No había camino de la casa al prado, por lo que Murks metió el todoterreno directamente por el bosque. Al parecer tenía mucha práctica y se lanzó a una velocidad frenética, maniobrando por entre los árboles con bruscas curvas cerradas y saltando temerariamente sobre las piedras y las raíces descubiertas. El todoterreno hacia un ruido tremendo y los pájaros y las ardillas salían despavoridos cuando se aproximaban, huyendo atropelladamente a través de la oscuridad cubierta de hojas. Cuando Murks llevaba conduciendo de esta forma unos quince minutos, el cielo se iluminó de pronto y se encontraron en un borde herboso tachonado de arbustos bajos y delgados retoños. El prado estaba frente a ellos. Lo primero en que se fijó Nashe fue el remolque -una estructura verde claro apoyada sobre varias hileras de bloques de madera- y luego, en el otro extremo del prado, vio los restos del castillo de Lord Muldoon. Contrariamente a lo que Murks le había dicho, las piedras no formaban una montaña sino una serie de montañas, una docena de montones desordenados que se alzaban del suelo en diferentes ángulos y elevaciones, un caos de escombros desparramados como un juego de construcción infantil. El prado mismo era mucho más grande de lo que Nashe había creído. Rodeado de bosques por los cuatro costados, parecía cubrir una extensión más o menos equivalente a tres o cuatro campos de fútbol: era un inmenso territorio de hierba corta y áspera, tan plano y silencioso como el fondo de un lago. Nashe se dio la vuelta y buscó la casa con la mirada, pero ya no estaba a la vista. Había imaginado que Flower y Stone estarían en una ventana observándoles con un telescopio o unos prismáticos, pero el bosque se interponía misericordiosamente. El mero hecho de saber que quedaban ocultos a su vista era de agradecer, y en esos primeros momentos después de bajarse del todoterreno empezó a sentir que ya había recobrado una parte de su libertad. Sí, el prado era un lugar desolado, pero también tenía cierta belleza triste, un aire de lejanía y calma que casi podía calificarse de consolador. No sabiendo qué otra cosa pensar, Nashe trató de animarse con eso.
El remolque no estaba mal. Dentro hacía calor y estaba polvoriento, pero era lo suficientemente espacioso como para que dos personas pudieran vivir allí con relativa comodidad: una cocina, un cuarto de baño, un cuarto de estar y dos dormitorios pequeños. La electricidad funcionaba, el wáter también, y cuando Murks abrió el grifo del fregadero salió agua. El mobiliario era escaso y tenía un aspecto apagado e impersonal, pero no era peor que el que se encuentra en el típico motel barato. Había toallas en el cuarto de baño, la cocina estaba equipada con cacharros, platos y cubiertos, en las camas había sábanas y mantas. Nashe se sintió aliviado, pero Pozzi no dijo apenas nada, haciendo todo el recorrido como si su mente estuviera en otra parte. Todavía pensando en el póquer, supuso Nashe. Decidió dejar tranquilo al chico, pero le era difícil no preguntarse cuánto tardaría en superarlo.
Airearon el remolque abriendo las ventanas y poniendo el ventilador en marcha y luego se sentaron en la cocina para estudiar los planos.
– No se trata de nada fantasioso -dijo Murks-, pero probablemente más vale así. Esto va a ser monstruoso y no tiene sentido intentar hacerlo bonito.
Sacó los planos con cuidado de un cilindro de cartón y los extendió sobre la mesa, sujetando cada esquina con una taza de café.
– Lo que tenemos aquí es un muro sencillo -continuó-. Seiscientos metros de largo y seis metros de alto, diez hileras de mil piedras cada una. Ni curvas ni esquinas, ni arcos, ni columnas, nada de adornos de ninguna clase. Simplemente un muro liso y recto.
– Seiscientos metros -dijo Nashe-. Más de medio kilómetro.
– Eso es lo que trato de deciros. Este niño es un gigante.
– No lo acabaremos nunca -dijo Pozzi-. Es completamente imposible que dos hombres puedan construir ese monstruo en cincuenta días.
– Según creo -dijo Murks-, no tenéis que hacerlo. Simplemente cumplís vuestro tiempo, hacéis lo que podáis, y ya está.
– Así es, amigo -dijo Pozzi-. Exactamente.
– Veremos hasta dónde llegáis -dijo Murks-. Dicen que la fe mueve montañas. Bueno, a lo mejor los músculos también las mueven.
Los planos mostraban que el muro trazaba una línea diagonal entre las esquinas noreste y suroeste del prado. Según descubrió Nashe después de estudiar el diagrama, ésta era la única manera de que un muro de seiscientos metros cupiera dentro de los limites del prado rectangular (que tendría aproximadamente trescientos sesenta metros de ancho por quinientos cuarenta de largo). Pero el hecho de que la diagonal fuese una necesidad matemática no significaba que fuese una mala elección. En la medida en que se molestó en pensar en ello, hasta Nashe reconoció que un sesgo era preferible a un cuadrado. El muro tendría un mayor impacto visual de esa forma -partiendo el prado en dos triángulos en lugar de hacerlo en cuadrados-, y, por algúna razón, le complació que no hubiera otra solución posible.
– Seis metros de alto -dijo Nashe-. Vamos a necesitar andamios, ¿no?
– Cuando llegue el momento -dijo Murks
– ¿Y quién se supone que va a levantarlos? Nosotros no, espero.
– No te preocupes por cosas que quizá no sucedan nunca -dijo Murks-. No tendremos que pensar en los andamios hasta que lleguéis a la tercera hilera. Eso son dos mil piedras. Si llegáis hasta ahí en cincuenta días, yo puedo construiros algo en un periquete. No me llevará más que unas horas.
– También hace falta cemento -continuó Nashe-. ¿Vas a traernos una máquina, o tendremos que mezclarlo nosotros?
– Os traeré las bolsas de cemento de la ferretería del pueblo. Hay unas cuantas carretillas en el cobertizo de las herramientas, podéis usar una de ellas para mezclarlo. No necesitaréis mucho, sólo un pegote o dos en los sitios adecuados. Esas piedras son sólidas. Una vez que estén arriba nada las derribará.
Murks enrolló los planos y volvió a meterlos en el tubo de cartón. Luego Nashe y Pozzi le siguieron fuera y volvieron a subir los tres al todoterreno y se dirigieron al otro extremo del prado. Murks explicó que la hierba estaba corta porque él la había segado unos días antes, y la verdad era que olía bien, añadiendo un matiz de dulzura al aire que a Nashe le recordó cosas de tiempos lejanos. Le puso de buen humor, y cuando terminó el breve trayecto ya no estaba preocupado por los detalles del trabajo. El día era demasiado hermoso para inquietarse por eso, y con el calor del sol dándole en la cara parecía ridículo preocuparse por nada. Toma las cosas como vengan, se dijo. Alégrate de estar vivo.
Mirar las piedras desde lejos era una cosa, pero ahora que las tenía allí le resultó imposible no desear tocarlas, pasar las manos por su superficie y descubrir cómo eran al tacto. Pozzi pareció responder de la misma manera, y durante los primeros minutos los dos vagaron en torno a las pilas de granito palmeando tímidamente los suaves bloques grises. Había algo imponente en ellos, una inmovilidad que casi daba miedo. Las piedras eran tan inmensas, tan frescas al contacto con la piel, que era difícil creer que hubiesen pertenecido a un castillo. Parecían demasiado viejas para eso; como si hubiesen sido extraídas de los estratos más profundos de la tierra, como si fueran reliquias de un tiempo anterior a la mera concepción de la existencia del hombre.
Nashe vio una piedra separada al borde de uno de los montones y se agachó para levantarla, sintiendo curiosidad por saber cuánto pesaba. El primer tirón produjo un nudo de presión en la región lumbar y cuando consiguió levantarla del suelo gruñía por el esfuerzo y notaba como si los músculos de las piernas estuvieran a punto de acalambrársele. Dio dos o tres pasos y luego la dejó.
– ¡Jesús! -exclamó-. No es muy manejable, ¿eh?
– Pesan entre treinta y cinco y cuarenta kilos -dijo Murks-. Lo suficiente como para que se note cada una.
– La he notado-dijo Nashe-. Vaya si la he notado.
– Entonces, ¿cuál es el plan, viejo? -dijo Pozzi-. ¿Movemos todos estos cantos con el todoterreno o nos vas a dar otra cosa? Estoy mirando por aquí a ver si hay un camión, pero no veo ninguno en las proximidades.
Murks sonrió y meneó despacio la cabeza.
– No creeréis que son idiotas, ¿verdad?
– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Nashe.
– Si os damos un camión, lo usaréis para escaparos de aquí. Es bastante evidente, ¿no? No es lógico daros la oportunidad de escapar.
– No sabía que estuviéramos en prisión -dijo Nashe-. Pensé que nos habían contratado para hacer un trabajo.
– Sí -contestó Murks-. Pero no quieren que dejéis de cumplir el trato.
– Así que ¿cómo las movemos? -preguntó Pozzi-. No son terrones de azúcar, ¿comprendes? No podemos metérnoslas en los bolsillos.
– No hace falta enfadarse -dijo Murks-. Tenemos un carrito en el cobertizo; os servirá estupendamente para eso.
– De ese modo se tardará una eternidad -dijo Nashe.
– ¿Y qué? En cuanto hagáis vuestras horas, estaréis libres. ¿A vosotros qué os importa lo que se tarde?
– Vaya -dijo Pozzi, haciendo sonar los dedos y hablando en el tono de un palurdo estúpido-. Gracias por hacérmelo comprender, Calvin. Quiero decir, diantre, ¿de qué nos quejamos? Ahora tenemos nuestro carrito y, pensando en lo mucho que nos va a ayudar con el trabajo, que también es el trabajo del Señor, hermano Calvin, supongo que deberíamos sentirnos felices. Lo que pasa es que yo no lo enfocaba bien. Aquí Jim y yo debemos ser los tipos más afortunados de la tierra.
Luego volvieron al remolque y descargaron el equipaje de Nashe del todoterreno, depositando las maletas y las bolsas de los libros y cintas en el suelo del cuarto de estar. Después se sentaron otra vez a la mesa de la cocina e hicieron la lista de la compra. Murks era el que escribía, y formaba las letras tan lenta y trabajosamente que tardaron cerca de una hora en anotarlo todo: los distintos alimentos, condimentos y bebidas, la ropa de trabajo, las botas y los guantes, más ropa para Pozzi, gafas de sol, jabones, bolsas de basura y una palmeta matamoscas. Una vez que hubieron apuntado lo esencial, Nashe añadió un radiocasette portátil y Pozzi pidió varios artículos pequeños: una baraja, un periódico, un ejemplar de la revista Penthouse. Murks les dijo que volvería a media tarde y luego, reprimiendo un bostezo, se levantó y se dirigió a la puerta. Justo cuando iba a salir, sin embargo, Nashe recordó una pregunta que había querido hacerle antes.
– Quería saber si podria hacer una llamada telefónica -dijo.
– Aquí no hay teléfono -contestó Murks-. Como puedes ver.
– Entonces tal vez podrías llevarme a la casa en el coche.
– ¿Para qué quieres hacer una llamada?
– No creo que eso sea asunto tuyo, Calvin.
– No, supongo que no. Pero no puedo llevarte a la casa sin saber por qué quieres ir.
– Quiero llamar a mi hermana. Me espera dentro de unos días y no quisiera que se preocupara cuando no aparezca.
– Lo siento, no me permiten llevaros allí. Me dieron órdenes especiales.
– ¿Y un telegrama? Si te escribo el mensaje, podrías mandarlo por teléfono tú mismo.
– No, tampoco puedo hacer eso. A los jefes no les gustaría. Pero puedes mandar una postal si quieres. Yo te la echaría al correo.
– Prefiero que sea una carta. Puedes comprarme papel y sobres en el pueblo. Si la envío mañana, supongo que le llegará a tiempo.
– De acuerdo, papel y sobres.
Después de que Murks se alejara en el todoterreno, Pozzi se volvió a Nashe y le dijo:
– ¿Crees que la echará?
– No tengo ni idea. Si tuviera que apostar diría que hay bastantes probabilidades. Pero es difícil estar seguro.
– De una forma u otra, nunca lo sabrás. Te dirá que la envió, pero eso no quiere decir que puedas fiarte de él.
– Le pediré a mi hermana que me conteste. Si no lo hace, sabré que nuestro amigo Murks mentía.
Pozzi encendió un cigarrillo y luego empujó el paquete de Marlboro hacia Nashe, el cual titubeó un momento antes de aceptarlo. Al fumar el cigarrillo se dio cuenta de lo cansado que estaba, absolutamente falto de energía. Lo apagó después de dos o tres caladas y dijo:
– Creo que voy a dormir una siesta. No tenemos nada que hacer, así que voy a probar mi nueva cama. ¿Qué cuarto prefieres, Jack? Yo ocuparé el otro.
– Me da igual -contestó Pozzi-. Elige tú.
Al levantarse, Nashe se movió de tal forma que las figuritas de madera que llevaba en el bolsillo se descolocaron. Notó que le presionaban contra la pierna y, por primera vez desde que las robó, se acordó de que las tenía allí.
– Mira esto -dijo, sacando a Flower y Stone y poniéndolos de pie sobre la mesa-. Nuestros dos amiguitos.
Pozzi frunció el ceño, luego sonrió despacio mientras examinaba a los minúsculos hombrecitos, que parecían vivos.
– ¿De dónde coño han salido?
– ¿De dónde crees?
Pozzi miró a Nashe con una extraña expresión de incredulidad.
– ¿No las habrás robado?
– Claro que sí. ¿Cómo crees que acabaron en mi bolsillo?
– Estás loco, ¿lo sabes? Estás aún más loco de lo que yo pensaba.
– No me parecía bien marcharme sin llevarme un recuerdo -dijo Nashe, sonriendo como si acabara de recibir un cumplido.
Pozzi le devolvió la sonrisa, claramente impresionado por la audacia de Nashe.
– No les va a hacer demasiada gracia cuando lo descubran -dijo.
– Peor para ellos.
– Sí -dijo Pozzi, cogiendo a los dos hombrecitos y examinándolos más de cerca-, peor para ellos.
Nashe cerró las persianas de su cuarto, se tumbó en la cama y se quedó dormido mientras los sonidos del prado le inundaban. Los pájaros cantaban a lo lejos, el viento pasaba por entre los árboles, una cigarra chirriaba debajo de su ventana. Su último pensamiento antes de perder la conciencia fue Juliette y su cumpleaños. El doce de octubre es dentro de cuarenta y seis días, se dijo. Si tenía que pasar las próximas cincuenta noches en aquella cama, no podría ir. A pesar de lo que le había prometido, él estaría aún en Pennsylvania el día de su fiesta.
A la mañana siguiente Nashe y Pozzi descubrieron que construir un muro no era tan sencillo como habían imaginado. Antes de empezar la construcción en si había que hacer toda clase de preparativos. Había que trazar líneas, cavar zanjas, crear una superficie plana.
– No podéis dejar caer las piedras simplemente y esperar que quede bien -les dijo Murks-. Tenéis que hacer las cosas como Dios manda.
Su primera tarea fue desenrollar dos cuerdas paralelas y tenderlas entre las esquinas del prado para delimitar el espacio que ocuparía el muro. Una vez que esas líneas estuvieron fijadas, Nashe y Pozzi ataron las cuerdas a unas pequeñas estacas de madera y luego clavaron las estacas en la tierra a intervalos de metro y medio. Era un proceso laborioso que obligaba a tomar medidas constantemente, pero Nashe y Pozzi no tenían demasiada prisa, puesto que sabían que cada hora pasada con la cuerda significaba una hora menos que tendrían que pasar levantando piedras. Teniendo en cuenta que había que clavar ochocientas estacas, los tres días que tardaron en acabar esa tarea no parecían excesivos. En otras circunstancias tal vez la habrían prolongado un poco más, pero Murks nunca estaba muy lejos y a sus ojos azul pálido no se les escapaba ningún truco.
Al día siguiente les dio palas y les dijo que cavaran una zanja poco profunda entre las dos cuerdas. El destino del muro dependía de que el fondo de esa zanja fuera lo más llano posible y por lo tanto procedieron con cautela, avanzando muy lentamente. Dado que el prado no era perfectamente plano, se veían obligados a eliminar los varios montículos y desniveles que encontraban en su camino, arrancando las malas hierbas con las palas y recurriendo a los picos y las palancas para extraer las piedras que hubieran bajo la superficie. Algunas de estas piedras resultaron ser terriblemente resistentes. Se negaban a desprenderse de la tierra, y Nashe y Pozzi pasaron la mayor parte de seis días librando batalla con ellas, peleando por arrancar cada uno de aquellos impedimentos del obstinado suelo. Las piedras más grandes dejaban agujeros tras ellas, naturalmente, y era preciso llenarlos con tierra; luego había que transportar en carretillas todo el sobrante de materia producido por la excavación y tirarla en los bosques que rodeaban el prado. El trabajo iba despacio, pero ninguno de los dos lo encontraba particularmente difícil. En realidad, cuando llegó el momento de darle los últimos toques, casi lo estaban disfrutando. Durante toda una tarde no hicieron otra cosa que alisar el fondo de la zanja y luego allanarlo con la azada. Durante esas pocas horas, la tarea no les pareció más agotadora que trabajar en el jardín.
No tardaron mucho tiempo en adaptarse a su nueva vida. Al cabo de tres o cuatro días en el prado, la rutina ya les era familiar y al final de la primera semana ni siquiera tenían que pensar en ella. El despertador les levantaba todas las mañanas a las seis. Después de turnarse para entrar en el cuarto de baño iban a la cocina y se preparaban el desayuno (Pozzi tomaba zumo de naranja, tostadas y café, Nashe prefería huevos revueltos y salchichas). Murks se presentaba puntualmente a las siete y daba un golpecito con los nudillos en la puerta del remolque. Entonces salían al prado y comenzaban su jornada laboral. Después de hacer un turno de cinco horas por la mañana, regresaban al remolque para comer (una hora libre sin paga) y luego trabajaban otras cinco horas por la tarde. La hora de dejarlo eran las seis y ése era siempre un buen momento para los dos, el preludio de los placeres de una ducha caliente y una cerveza tranquila en el cuarto de estar. Entonces Nashe se retiraba a la cocina y hacía la cena (cosas sencillas generalmente, los clásicos recursos norteamericanos: solomillos, chuletas, estofados de pollo, montones de patatas y verduras, budines y helados de postre), y una vez tenían el estómago lleno, Pozzi hacía su parte fregando los platos. Entonces Nashe se tumbaba en el sofá del cuarto de estar escuchando música y leyendo un libro y Pozzi se sentaba a la mesa de la cocina y hacía solitarios. A veces hablaban, otras no decían nada. A veces salían fuera y jugaban a una especie de baloncesto que se había inventado Pozzi: tirar piedras dentro de una lata de basura desde una distancia de tres metros. Y una o dos veces, cuando el aire de la tarde era especialmente agradable, se sentaron en los escalones del remolque y contemplaron cómo el sol se ocultaba detrás de los bosques.
Nashe no estaba ni mucho menos tan inquieto como había pensado. Una vez aceptó el hecho de que ya no tenía el coche, sintió pocos o ningún deseo de volver a la carretera, y la facilidad con que se adaptó a sus nuevas circunstancias le dejó algo perplejo. No parecía natural que pudiera abandonarlo todo tan rápidamente. Pero descubrió que le gustaba trabajar al aire libre, y después de un tiempo la quietud del prado pareció tener un efecto tranquilizante sobre él, como si la hierba y los árboles hubiesen producido un cambio en su metabolismo. No obstante, eso no significaba que se sintiera enteramente a gusto allí. Un aire de sospecha y desconfianza continuaba flotando en el ambiente y a Nashe le molestaba la deducción de que el muchacho y él no iban a cumplir su parte del trato. Habían dado su palabra, incluso habían firmado un contrato, y sin embargo toda la organización estaba montada sobre la suposición de que ellos intentarían escapar. No sólo no se les permitía trabajar con máquinas, sino que ahora Murks venía todas las mañanas al prado a pie, demostrando así que hasta el todoterreno era considerado una tentación demasiado peligrosa, como si su presencia hiciera imposible resistirse a robarlo. Estas precauciones ya eran bastante desagradables, pero todavía más siniestra era la cerca metálica que Nashe y Pozzi descubrieron la tarde que siguió a su primer día completo de trabajo. Después de cenar decidieron explorar las zonas boscosas que rodeaban el prado. Fueron primero hasta el extremo más lejano y entraron en el bosque por un camino de tierra que parecía haber sido abierto recientemente. Los árboles talados yacían a ambos lados del mismo, y de las señales de neumáticos marcadas en la blanda y margosa tierra dedujeron que era por allí por donde habían pasado los camiones para dejar su carga de piedras. Nashe y Pozzi siguieron andando, pero antes de llegar a la autopista que delimitaba el borde septentrional de la finca tropezaron con la cerca. Tenía unos dos metros y medio de altura y estaba rematada por una amenazadora maraña de alambre de espino. Una sección parecía más nueva que el resto, lo cual indicaba que una parte había sido derribada para que entraran los camiones, pero, aparte de eso, toda huella de acceso había sido eliminada. Continuaron caminando a lo largo de la cerca, preguntándose si encontrarían alguna abertura en ella, y cuando cayó la noche hora y media después habían regresado al mismo punto de donde partieron. En un momento dado pasaron por delante de la puerta de barrotes de hierro por la que entraron con el coche el día de su llegada, pero ésa era la única interrupción. La cerca estaba por todas partes, rodeando la extensión completa de los dominios de Flower y Stone.
Se esforzaron por tomarlo a broma, comentando que los ricos siempre viven detrás de cercas, pero eso no pudo borrar el recuerdo de lo que habían visto. La barrera había sido levantada para evitar la entrada, pero una vez que estaba allí, ¿qué le impedía evitar también la salida? En esa pregunta se encerraban toda clase de amenazadoras posibilidades. Nashe trató de no dejar volar la imaginación, pero hasta que recibió una carta de Donna el octavo día no consiguió calmar sus temores. A Pozzi le resultó tranquilizador que alguien supiese dónde estaban, pero para Nashe lo importante era que Murks había cumplido su promesa. La carta era una muestra de buena fe, la prueba tangible de que nadie trataba de engañarlos.
Durante aquellos primeros días en el prado la conducta de Pozzi fue ejemplar. Parecía haber decidido apoyar a Nashe y, le pidiera lo que le pidiese, nunca se quejaba. Hacía su trabajo con imperturbable buena voluntad, arrimaba el hombro en las tareas domésticas y hasta fingía que le gustaba la música clásica que Nashe ponía todas las noches después de cenar. Nashe no esperaba que el muchacho fuera tan complaciente y le agradecía que hiciera aquel esfuerzo. Pero la verdad era que estaba recibiendo únicamente lo que ya se había ganado. Él había recorrido toda la distancia por Pozzi la noche del combate de póquer, yendo más allá de cualquier límite razonable, y aunque se había arruinado en el intento, se había ganado un amigo. Ahora aquel amigo parecía dispuesto a hacer cualquier cosa por él, incluso si eso significaba vivir en un prado remoto durante los siguientes cincuenta días, desriñonándose como un presidiario condenado a una pena de trabajos forzados.
No obstante, la lealtad no era lo mismo que la convicción. Desde el punto de vista de Pozzi toda la situación era absurda, y el hecho de que hubiera optado por apoyar a su amigo no quería decir que pensara que Nashe estaba en sus cabales. El muchacho le estaba consintiendo, y cuando Nashe lo hubo comprendido, hizo todo lo que pudo por callarse sus pensamientos. Pasaban los días, y aunque rara vez había un momento en que no estuvieran juntos, continuó sin decir nada de lo que verdaderamente le preocupaba -nada acerca de la lucha para rehacer su vida, nada acerca de que veía el muro como una oportunidad de redimirse ante sus propios ojos, nada acerca de que consideraba los trabajos del prado un modo de expiar su imprudencia y su autocompasión-, porque sabía que, una vez empezara, todas las palabras inadecuadas saldrían de su boca como un torrente, y no deseaba poner a Pozzi más nervioso de lo que ya estaba. Lo importante era mantenerle animado, ayudarle a pasar aquellos cincuenta días de la forma menos dolorosa posible. Era mucho mejor hablar de las cosas en términos muy superficiales -la deuda, el contrato, las horas de trabajo- y salir adelante con comentarios graciosos e irónicos encogimientos de hombros. A veces Nashe se sentía muy solo, pero no veía qué otra cosa podía hacer. Si llegaba a desnudar su alma ante el muchacho, se desencadenaría una catástrofe. Sería como abrir una lata de gusanos, como buscarse la peor clase de problemas.
Pozzi continuaba comportándose admirablemente con Nashe, pero con Murks era otra historia, y no pasaba un día sin que se metiera con él, le insultara y le atacara verbalmente. Al principio Nashe lo interpretó como una buena señal, pensando que si el muchacho podía volver a su antigua conducta revoltosa, tal vez eso significara que soportaba la situación bastante bien. Lanzaba sus insultos con tal sarcasmo, acompañados de tal variedad de sonrisas e inclinaciones de cabeza, que Murks apenas parecía enterarse de que se estaba burlando de él. Nashe, a quien tampoco le agradaba mucho Murks, no culpaba a Pozzi por desahogarse un poco a costa del capataz. Pero a medida que pasaba el tiempo empezó a pensar que el chico se estaba excediendo, que no actuaba por rebeldía innata sino como reacción al pánico, a una acumulación de temores y confusión. El muchacho le recordaba a un animal acorralado, esperando para agredir a lo primero que se le acercara. Y ocurría que era siempre Murks, pero por muy insoportable que se pusiera Pozzi, por mucho que tratara de provocarle, el viejo Calvin jamás se inmutaba. Había algo tan profundamente imperturbable en aquel hombre, tan básicamente oblicuo y carente de humor, que Nashe nunca podía llegar a saber a ciencia cierta si estaba riéndose de ellos por dentro o era simplemente un bobo. Se limitaba a cumplir con su trabajo, haciéndolo siempre con el mismo ritmo lento y concienzudo, sin decir nunca una palabra acerca de sí mismo ni preguntarles nada a Nashe o a Pozzi, sin mostrar la más leve indicación de enojo, curiosidad o placer. Llegaba puntualmente a las siete todas las mañanas, entregaba los comestibles y provisiones que le habían encargado el día anterior, y luego se entregaba a la tarea durante las once horas siguientes. Era difícil saber qué pensaba del muro, pero supervisaba el trabajo prestando meticulosa atención a los detalles, dirigiendo a Nashe y a Pozzi en cada paso de la construcción como si supiera lo que se hacía. Sin embargo, guardaba las distancias con ellos, y nunca les echaba una mano ni colaboraba en ninguno de los aspectos físicos del trabajo. Su obligación era supervisar la edificación del muro y se mantenía en ese papel, marcando su estricta y absoluta superioridad sobre los hombres a su cargo. Murks tenía los aires de suficiencia de alguien que está satisfecho con su papel en la escala jerárquica, y, como sucede con la mayoría de los sargentos y jefes de equipo de este mundo, sus lealtades estaban firmemente del lado de quienes le daban órdenes. Nunca comía con Nashe y Pozzi, por ejemplo, y cuando terminaba la jornada laboral nunca se quedaba un rato a charlar. Dejaban el trabajo exactamente a las seis y él se marchaba siempre enseguida.
– Hasta mañana, muchachos -les decía, y luego se adentraba en el bosque arrastrando los pies y desaparecía de su vista en cuestión de segundos.
Tardaron nueve días en acabar los preliminares. Luego empezaron con el muro y el mundo cambió repentinamente de nuevo. Según descubrieron Nashe y Pozzi, una cosa era levantar una piedra de treinta kilos, y otra cosa era, una vez levantada la primera, levantar una segunda piedra de treinta kilos, y otra bien distinta coger una tercera después de la segunda. Por muy fuertes que se sintieran al levantar la primera, buena parte de esa fuerza había desaparecido cuando tocaba levantar la segunda, y una vez que habían levantado la segunda, les quedaba aún menos fuerza para emplearla en la tercera. Y así sucesivamente. Cada vez que trabajaban en el muro, Nashe y Pozzi tropezaban con el mismo y fascinante acertijo: todas las piedras eran idénticas y sin embargo cada piedra era más pesada que la anterior.
Pasaban las mañanas transportando piedras por el prado en un carrito rojo, depositándolas una junto a otra, a lo largo de la zanja y volviendo por otra. Por las tardes trabajaban con las paletas y el cemento, colocando cuidadosamente las piedras en su sitio. De las dos tareas, era difícil saber cuál era la peor: el interminable cargar y descargar de las mañanas o el empujar y tirar que empezaba después de comer. La primera les cansaba más, quizá, pero había una secreta recompensa en tener que trasladar las piedras distancias tan largas. Murks les había ordenado comenzar por el extremo más lejano de la zanja, y cada vez que dejaban una piedra en el suelo tenían que volver con las manos vacías a buscar la siguiente, lo cual les daba un pequeño respiro. La segunda tarea era menos agotadora, pero también más implacable. Había las breves pausas necesarias para aplicar el cemento, pero eran mucho más cortas que los paseos de vuelta por el prado y, en el fondo, probablemente era más duro desplazar una piedra varios centímetros que levantarla del suelo y ponerla en el carrito. Teniendo en cuenta todas las demás variables -el hecho de que generalmente se encontraban más fuertes por la mañana, el hecho de que el tiempo solía ser más caluroso por la tarde, el hecho de que inevitablemente su aversión aumentaba a lo largo del día-, probablemente había empate. Seis de una, media docena de la otra.
Transportaban las piedras en un Fast Flyer, exactamente el mismo tipo de carrito para niños que Nashe le había regalado a Juliette cuando cumplió tres años. Al principio les pareció una broma, y tanto Nashe como Pozzi se echaron a reír cuando Murks lo sacó y se lo enseñó.
– No hablarás en serio, ¿verdad? -dijo Nashe.
Pero Murks hablaba muy en serio, y a la larga el carrito de juguete resultó ser perfectamente adecuado para aquella misión: su caja metálica podía soportar el peso y sus ruedas de goma eran lo bastante sólidas como para soportar cualquier accidente del terreno. Sin embargo, había algo ridículo en tener que utilizar semejante cosa y a Nashe le molestaba el efecto extraño e infantilizante que le producía. El carrito no era apropiado para las manos de un hombre adulto. Era un objeto para el cuarto de juegos, para el mundo trivial e imaginario de los niños, y cada vez que tiraba de él por el prado se sentía avergonzado, afligido por la sensación de su propia indefensión.
El trabajo avanzaba despacio, casi imperceptiblemente. En una mañana buena lograban trasladar veinticinco o treinta piedras hasta la zanja. Si Pozzi hubiese sido un poco más fuerte, podrían haber doblado su rendimiento, pero el chico no era capaz de levantar las piedras él solo. Era demasiado bajo y frágil, nada acostumbrado al trabajo manual. Conseguía levantar las piedras del suelo, pero una vez que las tenía cogidas, era incapaz de llevarlas a ningún sitio. En cuanto intentaba andar, el peso le hacia perder el equilibrio y no bien daba dos o tres pasos la piedra empezaba a escapársele de las manos. Nashe, que superaba al muchacho en veinte centímetros y treinta y cinco kilos, no tenía ninguna de estas dificultades. Sin embargo, no habría sido justo que él hiciera todo el trabajo, así que acabaron levantándolas entre los dos. También habría sido posible cargar el carrito con dos piedras (lo cual habría aumentado su rendimiento en un tercio aproximadamente), pero Pozzi no estaba hecho para tirar de más de cincuenta kilos. Podía con treinta o treinta y cinco sin demasiado esfuerzo y, puesto que habían acordado repartirse el trabajo a la mitad -lo que significaba que tiraban del carrito por turno-, optaron por cargar una sola piedra en cada viaje. En realidad, probablemente eso era lo mejor. El trabajo era ya lo bastante penoso y tampoco tenía sentido dejar que los aplastara.
Poco a poco, Nashe se fue acostumbrando. Los primeros días fueron los más duros, y era raro el momento en que no se sentía abrumado por un agotamiento casi intolerable. Le dolían los músculos, tenía la mente nublada, su cuerpo clamaba constantemente pidiendo descanso. Todos aquellos meses de estar sentado en el coche le habían ablandado, y el trabajo relativamente ligero de los primeros nueve días no le había preparado para el trauma del verdadero esfuerzo físico. Pero Nashe aún era joven y lo bastante fuerte como para recuperarse de su largo periodo de inactividad, y, a medida que pasaba el tiempo, empezó a notar que tardaba un poco más en cansarse, que así como al principio una mañana de trabajo había sido suficiente para llevarle al límite de su resistencia, ahora transcurría buena parte de la tarde antes de que le sucediera eso. Finalmente, notó que ya no necesitaba arrastrarse hasta la cama inmediatamente después de cenar. Empezó a leer libros de nuevo y a mitad de la segunda semana comprendió que lo peor ya había pasado.
Pozzi, en cambio, no se adaptó tan bien. El muchacho había estado razonablemente contento durante los días en que cavaron la zanja, pero cuando pasaron a la siguiente etapa del trabajo estaba cada vez más disgustado. No había duda de que las piedras exigían de él mucho mayor esfuerzo que de Nashe, pero su irritabilidad y mal humor tenían menos que ver con el sufrimiento físico que con una sensación de ultraje moral. El trabajo era insoportable para él, y cuanto más se prolongaba, más evidente le parecía que era víctima de una terrible injusticia, que sus derechos habían sido pisoteados de una manera monstruosa y terrible. Repasaba la partida de póquer con Flower y Stone constantemente, repitiéndole a Nashe las jugadas una y otra vez, incapaz de aceptar el hecho de que había perdido. Cuando llevaba diez días trabajando en el muro estaba ya convencido de que Flower y Stone habían hecho trampas, que les habían robado el dinero y usado cartas marcadas o algún otro truco ilegal. Nashe hacía lo que podía por evitar el tema, pero la verdad era que no estaba enteramente convencido de que Pozzi estuviera equivocado. Ya se le había ocurrido a él la misma idea, pero sin ninguna prueba que respaldara la acusación, no veía que tuviera sentido animar al muchacho. Aunque tuviera razón, no podían hacer absolutamente nada.
Pozzi esperaba una oportunidad para acusar a Flower y Stone, pero los millonarios no aparecían por allí. Su ausencia era inexplicable y, a medida que pasaba el tiempo, Nashe estaba cada vez más perplejo. Había supuesto que acudirían a fisgar todos los días. El muro era idea suya, después de todo, y parecía natural que quisieran ver cómo iba el trabajo. Pero transcurrían las semanas y seguían sin dar señales de vida. Siempre que Nashe le preguntaba a Murks dónde estaban, Calvin se encogía de hombros y decía que estaban ocupados. No tenía ningún sentido. Nashe trató de hablar con Pozzi del asunto, pero el muchacho estaba ya en otra órbita y siempre tenía la misma respuesta preparada:
– Eso quiere decir que son culpables -decía-. Esos hijos de puta saben que voy por ellos y están demasiado asustados para asomar la cabeza.
Una noche Pozzi se bebió cinco o seis cervezas después de cenar y cogió una buena cogorza. Estaba de pésimo humor y al cabo de un rato empezó a tambalearse de un lado a otro por el remolque, farfullando toda clase de incoherencias sobre la injusticia que se estaba cometiendo con él.
– Les voy a dar su merecido a esos cabrones -le dijo a Nashe-. Voy a hacer que ese seboso de mierda confiese.
Sin detenerse a explicar qué pensaba hacer, cogió una linterna de la repisa de la cocina, abrió la puerta y se lanzó a la oscuridad. Nashe se puso de pie y le siguió, gritándole que volviera.
– Déjame en paz, bombero -dijo Pozzi, agitando la linterna como un loco-. Si esos cabrones no vienen aquí a hablar con nosotros, tendremos que ir a buscarlos.
Nashe comprendió que, aparte de darle un puñetazo en la cara, no tenía forma de detenerle. El muchacho estaba borracho, más allá del influjo de las palabras, y tratar de disuadirle no serviría de nada. Pero Nashe no deseaba pegar a Pozzi. La idea de golpear a un muchacho desesperado y borracho no le parecía una solución, así que decidió no hacer nada, seguirle la corriente y procurar que Pozzi no se metiera en líos.
Atravesaron el bosque juntos, guiándose por la luz de la linterna. Eran casi las once y el cielo estaba nublado, oscureciendo la luna y las estrellas que pudiera haber. Nashe caminaba esperando ver aparecer alguna luz de la casa, pero todo era oscuridad en aquella dirección y al cabo de un rato empezó a dudar de si la encontrarían. Tenía la impresión de que tardaban mucho en llegar, y con Pozzi tropezando en las piedras y metiéndose en los matorrales espinosos, la expedición comenzó a parecerle completamente insensata. Pero luego, al fin, estaban pisando el borde del césped y acercándose a la casa. Parecía demasiado pronto para que Flower y Stone se hubieran acostado, pero no había una sola ventana con luz. Pozzi dio la vuelta a la casa y llamó al timbre de la puerta principal, que volvió a tocar las primeras notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven. El muchacho masculló algo entre dientes, ni la mitad de divertido que el primer día, y esperó a que les abrieran. Pero no ocurrió nada y al cabo de quince o veinte segundos llamó de nuevo.
– Parece que están pasando la noche fuera -dijo Nashe.
– No, están ahí dentro -contestó Pozzi-. Lo que pasa es que son demasiado gallinas para abrir.
Pero no se encendió ninguna luz después de la segunda llamada y la puerta continuó cerrada.
– Creo que es hora de dejarlo -dijo Nashe-. Si quieres volvemos mañana.
– ¿Qué me dices de la sirvienta? -dijo Pozzi-. Supongo que estará en casa. Podríamos dejarle un mensaje.
– Puede que tenga el sueño pesado. O puede que le hayan dado la noche libre. A mí me parece que no hay nadie ahí dentro.
Pozzi le dio una patada a la puerta en un gesto de frustración, y luego, de pronto, se puso a maldecir a voces. En lugar de llamar una tercera vez, retrocedió y siguió gritándole a una de las ventanas del piso superior, descargando su ira contra la casa vacía.
– ¡Eh, Flower! -vociferó-. ¡Sí, gordinflón, a ti te hablo! Eres un mal bicho, ¿lo sabías? Tú y tu amiguito, los dos sois unos bichos, ¡y me las vais a pagar por lo que me hicisteis!
Siguió así durante sus buenos tres o cuatro minutos, un desahogo beligerante de disparatadas e inútiles amenazas, que incluso, a medida que crecía en intensidad, se hacia progresivamente más patético, más triste por la misma estridencia de su desesperación. El corazón de Nashe se llenó de compasión por el muchacho, pero no podía hacer mucho hasta que la cólera de Pozzi se agotara. Permaneció en la oscuridad, observando los insectos que hervían en el rayo de su linterna. A lo lejos un búho ululó una vez, dos, luego calló.
– Venga, Jack -dijo Nashe-. Volvamos al remolque para dormir un poco.
Pero Pozzi no había acabado. Antes de marcharse, se agachó en el camino, cogió un puñado de guijarros y lo arrojó contra la casa. Era un gesto estúpido, la rabia rencorosa de un chiquillo de doce años. La grava rebotó como perdigones contra la superficie dura y luego, casi como un eco, Nashe oyó el débil sonido atiplado del cristal al romperse.
– Basta ya -dijo Nashe-. Creo que hemos tenido suficiente por esta noche.
Pozzi se volvió y echó a andar hacia el bosque.
– Gilipollas -dijo para sí-. El mundo entero está gobernado por gilipollas.
Después de aquella noche, Nashe comprendió que tendria que vigilar más de cerca al chico. Los recursos interiores de Pozzi se estaban agotando, y ni siquiera habían llegado a la mitad de su condena. Sin darle importancia, Nashe empezó a hacer más trabajo del que le correspondía, a cargar y transportar piedras él solo mientras Pozzi descansaba, pensando que un poco más de sudor por su parte podría contribuir a mantener la situación bajo control. No quería más estallidos de ira ni más borracheras, no quería estar constantemente preocupado pensando que el chico estaba a punto de derrumbarse. Podía soportar el trabajo extra y a la larga le parecía más sencillo eso que intentar enseñarle a Pozzi las virtudes de la paciencia. Todo habría terminado dentro de treinta días, se dijo, y si no lograba llegar hasta entonces, ¿qué clase de hombre era?
Dejó de leer después de cenar y dedicó esas horas a Pozzi. Las noches eran un momento peligroso y no era conveniente dejar que el chico se quedara solo en la cocina dándole vueltas a la cabeza, concibiendo ideas asesinas y poniéndose frenético. Nashe trató de hacerlo con sutileza, pero a partir de ese momento se puso a disposición de Pozzi. Si el chico tenía ganas de jugar a las cartas, jugaba a las cartas con él; si le apetecía tomar unas copas, abría una botella y le acompañaba vaso tras vaso. Con tal que estuvieran hablando, no importaba cómo ocuparan el tiempo. De vez en cuando Nashe le contaba historias acerca del año que había pasado en la carretera o le hablaba de algunos de los grandes incendios que había apagado en Boston, deteniéndose en los detalles más espantosos para provecho de Pozzi, pensando que tal vez el muchacho se distraería de sus propios problemas al oír las penalidades que otros habían sufrido. Durante un corto tiempo al menos, la estrategia de Nashe pareció dar resultado. El chico estaba notablemente más tranquilo y la enconada conversación respecto a enfrentarse con Flower y Stone cesó repentinamente, pero no pasó mucho tiempo sin que aparecieran nuevas obsesiones para sustituir a las viejas. Nashe pudo manejar la mayoría de ellas sin mucha dificultad -las chicas, por ejemplo, y la creciente preocupación de Pozzi por echar un polvo-, pero de otras no resultaba tan fácil librarse. No era que el muchacho amenazase a nadie, pero de vez en cuando, en mitad de una conversación, salía con cosas tan demenciales y esquizoides que Nashe se asustaba sólo de oírlas.
– Todo iba exactamente como yo lo había planeado -le dijo una noche-. Te acuerdas, Jim, ¿no? Iba verdaderamente rodado, lo mejor que uno podía desear. Yo casi había triplicado nuestra apuesta y me estaba preparando para el tiro de gracia. Esos mierdas estaban acabados. Era cuestión de tiempo el que cayeran panza arriba. Yo lo sentía en los huesos. Esa es la sensación que siempre espero. Es como si un interruptor saltara dentro de mí y entonces todo mi cuerpo empieza a zumbar. Siempre que noto esa sensación, quiere decir que he llegado a la meta, que puedo deslizarme sin esfuerzo hasta el final. ¿Me sigues, Jim? Hasta esa noche nunca me había equivocado, ni una vez.
– Siempre hay una primera vez para todo -dijo Nashe, no muy seguro de adónde quería ir a parar el chico.
– Puede. Pero es difícil de creer que fuera eso lo que nos pasó. Una vez que tu suerte empieza a rodar no hay nada que pueda pararla. Es como si el mundo entero encajara de pronto en su sitio. Tú estás como fuera de tu cuerpo, y durante el resto de la noche te quedas allí viéndote a ti mismo hacer milagros. En realidad ya no tiene nada que ver contigo. Escapa a tu control, y con tal que no pienses mucho en ello, no puedes equivocarte.
– Parecía ir bien durante un rato, Jack, lo reconozco. Pero luego empezó a volverse en contra nuestra. Así son las cosas y no se puede hacer nada al respecto. Es como un bateador que ha hecho cuatro de cuatro y luego el juego entra en el final de la novena, y la vez siguiente lanza fuera con las bases llenas. Su equipo pierde, y tal vez se pueda decir que él es el responsable, pero eso no quiere decir que haya tenido una mala noche.
– No, no me estás escuchando. Te estoy diciendo que en esa situación es imposible que yo lance fuera. A esas alturas yo veo el balón tan grande como una sandía. Me meto en el cajón de bateo, espero mi lanzamiento y entonces le doy de lleno y hago el tanto que gana el partido.
– De acuerdo, haces una línea fenomenal. Pero el central va por el balón como una flecha y, justo cuando está a punto de escapársele, da un salto y lo atrapa en su guante. Es una cogida imposible, una de las grandes cogidas de todos los tiempos. Pero es un fuera, ¿no?, y no por ello se puede culpar al bateador de no haber hecho todo lo que podía. Eso es lo que intento decirte, Jack. Hiciste todo lo que pudiste y perdimos. Cosas peores han pasado en la historia del mundo. No hay por qué preocuparse más por eso.
– Sí, pero sigues sin entender lo que te estoy diciendo.
– Me parece bastante sencillo. Durante la mayor parte de la noche parecía que íbamos a ganar. Pero luego algo salió mal y no ganamos.
– Exacto. Algo salió mal. ¿Y qué crees que fue?
– No lo sé, muchacho. Dímelo tú.
– Fuiste tú. Tú rompiste el ritmo y a partir de ahí todo se estropeó.
– Que yo recuerde, eras tú el que estaba jugando a las cartas. Lo único que yo hacía era estar allí sentado mirando.
– Pero tú eras parte de ello. Hora tras hora, estuviste sentado justo detrás de mi, respirándome en el cuello. Al principio me distraía un poco tenerte tan cerca, pero luego me acostumbré, y al cabo de un rato supe que estabas allí por una razón. Me estabas insuflando vida, colega, y cada vez que notaba tu aliento, la buena suerte penetraba en mis huesos. Era todo absolutamente perfecto. Lo teníamos todo equilibrado, todas las ruedas giraban y era maravilloso, tío, verdaderamente maravilloso. Y entonces se te ocurrió levantarte y marcharte.
– Una llamada de la naturaleza. No esperarías que me meara en los pantalones, ¿verdad?
– Sí, claro, puedes ir al cuarto de baño. No tengo ningún problema por eso. Pero ¿cuánto se tarda? ¿Tres minutos? ¿Cinco minutos? Por supuesto, puedes ir a echar una meada. Pero coño, Jim, ¡estuviste fuera una hora!
– Estaba agotado. Necesitaba echarme un rato y dormir una siestecita.
– Ya, pero no dormiste una siestecita, ¿verdad? Subiste al piso de arriba y te pusiste a merodear por esa estúpida Ciudad del Mundo. ¿Por qué coño tenias que hacer una cosa tan absurda? Yo estoy abajo esperando a que vuelvas, y poco a poco empiezo a perder la concentración. No paro de preguntarme: ¿dónde está? ¿Qué le ha pasado? Las cosas van empeorando y ya no gano tantas manos como antes. Y luego, justo en el momento en que las cosas están realmente mal, se te ocurre robar una pieza de la maqueta. No puedo creer que cometieras una equivocación semejante. Una falta de clase, Jim, una treta de aficionado. Hacer una cosa así es como cometer un pecado, es como violar una ley fundamental. Lo teníamos todo en armonía. Habíamos llegado al punto en que todo se estaba convirtiendo en música para nosotros, y entonces se te ocurre subir arriba y destrozar todos los instrumentos. Desordenaste el universo, amigo mío, y cuando un hombre hace eso, tiene que pagar el precio. Lo que lamento es que yo tengo que pagarlo contigo.
– Estás empezando a hablar como Flower, Jack. El tipo gana la lotería y de repente se cree elegido por Dios.
– Yo no estoy hablando de Dios. Dios no tiene nada que ver en esto.
– No es más que otra palabra para la misma cosa. Tú quieres creer en algún propósito oculto. Estás intentando convencerte de que hay una razón para todo lo que sucede en el mundo. Me da igual cómo le llames, Dios, suerte, armonía, todo viene a ser la misma gilipollez. Es una forma de rehuir los hechos, de negarse a mirar cómo funcionan realmente las cosas.
– Tú te crees muy listo, Nashe, pero no tienes ni puta idea de nada.
– Exactamente, no la tengo. Y tú tampoco, Jack. No somos más que un par de ignorantes, tú y yo, un par de zopencos que se creyeron alguien. Ahora estamos tratando de ajustar las cuentas. Si no lo estropeamos, saldremos de aquí dentro de veintisiete días. No digo que sea muy divertido, pero puede que aprendamos algo antes de que se acabe.
– No deberías haberlo hecho, Jim. Es lo único que te digo. Desde que robaste a esos hombrecitos, las cosas se salieron de madre.
Nashe lanzó un suspiro de exasperación, se levantó de la silla y sacó las figuras de Flower y Stone de su bolsillo. Luego se acercó a Pozzi y las sostuvo delante de sus ojos.
– Mira bien y dime lo que ves -dijo.
– Diablos -dijo Pozzi-. ¿Para qué quieres hacer estos jueguecitos?
– Tú mira -dijo Nashe secamente-. Venga, Jack, dime que tengo en la mano.
Pozzi miró fijamente a Nashe con expresión dolida y luego obedeció de mala gana.
– Flower y Stone.
– ¿Flower y Stone? Yo pensé que Flower y Stone eran más grandes. Quiero decir, míralos, Jack, estos dos tipos no miden más de cuatro centímetros.
– De acuerdo, no son realmente Flower y Stone. Es lo que se llama una réplica.
– Es un pedazo de madera, ¿no? Un estúpido pedacito de madera. ¿No es cierto, Jack?
– Si tú lo dices.
– Y sin embargo tú crees que este trozo de madera es más fuerte que nosotros, ¿no? En realidad, crees que es tan fuerte que nos hizo perder nuestro dinero.
– Yo no he dicho eso. Sólo quiero decir que no deberías haberlo cogido. En otro momento quizá, pero no cuando estábamos jugando al póquer.
– Pero está aquí. Y cada vez que lo miras, te asustas un poco, ¿no es así? Es como si te estuvieran echando mal de ojo.
– Más o menos.
– ¿Qué quieres que haga con ellos? ¿Devolverlos? ¿Te haría eso sentir mejor?
– Es demasiado tarde. El daño ya está hecho.
– Todo tiene remedio, muchacho. Un buen católico como tú debería saberlo. Con la medicina adecuada, cualquier enfermedad se cura.
– Ahora si que me he perdido. No sé de qué coño estás hablando.
– Observa. Dentro de unos minutos todos tus problemas se habrán acabado.
Sin decir más, Nashe se fue a la cocina y cogió una fuente de horno, un sobre de cerillas y un periódico. Cuando volvió al cuarto de estar puso la fuente en el suelo, a pocos centímetros de los pies de Pozzi. Luego se agachó y colocó las figuritas de Flower y Stone en el centro de la fuente. Arrancó una hoja del periódico, la rasgó en varias tiras e hizo una bolita con cada tira. Luego, con mucha delicadeza, puso las bolas en la fuente alrededor de las estatuas de madera. Se detuvo un momento para mirar a Pozzi a los ojos, y como el chico no dijo nada, siguió adelante y encendió una cerilla. Una por una, acercó la llama a las bolas de papel, y cuando estaban todas ardiendo, el fuego ya había prendido en las figuras de madera, produciendo una viva llamarada de calor crepitante mientras los colores se quemaban y se derretían. La madera que había debajo era blanda y porosa y no pudo resistir el furioso ataque. Flower y Stone se ennegrecieron, encogiéndose a medida que el fuego devoraba sus cuerpos, y en menos de un minuto los dos hombrecitos habían desaparecido.
Nashe señaló las cenizas en el fondo de la fuente y dijo:
– ¿Lo ves? Es bien fácil. Una vez que conoces la fórmula mágica, ningún obstáculo es demasiado grande.
Finalmente el muchacho levantó la mirada del suelo y observó a Nashe.
– Estás loco -dijo-. Espero que te des cuenta de ello.
– Si lo estoy, entonces ya somos dos, amigo. Por lo menos ya no tendrás que sufrir solo. Eso es un consuelo, ¿no? Estoy contigo en cada paso del camino, Jack. En cada jodido paso, hasta el mismísimo final del camino.
A mediados de la cuarta semana el tiempo comenzó a cambiar. Los cielos cálidos y húmedos dieron paso al fresco de principios de otoño y ahora casi todas las mañanas se ponían jerséis para ir a trabajar. Los insectos, esos batallones de mosquitos que les habían incordiado durante tanto tiempo, habían desaparecido, y con las hojas empezando a cambiar de color, muriendo en una profusión de amarillos, naranjas y rojos, era difícil no sentirse un poco mejor. La lluvia podía resultar molesta a veces, eso era cierto, pero hasta la lluvia era preferible a los rigores del calor, y no permitieron que les impidiera continuar con su trabajo. Se les proporcionó ponchos de lona y gorras de béisbol, que les servían razonablemente bien para protegerse de los aguaceros. Lo esencial era seguir adelante, hacer sus diez horas diarias y concluir el asunto en la fecha prevista. Desde el principio habían optado por no tomarse tiempo libre, y no iban a dejar que un poco de lluvia les intimidase ahora. En este punto, curiosamente, Pozzi era el más decidido de los dos. Pero eso era porque tenía más ganas que Nashe de acabar, y hasta en los días más tormentosos y tristes salía a trabajar sin una protesta. En cierto sentido, cuanto más inclemente era el tiempo, más contento estaba, porque Murks tenía que estar allí con ellos, y nada complacía más a Pozzi que ver al ceñudo y patizambo capataz, adornado con su conjunto impermeable amarillo, de pie bajo un paraguas negro durante horas y horas mientras sus botas se hundían cada vez más en el barro. Le encantaba ver sufrir al viejo de aquella manera. Era una forma de consuelo, un pequeño desquite por todos los sufrimientos que él había soportado.
Sin embargo la lluvia causaba problemas. Un día de la última semana de septiembre cayó tan fuerte que destruyó casi un tercio de la zanja. Ya habían puesto aproximadamente setecientas piedras y calculaban que terminarían la primera hilera en diez o doce días más. Pero durante la noche hubo una enorme tormenta que azotó el prado con una lluvia feroz agitada por el viento, y cuando salieron a la mañana siguiente para comenzar el trabajo, descubrieron que la parte abierta de la zanja tenía varios centímetros de agua. No sólo seria imposible poner más piedras hasta que la tierra se secara, sino que toda la meticulosa labor de nivelar el fondo de la zanja había quedado arruinada. Los cimientos del muro estaban convertidos en una masa de remolinos de agua y barro. Pasaron los tres días siguientes transportando piedras mañana y tarde y llenando el tiempo como mejor podían. Luego, cuando el agua se evaporó al fin, abandonaron las piedras durante un par de días y se dedicaron a rehacer el fondo de la zanja. Fue entonces cuando la tensión entre Pozzi y Murks estalló finalmente. De repente Calvin se implicó de nuevo en el trabajo y, en lugar de quedarse a un lado observándoles a cierta distancia (como tenía por costumbre hacer), ahora se pasaba el día dando vueltas alrededor de ellos, fastidiándoles con constantes comentarios e instrucciones, para asegurarse de que las reparaciones se hacían correctamente. Pozzi lo soportó la primera mañana, pero cuando la intromisión continuó por la tarde, Nashe se dio cuenta de que estaba empezando a poner nervioso al chico. Al cabo de tres o cuatro horas más, el muchacho perdió la paciencia.
– De acuerdo, bocazas -dijo, tirando la pala y mirando a Murks con enojo-, si tú eres tan experto en todo esto, ¡por qué coño no lo haces tú mismo!
Murks tardó un momento en contestar, al parecer cogido de improviso.
– Porque ése no es mi trabajo -dijo al fin en voz muy baja-. Sois vosotros quienes tenéis que hacerlo. Yo estoy aquí sólo para ocuparme de que no lo jodáis.
– ¿Sí? -le respondió el chico-. ¿Y qué te hace tan alto y poderoso, cabeza de patata? ¿Por qué rayos tú te quedas ahí parado con las manos en los bolsillos mientras nosotros nos machacamos los riñones en este montón de mierda? ¿Eh? Venga, patán, suéltalo. Dame una buena razón.
– Es muy sencillo -dijo Murks, incapaz de contener la sonrisa que se estaba formando en sus labios-. Porque vosotros jugáis a las cartas y yo no.
Fue la sonrisa, pensó Nashe. Una expresión de profundo y auténtico desprecio cruzó por la cara de Murks y un momento después Pozzi se abalanzó sobre él con los puños cerrados. Por lo menos un puñetazo dio en el blanco, porque cuando Nashe logró apartar al chico, de una comisura de la boca de Calvin manaba sangre. Pozzi, aún hirviendo de ira, se debatió violentamente entre los brazos de Nashe durante casi un minuto, pero éste le retuvo con todas sus fuerzas y finalmente el muchacho se calmó. Mientras tanto Murks había retrocedido unos pasos y se estaba enjugando el corte con un pañuelo.
– No importa -dijo al fin-. El chulito éste no soporta la tensión, eso es todo. Hay tíos que tienen lo que hay que tener y otros no. Lo único que digo es esto: que no vuelva a suceder. La próxima vez no me lo tomaré tan bien.
– Miró su reloj y dijo-: Creo que hoy pararemos antes. Ya son casi las cinco y no tiene sentido reanudar el trabajo con los ánimos tan caldeados.
Luego, despidiéndose con el habitual gesto de la mano, echó a andar por el prado y desapareció en el bosque.
Nashe no pudo por menos de admirar a Murks por su serenidad. Pocos tipos se habrían aguantado sin devolver el golpe después de un ataque semejante, pero Calvin ni siquiera había levantado las manos para defenderse. Quizá había cierta arrogancia en ello -como si le estuviera diciendo a Pozzi que no podía hacerle daño por mucho que lo intentara-, pero el hecho era que el incidente había sido desactivado con asombrosa rapidez. Considerando lo que podía haber ocurrido, era un milagro que los daños no fueran mayores. Hasta Pozzi parecía consciente de ello, y aunque evitó cuidadosamente hablar del tema aquella noche, Nashe se dio cuenta de que estaba azorado y se alegraba de que le hubiese detenido antes de que fuese demasiado tarde.
No había razón para pensar que habría repercusiones. Pero cuando Murks se presentó a las siete de la mañana siguiente llevaba un arma. Era un revólver del treinta y ocho como el que usaba la policía, y estaba metido en una funda de cuero que colgaba de una cartuchera. Nashe se fijó en que faltaban de ella seis balas, prueba casi segura de que el revólver estaba cargado. Ya era bastante malo que las cosas hubieran llegado a ese punto, pensó, pero lo que lo hacía aún peor era que Calvin actuaba como si no hubiera pasado nada. No mencionó el arma, y ese silencio le resultó a Nashe más preocupante que la propia arma. Significaba que Murks consideraba que tenía derecho a llevarla… y que había tenido ese derecho desde el principio. La libertad, por tanto, nunca había existido. Los contratos, los apretones de mano, la buena voluntad, no habían significado nada. Nashe y Pozzi habían trabajado todo el tiempo bajo la amenaza de la violencia, y Murks les había dejado en paz sólo porque habían decidido colaborar con él. Al parecer, insultar y refunfuñar estaba permitido, pero en cuanto su descontento fuera más allá de las palabras, Murks estaba más que dispuesto a tomar medidas drásticas e intimidatorias contra ellos. Y dada la manera en que se había planteado la situación, no había duda de que actuaba siguiendo las órdenes de Flower y Stone.
No obstante, no parecía probable que Murks planease utilizar el revólver. Su función era simbólica, y simplemente llevarlo delante de ellos era suficiente para dejar las cosas claras. Mientras no le provocaran, Calvin no haría mucho más que pasearse con el revólver en la cadera, haciendo una estúpida imitación de un jefe de policía de pueblo. En el fondo, pensó Nashe, el único verdadero peligro era Pozzi. El comportamiento del chico se había vuelto tan excéntrico que era difícil saber si haría una tontería o no. Al final resultó que no llegó a hacer ninguna, y Nashe se vio obligado a admitir que le había subestimado. Pozzi había esperado desde el comienzo que hubiera problemas, y cuando vio el arma aquella mañana, más que sorprenderle le confirmó sus sospechas más profundas. Fue Nashe el que se sorprendió, era Nashe el que se había engañado con una falsa interpretación de los hechos, pero Pozzi siempre había sabido a qué tenían que enfrentarse. Lo había sabido desde el primer día en el prado, y lo que se deducía de ese conocimiento le había dejado medio muerto de miedo. Ahora que todo había salido al descubierto, casi parecía aliviado. Después de todo, el revólver no cambiaba la situación para él. Simplemente demostraba que estaba en lo cierto.
– Bueno, viejo -le dijo a Murks mientras los tres caminaban por la hierba-, parece que por fin has puesto tus cartas sobre la mesa.
– ¿Cartas? -dijo Murks, confuso por la referencia-. Te dije ayer que yo no juego a las cartas.
– Es una manera de hablar -contestó Pozzi, sonriendo amablemente-. Estoy hablando de ese extraño juguete que llevas ahí. Ese badajo que te cuelga de la cintura.
– Ah, esto -dijo Murks, dando unas palmaditas al revólver dentro de su funda-. Sí, bueno, pensé que no debía correr más riesgos. Tú eres un loco hijo de puta, enano. Cualquiera sabe lo que podrías hacer.
– Y eso disminuye las posibilidades, ¿no? -dijo Pozzi-. Quiero decir que una cosa como ésa coarta mucho a un hombre a la hora de expresarse. Restringe sus derechos de la Primera Enmienda, no sé si sabes a lo que me refiero.
– No seas tan listo, chaval -dijo Murks-. Conozco la Primera Enmienda.
– Por supuesto. Por eso me gustas tanto, Calvin. Eres un tío espabilado, lo que se dice un águila. No hay quien te engañe.
– Como dije ayer, siempre estoy dispuesto a darle a un hombre una oportunidad. Pero sólo una. Después, hay que tomar medidas adecuadas.
– Como poner tus cartas sobre la mesa, ¿eh?
– Si lo quieres decir así.
– Es bueno que las cosas queden bien sentadas. La verdad es que me alegro de que te hayas puesto hoy tu cinturón de vestir. Eso le da aquí a mi amigo Jim una imagen más clara de la situación.
– Esa es la idea -contestó Murks, palmeando de nuevo su revólver-. Ayuda a ajustar el enfoque, ¿a que sí?
Terminaron de reparar la zanja al final de la mañana, y luego el trabajo volvió a la normalidad. Aparte del revólver (que Murks siguió llevando todos los días), las circunstancias externas de su vida no parecieron cambiar mucho. En todo caso, a Nashe le pareció que empezaban a mejorar. La lluvia había cesado y, en lugar de los días fríos y húmedos que les habían tenido hundidos en el lodo durante más de una semana, entraron en un periodo de soberbio tiempo otoñal: cielos límpidos y relucientes, tierra firme bajo los pies, el crujido de las hojas que pasaban llevadas por el viento. Además, Pozzi también parecía haber mejorado, y ya no suponía tanto esfuerzo para Nashe estar con él. El revólver había supuesto un cambio decisivo y desde entonces el chico había recobrado parte de su fanfarronería y buen humor. Había dejado de decir disparates; controlaba su ira; el mundo había comenzado a divertirle de nuevo. Eso era un verdadero progreso, pero también estaba el progreso del calendario, y quizá eso fuera lo más importante de todo. Ya habían entrado en octubre, y súbitamente el final aparecía a la vista. Saber eso era suficiente para despertar en ellos una esperanza, una chispa de optimismo que antes no existía. Faltaban dieciséis días, y ni siquiera el revólver podía privarles de eso. Mientras siguieran trabajando, el trabajo les haría libres.
Pusieron la milésima piedra el doce de octubre, concluyendo así la primera hilera cuando aún faltaba más de una semana para que se cumpliera el plazo. A pesar de todo, Nashe no pudo evitar una sensación de logro. Habían alcanzado una marca, habían hecho algo que permanecería después de que se hubieran ido, y, estuvieran donde estuviesen, una parte de aquel muro siempre les pertenecería. Hasta Pozzi parecía satisfecho, y cuando la última piedra estuvo al fin colocada en su sitio retrocedió unos pasos y le dijo a Nashe:
– Bueno, amigo mío, contempla lo que acabamos de hacer.
Con un gesto nada característico en él, el muchacho se subió sobre las piedras de un salto y empezó a caminar a lo largo de la hilera con los brazos extendidos, como un equilibrista en la cuerda floja. Nashe se alegró de que reaccionara de aquella manera, y mientras miraba la pequeña figura que se alejaba de puntillas, siguiendo la pantomima del equilibrista (como si estuviera en peligro, como si pudiera caerse desde una gran altura), algo le ahogó de repente y notó que estaba al borde de las lágrimas. Un momento después, Murks se le acercó por la espalda y le dijo:
– Parece que el chulito se siente muy orgulloso, ¿eh?
– Tiene derecho a ello -contestó Nashe-. Ha trabajado mucho.
– Bueno, no ha sido fácil, lo reconozco. Pero parece que ahora vamos avanzando. Parece que al fin esto va subiendo.
– Poco a poco, piedra a piedra.
– Así es como hay que hacerlo. Piedra a piedra.
– Supongo que tendrás que empezar a buscar nuevos obreros. Según nuestros cálculos, nosotros nos marchamos de aquí el dieciséis.
– Ya lo sé. Sin embargo, es una pena que os vayáis justo cuando le habéis cogido el tranquillo y todo eso, quiero decir.
– Así es la vida, Calvin.
– Sí, supongo que sí. Pero si no os sale nada mejor, puede que volváis. Ya sé que ahora te parecerá una locura, pero piénsalo de todas formas.
– ¿Pensarlo? -dijo Nashe, no sabiendo si reír o llorar.
– No es un trabajo tan malo -siguió Murks-. Por lo menos está todo ahí, delante de ti. Pones una piedra y pasa algo. Pones otra piedra y pasa algo más. No tiene ningún misterio. Ves cómo va subiendo el muro y al cabo de algún tiempo empieza a producirte una sensación gratificante. No es como segar la hierba o hacer leña. Eso también es trabajo, pero nunca luce mucho. Cuando trabajas en un muro siempre tienes algo que enseñar.
– Supongo que tiene sus ventajas -dijo Nashe, un poco desconcertado por la incursión de Murks en la filosofía-, pero se me ocurren otras cosas que preferiría hacer.
– Como quieras. Pero recuerda que nos quedan nueve hileras. Podrías sacarte un buen dinero si continuaras.
– Lo tendré en cuenta. Pero yo en tu lugar, Calvin, me esperaría sentado.