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Sin embargo, existía un problema. Había estado allí todo el tiempo, una pequeña preocupación en el fondo de sus cabezas, pero ahora que sólo faltaba una semana para el dieciséis, de pronto se hizo enorme, adquiriendo unas proporciones tales que todo lo demás parecía una nimiedad. La deuda quedaría saldada el día dieciséis, pero en ese momento sólo volverían a estar a cero. Serían libres, quizá, pero no tendrían un centavo. ¿Y hasta dónde les llevaría esa libertad si no tenían dinero? Ni siquiera podrían pagarse un billete de autobús. En cuanto salieran de allí se convertirían en mendigos, un par de vagabundos sin blanca tratando de avanzar en la oscuridad.

Durante unos minutos pensaron que la tarjeta de crédito de Nashe podría salvarles, pero cuando la sacó de su cartera y se la enseñó a Pozzi, éste descubrió que había caducado a finales de septiembre. Hablaron de escribir a alguien para pedir un préstamo, pero las únicas personas que se les ocurrían eran la madre de Pozzi y la hermana de Nashe, y a ninguno de los dos les apetecía pedirles nada. No compensaba la vergüenza, dijeron, y además, probablemente ya era demasiado tarde. Entre que enviaban las cartas y recibían las respuestas, habría pasado el dieciséis.

Entonces Nashe le contó a Pozzi la conversación que había tenido con Murks aquella tarde. Era una perspectiva terrible (en un momento dado hasta le pareció que el muchacho se iba a echar a llorar), pero poco a poco acabaron aceptando la idea de que tendrían que quedarse con el muro un poco más de tiempo. Sencillamente no tenían alternativa. A menos que reunieran algo de dinero, sólo encontrarían nuevos problemas cuando se marcharan, y ninguno se sentía capaz de enfrentarse a ellos. Estaban demasiado cansados, demasiado trastornados para correr ese riesgo ahora. Con uno o dos días extra bastaría, se dijeron, unos doscientos dólares por cabeza para ponerse en camino. A la larga, tal vez no fuese tan terrible. Por lo menos estarían trabajando para sí mismos y eso ya era algo. Eso se decían, pero ¿qué otra cosa podían decirse en aquel momento? Se habían bebido casi una quinta parte de una botella de bourbon, y profundizar en la verdad sólo hubiese servido pata empeorar las cosas.

Hablaron con Calvin del asunto a la mañana siguiente, sólo para asegurarse de que la oferta iba en serio. No veía por qué no, les dijo. De hecho, ya había hablado con Flower y Stone la noche anterior y ellos no habían puesto ninguna objeción. Si Nashe y Pozzi querían seguir trabajando una vez saldada la deuda, eran libres de hacerlo. Ganarían los mismos diez dólares la hora y la oferta se mantendría hasta que el muro estuviera terminado.

– Hablamos solamente de dos o tres días -dijo Nashe.

– Claro, claro -dijo Murks-. Queréis juntar un poco de dinero antes de iros. Me figuré que antes o después acabaríais compartiendo mi punto de vista.

– No tiene nada que ver con eso -dijo Nashe-. Nos quedamos porque no tenemos otro remedio, no porque nos apetezca.

– De una forma u otra -dijo Murks-, viene a ser lo mismo, ¿no? Necesitáis dinero y este trabajo es la manera de conseguirlo.

Antes de que Nashe pudiera responder, Pozzi intervino y dijo:

– No nos quedaremos a menos que lo tengamos por escrito. Los términos exactos, todo especificado.

– Lo que se llama un aditamento al contrato -dijo Murks-. ¿Es eso lo que quieres decir?

– Sí, eso es -contestó Pozzi-. Un aditamento. Si no lo tenemos, nos vamos de aquí el dieciséis.

– Me parece justo -dijo Murks, cada vez más satisfecho de sí mismo-. Pero no tenéis por qué preocuparos. Ya nos hemos ocupado de eso.

Entonces el capataz abrió los cierres de su chaqueta azul, metió la mano derecha en el bolsillo interior y sacó dos hojas de papel dobladas.

– Leed esto y decidme qué os parece -dijo.

Era el original y un duplicado de la nueva cláusula: un breve párrafo sencillamente redactado estableciendo las condiciones para “el trabajo subsiguiente a la liquidación de la deuda”. Las dos copias estaban ya firmadas por Flower y Stone y, por lo que Nashe y Pozzi podían ver, todo estaba en orden. Eso era lo verdaderamente extraño. Ni siquiera habían tomado una decisión hasta la noche anterior y sin embargo ahí estaban los resultados de esa decisión esperándoles, resumidos en el preciso lenguaje contractual. ¿Cómo era posible? Era como si Flower y Stone hubiesen podido leer sus pensamientos, como si hubiesen sabido lo que iban a hacer antes que ellos mismos. Durante un breve momento de paranoia, Nashe se preguntó si habría micrófonos en el remolque. La idea era espantosa, pero era la única que podía explicar aquello. ¿Y si hubiera aparatos de escucha en las paredes? Entonces Flower y Stone podrían fácilmente haber grabado sus conversaciones, podrían haber seguido cada palabra que el muchacho y él se habían dicho durante las últimas seis semanas. Puede que ésa sea su distracción nocturna, pensó Nashe. Encienda la radio y escuche la Comedia de Jim y Jack. Diversión para toda la familia, risas garantizadas.

– Estás muy seguro de ti mismo, ¿eh, Calvin? -dijo.

– Sentido común, nada más -respondió Calvin-. Quiero decir, era cuestión de tiempo el que me lo preguntarais. No podía ser de otra manera. Así que pensé que más valía prepararse y hacer que los jefes redactaran los papeles. No tardaron más de un minuto.

Así que pusieron sus firmas en ambas copias del aditamento y el asunto quedó resuelto. Pasó otro día. Cuando se sentaron a cenar, Pozzi dijo que deberían planear una celebración para la noche del dieciséis. Aunque no se marcharan entonces, parecía lo apropiado no dejar pasar ese día sin hacer algo especial. Tenían que echar una cana al aire, dijo, montar una juerga para dar la bienvenida a la nueva era. Nashe supuso que se refería a un pastel o a una botella de champán, pero los planes de Pozzi eran más ambiciosos.

– No -dijo-, hay que hacerlo verdaderamente a lo grande. Langosta, caviar, de todo. Y además traeremos chicas. No se puede hacer una fiesta sin chicas.

Nashe no pudo por menos que sonreír ante el entusiasmo del muchacho.

– ¿Y quiénes serán esas chicas, Jack? -le dijo-. La única chica que yo he visto por aquí es Louise, y, no sé por qué, me parece que no es tu tipo. Y aunque la invitáramos, dudo que quisiera venir.

– No, no, estoy hablando de titis de verdad. Fulanas. Ya me entiendes, nenas jugosas. Chicas para follar.

– ¿Y dónde encontraremos a esas neñas jugosas? ¿Ahí en el bosque?

– Las traeremos de fuera. Atlantie City no está lejos de aquí, ya sabes. Esa ciudad está abarrotada de carne femenina. Hay conejitas a la venta en cada esquina.

– Estupendo. ¿Y qué te hace suponer que Flower y Stone estarán de acuerdo?

– Dijeron que podíamos tener todo lo que quisiéramos, ¿no?

– Una cosa es la comida, Jack. Un libro, una revista, incluso una o dos botellas de bourbon. Pero ¿no crees que eso es ir demasiado lejos?

– Todo quiere decir todo. No perdemos nada por pedirlo.

– Claro, puedes pedir lo que quieras. Pero no te sorprendas cuando Calvin se ría de ti.

– Se lo diré mañana por la mañana en cuanto aparezca.

– De acuerdo. Pero pide sólo una chica. Este abuelete no sabe si está en condiciones para esa clase de celebración.

– Pues este niño si, te lo aseguro. Hace tanto tiempo que no mojo que tengo el pito a punto de reventar.

Contrariamente a lo que Nashe había predicho, Murks no se rió de Pozzi a la mañana siguiente. Pero la expresión de confusión y azoramiento que pasó por su cara fue casi tan buena como una carcajada, quizá mejor. El día anterior estaba preparado para sus preguntas, pero esta vez se quedó atónito, ni siquiera entendía de qué le hablaba el muchacho. Después del segundo o tercer intento, finalmente lo comprendió, pero eso sólo pareció aumentar su desconcierto.

– ¿Quieres decir una puta? -dijo-. ¿Es eso lo que tratas de decirme? ¿Quieres que te proporcionemos una puta?

Murks no tenía autoridad para responder a una petición tan heterodoxa, pero prometió transmitírsela a sus jefes aquella noche. Sorprendentemente, cuando volvió con la contestación a la mañana siguiente le dijo a Pozzi que se ocuparían de ello, que tendría una chica el dieciséis.

– Ese era el trato -dijo-. Podéis tener lo que queráis. La verdad es que no parecían muy complacidos, pero un trato es un trato, dijeron, así que la tendrás. En mi opinión, se han portado de maravilla. Son buena gente, esos dos, y cuando dan su palabra están dispuestos a hacer cualquier cosa por cumplirla.

A Nashe le pareció muy extraño. Flower y Stone no eran de esa clase de gente que tira su dinero en fiestas para otros, y el hecho de que hubieran aceptado la petición de Pozzi le puso inmediatamente en guardia. Por su propio bien, pensó, hubiese sido mejor seguir con el trabajo y luego salir de allí lo más rápida y silenciosamente posible. La segunda hilera estaba resultando menos difícil que la primera y el trabajo avanzaba con regularidad, quizá más que antes. El muro era más alto ahora y ya no tenían que someter sus espaldas a las múltiples contorsiones de doblarse y agacharse para colocar las piedras en su sitio. Con un solo y económico gesto era suficiente, y una vez que dominaron los aspectos más precisos de este nuevo ritmo, lograron aumentar su rendimiento hasta cuarenta piedras al día. Cuánto más sencillo hubiera sido continuar así hasta el final. Pero el muchacho estaba empeñado en tener una fiesta, y ahora que la chica iba a venir, Nashe comprendió que no podía hacer nada para impedirlo. Si decía algo en contra parecería que trataba de estropearle a Pozzi su diversión, y eso era lo último que deseaba. El chico se merecía su pequeña juerga, y aunque trajese más problemas de los que valía, Nashe sentía que tenía la obligación moral de apoyarle.

Durante las noches siguientes asumió el papel de proveedor y se sentó en el cuarto de estar con un lápiz y un papel para tomar notas mientras ayudaba a Pozzi a concretar los detalles de la celebración. Había que tomar innumerables decisiones y Nashe estaba resuelto a que el muchacho quedara satisfecho en todos los aspectos. ¿Debían empezar la cena con cóctel de gambas o con sopa de cebolla francesa? ¿El segundo plato debía ser solomillo o langosta o las dos cosas? ¿Cuántas botellas de champán debían pedir? ¿La chica debía cenar con ellos o era mejor que cenaran solos y que ella se les uniera a los postres? ¿Era necesario decorar el remolque? Y en ese caso, ¿de qué color querían los globos? Le entregaron la lista completa a Murks el día quince por la mañana, y esa misma noche el capataz hizo un viaje especial al prado para llevarles los paquetes. Por una vez fue en el todoterreno, y Nashe se preguntó si eso era una buena señal, una muestra de su inminente libertad. Pero también podía no significar nada. Había muchos paquetes, después de todo, y era posible que hubiese ido en coche simplemente porque la carga era demasiado grande para llevarla en los brazos. Pues si estaban a punto de convertirse en hombres libres, ¿por qué se molestaba Murks en seguir llevando el arma?

Pusieron cuarenta y siete piedras el último día, superando su marca anterior en cinco. Les supuso un enorme esfuerzo el lograrlo, pero ambos querían acabar con un gesto triunfal y trabajaron como si se propusieran demostrar algo, sin reducir el ritmo ni una vez, manejando las piedras con un aplomo que rayaba en el desdén, como si lo único que importara ahora fuese probar que no habían sido derrotados, que habían triunfado sobre aquel asqueroso asunto. Murks paró el trabajo a las seis en punto, y ellos dejaron las herramientas con el frío aire otoñal quemándose aún en sus pulmones. La oscuridad llegaba ahora más temprano, y cuando Nashe levantó la cabeza para mirar al cielo vio que ya tenían la noche encima.

Durante unos momentos se quedó tan aturdido que no sabia qué pensar. Pozzi se acercó a él y le dio una palmada en la espalda, charlando animadamente, pero la mente de Nashe permaneció curiosamente vacía, como si fuera incapaz de absorber la magnitud de lo que había hecho. Estoy de nuevo a cero, se dijo al fin. Y de repente supo que todo un período de su vida acababa de concluir. No era sólo el muro y el prado, era todo lo que le había llevado allí, la demencial historia de los últimos dos años: Thérèse y el dinero y el coche, todo. Estaba de nuevo a cero, y esas cosas habían desaparecido. Porque incluso el cero más pequeño era un gran agujero de nada, un círculo lo bastante grande como para contener el mundo.


Iban a traer a la chica desde Atlantic City en una limusina conducida por un chófer. Murks les había dicho que llegaría a eso de las ocho, pero eran casi las nueve cuando al fin entró por la puerta del remolque. Nashe y Pozzi ya se habían pulido una botella de champán, y Nashe estaba inclinado sobre una olla en la cocina observando cómo el agua se acercaba al punto de ebullición por tercera o cuarta vez. Las tres langostas que había en la bañera estaban medio muertas, pero Pozzi había decidido incluir a la chica en la cena (“causa mejor impresión de esa manera”), así que no podían hacer nada más que esperar hasta que ella apareciera. Ninguno de los dos estaba acostumbrado a beber champán y las burbujas se les habían subido rápidamente a la cabeza, por lo que los dos estaban ya un poco alegres cuando al fin comenzó la celebración.

La chica se hacía llamar Tiffany y no debía de tener más de dieciocho o diecinueve años. Era una de esas rubias pálidas y flacas con los hombros caídos y el pecho hundido, y se tambaleaba sobre unos tacones de siete centímetros como si tratara de andar sobre la cuchilla de unos patines. Nashe se fijó en el pequeño hematoma amarillento que tenía en el muslo izquierdo, en el maquillaje excesivo y en la triste minifalda que dejaba al descubierto sus delgadas piernas sin forma. Su cara era casi bonita, pensó, pero a pesar de su expresión infantil dejaba traslucir un gesto de fatiga, una hosquedad que se percibía a través de las sonrisas y la aparente alegría de su actitud. Daba igual que fuera tan joven; sus ojos eran demasiado duros, demasiado cínicos, y tenían la expresión de alguien que ha visto ya demasiadas cosas.

El muchacho abrió otra botella de champán y los tres se sentaron para tomar una copa antes de la cena, Pozzi y la chica en el sofá, Nashe en una silla un poco separada de ellos.

– ¿Cómo va la historia, tíos? -dijo ella-. ¿Esto va a ser un trío o vais de uno en uno?

– Yo soy sólo el cocinero -dijo Nashe, un poco desconcertado por la franqueza de la chica-. En cuanto acabemos de cenar yo desaparezco.

– El viejo Jeeves es un mago en la cocina -dijo Pozzi-, pero le dan miedo las señoras. Cosas que pasan. Le ponen nervioso.

– Ya -dijo la chica, examinando a Nashe con una mirada fria y valorativa-. ¿Qué pasa, grandullón, no tienes ganas esta noche?

– No es eso -dijo Nashe-. Lo que pasa es que tengo mucho que leer. Estoy tratando de aprender una receta nueva y algunos de los ingredientes son muy complicados.

– Bueno, siempre puedes cambiar de opinión -dijo la chica-. El gordo me soltó una pasta por esto y yo vine aquí pensando que iba a follarme a los dos. No tengo inconveniente. Por esa cantidad de dinero me follaría a un perro si hiciera falta.

– Comprendo -dijo Nashe-. Pero estoy seguro de que estarás muy ocupada con Jack. Una vez que empieza puede ser un verdadero salvaje.

– Así es, nena -dijo Pozzi, apretándole un muslo a la chica y atrayéndola para darle un beso-. Mi apetito es insaciable.

La cena prometía ser triste y lúgubre, pero el buen humor de Pozzi la convirtió en otra cosa: algo animado y memorable, una locura de caparazones de langosta y risas alcohólicas. El muchacho era un torbellino aquella noche, y ni Nashe ni la chica pudieron resistirse a su felicidad, a la energía maníaca que manaba de él e inundaba la habitación. Parecía saber exactamente qué debía decirle a la chica en cada momento, cómo hacerla reír, y Nashe se asombró al ver cómo ella iba cediendo poco a poco al asalto de sus encantos, cómo se le suavizaba la cara y los ojos se le ponían cada vez más brillantes. Nashe nunca había tenido talento con las chicas y observaba la actuación de Pozzi con una creciente sensación de asombro y envidia. Comprendió que era cuestión de tratar a todo el mundo igual, de dedicarle tanta atención y cuidado a una prostituta triste y poco atractiva como le dedicarías a la muchacha de tus sueños. Nashe siempre había sido demasiado exigente para hacer eso, demasiado reservado y serio, y admiró al muchacho por conseguir que la chica se riera tan alegremente, por amar tanto la vida en ese momento, que podía sacar a la luz lo que aún estaba vivo en ella.

La mejor improvisación se produjo a mitad de la cena, cuando Pozzi empezó de pronto a hablar de su trabajo. Él y Nashe eran arquitectos, explicó, y habían venido a Pennsylvania hacia un par de semanas para supervisar la construcción de un castillo que habían diseñado. Eran especialistas en el arte de la “reverberación histórica”, y como había muy poca gente que pudiera permitirse el lujo de contratarlos, invariablemente acababan trabajando para millonarios excéntricos.

– No sé qué te habrá dicho de nosotros el gordo dueño de la casa -le dijo a la chica-, pero puedes olvidarlo todo ahora mismo. Es muy bromista y preferiría hacerse pis en los pantalones en público que darte una contestación seria a nada que le preguntes.

Todos los días acudía al prado una cuadrilla de treinta y seis albañiles y carpinteros, continuó, pero Jim y él vivían en el lugar de la construcción porque siempre lo hacían así. El ambiente lo era todo, y la obra siempre salía mejor si ellos vivían la vida que tenían que recrear. Este trabajo era una “reverberación medieval”, así que por el momento tenían que vivir como monjes. Su siguiente trabajo les llevaría a Texas, donde un magnate del petróleo les había encargado que le construyeran una réplica del Palacio de Buckingham en su jardín trasero. Eso podía parecer fácil, pero cuando te dabas cuenta de que había que numerar cada piedra previamente, empezabas a comprender lo complicado que era. Si las piedras no se ponían en el orden correcto, todo el edificio se te venía abajo. Imagínate construir el puente de Brooklyn en San José, California. Pues eso era lo que habían hecho para alguien el año anterior. Figúrate lo que era diseñar una Torre Eiffel de tamaño natural para levantarla junto a una casa estilo rancho en una urbanización residencial de Nueva Jersey. Eso también estaba en su currículum. La verdad era que en ocasiones les entraban ganas de retirarse e irse a vivir a West Palm Beach, pero en realidad el trabajo era demasiado interesante para dejarlo, y con tantos millonarios norteamericanos que querían vivir en castillos europeos, no tenían valor para rechazarlos a todos.

Todas estas tonterías iban acompañadas del ruido de partir el caparazón de las langostas y de servir el champán. Cuando Nashe se puso de pie para recoger la mesa tropezó con una pata de su silla y tiró dos o tres platos al suelo. Se rompieron con gran estrépito, y como uno de ellos era un cuenco que contenía los restos de la mantequilla derretida, el desastre en el linóleo fue total. Tiffany hizo un movimiento para ayudar a Nashe a limpiar el suelo, pero andar nunca había sido su fuerte, y ahora que las burbujas del champán habían penetrado en su corriente sanguínea no logró dar más de dos o tres pasos antes de caer sobre el regazo de Pozzi, presa de un ataque de risa. O tal vez fuera que Pozzi la agarró antes de que pudiera apartarse de él (a aquellas alturas, Nashe ya no podía captar tales matices); el caso es que, cuando Nashe se irguió con los pedazos de vajilla rota en las manos, los dos jóvenes estaban juntos en la silla dándose un beso apasionado. Pozzi empezó a frotar un seno de la chica y un momento después Tiffany puso la mano en el paquete del muchacho, pero antes de que las cosas fueran a más, Nashe (no sabiendo qué hacer) carraspeó y anunció que era hora de tomar el postre.

Habían encargado una de esas tartas de chocolate en capas que se encuentran en el departamento de congelado de A &P, pero Nashe la trajo con toda la pompa y la ceremonia de un lord chamberlán a punto de colocar una corona en la cabeza de una reina. En consonancia con la solemnidad de la ocasión, se encontró inesperadamente cantando un himno de su infancia. Era Jerusalem, con letra de William Blake, y aunque hacía más de veinte años que no lo cantaba, todos los versos volvieron a su memoria y salieron de su boca como si hubiera pasado los dos últimos meses ensayando para aquel momento. Oyendo las palabras que cantaba, el oro ardiendo y la lucha mental y los oscuros molinos satánicos, comprendió lo hermosas y dolorosas que eran y las cantó como para expresar su propio anhelo, toda la tristeza y la alegría que habían brotado en él desde el primer día en el prado. Era una melodía difícil, pero salvo unas cuantas notas falsas en la primera estrofa, la voz no le traicionó. Cantó como siempre había soñado, y por la forma en que Pozzi y la chica le miraban, por la expresión de asombro en sus caras cuando comprendieron que los sonidos salían de su boca, supo que no se estaba engañando. Escucharon en silencio hasta el final y luego, cuando Nashe se sentó y les dirigió azorado una sonrisa forzada, se pusieron los dos a aplaudir y no cesaron hasta que finalmente aceptó levantarse y hacer una reverencia.

Se bebieron la última botella de champán con la tarta mientras contaban historias de su infancia, y luego Nashe se dio cuenta de que había llegado el momento de retirarse. No deseaba seguir estorbando al muchacho y, una vez acabada la comida, ya no tenía excusa para permanecer allí. Esta vez la chica no le pidió que reconsiderara su decisión, pero le dio un fuerte abrazo y le dijo que esperaba que volvieran a encontrarse. Nashe pensó que era un simpático gesto por su parte y le contestó que él también lo esperaba. Luego le guiñó un ojo al muchacho y se fue a la cama tambaleándose.

Pero no resultaba fácil estar allí tumbado en la oscuridad escuchando sus risas y sus ruidos en la otra habitación. Trató de no imaginarse lo que ocurría allí, pero la única manera de conseguirlo era pensar en Fiona, y eso sólo parecía empeorar las cosas. Afortunadamente, estaba demasiado borracho como para mantener los ojos abiertos mucho rato. Antes de que pudiera compadecerse de verdad de sí mismo, ya estaba muerto para el mundo.


Pensaban tomarse libre el día siguiente. Parecía lo más apropiado después de trabajar siete semanas completas y, contando con la resaca que inevitablemente seguiría a su noche de jarana, habían acordado este respiro con Murks varios días antes. Nashe se despertó poco después de las diez con la sensación de que las sienes se partían en dos, y se fue hacia la ducha. Por el camino, echó una ojeada al cuarto de Pozzi y vio que el muchacho seguía durmiendo, solo en su cama con los brazos abiertos a ambos lados. Nashe permaneció bajo el agua sus buenos seis o siete minutos y luego entró en el cuarto de estar con una toalla alrededor de la cintura. Sobre un cojín del sofá había un sujetador de encaje negro arrugado, pero la chica había desaparecido. La habitación tenía el mismo aspecto que si un ejército merodeador hubiese acampado allí, y el suelo era un caos de botellas vacías, ceniceros volcados, guirnaldas de papel caídas y globos desinflados. Sorteando los escombros, Nashe entró en la cocina y se hizo café.

Bebió tres tazas sentado a la mesa y fumando cigarrillos de un paquete que se había dejado la chica. Cuando se sintió suficientemente despierto para empezar a moverse, se levantó y se puso a limpiar el remolque, procurando hacer el menor ruido posible para no despertar al muchacho. Se ocupó primero del cuarto de estar, atacando sistemáticamente cada tipo de basura (ceniza, globos, platos rotos), y luego entró en la cocina, donde vació platos, recogió caparazones de langosta y fregó vajilla y cubiertos. Tardó dos horas en poner en orden la casita, y durante todo ese tiempo Pozzi siguió durmiendo, sin salir ni una vez de su cuarto. Terminada la limpieza, Nashe se preparó un sandwich de jamón y queso y otra cafetera, y luego volvió a su cuarto de puntillas para coger uno de los libros que aún no había leído: Nuestro común amigo, de Charles Dickens. Se comió el sandwich, bebió otra taza de café y sacó una de las sillas de la cocina fuera y la colocó de modo que pudiera apoyar las piernas en los escalones del remolque. Hacía un día sorprendentemente cálido y soleado para mediados de octubre, y mientras estaba sentado allí, con el libro en el regazo, encendiendo uno de los cigarros puros que habían pedido para la fiesta, Nashe se sintió de pronto tan tranquilo, tan en paz consigo mismo, que. decidió no abrir el libro hasta haber terminado de fumarse el puro.

Llevaba en ello unos veinte minutos cuando oyó ruido de hojas en el bosque. Se levantó de la silla, se volvió en dirección al sonido y vio que Murks venía hacia él, saliendo de la espesura con la cartuchera puesta sobre su chaqueta azul. Nashe estaba ya tan acostumbrado al revólver que ni siquiera se fijó en él, pero sí le sorprendió ver a Murks, y puesto que no se trataba de supervisar ningún trabajo aquel día, se preguntó qué significaba aquella inesperada visita. Charlaron un poco durante los primeros tres o cuatro minutos, mencionando vagamente la fiesta y el buen tiempo. Murks le dijo que el chófer se había llevado a la chica a las cinco y media, y a juzgar por cómo dormía el muchacho, dijo, parecía que había tenido una noche muy movida. Sí, dijo Nashe, no le había decepcionado, todo había salido bien.

Luego hubo una larga pausa y durante los siguientes quince o veinte segundos Murks miró al suelo y hurgó en la tierra con la punta del zapato.

– Me temo que tengo malas noticias para ti -dijo al fin, aún sin atreverse a mirar a Nashe a los ojos.

– Lo sabía -contestó Nashe-. No hubieras venido aquí hoy de no ser por eso.

– Bueno, lo siento mucho -dijo Murks, sacando un sobre cerrado de un bolsillo y entregándoselo a Nashe-. A mí me dejó confuso cuando me lo dijeron, pero supongo que están en su derecho. Todo depende de cómo se mire, supongo yo.

Al ver el sobre, Nashe pensó automáticamente que era una carta de Donna. Nadie más se molestaría en escribirle, pensó, y en el mismo momento en que esta idea entró en su conciencia se sintió abrumado por un súbito ataque de náusea y vergüenza. Se le había olvidado el cumpleaños de Juliette. El doce había sido hacía cinco días y él ni siquiera se había dado cuenta.

Luego miró el sobre y vio que estaba en blanco. No podía ser de Donna, se dijo, y cuando al fin lo abrió se encontró una sola hoja de papel mecanografiado, palabras y números ordenados en columnas perfectas con un encabezamiento que decía: nashe y pozzi: gastos.

– ¿Qué diablos es esto? -preguntó.

– Las cuentas de los jefes. Los haberes y los debes, el balance del dinero gastado y el dinero ganado.

Cuando Nashe examinó la hoja más atentamente vio que era exactamente eso: un estado de cuentas, la meticulosa labor de un contable, y al menos demostraba que Flower no se había olvidado de su antigua profesión desde que se hizo rico siete años antes. Las cantidades positivas aparecían especificadas en la columna de la izquierda, todo debidamente anotado de acuerdo con los cálculos de Nashe y Pozzi, sin objeciones ni discrepancias: 1.000 horas de trabajo a 10 dólares la hora 10.000 dólares. Pero en la columna de la derecha estaban las cantidades negativas, una lista de sumas que venía a ser un inventario de todo lo que les había sucedido en los cincuenta días anteriores:


Comida Cerveza, bebidas alcohólicas Libros, periódicos, revistas Tabaco Radio Ventana rota Diversiones (16/10) -acompañante 400 $ -coche 500 $ Varios 1.628,41 $ 217,36 $ 72,15 $ 87,48 $ 59,86 $ 66,50 $ 900,00 $ 41,14 $

3.072,90 $


– ¿Qué es esto, una broma? -preguntó Nashe.

– Me temo que no -dijo Murks

– Pero se suponía que todas estas cosas estaban incluidas.

– Eso creía yo también. Pero parece que estábamos equivocados.

– ¿Qué quieres decir con eso de equivocados? Nos dimos la mano. Lo sabes tan bien como yo.

– Puede. Pero si miras el contrato, verás que no se menciona la comida. El alojamiento sí. La ropa de trabajo sí. Pero ahí no dice ni palabra de la comida.

– Esto es una canallada, Calvin. Espero que lo comprendas.

– Yo no soy quién para opinar. Los jefes siempre me han tratado bien y nunca he tenido motivos de queja. Ellos piensan que un empleo quiere decir ganar dinero por el trabajo que haces, pero cómo te gastes ese dinero es asunto tuyo. Así funciona conmigo. Ellos me dan el sueldo y una casa donde vivir, pero mi comida me la compro yo. Es un buen arreglo en lo que a mí respecta. Nueve de cada diez personas que trabajan no tienen esa suerte. Se tienen que pagar todo. No sólo la comida, sino también la casa. Así es como funciona en todo el mundo.

– Pero nuestras circunstancias son especiales.

– Bueno, puede que no sean tan especiales, después de todo. Si lo piensas bien, deberías alegrarte de que no os cobren un alquiler y las herramientas.

Nashe se dio cuenta de que el puro que estaba fumando se le había apagado. Lo miró durante un momento sin verlo realmente, luego lo tiró al suelo y lo pisó.

– Creo que ya es hora de que vaya a la casa principal y hable con tus jefes -dijo.

– No puedes hacerlo -contestó Murks-. Se han ido.

– ¿Que se han ido? ¿Qué estás diciendo?

– Pues que se han ido. Se marcharon a París, Francia hace unas tres horas, y no volverán hasta después de Navidad.

– Me cuesta creer que se hayan largado así por las buenas, sin molestarse en venir a ver el muro. No tiene sentido.

– Oh, sí que lo han visto. Les he traído esta mañana temprano cuando el muchacho y tú estabais durmiendo. Les ha parecido que estaba quedando realmente bien. Buen trabajo, han dicho, seguid así. Estaban contentisímos.

– Mierda -dijo Nashe-. Que se vayan a la mierda ellos y su maldito muro.

– No vale la pena enfadarse, amigo. Sólo serán dos o tres semanas más. Si suprimís las fiestas y esas cosas habréis salido de aquí antes de que os deis cuenta.

– Tres semanas a partir de ahora, ya será noviembre.

– Eso es. Eres un tipo duro, Nashe, tú puedes aguantarlo.

– Si, yo puedo aguantarlo. Pero ¿y Jack? Este papel le va a matar.


Diez minutos después de que Nashe volviera a entrar en el remolque Pozzi se despertó. El muchacho tenía tan mal aspecto y los ojos tan hinchados que Nashe no tuvo valor para darle la noticia enseguida y durante media hora dejó correr la conversación haciendo comentarios intrascendentes y escuchó la minuciosa descripción de Pozzi de lo que él y la chica se habían hecho el uno al otro después de que Nashe se fuera a la cama. Le pareció mal interrumpir semejante historia y estropear el placer del muchacho al contarla, pero una vez transcurrido un intervalo discreto, Nashe cambió al fin de tema y sacó el sobre que le había dado Murks.

– Pasa lo siguiente, Jack -dijo, casi sin darle una oportunidad al muchacho de que mirara el papel-. Nos han jugado una mala pasada y ahora estamos hundidos. Pensábamos que ya estábamos en paz, pero según sus cálculos todavía estamos en el hoyo por tres mil dólares. Comida, revistas, hasta la maldita ventana rota, nos lo han cobrado todo. Por no hablar de la señorita Bragas Calientes y su chófer, cosa que probablemente no hace falta decir. Dimos por sentado que esas cosas las cubría el contrato, pero el contrato no dice nada de ellas. La cuestión es ésta: ¿qué hacemos ahora? Por lo que a mí respecta, tú ya no estás en esto. Has hecho suficiente y a partir de ahora este asunto es sólo problema mío. Así que voy a sacarte de aquí. Cavaremos un hoyo bajo la cerca y cuando oscurezca pasarás por ese hoyo y estarás libre.

– ¿Y tú? -dijo Pozzi.

– Yo voy a quedarme a terminar el trabajo.

– Ni hablar. Tú te escapas por el hoyo conmigo.

– Esta vez no, Jack. No puedo.

– ¿Y por qué demonios no puedes? ¿Te dan miedo los hoyos o algo así? Ya llevas dos meses viviendo en uno es que no te has dado cuenta?

– Me prometí a mí mismo que llegaría hasta el final. No te pido que lo entiendas, pero no voy a huir. Ya lo he hecho demasiadas veces y no quiero continuar viviendo así. Si me largo de aquí a hurtadillas antes de pagar la deuda, no valdré nada a mis propios ojos.

– El último bastión del general Custer.

– Eso es. La vieja historia de aguantar y callarse.

– Es una batalla equivocada, Jim. No harás más que perder el tiempo, joderte para nada. Si los tres grandes son tan importantes para ti, ¿por qué no les mandas un cheque? A ellos les da igual cómo reciban el dinero y lo tendrán mucho antes si te marchas esta noche conmigo. Mierda, hasta estoy dispuesto a ir al cincuenta por ciento contigo. Conozco a un tipo en Philly que nos puede meter en una partida mañana por la noche. Lo único que tenemos que hacer es conseguir que alguien nos coja en autoestop y tendremos la pasta en cuarenta y ocho horas. Es bien sencillo. Se la mandamos por correo urgente y se acabó la historia.

– Flower y Stone no están aquí. Se han marchado a París esta mañana.

– Dios, eres un terco hijoputa, ¿verdad? ¿A quién coño le importa dónde estén?

– Lo siento, muchacho. No es negociable. Puedes ponerte morado de tanto hablar, pero yo no me voy.

– Tardarás el doble trabajando tú solo, gilipollas. ¿No se te ha ocurrido pensarlo? Serán diez dólares la hora, no veinte. Estarás cargando esas piedras hasta Navidad.

– Ya lo sé. No olvides mandarme una tarjeta, Jack, es lo único que te pido. Suelo ponerme sentimental en esa época del año.

Siguieron discutiendo durante cuarenta y cinco minutos más hasta que finalmente Pozzi dio un puñetazo sobre la mesa y salió de la cocina. Estaba tan enfadado con Nashe que no quiso hablarle durante tres horas: se encerró en su dormitorio y se negó a salir. A las cuatro Nashe se acercó a su puerta y le dijo que iba a salir para empezar a cavar el hoyo. Pozzi no respondió, pero poco después de ponerse la chaqueta y salir del remolque, Nashe oyó un portazo y un momento después el muchacho trotaba por el prado para alcanzarle. Nashe le esperó y luego fueron juntos hacia el cobertizo de las herramientas en silencio, sin que ninguno de los dos se atreviera a reanudar la discusión.

– He estado pensando -dijo Pozzi cuando estaban parados ante la puerta del cobertizo, cerrada con llave-. ¿Para qué molestarnos en toda esta historia de la fuga? ¿No sería más fácil ir a ver a Murks y decirle que yo me marcho? Mientras tú te quedes aquí para cumplir el contrato, ¿qué más les da?

– Te diré por qué -dijo Nashe, cogiendo una piedra del suelo y golpeando con ella la puerta para romper la cerradura-. Porque no me fío de él. Calvin no es tan estúpido como parece y sabe que tu nombre está en el contrato. Estando fuera Flower y Stone, nos dirá que no tiene autoridad para hacer ningún cambio, que no podemos hacer nada hasta que ellos vuelvan. Ese es su estilo, ¿no? Yo sólo trabajo aquí, muchachos, y hago lo que los jefes me mandan. Pero sabe todo lo que pasa, ha sido parte del asunto desde el principio. De lo contrario, Flower y Stone no se habrían ido dejándole encargado de esto. Finge estar de nuestra parte, pero les pertenece a ellos, nosotros le importamos un pepino. En cuanto le dijéramos que querías marcharte, se imaginaría que ibas a escaparte. Ese es el siguiente paso, ¿no? Y no quiero darle ningún preaviso. ¿Quién sabe qué clase de faena nos haría?

Así que forzaron la puerta del cobertizo, cogieron dos palas y se las llevaron por el camino de tierra que cruzaba el bosque. La distancia hasta la cerca era más larga de lo que recordaban, y cuando empezaron a cavar, la luz ya había empezado a desvanecerse. La tierra estaba dura y la base de la cerca iba profundamente enterrada. Ambos gruñían cada vez que clavaban las palas en la tierra. Veían la carretera justo delante de ellos, pero en la media hora que estuvieron allí sólo pasó un coche, una rubia baqueteada en la que iban un hombre, una mujer y un niño pequeño. El niño les saludó con la mano con expresión de sorpresa, pero ni Nashe ni Pozzi le respondieron. Cavaron en silencio, y cuando finalmente el hoyo era lo bastante grande como para que el cuerpo de Pozzi pasara por él, les dolían los brazos por el esfuerzo. Entonces tiraron las palas y regresaron al remolque. Cruzaron el prado mientras el cielo se volvía púrpura a su alrededor con el débil resplandor de un crepúsculo de mediados de octubre.

Tomaron su última cena juntos como si fueran desconocidos. Ya no sabían qué decirse y sus intentos de conversación eran torpes, a veces incluso embarazosos. La marcha de Pozzi estaba demasiado cercana para permitirles pensar en nada más, pero ninguno de los dos deseaba hablar de aquello, por lo que durante largos intervalos de tiempo permanecieron encerrados en su silencio, cada uno imaginando lo que iba a ser de él sin el otro. No tenía sentido recordar el pasado, rememorar los buenos ratos que habían vivido juntos, porque no había habido buenos ratos y el futuro era demasiado incierto para ser algo más que una sombra, una presencia informe e inarticulada que ninguno de los dos deseaba examinar muy atentamente. Sólo después de que se levantaran de la mesa y empezaran a recoger los platos la tensión se desbordó y se convirtió de nuevo en palabras. Ya era de noche y repentinamente había llegado el momento de los últimos preparativos y adioses. Intercambiaron direcciones y números de teléfono y prometieron mantenerse en contacto, pero Nashe sabía que no lo harían, que aquélla era la última vez que vería a Pozzi.

Prepararon una pequeña bolsa con provisiones -comida, cigarrillos, mapas de carreteras de Pennsylvania y Nueva Jersey-, y luego Nashe le dio a Pozzi un billete de veinte dólares que había encontrado en el fondo de su maleta aquella tarde.

– No es mucho -le dijo-, pero supongo que es mejor que nada.

Era una noche fría, y se pusieron las sudaderas y las chaquetas antes de salir del remolque. Cruzaron el prado con las linternas en la mano, caminando a lo largo del muro inacabado para que les guiara en la oscuridad. Cuando llegaron al final y vieron los enormes montones de piedras al borde del bosque movieron el haz de luz de las linternas sobre sus superficies por un momento al pasar. Esto produjo un efecto fantasmal de extrañas formas y sombras móviles, y Nashe no pudo evitar pensar que las piedras estaban vivas, que la noche las había convertido en una colonia de animales dormidos. Quiso hacer una broma sobre ello, pero no se le ocurrió nada lo bastante deprisa y un momento después ya iba por el camino de tierra del bosque. Cuando llegaron a la cerca vio las dos palas que habían dejado en el suelo y comprendió que no era conveniente que Murks encontrase las dos. Una pala querría decir que Pozzi había planeado su fuga él solo, pero dos significaría que Nashe había participado en ella. En cuanto Pozzi se fuera tendría que coger una y volverla a poner en el cobertizo.

Pozzi encendió una cerilla y cuando levantó la llama hasta su cigarrillo, Nashe notó que le temblaba la mano.

– Bueno, señor Bombero -dijo el muchacho-, parece que hemos llegado al punto donde se separan nuestros caminos.

– Te irá bien, Jack -contestó Nashe-. Acuérdate de lavarte los dientes después de cada comida y no te sucederá nada malo.

Se cogieron por los codos, apretando con fuerza durante un momento, y luego Pozzi le pidió a Nashe que le sujetara el cigarrillo mientras él pasaba a rastras por el agujero. Un momento después estaba de pie al otro lado de la cerca y Nashe le devolvió el cigarrillo.

– Vente conmigo -dijo Pozzi-. No seas pelmazo, Jim. Vente conmigo ahora.

Lo dijo con tal sinceridad que Nashe casi cedió, pero esperó demasiado antes de dar una respuesta y en ese intervalo la tentación pasó.

– Te alcanzaré dentro de un par de meses -dijo-. Más vale que te vayas.

Pozzi se apartó de la cerca, dio una calada al cigarrillo y luego lo tiró lejos de sí, produciendo una pequeña lluvia de chispas sobre la carretera.

– Llamaré a tu hermana mañana y le diré que estás bien -dijo.

– Lárgate -dijo Nashe, sacudiendo la cerca con un brusco gesto de impaciencia-. Vete lo más deprisa que puedas.

– Ya estoy fuera de aquí -contestó Pozzi-. Cuando termines de contar hasta cien, ni siquiera te acordarás de quién soy.

Luego, sin decir adiós, giró sobre sus talones y echó a correr por la carretera.


En la cama, aquella noche, Nashe ensayó la historia que pensaba contarle a Murks a la mañana siguiente, repitiéndola varias veces hasta que empezó a sonar a verdad: Pozzi y él se habían acostado a eso de las diez, él no había oído nada durante las siguientes ocho horas (“Siempre duermo como un tronco”), había salido de su cuarto a las seis para preparar el desayuno, había llamado a la puerta del muchacho y había descubierto que no estaba allí. No, Jack no había hablado de fugarse y tampoco había dejado una nota ni ninguna otra pista de dónde pudiera estar. ¿Quién sabe lo que le habrá pasado? A lo mejor se levantó temprano y decidió dar un paseo. Claro, te ayudaré a buscarle. Probablemente está vagando por el bosque, tratando de ver a los gansos migratorios.

Pero Nashe no tuvo ocasión de contar ninguna de aquellas mentiras. Cuando su despertador sonó a las seis de la mañana, entró en la cocina y puso a hervir el agua para hacer café, y luego, sintiendo curiosidad por saber qué temperatura hacia, abrió la puerta del remolque y sacó la cabeza para probar el aire. Fue entonces cuando vio a Pozzi, aunque tardó unos segundos en darse cuenta de quién era. Al principio no vio más que un montón indistinguible, un lío de prendas manchadas de sangre extendidas en el suelo, e incluso cuando se dio cuenta de que había un hombre dentro de aquellas prendas, más que a Pozzi lo que vio fue una alucinación, algo que no podía estar allí. Se fijó en que la ropa era notablemente parecida a la que llevaba Pozzi la noche anterior, que el hombre iba vestido con el mismo chubasquero y la misma sudadera con capucha, los mismos vaqueros y las mismas botas color mostaza, pero ni siquiera entonces pudo unir esos datos y decirse: Estoy mirando a Pozzi. Porque los miembros del hombre estaban extrañamente enredados e inertes, y por la forma en que su cabeza se hallaba ladeada (torcida en un ángulo casi imposible, como si estuviera a punto de separarse del cuerpo), Nashe tuvo la seguridad de que estaba muerto.

Empezó a bajar los escalones un momento después y entonces comprendió por fin lo que estaba viendo. Mientras andaba por la hierba hacia el cuerpo del muchacho, Nashe notó que una serie de pequeños sonidos de arcadas escapaban de su garganta. Cayó de rodillas, tomó la destrozada cara de Pozzi entre sus manos y descubrió que en las venas del cuello del muchacho latían aún unas débiles pulsaciones.

– Dios mío -exclamó, casi sin darse cuenta de que hablaba en voz alta-. ¿Qué te han hecho, Jack?

El chico tenía los ojos terriblemente hinchados, tremendos cortes en la frente, las sienes y la boca, y le faltaban varios dientes: era una cara pulverizada, machacada hasta quedar irreconocible. Nashe oyó otra vez los sonidos de arcadas que escapaban de su garganta y entonces, casi gimiendo, cogió a Pozzi en brazos y se lo llevó al remolque.

Era imposible saber cuál era la gravedad de las heridas. El muchacho estaba inconsciente, tal vez incluso en coma, pero el haber estado allí tirado, expuesto a la frígida temperatura otoñal durante Dios sabe cuántas horas, había empeorado su estado. Probablemente eso le había hecho tanto daño como la misma paliza. Nashe tumbó al muchacho en el sofá y luego entró corriendo en los dos dormitorios y arrancó las mantas de las camas. Había visto a varías personas morir de shock después de ser rescatados de un incendio, y Pozzi tenía todos los síntomas de un caso grave: la terrible palidez, los labios azulados, las manos heladas como las de un cadáver. Nashe hizo lo que pudo para que entrara en calor, le frotó el cuerpo bajo las mantas y le levantó las piernas para que la sangre volviese a circular. Pero aun cuando la temperatura del muchacho empezó a subir un poco, no daba señales de recobrar la conciencia.

Las cosas fueron deprisa a partir de ese momento. Murks llegó a las siete, subió los escalones del remolque y dio su habitual golpe en la puerta, y cuando Nashe le gritó que entrara, su primera reacción al ver a Pozzi fue echarse a reír.

– ¿Qué le pasa? -dijo, señalando al sofá con el pulgar-. ¿La volvió a coger anoche?

Pero una vez que entró en el cuarto y vio de cerca la cara de Pozzi, su risa se convirtió en alarma.

– Dios santo -dijo-. Este chico está muy mal.

– Tienes razón, está muy mal -dijo Nashe-. Si no le llevamos a un hospital antes de una hora, no lo cuenta.

Murks se fue corriendo a su casa a traer el todoterreno, y mientras tanto Nashe quitó el colchón de la cama de Pozzi y lo apoyó contra la pared del remolque para ponerlo luego en la improvisada ambulancia. El viaje sería muy duro de todas formas, pero quizá el colchón impediría que el muchacho sufriera demasiado con las sacudidas. Cuando Murks volvió por fin, había otro hombre con él en el asiento delantero del coche.

– Este es Floyd -dijo-. Puede ayudarnos a trasladar al chico.

Floyd era el yerno de Murks, y aparentaba entre veinticinco y treinta años, un joven grande, de constitución robusta, que mediría cerca de un metro noventa, con una cara lisa y colorada y una gorra de cazador en la cabeza. No parecía demasiado inteligente, sin embargo, y cuando Murks se lo presentó a Nashe le tendió la mano con una torpe y sincera alegría absolutamente inapropiada para la situación. A Nashe le molestó tanto que se negó a estrecharle la mano y se lo quedó mirando hasta que el otro dejó caer el brazo.

Nashe colocó el colchón en la parte trasera del todoterreno y luego los tres fueron al remolque y levantaron a Pozzi del sofá y lo llevaron fuera, aún envuelto en las mantas. Nashe trató de ponerle lo más cómodo posible, pero cada vez que miraba la cara del muchacho comprendía que no había esperanza. Pozzi ya no tenía ninguna posibilidad. Cuando llegaran al hospital ya estaría muerto.

Pero todavía le esperaba algo peor. En ese momento Murks le dio una palmada en el hombro y le dijo:

– Volveremos en cuanto podamos.

Cuando Nashe comprendió al fin que no pensaban llevarle con ellos, algo saltó en su interior y se volvió hacia Murks con un súbito ataque de ira.

– Lo siento -dijo Murks-. No puedo dejarte venir. Ya ha habido suficiente jaleo aquí por un día y no quiero que las cosas se me vayan de las manos. No te preocupes, Nashe. Floyd y yo podemos arreglárnoslas.

Pero Nashe estaba fuera de sí y, en lugar de retroceder, se abalanzó sobre Murks y le agarró por la chaqueta llamándole mentiroso y maldito hijo de puta. Pero antes de que pudiera darle un puñetazo en la cara, Floyd le rodeó con sus brazos desde atrás y le levantó del suelo. Murks retrocedió dos o tres pasos, sacó el revólver de la cartuchera y apuntó a Nashe. Pero ni siquiera eso fue suficiente para poner fin al asunto, y Nashe continuó gritando y pataleando entre los brazos de Floyd.

– ¡Mátame, hijo de puta! -le gritó a Murks-. ¡Venga, adelante, dispara!

– Ya no sabe ni lo que dice -dijo Murks con calma, mirando a su yerno-. El pobre diablo ha perdido la cabeza.

Sin previo aviso, Floyd tiró a Nashe al suelo violentamente, y antes de que éste pudiera levantarse para reanudar el ataque, un pie le aplastó el estómago. Se quedó sin respiración y mientras estaba allí tumbado boqueando para recobrar el aliento, los dos hombres corrieron hacia el todoterreno y se subieron a él. Nashe oyó que el motor se ponía en marcha, y cuando consiguió levantarse, ya se alejaban, desapareciendo con Pozzi en el bosque.

Después de eso no vaciló. Entró en el remolque, se puso la chaqueta, se metió en los bolsillos toda la comida que cupo en ellos e inmediatamente volvió a salir. Su único pensamiento era escapar de allí. Nunca tendría mejor oportunidad de escaparse y no iba a desperdiciarla. Pasaría por el agujero que había cavado con Pozzi la noche anterior y ahí se acabaría la historia.

Cruzó el prado a paso rápido, sin molestarse siquiera en echar una ojeada al muro, y cuando llegó al bosque del otro lado, de repente echó a correr por el camino de tierra como si le fuera la vida en ello. Llegó a la cerca unos minutos después, jadeando por el esfuerzo, y se quedó mirando la carretera que tenía ante si con los brazos apoyados en la barrera para sostenerse. Durante un momento ni siquiera se le ocurrió que el agujero pudiera haber desaparecido. Pero cuando empezó a recobrar el aliento miró a sus pies y vio que estaba sobre terreno llano. El agujero había sido llenado, la pala había desaparecido y con las hojas y las ramitas esparcidas a su alrededor era casi imposible saber que allí había habido un hoyo.

Nashe se agarró a la cerca con los diez dedos y apretó con todas sus fuerzas. Permaneció así durante cerca de un minuto y luego abrió las manos, se las llevó a la cara y empezó a sollozar.

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