Claude-Henri Rocquet: -Mircea Eliade es un nombre muy bello…
Mircea Eliade: -¿Por qué? Eliade: helios; y Mircea: mir, raíz eslava que quiere decir paz…
– … y mundo.
– Sí, mundo también, cosmos.
– No pensaba precisamente en el significado, sino en la musicalidad.
– Eliade es de origen griego y remite sin duda a helios. Al principio se escribía Héliade. Era un juego con helios y hellade: sol y griego… Pero no es el apellido de mi padre. Mi abuelo llevaba el de Ieremia. Pero resulta que en Rumania, cuando un individuo es un poco perezoso, muy lento o vacilante, se le recuerda el proverbio: «¡Eres como Ieremia, que no era capaz de hacer salir su carreta!» A mi padre se lo repetían en el colegio. Cuando fue mayor de edad, decidió cambiar de apellido. Eligió éste, Eliade, porque así se llamaba un escritor muy conocido del siglo xix: Eliade Radulescu. Por eso empezó a llamarse «Eliade». Yo se lo agradezco, porque prefiero Eliade a Ieremia. Me gusta mi apellido.
– Quienes han leído los Fragmentos de un diario conocen ya un poco al hombre Mircea Eliade y las líneas maestras de su vida. Pero ese Diario se inicia en París el año 1945, cuando tenía cuarenta años. Antes había vivido en Rumania, en la India, en Lisboa, en Londres. Era ya un escritor célebre en Rumania y un «orientalista». A todo esto hace alusión el Diario. Pero apenas sabemos nada de los años que preceden a su llegada a París y menos aún de los primeros años de su vida.
– Pues bien, nací el 9 de marzo de 1907, un mes terrible en la historia de Rumania, cuando se produjo la revuelta de los campesinos en todas las provincias. En el liceo me decían siempre: «¡Ah, tú naciste en medio de la revuelta de los campesinos!» Mi padre era militar, como mi hermano. Era capitán. En Bucarest fui a la escuela primaria, en la calle Mántuleasa, la misma escuela que evoqué en Strada Mántuleasa -en francés, Le Vieil Homme et l'Officier-. Luego asistí al liceo Spiru-Haret. Un buen liceo al que se había dado el nombre del Jules Ferry rumano.
– Su padre era oficial. Pero, ¿cómo era su familia?
– Yo me considero como una síntesis: mi padre era moldavo y mi madre olteniana. En la cultura rumana, Moldavia representa el lado sentimental, la melancolía, el interés por la filosofía, por la poesía y una cierta pasividad ante la vida. Interesa menos la política que los programas políticos y las revoluciones en el papel. De mi padre y de mi abuelo, un campesino, heredé esta tradición moldava. Estoy orgulloso de poder decir que soy la tercera generación que ha llevado zapatos, porque mi bisabuelo andaba descalzo o con opinci, una especie de sandalias. Para el invierno había unas enormes botas. Una expresión rumana decía: «Segunda, tercera o cuarta generación… de zapatos». Yo soy la tercera generación… De esta herencia moldava me viene mi tendencia a la melancolía, la poesía, la metafísica, digamos que a «la noche».
Mi madre, por el contrario, procede de una familia de Oltenia, la provincia occidental, cerca de Yugoslavia. Los oltenianos son gente ambiciosa, enérgica; se apasionan por los caballos y no son únicamente campesinos, sino además haïduks: se dedican al comercio, venden caballos (¡a veces los roban!). Es la provincia más activa, la más entusiasta, la más brutal a veces. Todo lo contrario de los moldavos. Mis padres se conocieron en Bucarest. Cuando caí en la cuenta de mi herencia, me sentí muy feliz. Como todo el mundo, como todos los adolescentes, tuve mis crisis de desánimo, de melancolía, que a veces llegaban casi a la depresión nerviosa: la herencia moldava. Al mismo tiempo sentía en mí unas enormes reservas de energía. Me decía entonces: esto viene de mi madre. Mucho les debo a los dos. A los trece años era scout y se me dio permiso para pasar las vacaciones en la montaña, en los Cárpatos, o a bordo de un barco en el Danubio, en el delta, en el Mar Negro. Mi familia lo aceptaba todo, especialmente mi madre. A los veintiún años le dije: me marcho a la India. Eramos una familia de la pequeña burguesía, pero mis padres encontraron aquello normal. Estábamos en 1928 y algunos grandes sanscritistas aún no conocían la India. Creo que Louis Renou no hizo su primer viaje hasta los treinta y cinco años. Yo lo hice a los veinte… Mi familia me lo permitió todo: ir a Italia, comprar toda clase de libros, estudiar hebreo, persa. Disfrutaba de una gran libertad.
– Familia de la pequeña burguesía, pero que demostraba un cierto gusto por las cosas del espíritu. ¿No diríamos mejor familia de «personas cultivadas»?
– Cierto, sin pretensiones de una gran cultura, pero al mismo tiempo sin la opacidad, digamos, de la pequeña burguesía.
– ¿Era hijo único?
– Somos tres hermanos. Mi hermano nació dos años antes que yo y mi hermana cuatro años más tarde. Fue una gran suerte venir entre uno y otra. Porque, bien entendido, el preferido durante años fue mi hermano, el hijo mayor, y luego lo fue mi hermana, la pequeña. No podría decir que viviera falto de cariño, pero nunca me sentí agobiado por un exceso de cariño paterno o materno. Fue una gran suerte. Y además tuve la ventaja de contar con un amigo y más tarde con una amiga: mi hermana y mi hermano.
– La imagen que de todo esto se desprende es la de un hombre contento de su nacimiento y de su origen…
– Cierto. No recuerdo haberme lamentado o protestado mientras era adolescente. Pero no era rico, no tenía dinero suficiente para comprar libros. Mi madre me daba algo de sus pequeños ahorros o cuando vendía alguna cosa; más tarde llegamos incluso a alquilar una parte de la casa. No era rico, pero nunca me quejaba. Estaba en paz con mi situación humana y social, familiar.
– ¿Qué imágenes le vienen a la memoria de su primera infancia?
– La primera imagen… Tenía yo dos años, dos años y medio. Ocurrió en un bosque. Me encontraba allí y miraba. Mi madre me había perdido de vista. Habíamos ido allí de merienda. Me perdí al alejarme unos cuantos metros. Y de pronto descubro ante mí un enorme y espléndido lagarto azul. Me quedé maravillado… No sentía miedo, sino fascinación ante aquel animal enorme y azul. Sentía los latidos de mi corazón, latidos de entusiasmo y temor, pero al mismo tiempo leía el miedo en los ojos del lagarto. Veía latir su corazón. Durante muchos años he recordado esta imagen.
En otra ocasión, casi a la misma edad, pues recuerdo que todavía andaba a gatas, la cosa ocurrió en nuestra casa. Había en ella un salón al que no me estaba permitido entrar. Creo además que la puerta estaba siempre cerrada con llave. Un día, a la hora de la siesta, pues era verano, hacia las cuatro, mi familia estaba ausente, mi padre en el cuartel, mi madre en casa de una vecina… Me acerco, hago un intento y la puerta se abre. Me asomo, entro… Aquello fue para mí una experiencia extraordinaria: las ventanas tenían las persianas verdes, y como era verano, toda la habitación era de color verde. Es curioso, me sentí como dentro de un grano de uva. Estaba fascinado por el color verde, verde dorado, miraba en torno y era verdaderamente un espacio jamás conocido hasta entonces, un mundo completamente distinto. Aquella fue la única vez. Al día siguiente traté de abrir la puerta, pero ya estaba cerrada.
– ¿Sabe por qué motivo le estaba vedado aquel salón?
– Había allí muchos estantes repletos de objetos curiosos. Además, mi madre, junto con otras señoras de la ciudad, organizaba fiestas infantiles con tómbola. A la espera de la fiesta, se depositaban en aquel salón los premios de la tómbola. Mi madre, con toda razón, no quería que sus hijos vieran aquella enorme cantidad de juguetes.
– ¿Vio aquellos juguetes al entrar?
– Sí, pero ya los conocía, había visto a mi madre llevándolos allí. No fue aquello lo que me interesó, sino el color. Era verdaderamente como estar dentro de un grano de uva. Hacía mucho calor, la luz era extraordinaria, pero filtrada a través de las persianas. Una luz verde… De verdad, tuve la impresión de hallarme dentro de un grano de uva. ¿Ha leído El bosque prohibido? En esa novela, Stéphane recuerda una habitación misteriosa de cuando era niño, la habitación «Sambo». Se pregunta qué podría significar aquello… Era la nostalgia de un espacio que había conocido, un espacio que no se parecía a ninguna otra habitación. Al evocar aquella habitación «Sambo», evidentemente, pensaba en mi propia experiencia extraordinaria de penetrar en un espacio completamente distinto.
– ¿Se sentía un poco asustado de su audacia o simplemente maravillado?
– Maravillado.
– ¿No sentía ningún temor? ¿No experimentaba la sensación de cometer una falta deliciosa?
– No… Lo que me atrajo fue el color, la calma y luego la belleza: aquello era el salón, con sus estanterías, sus cuadros, pero sumergido en el color verde, bañado de una luz verde.
– Ahora hablo con el conocedor de los mitos, con el hermeneuta, con el amigo de Jung. ¿Qué piensa de estos dos sucesos?
– ¡Curioso, nunca he tratado de interpretarlos! Para mí se trata de simples recuerdos. Pero es cierto que el encuentro con aquel monstruo, con aquel reptil de una belleza extraordinaria, admirable…
– Aquel dragón…
– Sí, es el dragón. Pero el dragón hembra, el dragón andrógino, porque era realmente muy bello. Estaba asombrado de su belleza, de aquel azul extraordinario…
– A pesar de su miedo, tuvo sin embargo presencia de ánimo suficiente para captar el miedo del otro.
– ¡Es que lo veía! Veía el miedo de sus ojos, le veía lleno de miedo ante el niño. Aquel enorme y bellísimo monstruo, aquel saurio tenía miedo de un niño. Me quedé estupefacto.
– Dice que el dragón era de una gran belleza por ser «hembra, andrógino». ¿Significa esto que, en su sentir, la belleza está esencialmente ligada a lo femenino?
– No, entiendo que hay una belleza andrógina y una belleza masculina. No puedo reducir la belleza, ni siquiera la del cuerpo humano, a la belleza femenina.
– ¿Por qué habla de «belleza andrógina» a propósito del lagarto?
– Porque era perfecta. Allí estaba todo: gracia y terror, ferocidad y sonrisa, todo.
– En su caso, la palabra «andrógino» no carece de importancia. Ha hablado mucho del tema del andrógino.
– Pero insistiendo siempre en que andrógino y hermafrodita no son una misma cosa. En el hermafrodita coexisten los dos sexos. Ahí están las estatuas de hombres con senos… El andrógino, por su parte, representa el ideal de la perfección: la fusión de los, dos sexos. Es otra especie humana, una especie distinta… Y creo que esto es importante. Ciertamente, los dos, el hermafrodita y el andrógino existen en la cultura no sólo europea sino universal. Por mi parte, me siento atraído por el tipo del andrógino en el que veo una perfección difícilmente realizable o quizá inasequible en los dos sexos por separado.
– Pienso ahora en cierta oposición que descubre el análisis «estructural» entre lo bestial y lo divino en la Grecia arcaica: ¿Admitiría que el hermafrodita se sitúa del lado de lo monstruoso y el andrógino del lado de lo divino?
– No, pues no creo que el hermafrodita represente una forma monstruosa. Se trata de un esfuerzo desesperado por alcanzar la totalización. Pero no es la fusión, no es la unidad.
– ¿Qué sentido da a la habitación grano de uva? ¿Sabe por qué ha conservado tan vivo ese recuerdo?
– Lo que me impresionó fue la atmósfera, una atmósfera paradisiaca, aquel verde, aquel verde dorado. Y después, la calma, una calma absoluta. Y el penetrar en aquella zona, en aquel espacio sagrado. Digo «sagrado» porque aquel espacio era de una calidad completamente distinta; no era un ambiente profano, cotidiano. No era mi universo de todos los días, con mi padre, mi madre, mi hermano, el patio, la casa… No, era algo completamente distinto. Algo paradisiaco. Un lugar prohibido hasta entonces y que seguiría prohibido después,… En mi recuerdo, aquello fue algo verdaderamente excepcional. Más tarde llamé «paradisíaco» a aquel lugar, cuando aprendí lo que significaba esa palabra. No fue una experiencia religiosa, pero comprendí que me encontraba en un espacio completamente distinto y que estaba viviendo algo del todo diferente. La prueba es que ese recuerdo me ha obsesionado.
– Un espacio completamente distinto, verde o verde y oro; un lugar sagrado, prohibido (pero de forma que no hubo transgresión, ¿no es así?); imágenes realmente paradisiacas: el verde, original, el oro, la esfericidad del lugar, aquella luz. Como si en su primera infancia hubiera vivido un momento de paraíso, digamos de Edén, el Paraíso original.
– Sí, así es.
– Pero, a través de ese completamente distinto, oigo resonar notoriamente el ganz andere con que Otto define lo sagrado. Y al mismo tiempo advierto que esa imagen de su infancia es una de las que más tarde, en los mitos, habrían de fascinar y absorber a Mircea Eliade. Cualquiera que haya leído sus libros, al escuchar este recuerdo sin saber que es suyo, no dejaría de recordarle. ¿No será que estas grandes experiencias del dragón y de la estancia cerrada y luminosa han orientado profundamente su vida?
– Quién sabe… Conscientemente, sé qué lecturas, durante mi adolescencia, qué descubrimientos despertaron en mí el interés por las religiones y los mitos. Pero no puedo saber en qué medida esas experiencias de la infancia determinaron mi vida.
– En El jardín de las delicias del Bosco hay seres que viven en el interior de unas frutas…
– Verdaderamente yo no tenía la sensación de hallarme dentro de una fruta enorme. Pero no podía comparar la luz verde, dorada, sino con la que se trasluce a través de un grano de uva. No era la idea de la fruta, de estar dentro de una fruta, sino la de hallarme en un espacio, desde luego paradisiaco. Es la experiencia de una luz.
– Su primera escuela fue la de la calle Mántuleasa… ¿Qué recuerdos guarda de ella?
– El descubrimiento de la lectura ante todo. Hacia los diez años empecé a leer novelas -novelas policíacas-, cuentos y, en resumen, todo lo que se suele leer a los diez años y un poco más. Alejandro Dumas traducido al rumano, por ejemplo.
– ¿Aún no escribía nada?
– Comencé de verdad a escribir en la primera clase del liceo.
– Sé que por entonces le apasionaba la ciencia.
– Las ciencias naturales, pero no las matemáticas. Me comparaba con Goethe… Goethe, que no podía sufrir las matemáticas. Como él, también sentía pasión por las ciencias naturales. Empecé por la zoología, pero me interesó sobre todo la entomología. Escribí y publiqué artículos sobre los insectos en una revista, la «Revista de ciencias populares».
– ¡Un joven autor de doce años!
– Sí, publiqué mi primer artículo cuando tenía trece años. Una especie de cuento científico que presenté en un concurso abierto a todos los alumnos de liceo rumanos por la «Revista de ciencias populares». Mi pequeño texto se titulaba: Cómo descubrí la piedra filosofal. Obtuve el primer premio.
– Creo que habla de ese texto en su Diario, y dice: «Lo he perdido, ya no lo podré encontrar, pero ¡cómo me gustaría releerlo de nuevo!» ¿No ha podido encontrarlo?
– ¡Sí! En Bucarest, un lector del Diario fue a la biblioteca de la Academia, lo encontró y tuvo la gentileza de copiarlo y enviármelo. Recordaba el tema y el desenlace, pero no del todo la trama y el estilo. Me quedé asombrado al comprobar que la narración era buena. Nada pedante ni «científica». Era verdaderamente un relato… Se trataba de un escolar de catorce años -yo mismo, en realidad- que tiene un laboratorio e intenta la experiencia, pues está obsesionado, como todo el mundo, por el deseo de encontrar algo capaz de cambiar la materia. Tiene un sueño, y en ese sueño recibe una revelación: alguien le muestra el modo de preparar la piedra. Se despierta y allí, en su crisol, encuentra una pepita de oro. Cree en la realidad de la transmutación. Más tarde se dará cuenta de que se trata de un bloque de pirita, de un sulfato.
– ¿Es el sueño lo que lleva a la piedra filosofal?
– Fue un ser que tenía a la vez aspecto de hombre y de animal, un ser transformado, el que me dio en sueños, la receta. Yo me limité a seguir su consejo.
– Para que un niño escriba un cuento como ése, es preciso que se interese no sólo por los insectos, sino además por la química y la alquimia, ¿no es así?
– Me apasionaba la zoología, especialidad «insectos»; también la física en general, pero sobre todo la química, y aún más la química mineral antes que la química orgánica. Es curioso.
– El sueño, la alquimia, el iniciador quimérico: ahí están ya, desde el primer escrito, las figuras y los temas de Eliade. ¿Quiere eso decir que ya desde la infancia sabemos confusamente quién somos y a dónde vamos?
– No lo sé… Para mí, la importancia de ese cuento está en que, ya desde los doce, los trece años, me veía trabajando de manera, científica, con la materia. Y al mismo tiempo me sentía atraído por la imaginación literaria.
– ¿Esa eso a lo que alude cuando habla del lado diurno del espíritu?
– Del régimen diurno del espíritu y del régimen nocturno del espíritu.
– La ciencia del lado diurno, la poesía del lado de la noche.
– Sí. La imaginación literaria que es también la imaginación mítica y que descubre las grandes estructuras de la metafísica.
Nocturno, diurno, los dos… La coincidentia oppositorum. El gran todo. El Yin y el Yang…
– Hay en su personalidad, por un lado, el hombre de ciencia y, por el otro, el escritor. Pero ambos se encuentran en el terreno del mito…
– Exactamente. El interés por las mitologías y por la estructura de los mitos es también el deseo de descifrar el mensaje de esa vida nocturna, de esa creatividad nocturna.
– En resumen, que antes de abandonar el liceo ya era escritor.
– En cierto sentido, sí, porque no sólo había publicado un centenar de pequeños artículos en la «Revista de ciencias populares», sino además algunos relatos, impresiones de viaje por los Cárpatos, el relato de un periplo por el Danubio y el Mar Negro y, finalmente, algunos fragmentos de una novela, La novela de un adolescente miope… Novela absolutamente autobiográfica. Al igual que mi personaje, cuando sufría alguna crisis de melancolía -mi herencia moldava…- luchaba contra esa crisis con todo tipo de «técnicas espirituales». Había leído el libro de Payot, L'Education de la volonté, y trataba de ponerlo en práctica En el liceo había empezado lo que yo mismo llamaría más tarde la «lucha contra el sueño». Quería ganar tiempo. En efecto, me interesaba no sólo por las ciencias, sino por otras muchas cosas; había descubierto progresivamente el orientalismo, la alquimia, la historia de las religiones. Leí por casualidad a Frazer y Max Müller, y como había aprendido italiano (para leer a Papini), descubrí a los orientalistas e historiadores de las religiones italianos: Pettazzoni, Buonaiuti, Tucci y otros… Y escribía artículos sobre sus libros o sobre ellos problemas que trataban. Evidentemente, tuve una gran oportunidad para todo ello: en la casa materna de Bucarest vivía yo en una buhardilla, pero aquella buhardilla era completamente independiente. Por ello, a los quince años podía recibir a mis amigos y podía quedarme allí durante toda la tarde o toda la noche bebiendo café y discutiendo. La buhardilla estaba aislada, el ruido no molestaba a nadie. Cuando tomé posesión de aquella buhardilla, tenía dieciséis años. Al principio tuve que compartirla con mi hermano, pero mi hermano entró en el liceo militar y yo me quedé como dueño único de la buhardilla, dos pequeñas habitaciones maravillosas. Podía leer impunemente durante toda la noche… ¿Se da cuenta?
Cuando se tienen diecisiete años y se descubre la poesía moderna y tantas otras cosas, lo que más gusta es tener una habitación propia que uno pueda arreglar, transformar a su gusto, que deja de ser algo simplemente recibido de los padres. Aquel era verdaderamente mi sitio. Allí vivía yo, tenía mi cama, con un determinado color. Tenía grabados que recortaba y sujetaba a los muros. Pero tenía sobre todo mis libros. Más que un cuarto de trabajo, era un lugar para vivir.
– Me parece que los dioses o las hadas favorecieron sus primeros pasos.
– Creo que sí, pues lo cierto es que tuve todas las oportunidades posibles hasta el momento de partir de mi casa.
– Cuando entró en la Universidad, ¿cómo era la atmósfera intelectual, la atmósfera cultural de la Rumania de aquella época, es decir, de 1920 a 1925?
– Eramos la primera generación que nacía a la cultura en lo que entonces se llamaba «la gran Rumania», la que siguió a la guerra de 1914-1918. Primera generación sin programa preestablecido, sin un ideal a realizar. La generación de mi padre y de mi abuelo tenían un ideal: reunificar todas las provincias rumanas. Este ideal ya estaba realizado. Yo tuve la suerte de formar parte de la primera generación rumana libre, sin programa. Eramos libres para descubrir no sólo las fuentes tradicionales, sino todo lo demás. Yo descubrí la literatura italiana, la historia de las religiones y después el Oriente. Uno de mis amigos había descubierto la literatura americana; otro, la cultura escandinava. Descubrimos a Milarepa en la traducción de Jacques Bacot. Todo era posible, como ve. Nos preparábamos por fin a una verdadera apertura.
– Una apertura hacia lo universal, la India presente en los espíritus, Milarepa, al que leerá Brancusi…
– Sí, y al mismo tiempo, por los años de 1922 a 1928, nos disponíamos, en Rumania, a descubrir a Proust, Valéry y, por supuesto, el surrealismo.
– Pero, ¿cómo se conjugaba este deseo de universalidad con, digamos, un deseo de llegar a las raíces rumanas?
– Presentíamos que una creación puramente rumana iba a resultar muy difícil de llevar a cabo en el clima y en las formas de la cultura occidental que habían gozado de las preferencias de nuestros padres: Anatole France, por ejemplo, o el mismo Barres. Sentíamos que cuanto habíamos de decir nosotros exigía un lenguaje distinto del de los grandes autores, los grandes pensadores que habían apasionado a nuestros padres y a nuestros abuelos. Nos sentíamos atraídos por las Upanishads, por Milarepa e incluso por Tagore y Gandhi, por el Oriente antiguo. Y pensábamos que asimilando el mensaje de estas culturas arcaicas, extraeuropeas, encontraríamos el medio de expresar nuestra herencia cutural propia, traco-eslavo-romana, y al mismo tiempo protohistórica y oriental. Teníamos conciencia de nuestra situación entre Oriente y Occidente. Como sabe, la cultura rumana constituye una especie de «puente» entre el Occidente y Bizancio, por una parte, y el mundo eslavo, el mundo oriental y el mundo mediterráneo por otra. La verdad es que hasta más tarde no me di cuenta de todas estas virtualidades.
– Ha evocado el surrealismo, pero no ha dicho nada del dadá ni de Tzara, su compatriota…
– Los conocíamos, los habíamos leído en las revistas de vanguardia, que nos apasionaban. Pero, personalmente, no me he dejado influir por el dadá, ni por el surrealismo. Me asombraba y digamos que admiraba su coraje… Pero yo me sentía aún bajo el impacto del futurismo, que acabábamos de descubrir. Estaba muy interesado, como sabe, por Papini, el primer Papini, el de antes de la conversión, el gran panfletario y autor de Maschilitá, de Uomo finito, su autobiografía… Aquello era para nosotros la vanguardia. También descubrí a Lautréamont, cosa curiosa, a través de León Bloy. Había leído una recopilación de artículos, de panfletos, Belluaires et Porchers, quizá… Había en aquel libro un artículo extraordinario sobre Les Chants de Maldoror, con extensas citas. De este modo descubrí a Lautréamont, antes que a Mallarmé o incluso Rimbaud. A Mallarmé y Rimbaud no los leí hasta más tarde, en la universidad.
– En varios lugares de su Diario habla de un cierto clima «existencialista» en Rumanía, que habría precedido incluso al existencialismo en Francia.
– Cierto, pero la cosa ocurre un poco más tarde, por los años de 1933 a 1936. Sin embargo, y ya desde la universidad, había leído algunas obras menores de Kierkegaard, en traducción italiana; descubrí luego la traducción alemana, casi completa. Recuerdo haber escrito en un diario, «Cuvántul», un artículo titulado Panfletista, enamorado y ermitaño. Creo que es el primer artículo sobre Kierkegaard publicado en Rumania; fue en 1925 o 1926. Kierkegaard ha significado mucho para mí, pero sobre todo como ejemplo. Y no sólo por su vida, sino también por lo que anunciaba, por lo que anticipaba. Desgraciadamente, es de una prolijidad exasperante, y por ello pienso que Etudes kierkegaardiennes de Jean Wahl es quizá… el mejor libro de Kierkegaard, pues hay en él muchas citas acertadamente elegidas, lo esencial.
– En la universidad comparte con los jóvenes de su generación determinadas actitudes, pero, ¿qué es lo que le afecta más en particular?
– En primer lugar el orientalismo. Intenté aprender por mi cuenta el hebreo, luego el persa. Compré gramáticas, hice ejercicios… El orientalismo, pero también la historia de las religiones, las mitologías. Al mismo tiempo, seguí publicando artículos sobre la historia de la alquimia. Y esto es lo que me singularizaba dentro de mi generación: yo era el único que se apasionaba a la vez por el Oriente y por la historia de las religiones. Por el Oriente antiguo lo mismo que por el moderno, por Gandhi lo mismo que por Tagore y Ramakrishna; por aquellos años aún no había oído hablar de Aurobindo Ghose. Había leído, como todos cuantos se interesan por la historia de las religiones, La rama de oro, de Frazer, y luego Max Müller. Precisamente para leer las obras completas de Frazer empecé a aprender inglés.
– ¿Se trataba únicamente de un deseo de horizontes culturales nuevos? ¿O quizá, inconscientemente, de una búsqueda, a través de la diversidad, del hombre esencial, del hombre que podríamos considerar «paradigmático»?
– Sentía la necesidad de ciertas fuentes desatendidas hasta mis tiempos, unas fuentes que estaban allí, en las bibliotecas, que era posible encontrar en ellas pero, que carecían de actualidad espiritual o incluso cultural. Me decía a mí mismo que el hombre, e incluso el hombre europeo, no es únicamente el hombre de Kant, de Hegel o de Nietzsche. Que en la tradición europea y en la tradición rumana había otras fuentes más profundas. Que Grecia no es úni-camente la Grecia de los poetas y los filósofos admirables, sino la de Eleusis y el orfismo, y que esta Grecia hundía sus raíces en el Mediterráneo y en el Próximo Oriente antiguo. Pero algunas de, aquellas raíces, igualmente profundas, ya que se hundían en la protohistoria, se podían encontrar en las tradiciones rumanas. Era el legado inmemorial de los dacios y, antes de ellos, de las poblaciones neolíticas que habitaron en nuestro actual territorio. Puede que no tuviera conciencia de buscar el hombre primordial, pero en todo caso me daba cuenta de la importancia que tienen ciertas fuentes olvidadas de la cultura europea. Por este motivo, en mi último año de universidad, empecé a estudiar las corrientes hermetistas y «ocultistas» (la Cábala, la alquimia) en la filosofía del Renacimiento italiano. Este fue el tema de mi tesis.
– Antes de ocuparnos de su tesis, me gustaría preguntarle por las razones personales que le llevaban al estudio de las religiones. Las que acaba de exponer son de orden intelectual. Pero, ¿cuál era su relación interior con la religión?
– Conocía mal mi propia tradición, la del cristianismo oriental. Mi familia era «religiosa», pero, como sabe, en el cristianismo oriental, la religión es ante todo algo que se aprende por costumbre, que se enseña poco, pues no hay catecismo. Lo que importa son sobre todo la liturgia, la vida litúrgica, los ritos, los coros, los sacramentos. Yo participaba en aquella vida religiosa como todo el mundo. Pero aquello no tenía ningún valor esencial. Mi interés iba por otro lado. Por entonces yo estudiaba filosofía, y al estudiar los filósofos, los grandes filósofos, sentía que algo me faltaba. Sentía que no es posible comprender el destino humano y el modo específico de ser del hombre en el universo sin conocer las fases arcaicas de la experiencia religiosa. Al mismo tiempo sentía que me iba a resultar difícil descubrir esas raíces a través de mi propia tradición religiosa, es decir, a través de la realidad actual de una determinada Iglesia que, como todas las demás, estaba «condicionada» por una larga historia y por unas instituciones cuyo signifi-cado y formas sucesivas yo ignoraba. Pensaba que sería muy difícil descubrir el verdadero sentido y el mensaje del cristianismo a través de una sola tradición. Por eso quería profundizar aún más.
Primero, el Antiguo Testamento, luego Mesopotamia, Egipto, el mundo mediterráneo y la India.
– Pero a todo esto, ¿nada de inquietud metafísica, nada de crisis mística, nada de dudas ni tampoco una fe muy viva? Parece haberse librado de algo que tantos adolescentes conocen, el tormento religioso o metafísico.
– Cierto, no conocí esa gran crisis religiosa. Es curioso… No estaba satisfecho, pero no sentía ninguna duda, pues no creía mucho. Sentía que lo verdaderamente esencial, lo que de verdad debía encontrar y comprender era algo que debía buscar por otro lado y no solo en mi propia tradición. Para entenderme, para entender…
– ¿Podríamos decir, por tanto, que su camino es el de la gnosis y del jñana yoga?
– Puede que sí. Gnosis, jñana yoga…
– Creo que ambas cosas son una misma.
– Exactamente la misma. También sentía la necesidad de una técnica, de una disciplina, de algo que no encontraba en mi tradición religiosa. Lo cierto es que no lo había buscado en ella. Muy bien podría haberme hecho monje, retirarme al Monte Athos y descubrir todas las técnicas yóguicas, por ejemplo, el pranayama…
– El hesicasmo…
– Sí, pero en aquella época yo ignoraba todo esto. Sentía, es verdad, la necesidad de la gnosis, pero al mismo tiempo echaba de menos una especie de técnica, de meditación práctica. Aún no comprendía el valor religioso del culto dominical. Lo descubrí después de mi regreso de la India!
– Hemos dejado en suspenso su tesis. ¿Cuál era exactamente su tema?
– Era la filosofía italiana desde Marsilio Ficino hasta Giordano Bruno. Pero me interesó en especial Ficino, y también Pico de la Mirándola. Me fascinaba el hecho de que a través de esta filosofía del Renacimiento había sido redescubierta la filosofía griega, pero también el hecho de que Ficino había traducido al latín los manuscritos herméticos, el Corpus hermeticum, comprobados por Cosme de Médicis. Me apasionaba igualmente el hecho de que Pico conocía esta tradición hermética y que había estudiado el hebreo no sólo para mejor entender el Antiguo Testamento, sino sobre todo para comprender la Cábala. Veía, por tanto, que no se trataba únicamente de un descubrimiento del neoplatonismo, sino de un desbordamiento de la filosofía griega clásica. El descubrimiento del hermetismo implicaba una apertura hacia el Oriente, hacia Egipto y Persia.
– ¿Quiere eso decir que era sensible, en el Renacimiento, a todo lo que éste implica de apertura a lo no específicamente griego o clásico?
– Tenía la impresión de que ese desbordamiento me revelaba un espíritu mucho más amplio, mucho más interesante y más creador que todo cuanto había aprendido en el platonismo clasico redescubierto en Florencia.
– ¿Había una cierta analogía entre aquel Renacimiento -el Renacimienlo de los cabalistas, diríamos- y cuanto estaba ocurriendo en Rumania, que suponía una aspiración a superar las fronteras del hombre mediterráneo y a participar en una creacón cultural nutrida de tradiciones no europeas…
– Una tradición… no digamos «no europea», sino «no clásica», es decir, más profunda que la herencia clásica recibida de nuestros antepasados tracios, de los griegos y los romanos. Más tarde comprendí que se trata de ese fondo neolítico que es la ma-triz de todas las culturas urbanas del Próximo Oriente antiguo y del Mediterráneo.
– «Más tarde», es decir, a través del conocimiento de la In dia… Pero me asombra que entre Pico y Bruno no me diga nada de Nicolás de Cusa.
– Había hecho varios viajes a Italia e incluso pasé allí tres meses seguidos. Así descubrí el De docta ignorantia y la famosa fórmula de la coincidentia oppositorum que tan reveladora fue para mi propio pensamiento. Pero no lo estudié para mi tesis, no pude profundizar tanto… En compensación, cuando empecé mis cursos, el año 1934, en Bucarest, dediqué un seminario a la docta ignorantia. Nicolás de Cusa me apasiona todavía.
– Mircea Eliade, el 10 de febrero de 1949 recibe una carta de su «viejo maestro Pettazzoni», que elogia calurosamente el Tratado de historia de las religiones, recién publicado; en su contestación escribe: «Recuerdo aquellas mañanas de 1925, cuando acababa de descubrir I misteri, y me lancé a la historia de las religiones con la pasión y la seguridad de un muchacho de dieciocho años. Recuerdo el verano de 1926, cuando, después de iniciada mi correspondencia con Pettazzoni, recibí como regalo Dio, que leí subrayando casi una por una todas sus líneas. Recuerdo…».
– Sí, lo recuerdo… Fui a Italia bastantes veces durante mis tiempos de estudiante en Bucarest. La primera vez me quedé allí cinco o seis semanas. Conocí a Papini en Florencia. En Roma me entrevisté con Buonaiuti, el célebre historiador del cristianismo, director de «Ricerche religiose». En Nápoles, con Vittorio Macchioro, entonces director del Museo Nacional, gran clasicista y gran especialista en orfismo. No vi a Pettazzoni en aquel viaje. Lo conocí más tarde. Pero mantenía correspondencia con él.
– No es corriente que un hombre tan joven vaya a visitar a los maestros y que sea recibido por ellos. Pero pienso que le animaba la pasión de saber y, en consecuencia, de acudir a las fuentes mismas. De ahí lo bien acogido que era… ¿Qué esperaba, por ejemplo, de Macchioro?
– Fue su tesis lo que ante todo me interesó. Creía haber descubierto las etapas de una iniciación órfica en las pinturas de la Villa dei Misteri de Pompeya. Creía además que la filosofía de Heráclito se explicaba por el orfismo. Pensaba también que san Pablo no era tan sólo un representante del judaismo tradicional, sino que había sido iniciado además en los misterios órficos y que, en consecuencia, la cristología de san Pablo había introducido el orfismo en el cristianismo. Esta hipótesis había tenido mala acogida, pero yo tenía veinte años y me parecía apasionante. Por eso fui a ver a Macchioro.
Mientras tanto, yo preparaba mi tesis, unas veces en Bucarest y otras en Roma. Más bien en Roma, es verdad, pero en Bucarest tenía la mayor parte de mi documentación y de mis notas. Al mismo tiempo que trabajaba en mi tesis de licenciatura sobre la filosofía del Renacimiento, nutría mis pensamientos con los historiadores de las religiones y los orientalistas italianos: descubrí el orfismo con Macchioro, a Joaquín de Fiore con Buonaiuti. Y leía a Dante, al que Papini (y otros) relacionaban con I fedeli d'amore. En el fondo, estudiar a los filósofos del Renacimiento y la historia de las religiones venía a ser la misma cosa.
– Imagino que no era únicamente la lectura de Dante lo que le interesaba en Papini, sino el hombre, el escritor tumultuoso.
– Ya había publicado varios artículos sobre Papini, le había escrito y él me había contestado con una larga carta que comenzaba así: «Querido amigo desconocido…» Lamentaba que me dedicase a estudiar la filosofía, «la ciencia más vacía inventada por el hombre…». Yo le había anunciado mi visita y él me recibió en un pequeño cuarto de trabajo atestado de libros. Esperaba verme ante un «monstruo de fealdad», tal como él mismo se había descrito en Un uomo finito. Pero, a pesar de su palidez y de sus «dientes de caníbal», Papini me pareció majestuoso y casi bello. Fumaba un cigarrillo tras otro, al mismo tiempo que me preguntaba por mis autores favoritos y me enseñaba los libros de algunos autores italianos contemporáneos que yo desconocía. Por mi parte, le hice numerosas preguntas a propósito de su catolicismo intransigente, intolerante, casi fanático (él admiraba enormemente a León Bloy); sobre el Dizionario dell'uomo selvatico, abandonado después de la publicación del primer tomo, y sobre sus proyectos literarios, en primer lugar sobre un libro que había anunciado varias veces, Rapporto sugli uomini. Aquella misma tarde redacté una entrevista que publicaría luego en una revista de Bucarest.
Volví a verle exactamente un cuarto de siglo después, en mayo de 1953. Estaba casi ciego y acababa de interrumpir Juicio universal, su opus magnum, para escribir El diablo. También esta vez publiqué una larga entrevista en «Les Nouvelles Littéraires», cosa que le hizo feliz, pues se daba cuenta de que había perdido su popularidad en Francia. Poco tiempo después, la ceguera y la parálisis lo redujeron a la condición de un enterrado en vida. Sobrevivió poco más de un año, haciendo esfuerzos sobrehumanos, en unas condiciones de vida que rayaban con el milagro, para dictar las famosas Schegge, que publicaba dos veces al mes el «Corriere della Sera».
– Conoce a Papini en Florencia, pero será en Roma donde se decidirá una gran parte de su destino…
– Sí, en Roma, en la biblioteca del seminario del profesor Giuseppe Tucci, que por entonces estaba en la India, descubrí un día el primer volumen de la Historia de la filosofía india, del célebre Surendranath Dasgupta. En el prefacio leí el homenaje de gratitud que Dasgupta dedica a su protector el maharajá Chandra Nandy de Kassimbazar. Dice así: «Este hombre me ayudó a trabajar cinco años en la universidad de Cambridge. Es un verdadero mecenas. Protege y fomenta la investigación científica y filosófica; su generosidad es también famosa en Bengala…». Tuve entonces una especie de intuición. Escribí dos cartas inmediatamente, una al profesor Dasgupta, en la universidad de Calcuta, y la otra a Kassimbazar, al maharajá, en que les decía: «Preparo en estos momentos mi tesis de licenciatura, que presentaré en octubre, y mi intención es estudiar la filosofía comparada. Desearía, por tanto, aprender seriamente el sánscrito y la filosofía india, pero sobre todo el yoga…». Dasgupta, en efecto, era el gran especialista en yoga clásico; había escrito dos libros sobre Patañjali.
Pues bien, dos o tres meses más tarde, de nuevo en Rumania, recibí dos cartas. Una era de Dasgupta y decía: «Sí, es una buenísima idea. Si de verdad desea estudiar la filosofía comparada, lo mejor será estudiar el sánscrito y la filosofía india aquí, en la In dia, y no en los grandes centros de indianismo europeos. Y como no dispondrá de una ayuda importante para sus estudios, trataré de interesar al maharajá…». En efecto, el maharajá me escribía: «Sí, muy buena idea. Véngase, le concedo una ayuda, pero no para dos años (…yo había indicado dos años, por discreción). En dos años no le sería posible aprender convenientemente el sánscrito y la filosofía india. Le concedo una ayuda para cinco años». De este modo, inmediatamente después de la defensa de mi tesis, en noviembre de 1928, ya licenciado en letras, especialidad «filosofía», recibí algo de dinero de mis padres y la promesa de una ayuda de la universidad de Bucarest, partí de Constanza a bordo de un navío rumano hasta Port-Said, y de Port-Said en un barco japonés hasta Colombo, y de allí, por tren, marché a Calcuta. Me quedé dos semanas en Madras, donde conocí a Dasgupta.
– Una hermosa historia, que vendría muy bien para terminar un capítulo. Sin embargo, para no dejar nada en el tintero, a bordo de aquel navío o en vísperas de su partida, ¿cuáles eran sus sentimientos?
– Me daba cuenta de lo que significaba aquella partida y de que entonces tenía yo veintiún años. Yo era posiblemente el primer rumano que se decidía no a viajar hasta la India, sino a permanecer y trabajar allí durante cinco años. Tenía el sentimiento de que aquello era una aventura, que resultaría difícil, pero aquello me apasionaba. Y mucho más teniendo en cuenta, y yo lo sabía bien, que aún no estaba formado. Había aprendido mucho de mis profesores de Bucarest y de mis maestros italianos, historiadores de las religiones, orientalistas, pero necesitaba una nueva estructura. Me daba cuenta de ello. Aún no era adulto.
Me quedé diez días en Egipto. Mis primeras experiencias egipcias… Pero lo más importante fue la travesía. No tenía mucho dinero, había esperado la llegada del barco menos caro, un navío japonés en el que encontré una litera en tercera clase. Allí empecé a hablar inglés por primera vez. Tardamos dos semanas de Port-Said a Colombo. Pero ya en el Océano Indico empecé a conocer el Asia. El descubrimiento de la isla de Ceylán fue algo extraordinario. Veinticuatro horas antes de la llegada se notaban ya los perfumes de los árboles, de las flores, unos aromas desconocidos…
De este modo llegué a Colombo.
– Apenas entré me ha hablado de la idea del título que se le acaba de ocurrir para nuestras Conversaciones.
– Sí, se me ocurrió ese título como fruto de mi experiencia, no del diálogo, sino de la grabación, que impone entre nosotros en todo momento la presencia de la «máquina», cosa que para mí viene a ser una prueba, una verdadera «prueba iniciática» y a que no estoy habituado a tal cosa. De ahí el título de La prueba del laberinto. En efecto, por una parte supone la prueba, para mí, de verme en la necesidad de recordar cosas casi olvidadas. Y luego está el hecho de este ir y venir; de este empezar constantemente de nuevo, que es como caminar por un laberinto. Pero pienso que el laberinto es la imagen por excelencia de una iniciación… Por otra parte, considero que toda existencia humana está constituida por una serie de pruebas iniciáticas; el hombre se va haciendo al hilo de una serie de iniciaciones conscientes o inconscientes. Sí, creo que este título expresa perfectamente lo que siento ante el aparato. Pero al mismo tiempo me agrada porque es una expresión muy justa, creo yo, de la condición humana.
– Encuentro este título excelente… Al subir por la rue d'Orsel, también venía pensando en el título para estas Conversaciones. Acababa de leer algunas páginas de su Diario y pensaba en Ulises, en el laberinto. ¿Ulises en el laberinto? Quizá un poco recargada esta mitología. Pero toco el timbre de su puerta y al recibirme me dice de sopetón…
– «Ya he pensado un título», sí.
– ¿Será una casualidad?… En todo caso, prefiero su título, me parece definitivo. En cuanto a la prueba del magnetófono, ya sé que le cuesta mucho superar la repugnancia que le inspira.
– Y me pregunto por qué será. Quizá sea la idea de que cuanto digo, la espontaneidad misma, queda inmediatamente registrada… o quizá más bien el hecho de que haya entre nosotros un control o, por mejor decir, un objeto. Un objeto que resulta muy importante en el diálogo. Es esto, sin duda, es este objeto que se inmiscuye en el diálogo y que me paraliza un tanto.
– Lo que le incomoda quizá sea el deseo de perfección y el disgusto de entregar una palabra inacabada, imperfecta, pero que el aparato fijará en una especie de falsa perfección.
– No, mi impresión es que todo se debe a la la presencia de la «máquina», y que por ello resulta imperfecta la palabra. Por lo demás, la expresión es como puede ser… Sé muy bien que en una conversación no es posible expresarse con la misma exactitud que en un artículo o en un libro… No, lo que me incomoda es el aparato, esa presencia física inhumana.
– Trataremos de olvidarlo… A pesar de todo, en la banda quedan registradas cosas que desconocerá el lector: el canto de los pájaros entre las ramas de los árboles que hay en la plaza sobre la que se abre su ventana, el vuelo de las palomas que la cruzan para posarse sobre una máscara rodeada de guirnaldas, sobre un frontón griego…
– Sí, el teatro de l'Atelier.
– ¿Cómo llegó a convertirse en inquilino de este piso, en esta plaza? ¿Se debe a una elección premeditada?
– No, fue pura casualidad, una feliz casualidad. Buscaba dónde instalarme en París para pasar unas vacaciones. Pero de pronto me encariñé con esta plaza y este barrio.
– ¿Le gusta este barrio únicamente por la atmósfera que reina en él? ¿No influiría el hecho de que Charles Dullin…?
– Es verdad, la mitología del barrio… La conocía antes de saber nada de esta casa. Pero encuentro que la plaza es bellísima y lo mismo el barrio. No hablo únicamente de las «alturas» de Montmartre, sino también de algunas calles, no lejos de aquí, que me gustan mucho.
– Estamos entre el mercado Saint-Pierre y el Sacré-Coeur.
– El Sacré-Coeur y la place des Abbesses, que es también bellísima.
– El Sacré-Coeur es un edificio muy denigrado…
– Lo sé muy bien, y personalmente no me gustan ni su arquitectura ni el color de sus muros. Pero su situación es admirable: la perspectiva, el espacio… Es una montaña, ciertamente. Y está además la historia de la colina de Montmartre, que no se puede ignorar. Ahí está, y aquí ha cambiado poco la vida, felizmente. Estos días releía los últimos volúmenes del Journal de Julien Green y me ha llamado la atención la insistencia con que Green habla de la fealdad progresiva que está cayendo sobre París. Se cortan los árboles, son demolidas ciertas mansiones magníficas del siglo XVIII o el xix, se levantan edificios modernos, más cómodos, sin duda, pero desprovistos de todo encanto. Es verdad, París poseía una belleza peculiar que está a punto de desaparecer. Pero se trata de un tema tristemente banal. No hablemos más de ello.
– ¿Cuándo podremos leer ese libro al que se refiere en su Diario el 14 de junio de 1967 y en el que se propone hablar de la estructura de los espacios sagrados, del simbolismo de las viviendas, de las aldeas y las ciudades, de los templos y los palacios?
– Es una obrita escrita como fruto de seis conferencias pronunciadas en Princeton sobre las raíces sagradas de la arquitectura y el urbanismo. En ella vuelvo, pero con un enfoque específico, sobre cuanto dije a propósito del «centro del mundo» y del «espacio sagrado» en el Tratado de historia de las religiones y en otros lugares. Sólo me queda por hacer una selección de las ilustraciones. Pero estoy decidido a terminar esta obra porque los arquitectos me han manifestado que lo esperan con interés. Algunos me han escrito que mis libros les han aclarado muchas cosas acerca del sentido de su profesión.
– En algún lugar ha dicho antes que lo sagrado se caracteriza por el sentido: orientación y significación…
– Para la geometría, alto y bajo son idénticos. Sin embargo, desde el punto de vista existencial, todos sabemos que subir o bajar una escalera no es en absoluto la misma cosa. Sabemos también que la derecha no es lo mismo que la izquierda. A lo largo de esa obra insisto en el simbolismo y en los ritos relacionados con la experiencia de las diversas calidades del espacio: izquierda y derecha, centro, cenit y nadir…
– Pero ¿no está también ligada la arquitectura a la temporalidad?
– El simbolismo temporal va inscrito en el simbolismo arquitectónico o en la vivienda. En África, algunas tribus acostumbran a orientar las chozas de manera distinta según las estaciones, y no sólo la choza, sino también los objetos que se guardan en ella: algunos utensilios, diversas armas. Ahí tiene un caso ejemplar de la interrelación del simbolismo temporal y el simbolismo espacial. Pero la tradición arcaica es rica en ejemplos similares. Recordará lo que dice Marcel Granet acerca del «espacio orientado» en la China antigua.
– Sí, y no es únicamente la casa la que se considera «sagrada», ni el templo, sino también el territorio, la tierra de la patria, la tierra natal…
– Todo país natal constituye una geografía sagrada. Para quienes han tenido que abandonarla, la ciudad de la infancia y de la adolescencia se convierte por siempre en una ciudad mítica. Para mí, Bucarest es el centro de una mitología inagotable. A través de esa mitología llegué a conocer su verdadera historia. Y la mía, quizá.