EUROPA

RETORNO A BUCAREST

Entre su retorno a Rumania y su llegada a París transcurrieron casi quince años. Hoy nos ocuparemos de esa etapa, rica en acontecimientos. Pero ante todo, ¿por qué abandonó la India al cabo tan sólo de tres años?


– Desde Calcuta había escrito varias cartas exaltadas acerca de mis últimos descubrimientos en la India. Desde hacía seis meses vivía en la soledad de un ashram. Mi padre adivinó que mi intención era permanecer en la India tres o cuatro años más, y hasta llegó a temer que no regresara nunca, que eligiera la soledad de un monasterio o que me casara con una india. Creo que acertaba… Como él se encargaba de renovar mi prórroga militar, aquel año, en enero de 1931, no lo hizo. En otoño me escribió que debía regresar. Mi padre era un antiguo oficial… Añadía: «Sería para mí una vergüenza y un gran deshonor para la familia que mi hijo fuera un rebelde». Regresé. Tenía la intención de volver enseguida a la India para continuar mis investigaciones. Entre tanto, defendí mi tesis, sobre el yoga, y la comisión universitaria me pidió que (preparase su publicación en francés.


En el sorteo le toca ir a la artillería antiaérea, pero a causa de su miopía le destinarán como intérprete de inglés en las oficinas… Su tesis se publica en 1936 bajo el título de Le yoga, essai sur les origines de la mystique indienne… Muy pronto se convertiría en escritor célebre al mismo tiempo que brillante universitario.

LA GLORIA SUPERADA

¿Por dónde empezamos? ¿Por la jama?


– Sí, «por la fama», pues me enseñó muchas cosas. Presenté Maitreyi («La noche bengalí») a un concurso de novelas inéditas. Obtuve el primer premio. Era a la vez una novela de amor y una novela exótica; el libro tuvo un enorme éxito inesperado que sorprendió al editor y a mí mismo. Se hicieron numerosas reediciones. A los veintiséis años ya era «célebre»; los diarios hablaban de mí, la gente me reconocía en la calle, etc. Fue una experiencia muy importante, pues conocí muy joven lo que quiere decir «ser famoso», «ser admirado». Se trata de algo agradable, pero nada extraordinario. De este modo dejé de sentir aquella tentación para el resto de mi vida. Creo, sin embargo, que se trata de una tentación natural en todos los artistas, en todos los escritores. Todo autor espera obtener algún día un gran éxito, ser conocido y admirado por la masa de sus lectores. Yo lo tuve muy joven y me sentía feliz de aquel éxito. Aquello me ayudó a escribir novelas que no tenían por fin alcanzar el éxito.


En 1934 publiqué Le Retour du Paradis, primer volumen de una trilogía "que comprendía además Les Houligans y Vita nova. Quería ser el representante de mi generación. Aquel primer volumen tuvo un cierto éxito. Pensaba que aquellos jóvenes eran verdaderos huliganes, que preparaban una revolución espiritual; cultural, si no política, al menos real, concreta. Los personajes eran, por consiguiente, jóvenes escritores, profesores, actores. Gente que además hablaba mucho. En resumen, un cuadro de intelectuales y pseudointelectuales que, a mi juicio, se parece un poco a Contrapunto de Huxley. Era un libro muy difícil. Fue alabado por la crítica, pero no tuvo el mismo éxito de público que Maitreyi.


Aquel mismo año publiqué una novela casi joyciana, La lumiere qui s'éteint.


El mismo título que una novela de Kipling. ¿Fue intencionado?


– Sí, a causa de una cierta semejanza entre los dos personajes centrales… Varias veces he tratado de releer ese libro: imposible, no entiendo nada. Me había impresionado mucho un fragmento de Finnegans Wake, «Anna Livia Plurabelle». Creo que empleé, por primera vez en Rumania, el «monólogo interior» de Ulysses. No tuvo ningún éxito. Los mismos críticos no sabían qué decir. Era absolutarnente ilegible.


Esta influencia de Joyce, y lo que supone de gusto por la expresión cuidada, me sorprende un poco. Creo que hasta entonces su interés estaba más bien en utilizar la lengua como un medio. ¿Es que aquella vez se decidió a escribir como poeta?


– En cierto sentido, sí… Pero debo decir que lo que más me interesaba era describir, gracias al «monólogo interior», lo que ocurre en la conciencia de un hombre que pierde la vista durante algunos meses. Precisamente en ése «monólogo», en lo que piensa, ve, imagina en medio de esas tinieblas, traté de jugar con el lenguaje, y ello con la mayor libertad. De ahí que el libro resulte casi incomprensible. Sin embargo, el argumento es muy sencillo y bellísimo. Un bibliotecario trabaja de noche en la biblioteca de la ciudad para corregir las pruebas de un texto griego sobre astronomía, según creo, en fin, un texto misterioso. En un determinado momento nota olor a humo y se inquieta, ve correr algunas ratas y cómo en la sala penetra el humo; abre la ventana, la puerta y en la sala de lectura, sobre una gran mesa, ve una joven completamente desnuda y, junto a ella, al profesor de lenguas eslavas, que tenía fama de ser un personaje diabólico, un mago. A la vista del fuego, el profesor desaparece. El bibliotecario coge a la joven, que se ha desvanecido, y la salva. Pero, mientras desciende la escalera de mármol, del techo se desprende un adorno que cae sobre él y le deja ciego durante seis meses. Mientras permanece en el hospital tratará de entender lo ocurrido, pero todo le parece absurdo. Hacia media noche, en la biblioteca de una ciudad universitaria, un profesor vestido y una mujer desnuda, una mujer a la que conoce bien, pues se trata de la ayudante del profesor de lenguas eslavas… El bibliotecario oye decir que el profesor se disponía a realizar un rito tántrico y que ese rito es precisamente la causa del incendio. Luego recupera la visión, y en su alegría por ver de nuevo -ver, no leer- emprende un viaje. No recuerdo exactamente el final, pues, como le he dicho, nunca he conseguido releer esta novela. Recuerdo que en un determinado momento empieza el bibliotecario a hablar en latín, pero a personas que no son, como él, investigadores, que por tanto no le pueden entender. ¿Quizá un recuerdo de Stephen Dedalus? Todo se vuelve misterioso, enigmático… En cualquier caso, la novela, ilegible, no tuvo ningún éxito. Después de este tercer libro me sentí libre. No se había olvidado mi nombre, pero se me conocía como autor de La noche bengalí. Me sentía dispensado de la obligación de agradar.


Basta leer su Diario, con fecha 21 de abril de 1963, para comprender que se trata de una historia muy personal. No le haré preguntas sobre esa anotación, por razones evidentes. Que el curioso lector se ocupe de acudir a ese pasaje para ver y entrever por sí mismo. En cuanto a mí, me siento feliz por haber visto surgir estas imágenes fascinantes. ¿No podrían dar lugar a una nueva creación fantástica, una de las que ahora se dispone a escribir? Pero volvamos a su experiencia de la jama: ¿se siente igualmente insensible al recuerdo de los hombres? ¿Le es indiferente la idea de dejar o no una obra tras sí?


– De vez en cuando me digo que se me leerá en rumano, que lo harán mis compatriotas, pero no por mis méritos de escritor, sino porque, en definitiva, he sido profesor en Chicago, he publicado en París, y son pocos los rumanos que hayan tenido estas oportunidades. También quedarán ciertamente el gran Ionesco y Cioran…


Sin embargo, ahora es usted un hombre ilustre… ¿Cómo reacciona ante el deseo que, sin duda, sentirán muchos lectores suyos de conocerle? ¿Cómo se las arregla para vivir con esa fama o esa notoriedad que ha adquirido?


– Felizmente, ignoro todas esas cosas, pues vivo ocho meses del año en Chicago y algunos meses en París. Generalmente rechazo las invitaciones, conferencias e incluso veladas y reuniones sociales. Ignoro, por tanto, esa carga pesadísima de la celebridad o notoriedad. Admiro a quienes tienen la fuerza necesaria para soportar las consecuencias de esa gloria: televisión, entrevistas, periodistas. Todo eso me resultaría muy penoso. No se trata de la pérdida de tiempo -hablar una hora con un periodista o asistir a la inauguración de una exposición no es tan grave-, sino el compromiso que se adquiere, el encadenamiento y la puesta en marcha de un engranaje. Además, me vería obligado a decir y repetir en la radio o en la televisión cosas que no me apetece en modo alguno repetir. No tengo esa vocación, pero admiro a quienes son verdaderamente capaces de luchar también en ese frente.

UNIVERSIDAD, «CRITERION» Y «ZALMOXIS»

Ya es un joven novelista famoso y al mismo tiempo orientalista, y sé también que al empezar a dictar sus cursos se apiña a su alrededor una multitud de lectores de La noche bengalí, al menos hasta el momento en que la seriedad del trabajo desanima a los simples curiosos… Trabaja como ayudante de Naë Ionesco…


– Ionesco era profesor de lógica, de metafísica y de historia de la metafísica y al mismo tiempo dirigía un periódico. Es un


hombre que ha ejercido una fuerte influencia en Rumania. Me cedió el curso de historia de la metafísica y un seminario de historia de la lógica, pero me invitó también a dar un curso de historia de las religiones antes que el de historia de la metafísica. Di, por consiguiente, algunas lecciones sobre el problema del mal y de la salvación en las religiones orientales, sobre el problema del ser en la India, sobre el orfismo, el hinduismo, el budismo. En cuanto al seminario de lógica, empecé por un tema pretencioso: «Sobre la disolución del concepto de causalidad en la lógica medieval budista» (¡). Seminario muy difícil, al que asistió un grupo reducido. Más tarde elegí la Docta ignorantia de Nicolás de Cusa y el libro XI de la Metafísica de Aristóteles.


Se dedica a la enseñanza y a la vez funda la revista «Zalmoxis».


– En efecto, creía entonces, y creo ahora, que no hay contradicción entre la investigación científica y la actividad cultural. Empecé a preparar «Zalmoxis» por el año 1936, pero hasta 1938 no apareció el primer número, que tenía casi trescientas páginas. Yo quería fomentar el estudio científico de las religiones en Rumania. En los medios académicos, esta disciplina no tenía aún existencia autónoma. Por ejemplo, como ya le he dicho, yo enseñaba historia de las religiones en el marco de la cátedra de historia de la metafísica. Uno de mis colegas hablaba de mitos y leyendas en una cátedra de etnología y folklore. Entonces, para convencer a los ambientes universitarios de que se trataba de una disciplina importantísima a la que era posible hacer aportaciones significativas, y como en Rumania contábamos con algunos investigadores interesados por la historia de las religiones griegas, por ejemplo, decidí publicar «Zalmoxis». Me dirigí a todos los investigadores, muy numerosos, que conocía en el extranjero. Una revista internacional, por consiguiente, publicada en francés, inglés y alemán con la colaboración de varios investigadores franceses. Aparecieron tres volúmenes. Esta fue posiblemente la primera aportación a nivel, digamos, europeo de Rumania a la historia de las religiones.


Supongo que los textos reunidos bajo el titulo De Zalmoxis a Gengis Khan aparecieron antes en aquella revista…


– No, salvo El culto de la mandrágora en Rumanía. El resto apareció en otras publicaciones. Por ejemplo, el texto sobre el simbolismo acuático, que lo incluí en Imágenes símbolos.


En su Diario habla de «Criterion». ¿De qué se trata exactamente?


– Organizamos este grupo, «Criterion», con personas que no son conocidas en el extranjero, salvo Cioran; creo que también asistía Ionesco. Dábamos conferencias. Era una especie de simposio en el que participaban cinco conferenciantes. Abordábamos problemas muy importantes para aquella época -los años 1933, 1934 y 1935- en Rumania: no sólo Gandhi, Gide, Chaplin, sino también Lenin, Freud. Como ve, temas muy controvertidos. Y además el arte moderno, la música contemporánea, el jazz incluso… Invitábamos a representantes de toda clase de movimientos. Para Lenin hubo cinco conferenciantes, como de costumbre; el presidente era un célebre profesor universitario; uno de los conferenciantes era Lucretiu Patrascanu secretario por entonces del partido comunista; otro era el ingeniero Belu Silber, ideólogo comunista, pero había también un representante de la Guardia de Hierro, Poliproniade, y un representante, diríamos, de la política centro-liberal, que era conocido asimismo como economista, filósofo y teólogo, Mircea Vulcanescu. Se estableció un debate contradictorio, y creo que este tipo de diálogo era muy importante. Cuando escribí Le Retour du Paradis, me dije que era precisamente algo parecido al paraíso lo que estábamos a punto de perder, pues en los años 1933-1934 aún se podía hablar. Más tarde no hubo quizá censura en sentido estricto, pero fue necesario elegir temas más bien culturales. «Criterion» tuvo una enorme repercusión en Bucarest. Fue allí donde por vez primera se habló, en 1933, del existencialismo, de Kierkegaard y de Heidegger. Nos sentíamos comprometidos a una campaña contra los fósiles. Queríamos recordar a nuestro auditorio que existían Picasso y Freud. Bien entendido que Freud era conocido ya en aquel ambiente, pero aún quedaba mucho por decir de él, lo mismo que de Picasso. Era preciso discutir acerca de Heidegger y Jaspers. Hablar de Schönberg… Sentíamos que es preciso integrar la cultura en la ciudad. Todos estábamos convencidos de que no era suficiente hablar en la universidad. Había que bajar de verdad al ruedo. Pensábamos que, como en España, gracias a Unamuno y Ortega, el periódico se había convertido en instrumento de trabajo para el intelectual. No teníamos el complejo de inferioridad que aquejaba a nuestros profesores, que se negaban a publicar artículos en un diario y sólo aceptaban hacerlo en una revista académica. Nosotros queríamos dirigirnos a un público más amplio y animar la cultura rumana que, sin ello, corría peligro de sumirse en el provincialismo. No era yo el único que pensaba así, evidentemente, y tampoco era el adelantado de aquel grupo. Todos habíamos sentido la necesidad de aquello y nos dábamos cuenta de que éramos los únicos capaces de hacerlo, pues éramos jóvenes y no teníamos miedo a posibles consecuencias ingratas (en cuanto a la «carrera» universitaria, por ejemplo).

LONDRES, LISBOA

En 1940 sale de Rumanía y marcha a Londres como agregado cultural…


– El último gobierno del rey Caro] preveía dificultades para Rumania. Decidió enviar al extranjero a varios jóvenes universitarios en calidad de agregados y consejeros culturales. Yo fui designado para marchar a Inglaterra, y allí viví la Blitzkrieg. He utilizado los recuerdos de aquella guerra en El bosque prohibido. Mi primera imagen es una ciudad llena de enormes globos que debían protegerla de los bombarderos. Y luego la noche: todo negro, el camuflaje absoluto. Después del gran bombardeo del 9 de septiembre, algunos servicios de la legación fueron evacuados a Oxford. Aquella noche me hizo recordar algunos incendios del Bosco: una ciudad que arde, el cielo en llamas… Tuve una enorme admiración por el coraje y la resistencia de los ingleses, por aquel gigantesco esfuerzo de armamento a partir casi de la nada. De ahí que siempre, lo mismo en Londres que en Lisboa, creí en la victoria de los aliados.


Cuando Inglaterra rompió sus relaciones diplomáticas con Rumanía a causa de la entrada de las tropas alemanas en 1941, fui trasladado a Lisboa. Allí permanecí cuatro años. Trabajé y aprendí el portugués, muy bien por cierto. Empecé a redactar en rumano el Tratado de historia de las religiones y una parte de El mito del eterno retorno. Pensaba escribir un libro sobre Camóens, no sólo porque me gusta mucho este poeta, sino porque había vivido en la India y evoca Ceylán, África, el Océano Atlántico. Me gusta mucho Lisboa. Aquella gran plaza ante el enorme estuario del Tajo, una plaza soberbia; jamás la olvidaré. Y el color pastel de la ciudad, blanco y azul por todas partes… Por la tarde, en todas las calles se escuchaban melodías, todo el mundo cantaba. Era una ciudad que parecía haberse quedado como al margen de la historia, en todo caso de la historia contemporánea, fuera del infierno de la guerra. Era una ciudad neutral en la que podía observarse la propaganda de los dos bandos, pero yo me preocupaba de seguir sobre todo la prensa de los países neutrales. Por lo demás, me ocupaba de los intercambios culturales: conferenciantes, músicos, matemáticos, autores y compañías de teatro. Era una actividad apreciada por el ministerio, pero no se preocupaban mucho de todo aquello. Yo vivía un poco al margen de la legación, felizmente. La vida «diplomática» es muy fastidiosa, sofocante, exasperante. Siempre se vive «en familia», siempre entre miembros del cuerpo diplomático… Yo no hubiera podido vivir así mucho tiempo.

LA FUERZA DEL ESPÍRITU

Este período que pasó fuera de Rumania, pero en Europa, en Londres, en Lisboa y finalmente en París, es un período trágico para Rumania y para una gran parte del mundo: la ascensión de los fascismos, los años negros de la guerra, la caída del nazismo y, en Rumania, la instauración de un régimen comunista. ¿Cómo vivió esos acontecimientos de los que fue testigo en la realidad o a través del pensamiento?


– Para mí, la victoria de los aliados era una evidencia. Al mismo tiempo, cuando Rusia entró en guerra, supe que aquella victoria lo sería también de Rusia. Y sabía también lo que ello iba a significar para los pueblos de la Europa oriental. Yo había salido de Rumania en la primavera de 1940 y, por consiguiente, sólo tenía informaciones de segunda mano de lo que allí estaba ocurriendo. Pero temía una ocupación rusa, siquiera pasajera. Siempre inspira miedo un vecino gigante. Los gigantes son para admirarlos desde lejos. Tenía miedo. Pero era preciso elegir entre la esperanza y la desesperación, y por mi parte siempre estoy en contra de una desesperación de esa naturaleza, política e histórica. Entonces elegí la esperanza. Me dije que aquello era una prueba más. Nosotros conocemos muy bien las pruebas de la historia, en Rumania igual que en Yugoslavia o en Bulgaria, porque hemos estado situados entre los imperios. Pero sería inútil resumir la historia universal, que todos conocen. Somos algo así como los judíos, que se hallaban situados entre los grandes imperios militares de Asiría, Egipto, Persia y el Imperio Romano. Los pequeños terminan siempre por ser aplastados. Entonces elegí el modelo de los profetas. Políticamente no había solución alguna, al menos por el momento. Quizá la hubiera más tarde. Para mí y para los demás emigrados rumanos, lo importante era hallar el modo de salvar nuestra herencia cultural, ver la manera de seguir creando en medio de aquella crisis histórica. El pueblo rumano sobrevivirá, por supuesto, pero,


¿qué se puede hacer desde el extranjero para ayudarle a sobrevivir? Siempre he creído que hay una posibilidad de sobrevivir a través de la cultura. La cultura no es una «superestructura», como creen los marxistas, sino que es la condición específica del hombre. No es posible ser hombre sin ser al mismo tiempo un ser cultural. Entonces me dije: es necesario continuar, hay que salvaguardar aquellos valores rumanos que corren el riesgo de ser ahogados en el país, y ante todo la libertad de investigación, por ejemplo, el estudio científico de la religión, de la historia, de la cultura. Cuando llegué a París, en 1945, lo hice para proseguir mis investigaciones, para poner a punto algunos libros en que tenía gran interés, sobre todo el Tratado de historia de las religiones y El mito del eterno retorno.


Me ha preguntado cómo viví aquel período trágico. Me dije que se trataba de una gran crisis, pero que el pueblo rumano ya había conocido otras a lo largo de su historia, tres o cuatro crisis por siglo. Los que quedaron allí harían lo que el destino les permitiera hacer. Pero aquí, en el extranjero, no había que perder el tiempo en nostalgias políticas, con la esperanza de una interven-ción inminente de América y cosas de éstas. Estábamos en 1946, 1947, 1948: en aquellos años yo estaba realmente convencido de que una resistencia no puede ser verdaderamente importante si no se hace algo. Pero la única cosa que era posible hacer era la cultura. Yo mismo, Cioran y muchos otros elegimos trabajar, cada cual conforme a su vocación. Lo cual no quiere decir que nos desentendiéramos del país. Al contrario, aquella era la única manera de aportar alguna ayuda. Cierto que siempre es posible firmar un manifiesto, protestar en la prensa. Pero eso raras veces es lo esencial. Aquí, en París, organizamos un círculo literario y cultural, la Estrella de la mañana. (Luceafarul), adoptando el título de un poema célebre de M. Eminescu, y un centro de investigaciones rumanas. Ya lo ve: intentábamos mantener la cultura de la Rumania libre y, sobre todo, publicar textos que no hubiera sido posible dar a conocer en Rumania. Literatura en primer lugar, pero también estudios históricos y filosóficos.


El 25 de agosto de 1947 escribe en su Diario: «Algunos me dicen que es preciso solidarizarse con el momento histórico. Hoy estamos dominados por el problema social, más exactamente por el problema social tal como lo plantean los marxistas. Hay que responder, por consiguiente, a través de la propia obra, de una


o de otra manera, al momento histórico en que vivimos. Cierto, pero yo trataría de responder como lo hicieron Buda y Sócrates: superando su momento histórico y creando otros o preparándolos». Estas palabras están escritas en 1947.


– Sí, porque, en definitiva, no podemos considerar a Buda o a Sócrates como hombres que «se evaden». Ellos partieron de su momento histórico y respondieron a aquel momento histórico, sólo que en un plano distinto y con otro lenguaje. Y fueron ellos los que pusieron en marcha las revoluciones espirituales, lo mismo en la India que en Grecia.


En su Diario se advierte que llevaba muy a mal la exigencia tantas veces planteada al intelectual de que consuma sus energías en la agitación política.


– Sí, cuando conozco anticipadamente que esa agitación no puede dar ningún resultado. Si alguien me dijera: va a manifestarse en la calle todos los días, publicará artículos durante tres meses, firmará todos los manifiestos, y después de eso no digo que Rumanía será libre, sino que, al menos, los escritores rumanos serán libres para publicar sus poemas y sus novelas, lo haría, haría todo eso. Pero sé que, de momento, semejante actividad no puede tener consecuencias inmediatas. Hay que administrar prudentemente las propias energías y atacar allí donde cabe la esperanza de obtener alguna repercusión, un eco al menos. Eso es lo que algunos exiliados rumanos han hecho esta primavera, a propósito del movimiento lanzado en Rumania por Paúl Goma. Han organizado una campaña de prensa que ha obtenido resultados positivos.


En su caso imaginaba que se trataría de una cierta indiferencia hacia la cosa política. Pero ahora caigo en la cuenta de que se trata más bien de lucidez y de una negativa a la acción ilusoria y a la distracción. No puede hablarse de indiferencia.


– No, no se trata de indiferencia. Por otra parte, creo que en determinados momentos históricos hay una cierta actividad cultural, especialmente la literatura y el arte, capaz de constituir un arma, un instrumento político. Cuando pienso en la acción de los poemas de Puchkin… ¡Por no hablar de Dostoievski! Y pienso también en algunos cuentos de Tolstoi. Creo que hay momentos en que cuanto hacemos en el terreno del arte, de las ciencias, de la filosofía no dejará de tener repercusiones políticas: cambiar la conciencia del hombre, infundirle una cierta esperanza. Pienso, por tanto, que seguir trabajando y creando no significa alejarse del momento histórico.


Es inevitable pensar aquí en un hombre como Soljenitsin.


– Le admiro enormemente. Sí, admiro al escritor. Pero admiro sobre todo su coraje de testigo, el hecho de que haya aceptado el papel de testigo, con todos sus riesgos, como un mártir. (Entre paréntesis, la palabra latina martyr ha dado en rumano martor, que quiere decir «testigo».) Afortunadamente, poseía también algunos medios, su nombre que tiene un cierto peso, y no sólo el premio Nobel, sino además el gran éxito popular de sus novelas. Y por añadidura su inmensa experiencia…


Sobre las relaciones del intelectual con la política, en su Diario escribe esta nota el 16 de febrero de 1946: «Reunión en mi habitación del hotel con una quincena de intelectuales y estudiantes rumanos. Los he invitado a discutir el problema siguiente: ¿Estamos o no de acuerdo en que hoy, y sobre todo mañana, el 'intelectual', por el hecho de que tiene acceso a los conceptos, será considerado cada vez más como el enemigo número uno, y que la historia le confía (como tantas veces en el pasado) una misión política? En esta guerra de religiones en que nos hallamos comprometidos, al adversario sólo le preocupan las "minorías", que, por otra parte, son muy fáciles de suprimir con ayuda de una policía bien organizada. En consecuencia, "hacer cultura" es por el momento la única política eftcaz que tienen a su alcance los exi-liados. Se han invertido las posiciones tradicionales; ya no son los políticos los que están en el centro concreto de la historia, sino los sabios, las 'minorías intelectuales'. (Prolongada discusión que será preciso resumir algún día)».


– Sí, creo que ese pasaje resume perfectamente lo que yo quería decir. Pienso, en efecto, que la presencia del intelectual, en el verdadero sentido de la palabra -los grandes poetas, los grandes novelistas, los grandes filósofos- creo que esa presencia turba enormemente a cualquier régimen policiaco o dictatorial de derechas o de izquierdas. Sé muy bien, porque he leído muy atentamente cuanto pueda leerse acerca de él. lo que Thomas Mann representaba para la Gestapo, la policía alemana. Sé lo que un escritor como Soljenitsin representa o lo que representa un poeta rumano; su misma presencia física saca de quicio a los dictadores, y por ello digo que es preciso proseguir la creación cultural. Un gran matemático afirmaba que si un día los cinco matemáticos más importantes tomaran el mismo avión para acudir a un congreso y ese avión se estrellase, al día siguiente nadie sería capaz de entender la teoría de Einstein… Quizá sea un poco exagerado, pero esos «cinco» o «seis» son muy importantes.

ENCUENTROS

Durante aquellos años conoció a hombres eminentes, Ortega y Gasset y Eugenio d'Ors, por ejemplo.


– Conocí a Ortega en Lisboa. No se consideraba exactamente exiliado, pero de todos modos no quería regresar a Madrid. Venía muchas veces a almorzar con nosotros y manteníamos largas discusiones. Yo le admiraba mucho. Admiraba su capacidad para seguir trabajando a pesar de todos sus problemas personales y políticos. Por entonces preparaba su libro sobre Leibniz. Era un hombre de una ironía mordaz, al que todos temían un poco cuando hablaba. Un aristócrata. Hablaba un francés excelente y prefería hablar en francés, incluso con los alemanes, sobre todo con un cierto periodista alemán, que también lo hablaba muy bien, pues había pasado seis años en París como corresponsal de un gran diario. He de advertir que aquel alemán no era nazi; había participado en un complot contra Hitler y sus familiares habían sido ejecutados… Ortega lamentaba indudablemente ser menos conocido en Francia que en Alemania, donde habían sido traducidos casi todos sus libros. En Francia, según creo, únicamente se conocían los Ensayos españoles, publicados por Stock, que comprendían La rebelión de las masas. Es un ensayo que aún se puede leer, es absolutamente actual, pues las masas están cada vez más movidas por las ideologías. Por otra parte, cuanto decía a propósito de la historia conserva todo su interés, y lo mismo cuanto escribió acerca de las culturas «marginales», por ejemplo, la cultura española, integrada en la cultura europea, pero no como él hubiera querido. Encuentro muy importante su esfuerzo por despertar la conciencia española a una cierta forma de hispanismo al mismo tiempo que de «europeísmo». Fue además un hombre que ya se planteó el problema de la máquina: hay que llegar a un diálogo con el maquinismo. Sí, le admiraba mucho. No era tan sólo un profesor de filosofía, un excelente ensayista y el magnífico escritor que ya conoce, sino además un gran periodista. También él creía, como mi profesor Naë Ionesco, que el periódico es hoy el verdadero ruedo, en vez de las revistas o los libros; que es precisamente a través del periódico como se establece contacto con el público, al que es posible influir y «cultivar» por este medio. En España se sigue leyendo, reeditando, comentando a Ortega. No me explico que sea tan mal conocido en Francia, que haya sido tan escasamente traducido.


– ¿Y d'Ors?


– Iba yo frecuentemente a Madrid a comprar libros y allí tuve la ocasión de entrevistarme, largamente, dos o tres veces con Eugenio d'Ors. Era hombre de trato más amable que Ortega. Siempre sonreía. Creo que su mayor ambición era ser bien conocido en Francia. Yo admiraba en él al periodista genial, al dilettante genial. Admiraba su elegancia literaria, su erudición. Ortega y d'Ors se parecen mucho desde este punto de vista. Ambos descendían de Unamuno, a pesar de que en muchos puntos se apartaban de él… Me admiraba su diario, el Nuevo Glosario, el diario de sus hallazgos intelectuales: cada día escribía una página en la que decía exactamente lo que había descubierto o pensado aquel mismo día o, digamos, la víspera, y lo iba publicando al mismo tiempo. Se había comprometido a no repetirse nunca. Yo admiraba este esfuerzo por mantenerse alerta, esta decisión de plantearse cada día nuevas preguntas y tratar de darles respuesta. Es una obra interesante, pero desconocida. Los cinco o seis volúmenes del Nuevo Glosario están agotados en España y nunca han sido traducidos. Por lo demás, tenía puntos de vista curiosos sobre el estilo manuelino; es célebre su libro sobre el barroco. En este mismo orden de ideas, escribió una especie de filosofía del estilo, Cúpula y monarquía. Es una filosofía de las formas, una filosofía de la cultura elaborada por un tradicionalista. Hay traducción francesa de esta obra. Si encuentra este libro en una librería de viejo, no deje de leerlo. Es apasionante.


Lo que no me dice es que Eugenio d'Ors admiraba a Mircea Eliade.


– Es cierto. Conocía «Zalmoxis» y le había gustado mucho El mito del eterno retorno. Esta admiración se gestó mediante un intercambio epistolar y algunas largas conversaciones.


El 3 de octubre de 1949 anota en su Diario: «Eugenio d'Ors me envía un nuevo artículo sobre El mito del eterno retorno, que lleva por título Se trata de un libro muy importante. Más que cualquier otro crítico cuyas recensiones haya leído yo, Eugenio d'Ors se siente entusiasmado por el hecho de que haya puesto de relieve la estructura platónica de las antologías arcaicas y tradiciones (''populares")». Es cierto que añade: «Espero, sin embargo, que se entienda también el otro aspecto de mi interpretación, relativo a la abolición ritual del tiempo y, en consecuencia, la necesidad de la "repetición". Las conversaciones que acerca de este tema he mantenido hasta ahora han sido decepcionantes…» Por lo demás, también le gustaría a d'Ors el Tratado…


– Sí, fue mi última obra que pudo leer. Murió al año siguiente, según creo.


Ha nombrado a Unamuno a propósito de Ortega y Eugenio d'Ors.


– No llegué a conocerle. Murió, según creo, en 1936, y yo fui a España por vez primera en 1941. Sin embargo, he sentido siempre una gran admiración por él. Su obra es extremadamente importante y un día será descubierto en todas partes. Hay en él un cierto «existencialismo» que me toca muy de cerca. También admiro mucho al gran poeta en que llegó a convertirse, que ha sido descubierto veinte años después de su muerte, cuando fueron publicados sus últimos poemas. Sí, se trata de un hombre admirable, y su obra es esencial por haber logrado mostrar las raíces «viscerales» de la cultura. Al igual que Gabriel Marcel, Unamuno insistía en la importancia del cuerpo. Gabriel Marcel decía que los filósofos ignoran el cuerpo, que ignoraran que el hombre es "un ser encarnado. Unamuno por su parte, insistía en la importancia espiritual de la carne, del cuerpo, de la sangre, de lo que él llamaba «la experiencia visceral del espíritu». Algo muy original, muy nuevo. Poseía además un inmenso talento como escritor, como poeta, prosista, ensayista…


Estas Conversaciones serán, entre otras cosas, una incitación a releer a unos autores tan poco leídos y que son tres grandes escritores: Ortega, d'Ors, Unamuno…


– Sí, sobre todo Unamuno.


En Londres entró en contacto con un rumano que fue muy conocido, luego un poco olvidado y al que hoy se vuelve a editar, Matila Ghyka…


– Sí, Matila Ghyka era consejero cultural de la embajada de Rumania. Antes de conocerle personalmente ya había leído, por supuesto, El número áureo, pero no conocía su bella novela La lluvia de estrellas. Lo admiraba mucho, y a pesar de la diferencia de edades llegamos a ser muy amigos. Poseía una cultura prodigiosa, tanto científica como literaria e histórica. Ya sabe que fue oficial de marina y luego agregado naval en San Petersburgo y en Londres. Después de la Segunda Guerra Mundial ocupó la cátedra de estética en la universidad de Los Angeles. Además de su trabajo personal, leía al menos un libro cada día. De ahí que estuviera suscrito a cinco organizaciones de lectura. Tenía a veces opiniones singulares; creía, por ejemplo, que la guerra recién comenzada era el supremo enfrentamiento entre dos órdenes de caballería, los templarios y los caballeros teutónicos. Un día me mostró la fotografía de una familia muy numerosa reunida en la suntuosa escalinata de una mansión; en una ventana del segundo piso podía distinguirse el rostro velado de una anciana dama. Pero aquella anciana señora, precisó Matila Ghyka con voz serena y profunda, había muerto algunos meses antes de que se tomara la fotografía… En París le vi una sola vez, en 1950; acababa de escribir una novela policiaca que se proponía publicar con pseudónimo. Sus últimos años fueron muy difíciles; traducía cualquier clase de libros para Payot, aceptaba cualquier tipo de trabajo, a pesar de que pasaba ya de los ochenta años.

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