quieran. Calvin les llevará las provisiones, él les proporcionará cualquier cosa que le pidan. No tienen más que darle una lista de la compra cada día y él irá al pueblo y les comprará lo que necesiten.
– Les daremos ropa de faena, naturalmente -dijo Fíower-, y si quieren alguna otra cosa basta con que la pidan. Libros, periódicos, revistas. Una radio. Más mantas y toallas. Juegos. Lo que deseen. Después de todo, no queremos que estén incómodos. Mirándolo bien, puede que hasta lo disfruten. El trabajo no será demasiado agotador y estarán al aire libre con este hermoso tiempo. Serán unas vacaciones de trabajo, por así decirlo, un breve y terapéutico respiro de sus vidas normales. Y cada día verán alzarse una nueva sección del muro. Eso será enormemente satisfactorio, creo yo: ver los frutos tangibles de su esfuerzo, dar unos pasos atrás y contemplar el progreso realizado. Poco a poco, la deuda quedará saldada, y cuando llegue el momento de partir, no sólo saldrán de aquí como hombres libres sino que habrán dejado algo importante tras de sí.
– ¿Cuánto tiempo cree usted que llevará? -preguntó Nashe.
– Eso depende -respondió Stone-. Cobrarán a tanto la hora. Una vez que sus ganancias totales hayan alcanzado la suma de diez mil dólares, serán libres de irse.
– ¿Qué pasa si terminamos el muro antes de haber ganado los diez mil dólares?
– En ese caso -dijo Flower-, consideraremos que la deuda está pagada.
– Y si no terminamos, ¿cuánto piensa pagarnos?
– Algo proporcionado a la tarea. El salario normal de un obrero que hace esa clase de trabajo.
– ¿Es decir?
– Cinco o seis dólares la hora.
– Es demasiado bajo. Ni siquiera consideraremos la oferta por menos de doce.
– Esto no es cirugía del cerebro, señor Nashe. Es trabajo no cualificado. Poner una piedra sobre otra. No hacen falta muchos estudios para hacer eso.
– De todas formas no vamos a hacerlo por seis dólares la hora. Si no puede mejorar su oferta, ya puede ir llamando a la policía.
– Ocho, entonces. Es mi última oferta.
– Sigue sin ser suficiente.
– Es usted un terco, ¿eh? ¿Qué tal si lo subiera hasta diez? ¿Qué diría entonces?
– Vamos a hacer cálculos y luego veremos.
– Bien. No nos llevará más de un segundo. Diez dólares cada uno son veinte dólares. Si le echan una media de diez horas de trabajo diarias, digamos, sólo para que las cuentas sean sencillas, estarán ganando doscientos dólares al día. Diez mil dividido por doscientos son cincuenta días. Como estamos a finales de agosto, acabarán de pagar más o menos a mediados de octubre. No es tanto tiempo. Habrán terminado justo cuando las hojas empiecen a cambiar de color.
Poco a poco, Nashe se encontró cediendo a la idea, aceptando gradualmente el muro como la única salida del apuro. Tal vez el agotamiento contribuía a ello -la falta de sueño, la incapacidad de seguir pensando-, pero creía que no era eso. ¿Adónde iba a ir, de todas formas? No tenía dinero, no tenía coche, su vida era una ruina. Aunque no fuera más que eso, quizá esos cincuenta días le darían una oportunidad de hacer inventario, de quedarse quieto por primera vez en más de un año y reflexionar sobre el paso siguiente que debía dar. Era casi un alivio que la decisión ya no dependiera de él, saber que al fin había dejado de correr. Más que un castigo, el muro sería una cura, un camino sin retorno de regreso a la tierra.
Sin embargo, el muchacho estaba fuera de sí, y durante toda la conversación había estado emitiendo ruidos de disgusto y mal humor, horrorizado de la aquiescencia de Nashe y el demencial regateo respecto al jornal. Antes de que Nashe pudiese sellar el trato con un apretón de manos con Flower, Pozzi le agarró por un brazo y anunció que tenía que hablar con él a solas. Luego, sin molestarse en esperar una respuesta, arrancó a Nashe de su asiento con un tirón y lo arrastró hasta el vestíbulo cerrando la puerta de una patada.
– Venga -dijo, aún tirando del brazo de Nashe-. Vámonos. Es hora de marcharse.
Pero Nashe se soltó de su mano y se mantuvo firme.
– No podemos marcharnos -dijo-. Les debemos dinero y a mí no me apetece que me lleven a la cárcel.
– Sólo están faroleando. No pueden meter a la pasma en esto.
– Estás equivocado, Jack. Los tipos que tienen esa cantidad de dinero pueden hacer lo que les dé la gana. En cuanto esos dos les llamaran, los polis vendrían antes de que nos hubiéramos alejado un kilómetro.
– Pareces asustado, Jim. No es buena señal. Te pones feo.
– No estoy asustado. Sólo quiero ser listo.
– Loco, querrás decir. Sigue así, colega, y muy pronto estarás tan loco como ellos.
– Son menos de dos meses, Jack, no es tan terrible. Nos darán de comer, un sitio donde vivir, y antes de que te enteres, nos habremos ido. A lo mejor incluso nos divertimos.
– ¿Divertirnos? ¿Le llamas divertirse a levantar piedras? A mí me suena a trabajos forzados.
– No va a matarnos. No por cincuenta días. Además, el ejercicio probablemente nos sentará bien. Es como el levantamiento de pesas. La gente paga un montón de dinero por hacer eso en los gimnasios. Ya hemos pagado la cuota, así que más vale que la aprovechemos.
– ¿Cómo sabes que sólo serán cincuenta días?
– Porque ése es el acuerdo.
– ¿Y qué pasa si no cumplen el acuerdo?
– Escucha, Jack, no te preocupes tanto. Si tropezamos con algún problema, ya lo resolveremos.
– Es una equivocación fiarse de esos cabrones, te lo digo yo.
– Entonces puede que tengas razón, puede que debas irte ahora. Fui yo el causante de este lío, así que la deuda es responsabilidad mía.
– Soy yo el que perdió.
– Tú perdiste el dinero, pero fui yo el que cortó y perdió el coche.
– ¿Quieres decir que te quedarías aquí tú solo?
– Eso es lo que estoy diciendo.
– Entonces es que estás realmente loco, ¿no?
– ¿Qué importa que lo esté? Tú eres libre, Jack. Puedes largarte ahora y no te lo reprocharé. Prometido. No te guardaré ningún rencor.
Pozzi miró a Nashe durante un largo momento, debatiéndose con la elección que acababan de darle, buscando en los ojos de Nashe para ver si realmente hablaba en seno. Luego, muy despacio, empezó a formarse una sonrisa en su cara, como si acabara de comprender cuál era la gracia de un oscuro chiste.
– Mierda -dijo-. ¿De veras crees que te dejaría aquí solo, viejo? Si hicieras ese trabajo tú solo, probablemente te quedarías seco de un ataque al corazón.
Nashe no esperaba aquello. Había dado por supuesto que Pozzi se apresuraría a aceptar su ofrecimiento, y durante esos momentos de certidumbre ya había empezado a imaginar cómo sería vivir solo en el prado, tratando de resignarse a aquella soledad, llegando a tal punto de aceptación que casi comenzaba a darle la bienvenida. Pero ahora que el muchacho estaba incluido se alegraba de ello. Cuando volvían a la sala para comunicar su decisión, se sintió aturdido al darse cuenta de lo contento que estaba.
Pasaron la hora siguiente poniéndolo todo por escrito, redactando un documento que consignaba los términos del acuerdo en un lenguaje lo más claro posible, con cláusulas que especificaban la cantidad de la deuda, las condiciones de la devolución, el jornal por hora, etc. Stone lo mecanografió por duplicado y luego firmaron los cuatro. Después de eso, Flower dijo que se iba a buscar a Murks para hacer los preparativos necesarios en lo relativo al remolque, las obras y la compra de provisiones. Aquello le llevaría varias horas, dijo, y mientras tanto ellos podían desayunar en la cocina si tenían apetito. Nashe le hizo una pregunta respecto al diseño del muro, pero Flower le contestó que no se preocupara por eso. Él y Stone ya habían terminado los planos y Murks sabía exactamente lo que había que hacer. Mientras siguieran las instrucciones de Calvin, nada podía salir mal. Con esa nota de optimismo, el gordo salió de la habitación, y Stone condujo a Nashe y Pozzi a la cocina, donde le pidió a Louise que les preparara el desayuno. Luego, murmurando una breve y azorada despedida, el delgado desapareció también.
La sirvienta estaba visiblemente molesta por tener que hacerles el desayuno y, mientras se dedicaba a batir los huevos y freír el bacon, mostró su desagrado negándose a dirigirles la palabra a ninguno de los dos, mascullando por lo bajo una ristra de improperios y comportándose como si la tarea fuese un insulto a su dignidad. Nashe se dio cuenta de que las cosas habían cambiado radicalmente para ellos. Pozzi y él habían sido privados de su rango y en adelante ya no se les trataría como a invitados. Habían sido rebajados al nivel de jornaleros, vagabundos que vienen a mendigar las sobras por la puerta trasera. Era imposible no notar la diferencia, y mientras estaba sentado esperando la comida se preguntó cómo se habría enterado Louise tan rápidamente de su degradación. El día anterior ella se había mostrado perfectamente cortés y respetuosa; ahora, sólo dieciséis horas después, apenas podía disimular su desprecio por ellos. Y sin embargo, ni Flower ni Stone le habían dicho nada. Era como si un comunicado secreto hubiese sido retransmitido silenciosamente por toda la casa, informándola de que él y Pozzi ya no contaban, que habían sido relegados a la categoría de pobres diablos.
Pero el desayuno era excelente y ambos comieron con considerable apetito, devorando grandes cantidades de tostadas con varias tazas de café. No obstante, una vez que sus estómagos estuvieron llenos, en un estado de sopor y durante la siguiente media hora lucharon por mantener los ojos abiertos fumando los cigarrillos de Pozzi. La larga noche les había alcanzado al fin y ninguno de los dos parecía capaz de hablar más. De hecho, el muchacho se durmió en su silla y después de eso Nashe permaneció durante mucho rato mirando al vacío sin ver nada, mientras su cuerpo se rendía a un profundo y lánguido agotamiento.
Murks llegó unos minutos después de las diez, irrumpiendo en la cocina con un estrépito de botas de trabajo y llaves tintineantes. El ruido hizo que Nashe volviera a la vida inmediatamente y estaba de pie antes de que Murks se acercara a la mesa. Pozzi siguió durmiendo, sin embargo, inconsciente del jaleo que le rodeaba.
– ¿Qué le pasa? -dijo Murks, señalando con el pulgar a Pozzi.
– Ha tenido una noche muy dura -dijo Nashe.
– Ya, bueno, por lo que he oído tampoco te fueron muy bien las cosas.
– Yo no necesito dormir tanto como él.
Murks consideró el comentario durante un momento y luego dijo:
– Jack y Jim, ¿no? ¿Cuál de los dos eres tú?
– Jim.
– Supongo que eso quiere decir que tu amigo es Jack.
– Buena deducción. A partir de ahí, el resto es fácil. Yo soy Jim Nashe y él es Jack Pozzi. No creo que te cueste demasiado aprendértelo.
– Sí, ya recuerdo. Pozzi. ¿Qué es, una especie de hispano o algo así?
– Más o menos. Es descendiente directo de Cristóbal Colón.
– ¿De veras?
– ¿Iba yo a inventarme una cosa así?
Murks se quedó callado otra vez, como tratando de asimilar esta curiosa información. Luego, mirando a Nashe con sus ojos azul pálido, cambió bruscamente de tema.
– He sacado tus cosas del coche y las he puesto en el todoterreno -dijo-. Las maletas y todas esas cintas. Me figuré que querrías tenerlas contigo. Dicen que vas a estar aquí algún tiempo.
– ¿Y el coche?
– Me lo llevé a mi casa. Si quieres, puedes firmar los papeles del registro mañana. No hay prisa.
– ¿Quieres decir que te han dado el coche a ti?
– ¿A quién si no? Ellos no lo querían y Louise acaba de comprarse un coche nuevo el mes pasado. Parece un buen coche. Se conduce muy bien.
La afirmación de Murks le golpeó como un puño en el estómago y por un momento se encontró conteniendo las lágrimas. No se le había ocurrido pensar en el Saab y ahora, de repente, la sensación de pérdida fue absoluta, como si acabaran de decirle que su mejor amigo había muerto.
– Claro -dijo, haciendo un gran esfuerzo para no mostrar sus sentimientos-. Tráeme los papeles mañana.
– Bien. Hoy estaremos muy ocupados de todas formas. Hay mucho que hacer. Primero tenéis que instalaros y luego os enseñaré los planos y daremos una vuelta por el lugar. No te puedes figurar cuántas piedras hay. Es como una montaña, eso es lo que es, una verdadera montaña. Nunca en mi vida he visto tantas piedras.