ANEXOS Y DOCUMENTOS

BRANCUSI Y LAS MITOLOGÍAS [1]

Recientemente releía yo algunas piezas de la apasionante controversia suscitada en torno a Brancusi. ¿Supo mantenerse como un campesino de los Cárpatos, a pesar del medio siglo que vivió en París, centro de todas las innovaciones y revoluciones artísticas modernas? O más bien, como opina, por ejemplo, el crítico americano Sidney Geist, ¿llegó a ser Brancusi lo que fue gracias a los influjos de la Escuela de París y al descubrimiento de las artes exóticas, especialmente de las esculturas y las máscaras africanas? Al mismo tiempo que leía las piezas de esta controversia, contemplaba las fotografías reproducidas por Ionel Jianou en su monografía (París 1963): Brancusi en su taller del callejón Ronsin, su cama, su estufa. Sería difícil no reconocer el «estilo» de una vivienda campesina, pero hay allí algo más; se trata de la vivienda de Brancusi, de su «mundo» peculiar, creado por él mismo, con sus propias manos, podríamos decir. No es la reproducción de un modelo preexistente, «casa de campesino rumano» o «taller de un artista parisino de vanguardia».


Pero no hay más que fijarse en la estufa. No sólo por el hecho de que la necesidad de tener una estufa campesina nos dice ya mucho sobre el estilo de vida que Brancusi decidió conservar en París, sino también porque el simbolismo de la estufa o del hogar podría ilustrar cierto secreto del genio de Brancusi.


Se da, en efecto, el hecho -paradójico para muchos críticos- de que Brancusi parece haber recuperado la fuente de inspiración «rumana» después de su encuentro con ciertas creaciones artísticas «primitivas» y arcaicas.


Resulta, sin embargo, que esta «paradoja» constituye uno de los temas favoritos de la sabiduría popular. Recordaré ahora un solo ejemplo, la historia del rabino Eisik de Cracovia, que el indianista Heinrich Zimmer extrajo de los Khassidischen Bücher de Martín Buber. Este piadoso rabino, Eisik de Cracovia, tuvo un sueño que le exigía trasladarse a Praga, donde, bajo el gran puente que conduce al castillo real, encontraría un tesoro oculto. El sueño se repitió tres veces y el rabino se decidió por fin a partir. Una vez llegado a Praga, encontró el puente, pero éste se hallaba vigilado día y noche por centinelas. Eisik no se atrevió a cavar. Mientras merodeaba por los alrededores, terminó por llamar la atención del capitán de los guardias, que le preguntó amablemente si había perdido algo. Con toda sencillez, el rabino le contó su sueño. El oficial estalló en carcajadas: «¡Pobre hombre! ¿De verdad que has gastado tus sandalias recorriendo tan largo camino sólo por causa de un sueño? ¿Qué hombre razonable creería en un sueño?». También el oficial había escuchado en sueños una voz. «Una voz que me hablaba de Cracovia y que me ordenaba marchar allá y buscar un gran tesoro en casa de un rabino llamado Eisik, Eisik hijo de Jekel. El tesoro sería descubierto en un rincón polvoriento en que se hallaba enterrado detrás de la estufa». Pero el oficial no daba ningún crédito a las voces oídas en sueños. El oficial era una persona razonable. El rabino se inclinó profundamente, le dio las gracias y regreso apresuradamente a Cracovia. Cavó en el rincón abandonado de su casa y descubrió el tesoro que puso fin a su miseria.


«Por consiguiente -comenta Heinrich Zimmer-, el verdadero tesoro, el que pone fin a nuestras pruebas y miserias, nunca está lejos, sino que yace sepultado en los rincones más apartados de nuestra propia casa, es decir de nuestro propio ser. Está detrás de la estufa, el centro dador de vida y de calor que rige nuestra existencia, el corazón de nuestro corazón, y lo único que tenemos que hacer es saber cavar. Pero queda también el hecho de que únicamente después de un viaje piadoso por una región lejana, por un país extranjero, por una tierra nueva, se nos podrá revelar la significación de esta voz interior que guía nuestra búsqueda. Y a este hecho extraño y constante viene a añadirse otro, y es que el sentido de nuestro misterioso viaje interior ha de sernos revelado por un extranjero, un hombre de otras creencias o de otra raza.»


Volviendo a nuestro tema, aún aceptando el punto de vista de Sidney Geist, concretamente que la influencia ejercida por la Escuela de París fue decisiva en la formación de Brancusi, mientras que «la influencia del arte popular rumano es inexistente», queda el hecho de que las obras maestras de Brancusi encajan en el universo de las formas plásticas y de la mitología popular rumana, hasta el punto de que incluso llevan nombres rumanos (la Maiastra , por ejemplo). Dicho de otro modo, las influencias habrían provocado una especie de anamnesis que le habría llevado por necesidad a un autodescubrimiento. El encuentro con las creaciones de la vanguardia parisina o con el mundo arcaico (África) habría puesto en marcha un proceso de «interiorización», de retorno hacia un mundo secreto e inolvidable, un mundo a la vez de la infancia y de la imaginación. Pudo ocurrir que después de haber comprendido la importancia de ciertas creaciones modernas redescubriera Brancusi la riqueza artística de su propia tradición y que presintiera, en última instancia, las posibilidades creadoras


de esa misma tradición. En todo caso, ello no quiere decir que Brancusi, después de ese descubrimiento, se pusiera a hacer «arte popular rumano». No imitó las formas ya existentes, no copió el folklore. Por el contrario, entendió que la fuente de todas estas formas arcaicas -lo mismo las del arte popular de su país que las de la protohistoria balcánica y mediterránea, del arte «primitivo» africano y oceánico- se hundía profundamente en el pasado, y entendió también que esta fuente primordial nada tenía que ver con la historia «clásica» de la escultura, en la que estuvo situado, como todos sus contemporáneos, durante su juventud en Bucarest, en Munich o en París.


La genialidad de Brancusi está en el hecho de que acertó a encontrar la verdadera «fuente» de las formas que luego sería capaz de crear. En lugar de reproducir los universos plásticos del arte popular rumano o africano, se aplicó, por así decirlo, a «interiorizar» su propia experiencia vital. Por ello logró recuperar la «presencia ante el mundo» específica del hombre arcaico, fuera éste un cazador del Paleolítico inferior o un agricultor del Neolítico mediterráneo, cárpato-danubiano o africano. Si en el arte de Brancusi se han podido advertir no sólo una solidaridad estructural y morfológica con el arte popular rumano, sino además ciertas analogías con el arte negro o la estatuaria de la prehistoria mediterránea y balcánicas, ello es así porque todos estos universos plásticos son culturalmente homologables, porque sus fuentes están en el Paleolítico inferior y en el Neolítico. Dicho de otro modo, gracias al proceso de «interiorización» al que hemos aludido y a la anamnesis que fue su resultado, Brancusi logró «ver el mundo» como los autores de las obras maestras prehistóricas, etnológicas y folkloricas. En cierto sentido recuperó la «presencia ante el mundo» que permitiría a aquellos artistas desconocidos crear su propio universo plástico en un espacio que nada tenía que ver, por ejemplo, con el espacio del arte griego «clásico».


Cierto que todo esto no basta para explicar el genio de Brancusi ni su obra. En efecto, no es suficiente recuperar la «presencia ante el mundo» de un campesino del Neolítico para poder crear como un artista del mismo período. Pero llamar la atención sobre el proceso de «interiorización» nos ayuda a comprender, por una parte, la extraordinaria novedad de Brancusi y, por otra, el hecho de que algunas de sus obras nos parezcan estructuralmente solidarias de las creaciones artísticas prehistóricas, campesinas o etnográficas.


La actitud de Brancusi ante los materiales y sobre todo ante la piedra quizá nos ayude un día a entender algo de la mentalidad de los hombres prehistóricos. En efecto, Brancusi se acercaba a ciertas piedras con la reverencia exaltada y a la vez angustiada de alguien que veía manifestarse en ese elemento una potencia sagrada, una hierofanía.


Nunca sabremos en qué universo imaginario se movía Brancusi durante su largo trabajo de pulimento. De lo que no cabe duda es de que esa prolongada intimidad con la piedra alentaría las «ensoñaciones de la materia» brillantemente analizadas por G. Bachelard. Era como sumirse en un mundo de las profundidades en el que la piedra, la «materia» por excelencia, se manisfestaba como una realidad misteriosa, pues incorporaba la sacralidad, la fuerza, la obra lograda. Al descubrir la «materia» como fuente y lugar de epifanías y de significaciones religiosas, Brancusi pudo recuperar o adivinar las emociones y la inspiración de un artista de los tiempos arcaicos.


La «interiorización» y la «inmersión» en las profundidades formaban parte por lo demás del Zeitgeist de comienzos del siglo xx. Freud acababa de poner a punto la técnica de la exploración que permitía llegar a las profundidades del inconsciente; Jung creía estar en condiciones de sumergirse aún más profundamente en lo que él llamaba el inconsciente colectivo; el espeleólogo Emile Racovitza estaba a punto de identificar en la fauna de las cavernas los «fósiles vivientes», formas orgánicas tanto más preciosas cuanto que no son fosilizables; Lévy-Bruhl aislaba en la «mentalidad primitiva» una fase arcaica, prelógica, del pensamiento humano.


Todas estas investigaciones y estos descubrimientos tenían un punto en común, y es que venían a revelar unos valores, unos estados, unos comportamientos ignorados hasta entonces por la ciencia, unas veces porque habían permanecido inaccesibles a la investigación y otras, especialmente, porque no ofrecían interés alguno a la mentalidad racionalista de la segunda mitad del siglo xix. Todas estas investigaciones implicaban en cierto modo un descensus ad inferos y, en consecuencia, el descubrimiento de unas etapas de vida, de experiencia y de pensamiento que precedieron a la formación de sistemas de significación conocidos y estudiados hasta entonces, sistemas que podríamos llamar «clásicos», puesto que de una o de otra manera estaban vinculados a la instauración de la razón como único principio capaz de captar la realidad.


Brancusi era contemporáneo por excelencia de esta tendencia a la «interiorización» y la búsqueda de las «profundidades», contemporáneo del interés apasionado por las etapas primitivas, prehistóricas y prerracionales de la creatividad humana. Después de haber comprendido el «secreto» central -concretamente que no son las creaciones folklóricas o etnográficas las más adecuadas para renovar o enriquecer el arte moderno, sino el descubrimiento de sus «fuentes»-, Brancusi se sumergió en una serie de búsquedas sin fin interrumpidas únicamente por su muerte. Volvió incansablemente una y otra vez sobre ciertos temas como si estuviera obsesionado por el misterio de sus posibilidades artísticas, que nunca conseguía realizar. Trabajó, por ejemplo, diecinueve años en la Columna sin fin, y veintiocho en el ciclo de los Pájaros. En su Catálogo razonado, Ionel Jianou registra cinco versiones en madera de encina de la Columna sin fin, además de otras en yeso y en acero, ejecutadas entre 1918 y 1937. En cuanto al ciclo de los Pájaros, de 1912 a 1940, Brancusi terminó veintinueve versiones, en bronce bruñido, en mármol de distintos colores y en yeso. Ciertamente, en otros artistas antiguos y modernos se da esta misma vuelta constante a determinados temas centrales. Pero este método es peculiar sobre todo de los artistas populares y etnográficos, para quienes los modelos ejemplares han de ser tomados e «imitados» indefinidamente por razones que nada tienen que ver con la «falta de imaginación» o de «personalidad» por parte del artista.


Es significativo que en la Columna sin fin recuperase Brancusi un motivo folklórico rumano, la «columna del cielo» (columna cerului), que prolonga un tema mitológico atestiguado ya en la prehistoria y que, por otra parte, está muy difundido en todo el mundo. La «columna del cielo» sostiene la bóveda celeste; dicho de otro modo, es un axis mundi, del que se conocen numerosas variantes: la columna Irminsul de los antiguos germanos, los pilares cósmicos de las poblaciones nordasiáticas, la montaña central, el árbol cósmico, etc. El simbolismo del axis mundi es complejo: el eje sostiene el cielo y a la vez asegura la comunicación entre el cielo y la tierra. Cuando el hombre se aproxima a un axis mundi, que se supone situado en el centro del mundo, puede establecer comunicación con las potencias celestes. La concepción del axis mundi como columna de piedra que sostiene el mundo refleja con toda probabilidad las creencias características de las culturas megalíticas (iv-iii milenios a. C.). Pero el simbolismo y la mitología de la columna celeste se difundieron más allá de las fronteras de la cultura megalítica.


Al menos por lo que se refiere al folklore rumano, la «columna del cielo» representa una creencia arcaica, precristiana, pero que fue rápidamente cristianizada, puesto que aparece en las canciones rituales de Navidad (colinde). Brancusi oiría sin duda hablar de la «columna del cielo» en su aldea natal o en la majada de los Cárpatos en que aprendió su oficio de pastor. Esta imagen le obsesionaba sin duda, pues, como veremos, se integraba en el simbolismo de la ascensión, del vuelo, de la trascendencia. Es de notar que Brancusi no eligió la «forma pura» de la columna -que sólo podía significar el «soporte», el «puntal» del cielo-, sino una forma romboidal infinitamente repetida que la asemeja a un árbol o a un pilar provisto de entalladuras. Dicho de otro modo, Brancusi puso en evidencia el simbolismo de la ascensión, pues, imaginariamente, se experimenta el deseo de trepar a lo largo de este «árbol celeste». Ionel Jianou recuerda que las formas romboidales «representan un motivo decorativo tomado de los pilares de la arquitectura rural». Pero el simbolismo del pilar de las viviendas rurales depende también del «campo simbólico» del axis mundi. En numerosas viviendas arcaicas, el pilar central sirve efectivamente de medio de comunicación con el cielo.


No es la ascensión hacia el cielo de las cosmologías arcaicas lo que obsesiona a Brancusi, sino el vuelo hacia un espacio infinito. Dice de su columna que es «sin fin». No solo por el hecho de que jamas podría acabarse semejante columna, sino sobre todo porque ésta se lanza hacia un espacio que no podría tener límites, ya que se funda en la experiencia extática de la libertad absoluta. Es el mismo espacio hacia el que se lanzan sus Pájaros. Del antiguo simbolismo de la «columna del cielo», Brancusi ha retenido únicamente el elemento central: la ascensión en tanto que trascendencia de la condición humana. Pero logró revelar a sus contemporáneos que se trata de una ascensión extática, carente de todo carácter «místico». Basta dejarse «llevar» por la fuerza de la obra para recuperar la bienaventuranza olvidada de una existencia libre de todo sistema de condicionamientos, iniciado en 1912 con la primera versión de la Maiastra , el tema de los Pájaros resulta aún más revelador. Brancusi, en efecto, partió de un célebre motivo folklórico rumano para desembocar, a lo largo de un dilatado proceso de «interiorización», en un tema ejemplar, a la vez arcaico y universal. La Maiastra , más exactamente Paserea maiastra (literalmente «el pájaro maravilloso»), es un ave fabulosa de los cuentos populares rumanos que asiste al Príncipe encantado (Fat-Frumos) en sus combates y en sus pruebas. En otro ciclo narrativo, la Maiastra consigue robar las tres manzanas de oro que da cada año un manzano maravilloso. Sólo un hijo de rey puede herirle o capturarle. En algunas variantes, una vez herido o capturado, el «pájaro maravilloso» resulta ser un hada. Se diría que Brancusi quiso insistir en este misterio de la doble naturaleza subrayando, en las primeras variantes (1912-1917), la feminidad de la Maiastra. Pero su interés se centró muy pronto en el misterio del vuelo.


Ionel Jianou recogió estas declaraciones del mismo Brancusi: «He querido que la Maiastra levantara la cabeza sin que ese movimiento significara fiereza, orgullo o desafío. Fue el problema más difícil y sólo a través de un largo esfuerzo logré que ese movimiento se integrara en el arranque del vuelo». La Maiastra , que en el folklore es casi invulnerable (sólo el Príncipe logra herirla), se convierte en el Pájaro en el espacio; dicho de otro modo, lo que ahora se trata de expresar en la piedra es el «vuelo mágico». La primera versión de la Maiastra como Pájaro en el espacio data de 1919, y la última de 1940. Finalmente, como escribe Jianou, Brancusi logra «transformar el material amorfo en una elipse de superficies translúcidas de una pureza asombrosa que irradia la luz y encarna, en su impulso irresistible, la esencia del vuelo».


También decía Brancusi: «No he buscado durante toda mi vida otra cosa que la esencia del vuelo… El vuelo, ¡qué felicidad!». No tenía necesidad de leer los libros para saber que el vuelo es un equivalente de la felicidad, ya que simboliza la ascensión, la trascendencia, la superación de la condición humana. El vuelo proclama que la pesantez queda abolida, que se ha producido una mutación ontológica en el mismo ser humano. Los mitos, cuentos y leyendas relativos a los héroes o a los magos que se mueven libremente entre la tierra y el cielo se hallan universalmente difundidos. Con las imágenes del ave, las alas y el vuelo se relacionan numerosos símbolos alusivos a la vida espiritual ¿sobre todo a las experiencias extáticas y a los poderes de la inteligencia. El simbolismo del vuelo traduce una ruptura llevada a cabo en el universo de la experiencia cotidiana. Es evidente la doble intencionalidad de esta ruptura: se trata a la vez de la trascendencia y de la libertad que se consiguen mediante el «vuelo».


No es este el momento de reanudar los análisis que hemos ofrecido en otros lugares. Lo cierto es, sin embargo, que se ha llegado a demostrar que en los niveles distintos, pero relacionados entre sí, del sueño, de la imaginación activa, de la creación mitológica y del folklore, de los ritos, de la especulación metafísica y de la experiencia extática, el simbolismo de la ascensión significa siempre la ruptura, de una situación «petrificada», «bloqueada», la ruptura de niveles que hace posible el tránsito hacia otro modo del ser, la libertad, en resumidas cuentas, de moverse, es decir, es decir, de cambiar de situación, de abolir un sistema de condicionamientos. Es significativo que Brancusi se sintiera obsesionado durante toda su vida por lo que él llamaba la «esencia del vuelo». Pero es extraordinario el hecho de que lograra expresar el arranque ascensional utilizando el arquetipo mismo de la pesantez, la «materia» por excelencia, la piedra. Podría casi decirse que operó una transmutación de la «materia», más exactamente que llevó a cabo una coincidentia oppositorum, pues en el mismo objeto coinciden la «materia» y el «vuelo», la pesantez y su negación.


mircea eliade

junio de 1967

Universidad de Chicago

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