8

Durante varias noches seguidas después de aquello tuvo el mismo sueño recurrente. Imaginaba que se despertaba en la oscuridad de su cuarto y, una vez que comprendía que ya no estaba dormido, se vestía, salía del remolque y empezaba a cruzar el prado. Cuando llegaba al cobertizo de las herramientas que había al otro extremo, derribaba la puerta de una patada, cogía una pala y se adentraba en el bosque, corriendo por el camino de tierra que llevaba a la cerca. El sueño era siempre vívido y exacto, menos una distorsión de lo real que un simulacro, una ilusión tan rica en detalles de la vida normal que Nashe nunca sospechaba que estaba durmiendo. Oía el ligero crujido de las hojas bajo sus pies, notaba el frío del aire nocturno sobre su piel, olía el acre olor de la pudrición otoñal que flotaba en el bosque. Pero cada vez que llegaba a la cerca con la pala en la mano, el sueño se detenía repentinamente y, al despertarse, descubría que seguía tumbado en su cama.

La cuestión era: ¿por qué no se levantaba en ese momento y hacia lo que acababa de hacer en el sueño? Nada le impedía tratar de escapar, y sin embargo se resistía a ello, se negaba incluso a considerar esa posibilidad. Al principio atribuyó su renuencia al miedo. Estaba convencido de que Murks era el responsable de lo que le había sucedido a Pozzi (con ayuda de Floyd, sin duda), y tenía muchos motivos para creer que a él le esperaba algo semejante si trataba de huir sin cumplir el contrato. Era verdad que Murks pareció muy disgustado cuando vio a Pozzi aquella mañana en el remolque, pero ¿quién podía asegurar que no estaba fingiendo? Nashe había visto a Pozzi marcharse corriendo por la carretera, ¿cómo hubiera llegado al prado si Murks no le hubiese puesto allí? Si la paliza se la hubiese dado otro, su atacante le habría dejado en la carretera y habría huido. Aunque Pozzi estuviera consciente aún, no habría tenido fuerzas para arrastrarse otra vez por el agujero y mucho menos para cruzar el bosque y el prado él solo. No, Murks le había puesto allí como advertencia, para que Nashe viera lo que le pasaba a la gente que trataba de escapar. Murks le había contado que llevó a Pozzi al Hospital de las Hermanas de la Misericordia en Doylestown, pero ¿por qué no iba a mentirle también respecto a eso? Seguramente habían tirado al muchacho en algún punto del bosque y lo habían enterrado. ¿Qué les importaría que todavía estuviera vivo? Si a un hombre le tapas la cara con tierra, se asfixiará antes de que cuentes hasta cien. Después de todo, Murks era un maestro en llenar hoyos. Cuando terminaba de tapar uno, ni siquiera se podía saber si había existido o no.

Poco a poco, no obstante, Nashe comprendió que el miedo no tenía nada que ver con ello. Cada vez que se imaginaba huyendo del prado, veía a Murks apuntándole por la espalda y apretando lentamente el gatillo; pero la idea de la bala desgarrando su carne y partiéndole el corazón, más que asustarle, le encolerizaba. Él merecía morir, tal vez, pero no quería darle a Murks la satisfacción de matarle. Ésa sería una forma demasiado fácil y predecible de acabar. Ya había causado la muerte de Pozzi al obligarle a huir, pero aunque él se dejara morir también (y había veces en las que este pensamiento se convertía en una tentación casi irresistible), eso no serviría para deshacer el daño que había hecho. Por eso continuaba trabajando en el muro, no porque tuviera miedo, no porque se sintiera obligado a pagar la deuda, sino porque quería venganza. Terminaría su pena allí y, una vez que fuera libre de irse, llamaría a la policía y haría detener a Murks. Sentía que era lo menos que podía hacer por el chico ahora. Tenía que mantenerse con vida el tiempo suficiente para asegurarse de que aquel cabrón recibiera su merecido.

Se sentó y le escribió una carta a Donna, explicándole que su empleo en la construcción iba a durar más de lo esperado. Él había pensado que a aquellas alturas ya estaría acabado, pero parecía que aún faltaban entre seis y ocho semanas más. Estaba seguro de que Murks abriría la carta y la leería antes de enviarla, así que tuvo cuidado de no mencionar nada de lo que le había ocurrido a Pozzi. Intentó mantener un tono ligero y alegre y añadió una hoja separada para Juliette con un dibujo de un castillo y varios acertijos que pensó que le divertirían. Cuando Donna le contestó una semana más tarde le decía que se alegraba mucho de que él pareciera estar tan bien. No importaba el trabajo que hiciera, añadía, siempre que lo disfrutara. Eso era suficiente recompensa en sí mismo. Pero esperaba que pensase en asentarse cuando aquel trabajo terminara. Todos le echaban muchísimo de menos y Juliette estaba deseando volver a verle.

A Nashe le dio pena leer aquella carta, y durante muchos días se le encogía el corazón cada vez que pensaba en que había engañado totalmente a su hermana. Estaba más aislado del mundo que nunca, y había momentos en los que sentía que algo se derrumbaba dentro de él, como si el terreno que pisaba estuviera cediendo gradualmente, hundiéndose bajo el peso de su soledad. El trabajo continuaba, pero ahora también era un trabajo solitario y evitaba a Murks lo más posible, negándose a hablarle excepto cuando era absolutamente necesario. Murks mantenía la misma actitud plácida de antes, pero Nashe no se dejaba engañar por ella y rechazaba la aparente amabilidad del capataz con un desprecio apenas disimulado. Por lo menos una vez al día repasaba mentalmente una detallada escena en la que se imaginaba volviéndose contra Murks en un repentino estallido de violencia, saltando sobre él y derribándolo al suelo, luego sacando el revólver de su cartuchera y apuntándole justo entre los ojos. La única forma de escapar al altercado era el trabajo, la estúpida tarea de levantar y transportar piedras, y se entregaba a ella con hosca e inexorable pasión, haciendo más él solo cada día de lo que habían conseguido nunca Pozzi y él juntos. Acabó la segunda hilera del muro en menos de una semana, cargando el carrito con tres o cuatro piedras al mismo tiempo, y cada vez que hacia otro viaje se encontraba, inexplicablemente, pensando en el mundo en miniatura de Stone, como si el hecho de tocar una piedra real le trajese a la memoria al hombre que tenía ese apellido. [4] Antes o después, pensaba Nashe, habría una nueva sección que representaría el lugar donde él estaba ahora, un modelo a escala del muro y el prado y el remolque, y una vez que esas cosas estuvieran terminadas, colocaría dos figuritas en medio del prado: una sería Pozzi y la otra él. La idea de tan extravagante pequeñez empezó a ejercer sobre Nashe una fascinación casi insoportable. A veces, incapaz de dominarse, llegaba incluso a imaginar que ya estaba viviendo dentro de la maqueta. Entonces Flower y Stone le miraban desde su altura y de repente él se veía a través de sus ojos: como si no fuera mayor que un pulgar, un ratoncillo gris correteando de acá para allá en su jaula.

Lo peor venía por las noches, sin embargo, cuando el trabajo terminaba y volvía solo al remolque. Era entonces cuando más echaba de menos a Pozzi, y al principio había veces en que su tristeza y su nostalgia eran tan agudas que apenas tenía fuerzas para hacerse una cena adecuada. Una o dos veces no cenó nada, se sentó en el cuarto de estar con una botella de bourbon y pasó las horas escuchando misas de réquiem de Mozart y Verdi con el volumen al máximo, llorando literalmente en medio del estruendo de la música, recordando al muchacho a través del fuerte viento de las voces humanas, como si no fuese más que un pedazo de tierra, un quebradizo terrón que se desmorona convirtiéndose en el polvo de que está hecho. Le aliviaba entregarse en su dolor a aquel histrionismo, hundirse en las profundidades de una terrible e imponderable tristeza, pero ni siquiera cuando consiguió dominarse y empezó a acostumbrarse a su soledad se recobró por completo de la ausencia de Pozzi, y siguió llorando al muchacho como si hubiera perdido para siempre una parte de sí mismo. Sus rutinas domésticas se volvieron áridas y carentes de sentido, la faena mecánica y monótona de preparar comida y metérsela en la boca, de ensuciar cosas y volverlas a limpiar, la maquinaria de relojería de las funciones animales. Intentó llenar ese vacío leyendo libros, pues recordaba cuánto placer le habían proporcionado cuando vivía en la carretera, pero ahora le resultaba difícil concentrarse y no bien empezaba a leer las palabras de la página su cabeza se llenaba de imágenes de su pasado: una tarde que había pasado en Minnesota hacía cinco meses soplando burbujas con Juliette en el patio trasero; cuando vio a su amigo Bobby Turnbull caer a través de un suelo en llamas en Boston; las palabras exactas que le había dicho a Thérèse cuando le pidió que se casara con él; la cara de su madre cuando él entró en la habitación del hospital en Florida por primera vez después de que ella sufriera una apoplejía; Donna dando saltitos cuando era animadora deportiva en el instituto. No deseaba recordar ninguna de aquellas cosas, pero como las historias de los libros ya no le apartaban de sí mismo, los recuerdos no cesaban de asaltarle, le agradara o no. Soportó aquellos asaltos todas las noches durante casi una semana y luego, no sabiendo qué hacer, una mañana se rindió y le preguntó a Murks si podía conseguirle un piano. No, no hacía falta que fuera un piano de verdad, dijo, únicamente necesitaba algo que le tuviera ocupado, una distracción para calmar sus nervios.

– Lo comprendo -dijo Murks, tratando de mostrarse simpático-. Debes sentirte muy solo aquí. Quiero decir, el muchacho era bastante raro, pero por lo menos te hacía compañía. Pero te costará, claro. Aunque supongo que eso ya lo sabes.

– No me importa -contestó Nashe-. No pido un piano de verdad. No puede ser muy caro.

– Es la primera vez que oigo hablar de un piano que no es un piano. ¿De qué clase de instrumento estamos hablando?

– Un teclado electrónico. Ya sabes, uno de esos portátiles que se enchufan. Viene con altavoces y las teclas son de plástico. Probablemente los has visto en las tiendas.

– Yo creo que no. Pero eso no quiere decir nada. Tú me dices lo que quieres, Nashe, y yo me encargo de traértelo.

Afortunadamente, Nashe conservaba aún sus libros de partituras y tenía suficiente material para tocar. Cuando vendió su piano pensó que había pocas razones para conservarlos, pero no fue capaz de tirarlos, por lo que habían pasado un año entero viajando con él en el maletero del coche. Había una media docena de libros en total: selecciones de varios compositores (Bach, Couperin, Mozart, Beethoven, Schubert, Bartók, Satie), un par de libros de ejercicios de Czerny y un grueso volumen de piezas populares de jazz y blues transcritas para piano. Murks se presentó con el instrumento la noche siguiente, y aunque era un extraño y ridículo objeto tecnológico -poco mejor que un juguete, en realidad-, Nashe lo sacó encantado de su caja y lo puso sobre la mesa de la cocina. Durante un par de noches pasó las horas entre la cena y el momento de acostarse aprendiendo a tocar de nuevo, haciendo incontables ejercicios de dedos para agilizar sus herrumbrosas articulaciones mientras descubría las posibilidades y limitaciones de la curiosa máquina: la extrañeza del tacto, los sonidos amplificados, la falta de fuerza de percusión. En ese sentido, el teclado funcionaba más como un clavicémbalo que como un piano, y cuando al fin empezó a tocar piezas de verdad la tercera noche, descubrió que las obras más antiguas -piezas escritas antes de la invención del piano- tendían a sonar mejor que las más recientes. Ésto le llevó a concentrarse en obras de compositores anteriores al siglo XIX: El cuaderno de Anna Magdalena Bach, El clavecín bien temperado, “Las misteriosas barricadas”. Le era imposible tocar esta última pieza sin pensar en el muro, y se encontró volviendo a ella más a menudo que a las otras. Se tardaba poco más de dos minutos en interpretarla y en ningún punto de su lento y majestuoso progreso, con todas sus pausas, suspensiones y repeticiones, era preciso tocar más de una nota a la vez. La música comenzaba y se detenía, luego empezaba de nuevo y se paraba de nuevo, pero a través de todo ello la pieza continuaba avanzando hacia una resolución que nunca llegaba. ¿Eran aquéllas las misteriosas barricadas? Nashe recordaba haber leído en alguna parte que nadie estaba seguro de a qué se refería Couperin con aquel título. Algunos estudiosos lo interpretaban como una referencia cómica a la ropa interior de las mujeres -la impenetrabilidad de los corsés-, mientras otros veían en el título una alusión a las armonías no resueltas de la pieza. Nashe no tenía forma de saberlo. Para él, las barricadas representaban el muro que estaba construyendo en el prado, pero eso era bien distinto de saber lo que significaban.

Ya no consideraba las horas después del trabajo un tiempo vacío y pesado. La música traía el olvido, la dulzura de no tener que pensar ya en sí mismo, y una vez que terminaba de practicar cada noche, generalmente se sentía tan lánguido y vacío de emociones que lograba dormirse sin mucha dificultad. Sin embargo, se despreciaba por permitir que sus sentimientos hacia Murks se ablandaran, por recordar la amabilidad del capataz con tanta gratitud. No era simplemente que Murks se hubiera tomado muchas molestias para comprar el teclado, era que se había alegrado francamente de esa posibilidad, actuando como si su único deseo en la vida fuese que Nashe volviera a tener una buena opinión de él. Nashe deseaba odiar a Murks totalmente, convertirle en algo menos que humano por la fuerza de ese odio, pero ¿cómo era posible cuando el hombre se negaba a comportarse como un monstruo? Murks empezó a presentarse en el remolque con pequeños regalos (empanadas hechas por su mujer, bufandas de lana, más mantas), y en el trabajo se mostraba como mínimo indulgente, diciéndole siempre a Nashe que redujera el ritmo, que no trabajara tanto. Lo más inquietante de todo era que incluso parecía estar preocupado por Pozzi, y varías veces a la semana le daba a Nashe un informe sobre el estado del muchacho, como si estuviera continuamente en contacto con el hospital. ¿Cómo podía interpretar Nashe aquella solicitud? Intuía que era un truco, una cortina de humo para ocultar el verdadero peligro que Murks representaba para él. Sin embargo, ¿cómo podía estar seguro? Poco a poco, sintió que se debilitaba, que iba cediendo gradualmente a la callada persistencia del capataz. Cada vez que aceptaba otro regalito, cada vez que se detenía a charlar sobre el tiempo o sonreía a algún comentario de Calvin, sentía que se estaba traicionando. Pero continuaba haciéndolo. Al cabo de algún tiempo, lo único que le impedía capitular era la continuada presencia del revólver. Ese era el último indicio de cómo estaban las cosas entre ellos, y le bastaba con mirar el arma colgando de la cintura de Murks para recordar su desigualdad fundamental. Un día, sólo para ver qué pasaba, se volvió a Murks y le preguntó:

– ¿Por qué llevas el revólver, Calvin? ¿Todavía temes que haya problemas?

Murks miró la cartuchera con expresión de desconcierto y contestó:

– No lo sé. Me he acostumbrado a llevarlo, supongo.

Y cuando vino al prado a la mañana siguiente para empezar el trabajo, el revólver había desaparecido.

Nashe ya no sabía qué pensar. ¿Le estaba Murks indicando que ya era libre? ¿O esto no era más que otra trampa dentro de una complicada estrategia de engaño? Antes de que Nashe pudiera llegar a alguna conclusión, un nuevo elemento fue arrojado al torbellino de su incertidumbre. Apareció en la forma de un niño, y durante varios días Nashe sintió que estaba al borde de un precipicio, mirando el fondo de un infierno privado que ni siquiera sabía que existiera: un ardiente inframundo de bestias vociferantes y oscuros e inimaginables impulsos. El treinta de octubre, justo dos días después de que Murks dejase de llevar el revólver, acudió al prado con un niño de cuatro años cogido de la mano y se lo presentó como su nieto, Floyd Junior.

– Floyd padre perdió su trabajo en Texas este verano -dijo-, y ahora él y mi hija Sally han vuelto aquí para tratar de empezar de nuevo. Los dos están buscando trabajo y un sitio donde vivir, y como Addie está un poco pachucha esta mañana, pensó que sería una buena idea que el pequeño Floyd se viniera conmigo. Espero que no te importe. Le vigilaré y no le dejaré que te moleste.

Era un chiquillo escuálido, con la cara larga y estrecha y la nariz mocosa, que se quedó al lado de su abuelo, bien abrigado con una gruesa parka roja, mirando fijamente a Nashe con curiosidad e indiferencia a la vez, como si le hubieran colocado delante de un pájaro o un arbusto de aspecto extraño. No, a Nashe no le importaba, pero aunque así hubiese sido, ¿cómo iba a atreverse a decirlo? La mayor parte de la mañana el niño estuvo jugando entre los montones de piedras, trepando por ellas como un raro y silencioso mono, pero cada vez que Nashe volvía allí para cargar el carrito, el chiquillo se paraba, se ponía en cuclillas sobre su atalaya y estudiaba a Nashe con aquella mirada suya absorta e inexpresiva. Nashe empezó a sentirse incómodo, y después de cinco o seis veces llegó a ponerle tan nervioso que se obligó a levantar la cabeza y sonreír al niño, simplemente para romper el encantamiento. Inesperadamente, el niño le devolvió la sonrisa y le saludó con la mano, y sólo entonces, como si recordara algo de otro siglo, Nashe se dio cuenta de que era el mismo niño que les había saludado a él y a Pozzi aquella noche desde la ventana trasera de la rubia. ¿Era así como les habían descubierto?, se preguntó. ¿Les había contado el niño a sus padres que había visto a dos hombres cavando un hoyo bajo la cerca? ¿Había informado el padre a Murks de lo que había dicho el crío? Nashe nunca pudo entender cómo sucedió, pero un instante después de que se le ocurriese esta idea miró de nuevo al nieto de Murks y comprendió que le odiaba más de lo que había odiado a nadie en su vida. Le odiaba tanto que sintió que deseaba matarle.

Fue entonces cuando comenzó el horror. Una diminuta semilla había sido plantada en la cabeza de Nashe, y antes incluso de que se percatara de su existencia, ya había brotado dentro de él, proliferando como una flor mutante, un retoñar extático que amenazaba con invadir todo el campo de su conciencia. Lo único que tenía que hacer era agarrar al niño, pensó, y todo cambiaría para él: de pronto sabría lo que necesitaba saber. El niño a cambio de la verdad, le diría a Murks, y en ese momento Calvin tendría que hablar, tendría que decirle lo que le había hecho a Pozzi. No le quedaría otro remedio. Si no hablaba, su nieto moriría. Nashe se encargaría de eso. Estrangularía al niño con sus propias manos.

Una vez que permitió que esa idea entrara en su cabeza, siguieron otras, cada una más violenta y repulsiva que la anterior. Le cortaba la garganta al niño con una navaja. Le daba patadas hasta matarlo. Le cogía la cabeza y se la machacaba contra una piedra, golpeando el pequeño cráneo hasta que su cerebro se convertía en pulpa. Al final de la mañana Nashe era presa de un frenesí, un delirio de lujuria homicida. Por mucho que intentaba desesperadamente borrar esas imágenes, empezaba a desearías con ansia en cuanto desaparecían. Ese era el verdadero horror: no que pudiera imaginar matar al niño, sino que incluso después de haberlo imaginado, deseara volver a imaginarlo.

Lo peor de todo fue que el niño siguió acudiendo al prado, no sólo el día siguiente, sino al otro también. Las primeras horas ya habían sido bastante malas, pero luego al niño le dio por encapricharse con Nashe, respondiendo a su intercambio de sonrisas como si hubieran hecho un juramento y ahora fuesen amigos para siempre. Ya antes de la hora de comer, Floyd Junior se bajó de su montaña de piedras y empezó a trotar detrás de Nashe mientras su nuevo héroe iba y venía por el prado tirando del carrito. Murks hizo un movimiento para impedírselo, pero Nashe, que ya estaba fantaseando cómo iba a matar al niño, le indicó con un gesto que le dejara.

– No importa -dijo-. Me gustan los críos.

Nashe había empezado a pensar que el niño tenía algo raro, una torpeza o estupidez que le hacia parecer subnormal. Apenas sabia hablar y lo único que decía mientras corría detrás de él por la hierba era ¡Jim! ¡Jim! ¡Jim!, pronunciando el nombre una y otra vez en una especie de conjuro imbécil. Aparte de la edad, no parecía tener nada en común con Juliette, y cuando Nashe comparaba la triste palidez de aquel chiquillo con la vivacidad y el brillo de su hija, su adorada salvaje de cabello rizado, risa cristalina y rodillas gordezuelas, no sentía por él más que desprecio. Con cada hora que pasaba su impulso de atacarle se hacía más fuerte y más incontrolable, y cuando al fin dieron las seis, a Nashe le pareció casi un milagro que el niño siguiera vivo. Guardó las herramientas en el cobertizo y justo cuando iba a cerrar la puerta, Murks se le acercó y le dio unas palmadas en el hombro.

– Tengo que reconocerlo, Nashe -le dijo-. Tienes un toque mágico. El crío nunca se había encariñado con nadie como hoy contigo. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no me lo habría creído.

A la mañana siguiente el niño fue al prado con su disfraz de Halloween: [5] un traje de esqueleto en blanco y negro con una máscara que parecía un cráneo. Era una de esas prendas mal acabadas y ligeras que se venden en cajas en Woolworth’s, y, como ese día hacía frío, la llevaba encima de su ropa de abrigo, lo cual le daba un aspecto curiosamente hinchado, como si hubiera doblado su peso de la noche a la mañana. Según Murks, el niño había insistido en llevar el disfraz para que Nashe viera cómo le quedaba, y en el estado de demencia en que se encontraba, Nashe empezó inmediatamente a preguntarse si el niño trataba de decirle algo. El disfraz representaba a la muerte, después de todo, la muerte en su forma más pura y más simbólica, y tal vez eso quería decir que el niño sabía lo que Nashe planeaba, que había ido al prado vestido de muerte porque sabía que iba a morir. Nashe no pudo remediar verlo como un mensaje escrito en clave. El niño le indicaba que vale, que siempre y cuando fuese Nashe quien le matara, todo iría bien.

Luchó consigo mismo durante todo el día, inventando diversas estratagemas para mantener al niño esqueleto a una distancia segura de sus manos asesinas. Por la mañana le dijo que vigilara una piedra concreta en la parte trasera de uno de los montones, ordenándole que montase guardia para que no desapareciera, y por la tarde le dejó jugar con el carrito mientras él se marchaba y se atareaba en trabajo de albañilería en el otro extremo del prado. Pero inevitablemente había lapsus, momentos en los que la concentración del niño se rompía y acudía corriendo hacia él, o momentos en los que aunque fuera desde lejos, Nashe tenía que soportar la letanía de su nombre, el interminable Jim, Jim, Jim, resonando como una alarma desde las profundidades de su propio miedo. Una y otra vez deseó decirle a Murks que no volviera a traerle, pero la lucha por controlar sus sentimientos le agotaba de tal forma, le ponía tan al borde del colapso mental, que ya no podía fiarse de que diría las palabras que deseaba decir. Aquella noche se emborrachó hasta caer redondo, y por la mañana, como si despertara a la plenitud de una pesadilla, abrió la puerta del remolque y vio que el niño estaba allí, apretando una bolsa de dulces de Halloween contra su pecho que, sin decir una palabra, le tendió solemnemente a Nashe como un joven guerrero entregando los trofeos de su primera cacería al jefe de la tribu.

– ¿Para qué es esto? -le preguntó Nashe a Murks.

– Jim -dijo el chiquillo, contestando él mismo a la pregunta-. Dulces para Jim.

– Eso es -dijo Murks-. Quiere compartir sus golosinas contigo.

Nashe abrió un poco la bolsa y miró el batiburrillo de caramelos, manzanas y pasas que había dentro.

– Esto es ir demasiado lejos, ¿no crees, Calvin? ¿Qué quiere el crío, envenenarme?

– No quiere nada -dijo Murks-. Simplemente le dabas lástima porque te estabas perdiendo toda la diversión. No hace falta que te los comas.

– Claro -dijo Nashe, mirando al niño y preguntándose cómo iba a sobrevivir a otro día de aquello-. Es la intención lo que cuenta, ¿no?

Pero no podía soportarlo más. En cuanto salió al prado comprendió que había llegado al límite, que el niño estaría muerto antes de una hora si no encontraba la forma de evitarlo. Puso una piedra en el carrito, empezó a levantar otra y luego la dejó caer, escuchando el ruido sordo que hizo al estrellarse contra el suelo.

– No sé qué me pasa hoy -le dijo a Murks-. No me encuentro bien.

– Puede que sea esa gripe que corre por ahí -dijo Murks.

– Sí, debe ser eso. Probablemente estoy cogiendo la gripe.

– Trabajas demasiado, Nashe, ése es el problema. Estás agotado.

– Si me acuesto una hora o dos quizá me encuentre mejor esta tarde.

– Olvídate de la tarde. Tómate todo el día libre. No tiene sentido forzarse demasiado, es absurdo. Necesitas recobrar las fuerzas.

– De acuerdo. Me tomaré un par de aspirinas y me meteré en la cama. Me fastidia perder el día, pero supongo que no tengo más remedio.

– No te preocupes por el dinero. Te contaré las diez horas de todas formas. Lo consideraremos una gratificación por hacer de niñera.

– No es necesario.

– No, supongo que no, pero eso no quiere decir que no pueda hacerlo. Probablemente es mejor así, además. Aquí hace demasiado frío para el pequeño Floyd. Pasarse todo el día en este prado seria su muerte.

– Sí, creo que tienes razón.

– Claro que sí. El niño se moriría en un día como éste.

Estas palabras extrañamente omniscientes zumbaban en la cabeza de Nashe mientras se dirigía al remolque con Murks y el niño, y al abrir la puerta descubrió que realmente estaba enfermo. Le dolía todo el cuerpo y sentía los músculos increíblemente débiles, como si de repente estuviera ardiendo de fiebre. Era extraño lo rápidamente que se había apoderado de él: no bien Murks mencionó la palabra gripe pareció que la había cogido. Quizá se había agotado, pensó, y no le quedaba nada dentro. Quizá estaba ya tan vacío que incluso una palabra podía ponerle enfermo.

– Vaya por Dios -dijo Murks, dándose una palmada en la frente justo cuando se iba-. Casi se me olvida decírtelo.

– ¿Decírmelo? ¿Decirme qué?

– Lo de Pozzi. Llamé al hospital anoche para preguntar cómo estaba y la enfermera me dijo que se había ido.

– Ido. ¿Ido en qué sentido?

– Ido. Irse de decir adiós. Se levantó de la cama, se puso su ropa y se marchó del hospital.

– No tienes por qué inventarte cuentos, Calvin. Jack está muerto. Murió hace dos semanas.

– No, señor, no está muerto. La cosa se presentaba muy fea al principio, lo reconozco, pero luego fue saliendo adelante. El enano era más fuerte de lo que pensábamos. Y ahora está mucho mejor. Por lo menos lo suficiente como para levantarse y largarse del hospital. Pensé que te gustaría saberlo.

– Yo sólo quiero saber la verdad. Es lo único que me interesa.

– Pues ésa es la verdad. Jack Pozzi se ha marchado y ya no tienes que preocuparte por él.

– Entonces déjame que llame al hospital yo mismo.

– No puedo hacer eso, hijo, ya lo sabes. No se te permiten llamadas hasta que acabes de pagar la deuda. A la velocidad que vas, ya no tardarás mucho. Entonces podrás hacer todas las llamadas que quieras. Por lo que a mí respecta, puedes seguir llamando hasta el día del Juicio Final.

Hasta tres días después Nashe no pudo volver a trabajar. Los primeros dos días no hizo más que dormir, despertándose únicamente cuando Murks entraba en el remolque para traerle aspirinas, té y latas de sopa. Y cuando recobró la conciencia lo suficiente como para darse cuenta de que aquellos dos días no habían existido para él, comprendió que el sueño había sido no sólo una necesidad física sino también un imperativo moral. El drama con el niño le había cambiado, y de no haber sido por la hibernación que siguió, por aquellas cuarenta y ocho horas en las cuales temporalmente se había desvanecido para sí mismo, tal vez nunca se habría despertado convertido en el hombre que era ahora. El sueño fue un pasaje de una vida a otra, una pequeña muerte en la cual los demonios que había en su interior habían ardido de nuevo, deshaciéndose en las llamas de las que habían surgido. No habían desaparecido, pero ya no tenían forma, y en su informe ubicuidad se habían extendido por todo su cuerpo, invisibles pero presentes, parte de él ahora del mismo modo que su sangre o sus cromosomas, un fuego que inundaba los propios fluidos que le mantenían con vida. No sentía que era ni mejor ni peor que antes, pero ya no tenía miedo. Ésa era la diferencia crucial. Había entrado corriendo en la casa incendiada y se había sacado a sí mismo de las llamas, y ahora que lo había hecho, la idea de volver a hacerlo ya no le asustaba.

La tercera mañana se despertó hambriento, instintivamente se levantó de la cama y se dirigió a la cocina, y aunque sus pasos eran visiblemente inseguros, sabia que el hambre era una buena señal, que significaba que se estaba poniendo bien. Revolviendo en uno de los cajones en busca de una cuchara limpia encontró un pedazo de papel con un número de teléfono, y mientras estudiaba la caligrafía infantil y desconocida se encontró de pronto pensando en la chica. Recordó que ella le había apuntado su número en algún momento de la fiesta del dieciséis, pero pasaron varios minutos hasta que logró traer el nombre a su memoria. Hizo un inventario de aproximaciones (Tammy, Kitty, Tippi, Kimberly), luego se quedó en blanco durante treinta o cuarenta segundos y entonces, justo cuando estaba a punto de renunciar, lo encontró: Tiffany. Comprendió que ella era la única persona que podía ayudarle. Le costaría una fortuna conseguir esa ayuda, pero ¿qué importaba si al fin sus preguntas obtenían respuesta? A la chica le había gustado Pozzi, de hecho parecía loca por él, y en cuanto se enterara de lo que le había ocurrido después de la fiesta lo más probable era que estuviese dispuesta a llamar al hospital. Eso era todo lo que haría falta: una llamada telefónica. Preguntaría si Jack Pozzi había estado ingresado allí y luego le escribiría a Nashe una carta breve contándole lo que hubiera averiguado. Podría haber algún problema con la carta, por supuesto, pero era un riesgo que tendría que correr. No creía que le hubiesen abierto las cartas de Donna. Por lo menos los sobres no parecían haber sido manipulados. ¿Por qué no habría de llegarle también la carta de Tiffany? En cualquier caso valía la pena intentarlo. Cuanto más pensaba en el plan, más prometedor le parecía. ¿Qué podía perder aparte del dinero? Se sentó a la mesa de la cocina y empezó a beber el té, tratando de imaginar qué sucedería cuando la chica fuera a verle al remolque. Antes de que pudiera pensar en las palabras que le diría, descubrió que tenía una erección.

Sin embargo, le costó convencer a Murks. Cuando Nashe le explicó que quería ver a la chica, Calvin reaccionó con sorpresa, y casi inmediatamente después una expresión de profunda decepción apareció en su cara. Era como si Nashe le hubiese fallado, como sí hubiese traicionado algún entendimiento tácito entre ellos, y no estaba dispuesto a permitirlo sin presentar batalla.

– No tiene sentido -dijo Murks-. Novecientos dólares por un revolcón en el heno. Eso son nueve días de trabajo, Nashe, noventa horas de sudor y esfuerzo por nada. No es lógico. Un poco de carne de chica a cambio de todo eso. Cualquiera vería que no es lógico. Tú eres un tipo listo, Nashe, no es que no sepas de lo que te estoy hablando.

– Yo no te pregunto cómo gastas tu dinero -le respondió Nashe-. Y no es asunto tuyo cómo gasto yo el mío.

– Lo que pasa es que detesto ver a un hombre haciendo el ridículo, nada más. Especialmente cuando no hay necesidad.

– Tus necesidades no son mis necesidades, Calvin. Mientras haga el trabajo, tengo derecho a cualquier cosa que quiera. Está escrito en el contrato, y tú no eres quién para decir nada.

Así que Nashe ganó la discusión, y aunque Murks continuó refunfuñando, organizó la visita de la chica. Tenía que ir el día diez, menos de una semana después de que Nashe encontrara su número de teléfono en el cajón, y el hecho de no tener que esperar más tiempo no le vino mal, porque una vez hubo convencido a Murks de que la llamara le resultó imposible pensar en otra cosa. Mucho antes de que llegara la chica, por lo tanto, sabía que sus razones para invitarla sólo en parte tenían que ver con Pozzi. Aquella erección (junto con las que vinieron después) se lo había demostrado, y pasó los siguientes días alternando entre ataques de miedo y de excitación, paseando por el prado como un adolescente enloquecido por sus hormonas. Pero no había estado con una mujer desde mediados del verano -desde aquel día en Berkeley en que había tenido entre sus brazos a la sollozante Fiona-, y probablemente era inevitable que la inminente visita de la chica le llenase la cabeza de pensamientos eróticos. Ésa era su profesión, después de todo. Follaba con los hombres por dinero, y puesto que él ya estaba pagando, ¿qué había de malo en aprovecharse de ello? Eso no le impedía pedirle ayuda, pero para ello no necesitaba más de veinte o treinta minutos, y si la hacía ir hasta allí con el fin de pasar ese rato con él tenía que contratar sus servicios para toda la noche. Sería una tontería desperdiciar esas horas. Le pertenecían, y el hecho de que quisiera ver a la chica para una cosa concreta no significaba que estuviera mal quererla también para otra cosa.

La del diez fue una noche fría que más parecía de invierno que de otoño, con fuertes vientos que barrían el prado y un cielo lleno de estrellas. La chica llegó vestida con abrigo de pieles, las mejillas rojas y los ojos llorosos a causa del frío, y Nashe pensó que era más guapa de lo que la recordaba, aunque tal vez fuera el color de su cara lo que le dio esa impresión. Llevaba una ropa menos provocativa que la otra vez -un jersey blanco de cuello vuelto, pantalones vaqueros con calentadores de lana y los omnipresentes tacones de aguja-, y en conjunto le quedaba mejor que el llamativo atuendo que lucía en octubre. Ahora representaba su verdadera edad, y, por lo que fuera, Nashe llegó a la conclusión de que la prefería de aquel modo, que se sentía menos incómodo cuando la miraba.

El que ella le sonriera al entrar en el remolque contribuyó a ello, y aunque a él le pareció que la sonrisa era un tanto fingida y teatral, había suficiente cordialidad en ella como para convencerle de que a la chica no le desagradaba volver a verle. Se dio cuenta de que ella esperaba que Pozzi también estuviera allí, y cuando miró a su alrededor y no le encontró, era natural que le preguntase a Nashe dónde estaba. Pero Nashe no fue capaz de decirle la verdad, al menos todavía.

– Jack ha tenido que marcharse para hacer otro trabajo -le dijo-. ¿Recuerdas el proyecto de Texas del que te habló la última vez? Pues nuestro magnate del petróleo tenía algunas dudas respecto a los planos, así que anoche se llevó a Jack a Houston en su avión particular. Fue una cosa totalmente imprevista. Jack lo sintió mucho, pero así es nuestro trabajo. Tenemos que tener contentos a nuestros clientes.

– Lástima -dijo la chica, sin intentar disimular su desilusión-. Me gustó muchísimo ese tipo tan bajito. Me apetecía volverle a ver.

– De esos hay uno en un millón -dijo Nashe-. No los hacen mejores que Jack.

– Sí, es un tío fantástico. Cuando das con un tío así ya no te parece que estés trabajando.

Nashe sonrió a la chica y alargó la mano tímidamente para tocarle un hombro.

– Me temo que esta noche tendrás que conformarte conmigo -le dijo.

– Bueno, hay cosas peores -respondió ella con expresión juguetona, recobrándose rápidamente. Para poner más énfasis gimió suavemente y empezó a pasarse la lengua por los labios-. Puede que me equivoque, pero creo recordar que de todas formas nosotros teníamos un asunto pendiente del que ocuparnos.

Nashe empezó a pensar en decirle que se quitara la ropa ya, pero de pronto se sintió tímido, enmudecido por su propia excitación, y en lugar de abrazarla se quedó parado donde estaba, preguntándose qué hacer en aquel momento. Deseó que Pozzi se hubiera dejado un par de chistes que él pudiera usar, unas cuantas bromas que animaran el ambiente.

– ¿Ponemos un poco de música? -sugirió, agarrándose a lo primero que se le ocurrió. Antes de que la chica pudiera responder él ya estaba tirado en el suelo, rebuscando entre las pilas de cassettes que guardaba bajo la mesita del café. Después de apartar ruidosamente las óperas y la música clásica durante cerca de un minuto, al fin sacó su cinta con las canciones de Billie Holiday, Billie’s Greatest Hits.

La chica frunció el ceño al oír lo que llamó música “anticuada”, pero cuando Nashe le pidió que bailaran pareció conmovida por lo pintoresco de la proposición, como si acabara de pedirle que participara en alguna costumbre ancestral, hacer melcocha, por ejemplo, o coger manzanas con la boca en un cubo de agua. Pero lo cierto era que a Nashe le gustaba bailar, y pensó que el movimiento le ayudaría a calmar los nervios. La cogió con firmeza, guiándola en pequeños círculos por el cuarto de estar, y al cabo de unos minutos ella pareció adaptarse, siguiéndole más airosamente de lo que él esperaba. A pesar de los tacones altos, era sorprendentemente ligera en sus movimientos.

– Nunca había conocido a nadie que se llamara Tiffany -dijo Nashe-. Me parece muy bonito. Me hace pensar en cosas bellas y caras.

– Ésa es la idea -dijo ella-. Se supone que te hace ver diamantes.

– Tus padres debían saber que te convertirías en una chica preciosa.

– Mis padres no tienen nada que ver con esto. El nombre lo elegí yo misma.

– Oh. Bueno, eso lo hace aún mejor. No tiene sentido quedarte con un nombre que no te gusta, ¿verdad?

– Yo no podía soportar el mío. En cuanto me fui de casa me lo cambié.

– ¿Era realmente tan feo?

– ¿Qué te parecería llamarte Dolores? Es casi el peor nombre que se me ocurre.

– Tiene gracia. Mi madre se llamaba Dolores y tampoco le gustaba.

– ¿En serio? ¿Tu vieja era una Dolores?

– De veras. Fue Dolores desde el día en que nació hasta el día en que se murió.

– Y si no le gustaba llamarse Dolores, ¿por qué no se lo cambió?

– Lo hizo. No a lo grande como tú, pero usaba un diminutivo. Yo ni siquiera me enteré de que su verdadero nombre era Dolores hasta que tenía unos diez años.

– ¿Cómo se hacia llamar?

– Dolly.

– Sí, yo también lo probé durante algún tiempo, pero no era mucho mejor. Sólo sirve si eres gorda. Dolly. Es un nombre para una mujer gorda.

– Bueno, mi madre era bastante gorda, ahora que lo dices. No siempre, pero en los últimos años de su vida había engordado mucho. Demasiada bebida. A algunas personas les hace ese efecto. Tiene que ver con la forma como el alcohol se metaboliza en la sangre.

– Mi viejo bebió como un pez durante años, pero siempre fue un cabrón muy flaco. Sólo se le notaba en las venas que tenía en la nariz.

La conversación continuó así durante un rato, y cuando se acabó la cinta se sentaron en el sofá y abrieron una botella de whisky. Casi previsiblemente, Nashe imaginó que se estaba enamorando de ella, y ahora que el hielo se había roto empezó a hacerle toda clase de preguntas sobre ella, tratando de crear una intimidad que de alguna forma enmascarase la naturaleza de la transacción y la convirtiese a ella en alguien real. Pero la charla también era parte de la transacción, y aunque ella le contó muchas cosas, él comprendió que en el fondo sólo estaba haciendo su trabajo, que hablaba porque él era uno de esos clientes a los que les gusta hablar. Todo lo que la chica decía parecía verosímil, pero al mismo tiempo él intuía que ya lo había contado muchas veces, que sus palabras no eran tanto falsas como ficticias, un engaño del que poco a poco ella misma se había convencido, igual que Pozzi se había engañado con sus sueños respecto al Campeonato Mundial de Póquer. En un momento dado incluso le dijo que hacer la calle no era más que una solución temporal para ella.

– En cuanto ahorre suficiente pasta -le dijo-, voy a dejar esta vida y meterme en el mundo del espectáculo.

Era imposible no sentir pena por ella, imposible no entristecerse por su pueril banalidad, pero Nashe había ido demasiado lejos ya para permitir que eso se interpusiera en su camino.

– Creo que serás una actriz maravillosa -le dijo-. En cuanto empecé a bailar contigo me di cuenta de que eras una bailarina de verdad. Te mueves como un ángel.

– Follar te mantiene en forma -dijo ella muy seria, afirmándolo como si fuese un hecho comprobado médicamente-. Es bueno para la pelvis. Y si hay una cosa que he hecho mucho en los dos últimos años es follar. A estas alturas debo ser tan flexible como una contorsionista.

– Da la casualidad de que conozco a algunos agentes en Nueva York -dijo Nashe, ya incapaz de contenerse-. Uno de ellos tiene ahora un gran montaje y estoy seguro de que le interesaría hacerte una prueba. El tipo se llama Sid Zeno. Si quieres puedo llamarle mañana y concertar una cita.

– No estamos hablando de cine porno, ¿verdad?

– No, no, nada de eso. Zeno se dedica exclusivamente a la cosa de calidad. Esta llevando a algunos de los mejores talentos jóvenes del cine de ahora.

– No es que no estuviera dispuesta a hacerlo, entiéndeme. Pero una vez que te metes en eso es difícil salir. Te encasillan y luego nunca tienes la oportunidad de hacer ningún papel con la ropa puesta. Quiero decir que mi cuerpo está bien, pero tampoco es nada extraordinario. Yo preferiría hacer algo donde realmente pudiera interpretar. Ya sabes, conseguir un papel en un serial de televisión de los que ponen por el día, o tal vez incluso intentar algo en una comedia de situación. Puede que no te resulte evidente, pero cuando me pongo, puedo ser muy graciosa.

– No hay problema. Sid también tiene buenos contactos con televisión. Ahí fue donde empezó en realidad. En los años cincuenta fue uno de los primeros agentes que trabajaba exclusivamente para televisión.

Nashe apenas sabía ya lo que decía. Lleno de deseo, pero temiendo a medias lo que sucedería con ese deseo, siguió parloteando como si pensara que la chica podía creerse realmente las tonterías que le estaba diciendo. Pero una vez que pasaron al dormitorio, no le decepcionó. Empezó por dejar que la besara en la boca, y como Nashe no había osado esperar tal cosa, instantáneamente imaginó que se estaba enamorando de ella. Era cierto que su cuerpo desnudo era menos que hermoso, pero una vez hubo comprendido que ella no iba a meterle prisas ni a humillarle demostrando su aburrimiento, ya no le importó su aspecto. Hacía mucho tiempo, después de todo, y cuando se tumbaron en la cama ella demostró los talentos de su excesivamente atareada pelvis con tanto orgullo y abandono que a él ni se le ocurrió que el placer que ella parecía estar sintiendo pudiera no ser auténtico. Al cabo de un rato su cerebro estaba tan revuelto que perdió la cabeza y acabó diciéndole un montón de idioteces, cosas tan estúpidas e inapropiadas que si no hubiese sido él quien las decía habría pensado que estaba loco.

Lo que le propuso fue que se quedara allí y viviera con él hasta que acabase el muro. El la cuidaría, le dijo, y una vez que el trabajo estuviera terminado se irían juntos a Nueva York y él se encargaría de llevar su carrera profesional. Nada de Sid Zeno. El lo haría mucho mejor porque creía en ella, porque estaba loco por ella. No vivirían en el remolque más que un mes o dos y ella no tendría que hacer nada más que descansar. Él haría todas las comidas y todas las tareas domésticas y para ella serían unas vacaciones, una forma de olvidar los últimos dos años. La vida en el prado no era mala. Era tranquila, sencilla y buena para el alma. Pero él ahora necesitaba compartirla con alguien. Llevaba demasiado tiempo solo y creía que ya no podía continuar así. Era demasiado pedirle a nadie, dijo, y la soledad estaba empezando a volverle loco. La semana anterior casi había matado a alguien, un niño inocente, y temía que le ocurrieran cosas peores si no hacía algunos cambios en su vida muy pronto. Si ella aceptaba quedarse allí con él, haría cualquier cosa por ella. Le daría lo que quisiera. La amaría hasta que estallara de felicidad.

Afortunadamente, pronunció este discurso con tal pasión y sinceridad que no le dejó a ella otra posibilidad que pensar que era una broma. Nadie podía decir tales cosas con la cara seria y esperar que le creyeran, y la propia locura de la confesión de Nashe fue lo que le salvó de la más absoluta vergüenza. La chica le tomó por un bromista, un excéntrico con el don de inventar historias disparatadas, y en lugar de decirle que se muriera (que es lo que habría hecho si le hubiese tomado en serio), sonrió ante la trémula súplica que había en su voz y le siguió el juego como si fuera lo más divertido que había dicho en toda la noche.

– Estaré encantada de vivir aquí contigo, cariño -le contestó-. Lo único que tienes que hacer es ocuparte de Regis y me traslado mañana temprano.

– ¿Regis? -dijo él.

– Ya sabes, el tipo que organiza mis citas. Mi chulo.

Al oír esa respuesta, Nashe comprendió lo ridículas que debieron de sonar sus palabras. Pero el sarcasmo de la chica le había dado una segunda oportunidad, una vía para escapar al inminente desastre, y antes de dejar ver sus sentimientos (el dolor, la desdicha, el abatimiento que sus palabras le habían causado), saltó de la cama desnudo y dio una palmada con fingida exuberancia.

– ¡Estupendo! -exclamó-. Mataré a ese cabrón esta noche y entonces tú serás mía para siempre.

La chica se echó a reír entonces como si una parte de ella disfrutase en realidad oyéndole decir aquellas cosas, y en el momento en que él tomó conciencia de lo que aquella risa significaba, sintió surgir en su interior una extraña y poderosa amargura. Él también se echó a reír, uniéndose a ella para conservar el sabor de aquella amargura en la boca, para recrearse en la comedia de su propia abyección. Luego, sin saber por qué, de pronto se acordó de Pozzi. Fue como una descarga eléctrica, y la sacudida estuvo a punto de tirarle al suelo. No había pensado en Jack en las últimas dos horas y el egoísmo de ese descuido le mortificó. Dejó de reír con una brusquedad casi aterradora y enseguida empezó a vestirse, metiéndose el pantalón a tirones, como si una alarma acabara de sonar en su cabeza.

– Sólo hay un problema -dijo la chica riéndose aún un poco, decidida a prolongar el juego-. ¿Qué pasará cuando Jack vuelva del viaje? Quiero decir que estaremos un poco apretados, ¿no crees? Además, él es atractivo, ya sabes, y puede que haya noches en las que me apetezca acostarme con él. ¿Qué harías tú entonces? ¿Te pondrías celoso o qué?

– Esa es la cuestión -dijo Nashe con voz repentinamente grave y dura-. Jack no volverá. Desapareció hace más de un mes.

– ¿Qué quieres decir? Creí que habías dicho que estaba en Texas.

– Me lo inventé. No hay ningún trabajo en Texas, no hay magnate del petróleo, no hay nada de nada. El día después de que tú vinieras aquí para la fiesta, Jack trató de escapar. Le encontré tirado delante del remolque a la mañana siguiente. Tenía fractura de cráneo y estaba inconsciente, tirado en un charco de su propia sangre. Es muy probable que haya muerto, pero no estoy seguro. Eso es lo que quiero que averigües para mí.

Entonces le contó toda la historia de Pozzi, la partida de cartas, el muro, pero le había contado tantas mentiras aquella noche que era difícil hacerle creer una palabra de lo que le decía. Ella le miraba como si estuviera loco, como si fuera un lunático que echa espuma por la boca y explica cuentos de hombrecillos morados que vuelan en platillos volantes. Pero Nashe siguió insistiendo y al cabo de un rato su vehemencia empezó a asustarla. Si no hubiera estado sentada en la cama, desnuda, probablemente habría intentado salir corriendo, pero en aquellas circunstancias estaba atrapada, y finalmente Nashe consiguió vencerla describiendo las consecuencias de la paliza de Pozzi con detalles tan estremecedores y precisos que al fin la hizo comprender todo el horror de lo sucedido, hasta que ella empezó a sollozar, la cara hundida entre las manos y su delgada espalda sacudida por feroces e incontrolables espasmos.

Sí, dijo ella. Llamaría al hospital. Se lo prometía. Pobre Jack. Por supuesto que llamaría al hospital. Jesús, pobrecito Jack. Dios Santo, pobre Jack, dulce madre de Dios. Llamaría al hospital y luego le escribiría una carta. Malditos sean. Claro que lo haría. Pobre Jack. Malditos, condenados al infierno. Dulce Jack, oh Jesús, pobre Jesús, pobre madre de Dios. Sí, lo haría. Le prometía que lo haría. En cuanto llegara a casa cogería el teléfono y llamaría. Sí, podía contar con ella. Dios Dios Dios Dios Dios. Le prometía que lo haría.

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