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El timbre de la puerta sonó con las primeras notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Ambos sonrieron estúpidamente por la sorpresa, pero antes de que pudieran hacer ningún comentario, una doncella negra vestida con un uniforme gris almidonado les abrió la puerta y les hizo pasar. Les condujo a través de un gran vestíbulo con el suelo de baldosas blancas y negras, atestado de piezas de escultura rotas (una ninfa desnuda a la que le faltaba el brazo derecho, un cazador sin cabeza, un caballo sin patas que flotaba sobre un plinto de piedra con una barra de hierro unida al vientre), luego les hizo cruzar un comedor de techo alto con una enorme mesa de nogal en el centro y recorrer un pasillo mal iluminado cuyas paredes estaban decoradas con una serie de pequeños cuadros de paisajes, y finalmente llamó a una pesada puerta de madera. Contestó una voz desde dentro y la doncella abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar entrar a Nashe y a Pozzi.

– Sus invitados están aquí -dijo, casi sin mirar hacia la habitación, y luego cerró la puerta y se fue rápida y silenciosamente.

Era una habitación enorme, casi exageradamente masculina. De pie en el umbral durante los primeros instantes, Nashe se fijó en la madera oscura que cubría las paredes, la mesa de billar, la gastada alfombra persa, la chimenea de piedra, los sillones de cuero, el ventilador de techo girando. Le recordó más que nada el decorado de una película, una imitación de un club de hombres británico en algún lejano lugar colonial a principios de siglo. Se dio cuenta de que eso lo había provocado Pozzi. Tanto hablar de Laurel y Hardy había dejado en la mente de Nashe una asociación con Hollywood, y ahora que estaba allí le resultaba difícil no ver la casa como un espejismo.

Flower y Stone llevaban trajes de verano de color blanco. Uno estaba de pie junto a la chimenea filmando un puro y el otro sentado en un sillón de cuero con un vaso en la mano que lo mismo podía contener agua que ginebra. Los trajes blancos contribuían sin duda al ambiente colonial, pero una vez que Flower habló para darles la bienvenida con su áspera aunque no desagradable voz americana, el espejismo se hizo pedazos. Sí, pensó Nashe, uno era gordo y el otro delgado, pero ahí se acababa el parecido. Stone parecía tenso y demacrado, y recordaba más a Fred Astaire que a la cara larga y llorosa de Laurel, y Flower era más fornido que gordo, con una cara de fuerte mandíbula que recordaba a algún personaje pesado como Edward Arnold o Eugene Pallette más que al corpulento pero ágil Hardy. Pero a pesar de estas sutiles diferencias, Nashe entendía a lo que se refería Pozzi.

– Saludos, caballeros -dijo Flower, acercándose a ellos con la mano extendida-. Encantado de que hayan podido venir.

– Hola, Bill -dijo Pozzi-. Me alegro de volver a verte. Este es mi hermano mayor, Jim.

– Jim Nashe, ¿no? -dijo Flower cordialmente.

– Eso es -dijo Nashe-. Jack y yo somos hermanastros. La misma madre, diferentes padres.

– No sé quién será el responsable -dijo Flower, señalando con la cabeza en dirección a Pozzi-, pero es un jugador de póquer endiablado.

– Le inicié yo cuando no era más que un chiquillo -dijo Nashe, incapaz de resistirse al papel-. Cuando se ve que hay talento es un deber estimularlo.

– Así es -dijo Pozzi-. Jim fue mi mentor. Me enseñó todo lo que sé.

– Pero ahora me da sopas con honda -comentó Nashe-. Ya ni siquiera me atrevo a sentarme a la misma mesa que él.

A todo esto Stone había logrado ya levantarse de su sillón y venía hacia ellos, aún con la copa en la mano. Se presentó a Nashe, le estrechó la mano a Pozzi y un momento después los cuatro estaban sentados en torno a la chimenea vacía esperando que les trajeran la merienda. Puesto que Flower llevaba todo el peso de la conversación, Nashe dedujo que era el elemento dominante de los dos, pero a pesar de toda la cordialidad y el fanfarrón sentido del humor del gordo, Nashe se encontró más atraído hacia el silencioso y tímido Stone. El flaco escuchaba atentamente lo que los otros decían y, aunque hacía pocos comentarios (balbuceando confusamente cuando hablaba, casi azorado por el sonido de su propia voz), había una calma y serenidad en sus ojos que Nashe encontraba profundamente simpática. Flower era todo agitación y precipitada buena voluntad, pero había algo tosco en él, pensó Nashe, un filo de ansiedad que le hacía parecer incómodo consigo mismo. Stone, por el contrario, era un tipo más sencillo y dulce, un hombre sin pretensiones que se sentía a gusto en su pellejo. Pero Nashe se daba cuenta de que éstas eran sólo las primeras impresiones. Mientras observaba a Stone, que continuaba bebiendo sorbos del claro líquido que había en su vaso, se le ocurrió que tal vez estuviese borracho.

– A Willie y a mí siempre nos han encantado las cartas -estaba diciendo Flower-. En Filadelfia jugábamos al póquer todos los viernes por la noche. Era un rito para nosotros y creo que no debimos perdernos más de un puñado de partidas en diez años. Algunas personas van a la iglesia los domingos, pero para nosotros era el póquer de los viernes por la noche. ¡Ah, cómo nos gustaban los fines de semana en aquel entonces! No hay mejor medicina que una partida de cartas amistosa para quitarse de encima las preocupaciones de la vida cotidiana.

– Es relajante -dijo Stone-. Te ayuda a distraerte de los problemas.

– Exactamente -dijo Flower-. Ayuda a abrir el espíritu a otras posibilidades, a dejar la mente limpia. -Hizo una pausa y retomó el hilo de su historia-. El caso es -continuó- que durante muchos años Willie y yo tuvimos nuestros despachos en el mismo edificio de Chestnut Street. Él era optometrista y yo era contable, y todos los viernes cerrábamos a las cinco en punto. La partida era siempre a las siete, y semana tras semana pasábamos esas dos horas exactamente de la misma manera. Primero nos íbamos al quiosco de periódicos de la esquina y comprábamos un billete de lotería y luego cruzábamos la calle para ir a Steinberg’s Deli. Yo pedía siempre un bocadillo de pastrami con pan de centeno y Willie tomaba el de cecina. Hicimos eso durante mucho tiempo, ¿verdad, Willie? Nueve o diez años, diría yo.

– Por lo menos nueve o diez -dijo Stone-. Puede que once o doce.

Nashe había comprendido ya claramente que Flower había contado esa historia muchas veces, pero eso no le impedía disfrutar de la oportunidad de volver a hacerlo. Tal vez era comprensible. La buena suerte no es menos desconcertante que la mala, y si literalmente te han caído del cielo millones de dólares, quizá tienes que contar la historia una y otra vez para convencerte de que te ha sucedido realmente.

– En cualquier caso -siguió Flower-, mantuvimos esta rutina mucho tiempo. La vida continuaba, naturalmente, pero las noches de los viernes eran sagradas y al final resultaron lo más fuerte de todo. La mujer de Willie murió; mi mujer me dejó; sufrimos multitud de decepciones que estuvieron a punto de rompemos el corazón. Pero a pesar de todo eso, las sesiones de póquer en la oficina de Andy Dugan en el quinto piso continuaron con la precisión de un reloj. Nunca nos fallaron, podíamos contar con ellas pasara lo que pasase.

– Y luego -le interrumpió Nashe-, de pronto, se volvieron ricos.

– Así, de golpe -dijo Stone-. Una cosa de lo más inesperada.

– Fue hace casi siete años -dijo Flower, tratando de no perder el hilo del relato-. El cuatro de octubre, para ser exactos. Hacía varias semanas que nadie había acertado el número ganador y el premio gordo había alcanzado la cifra más alta de todos los tiempos. Más de veinte millones de dólares, aunque no se lo crean, una suma verdaderamente asombrosa. Willie y yo llevábamos años jugando y hasta entonces nunca habíamos ganado un penique, ni un centavo a cambio de los cientos de dólares que habíamos gastado. Ni lo esperábamos. Al fin y al cabo, las probabilidades son siempre las mismas, juegues las veces que juegues. Millones y millones contra una, remotísimas. Creo que comprábamos esos billetes para poder hablar de lo que haríamos con el dinero si alguna vez llegábamos a ganar. Ese era uno de nuestros pasatiempos favoritos: sentarnos en Steinberg’s Dell con nuestros bocadillos e inventar historias sobre cómo viviríamos si la suerte nos sonreía de repente. Era un juego inofensivo y nos hacía felices dejar volar nuestra imaginación de esa manera. Hasta se le podría llamar terapéutico. Imaginas otra vida para ti y eso hace que tu corazón siga latiendo.

– Es bueno para la circulación -dijo Stone.

– Exactamente -dijo Flower-. Engrasa un poco el viejo mecanismo.

En ese momento llamaron a la puerta con los nudillos y la doncella entró empujando un carrito de bebidas heladas y sandwiches. Flower detuvo su relato mientras distribuían la merienda, pero en cuanto los cuatro estuvieron de nuevo instalados en sus sillones, lo reanudó inmediatamente.

– Willie y yo siempre comprábamos a medias un solo billete -dijo-. Era más agradable así, ya que no entrábamos en competencia. ¡Figúrense si hubiese ganado uno solo! Para él hubiera sido impensable no compartir el premio con el otro, así que en lugar de tener ese lío, sencillamente íbamos a medias. Uno de nosotros elegía el primer número, el otro el segundo y así hasta que habíamos perforado todos los agujeros. Nos acercamos bastante unas cuantas veces, no sacamos el gordo solamente por un número o dos. Una pérdida es una pérdida, pero debo decir que encontrábamos esos casis muy emocionantes.

– Nos animaban a continuar -dijo Stone-. Nos hacían creer que todo era posible.

– El día en cuestión -continuó Flower-, el cuatro de octubre de hará siete años, Willie y yo hicimos los agujeros pensándolo un poco más que de costumbre. No sé por qué sería, pero por alguna razón incluso discutimos los números que íbamos a elegir. Yo he trabajado con números toda mi vida, claro está, y al cabo de algún tiempo empiezas a pensar que cada número tiene su propia personalidad. Un doce es muy diferente de un trece, por ejemplo. El doce es honrado, concienzudo, inteligente, mientras que el trece es un solitario, un tipo turbio que no se lo pensaría dos veces si tuviera que infringir la ley para conseguir lo que quiere. El once es duro, deportivo, le gusta caminar por los bosques y escalar montañas; el diez es bastante bobo, un blando que siempre hace lo que le mandan; el nueve es profundo y místico, un Buda de la contemplación. No quiero aburrirles con esto, pero estoy seguro de que entenderán lo que quiero decir. Es todo muy privado, pero todos los contables con los que he hablado me han dicho siempre lo mismo. Los números tienen alma, y uno no puede evitar relacionarse con ellos de una forma personal.

– Así que allí estábamos -dijo Stone-, con el billete de lotería en las manos, tratando de decidir qué números elegir.

– Y miré a Willie -dijo Flower- y dije: “Primos.” Y Willie me miró a mí y contestó: “Por supuesto.” Porque eso era precisamente lo que me iba a decir. Yo pronuncié la palabra una fracción de segundo antes que él, pero a él se le había ocurrido la misma idea. Números primos. Era tan limpio y elegante… Números que se niegan a cooperar, que no cambian ni se dividen, números que permanecen inalterables para toda la eternidad. Así que escogimos una secuencia de números primos y luego cruzamos la calle y nos tomamos nuestros bocadillos.

– Tres, siete, trece, diecinueve, veintitrés y treinta y uno -dijo Stone.

– Nunca lo olvidaré -dijo Flower-. Fue la combinación mágica, la llave de las puertas del cielo.

– Pero nos dejó aturdidos de todas formas -dijo Stone-. Durante las dos primeras semanas no sabíamos qué pensar.

– Fue el caos -dijo Flower-. Televisión, periódicos, revistas. Todo el mundo quería hablar con nosotros y hacernos fotos. Aquello tardó un tiempo en pasar.

– Éramos famosos -dijo Stone-. Verdaderos héroes populares.

– Pero nunca diJimos ninguna de esas tonterías que dicen otros ganadores -comentó Flower-. Las secretarias que dicen que conservarán su empleo, los fontaneros que juran que seguirán viviendo en sus diminutos apartamentos. No, Willie y yo nunca fuimos tan estúpidos. El dinero cambia las cosas, y cuanto más dinero tengas, mayores serán esos cambios. Además, nosotros ya sabíamos lo que íbamos a hacer con las ganancias. Habíamos hablado tanto de ello que ciertamente no era ningún misterio para nosotros. Una vez que se acabó el barullo, vendí mi parte de la firma y Willie hizo otro tanto con su negocio. En ese momento ni siquiera tuvimos que pensarlo. Era un resultado inevitable.

– Pero eso fue sólo el principio -dijo Stone.

– Efectivamente -dijo Flower-. No nos dormimos en los laureles. Ingresando más de un millón al año, podíamos hacer prácticamente lo que nos diera la gana. Incluso después de comprar esta casa, nada nos impedía usar el dinero para hacer más dinero.

– ¡El país de los pavos! -exclamó Stone, soltando una breve risotada.

– Bingo, una diana perfecta -dijo Flower-. En cuanto nos hicimos ricos empezamos a hacernos más ricos. Y una vez que fuimos muy ricos, llegamos a ser fabulosamente ricos. Yo entendía de inversiones, después de todo. Habíamos estado tantos años manejando el dinero de tras personas que, como es natural, había aprendido algún que otro truco. Pero, para ser sinceros con ustedes, nunca supusimos que las cosas saldrían tan bien como salieron. Primero fue la plata. Luego los eurodólares. Después el mercado de artículos de consumo. Bonos basura, superconductores, bienes raíces. Cualquier sector que se les ocurra, seguro que hemos obtenido beneficios en él.

– Bill iene el toque de Midas -dijo Stone-. Una mano que deja pequeñas a todas las demás.

– Ganar la lotería fue una cosa -dijo Flower-, pero uno pensaría que ahí se acababa la historia. Un milagro que sólo ocurre una vez en la vida. Pero nuestra racha de buena suerte ha continuado. Hagamos lo que hagamos, todo parece salirnos bien. Ahora nos llueve tanto dinero que la mitad lo damos para fines benéficos, y así y todo tenemos tanto que ya no sabemos qué hacer con él. Es como si Dios nos hubiera escogido. Nos ha colmado de fortuna y nos ha elevado a las cimas de la felicidad. Sé que esto puede sonar presuntuoso, pero a veces siento que nos hemos vuelto inmortales.

– Puede que estéis nadando en pasta -dijo Pozzi, entrando al fin en la conversación-, pero no se os dio tan bien cuando jugasteis conmigo al póquer.

– Es cierto -dijo Flower-. Muy cierto. En los últimos siete años es la única vez que nos ha fallado la suerte. Willie y yo metimos mucho la pata aquella noche, y tú nos diste una soberana paliza. Por eso teníamos tantas ganas de organizar la revancha.

– ¿Qué os hace pensar que esta vez va a ser diferente? preguntó Pozzi.

– Me alegro de que hagas esa pregunta -contestó Flower-. Después de que nos derrotaras el mes pasado, Willie y yo nos sentimos humillados. Siempre nos habíamos considerado unos jugadores bastante respetables, pero tú nos demostraste que estábamos equivocados. Así que, en lugar de renunciar, decidimos mejorar. Hemos estado practicando día y noche. Hasta hemos recibido lecciones de alguien.

– ¿Lecciones? -dijo Pozzi.

– De un hombre que se llama Sid Zeno -contestó Flower-. ¿Has oído hablar de él?

– Claro que he oído hablar de Sid Zeno -respondió Pozzi-. Vive en Las Vegas. Ya va para viejo, pero fue uno de los seis mejores jugadores del país.

– Sigue teniendo una excelente reputación -dijo Flower-. Así que le traJimos en avión desde Nevada y terminó pasando una semana con nosotros. Creo que esta vez comprobarás que nuestro juego ha mejorado mucho, Jack.

– Eso espero -dijo Pozzi, evidentemente nada impresionado, pero tratando de seguir siendo cortés-. Sería una lástima haber gastado todo ese dinero en clases sin sacar nada de ellas. Apuesto a que el viejo Sid cobró una buena cantidad por sus servicios.

– No salió barato -respondió Flower-. Pero valió la pena. En un momento dado le pregunté si había oído hablar de ti, pero me confesó que no conocía tu nombre.

– Bueno, el viejo Sid está un poco fuera de onda hoy en día -dijo Pozzi-. Además, yo estoy aún al principio de mi carrera. Todavía no se ha corrido la voz.

– Supongo que se podría decir que Willie y yo también estamos al principio de nuestra carrera -dijo Flower, levantándose del sillón y encendiendo otro puro-. La partida de esta noche será emocionante, por lo menos. Me apetece muchísimo.

– A mí también, Bill -dijo Pozzi-. Va a ser explosiva.


Comenzaron la visita a la casa en la planta baja, recorriendo una habitación tras otra mientras Flower les hablaba de los muebles, las reformas arquitectónicas y los cuadros que colgaban de las paredes. Ya en la segunda habitación, Nashe notó que el hombretón rara vez olvidaba mencionar lo que había costado cada cosa y, a medida que el catálogo de gastos aumentaba, descubrió que estaba desarrollando una clara antipatía hacia aquel grosero individuo que parecía tan engreído y que disfrutaba tan desvergonzadamente con los nimios detalles de su mentalidad de contable. Como antes, Stone no dijo casi nada, excepto algún que otro comentario incoherente o redundante, el perfecto pelotillero esclavo de su amigo, más voluminoso y agresivo. La situación comenzó a deprimir a Nashe y llegó un momento en que apenas podía pensar más que en lo absurdo de su estancia allí, enumerando las extrañas conjunciones del azar que le habían llevado a aquella casa en aquel momento, al parecer con el único fin de escuchar el jactancioso parloteo de aquel desconocido gordo e hinchado. De no haber sido por Pozzi, podía haber caído en un serio estado de pánico. Pero allí estaba el muchacho, yendo alegremente de habitación en habitación, rebosante de sarcástica cortesía mientras fingía seguir lo que Flower explicaba. Nashe no pudo por menos que admirarle por su espíritu, por su habilidad para sacar el máximo partido de la situación. Cuando Pozzi le hizo un rápido guiño de diversión en la tercera o cuarta habitación, se sintió casi agradecido, como si fuera un rey taciturno al que las chanzas del bufón de su corte levantan el ánimo.

La cosa mejoró considerablemente cuando subieron al primer piso. En lugar de enseñarles los dormitorios que había detrás de las seis puertas cerradas en el vestíbulo principal, Flower les llevó al final del pasillo y abrió una séptima puerta que conducía a lo que él llamó el “ala este”. Aquella puerta era casi invisible, y Nashe no se percató de ella hasta que Flower puso la mano en el picaporte y empezó a abrirla. Cubierta con el mismo papel que el resto del pasillo (un feo y anticuado dibujo de flores de lis en apagados tonos rosa y azul), la puerta estaba tan hábilmente camuflada que se fundía en la pared. La sala este, explicó Flower, era donde Willie y él pasaban la mayor parte de su tiempo. Era una nueva sección de la casa que ellos habían construido poco después de trasladarse a la mansión (y aquí dijo la cantidad exacta que había costado, una cifra que Nashe trató de olvidar rápidamente), y el contraste entre la casa vieja, oscura y con cierto olor a humedad, y esta nueva ala era imponente, casi asombroso. En el momento en que cruzaron el umbral se encontraron bajo un cristal de muchas facetas. La luz caía a raudales desde arriba, inundándoles con la claridad de media tarde. Los ojos de Nashe tardaron un momento en adaptarse, pero luego vio que aquello no era más que un corredor. Directamente enfrente de ellos había otra pared recién pintada de blanco con dos puertas cerradas.

– Una mitad pertenece a Willie y la otra es mía -dijo Flower.

– Esto parece un invernadero -dijo Pozzi-. ¿Es a eso a lo que os dedicáis, a cultivar plantas o algo así?

– No exactamente -contestó Flower-. Pero cultivamos otras cosas. Nuestros intereses, nuestras pasiones, el jardín de nuestras mentes. Da igual el dinero que tengas. Si no hay una pasión en tu vida, no vale la pena vivir.

– Bien dicho -dijo Pozzi, asintiendo con fingida seriedad-. Yo mismo no lo habría expresado mejor, Bill. 1

– Da lo mismo qué parte visitemos primero -dijo Flower-, pero sé que Willie está especialmente deseoso de enseñarles su ciudad. Quizá deberíamos empezar por la puerta de la izquierda.

Sin esperar a oír la Opinión de Stone al respecto, Flower abrió la puerta y con un gesto hizo pasar a Nashe y Pozzi. La habitación era mucho mayor de lo que Nashe había imaginado, un lugar de dimensiones parecidas a las de un establo. Con su alto techo transparente y su suelo de madera clara, parecía todo espacio y luz, casi una habitación suspendida en medio del aire. A lo largo de la pared de la izquierda había una serie de bancos y mesas, cuyas superficies estaban abarrotadas de herramientas, restos de madera y un extraño surtido de objetos de metal. La única otra cosa que había en el cuarto era una enorme plataforma que se alzaba en el centro del suelo, cubierta con lo que parecía una maqueta a escala, en miniatura, de una ciudad. Era algo maravilloso de ver, con sus locos capiteles y edificios realistas, sus estrechas calles y microscópicas figuras humanas, y cuando los cuatro se aproximaban a la plataforma, Nashe empezó a sonreír, atónito ante la pura inventiva y la primorosa minuciosidad de todo ello.


– Se llama la Ciudad del Mundo -dijo Stone modestamente, casi haciendo un esfuerzo para pronunciar las palabras-. Está aún a medio terminar, más o menos, pero supongo que podrán hacerse una idea de cómo llegará a ser.

Hubo una ligera pausa mientras Stone buscaba algo más que decir y Flower aprovechó ese breve intervalo para empezar a hablar de nuevo, actuando como uno de esos padres orgullosos y dominantes que siempre obligan a su hijo a tocar el piano ante los invitados.

– Willie lleva ya cinco años trabajando en esto -dijo-, y tendrán que reconocer que es asombroso, una obra fabulosa. Miren el ayuntamiento. Tardó cuatro meses en hacer sólo ese edificio.

– Me gusta trabajar en ello -dijo Stone, sonriendo tímidamente-. Así es como me gustaría que fuese el mundo. Aquí todo pasa al mismo tiempo.

– La ciudad de Willie es más que un simple juguete -dijo Flower-, es una visión artística de la humanidad. En un sentido, es una autobiografía, pero en otro sentido es lo que podríamos llamar una utopía; un lugar donde el pasado y el futuro se juntan, donde el bien finalmente triunfa sobre el mal. Si miran con atención, verán que muchas de las figuras representan al propio Willie. Allí, en el parque infantil, le ven de niño. Más allá, le ven de adulto puliendo lentes en su tienda. Allí, en la esquina de esa calle, estamos los dos comprando el billete de lotería. Su esposa y sus padres están enterrados en ese cementerio, pero también están aquí, flotando como ángeles sobre esta casa. Si se agachan, verán a la hija de Willie cogida de su mano en los escalones de la entrada. Eso es lo que podríamos llamar el telón de fondo privado, el material personal, el componente interior. Pero todas estas cosas se integran en un contexto más amplio. Son únicamente un ejemplo, una ilustración del viaje de un hombre por la Ciudad del Mundo. Miren el Palacio de Justicia, la Biblioteca, el Banco y la Prisión. Willie los llama los Cuatro Reinos de la Unión, y cada uno desempeña un papel fundamental para mantener la armonía de la ciudad. Si miran la Prisión, verán que todos los presos están trabajando alegremente en diversas tareas, que todos están sonriendo. Es porque están contentos de que les castiguen por sus delitos y de estar ahora aprendiendo a recobrar, por medio del trabajo duro, la bondad que hay en ellos. Eso es lo que yo encuentro tan inspirador de la

ciudad de Willie. Es un lugar imaginario, pero también realista. El mal sigue existiendo pero los poderes que gobiernan la ciudad han encontrado la manera de transformar ese mal nuevamente en bien. Aquí reina la sabiduría, pero la lucha es constante a pesar de todo y se requiere gran vigilancia por parte de todos los ciudadanos, cada uno de los cuales lleva la ciudad entera dentro de sí. William Stone es un gran artista, caballeros, y considero un gran honor contarme entre sus amigos.

Mientras Stone se sonrojaba y miraba al suelo, Nashe señaló una zona vacía de la plataforma y le preguntó cuáles eran sus planes para esa sección. Stone levantó la cabeza, miró al vacío por un momento y luego sonrió al pensar en el trabajo que le esperaba.

– La casa en la que nos encontramos ahora -dijo-. La casa y luego la finca, los campos y los bosques. A la derecha -y entonces señaló en dirección al extremo opuesto- estoy pensando en hacer una maqueta separada de este cuarto. Yo estaría en él, naturalmente, lo que significa que también tendría que construir otra Ciudad del Mundo. Una segunda ciudad más pequeña para que quepa en la habitación dentro de la habitación.

– ¿Quiere decir una maqueta de la maqueta? -preguntó Nashe.

– Sí, una maqueta de la maqueta. Pero antes tengo que acabar todo lo demás. Sería el último elemento, algo que añadiría sólo al final.

– Nadie podría hacer algo tan pequeño -dijo Pozzi, mirando a Stone como si estuviera loco-. Te quedarías ciego tratando de hacer una cosa así.

– Tengo mis lentes -dijo Stone-. Todo el trabajo más pequeño lo hago con lupas.

– Pero si hiciera la maqueta de la maqueta -dijo Nashe-, teóricamente tendría que hacer otra maqueta aún más pequeña de esa maqueta. Una maqueta de la maqueta de la maqueta. Eso podría continuar indefinidamente.

– Sí, supongo que sí -dijo Stone, sonriendo por el comentario de Nashe-. Pero creo que sería muy difícil pasar del segundo nivel, ¿no le parece? No me refiero sólo a la construcción, también me refiero al tiempo. He tardado cinco años en llegar hasta aquí. Probablemente me costará otros cinco acabar la primera maqueta. Si la maqueta de la maqueta es tan difícil como creo que será, puede que incluso veinte. Ahora tengo cincuenta y seis años. Si sumamos, veremos que seré muy viejo cuando termine. Y nadie vive eternamente. Al menos eso es lo que yo pienso. Quizá Bill tenga otras ideas respecto a eso, pero yo no apostaría mucho dinero por ellas. Antes o después, voy a dejar este mundo igual que todos.

– ¿Quieres decir -preguntó Pozzi, alzando la voz por la incredulidad- que te propones trabajar en esta cosa el resto de tu vida?

– Oh, sí -dijo Stone, casi escandalizado de que alguien hubiera podido dudarlo-. Por supuesto que sí.

Hubo un breve silencio mientras este comentario calaba, y luego Flower rodeó con un brazo los hombros de Stone y dijo:

– No pretendo tener ninguno de los talentos artísticos de Willie. Pero tal vez sea mejor así. Dos artistas en la misma casa podría resultar un poco excesivo. Alguien tiene que ocuparse del aspecto práctico de las cosas, ¿eh, Willie? Se necesitan toda clase de personas para hacer un mundo.

La interminable charla de Flower continuó mientras salían del taller de Stone, volvían al corredor y se acercaban a la otra puerta.

– Como verán, caballeros -iba diciendo-, mis intereses van completamente en otra dirección. Por naturaleza, supongo que se me podría considerar un anticuario. Me gusta buscar objetos históricos que tengan algún valor o importancia, rodearme de restos tangibles del pasado. Willie hace cosas; a mí me gusta coleccionarlas.

La mitad del ala este que pertenecía a Flower era totalmente distinta de la de Stone. En lugar de ser una gran zona abierta, la suya estaba dividida en una red de cuartos más pequeños y, de no ser por la cúpula de cristal en lo alto, el ambiente podría haber sido agobiante. Cada uno de los cinco cuartos estaba ahogado por los muebles, las librerías atestadas, las alfombras, las plantas y una multitud de chucherías, como si el propósito hubiese sido reproducir el denso y recargado estilo de un salón victoriano. Según les explicó Flower, sin embargo, había cierto método en el aparente desorden. Dos de los cuartos estaban dedicados a su biblioteca (primeras ediciones de autores ingleses y norteamericanos en uno; su colección de libros de historia en el otro), un tercer cuarto lo ocupaban sus cigarros puros (una cámara de temperatura controlada con el techo en pendiente que albergaba sus existencias de obras maestras liadas a mano: puros de Cuba y Jamaica, de las Islas Canarias y de las Filipinas, de Sumatra y de la República Dominicana) y una cuarta habitación era el despacho desde el cual dirigía sus asuntos financieros (una habitación anticuada como las otras, pero en la que había también varias piezas de equipo moderno: teléfono, máquina de escribir, ordenador, fax, archivadores, etc.). La última habitación tenía el doble de tamaño que cualquiera de las otras y, al estar notablemente menos abarrotada, a Nashe le pareció casi agradable por contraste. Este era el lugar donde Flower conservaba sus objetos históricos memorables. Largas hileras de vitrinas de exposición ocupaban el centro del cuarto, y en las paredes había estanterías de caoba y armarios con puertas de cristal. A Nashe le pareció que había entrado en un museo. Cuando miró a Pozzi, el muchacho le dedicó una sonrisa bobalicona y puso los ojos en blanco, dejando perfectamente claro que estaba muerto de aburrimiento.

A Nashe la colección le pareció más curiosa que aburrida. Primorosamente montado y etiquetado, cada objeto aparecía bajo el cristal como proclamando su propia importancia, pero en realidad había poca cosa interesante. La sala era un monumento a la trivialidad, llena de artículos de un valor tan marginal que Nashe se preguntó si no sería una especie de broma. Pero Flower parecía demasiado orgulloso de sí mismo para comprender lo ridículo que era aquello. No cesaba de referirse a las piezas como “joyas” o “tesoros”, ignorando la posibilidad de que hubiese personas en el mundo que no compartieran su entusiasmo, y durante la media hora que se prolongó la visita Nashe tuvo que reprimir un impulso de compadecerle.

A la larga, sin embargo, la impresión que perduró de esa sala fue muy diferente de lo que Nashe había imaginado. En las semanas y los meses que siguieron se encontró a menudo pensando en lo que había visto allí, y le asombró darse cuenta de la cantidad de objetos que podía recordar. Empezaron a adquirir para él una cualidad luminosa, casi trascendente, y siempre que tropezaba con uno de ellos en su mente, desenterraba una imagen tan clara que parecía resplandecer como una aparición de otro mundo. El teléfono que en otro tiempo había estado en la mesa de despacho de Woodrow Wilson. Un pendiente con una perla que había llevado Sir Walter Raleigh. Un lápiz que se había caído del bolsillo de Enrico Fermi en 1942. Los gemelos de campo del general McClellan. Un puro a medio fumar robado de un cenicero del despacho de Winston Churchill. Una sudadera que había llevado Babe Ruth en 1927. La Biblia de William Seward. El bastón que usó de muchacho Nathaniel Hawthorne cuando se rompió una pierna. Unas gafas que había utilizado Voltaire. Era todo tan azaroso, tan tergiversado, tan absolutamente fuera de lugar. El museo de Flower era un cementerio de sombras, un templo demente al espíritu de la nada. Si esos objetos continuaban llamándole, comprendió Nashe, se debía a que eran impenetrables, a que se negaban a divulgar nada de sí mismos. No tenían nada que ver con la historia, nada que ver con los hombres a los que habían pertenecido. La fascinación era simplemente por los objetos como cosas materiales y la forma como habían sido arrancados de cualquier contexto posible, condenados por Flower a continuar existiendo sin ninguna razón: difuntos, privados de propósito, solos en sí mismos ya para siempre. Era el aislamiento lo que obsesionaba a Nashe, la imagen de irreductible separación lo que ardía en su memoria, y por mucho que se esforzó en conseguirlo, nunca se vio libre de ella.

– He empezado a desviarme a nuevas áreas -dijo Flower-. Las cosas que ven aquí son lo que podríamos llamar retazos, recuerdos diminutos, motas de polvo que se han escapado por las rendijas. Ahora he iniciado un nuevo proyecto que al final hará que todo esto parezca un juego de niños. -El hombre calló un momento, acercó una cerilla al cigarro apagado y luego dio varias caladas hasta que su cara estuvo envuelta en humo-. El año pasado Willie y yo hicimos un viaje a Inglaterra e Irlanda. No hemos viajado mucho, lamento decirlo, y esa breve visión de la vida en el extranjero nos proporcionó un enorme placer. Lo mejor fue descubrir cuántas cosas antiguas hay en esa parte del mundo. Nosotros los norteamericanos estamos siempre demoliendo lo que construimos, destruyendo el pasado para empezar de nuevo, precipitándonos de cabeza hacia el futuro. Pero nuestros primos del otro lado del charco le tienen más cariño a su historia, les consuela saber que pertenecen a una tradición, a antiquísimos hábitos y costumbres. No les aburriré extendiéndome sobre mi amor al pasado. No tienen más que mirar a su alrededor para saber cuánto significa para mí. Mientras estaba allí con Willie, visitando los lugares y los monumentos antiguos, se me ocurrió que tenía la oportunidad de hacer algo en grande. Estábamos en el oeste de Irlanda y un día, cuando íbamos en coche por la campiña, vimos un castillo del siglo XV. No era más que un montón de piedras, en realidad, que se alzaba abandonado en un pequeño valle, con un aspecto tan triste y desamparado que mi corazón se prendó de él. Para abreviar una larga historia, decidí comprarlo y traérmelo a Estados Unidos. Eso llevó algún tiempo, naturalmente. El dueño era un vejete de nombre Muldoon, Lord Patrick Muldoon, y, como es natural, se resistía a vender. Fue necesaria cierta persuasión por mi parte, pero el dinero manda, como se suele decir, y al final conseguí lo que quería. Las piedras del castillo fueron cargadas en camiones y transportadas hasta un barco en Cork. Luego cruzaron el océano, las cargaron otra vez en camiones y nos las trajeron a nuestra finquita en los bosques de Pennsylvania. Fantástico, ¿no? La operación costó un buen puñado de billetes, se lo aseguro, pero ¿qué se podía esperar? Había más de diez mil piedras y ya pueden imaginarse lo que pesaba esa clase de carga. Pero ¿por qué preocuparse cuando el dinero no es un obstáculo? El castillo llegó hace menos de un mes, y mientras estamos aquí hablando, está en esta finca, en un prado en el extremo norte de nuestras tierras. Imagínense, caballeros. Un castillo irlandés del siglo xv derruido por Oliver Cromwell. Una ruina histórica del mayor interés, y es propiedad de Willie y mía.

– No estarán pensando en reconstruirlo, ¿verdad? -preguntó Nashe.

Por alguna razón, la idea le parecía grotesca. En lugar de imaginarse el castillo, veía la encorvada figura del viejo Lord Muldoon, rindiéndose con fatiga al trabuco de la fortuna de Flower.

– Willie y yo lo pensamos -contestó Flower-, pero finalmente desechamos la idea por ser poco práctica. Faltan demasiadas piezas.

– Una mezcolanza -dijo Stone-. Para reconstruirlo tendríamos que mezclar nuevos materiales con los viejos. Y eso seria un contrasentido.

– Así que tienen diez mil piedras puestas en un prado -dijo Nashe- y no saben qué hacer con ellas.

– Ya no es así -respondió Flower-. Sabemos exactamente lo que vamos a hacer con ellas. ¿Verdad, Willie?

– Desde luego -afirmó Stone, sonriendo repentinamente con alegría-. Vamos a construir un muro.

– Un monumento, para ser más precisos -dijo Flower-. Un monumento en forma de muro.

– Qué fascinante -comentó Pozzi, su voz rezumando untuoso desprecio-. Me muero de ganas de verlo.

– Sí -dijo Flower, sin percibir el tono burlón del muchacho-, es una solución ingeniosa, aunque esté mal que yo lo diga. En lugar de intentar reconstruir el castillo, vamos a convertirlo en una obra de arte. En mi opinión, no hay nada más misterioso ni bello que un muro. Ya lo estoy viendo: levantándose como una enorme barrera contra el tiempo. Será un monumento conmemorativo de sí mismo, caballeros, una sinfonía de piedras resucitadas, que cada día cantará una endecha por el pasado que llevamos en nuestro interior.

– Un Muro de las Lamentaciones -dijo Nashe.

– Sí- afirmó Flower-, un Muro de las Lamentaciones. Un Muro de las Diez Mil Piedras.

– ¿Quién te lo va a hacer, Bill? -preguntó Pozzi-. Si necesitas un buen contratista, quizá pueda ayudarte. ¿O pensáis hacerlo vosotros mismos?

– Creo que ya somos un poco viejos para eso -respondió Flower-. Nuestro factótum contratará a los obreros y supervisará el trabajo diario. Creo que ya le habéis conocido. Se llama Calvin Murks. Es el hombre que os abrió la puerta de la verja.

– ¿Y cuándo empiezan las obras? -preguntó Pozzi.

– Mañana -contestó Flower-. Antes tenemos que ocuparnos de una partidita de póquer. Una vez que hayamos terminado con eso, el muro es nuestro próximo proyecto. A decir verdad, hemos estado demasiado ocupados preparándonos para esta noche como para dedicarle mucha atención. Pero esta noche está ya casi encima y luego pasamos a lo siguiente.

– De naipes a castillos -dijo Stone.

– Exactamente -respondió Flower-. Y de la charla a la comida. Lo crean o no, amigos míos, me parece que es hora de cenar.


Nashe ya no sabía qué pensar. Al principio había tomado a Flower y Stone por un par de amables excéntricos -más bien tontos, quizá, pero esencialmente inofensivos-, pero cuanto más veía de ellos y escuchaba lo que decían, más inciertos se volvían sus sentimientos. El dulce Stone, por ejemplo, cuya actitud era tan humilde y benévola, pasaba sus días construyendo la maqueta de un mundo extraño y totalitario. Desde luego era encantador, desde luego era habilidoso, brillante y admirable, pero había una especie de retorcida lógica de vudú en la cosa, como si debajo de toda la monería y dificultad uno percibiera una insinuación de violencia, un ambiente de crueldad y desquite. También con Flower todo era ambiguo, difícil de precisar. Un momento parecía perfectamente sensato; al siguiente, daba la impresión de un lunático, divagando sin cesar como un completo loco. No había duda de que era simpático, pero incluso su jovialidad parecía forzada, sugiriendo que si no les bombardease con toda aquella charla pedante y excesivamente precisa, tal vez la máscara de camaradería se le caería de la cara. ¿Y qué revelaría? Nashe no se había formado una opinión definida, pero sabía que se sentía cada vez más inquieto. Por lo menos, se dijo, debía observarles atentamente, mantenerse en guardia.

La cena resultó una situación ridícula, una farsa de baja categoría que pareció anular las dudas de Nashe y demostrar que Pozzi tenía razón: Flower y Stone no eran más que dos niños grandes, un par de payasos bobos que no merecían que se les tomara en serio. Cuando bajaron del ala este, la enorme mesa de nogal ya estaba puesta para cuatro. Flower y Stone ocuparon sus puestos habituales en las dos cabeceras y Nashe y Pozzi se sentaron en el medio uno frente a otro. La sorpresa inicial se produjo cuando Nashe miró su mantelito. Era una baratija de plástico que parecía datar de los años cincuenta y sobre la superficie de vinilo estaba estampada una fotografía a todo color de Hopalong Cassidy, el vaquero estrella de las viejas películas de las sesiones matinales de los sábados. La primera reacción de Nashe fue interpretarlo como un deliberado detalle kitsch, un pequeño gesto de humor por parte de sus anfitriones, pero luego llegó la comida, y ésta resultó ser un banquete infantil, una cena adecuada para niños de seis años: hamburguesas entre panecillos blan cos sin tostar, botellas de Coca-Cola con una pajita de plástico asomando por la boca, patatas fritas, mazorcas de maíz y un recipiente de salsa de tomate en forma de tomate. Aparte de la ausencia de gorros de papel y matasuegras, aquello le recordó a Nashe las fiestas de cumpleaños a las que asistía de pequeño. No paraba de mirar a Louise, la doncella negra que les servía, buscando en su expresión algo que revelara la broma, pero ella no sonrió ni una vez y hacía su trabajo con toda la solemnidad de una camarera de un restaurante de cuatro tenedores. Para empeorar las cosas, Flower comía con la servilleta de papel metida por el cuello de la camisa (probablemente para evitar salpicarse el traje blanco), y cuando vio que Stone se había dejado la mitad de su hamburguesa se inclinó hacia adelante con un brillo glotón en los ojos y le preguntó a su amigo si podía terminársela él. Stone estaba encantado de complacerle, pero, en lugar de pasarle el plato, sencillamente cogió con los dedos la hamburguesa a medio comer, se la tendió a Pozzi y le pidió que se la diera a Flower. Por la expresión de la cara de Pozzi en ese momento, Nashe pensó que estaba a punto de arrojársela al gordo, gritando algo como ¡Cógela! o ¡Piensa rápido! mientras la carne volaba por el aire. De postre, Louise trajo cuatro platos de jalea de frambuesa, cada uno coronado con un pequeño montículo de nata y una cereza glaseada.

Lo más extraño de la cena fue que nadie dijo nada sobre ella. Flower y Stone se comportaban como si fuese perfectamente normal que los adultos comiesen así, y ninguno de los dos ofreció disculpas ni explicaciones. En un momento dado Flower mencionó que ellos siempre tomaban hamburguesas los lunes por la noche, pero eso fue todo. Por lo demás, la conversación transcurrió igual que antes (es decir, Flower peroró largamente y los demás le escucharon), y cuando estaban masticando las últimas patatas fritas la charla había vuelto al tema del póquer. Flower enumeró todas las razones por las que el juego le resultaba tan atractivo -la sensación de riesgo, el combate mental, su absoluta pureza-, y por una vez pareció que Pozzi le prestaba algo más que una fingida atención. Nashe no dijo nada, sabiendo que era poco lo que podía añadir al tema. Luego la cena acabó y al fin los cuatro se levantaron de la mesa. Flower preguntó si a alguien le apetecía una copa y, cuando Nashe y Pozzi declinaron la invitación, Stone se frotó las manos y dijo:

– Entonces tal vez deberíamos pasar a la otra habitación y abrir la baraja.

Y así empezó la partida.

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