– En 1945 decide no regresar a Rumania y se queda a vivir en París. ¿Por qué esta elección?
– En 1945 Rumania entraba en un proceso histórico que resultaba casi evidente, con un cambio brutal, impuesto desde fuera, de las instituciones sociales y políticas. Por otra parte, después de los cuatro años pasados en Lisboa, sentía la necesidad de vivir en una ciudad en que me fuera posible frecuentar unas bibliotecas bien, dotadas. Había comenzado el Tratado de historia de las religiones en Londres, gracias al British Museum; seguí trabajando en esta obra en Oxford, gracias a la magnífica biblioteca de la universidad; en Lisboa no me fue posible realmente trabajar. Me instalé en París con idea de permanecer aquí algún tiempo, unos años posiblemente, para trabajar y terminar el libro. Tuve la suerte de ser invitado inmediatamente por el profesor Georges Dumézil a dar un curso libre en la Escuela de estudios superiores. También fue Georges Dumézil quien me presentó en Gallimard y escribió el prefacio a mi Tratado.
– Es acogido por el profesor Dumézil. Sin embargo, entonces comienza, y de ello hay huellas en el Diario, una vida de gran penuria, de incertidumbre en cuanto al porvenir. Es también un período de intenso trabajo, no sólo científico, sino también literario. ¿Nos puede hablar de esta vida de «estudiante pobre», como alguna vez dijo, y de trabajador, de hombre de ciencia, de escritor?
– Pobre, porque vivía en la habitación de un hotel y yo mismo me preparaba mi desayuno en un hornillo. Después de casarnos, Christinel y yo comíamos en un pequeño restaurante del barrio. En esto consistía nuestra pobreza. El gran problema era el trabajo. Además, ahora tenía que escribir en francés. Yo sabía muy bien que mi francés no era el francés perfecto de Ionesco o de Cioran, sino un francés análogo al latín de la Edad Media, o a la koine, el griego que se hablaba y se escribía durante la época helenística, lo mismo en Egipto que en Italia, en Asia Menor o en Irlanda. No me preocupaba el estilo, como a Cioran, porque él adoraba el idioma francés por sí mismo, como una obra maestra, y no quería ni humillarlo ni causar herida alguna a esta lengua maravillosa. Felizmente, yo no tenía aquellos escrúpulos; aspiraba a escribir en un francés exacto y claro, sin más. Trabajé, escribí varios libros en francés que, por supuesto, revisaron algunos de mis amigos, especialmente Jean Gouillard.
– ¿Qué obras escribió entonces?
– El Tratado estaba ya prácticamente acabado. Escribí El mito del eterno retorno y los primeros artículos recopilados luego en Imágenes y símbolos. También un extenso artículo sobre el chamanismo en la «Revue d'histoire des religions», y algunos otros en «Paru», en la «Nouvelle Revue francaise» y en «Critique», por invitación de Georges Bataille.
– Sé que Georges Dumézil le admiraba mucho por haber realizado un trabajo tan documentado en unas condiciones tan poco favorables.
– Sí, le extrañaba que fuera posible poner a punto, cuando no escribir, un libro como el Tratado en una habitación de hotel. Pero era así. Por supuesto, frecuentaba las bibliotecas, aunque pasaba muchas horas en mi mesa de trabajo, sobre todo por la noche, porque de día sonaban por todas partes los ruidos de la vecindad.
– Creo que su trabajo científico se veía turbado por un demonio, el demonio de la lectura -la de Balzac- y de la obra literaria.
– Sí, Balzac me había gustado siempre, pero de pronto, por hallarme en París, me sentí conquistado de verdad. Me sumergí en Balzac. Hasta empecé a escribir una vida de Balzac en rumano, que pensaba publicar en Rumania con ocasión del centenario de su muerte. Perdí mucho tiempo en aquella aventura, pero no lo lamento. Como puede ver, tengo siempre a Balzac en mi estantería, muy a mano.
– ¿Empezó a escribir entonces El bosque prohibido?
– Más tarde, en 1949. Pero antes escribí algunas novelas. Sentía de vez en cuando la necesidad de volver a. mis fuentes, a mi tierra natal. En el exilio, la tierra natal es la lengua, el ensueño. Entonces me ponía a escribir novelas.
– En sus palabras de hoy no se trasluce el despojo que sufrió entonces. En efecto, no es únicamente que viviera en unas condiciones muy ingratas, sino que se estaba produciendo una ruptura con su pasado. Sin embargo, al releer su Diario, se tiene la impresión de que aquella pérdida y aquella ruptura le parecían llenas de sentido. ¿No sería aquello, en su caso, como la experiencia de una muerte iniciática y de un renacer?
– Sí, ya se lo he dicho, creo que la mejor expresión y la definición más exacta de la condición humana es una serie de pruebas iniciáticas, es decir, de muertes y resurrecciones… Por otra parte, es cierto, aquello significó una ruptura, me di cuenta perfectamente de que no podría de momento escribir o publicar únicamente en rumano. Pero al mismo tiempo vivía en el exilio, y aquel exilio no significaba para mí una ruptura completa con mi pasado y con la cultura rumana. Me sentía en el exilio exactamente como un judío de Alejandría se sentiría en la diáspora. La diáspora de Alejandría y Roma estaba en una especié de relación dialéctica con la patria, con Palestina. Para mí, el exilio formaba parte del destino rumano.
– No pensaba únicamente en el exilio, uno también en la pérdida, por ejemplo, de sus manuscritos, cuando trató de reconstruir de memoria los escritos perdidos.
– Efectivamente, sentí aquella pérdida. Más tarde supe que una gran parte de los manuscritos y de la correspondencia se había perdido. Luego lo acepté. Me reconcilié con aquella pérdida. Empecé de nuevo y continué.
– En el París de 1945 no estableció contacto con los existencialistas, sino con Bataille, Breton, Véra DaumaI, Teilhard de Chardin y, por supuesto, los orientalistas y los indianistas. En su Diario no aparece mención alguna de Sartre, de Camus, de Simone de Beauvoir, de Merleau-Ponty…
– Los leía y creo haber anotado muchas cosas, pero cuando preparé esta selección -una tercera, quizá una quinta parte del manuscrito original- no retuve los pasajes en que, por ejemplo, hablo de la célebre conferencia de Sartre «El existencialismo es un humanismo»; asistí a ella, pero son cosas que forman parte hasta tal punto de nuestra atmósfera cultural… Preferí otros fragmentos. Por otra parte, mis relaciones con Bataille, Aimé Patri, quizá incluso con Bretón, algunos orientalistas, Filliozat, Paul Mus y Renou, eran mucho más continuas que con los filósofos existencialistas. Bataille mostró vivos deseos de conocerme porque le había interesado mucho mi libro de 1936 sobre el yoga. Descubrí en él un hombre muy interesado por la historia de las religiones. Trataba de construir una historia del espíritu, y la historia de las religiones formaba parte de aquella obra enorme. Estaba fascinado, y me interesaba mucho conocer la causa, por el fenómeno erótico. Discutíamos largamente sobre el tantrismo. Me pidió que publicara un libro sobre el tema en su colección de las Editions de Minuit. No tuve tiempo de escribirlo.
– ¿Qué juicio le merece la obra de Bataille?
– No la he leído completa y dudo en pronunciarme. Era, en todo caso, un pensamiento que siempre me estimulaba, que a veces me irritaba. Había allí cosas que yo rechazaba, pero al mismo tiempo sabía que, si no las aceptaba, era por no haberlas captado en toda su profundidad. En todo caso, se trata de un espíritu muy original e importante para la cultura francesa contemporánea.
– Al mismo tiempo que a Bataille, ¿conoció también a Caillois, Leiris?
– A Leiris, no. Pero conocí muy bien a Caillois. He utilizado mucho sus libros y los he citado, lo mismo que sus artículos. Lo que en él me atraía era su universalismo, su enciclopedismo. Es un hombre del Renacimiento que se interesa lo mismo por el romanticismo alemán que por los mitos de la Amazonia, por la no-vela policiaca o por el arte poética.
– ¿Y Bretón?
– Le admiraba como poeta, como hombre e incluso físicamente. Me veía con él muchas veces en casa del doctor Hunwald y en la de Aimé Patri. Le miraba y me sentía fascinado por su cabeza de león. Era un hombre cuya presencia sentía yo como algo mágico. Me asombraba que hubiera leído mi pequeña obra sobre las técnicas del yoga. A él le asombraba la coincidentia oppositorum conseguida mediante el yoga, que se parecía mucho a la situación paradójica que él había descrito en su famosa fórmula: «Un punto, en que el arriba y el abajo dejan de ser percibidos contradictoriamente». Se sentía sorprendido y feliz al descubrir la coincidentia oppositorum de tipo yóguico. Le interesaban el yoga y el tantrismo lo mismo que la alquimia, tema del que discutíamos largamente. Le intrigaba el mundo imaginario que se revela en los textos al-químicos.
– En su Diario se habla de otros encuentros, de Teilhard de Chardin, por ejemplo.
– Le vi dos o tres veces, en su celda de la rue Monsieur, en la casa de los padres jesuitas. Por aquella época era totalmente desconocido como filósofo. Sus libros no podían ser publicados, como sabe. Sólo publicaba artículos científicos. Tuvimos largas conversaciones; yo me sentía fascinado por su teoría de la evolución y del punto Omega, que hasta me parecía estar en contradicción con la teología católica: llevar a Cristo hasta la última galaxia me parecía más a tono con el budismo mahayanista que con el cristianismo. Pero era un hombre que me fascinaba, que me interesaba enormemente. Más tarde me sentí feliz al leer sus libros. Entonces comprendí hasta qué punto era cristiano su pensamiento, su originalidad y su coraje. Teilhard reacciona contra ciertas tendencias maniqueas que se han infiltrado en el cristianismo occidental. Muestra el valor religioso de la materia y de la vida. Todo esto me recuerda el «cristianismo cósmico» de los campesinos de Europa oriental, que consideran «santo» el mundo, pues fue santificado por la encarnación, la muerte y la resurrección de Jesucristo.
– Por supuesto, mantenía contacto con los rumanos residentes en París. En su Diario habla de la «diáspora rumana». Pero creo advertir una contradicción en sus sentimientos sobre el exilio. Quiere y a la vez no quiere ser un exiliado, «llevar una vida de estudiante pobre, pero no necesariamente de emigrado», dice. Toma la decisión de escribir en francés, y dice también: «No imitar a Ovidio, sino a Dante». E incluso encuentra en la emigración algo especificamente rumano; le parece que «prolonga la trashumancia de los pastores rumanos». Dice también que este «mito de la diáspora rumana da un sentido a mi existencia de exiliado», y a continuación: «Para mí, el exilio formaba parte del destino rumano». ¿Nos podría aclarar cuáles eran sus sentimientos en aquella época?
– En la tradición popular rumana existen dos corrientes, dos expresiones espirituales complementarias. Una, la corriente pastoralista; es la expresión lírica, y también filosófica, de los pastores. La otra corresponde a los sedentarios, a la población agrícola. En Rumania, hasta el año 1920, el ochenta por ciento de la población estaba formado por labradores, pero había una minoría muy importante de pastores. Estos pastores, que conducían sus rebaños desde Checoslovaquia hasta el mar de Azov, abrieron al pueblo rumano un mundo mucho más amplio que el de la aldea. Los pastores y la poesía pastoril hicieron la aportación más importante a la poesía popular rumana. Las más bellas baladas rumanas, y en especial la más bella de todas, Mioritsa (La cordera vidente), nacieron entre los pastores. Lo demás era cultura de labradores, de sedentarios. También ellos hicieron una enorme aportación, sobre todo en el folklore religioso y en la poesía popular… Simplifico intencionadamente, pues las cosas son realmente más complicadas, pero puede decirse que la cultura rumana es el resultado de la tensión entre sedentarismo y trashumancia o, si lo prefiere, entre localismo, provincialismo y universalismo. En la cultura escrita reaparece esa misma tensión. Hay grandes escritores rumanos que son tradicionalistas, que representan o prolongan la espiritualidad de las aldeas, de los sedentarios. Pero otros se mantienen abiertos al mundo, son «universalistas» (hasta han sido acusados de cosmopolitismo). Se podría decir también que los primeros se interesan por la religión, por la mística, mientras que los otros son más bien espíritus críticos que se sienten atrapados por la ciencia. Pero se trata de una tensión creadora entre las dos tendencias. El mayor poeta rumano, Eminescu, el escritor rumano más importante del siglo xix, consiguió una síntesis admirable entre estas dos corrientes. Para responder, por consiguiente, a su pregunta, es cierto que el exilio significaba una ruptura con la tierra natal, pero esa ruptura existía ya en el pensamiento de los rumanos, lo mismo que existe en la historia del pueblo judío, que constituye en cierto modo una historia ejemplar que considero como uno de los modelos del mundo cristiano. Para nosotros, los rumanos de París, y en general para todos los que habían decidido permanecer en Occidente, yo decía que no éramos emigrantes, sino que vivíamos en el exilio. Pensaba que un escritor exiliado debe imitar a Dante, no a Ovidio, porque Ovidio era un proscrito -su obra está llena de lamentos y añoranzas, dominada por la nostalgia de las cosas perdidas- y Dante, en cambio, aceptaba esta ruptura, y no sólo la aceptaba, sino que gracias a aquella experiencia ejemplar pudo acabar la Divina Comedia. Para Dante, el exilio no fue sólo un estímulo, sino aún más la fuente misma de su inspiración. Yo decía entonces que no hay que escribir con nostalgia, sino, por el contrario, aprovechar esta crisis profunda, esta ruptura, como hizo Dante en Ravena.
– Por decirlo con una expresión de Nietzsche, ¿nunca ha sido un hombre de resentimientos?
– No. Sentía que esta experiencia poseía el valor de una iniciación. Precisamente, lo que me parecía desastroso era el resentimiento. Es algo que paraliza la creatividad y que anula la calidad de la vida. Un hombre resentido es para mí un hombre desdichado que no aprovecha la vida. Su existencia es como la de una larva. Eso es lo que trataba de decir. Di muchas conferencias para nues-tro grupo y escribí muchos artículos en la prensa rumana de París o de Europa occidental para decir: hay que aceptar la ruptura y, por encima de todo, crear. La creación es la respuesta que podemos dar al destino, al «terror de la historia».
– A través de su Diario, se diría que las dos figuras más profundas de su vida son el laberinto y Ulises: dos figuras dobles. En Ulises son inseparables el caminar errante y la patria; en cuanto al laberinto, sólo tiene sentido al perderse en él, pero no de manera caótica y para siempre. ¿Qué diría hoy de Ulises?
– Ulises es para mí el prototipo del hombre, no sólo moderno, sino también del hombre del futuro, pues es el tipo del viajero acosado. El suyo era un viaje hacia el centro, hacia Itaca, es decir, hacia sí mismo. Erá buen navegante, pero el destino -o dicho de otro modo, las pruebas iniciáticas que era preciso superar- lo fuerza a retrasar indefinidamente su retorno al hogar. Creo que el mito de Ulises es muy importante para nosotros. Todos nosotros seremos un poco como Ulises, en busca de nosotros mismos, siempre esperando llegar, hasta encontrar finalmente la patria, el hogar, en que también nos encontraremos a nosotros mismos. Pero, al igual que en el laberinto, en toda peregrinación se corre el riesgo de perderse. Si se logra salir del laberinto, volver al hogar, se es ya un ser distinto.
– Compara al hombre moderno con Ulises, pero también se reconoce a sí mismo en Ulises.
– Sí, me reconozco. Creo que su mito constituye un modelo ejemplar para cierto modo de existir en el mundo.
– ¿Podría ser ésta su figura emblemática? -Sí.
– Quedábamos en que mantenía contactos frecuentes con sus amigos rumanos, Ionesco, Cioran y también Voronca, Lupasco.
Conocía muy bien a Cioran. Ya éramos amigos en Rumania, por los años 1933-1938, y me sentí muy feliz al encontrarle aquí, en París. Admiraba a Cioran desde sus primeros artículos, publicados en 1932, cuando él tenía apenas veintiún años. Su cultura filosófica y literaria era excepcional para su edad. Ya había leído a Hegel y a Nietzsche, a los místicos alemanes y a Açvagosha. Poseía además, y ya desde muy joven, una sorprendente maestría literaria. Lo mismo escribía ensayos filosóficos que artículos panfletarios de un vigor extraordinario; se le podía comparar con los autores de apocalipsis y con los más famosos panfletarios políticos. Su primer libro en rumano, En las cimas de la desesperación, era apasionante como una novela, pero a la vez melancólico y terrible, deprimente y exaltante. Cioran escribía tan estupendamente en rumano que resultaba imposible imaginar que un día demostraría la misma perfección literaria en francés. Creo que su caso es único. Es cierto que siempre había admirado el estilo, la perfección estilística. Decía con toda seriedad que Flaubert tenía toda la razón cuando. se pasaba una noche entera trabajando para evitar un subjuntivo…
En París me hice amigo de Eugene Ionesco. Le conocí en Bucarest, en otros tiempos, pero como él diría muchas veces en broma, había entre nosotros una diferencia de dos años. A los veintiséis años, yo era célebre, recién llegado de la India, y ya profesor, mientras que Eugéne Ionesco, de veinticuatro años, preparaba por entonces su primer libro. De ahí que aquellos «dos años» constituyeran una diferencia muy importante. Entre nosotros había una cierta distancia. Pero desapareció desde nuestro primer encuentro en París. Eugéne Ionesco era conocido en Rumania como poeta y más aún como crítico literario o más bien como «anticrítico», pues había tratado de demostrar, en un libro que tuvo enorme repercusión en Rumania (el libro, muy polémico, se titulaba ¡No!), qué la crítica literaria no existe como disciplina autónoma… En París sentí curiosidad por saber qué camino elegiría: ¿la investigación filosófica, la prosa literaria, el diario íntimo? En cualquier caso, no adiviné que estaba a punto de escribir La cantante calva. La noche del estreno ya era yo un grande y sincero admirador de su teatro, y no me cabían ya dudas sobre su carrera literaria en Francia. Lo que más me impresiona en el teatro de Eugéne Ionesco es la riqueza poética y la potencia simbólica de la imaginación. Cada una de sus obras revela un universo imaginario que participa a la vez de las estructuras del mundo onírico y del simbolismo de las mitologías. Me siento especialmente sensible a la poética del sueño que informa su teatro. Sin embargo, no se puede hablar simplemente de un «onirismo». Me parece en muchas ocasiones que asisto a los «grandes sueños» de la materia viva, de la Tierra Madre, de la infancia de los futuros héroes y de los futuros fracasados. Y lo cierto es que algunos de esos «grandes sueños» desembocan en la mitología…
También en París conocí a Stéphane Lupasco, a quien admiro enormemente como hombre y como pensador. A Voronca, lamentablemente, no lo vi sino dos o tres veces. Como sabe, se suicidó muy pronto. Cuando le conocí, en 1946, le hice esta pregunta: «¿Cómo consigue escribir sus poemas en francés?» El me respondió: «Es una verdadera agonía».
– Lupasco me recuerda a Bachelard, del que ahora no hemos hablado, pero al que también conoció.
– Le vi muchas veces, y en casa de Lupasco precisamente. Había leído dos de mis libros. Técnicas del yoga le había interesado mucho, especialmente por mundo imaginario que allí descubrió, en las meditaciones visuales tántricas. También había leído con gran interés, según me dijo, el Tratado de historia de las religiones, del que habló mucho en sus cursos, pues hay en esta obra muchas imágenes para analizar el simbolismo de la tierra, del agua, del sol, de la Tierra Madre… Lamento no haberle tratado sino entre los años de 1948 a 1950. Luego le perdí de vista. Pero le admiraba mucho. También me gustaba su manera de vivir. Vivía exactamente igual que Brancusi. Este gran filósofo e historiador de la ciencia vivía como un campesino, al igual que Brancusi en su taller.
– Acaba de citar a Brancusi. Poco antes se ha referido a la unidad contradictoria de la cultura rumana. ¿Podríamos ir más lejos? En el fondo, ¿qué es ser rumano? ¿Qué significa en su caso mismo ser rumano?
– Yo me sentía descendiente y heredero de una cultura interesante por el hecho de estar situada entre dos mundos: el occidental, puramente europeo, y el oriental. Formaba parte de estos dos universos. Occidental por la lengua, la latina, y la herencia de Roma en cuanto a las costumbres. Pero al mismo tiempo formaba parte de una cultura influida por el Oriente y enraizada en el Neolítico. Así es en el caso de cualquier rumano, pero pienso que ocurre lo mismo con los búlgaros, los serbo-croatas y en general con todos los balcánicos, la Europa del Sudeste y una parte de Rusia. Y esta tensión Oriente-Occidente; tradicionalismo-modernismo; mística religión, contemplación-espíritu crítico, racionalismo, deseo de crear concretamente; esta polaridad aparece en todas las culturas. Entre Dante y Petrarca, por ejemplo, o, como decía Papini, entre la poesía de piedra y la poesía de miel. Entre Pascal y Montaigne, Goethe y Nietzsche. Pero esta tensión creadora quizá resulte un poco más compleja en nosotros, pues nos hallamos situados en los confines de los imperios muertos, como ha dicho un autor francés. Ser rumano, para mí, era vivir y expresar, y también valorar, este modo de ser en el mundo. Era preciso sacar provecho de esta herencia. Aprender el italiano, para nosotros, no cuesta trabajo. Y cuando empecé a aprender el ruso, me ayudó mucho la vertiente eslava del rumano. Sacaba provecho de todas estas cosas que me venían dadas por el simple hecho de haber nacido allí. Esta riquísima herencia aún no ha sido verdaderamente puesta de relieve por la literatura, la cultura erudita. Lo ha sido en la creación folklórica.
– ¿Cree llegado el momento de hablar de De Zalmoxis a Gengis Khan?
– Se trata de un libro muy personal y al mismo tiempo es una experiencia en cuanto al método. El problema era éste: disponemos de una tradición folklórica y de una tradición histórica, también importante, pero cuyos documentos son vagos y se hallan dispersos; ¿cómo reconstruir, a partir de estos elementos, las creencias de los dacios? Al mismo tiempo, me fascinaban ciertos problemas. En la leyenda de Manole se habla de un sacrificio humano. Para terminar el monasterio, Manole hubo de emparedar a su mujer. Esta leyenda circula por todos los Balcanes. Lingüistas, balcanólogos, romanistas, todos están de acuerdo en preferir la versión rumana. ¿Por qué esta balada precisamente se ha convertido en una obra maestra de la literatura popular rumana? ¿Por qué se expresan en La cordera vidente la Weltanschauung , la nostalgia del pastor? Ante estos problemas, el historiador de las religiones está en condiciones de ver cosas que el puro folklorista no puede advertir.
– ¿Consideraría a Brancusi una figura ejemplar de ese «ser rumano»?
– Sí, en el sentido de que, en París, Brancusi vivía en la atmósfera de la vanguardia artística, pero sin abandonar, a pesar de ello, la forma de existencia de un campesino de los Cárpatos. Expresó su pensamiento artístico siguiendo los modelos que encontró en los Cárpatos, pero sin repetir esos modelos en la línea de un folklorismo barato. Los recreó, logró inventar sus formas arquetípicas, que asombraron al mundo por el hecho de que Brancusi profundizó en la tradición neolítica, en que encontró sus raíces, sus fuentes… En lugar de inspirarse en el arte popular rumano moderno, supo remontarse hasta las fuentes de ese mismo arte popular.
– ¿Podríamos decir que recuperó no las formas, sino las fuerzas que nutren esas mismas formas?
– Exactamente. Y si logró recuperarlas fue precisamente porque se empeñó en vivir la vida misma que llevaban sus padres, sus parientes en los Cárpatos.
– En su Diario lamenta que la timidez le impidiera establecer contacto con Brancusi. También nosotros lo lamentamos. Pero al menos tenemos un encuentro en el terreno literario, podríamos decir, entre Brancusi y Mircea Eliade. En uno de sus textos, admirable y poco conocido, capta, como acaba de decir, las raíces profundas de la inspiración de Brancusi, pero además hace una lectura absolutamente personal y nutrida de cuanto aprendió en la lenta tarea de descifrar los mitos primordiales. Hace una lectura de las imágenes centrales de Brancusi -la ascensión, el árbol, el pájaro- y llega a esta conclusión: Brancusi ha hecho volar la materia como el alquimista. Y lo ha logrado en virtud del maridaje de los contrarios, pues lo que da la imagen y el signo de la mayor ligereza es precisamente lo que, por otro lado, constituye el signo de la opacidad, de la caída, de la pesantez: la piedra. Este bellísimo texto ocupa un lugar eminente en su obra.
– A veces me pregunto: ¿Cómo será posible que un hombre como Mircea Eliade sea capaz de vivir su diversidad de lenguas, de culturas, de patrias, de casas, de países? Ahora empiezo a entenderlo, pero de todos modos me gustaría preguntarle cómo se establece, en su caso, este diálogo entre la patria y el mundo.
– Para todo exiliado, la patria es la lengua materna que sigue hablando. Felizmente, mi mujer es rumana, y ella juega el papel de la patria, puesto que entre nosotros hablamos en rumano. La patria es para mí, por consiguiente, la lengua que hablo con ella y con mis amigos, pero sobre todo con ella; la lengua en que sueño y escribo mi diario. No se trata, por tanto, de una patria únicamente interior, onírica. Pero no hay contradicción alguna, ni tan siquiera tensión, entre el mundo y la patria. En cualquier parte hay un centro del mundo. Una vez situado en el centro, el hombre se encuentra en su sitio, auténticamente en el verdadero yo y en centro del cosmos. El exilio ayuda a comprender que el mundo jamás nos es extraño desde el momento en que en él tenemos un centro. Ese «simbolismo del centro», no sólo lo entiendo, sino que además lo vivo.
– Sé que ha viajado mucho, pero presiento que no es viajero por vocación.
– Es posible que, para mí, los viajes más importantes hayan sido los que he hecho a pie, entre los doce y los diecinueve años,
en verano, durante semanas y semanas, viviendo en las aldeas o en los monasterios, empujado por el deseo de dejar la llanura de Bucarest, de conocer los Cárpatos, el Danubio, las aldeas de pescadores del delta, el mar Negro… Conozco muy bien mi país.
– La última página de los Fragmentos de un diario está dedicada a los viajes. Allí dice: «La fascinación del viaje no depende únicamente de los espacios, de las formas y los colores -los lugares a los que vamos o recorremos-, sino también de los distintos "tiempos" personales que reactualizamos. Cuanto más avanzo en la vida, más tengo la impresión de que los viajes tienen lugar concomitantemente en el tiempo y en el espacio».
– Sí, y ahí está el hecho de que al visitar Venecia, por ejemplo, revivo los tiempos de mis primeros viajes a Venecia… Es posible recuperar todo el pasado en el espacio: una calle, una iglesia, un árbol… Entonces, se recupera de golpe todo el tiempo. Esa es una de las cosas que tan enriquecedores hacen a los viajes para uno mismo, dialoga con la persona que era hace quince o veinte años. Se recupera esa persona, se recupera el propio tiempo, el momento histórico de hace veinte años.
– ¿Podríamos caracterizarle como un nostálgico, pero de nostalgias felices?
– ¡Sí, por supuesto! Es una bella fórmula, tiene razón. Mediante la nostalgia recupero las cosas valiosas. Por eso siento que no he perdido nada, que nada se pierde.
– Creo que estamos tocando cosas que tienen una gran importancia en su vida: nada se ha perdido; nunca se ha dejado morder por el resentimiento.
– Sí, es cierto.
– Ha escrito muy poco para el teatro -una pieza sobre Brancusi, La columna infinita, y una Ifigenia moderna…- A juzgar por algunos pasajes de El bosque prohibido y de su Diario (sobre Artaud), sin embargo, ha prestado una atención especialísima a la representación del tiempo en el teatro: representación de un tiempo imaginarío -mítico- en la duracíon real de un espectáculo.
– Sí, lo mismo que el tiempo litúrgico difiere del tiempo profano, del tiempo de la cronología y de nuestros horarios de trabajo, el tiempo teatral es una «salida» del tiempo ordinario. Lo mismo ocurre con la música, con cierta clase de música al menos, y pienso especialmente en Bach, que nos hace salir a veces del tiempo cotidiano. Es una experiencia que todos hemos tenido, que
por consiguiente puede ayudar al espíritu más «profano» a entender qué es el tiempo sagrado, el tiempo litúrgico… Pero no me fascina menos la condición del actor que esta calidad del tiempo teatral. El actor sabe de una especie de «transmigración». Encarnar
tantos personajes, ¿no equivale acaso a reencarnarse otras tantas veces? Al término de su vida, estoy seguro de que el comediante posee una experiencia humana de una calidad distinta que la nuestra. Creo que no es posible entregarse a este juego de encarnaciones tan numerosas impunemente, a menos que se adopte una determinada ascesis.
– ¿Es el actor una especie de chamán?
– En todo caso, el chamán es un actor en la medida en que algunas dé sus prácticas son teatrales. En un sentido más general, el chamanismo puede ser considerado como una raíz común tanto de la filosofía como de las artes representativas. Los relatos de los viajes chamánicos a los cielos o a los infiernos están en el origen de ciertos poemas épicos y de algunos cuentos. El chamán, para ser guía espiritual de la comunidad, para edificarla y darle seguridad. debe a la vez representar las cosas invisibles y manifestar -siquiera mediante sus trucos- el poder que detenta. El espectáculo que ofrece a tal fin, así como las máscaras que se pone para esta ocasión, todo ello constituye una de las fuentes del teatro. El modelo chamánico reaparece hasta en la Divina comedia. El viaje de Dante, lo mismo que el del chamán, nos recuerda cuáles son las cosas ejemplares y dignas de fe.
– Hace ya casi veinte años que enseña en la Universidad de Chicago. ¿Por qué Chicago?
– Fui invitado a dar las célebres «Haskell lectures» que también habían dictado Rudolf Otto y Massignon… Estas seis conferencias fueron publicadas bajo el título de Naissances mystiques. Cuando Joachim Wach, que me había invitado, murió, el decano insistió en que se me nombrase profesor titular y jefe del departamento de historia de las religiones. Dudé mucho en aceptar y al fin lo hice para cuatro años. Pero luego me quedé, pues la labor que allí desarrollaba era muy importante para mí, para nuestra disciplina y también para la cultura americana. En 1957 había tres cátedras de historia de las religiones en los Estados Unidos; hoy hay casi treinta, la mitad de ellas ocupadas por antiguos alumnos de nuestro departamento. Pero no fue únicamente el interés del trabajo lo que me retuvo, sino la atmósfera de la universidad, su enorme libertad, su tolerancia. No soy el único que encuentra admirable, casi paradisiaca aquella atmósfera. Georges Dumézil, que ha pasado por allí como invitado, Paúl Ricoeur, que es actualmente colega nuestro, sienten lo mismo. Esta inmensa libertad de enseñanza, de opinión, y el diálogo con los estudiantes, a los que tenemos tiempo de conocer en los seminarios, en sus alojamientos o en nuestra casa… Se tiene allí la certeza de que no se está perdiendo el tiempo.
– ¿Tiene la sensación de estar en el origen de una «escuela» de historia de las religiones, de una corriente de interpretación y de trabajo extendida por los Estados Unidos?
– Es cierto que (Chicago se sitúa en el origen del éxito alcanzado por nuestra disciplina. Pero ese éxito se ha visto favorecido por el momento histórico. Algunos americanos han comprendido que, para iniciar un diálogo con un africano o un indonesio, no bastan los conocimientos de economía política y de sociología, sino que es preciso conocer también la cultura. No es posible comprender una cultura exótica o arcaica a menos que se acierte a captar su fuente que es siempre de carácter religioso. Por otra parte, ya sabe que la Constitución prohibe la enseñanza de la religión en las universidades estatales; durante el siglo pasado se temía que una cátedra de «religión» no fuera otra cosa que una cátedra de teología cristiana o de historia de la Iglesia. Pues bien, cuando las demás universidades, después del éxito de las diez o doce primeras cátedras, cayeron en la cuenta de que se trataba de una historia
general de las religiones, que se estudiaba el hinduismo, el Islam y los primitivos, aceptaron este tipo de enseñanza. Al principio se camuflaba como «religiones de Asia» o como «estudios indios», por ejemplo; hoy estas cátedras se titulan de «historia y fenomenología de las religiones».
– ¿No podría ocurrir que el historiador de las religiones, al que se creería muy apartado de los problemas actuales, se encontrara más pronto o más tarde en la misma situación de sus colegas geógrafos o físicos, puesto que la universidad americana, como sabe mejor que muchos, se ha visto sacudida por una crisis de conciencia que la ha llevado a preguntarse si se puede colaborar en el armamento nuclear o en el bombardeo de los diques de Vietnam…? Porque podría pensarse que en una «guerra psicológica» no dejaría de ser útil la fabricación de «bombas mesiánicas». Ahí está el uso que hacen del psicoanálisis los hombres de la publicidad. Cabría imaginar que los hombres de guerra también pueden utilizar en un momento dado los mitos religiosos.
– Sí… Escribí un artículo sobre el mesianismo antes de la independencia del Congo. Conozco bien los mitos mesiánicos bantúes; allí anuncié cosas que luego, con la independencia, ocurrieron: aquella gente se deshizo de sus ganados porque estaba a punto de regresar el antepasado mítico. Los libros sobre mesianismo de los pueblos arcaicos anunciaban ciertos crímenes, ciertos excesos… Pero no creo que los generales se decidan a buscar sus armas en el estudio de la historia de las religiones. En cambio, atribuyo una «función social» a esta disciplina ahora en desarrollo hasta el punto de hacerse popular. En efecto, ha servido para abrir el camino a un cierto ecumenismo religioso, no solamente cristiano. Ha favorecido el encuentro entre representantes de las diversas religiones.
– ¿Cómo se desarrolla su vida en Chicago?
– La Universidad se halla situada en un parque inmenso, junto a un lago, a diez kilómetros del centro. Todo está allí reunido: la enorme biblioteca y también el Instituto oriental, con sus archivos admirables, un museo, pequeño pero muy bello, y los grandes especialistas en orientalismo. En fin, todo. Esto facilita no sólo la información, sino también la verificación de la información. Siempre tengo la posibilidad de consultar a un hititólogo, a un asiriólogo o a alguien que acaba de regresar de la India, donde ha realizado estudios sobre la vida de una aldea. Todo esto, para un investigador, resulta muy valioso, si se compara con la dispersión en que se hallan lugares y profesores en una universidad europea. Cambridge y Oxford son un poco los modelos de las universidades americanas. Me gusta mucho el campus de Chicago.
– ¿Y la ciudad?
– Chicago es considerada la ciudad más avanzada desde el punto de vista de la arquitectura, con sus edificios de ciento diez pisos. No me gusta porque es negra. Ahora está de moda construirlo todo de color negro. Cierto, esos cristales oscuros permiten a quienes están dentro ver lo que pasa fuera sin ser vistos. Pero me gustarían más unos colores que armonizaran con el paisaje.
– ¿Cómo es su casa?
– Vivimos en el segundo piso de una casa pequeña, con jardín y terraza de madera, en una gran avenida plantada de árboles, bellísima. Está a veinte pasos del despacho en que guardo una parte de mi biblioteca, donde trabajo muchas veces durante el día y recibo a los estudiantes. La biblioteca se halla a cuatrocientos metros de allí, y el aula a menos de un kilómetro. Todo el mundo vive allí mismo, cosa que me agrada. Es un lugar bellísimo, y nos sentimos muy felices, porque siempre hay ardillas que vienen en busca de almendras. Durante el invierno hay un cardenal, ese pájaro rojo que lamentablemente no vive en Europa y que plantea un problema. Me asombra que los teólogos no hayan insistido en este ejemplo para explicar la Providencia. ¿Cómo explicar que, sin ella, haya podido sobrevivir este pájaro de un rojo flamígero? No puede camuflarse en ningún sitio, ni siquiera en un árbol, pues se le ve desde todas partes… Hablo en broma, pero de todos modos ahí queda la pregunta.
– ¿Considera importante el lugar en que vive?
– Sí, no puedo vivir en una casa o en una habitación que no me guste. En Londres, en Oxford lo pasé mal en este sentido. No puedo vivir en cualquier sitio. Hace falta que algo me agrade, me atraiga, que me haga sentirme a gusto. Busqué una casa en la que pudiera vivir a mi modo.
No me gusta el «espacio americano». Me gusta el campus y algunas cosas de Chicago, como el poder enorme del centro. Hay otras ciudades que me resultan más agradables, como San Francisco, Boston o una parte de Nueva York y de Washington. Me gustan algunos parajes como Santa Bárbara, la bahía de San Francisco. Pero no es aquel un país como Italia, como Francia, en que el paisaje es de una inmensa belleza, donde hay historia y variedad. Chicago se halla en una llanura extendida a lo largo de mil kilómetros; de vez en cuando se ven ciudades y esos barrios del gran suburbio a los que se da el nombre de «paraísos artificiales», porque son lugares para retirados, que viven en hermosas casas y chalés, pero todo, en efecto, muy artifícial. Incluso en las más bellas ciudades americanas hay barrios de una fealdad exasperante… No es que mantenga una actitud negativa ante este espacio americano que no me gusta o ante el estilo de vida americano, algunos de cuyos aspectos me parecen interesantes. Lo que me gusta de la vida americana, por ejemplo, es la importancia que se atribuye a la esposa, y no sólo desde el punto de vista social, sino también cultura y espiritual. Las invitaciones incluyen siempre a la esposa. Cuando se me pidió que me quedara en América, lo primero que me preguntaron fue si la idea le agradaba a mi mujer. Esta atención hacia la esposa, hacia la familia, me gusta. Se acusa con razón a los americanos de muchas cosas, pero hay otras admirables de las que se habla muy poco, por ejemplo, su gran tolerancia religiosa y espiritual.
– Su lugar de trabajo es, en definitiva, América. Me gustaría saber qué clase de profesor es.
– Nunca he sido un profesor «sistemático». Ya en Bucarest daba por supuesto que los estudiantes habían leído alguna vida de Buda, algunas Upanishads, algo sobre el problema del mal. No empezaba de manera didáctica ni me preparaba o escribía mis clases. Tomaba algunas notas y luego seguía las reacciones de los estudiantes. Hoy hago lo mismo. Me trazo un plan, medito durante algunas horas antes de dar la clase, elijo las citas, pero no llevo nada escrito. No se corre ningún peligro grave; si repito algo, no tiene importancia, si me olvido de algo, hablo de ello al día siguiente o al final de la clase. El sistema americano es excelente: después de los cincuenta minutos de exposición hay siempre diez minutos de discusión, para hacer preguntas. En mis tiempos era muy distinto: llegaba el profesor, hablaba y luego se marchaba. No volvíamos a verle durante una semana. Quizá hayan cambiado las cosas en todas partes. En todo caso, ocurre muchas veces durante los diez minutos de diálogo que, con motivo de una pregunta, me doy cuenta de haber omitido un detalle importante, Paul Ricoeur está asombrado de la relación que aquí mantenemos con los alumnos. En Nanterre ocurría a veces que en un solo curso había mil estudiantes, a los que era imposible conocer. Tenía que enseñar filosofía a toda una masa. Aquí se mantiene una relación personal. Ya durante la primera lección se les dice a los estudiantes: «Escriban sus nombres en esta cuartilla y vengan a verme». Al comienzo del curso reservo dos largas tardes por semana para entrevistarme con todos ellos, media hora con cada uno, incluso con los del año anterior, para refrescarme la memoria: ¿qué ha hecho durante el verano, qué piensa hacer? Al cabo de un mes de curso, me entrevisto con todos ellos durante una hora. Si he de decir la verdad, cada vez me gusta menos dirigir cursos de cien personas. En otros tiempos, sobre todo en Rumania, cuando hablaba de cosas casi desconocidas, la enseñanza me apasionaba. Hablaba en mi propia lengua, me dirigía a la juventud y yo mismo era joven todavía, aún me quedaban por decir y descubrir muchas cosas que ahora ya tengo publicadas. Al final de esta actividad que viene durando ya cuarenta años, evidentemente, siento que tengo menos cosas que decir en forma de conferencia. Pero lo que siempre me ha gustado es el trabajo de seminario, en que todos nos unimos en una misma tarea. Mi último seminario, que dirigí en 1976, trataba de la alquimia y el hérmetismo del Renacimiento. Fue algo apasionante. Esto es lo que más me gustá: ahonda en ciertos detalles con un grupo bien preparado, profundizar en algunos problemas por los que siento especial predilección. Es de este modo como aprende a trabajar el estudiante, como adquiere un método. Allí prepara una exposición, le escuchamos, invito a sus colegas a comentar su conferencia, intervengo, y el diálogo dura a veces horas y horas. Pero creo que no es perder el tiempo, pues lo que allí les doy es algo que no podrían encontrar en los libros. Del mismo modo, las entrevistas personales de comienzos del curso son también insustituibles.
– ¿Consigue preservar su vida personal, su vida de escritor y su vida de investigador?
– Sí, porque el curso prevé una interrupción de las clases y un «período de lectura» para el estudiante. Además, durante el segundo trimestre de invierno doy únicamente un seminario. Entonces puedo ocuparme de sus propios trabajos. Pero como sabe, cuando me doy cuenta de que puedo ayudar a alguien, renuncio de buena gana a mi trabajo o dedico al trabajo algo más de tiempo por la noche o por la mañana. Hago un esfuerzo. Pienso que esto es importante. Si veo que alguien escucha, pero no pone mucho interés, le propongo la lectura de algunos libros, míos o de otros autores, es igual.
– Finalmente, ¿qué se siente más, profesor o gurú?
– Siempre se corre el riesgo, sobre todo en América, y más aún en la costa del Pacífico, al menos en algunos casos, de que le tomen a uno por un gurú. Un año daba yo un curso en la Univer sidad de Santa Bárbara sobre las religiones indias, desde el Rig-Veda hasta la Bhagavad-Gita. Terminado el curso, los estudiantes venían a verme, me consideraban un gurú capaz de darles la solución para su vida interior. Entonces les decía yo: «No se confundan. Aquí soy el profesor, no un gurú. Puedo ayudarles, pero sólo como profesor. Aquí quiero únicamente presentarles las cosas tal como yo creo que son».
– ¿Cómo ve y en qué situación le parece que se encuentra esa juventud americana a la que conoce tan de cerca y para la que la religión no es muchas veces una simple materia de estudio?
– Lo que he visto en Chicago y en Santa Bárbara es apasionante. En América, la historia de las religiones es una disciplina que se ha puesto de moda, no sólo entre los estudiantes, que, como decía Maritain, son «analfabetos desde el punto de visto religioso», sino también entre quienes sienten alguna curiosidad por la religión de otros pueblos: el hinduismo, el budismo, las religiones arcaicas y primitivas. El chamanismo es objeto casi de una verdadera manía. Pintores, gente del teatro se interesan por este tema, y también muchos jóvenes; piensan que sus drogas les preparan para comprender la experiencia chamánica. Entre estos estudiantes, algunos han encontrado el absoluto en una secta efímera como Meher Baba, Hare Krishna, Jesús Freaks, algunas sectas zen… No les animo, pero tampoco critico su elección, pues me dicen: «Antes yo me drogaba, vivía como una larva, no creía en nada, estuve a punto de suicidarme dos veces, por poco me matan un día que estaba drogado, pero ahora he encontrado el absoluto». No les digo que ese «absoluto» no es de la mejor calidad, ya que, de momento, ese joven que estaba inmerso en el caos, en el puro nihilismo, que respiraba una agresividad peligrosa para la colectividad ha encontrado algo. Ocurre a veces que a partir de ese «absoluto», que frecuentemente no pasa de ser un pseudo absoluto, el joven se encuentra a sí mismo y quizá más tarde lea las Upa-nishads, el maestro Eckart o la Cábala, hasta encontrar una verdad personal. Raras veces he encontrado un estudiante que haya pasado del vacío religioso y de un desequilibrio casi neurótico a una postura religiosa bien articulada: cristianismo, judaísmo, budismo, Islam. No, siempre hay de por medio una pseudomorfosis, alguna cosa fácil, barata, poco auténtica, al menos para lo demás, puesto que para ellos mismos es el absoluto, la salvación. La segunda etapa los lleva a una forma más equilibrada, más rica de sentido.
– El otro día me dijo que la ruptura con el monoteísmo y con el ateísmo, que es la otra cara de la moneda, se realizaba en esta juventud por dos caminos, uno el de la «religión natural», la «religión cósmica», y el otro, el de las «religiones orientales».
– Sí… Al principio se trata de una reacción casi instintiva contra el establishment, contra sus padres por consiguiente. Sus padres frecuentan la sinagoga, la catedral o la iglesia baptista; lo que ocurre entonces es que se rechaza totalmente ésta religión, esta tradición religiosa. Ya no les interesa. Imposible convencerles de que lean la menor cosa. Un día viene a verme un estudiante judío: el judaísmo no tiene sentido alguno, me dice, es un fósil. Sin embargo, ha encontrado la revelación en un gurú, en un yogui que llevaba en la ciudad algunas semanas. Yo le pregunté: «¿Qué conoce del judaísmo?» No conocía nada, no había leído ni siquiera un salmo, un profeta, nada. No digo nada de la Cábala. Traté entonces de convencerle: «Lea algún texto de su propia tradición. Entonces podrá superarla o abandonarla». No, no quería nada de aquello que para él carecía de sentido. Ya lo ve, esta es la actitud de una generación de jóvenes que lo rechaza todo en bloque: sistema, comportamientos y valores de sus padres, tradición religiosa. Pues bien, para una parte de esta juventud, contestataria, las gnosis extremo-orientales, especialmente el yoga y el zen, tienen un extraordinario poder de fascinación. Estoy seguro de que ello les sirve de ayuda. Cuando llega una misión de Rama-krishna, siempre hay algún swami que les ayuda a leer algunos libros. A veces no se contentan con leer los libros que tratan del chamanismo americano, sino que se van a pasar una parte de sus vacaciones en alguna tribu.
¿Qué pasa con la juventud americana? No soy capaz de decirlo. En los centros de estudio todo el mundo dice que la droga ha perdido gran parte de su seducción. Hoy se acude a la «meditación», a todo tipo de meditación; el mayor éxito corresponde a la «meditación trascendental». Creo que son instrumentos capaces de prestarles alguna ayuda al principio; luego encontrarán los maestros y los medios de una realización más articulada. E incluso si abandonan su experiencia «californiana» y se convierten en funcionarios, conductores, profesores, creo que se habrán enriquecido con ella.
– La prensa se complace en hablar de sectas y cismas. Ayer, Manson y Moon. Hoy, en Francia, la querella de los integristas. Me gustaría saber qué piensa de esta «actualidad religiosa» y también del «movimiento hippy», que conoció muy de cerca.
– Por lo que respecta a la Iglesia católica, es evidente que no se trata sólo de una crisis de autoridad sino también de una crisis dé las viejas estructuras, litúrgicas y teológicas. No creo que haya llegado el fin de la Iglesia, sino quízá el de una cierta Iglesia cristiana. Creo que será una crisis creadora y que después de pruebas y controversias aparecerán algunas cosas más interesantes, más vivas, más significativas. Pero no es posible anticipar nada.
En cuanto a las sectas, como siempre ocurre, estos movimientos están en condiciones excepcionales para revelar algo nuevo y positivo. Pero, a mi modo de ver, lo más importante de todo es el fenómeno hippy, pues nos ha permitido tener la prueba de que una generación joven, descendiente de diez generaciones cristianas. protestantes o católicas, ha descubierto la dimensión religiosa de la vida cósmica, de la desnudez y de la sexualidad. Protesto contra quienes consideran que la tendencia a la sexualidad y a la orgía de los hippies forma parte del movimiento de liberación sexual que cunde en el mundo entero. En su caso se trata sobre todo de lo que podríamos llamar la «desnudez paradisiaca» y de la unión sexual como rito. Han descubierto el sentido profundo, religioso, de la vida. Después de esta experiencia, se han liberado de toda clase de supersticiones religiosas, filosóficas, sociológicas. Ahora son libres. Han redescubierto la dimensión de la sacralidad cósmica, experiencia anulada desde hacía mucho tiempo, desde los tiempos del Antiguo Testamento. Recuerde con cuanta indignación y con cuánto dolor se pronunciaban los profetas contra el culto de Baal y de Belit, cuando lo cierto es que era aquélla una religión de estructura cósmica que poseía una inmensa grandeza. Era la manifestación de la sacralidad del mundo, a través de una diosa a través de la hierogamia, a través de la orgía. Aquellas experiencias religiosas fueron desvalorizadas por el monoteísmo mosaico, y sobre todo por los profetas. Después de Moisés y los profetas ya no tenía sentido alguno retornar a una religiosidad de tipo cósmico. Pues bien, en América hemos asistido al redescubrimiento de una experiencia religiosa que ya creíamos completamente periclitada en su aspecto colectivo, «religioso», a pesar incluso de que los mismos hippies no la llamaban así. Trataron de recuperar, con toda la fuerza que da la desesperación, la sacralidad de la vida total. Ha sido una reacción contra la falta de sentido de la vida urbana, contra esta desacralización del mundo de que adolece la ciudad americana. No podían entender que una Iglesia establecida tuviera algún valor religioso; para ellos representaba el establishment. Pero hicieron este descubrimiento y se salvaron.
Descubrieron las fuentes sagradas de la vida, la importancia religiosa de la vida.
– ¿Qué presiente para el futuro por lo que se refiere a la cuestión religiosa? ¿Se siente cerca de Malraux, que resumía así su pensamiento: «Habrá un siglo XXI religioso o no lo habrá en absoluto»?
– No es posible hacer ninguna predicción. La libertad del espíritu es tal que no es posible anticiparla. Si he hablado del movimiento hippy, ha sido porque es un ejemplo de nuestra creatividad imprevisible e inagotable. Quizá desaparezca un día este movimiento, si no es que ya ha desaparecido. Quizá llegue a politizarse por completo o, por el contrario, pierda toda su importancia. Lo cierto es, en todo caso, que de vez en cuando surgen experiencias inesperadas.
Lo que hace aún más difícil cualquier predicción en este terreno es el hecho de que ciertas formas «religiosas» pueden pasar desapercibidas en cuanto tales. Puede haber una creación tan nueva que al principio, e incluso durante siglos, nadie la considere creación religiosa. Por ejemplo, es posible que determinados movimientos, aparentemente políticos preparen o incluso expresen ya el deseo de una cierta libertad profunda; se trataría de movimientos transpolíticos o que podrían convertirse en tales, pero sin que nadie llegara a advertirlo a causa de su lenguaje absolutamente nuevo. Piense en el cristianismo. En Roma se acusaba a los cristianos de ser ateos porque se negaban a acudir a los templos o a rendir homenaje a los dioses mediante el sacrificio. ¡No respetaban el establishment! Los romanos aceptaban el culto de cualquier dios: Sarapis lo mismo que Yahvé, Attis igual que Júpiter. Pero había que venerar a tales dioses. Los cristianos no los veneraban y, en consecuencia, eran considerados ateos, ¡El ateísmo cristiano! Porque no se reconocía el valor religioso de su comportamiento. No es posible hacer ninguna predicción. Pero no creo que puedan desaparecer ciertas revelaciones primordiales. Incluso en la civilización más tecnificada, hay siempre algo que no puede cambiar, porque sigue habiendo día y noche, invierno y verano, incluso en una ciudad sin árboles, quedan el cielo y los astros, siempre se pueden ver la luna y las estrellas. Mientras haya día y noche, verano e invierno, creo que no podrá cambiar el hombre. Estamos integrados, sin quererlo, en este ritmo cósmico. Se puede cambiar de valores -los valores religiosos de los agricultores, como el verano, la noche, la sementera… ya no son nuestros valores-, pero siempre quedará el ritmo luz-tinieblas, noche-día. Hasta el hombre más irreligioso vive inmerso en ese ritmo cósmico y lo advierte en su propia existencia: la vida diurna y el descanso con sus sueños. Porque siempre se soñará. Nosotros, por supuesto, estamos condicionados por las estructuras económicas y sociales; también las expresiones de la experiencia religiosa están condicionadas por el lenguaje y la sociedad, por los intereses, pero nosotros asumimos esta condición humana aquí, en el cosmos en que hay unos ritmos y unos ciclos que nos vienen dados. Asumimos nuestra condición humana a partir de esta situación fundamental. Y a este «hombre fundamental» se le puede llamar «hombre religioso», sean cuales fueren las apariencias, porque se trata del significado de la vida. De lo que estoy seguro es de que las formas futuras de la experiencia religiosa serán completamente distintas de las que ya conocemos en el cristianismo, en el judaismo, en el Islam, que ya están fosilizadas, desvirtuadas, vacías de sentido. Estoy seguro de que habrá otras expresiones. ¿Cuáles? No puedo decirlo. La gran sorpresa es siempre la libertad del espíritu, su creatividad.
– «… Estos treinta años o más que he pasado entre los dioses y las diosas exóticos, bárbaros, irreductibles; nutriéndome de mitos, obsesionado por los símbolos, arrullado y hechizado por tantas imágenes que hasta mí llegaban desde aquellos mundos sumergidos, me parecen hoy como las etapas de una larga iniciación. A cada una de esas figuras divinas, a cada uno de esos símbolos o mitos va unido un peligro que he afrontado o superado. Cuántas veces estuve a punto de "perderme", de extraviarme en aquel laberinto en que corría el peligro de ser muerto, esterilizado. "emasculado" (por una de aquellas terribles diosas madres, quizá). Una serie infinita de aventuras intelectuales, y digo 'aventuras' en su sentido primario de riesgo existencial. No fueron únicamente los 'conocimientos' lenta y tranquilamente adquiridos en los libros, sino aún más los encuentros, las tensiones y las tentaciones. Ahora me doy cuenta perfecta de todos los peligros que esquivé durante aquella larga 'búsqueda', y ante todo del peligro que significaba el olvido de que yo me había propuesto un fin, que me dirigía hacia algo, que aspiraba a llegar a un 'centro'».
Esta confidencia corresponde al 10 de noviembre de 1959, en su Diario. Todo queda un tanto velado, enigmático. ¿Podría hablar hoy con mayor claridad?
– El espíritu corre un riesgo cuando trata de penetrar el sentido profundo de una de esas creaciones mitológicas o religiosas que son otras tantas expresiones existenciales del hombre en el mundo. Del hombre: de un cazador primitivo, de un labrador del Asia oriental, de un pescador de Oceanía. En el esfuero hermenéutico que desarrolla el historiador de las religiones, el fenomenólogo, por entender desde dentro la situación de ese hombre, hay siempre un riesgo: no sólo el de dispersarse, sino también el de sentirse fascinado por la magia de un chamán, los poderes de un yogui, la exaltación de un miembro de cualquier sociedad orgiástica. No me refiero a que pueda sentirse la tentación de hacerse yogui, chamán, guerrero o exaltado, sino a que se tiene el sentimiento de hallarse inmerso en unas situaciones existenciales extrañas al hombre occidental, que además le resultan peligrosas. Este contacto con unas formas exóticas capaces de obsesionarnos, de tentarnos, supone un peligro de orden psíquico. Por eso he comparado tal búsqueda a un largo viaje por el laberinto; es una especie de prueba iniciática. El esfuerzo necesario para entender el canibalismo, por ejemplo; en efecto, el hombre no se vuelve caníbal por instinto, sino como consecuencia de una teología y de una mitología. Es algo que, junto con una serie infinita de situaciones del hombre en el mundo, ha de revivir el historiador de las religiones si es que aspira a entenderlas.
Cuando el hombre tuvo conciencia de su modo de ser en el mundo, así como de las responsabilidades vinculadas a ese ser en el mundo, se tomó una decisión que luego resultaría trágica. Pienso en la invención de la agricultura, no la de los cereales en el Próximo Oriente, sino la de los tubérculos en la zona tropical. La concepción de aquellas poblaciones es que la planta nutricia es fruto de un asesinato primordial. Un ser divino fue muerto, descuartizado, y los fragmentos de su cuerpo dieron origen a unas plantas hasta entonces desconocidas, especialmente a los tubérculos, que desde entonces constituyen el principal alimento de los humanos. Sin embargo, para asegurar la cosecha siguiente, hay que repetir ritualmente el primer asesinato. De ahí el sacrificio humano, el canibalismo y otros ritos a veces crueles. El hombre ha apren-dido no sólo que su condición le exige matar para vivir, sino que además ha asumido la responsabilidad de la vegetación, de su pe-rennidad, y por ello mismo ha asumido el sacrificio humano y el canibalismo. Esta concepción trágica que durante milenios mantuvo una parte de la humanidad, según la cual la vida queda asegurada mediante la muerte, cuando no se trata únicamente de describirla en un estudio antropológico, sino de comprenderla además existencialmente, supone comprometerse en una experiencia que a su vez resulta trágica. El historiador y fenomenólogo de las religiones no se sitúa ante estos mitos y estos ritos como ante objetos externos, como serían una inscripción que ha de descifrar o una institución que tiene que analizar. Para entender desde dentro ese mundo hay que vivirlo. Es como un actor que entra en sus papeles, que los asume. Hay a veces tanta diferencia entre nuestro mundo ordinario y ese otro mundo arcaico que hasta la propia personalidad puede entrar en el juego.
– ¿Se trata a la vez de la propia Identidad y de la afirmación de las propias razones frente a las potencias terribles de lo irracional?
– Su fórmula es exacta. Es bien sabido, por ejemplo -y hasta los freudianos lo dicen-, que el psiquiatra compromete su propia razón por frecuentar la enfermedad mental. Lo mismo cabe decir del historiador de las religiones. Lo que estudia le afecta profundamente. Los fenómenos religiosos expresan situaciones existenciales. Se participa en el fenómeno que se trata de descifrar, como si se tratara de un palimpsesto, de la propia genealogía, de la propia historia. Es mi historia. Y en todo ello, efectivamente, va envuelta la potencia de lo irracional… El historiador de las religiones, por tanto, ambiciona conocer y por ello mismo comprender las raíces de su cultura, de su mismo ser. Al precio de un largo esfuerzo de anamnesis deberá terminar por recordar su propia historia, es decir, la historia del espíritu humano. Mediante la anamnesis, el historiador de las religiones rehace en cierto modo la Fenomenología del espíritu. Pero Hegel se ocupó únicamente de dos o tres culturas, mientras que el historiador de las religiones se ve obligado a estudiar y entender la historia del espíritu en su totalidad, a partir del Paleolítico. Se trata, por consiguiente, de una historia verdaderamente universal del espíritu. Creo que el historiador de las religiones ve mejor que los demás investigadores la continuidad de las distintas etapas del espíritu humano y, finalmente, la unidad profunda y fundamental del espíritu. De este modo se revela la condición misma del hombre De ahí que me parezca decisiva la aportación del historiador de las religiones, que descubre la unidad de la condición humana, y ello precisamente en un mundo moderno que está en trance de «planetarizarse».
– Ha hablado de «tentaciones…» Pero, si recordamos las «tentaciones» de san Antonio en el Bosco, por ejemplo, se trata de unas «tentaciones» extrañas, ya que los objetos de la tentación no nos «tientan»; otras, en cambio, son apariciones espantosas… ¿En qué sentido quiere decir que se sintió «tentado» durante su anamnesis como historiador de las religiones?
– Cuando se llega a comprender la coherencia y hasta la nobleza, la belleza de la mitología y diríamos incluso de la teología que sirve de base al canibalismo… Cuando se llega a entender que no se trata de un comportamiento animal sino de un acto humano, que es el hombre, como ser libre capaz de tomar una decisión en el mundo, el que ha decidido matar y comer a su prójimo, si bien inconscientemente, el espíritu siente la tentación de esa enorme libertad que acaba de descubrir: se puede matar, ser caníbal, sin perder la «dignidad humana»… Del mismo modo, cuando se estudian los ritos orgiásticos y se llega a captar su extraordinaria coherencia: se inicia la orgía, y quedan suprimidas todas las reglas, el incesto y la agresividad ya son lícitos, todos los valores quedan invertidos… Y el sentido de este rito es que regenera el mundo. Ante este descubrimiento se sienten deseos de gritar de gozo, como Nietzsche ante su descubrimiento del eterno retorno. Pues también ahí resuena una invitación a la libertad total. Es inevitable pensar entonces: ¡qué libertad extraordinaria, qué creatividad se puede alcanzar como fruto de esas libertades! Exactamente igual que la tribu indonesia después de la gran orgía de fin de año que recrea un mundo regenerado henchido de fuerza. Para mí, un occidental moderno, esto significa que siempre puedo comenzar de nuevo mi vida y, por consiguiente, asegurar mi creatividad… En este sentido se puede hablar de tentaciones.
Pero hay además peligros de orden luciferino. Cuando se llega a comprender que un hombre cree posible cambiar el mundo como resultado de una meditación y de ciertos ritos; cuando se trata de saber por qué motivos se siente tan seguro de que podrá convertirse realmente en dueño del mundo o al menos de su aldea… También en esto se experimenta la tentación de la libertad absoluta, es decir la supresión de la condición humana. El hombre es un ser limitado, condicionado, mientras que la libertad de un dios, de un antepasado mítico o del espíritu carece de cuerpo mortal. Se trata de verdaderas tentaciones. Pero no quiero dar a entender en modo alguno que un historiador de las religiones pueda sentirse tentado por el canibalismo, por la orgía o por el incesto.
– Acaba de hablar de canibalismo y de incesto, pero ha insistido sobre todo en el canibalismo. ¿Es esta, a su juicio, la clave trágica del hombre?
– El incesto, la abolición temporal de todas las leyes, es un fenómeno que aparece en muchas culturas que desconocen el canibalismo. El canibalismo y la decisión de garantizar mediante el sacrificio humano la fecundidad o incluso la vida del mundo son, a mi entender, situaciones extremas.
– Escuchándole me acuerdo de Pasolini, obsesionado por el festín caníbal, en su obra. Festín que, en Porcherie, significa la Ultima Cena…
– Pasolini se sentía fascinado por el problema de una regresión no al salvajismo animal, sino a otro grado cultural. El canibalismo no tiene realmente importancia sino cuando es ritual, cuando está integrado en la sociedad. Por otra parte, es natural que un cristiano, al reflexionar sobre el significado de los sacramentos, termine por decirse: también yo soy caníbal… Otro italiano, Papini, creo que en su Diario, advertía que la misa no es la conmemoración, sino la actualización de un sacrificio humano: estos hombres matan de nuevo al hombre-dios y luego comen su carne y beben su sangre.
– El descenso a los infiernos de que hablan algunas religiones, ¿no provoca a veces en el historiador de las religiones una «tentación» inversa: el odio a todos los dioses, el odio a la religión? Pienso ahora en Lucrecio, en Epicuro, descubriendo la mentira de los dioses y el horror de lo divino que pesa sobre el hombre…
– Ha ocurrido, en efecto, que algunos historiadores de las religiones, llenos de admiración ante los hechos religiosos, reaccionaran de manera terrible. Pero acaba de hablarme de Lucrecio; en su caso se trataba de unas formas decadentes, fosilizadas, de un universo religioso. Los dioses habían perdido su fuerza sagrada. Aquel admirable politeísmo se había quedado vacío de sentido. Se tomaban los dioses como alegorías o como recuerdos transfigu-rados de los antiguos reyes. Era una época esceptica en que sólo se veía el aspecto horrible de los dioses. Cuando se captan las cosas en conjunto y se buscan las raíces de esta decisión de matar, se revela una verdad distinta: la condición trágica del hombre. Situadas en el conjunto, estas cosas terribles, grotescas, repugnantes, encuentran su sentido original, que consistía en dar una signifigación a la vida a partir de una evidencia: toda vida implica la muerte de otros seres; para vivir hay que matar. ¡Tal es la condición del espíritu en su historia, ciertamente trágica, pero enormemente creadora! Situarse frente al vacío, a la nada, a lo demoníaco, a lo inhumano, a la tentación de regresar al mundo animal, todas estas experiencias, extremas y dramáticas son la fuente de las grandes creaciones del espíritu. En efecto, en esas condiciones terribles, el hombre ha acertado a decir sí a la vida y ha encontrado un sentido a su existencia.
– En su Diario habla de las «terribles diosas madres». Esto no nos suena a cosa conocida.
– Pensaba sobre todo en Durga, por ejemplo, una diosa sangrienta india, o en Kali. Son diosas madres que, entre otras cosas, expresan el enigma de la vida y del universo es decir el hecho de que ninguna vida puede perpetuarse sin correr un riesgo mortal. Estas diosas terribles exigen la sangre o la virilidad o la voluntad de sus fieles. Pero quien entiende lo que significan estas diosas recibe al mismo tiempo una revelación de orden filosófico. Se llega a comprender que esta unión de virtudes y pecados, de crímenes y generosidad, de creatividad y de destrucción es el gran enigma de la vida. Si hay que vivir como un hombre, no como un autómata o un animal, pero tampoco como un ángel, no hay más remedio que enfrentarse a esta realidad. Ciñéndonos a un mundo que nos es más conocido, en Yahvé vemos al Dios creador y bueno, pero también al Dios terrible, celoso, destructor; este aspecto negativo de la divinidad nos dice que Dios lo es todo. Del mismo modo, para todos los pueblos que aceptan a la Gran Madre, el culto de estas diosas terribles es una introducción al enigma de la existencia y de la vida. La misma vida es esa «Gran Madre terrible» cortadora de cabezas y paridora que patrocina a la vez la fertilidad y el crimen, pero también la inspiración, la generosidad, la riqueza. Esta totalización de los contrarios se revela lo mismo en los mitos de la Gran Diosa que en el Antiguo Testamento, con la ira de Yahvé. También nos preguntamos a veces como es posible que un Dios se comporte de este modo. Pero estos mitos y estos ritos de las diosas terribles o del dios terrible nos dan la lección de que la realidad, la vida, el cosmos son como son. Crimen y generosidad, crimen y fecundidad. La diosa madre es la que pare y mata a la vez. No vivimos en un mundo de ángeles o de espíritus, pero tampoco en un mundo meramente animal. Estamos «entre» ambos ex-tremos. Creo que la revelación de este misterio va seguida siempre de un acto creador. Creo que el espíritu crea algo sobre todo cuando tiene que enfrentarse a estas grandes pruebas.
– ¿Cómo se protege el espíritu de esos grandes peligros de que habla? ¿Cómo es posible seguir el camino sin perderse?
– Se puede sobrevivir si se tiene cuidado de estudiar no sólo el canibalismo, sino además, por ejemplo, la experiencia mística. Entonces se cae en la cuenta de que el sentido de todos esos horrores es la intención de revelar la totalidad divina, la totalidad enigmática, es decir, la coincidencia de los opuestos, de los contrarios. en la vida. Se comprende entonces el seriado de ese comportamiento religioso y al mismo tiempo se cae en la cuenta de que se trata de una de las expresiones del espíritu humano. En su larga y dramática historia, el hombre decidió hacer también esto. Pero conocemos además otras muchas decisiones: la mística, el yoga, la contemplación… Lo que protege el espíritu del historiador de las religiones, que en cierto modo se ve condenado a trabajar con estos documentos, es la convicción de que esas cosas terribles no representan el summum o la expresión perfecta de la experiencia religiosa, sino únicamente uno de sus aspectos, el lado negativo.
– Hablamos de las crueldades profundas del hombre y de las religiones tradicionales. Pero, ¿qué decir de los movimientos históricos modernos que vienen a ser otros tantos triunfos de la muerte? ¿Cómo ve, en cuanto historiador de las religiones, los mitos terribles de la humanidad moderna?
– El historiador de las religiones se encuentra ante ese fenómeno terrible de la desacralización de un rito de un misterio o de un mito en que la muerte tenía un sentido religioso. Es una regresión a una etapa superada desde hace miles de años, pero esta «regresión» no logra recuperar siquiera la significación espiritual anterior. Ya no hay valores trascendentes. El horror se multiplica y la matanza colectiva resulta además «inútil», puesto que carece de sentido. De ahí que este infierno sea realmente el infierno: la crueldad pura, absurda. Cuando los mitos cruentos o demoniacos quedan desacralizados, su significación demoníaca aumenta, vertiginosamente y ya sólo queda el puro demonismo, la crueldad, el crimen absoluto.
– Todo esto me deja confuso. Haré de abogado del diablo para entender. ¿No podría decirse que es precisamente el sacrificio lo que constituye lo sagrado y confiere un sentido? No hay justificación para la matanza hitleriana, para la locura del nazismo. Las hecatombes patrióticas, por otro lado, pueden parecer unos años más tarde tristes frutos de una ilusión. Sin embargo, los combatientes mataron y murieron con fe, quizá con entusiasmo. Los «kamikazes» eran aliados de los nazis y su nombre significaba «viento divino». ¿Cómo afirmar que los aztecas vivían una ilusión justificada y no los SS? ¿Dónde está la diferencia entre el asesinato ordinario y el asesinato sagrado?
– Para los aztecas, el sacrificio humano tenía el sentido de que la sangre de las víctimas humanas alimentaba y fortificaba al dios sol y a los dioses en general. Para los SS. el aniquilamiento de millones de hombres en los campos de concentración tenía también un sentido, y hasta de orden escatológico. Creían representar el bien contra el mal. Y lo mismo puede decirse del piloto japonés. Ya sabemos lo que era el bien para el nazismo: el hombre rubio, el hombre nórdico, el ario puro… Todo lo demás eran encarnaciones del mal, del diablo. Eso suena casi a maniqueísmo: la lucha del bien contra el mal. En el dualismo iranio, todo fiel que da muerte a un sapo, a una serpiente, a una bestia demoniaca, contribuye a la purificación del mundo y al triunfo del bien. Podemos imaginar que estos enfermos, estos pasionales, estos fanáticos, estos maniqueos modernos veían el mal encarnado en ciertas razas, en los judíos, en los gitanos. Sacrificarlos por millones no era un crimen, puesto que encarnaban el mal, el demonio. Exactamente igual ocurre con el Gulag y la escatología apocalíptica de la gran liberación comunista, que tiene frente a sí a unos enemigos que re-presentan el mal y que se oponen al triunfo del bien, al triunfo de la libertad, al triunfo del hombre, etc. Puede compararse todo esto con los aztecas: unos y otros creían tener una justificación. Los aztecas creían ayudar al dios sol, los nazis y los rusos creían realizar la historia.
– Frecuentemente ha hablado del «terror de la historia»…
– El terror de la historia es para mí la experiencia de un hombre sin religión, que no tiene esperanza alguna de encontrar sentido definitivo al drama histórico, que debe sufrir los crímenes de la historia sin comprender su sentido. Un israelita cautivo en Babilonia sufría enormemente, pero aquel sufrimiento tenía un sentido: Yahvé quería castigar a su pueblo. Y sabía que al final iba a triunfar Yahvé, el bien por consiguiente… También para Hegel, todo acontecimiento, toda prueba era una manifestación del Espíritu universal, y por consiguiente tenía sentido. Se podía, cuando no justificar, al menos explicar racionalmente el mal histórico… Cuando los acontecimientos históricos se vacían de toda significación transhistórica, cuando dejan de ser lo que eran para el hombre tradicional -pruebas para un pueblo o para un individuo-, estamos ante lo que he llamado el «terror de la historia».
– Al hablar de los peligros que corre el historiador de las religiones hemos desembocado en la cuestión del sentido: sentido de la religión para el creyente y sentido que la experiencia religiosa puede tener a los ojos del historiador. Uno de los puntos esenciales de su pensamiento es que el historiador de las religiones no puede dejar de ser un hermeneuta. Y dice además que esa hermenéutica tiene que ser creadora…
– La hermenéutica es la búsqueda del sentido, de la significación o de las significaciones que tal idea o tal fenómeno religioso tuvieron a través de la historia. Es posible hacer la historia de las diversas expresiones religiosas. Pero la hermenéutica es el descubrimiento del sentido cada vez más profundo de esas expresiones religiosas. Y digo que ha de ser creadora por dos razones. En primer lugar, es creadora para el mismo hermeneuta. El esfuerzo por descifrar la revelación presente en una creación religiosa -rito, símbolo, mito, figura divina…- y por comprender su función, su significación, su fin es un esfuerzo que enriquece de manera singular la conciencia y la vida del investigador. Es una experiencia que no conoce el historiador de las literaturas, por ejemplo. Captar el sentido de la poesía sánscrita, leer a Kalidasa es un gran descubrimiento para un investigador de formación occidental, al que se revela un horizonte distinto de valores estéticos. Pero todo esto no es tan profundo, tan existencialmente profundo como la tarea de descifrar y comprender un comportamiento religioso oriental o arcaico.
La hermenéutica es creadora en un segundo sentido, pues revela ciertos valores que no eran evidentes en el plano de la experiencia inmediata. Pongamos el ejemplo del árbol cósmico en Indonesia, en Siberia en Mesopotamia; hay rasgos comunes a los tres simbolismos, pero, evidentemente, este parentesco no era conocido del hombre mesopotámico, indonesio o siberiano. El trabajo hermenéutico revela las significaciones latentes y el devenir de los símbolos. Vea los valores que los teólogos cristianos han acumulado a los valores precristianos del árbol cósmico o del axis mundi o de la cruz, o también el simbolismo del bautismo. El agua ha tenido siempre y en todas partes un significado de «purificación», bautismal. Con el cristianismo se añade a este simbolismo un nuevo valor, sin destruir la estructura anterior, que, por el contrario, se completa y enriquece. En efecto, el bautismo es para el cristiano un sacramento por el hecho de haber sido instituido por Cristo.
La hermenéutica es creadora aun en otro sentido. El lector que comprende, por ejemplo, el simbolismo del árbol cósmico -y creo que tal es el caso incluso entre quienes no se interesan de ordinario por la historia de las religiones- experimenta algo más que un goce intelectual. Hace un descubrimiento importante para su vida. En adelante, cuando contemple determinados árboles, verá en ellos la expresión del misterio del ritmo cósmico. Verá el misterio de la vida que se recupera y continúa: el invierno, con la caída de las hojas; la primavera… Esto posee una importancia muy distinta de la del desciframiento de una inscripción griega ó romana. Un descubrimiento de orden histórico nunca es desdeñable, ciertamente. Pero en este caso se descubre una cierta posición del espíritu en el mundo, y aunque no se trate de una postura propia, nunca dejará de afectarnos. El espíritu es creador gracias a estos encuentros. Recuerde el encuentro del siglo xix con la pintura japonesa o el del siglo xx con la escultura y las máscaras africanas. No se trata ya de simples descubrimientos culturales, sino de encuentros creadores.
– La tarea hermenéutica es un trabajo de conocimiento, pero, ¿cuál es el criterio de la verdad? Pienso, al escucharle, que si va preparada por un trabajo de ciencia «objetiva», la hermenéutica pide de por sí no unos criterios «objetivos», lo que nos llevaría a pensar que el sujeto está ausente de lo que considera, sino, en definitiva, unos criterios de «verdad poética». Cuanto conocemos a través del acto de conocimiento, lo cambiamos, y a la vez somos cambiados nosotros mismos por nuestro conocimiento. Hermenéutica infinita, ya que, al leer a Eliade, lo interpretamos, del mismo modo que él interpreta este o aquel símbolo iranio…
– Sin duda… Pero cuando se trata de esos grandes símbolos que ponen en relación la vida cósmica y la existencia humana, en su ciclo de muerte y renacimiento -el árbol cósmico, por ejemplo- hay algo fundamental, que reaparecerá en las distintas culturas: un secreto del universo que es a la vez un secreto de la condición humana. Y no sólo se revelará la solidaridad entre la condición humana y la condición cósmica, sino también el hecho de que se trata, en cada caso, de su propio destino. Esta revelación puede afectar a mi propia vida. Un sentido fundamental, por consiguiente, un sentido con el que se irán conectando otros. Cuando el árbol cósmico recibe la significación de la cruz, ello no resulta evidente para un indonesio, pero si alguien le explica que, para los cristianos, ese símbolo significa una regeneración, una vida nueva, el indonesio no se sentirá sorprendido, sino que hallará ahí algo que le resulta familiar. Árbol o cruz, se trata del mismo misterio de la vida y la resurrección. El símbolo está siempre abierto. Y en cuanto a mi interpretación, nunca debo olvidar que es la de un investigador de hoy. La interpretación jamás está acabada.
– Nos invita a captar la universalidad del símbolo más allá de la diversidad de las simbolizaciones. Nos muestra la apertura indefinida del símbolo y de la interpretación. Sin embargo, rechaza la vía que quiza nos condujera a una especie de relativismo, de subjetivismo y, enseguida, de nihilismo, esa vía que consistiría en decir: «Sí, las cosas tienen sentido, pero ese sentido no se apoya en nada que no sea cuanto de más fortuito y fugitivo hay en mí…». Mi pregunta ahora es ésta: ¿enlaza la experiencia religiosa -y en qué modo- con una verdad transhistórica? ¿Qué clase de «trascendencia» admite? ¿Cree que la verdadad está del lado de un Claudel y de su actitud exegética o del lado de los existencialistas, de un Sartre, que dicen: «El hombre no puede prescindir del sentido, pero ese sentido lo inventa el mismo en un cielo desierto»?
– Estoy ciertamente en contra de esa última interpretación: ¡«en el cielo desierto»! Me parece que los mensajes emitidos por los símbolos fundamentales revelan un mundo de significaciones que no se reduce únicamente a nuestra experiencia histórica e inmanente. «El cielo desierto…». Es una metáfora admirable para un hombre moderno cuyos antepasados creían en un cielo poblado de seres antropomórficos, los dioses. El cielo, ciertamente, está va vacío de tales seres. Por mi parte, creo que las religiones y las filosofías en ellas inspiradas -pienso en las Upanishads, en Dante, en el taoísmo…- nos revelan algo esencial que somos capaces de asimilar. Entiéndase bien que se trata de algo imposible de aprender de memoria, como el último descubrimiento científico o arqueológico. Lo que quiero decir, y lo digo en mi propio nombre, no es que de ahí saque yo una consecuencia filosófica a partir de mi labor como historiador de las religiones. En fin, la respuesta de Sartre y de los existencialistas no me convence: un «cielo vacío»… Más me atrae la «gnosis de Princeton», por ejemplo. Llama la atención el hecho de que los más grandes matemáticos y astrónomos de nuestros días, que se han formado además en una sociedad totalmente desacralizada, lleguen a unas conclusiones científicas y hasta filosóficas muy cercanas a ciertas filosofías relígiosas. Llama la atención ver cómo los físicos, los astrofísicos y sobre todo los especialistas de la física teórica reconstruyen un universo en el que Dios tiene un lugar, así como la idea de una cosmogonía. de una creación. Hay en ello algo semejante al monoteísmo mosaico, pero sin antropomorfismos, algo que también nos lleva hacia ciertas filosofías indias, que esos sabios desconocían. Es un hecho importantísimo. La «gnosis de Princeton» me parece además significativa por el gran éxito y el público que ha atraído el libro de Ruyer.
– Querría precisar ahora mismo mi pregunta. ¿Cómo conciliar una actitud religiosa y una actitud científica? Por una parte, nos sentimos impulsados a creer que, más allá de lo sensible, hay, cuando no un Dios o unos dioses, al menos algo divino, un mundo espiritual. La hermenéutica, por su parte, nos llevaría a apropiarnos ese algo divino. Por otra parte, sabemos, por ejemplo, que el paso del Paleolítico al Neolítico supone la construcción de todo un edificio de creencias, de mitos, de ritos. ¿Cómo creer, instruidos por esta ciencia histórica, «materialista», que esas creencias vincu-ladas a los cambios técnicos, económicos, sociales, puedan encerrar un sentido transhistórico, una trascendencia?
– Desde hace algún tiempo he decidido adoptar una cierta actitud discreta acerca de lo que creo o no creo. Pero mi esfuerzo se ha orientado siempre a comprender a quienes creen en algo: el chamán o el yogui o el australiano igual que un gran santo, un maestro Eckart, un Francisco de Asís. En este punto le respondería como historiador de las religiones. Siendo lo que es el hombre, es decir no un ángel o un espíritu, es obvio que la experiencia de lo sagrado se produce en su caso a través de un cuerpo, de una determinada mentalidad, de un cierto ambiente social. El cazador primitivo no podía captar la santidad y el misterio de la fecundidad de la tierra igual que podía hacerlo el cultivador. Entre estos dos universos de valores religiosos hay una ruptura evidente. Antes eran dos huesos de la pieza cazada los que tenían un significado sagrado; luego, los valores religiosos se refieren en especial al hombre y la mujer, cuya unión tiene por modelo la hierogamia cósmica. Pero lo importante para el historiador de las religiones es que la invención de la agricultura permitirá al hombre profundizar en el carácter cíclico de la vida. Bien entendido, el cazador primitivo sabía perfectamente que la caza pare en primavera. Pero es el agricultor el que capta la relación causal entre semilla y cosecha, como la analogía entre semilla vegetal y semilla humana. Al mismo tiempo se afirmará la importancia económica, social y religiosa de la mujer. Ya ve cómo, a través de un descubrimiento técnico, la agricultura, se revela a la conciencia humana un misterio mucho más profundo que el que contemplaba el cazador. Se descubre ahora que el cosmos es un organismo vivo, regido por un ritmo, por un ciclo en que la vida esta íntima y necesariamente ligada a la muerte, pues la semilla no puede renacer sino a través de su propia muerte. Y este descubrimiento técnico le reveló su propio modo de existir. En el Neolítico nacieron las grandes metáforas que se mantienen desde el Antiguo Testamento hasta nosotros: «El hombre es como la hierba del campo», y otras muchas. Pero no hay que entender este tema como una lamentación sobre el carácter efímero de la planta, sino como un mensaje optimista, como un reconocimiento del circuito eterno de la vegetación y de la vida… En resumen, para precisar mi respuesta, es cierto que como con-secuencia de un cambio radical de tecnología, los antiguos valores religiosos, si no son abolidos, al menos quedan disminuidos, mientras que sobre otras condiciones económicas se fundamentan unos nuevos valores. Esta economía nueva revelará una significación religiosa y creadora. La agricultura posee para la historia del espíritu una importancia no menor que para la historia de la civilización material. En la existencia del cazador no era evidente la uni-dad de la vida y de la muerte; lo fue a partir del trabajo agrícola.
– Su pensamiento me da la impresión de ser «hegeliano». Todo ocurre corno si la producción de los hechos materiales, los cambios que tienen lugar en la materia, en las «infraestructuras», tuvieran por objeto llevarnos a una profundizaáón del sentido. Habría que considerar los acontecimientos de la materia, los acontecimientos de la historia, como las condiciones sucesivas de la revelación de un sentido espiritual. Por otra parte, una nota de su Diario, del 2 de marzo de 1967, dice claramente: «La historia de las religiones, tal como yo la entiendo, es una disciplina "liberador" (saving discipline). La hermenéutica podría llegar a ser la única justificación válida de la historia. Un acontecimiento histórico justificará el haberse producido cuando sea entendido. Esto podría significar que las cosas suceden, que la historia existe únicamente para obligar a los hombres a entenderlas».
– Sí, creo que todos esos descubrimientos técnicos han sido otras tantas ocasiones para que el espíritu humano captara ciertas estructuras del ser que antes resultaban más difíciles de captar. El cazador, por supuesto, era consciente del ritmo de las estaciones. Pero ese ritmo no era el centro de las construcciones teóricas que daban significación a la vida humana. La agricultura dio ocasión a una enorme síntesis. Nos sentimos fascinados cuando descubrimos la causa de esta visión nueva del mundo: el trabajo de la tierra. Esta visión del mundo, es decir la identidad, la homología entre la mujer, la tierra, la luna, la fecundidad, la vegetación, y también entre la noche, la fecundidad, la muerte, la iniciación, la resurrección. Todo este sistema se hizo posible gracias a la agricultura. Del mismo modo, piense en esa enorme y admirable construcción de la imago mundi que ha venido a añadirse a la representación del tiempo cíclico y que ha sido posible sino con la creación de las ciudades. Ciertamente, el hombre vivió siempre en un es-pacio orientado, con un centro y los cuatro puntos cardinales, datos todos de su experiencia inmediata en el mundo. Pero la ciudad enriqueció de sentido el espacio hasta proponerlo como una imagen del mundo. Todas las culturas urbanas arrancan de la herencia del Neolítico. Los valores anteriores -la fertilidad de la tierra, la importancia de la mujer, el valor sacramental de la unión sexual- han sido integrados en el edificio de nuestra cultura urbana. Hoy esa cultura está a punto no de desaparecer sino de cambiar en cuanto a su estructura. No creo, sin embargo, que puedan desaparecer las revelaciones primordiales, pues no hemos dejado de vivir en el ritmo cósmico fundamental: día y noche, invierno y verano, vida de vigilia y vida de ensueño, luz y tinieblas. Conoceremos otras formas religiosas, que quizá no serán reconocidas como tales, y que a su vez estarán condicionadas por el lenguaje nuevo y por la sociedad del futuro. Es cierto que, hasta hoy, y no hablo únicamente de «religión», el hombre no se ha enriquecido
espiritualmente con los nuevos descubrimientos técnicos del mismo modo que se enriqueció con el descubrimiento de la metalurgia o de la alquimia.
– Ya estamos perfectamente ilustrados acerca de lo que entiende por «actitud hermenéutica» y, a la vez, captamos la actitud opuesta, la que aspira a «desmitificar», en la que coinciden Marx y los marxistas, Freud, Lévi-Strauss y Los «estructuralistas». A todos ellos les debe sin duda algo, pero ha preferido situarse en la otra vertiente. ¿Podría precisar cuál es su postura?
– Efectivamente, he tratado de sacar partido de las tres corrientes que acaba de mencionar. Hace un momento hablaba yo de la importancia radical de la agricultura y del consiguiente cambio ocurrido en las estructuras económicas. Marx nos ayuda a entender este punto. Por su parte, Freud nos ha revelado la «embriología» del espíritu. Se trata de algo muy importante, pero la embriología es únicamente un momento de nuestros conocimientos acerca de un ser. También el «estructuralismo» es útil. Pero creo que la actitud «desmitificadora» es una postura fácil. Todos los hombres arcaicos y primitivos creen que su aldea es «el centro del mundo». No es difícil afirmar que tal creencia es una ilusión, pero esto no conduce a nada. Al mismo tiempo, se destruye el fenómeno por no observarlo en el plano que le es propio. Lo importante, al contrario, es preguntarse por qué esos hombres creen vivir en el centro del mundo. Si yo aspiro a entender a esta o a aquella tribu no es para «desmitificar» su mitología, su teología, sus costumbres, su representación del mundo. Lo que quiero es entender su cultura y, en consecuencia, por qué esos hombres creen lo que creen. Y si llego a entender por qué su aldea es el centro del mundo, es que he empezado a comprender su mitología, su teología y, en consecuencia, su modo de existir en el mundo.
– Pero, ¿resulta tan difícil de comprender todo eso? Recuerdo una página en que Merleau-Ponty, después de hablar del campamento primitivo, añade: «Llego a un pueblo para pasar las vacaciones, feliz al poder dejar atrás mis tareas y mi ambiente habitual. Me instalo en aquel pueblo. Se convierte en el centro de mi vida (…) Nuestro cuerpo y nuestra percepción nos piden siempre que tomemos por centro del mundo el paisaje que nos ofrecen».
– Sí, esa experiencia que llamamos religiosa o sagrada, es de ordenh existencial. El hombre mismo, por el hecho de que tiene un cuerpo situado en el espacio, se orienta hacia los cuatro horizontes, se mantiene entre el arriba y el abajo. El es naturalmente el centro. Una cultura se construye siempre sobre una experiencia existencial.
– Cuando habla de religiones, de cultura, incluso de las más primitivas, como es la de Australia, lo hace siempre con un infinito respeto. No ve en todo ello otros tantos documentos etnológicos, sino verdaderas realizaciones. Considera las religiones como obras admirables, llenas de sentido y valor, igual que la Odisea, la Divina comedia o la obra de Shakespeare.
– Me siento contemporáneo de las grandes reformas, de las revoluciones políticas y sociales. Todas las constituciones hablan de la igualdad entre todos los hombres. Todo ser humano tiene el mismo valor que un genio de París, de Bostón o de Moscú. Pero luego no vemos que sea así en la realidad. Yo mismo compruebo este principio cuando me acerco a un australiano. No voy hacia él como tantos antropólogos, que únicamente sienten curiosidad por conocer las instituciones y los fenómenos económicos. Conocer todas esas cosas tiene mucho interés, sin duda, pero detenerse ahí no es el mejor método para captar la aportación de estos hombres a la historia del espíritu. Lo que de verdad me interesa es saber cómo reacciona un ser humano cuando se ve forzado a vivir en un desierto australiano o en la zona ártica. ¿Cómo ha logrado no sólo sobrevivir en cuanto especie zoológica, como los pingüinos y las focas, sino además como ser humano, creador de una cultura, de una religión, de una estética? Porque estos hombres han vivido allí como seres humanos, es decir como creadores. No han aceptado comportarse como las focas o como los canguros. Por eso me siento muy orgulloso de ser un ser humano, no por el hecho de ser heredero de esta prodigiosa cultura mediterránea, sino porque me reconozco, como ser humano, en la existencia asumida por los australianos. Y por eso me interesan su cultura, su religión, su mitología. Esto explica mi actitud de simpatía. No soy una especie de nostálgico al que gustaría retornar a un pasado, al mundo de los aborígenes australianos o de los esquimales. Lo que quiero es reconocerme -en el sentido filosófico del término- en mi hermano. En cuanto rumano, fui como él hace miles de años. Y este pensamiento me hace sentirme hombre totalmente de mi época; en efecto, si existe un descubrimiento original e importante que caracterice a nuestro siglo, es éste: Ja unidad de la historia y del espíritu humano. Por eso yo no «desmitifico». Un día nos reprocharan nuestra «desmitificación» los descendientes de los antiguos colonizados. Nos dirán: «Vosotros exaltáis la creatividad de vuestro Dante y de vuestro Virgilio, pero desmitificáis nuestra mitología y nuestra religión. Vuestros antropólogos insisten constantemente en los presupuestos socioeconómicos de nuestra religión o de nuestros movimientos mesiánicos y milenaristas, sobreentendiendo que nuestras creaciones espirituales, al contrario que las vuestras, nunca se elevan por encima de las determinaciones materiales o políticas. En otras palabras, nosotros, los primitivos, seríamos incapaces de alcanzar la libertad creadora de un Dante o un Virgilio…». La actitud desmitificadora ha de considerarse sospechosa de etnocentrismo, de «provincialismo» occidental y, en resumidas cuentas, habrá de ser «desmitificada».
– Lo que acaba de decir nos permite también comprender definitivamente por qué la historia de las religiones tiende a la hermenéutica. Si las religiones y las grandes realizaciones de nuestra cultura están emparentadas, la actitud hermenéutica se impone hasta la evidencia. Porque, en definitiva, está claro para todo el mundo que el análisis lingüístico no agota nuestra relación con…Rilke o Bellay. Todos sabemos que un poema no se reduce a su mecánica ni a las condiciones históricas que lo han hecho posible. Y si nos empeñamos a reducirlo a eso, peor para nosotros. Si así lo entendemos cuando se trata de poesía, cuánto más claro habríamos de verlo a propósito de la religión.
– ¡Completamente de acuerdo! De ahí que siempre comparo el universo imaginario religioso con el universo imaginario poético. Mediante esta comparación, quien tenga pocos conocimientos sobre el mundo religioso podrá acercarse fácilmente a él.
– ¿Diría que el ámbito de la religión es una parcela de lo imaginario y lo simbólico?
– Ciertamente. Pero hay que decir también que al principio todo universo imaginario era -para decirlo con un término poco afortunado- un universo religioso. Y digo «poco afortunado» porque, al emplearlo, sólo pensamos ordinariamente en el judeo-cristianismo o en el politeísmo pagano. La autonomía de la danza, de la poesía, de las artes plásticas es un descubrimiento reciente. En los orígenes, todos estos mundos imaginarios tenían una función y un valor religiosos.
– En cierto sentido, ¿no los conservan aún? Alguna vez ha hablado de «desmitificación a contrapelo» y afirma que es preciso recuperar en las obras profanas, en las obras literarias, el argumento de la iniciación, por ejemplo.
– Ya sabe que desde hace una generación, la crítica literaria
americana, especialmente en los Estados Unidos, busca en las novelas contemporáneas los temas de la iniciación, del sacrificio, los árquetipos míticos. Creo que lo sagrado se esconde tras lo profano, del mismo modo que. para Freud o Marx, lo profano se enmascaraba tras lo sagrado. Creo que es completamente legítimo acotar en ciertas novelas los esquemas de ciertos ritos iniciáticos. Pero ahí nos encontramos ante un problema importante. Espero que alguien se decida a abordarlo: descifrar el ocultamiento de lo sagrado en el mundo desacralizado.