LA INDIA ESENCIAL

EL APRENDIZ DE SANSCRITISTA

El 18 de noviembre de 1948 escribe en su Diario: «Hace veinte años, hacia las quince treinta horas, según creo, salí de la estación del Norte de Bucarest con dirección a la India. Todavía me veo en el momento de partir; veo a Ionel Jianu con el libro de Jacques Riviére y el paquete de cigarrillos, sus últimos regalos. Yo llevaba dos pequeñas maletas. ¡Lo que habrá influido en mí aquel viaje antes de cumplir los veintidós años! ¿Cómo habría sido mi vida sin la experiencia de la India al comienzo de mi juventud? Y la seguridad que desde entonces me acompaña: pase lo que pase, siempre habrá en el Himalaya una gruta que me espera…». ¿Podría responder ahora a esa pregunta que entonces se hizo a propósito de la influencia de la India en su vida y en su obra? ¿En qué sentido le ha formado la India? Este será, si le parece bien, el tema esencial de nuestra conversación de hoy.


Quedábamos en que Dasgupta le esperaba en Madrás.


– Sí, estaba trabajando allí sobre textos sánscritos, en la biblioteca de la Sociedad teosófica, célebre por su colección de manuscritos. Allí le conocí y nos dedicamos inmediatamente a preparar mi estancia en Calcuta. En 1928 era un hombre que podría tener cuarenta y cinco años. Era bajo, grueso, de ojos un poco hinchados, «ojos de batracio», diríamos, y una voz que me pareció, como la de los bengalíes en general, muy melodiosa. Una profunda amistad terminaría por unirme a aquel hombre, al que admiré mucho.


Sus relaciones con Dasgupta, ¿fueron las que suelen darse entre profesor y alumno o las de discípulo y maestro, o guru?


– Lo uno y lo otro. Al principio, yo era el estudiante y él era el profesor de corte universitario, al estilo occidental. Fue él mismo el que trazó mi programa de estudios en la universidad de Calcuta; él me indicó las gramáticas, los manuales, los diccionarios indispensables. También se encargó él de buscarme una habitación en el barrio anglo-indio. Supuso, y con toda razón, que me resultaría muy difícil vivir desde el primer momento como un indio.


Trabajaba con él no sólo en la universidad, sino también en su casa, en el barrio Bhowanipore, el barrio indígena, muy pintoresco, en el que Dasgupta ocupaba una casa admirable. Al cabo de un año me sugirió la conveniencia de trabajar con un pandit, que él mismo se encargó de elegir, para iniciarme en la conversación en sánscrito. Me decía que más adelante tendría necesidad de hablar en sánscrito, siquiera a nivel elemental, para conversar con los panedits, los verdaderos yoguis, los religiosos hindúes.


¿En qué dificultades pensaba Dasgupta al asegurar que no le sería fácil vivir desde el primer momento al estilo indio?


– Decía que al principio hasta la misma alimentación puramente india era poco recomendable. Quizá pensara también que me resultaría difícil vivir en el barrio indígena de Bhowanipore con el traje que yo llevaba, muy sencillo, pero europeo. Sabía que no me iba a ser posible pasar directamente, en el curso de unas cuantas semanas, ni siquiera de algunos meses, de la indumentaria europea al dhoti bengalí.


Por su parte, ¿sentía deseos de llevar la vida cotidiana de los bengalíes, de adoptar sus costumbres en cuanto a la alimentación y el vestido?


– Sí, pero no al principio, pues no conocía aún nada de todo aquello. Iba al menos dos veces por semana a casa de Dasgupta para trabajar allí. Poco a poco, el aire misterioso de aquellas casas enormes con terrazas, rodeadas de palmeras y de jardines, terminaron por hacer su efecto.


He visto esa hermosa fotografía que aparecerá en las cubiertas de los «Cahiers de l'Herne». ¿Es la indumentaria que llevaba en Calcuta?


– No, esa fotografía está hecha en el ashram del Himalaya. La indumentaria con que aparezco en ella era una túnica de color amarillo ocre. Es la indumentaria propia de un swami o un yogui. En Calcuta llevaba el dhoti, una especie de larga camisa blanca.


¿Cree que la experiencia de vivir en la India puede ser distinta vistiendo como las gentes del país?


– Creo que se trata de algo muy importante. Por de pronto, resulta mucho más cómodo, en el clima tropical, llevar un dhoti y caminar con los pies descalzos o en sandalias. Luego, se llama menos la atención. Como vivía al sol, estaba tan moreno como los demás, con el resultado de que pasaba casi desapercibido. Los niños ya no me gritaban: White monkey! Era además una forma de solidarizarse con la cultura en la que me quería iniciar. Mi ideal era llegar a hablar perfectamente el bengalí. Nunca lo conseguí, pero al menos lo leía. Traduje algunos poemas de Tagore e incluso intenté leer y hasta traducir los poetas místicos de la Edad Media.


No eran únicamente los aspectos erudito y filosófico, el yoga y el sánscrito, los que me interesaban, sino también la cultura india viva.


Su relación con la vida india no era tan sólo la de un intelectual, sino la de toda su persona…


– La de toda la persona. Pero he de precisar que no abandoné la conciencia, digamos la Weltanschauung del hombre occidental. Quería aprender seriamente el sánscrito a la manera india, pero también con el método filosófico propio del espíritu occidental. Estudiar a la vez con los recursos del investigador occidental y desde dentro. Jamás renuncié a mi instrumento de conocimiento específicamente occidental. Había trabajado algo con el griego, el latín y había estudiado la filosofía occidental; no deseché nada de todo esto. Al adoptar el dhoti o el kutiar, cuando estuve en el Himalaya, no rechacé mi tradición occidental. Como ve, también en el plano del aprendizaje reaparece mi sueño de totalizar los contrarios.


Del mismo modo que no fue el tormento metafísico lo que le llevó hacia el estudio de las religiones, tampoco fue el gusto de lo exótico o el deseo de perder su identidad lo que le condujo a vestir la túnica amarilla de los ascetas. Conservó su identidad, su formación occidental, en un deseo de acercarse a la India a través de esa perspectiva, para fundir finalmente dos puntos de vista o mejor aún para organizarlos y conjuntarlos.


– Es la misma cosa. Estudié profunda, «existencialmente», la cultura india. Al comienzo del segundo año me dijo Dasgupta: «Ahora sí, ya ha llegado el momento, puede venir a vivir conmigo». Viví con él un año.


Su propósito no era únicamente estudiar la lengua y la cultura india, sino también el de practicar el yoga. Es decir, experimentar en su propio cuerpo y personalmente aquello de que se hablaba en los libros.


– Exactamente. Enseguida hablaremos de la práctica que emprendí, vestido con mi kutiar, en el Himalaya. Pero estando aún en Calcuta, en casa de Dasgupta, le dije muchas veces: «Profesor, déme algo más que los textos». Pero él me respondía siempre: «Espere un poco, es preciso conocer de verdad todo esto desde el punto de vista filológico y filosófico…». Tenga en cuenta que el mismo Dasgupta era un historiador de la filosofía formado en Cambridge, un filósofo, un poeta. Pero pertenecía a una familia de pandits procedente de una aldea de Bengala, lo que significa que dominaba perfectamente toda la cultura tradicional de una aldea india. Me decía a veces: «Para los europeos, la práctica del yoga resulta aún más difícil que para nosotros, los hindúes». Quizá temía las consecuencias. Calcuta es una gran ciudad y, en efecto, no es prudente practicar el pranayama, el ritmo de la respiración, en una ciudad en que el aire está siempre un tanto contaminado. Lo supe más tarde, en Hardwar, en las laderas del Himalaya, en una atmósfera más favorable…


¿Cómo trabajaba con Dasgupta? ¿Cómo aprendió el sánscrito, primero con él y luego con el pandit?


– Bien, por lo que se refiere al estudio del sánscrito, apliqué ¿método del indianista italiano Angelo de Gubernatis, tal como él mismo lo expone en Fibra su autobiografía. Consiste en trabajar doce horas al día con una gramática, un diccionario y un texto. Es lo que él mismo hizo en Berlín. Weber, su profesor, le había dicho: «Gubernatis (era a comienzos del verano), en otoño empiezo mi curso de sánscrito, pero resulta que es el segundo curso, y no es posible empezar de nuevo sólo en beneficio suyo. Va a ser preciso que adelante por su cuenta…». Gubernatis se encerró en un refugio, muy cerca de Berlín, con su gramática y su diccionario de sánscrito. Dos veces por semana, alguien le llevaba pan, café y leche. Tenía razón, y me decidí a seguir su ejemplo. Por otra parte, yo había hecho ya algunas experiencias, no tan radicales, pero, en fin… Cuando estudiaba inglés, por ejemplo, trabajaba muchas horas seguidas. Pero esta vez, desde el principio, trabajaba doce horas al día y únicamente el sánscrito. Como únicas interrupciones me permitía algunos paseos y la hora del té o de las comidas, que aprovechaba para perfeccionar mi inglés: lo leía muy bien, pero lo hablaba muy mal. Dasgupta, en su casa, me hacía preguntas de vez en cuando, me entregaba algún texto para traducirlo y de este modo podía observar mis progresos. Fueron rápidos, pero creo que se debió a este esfuerzo que suponía dedicarme a estudiar sólo el sánscrito. Durante muchos meses no toqué siquiera un periódico, una novela policiaca, nada. Esta concentración exclusiva en un solo tema, el sánscrito, me dio resultados sorprendentes.


Pero con ese método quizá se corra el riesgo de no lograr la exactitud y la viveza propias de la lengua hablada.


– Ciertamente, pero se trataba de sentar ante todo y para empezar unas bases sólidas, de adquirir las estructuras, la concepción gramatical, el vocabulario básico… Más tarde, por supuesto, dediqué mi atención a la historia y a la estética indias, a la poesía, a las artes. Al principio, sin embargo, hay que atender a la adquisición metódica y exclusiva de los rudimentos.


Creo recordar que Daumal veía en el sánscrito la ocasión para un trabajo filosófico, como si la gramática del sánscrito predispusiera a una cierta metafísica, como si llevara al conocimiento de mismo y del ser. ¿Lo cree así? ¿Qué beneficios le reportó el conocimiento del sánscrito?


– Tenía razón Daumal, pero en mi caso no era tanto el valor o la virtualidad filosófica de la lengua en sí misma lo que más me interesaba en principio… Lo que pretendía ante todo era dominar este instrumento de trabajo para leer unos textos que no destacaban precisamente por su valor filosófico. No eran el Vedanta o las Upanishads lo que por entonces me interesaba, sino ante todo los comentarios de los Yoga-Sutras, los textos tántricos, es decir las expresiones de la cultura india menos conocidas en Occidente, justamente porque su filosofía no está a la altura de las Upanishads o el Vedanta. Esto era lo que me interesaba más que nada, pues aspiraba a conocer las técnicas de la meditación y de la fisiología mística, es decir el Yoga y el Tantra.


Aprendió el italiano para leer a Papini, el inglés para leer a Frazer, el sánscrito para leer los textos tántricos. Se trata siempre, al parecer, de abrir una puerta a algo que le interesa. La lengua es el camino, jamás el fin. ¿No le plantea todo esto una cuestión? Hubiera podido convertirse no en un historiador de las religiones, de los mitos, del mundo de la imaginación, sino en un sanscritista, en un lingüista. Cabía dentro de lo posible una obra totalmente distinta, un Eliade diferente. Hubiera ingresado en el gremio de los Jacobson, de los Benveniste, aportando su estilo peculiar a este campo. Se podría soñar en esa obra imaginaría… ¿No le ha tentado nunca ese camino?


– Siempre que he tratado de aprender una nueva lengua ha sido para poseer un nuevo instrumento de trabajo. Una lengua ha sido siempre para mí una posibilidad de comunicación: leer, hablar si fuera posible, pero sobre todo leer. Pero hubo un momento mientras permanecí en la India, en Calcuta, cuando contemplaba los esfuerzos de un comparativismo más amplio -por ejemplo, las culturas indoeuropeas con las culturas preindias, las culturas oceánicas, las culturas del Asia central-, cuando contemplaba aquellos sabios extraordinarios como Paul Pelliot, Przylusky, Sylvain Lévy, conocedores no sólo del sánscrito y el pali, sino también del chino, el tibetano, el japonés y, además, de las lenguas llamadas austroasiáticas, me sentía fascinado por aquel universo enorme que se habría a la investigación. Ya no se trataba únicamente de la India aria, sino además de la India aborigen, de la apertura hacia el Sudeste asiático y Oceanía. Yo mismo intenté iniciar ese camino. Dasgupta me disuadió. Y tenía razón. Había sabido adivinar. Pero emprendí el estudio del tibetano con una gramática elemental. Pude observar que, al tratarse de algo que no había deseado verdaderamente, del mismo modo que había deseado el sánscrito o el inglés o más tarde el ruso o el portugués, la cosa no marchaba muy bien. Entonces me puse furioso y abandoné. Me dije que jamás alcanzaría la competencia de un Pelliot, de un Sylvain Lévy, que jamás sería un lingüista, ni siquiera un sanscritista. La lengua en sí misma, sus estructuras, su evolución, su historia, sus misterios no me atraían como…


¿Como la imagen, como los símbolos?


– Exactamente. La lengua no era para mí sino un instrumento de comunicación, de expresión. Más tarde me sentí contento de haberme detenido en este punto. Porque, en definitiva, se trata de un océano. Nunca se acaba la tarea: hay que aprender el árabe, y después del árabe el siamés, y después del siamés el indonesio, y después del indonesio el polinesio, y así por el orden. He preferido leer los mitos, los ritos pertenecientes a esas culturas intentar comprenderlos.

YOGUI EN EL HIMALAYA

En septiembre de 1930 sale de Calcuta en dirección al Himalaya. Se separa de Dasgupta…


– Sí, a causa de una desavenencia, que lamento mucho. También él la lamentó. Lo cierto es que ya no me interesaba permanecer en aquella ciudad en que, sin Dasgupta, nada tenía que hacer. Marché hacia el Himalaya. Me fui deteniendo en numerosas ciudades, pero al final decidí quedarme algún tiempo en Hardwar y Rishikesh, pues allí es donde empiezan los verdaderos eremitorios. Tuve la suerte de conocer a Swami Shivanananda, que habló al mohant, el superior, y me consiguió una pequeña choza en el bosque… Las condiciones eran muy sencillas: llevar un régimen vegetariano y prescindir de la indumentaria europea; se entregaba al aspirante una túnica blanca. Cada mañana había que «mendigar» leche, miel y queso. Me quedé allí, en Rishikesh, seis o siete meses, quizá hasta abril.


– Rishikesh está ya en el Himalaya, pero aún no es el Tíbet.


– Para ir al Tíbet hacía falta pasaporte… Sin embargo, en 1929, pasé tres o cuatro semanas en Darjeeling, en el Sikkim, que limita con el Tíbet y donde ya se nota una atmósfera tibetana. Se ven muy bien las montañas del Tíbet.


¿Cómo era el paisaje en torno a su choza?


– Mientras que Darjeeling está a no sé cuántos metros de altura, en un paisaje alpino, Rishikesh se halla a orillas del Ganges, pero el Ganges es allí un pequeño río: cincuenta metros en algunos sitios y luego, de golpe, doscientos metros; a veces se estrecha mucho: veinte metros, diez metros. Allí hay selva, la jungla. En mis tiempos no se veía por allí otra cosa que unas cuantas chozas y un pequeño templo hindú. No había gente. En el bosque, las chozas estaban escalonadas a lo largo de dos o tres kilómetros, a doscientos metros unas de otras, a veces sólo a ciento cincuenta o cincuenta. Desde allí se subía a Lakshmanjula, primera etapa de mi peregrinación, por así decirlo. Allí resulta muy elevada la montaña. Había una serie de grutas en las que vivían los religiosos, contemplativos, ascetas, yoguis. Conocí a muchos de ellos.


¿Cómo eligió a su gurú?


– Era Swami Shivanananda, pero por entonces nadie le conocía, no había publicado nada (luego publicaría unos trescientos volúmenes…). Antes de convertirse en Swami Shivanananda había sido médico, tenía una familia y conocía muy bien la medicina europea, que había practicado, según creo, en Rangún. Después lo abandonó todo un buen día. Se despojó de su traje europeo y vino a pie desde Madras a Rishikesh. Tardó casi un año en recorrer el camino. Es un hombre que me interesó por el hecho de que poseía una formación occidental. Igual que Dasgupta. Era un buen conocedor de la cultura india y estaba en condiciones de comunicarla a un occidental. No se trataba de un erudito, pero tenía una larga experiencia del Himalaya; conocía los ejercicios del yoga, las técnicas de la meditación. Era médico y, en consecuencia, entendía perfectamente nuestros problemas. Fue él quien me orientó un poco en las prácticas de la respiración, de la meditación, de la contemplación. Cosas que yo conocía de memoria, pues no sólo las había estudiado en los textos y los comentarios, sino que además había oído hablar de ellas a otros saddhu y contemplativos en Calcuta, en casa de Dasgupta, y en Santiniketan, donde conocida Tagore. Siempre había ocasión de conocer a alguien que ya había practicado algún método de meditación. Sabía de todo esto, por consiguiente, algo más de lo que hay en los libros, pero nunca había intentado ponerlo en práctica.


Acaba de hablar de la jungla. ¿Habremos de pensar en tigres, en serpientes?


– No recuerdo haber oído hablar nunca de tigres, pero había muchas serpientes, y también monos, unos monos extraordinarios. Creo que fue al tercer día de mi instalación en la choza cuando vi una serpiente. Tuve un poco de miedo, tenía la impresión de que era una cobra; le lancé una piedra para espantarla. Un monje me vio y me dijo (hablaba muy bien el inglés; era un antiguo magistrado): «¿Por qué? Aunque sea una cobra, nada hay que temer. En este eremitorio no se recuerda que se haya producido ni una sola mordedura de serpiente». Me quedé perplejo, pero le pregunté: «¿Y más abajo, en la llanura?» Respondió él: «Sí, allí es verdad, pero no aquí». Coincidencia o no… En cualquier caso, a partir de entonces, cuando veía una serpiente, la dejaba pasar tranquilamente. Y esto era todo. Nunca volví a espantar a una serpiente lanzándole un guijarro.


Han pasado casi cincuenta años entre aquellos tiempos del yogui novicio y el día de hoy en que ya se ha convertido en autor célebre de tres obras sobre el yoga. Uno de ellos lleva como subtítulo Inmortalidad y libertad. Otro se titula Técnicas del yoga… ¿Qué es el yoga? ¿Un sendero místico, una doctrina filosófica, un arte de vivir? ¿Cuál es su objetivo, dar la salvación o dar la salud?


– A decir verdad, desde hace algún tiempo ya no me interesa tanto hablar del yoga. Empecé mi tesis en 1936; llevaba por título Yoga, ensayo sobre los orígenes de la mística india. Se me reprochó, y con razón, el término «mística».


Había trabajado bajo la dirección de Dasgupta, e incluso, según creo, le dictó su comentario de Patañjali…


– Sí, pero antes ya me sentí interesado por el aspecto técnico


de la pedagogía espiritual india. Conocía, evidentemente, la Tradición especulativa, desde las Upanishads hasta Shankara, es decir la filosofía, la gnosis, que había apasionado a los primeros indianistas occidentales. Por otra parte, había leído los libros sobre los rituales… Pero sabía además que existía una técnica espiritual, una técnica psicofisiológica, que no era pura filosofía o sistema ritual. En efecto, había leído algunas obras sobre Patañjali y los libros de John Woodroff (bajo el nombre de Arthur Avallon) sobre el tantrismo. Pensaba que con este método tántrico, es decir con esta serie de ejercicios psicofisiológicos (a los que he llamado «fisiología mística», pues se trata de una fisiología más bien imaginaria), teníamos una oportunidad de descubrir ciertas dimensiones poco atendidas de la espiritualidad india. Dasgupta ya había presentado el aspecto filosófico de este método. Por mi parte, juzgaba importante la descripción de las técnicas en sí mismas y la presentación del yoga en un horizonte comparativo: junto al yoga clásico, descrito por Patañjali en los Yoga-Sutras, los diversos yogas «barrocos», marginales, y también el yoga practicado por Buda y el budismo en la India y luego en el Tíbet, el Japón y China. De ahí mi interés por adquirir una experiencia personal de esas prácticas, de esas técnicas.


¿No habrá alguna relación entre ese deseo y la «lucha contra el sueño» de su adolescencia?


– En mi adolescencia tenía mucho que leer y me daba cuenta de que no se logra gran cosa si se duerme durante siete horas, siete horas y media. Empecé entonces un ejercicio que creo haber inventado. Cada mañana hacía sonar el despertador dos minutos antes que la anterior. En una semana gané, por tanto, un cuarto de hora. A seis horas y media de sueño por noche, dejé de adelantar el despertador durante tres meses, a fin de habituarme perfectamente a esta duración. Luego empecé de nuevo, siempre al ritmo de dos minutos. De este modo llegué a las cuatro horas y media de sueño. Luego, un día tuve vértigos y paré. Yo llamaba a aquello, con la grandilocuencia de los adolescentes, «la lucha contra el sueño». Después leí L'Education de la volonté, del doctor Payot. Recuerdo una página en que decía: «¿Por qué, mediante la simple intervención de la voluntad, no habría de sernos posible comer cosas que únicamente nuestros hábitos culturales nos hacen tener por no comestibles? Mariposas, por ejemplo, o abejas, gusanos, abejorros. O también un bocado de jabón». Yo me preguntaba: «¿por qué no?». Y empecé a «educar mi voluntad», pero creo que entendí mal el libro. En cualquier caso, deseaba dominar ciertas aversiones y ciertas tendencias naturales en un europeo.


El yoga, efectivamente, está emparentado con ese esfuerzo. El cuerpo pide movimiento, entonces se le inmoviliza en una sola posición, un asana; ya no se comporta uno como un cuerpo humano, sino como una piedra o una planta. La respiración es naturalmente arrítmica; el pranayama le impone un ritmo. Nuestra vida psicomental está siempre agitada -Patañjali la define como chittavritti, «torbellinos de conciencia-, pero la concentración permite dominar ese torrente… El yoga significa en cierto modo una oposición al instinto, a la vida.


Pero no me atrajo el yoga únicamente por estas razones. La verdad es que si me sentí interesado por estas técnicas del yoga fue ante todo porque me resultaba imposible entender a la India únicamente a través de la lectura de los grandes indianistas y de sus libros sobre la filosofía vedanta, para la que el mundo es pura ilusión -maya- o a través del sistema monumental de los ritos. No podía entender que la India hubiera tenido grandes poetas y un arte admirable. Me daba cuenta de que en algún lugar existía una tercera vía, no menos importante, y que esta vía implicaba la práctica del yoga. Más tarde en Calcuta, oí decir que, en efecto, un profesor de matemáticas trabajaba en posición asana imponiendo un ritmo a su respiración, y con ventaja. Por otra parte, ya sabe que cuando Nehru se sentía fatigado, adoptaba durante algunos minutos la «posición del árbol». Son ejemplos aparentemente anecdóticos, pero lo cierto es que esa ciencia y ese arte del dominio del cuerpo y los pensamientos son importantísimos para la historia de la cultura y de la filosofía indias, de la creatividad india en una palabra.


No le voy a hacer nuevas preguntas sobre los aspectos teóricos del yoga; unas pocas palabras no servirían para reemplazar los libros que ya ha escrito. Prefiero preguntarle por su experiencia personal y por lo que ésta le aportó para el resto de su vida.


– Si he sido tan discreto acerca de mi aprendizaje en Rishikesh, es por razones que le será fácil adivinar. Es posible, sin embargo, hablar de ciertas cosas. Por ejemplo, de los primeros ejercicios del pranayama que hice, bajo la vigilancia de mi gurú. A veces, cuando lograba someter a un ritmo mi respiración, él me interrumpía. No entendía por qué, pues me sentía muy bien y no estaba en absoluto fatigado… El me decía: «Está fatigado». Ya ve, era importante contar con la guía de alguien que era médico y conocía por propia experiencia el yoga. Quedé convencido de la eficacia de esas técnicas. Creo incluso que llegué a entender mejor ciertos problemas… Pero, como le decía, no quiero insistir. En efecto, si se aborda esta cuestión, hay que decirlo todo, y ello exigiría entrar en detalles que implican extensos análisis.


– Sin embargo, ¿puedo preguntarle si le fue posible verificar


las maravillas o los prodigios que, según se dice, acompañan al yoga? En uno de sus libros habla de la juventud que el yogui conserva mucho tiempo: la meditación de un tiempo diferente, ampliado, que llega a producir en el cuerpo una longevidad extraordinaria…


– Uno de mis vecinos, un monje que iba absolutamente desnudo, un naga, había pasado de los cincuenta años y tenía un cuerpo de treinta. No hacía otra cosa que meditar durante todo el día y tomaba muy poco alimento. Yo no llegué a esa etapa en que son posibles tales cosas. Pero cualquier médico puede decirle que el régimen y la vida sana que se llevan en un eremitorio prolongan la juventud.


¿Qué hay de esas historias que se cuentan de paños mojados y helados que se colocan sobre la persona entregada a la meditación y que se secan varias veces a lo largo de la noche?


– Muchos testigos occidentales lo han visto. Alexandra David-Neel, por ejemplo. Es lo que se llama en tibetano gtumo. Se trata de un calor extraordinario que produce el cuerpo y que es capaz de secar una tela. A propósito de este «calor místico» o, más exactamente, generado por lo que se llama la «físiología sutil», hay documentos muy serios. La experiencia de los paños helados que se secan rápidamente al ser colocados sobre el cuerpo de un yogui es una cosa ciertamente real.

UNA VERDAD POÉTICA DE LA INDIA

Su experiencia de la India no aparece únicamente en sus estudios, sino también en sus novelas: Medianoche en Serampore, La noche bengalí… y en Isabel y las aguas del diablo, inédita en francés, que escribió, según me dijo, como un desahogo durante su intensa dedicación al aprendizaje del sánscrito.


– Efectivamente, después de seis o siete meses de gramática sánscrita y de filosofía india, me detuve, ansioso de soñar un poco. Me encontraba en Darjeeling y allí dí comienzo a esa novela, un poco autobiográfica, un poco fantástica. Quería penetrar y conocer aquel mundo imaginario que me obsesionaba. Escribí la novela en unas cuantas semanas. De este modo recuperé la salud y el equilibrio.


En ese relato aparece un joven rumano que atraviesa Ceylán, Madrás y se detiene en Calcuta, donde se encuentra con el diablo.


– Llega a Calcuta, se instala en una pensión anglo-india, como aquélla en que yo vivía. Hay allí muchachas, jóvenes fascinados por toda clase de problemas. Viene luego la presencia del «diablo» y toda una serie de cosas que suceden porque el personaje principal está obsesionado por el «diablo»…


En Medianoche en Serampore, lo mismo que en El secreto del doctor Honigberger, aparece también la fantasía.


– Son dos novelas escritas diez años más tarde. Entre Isabel y estas dos novelas hay otra más o menos autobiográfica, La noche


Me gustaría que nos detuviéramos algo más en Medianoche en Serampore… ¿Hasta qué punto pueden creerse los hechos que en ella se narran? ¿Son puramente fantásticos esos personajes que reviven un pasado? ¿O es que cree un poco en tal posibilidad? Porque, en efecto, a veces se escuchan historias extrañas contadas por personas dignas de crédito…


– Yo creo en la realidad de las experiencias que nos hacen «salir del tiempo» y «evadirnos del espacio». Durante estos últimos años he escrito varias novelas en que se plantea esta posibilidad de salirse de un determinado momento histórico… de situarse en un espacio distinto, como ocurre a Zerlendi. Al describir los ejercicios yóguicos de Zerlendi en El secreto del doctor Honigberger, he aportado ciertos indicios basados en mis propias experiencias, que he silenciado en mis libros sobre el yoga. Pero al mismo tiempo he añadido algunas inexactitudes, justamente para enmascarar los datos reales. Por ejemplo, se habla de un bosque de Serampore, pero en Serampore no hay ningún bosque. Por tanto, si alguien pretendiera verificar en concreto la trama de la novela, se daría cuenta de que el autor no se limita a hacer un reportaje, puesto que ha inventado el paisaje. Esto llevaría a la conclusión de que también el resto ha sido inventado, cosa que no es verdad.


¿Cree que pueden ocurrir efectivamente las cosas que les suceden a los personajes de Medianoche en Serampore?


– Sí, en el sentido de que alguien puede tener una experiencia tan «convincente» que se vea obligado a considerarla real.


Al final de El secreto del doctor Honigberger -un investigador que efectivamente ha existido, al que cita al principio de Patañjali y el Yoga- el lector puede dudar entre varias claves para resolver el enigma. ¿Cuál es la suya?


– Para algunos lectores puede resultar evidente. Como el personaje que narra esa historia afirma ser Mircea Eliade, un hombre que ha pasado algunos años en la India, que ha escrito un libro sobre el yoga…


Ese es el narrador, pero no se nombra como Eliade…


– No, pero Mme Zerlendi le escribe: «Como ha pasado muchos años en la India…». Pero, en aquella época, ¿quién podía ser ese rumano que había marchado a la India, que había escrito un libro sobre el yoga? El narrador, por consiguiente, es Eliade. Y Zerlendi, un hombre dotado de clarividencia, se da cuenta de que, por un accidente lamentable, el documento extraordinario que había ocultado con la esperanza de que un día lo descifrara alguien y se convenciera de la realidad de algunos hechos relacionados con el yoga, ese documento acababa de ser descifrado por alguien que conocía el sánscrito y el yoga y que además era un novelista, que no dejaría de sentirse tentado -justamente lo que yo hice- por la idea de narrar aquella historia extraordinaria. Entonces, para suprimir cualquier peligro de que alguien verificara la autenticidad del relato -pues no resultaría difícil identificar la casa y encontrar su biblioteca y los manuscritos-, en una palabra, para probar que no se trata sino de una fantasía literaria, Zerlendi transforma su casa, hace desaparecer la biblioteca y su familia afirma no conocer al narrador. Y todo esto para evitar que el documento que me disponía a resumir en mi novela no fuera considerado auténtico.


– No estoy seguro de que esta conversación haya de resultar clara para quienes no hayan leído el libro. Mejor así, pues espero que esa misma oscuridad les anime a descubrirlo… Por mi parte, ya no sé qué pensar. Me siento en la misma situación que los personajes de su último libro que escuchan al «viejo». El suyo es un arte diabólico a la hora de desconcertar a sus oyentes a través de unas historias en las que ya no es posible distinguir lo verdadero de lo falso, la izquierda de la derecha.


– Es verdad. Incluso pienso que ésa es una parte característica de mi prosa.


¿No habrá un tanto de malicia en el placer que le produce la idea de confundir un tanto a su interlocutor?


– Eso, quizá, forma parte de una especie de pedagogía; no debe entregarse al lector una «historia» perfectamente transparente.


– ¿La pedagogía y el gusto por el laberinto? -Sí, una prueba iniciática al mismo tiempo.


Dejemos, pues, a sus lectores ante la puerta del laberinto, a la entrada del bosque de Serampare y de la biblioteca india de Zerlendi. En compensación, nada hay de fantástico en La noche bengalí. Cuando recuerdo este libro -porque, efectivamente, es un libro sobre el que se ha de reflexionar, pues se abre a la lectura menos que al recuerdo de la lectura- hay algo que me llama la atención sobre todo: la imagen y la evocación de aquella muchacha, la presencia del deseo mismo.. La historia es sencillísima, pero irradia hasta abrasar una belleza codiciable como los frescos de Ajanta y como la poesía erótica de la India… ¿Cómo ve este libro con la distancia?


– Bien, se trata de una novela medio biográfica. Comprenderá que…


Entiendo que quiera guardar el mismo silencio sobre los secretos de la gnosis y los secretos del amor… Pero, puesto que acabamos de evocar el arte de Ajanta, ¿se le ha ocurrido a alguien relacionar la figura, tan sensual, de Maitreyi (La noche bengalí) y los frescos de Ajanta? ¿Qué le ha hecho pensar esto?


– Cierto, ya se ha hablado de ello. En una carta encantadora que me envió después de leer mi novela, Gastón Bachelard hablaba de «mitología del placer». Creo que tenía razón, pues, en cierto sentido, la sensualidad se transfigura…


Lo que ahora me dice enlaza directamente con una nota de su Diario del 5 de abril de 1947 a propósito de los frescos de Ajanta: «¡La sensualidad de estas imágenes fabulosas, la importancia inesperada del elemento femenino! ¿Cómo es posible que un monje budista pudiera "liberarse" de las tentaciones de la carne, rodeado de tantas, desnudeces soberbias, y triunfantes en su plenitud y en su belleza? Sólo una versión tántrica del budismo podía aceptar semejante elogio de la mujer y de la sensualidad. Algún día se comprenderá la función importante del tantrismo, que ha revelado e impuesto a la conciencia india el valor de las "formas" y de los "volúmenes" (el triunfo del antropomorfismo más lánguido sobre el aniconismo original)». El componente erótico de La noche bengalí, su interés por el tantrismo y su visión del arte indio: esta nota permite envolverlos en la misma mirada.


– Sí, además fue al contemplar los frescos de Ajanta como empecé a admirar el arte figurativo de la India. He de reconocer que, al principio, la escultura india me descorazonó. Pero una obra de Coomaraswamy me permitió captar el sentido de aquella acumulación de detalles. No basta allí la representación del dios, sino que se prodiga toda suerte de signos, de figuras humanas, mitológicas. ¡Nada de espacios vacíos! Aquello no me gustaba. Luego comprendí que el artista quiere absolutamente poblar ese universo, ese espacio que crea en torno a la imagen. Que quiere, en suma, llenarlo de vida. Terminé por admirar aquella escultura.


Precisando más, si he llegado a gustar tanto del arte indio ha sido por tratarse de un arte de significación simbólica, un arte tradicional. El artista no se propuso expresar nada en absoluto de orden «personal». Compartía con todos los demás el universo unitario de los valores espirituales propios del genio indio. Se trataba de un arte simbólico y tradicional, pero espontáneo, si puedo decir así. El hecho de beber en la fuente común jamás ha perjudicado al florecimiento de las formas distintivas, a su variedad. Y esto es verdad a propósito de todas las artes.


En la India, fue la música de Bengala la única que tuve, hasta cierto punto, ocasión de conocer. Pero lo que más me interesaba eran las artes plásticas, la pintura, los monumentos, los templos. Pero no únicamente corno «creaciones artísticas». Por ejemplo, el templo es una obra arquitectónica dotada de un simbolismo muy coherente, en que la función religiosa, con sus ritos y procesiones, se integra perfectamente en la misma arquitectura. Por otra parte, en la India, al igual que en todas las aldeas de la Europa oriental de hace quizá treinta o cuarenta años, el «objeto artístico» no era algo que se colgaba de la pared o se colocaba en una vitrina. Era un objeto que se utilizaba: una mesa, una silla, un vaso, un icono. En este sentido precisamente me interesaba el arte indio, el arte popular lo mismo que el de los templos, de las esculturas y las pinturas: por su integración en la vida cotidiana.


¿Y la literatura india?


– Me gustaba mucho Kalidasa, que es quizá mi preferido. Es el único poeta que llegué a dominar, a pesar de que su sánscrito resulta muy difícil. Es innegable su genio poético.


Entre los modernos, he leído a algunos escritores de vanguardia, Acinthya, por ejemplo, un joven novelista bengalí (1930) muy influido por Joyce. Y, por supuesto, a Rabindranath Tagore.


Creo que fue Dasgupta quien le presentó a Tagore.


– Sí, tuve la gran suerte de ser recibido varias veces por Tagore en Santiniketan. Yo tomaba muchas notas después de nuestras conversaciones y también sobre cuanto se decía de él, como hombre y como poeta, en Santiniketan. Allí era muy admirado, pero algunos le criticaban, y yo tomaba nota de todo ello. Espero que ese «cuaderno Tagore» exista todavía, en Bucarest, en mi biblioteca tantas veces cambiada de lugar. Admiraba a Tagore por el esfuerzo que desarrollaba para condensar en sí las cualidades, las virtudes, las posibilidades del ser humano. No era tan sólo un poeta excelente, un compositor excelente -escribió unas tres mil canciones, de las que algunos centenares, estoy seguro de ello, se han convertido hoy en «canciones populares» en Bengala-, un gran músico, un buen novelista, un maestro de la conversación… Su misma vida poseía una calidad específica. Pero no era una «vida de artista», como la que llevaban un D'Annunzio, un Swinburne o un Oscar Wilde. Era una vida rica y completa, abierta a la India y al mundo. Tagore se interesaba además por cosas que nadie se imaginaría que pudieran interesar a un gran poeta. Se ocupaba de los asuntos comunes, sentía una gran pasión por la escuela que había fundado en Santiniketan. Jamás se distanció de la cultura popular de Bengala. En su obra se advierte enseguida la importancia de la tradición rural, a pesar de que esté claro que también se inspiraba en Maeterlinck, por ejemplo. Además era hermoso. Tenía un gran éxito, se murmuraba que era un don Juan… Pero al mismo tiempo irradiaba una espiritualidad que se expresaba a través de todo su cuerpo, de sus gestos, de su voz. Un cuerpo, una estampa de patriarca.


Acaba de trazar un hermoso retrato que hace pensar en un Vinci, en un Tolstoi de Bengala. Sin embargo, en La noche bengalí evoca a Tagore en un tono…


– … crítico, ciertamente. Expresaba así la actitud de la nueva generación bengalí. En la universidad tenía amigos, jóvenes poetas, jóvenes profesores que, por reacción frente a sus padres, veían en la obra de Tagore un no sé qué d'annunziano, y la calificaban de pacotilla… Puede que hoy esté un poco olvidado en la India, a causa de la grandeza de Aurobindo, de Radhakrishna, que es un gran sabio. Pero estoy seguro de que será redescubierto.


Es difícil evocar a Tagore y no nombrar a Gandhi…


– Vi a Gandhi, y hasta le oí, pero de lejos y muy mal: el altavoz no funcionaba, si es que había alguno aquel día. Fue en Calcuta, en un parque, durante una manifestación no violenta… Pero le admiraba, como todo el mundo. Yo estaba preocupado por otros problemas, pero el éxito de su campaña de la no violencia llegó a interesarme enormemente. Entiéndase bien que por entonces yo era cien por cien antibritish. La represión inglesa contra los militantes del swaraj me exasperaba, me sublevaba.


– Sus sentimientos eran, en definitiva, los de su personaje de La noche bengalí: aborrecimiento del colonizador e incluso del europeo…


– Sí, muchas veces sentía bochorno al ser reconocido como blanco, me avergonzaba de mi raza. No era inglés, afortunadamente, y era ciudadano de un país que jamás había tenido colonias y que, por el contrario, había sido tratado durante siglos como una colonia. No tenía, por tanto, motivo alguno para sentir un complejo de inferioridad. Pero al sentirme europeo, me avergonzaba.


¿Le preocupó «la política» -por decirlo del modo más simple- durante su juventud?


– En Rumania, nada absolutamente. Me sensibilicé a la política en la India. Allí en efecto, pude ver la represión. Y me decía: «¡Cuánta razón tienen los indios!». Aquél era su país, no reclamaban sino una especie de autonomía y sus manifestaciones eran completamente pacíficas, no provocaban a nadie, reclamaban lo que era su derecho. Pero la represión policiaca fue inútilmente violenta. En Calcuta tomé conciencia de la injusticia política y al mismo tiempo descubrí las posibilidades espirituales de la actividad política de Gandhi, aquella disciplina espiritual que permitía resistir a los golpes sin responder. Era como Cristo, el sueño de Tolstoi…


Eso significa que se dejó ganar en corazón y alma por la causa de la no violencia…


– ¡Y también de la violencia! Por ejemplo, un día escuché a un extremista y le di la razón. Entendía perfectamente que también deben existir algunos violentos. Pero en resumidas cuentas, estaba muy impresionado por la campaña de la no violencia. Además, no je trataba únicamente de una extraordinaria táctica, sino que constituía una admirable educación de las masas, una admirable pedagogía popular que se proponía ante todo el dominio de sí mismo. Era algo verdaderamente superior a la política quiero decir superior a la política contemporanea.

LAS TRES LECCIONES DE LA INDIA

– No tenía veintidós años cuando llegué a la India. Muy joven, ¿no le parece? Los tres años siguientes fueron esenciales para mí. La India me formó. Hoy trato de expresar cuál fue la enseñanza decisiva que allí recibí, y veo ante todo que es una lección triple.


En primer lugar, fue el descubrimiento de la existencia de una filosofía o más bien de una dimensión espiritual india que no era ni la de la India clásica -diríamos la de las Upanishads y del Vedanta; en una palabra, la filosofía monista- ni la devoción religiosa, la bhakti. Tanto el yoga como la samkhya profesan el dualismo: la materia por una parte y el espíritu por la otra. Sin embargo, no era el dualismo lo que me interesaba, sino el hecho de que, lo mismo en el yoga que en la samkhya, el hombre, el universo y la vida no son ilusorios. La vida es real, el mundo es real. Y es posible conquistar el mundo, es posible dominar la vida. Y aún más, en el tantrismo, por ejemplo, la vida humana puede ser transfigurada mediante los ritos, ejecutados a continuación de una larga preparación yóguica. Se trata de una transmutación de la actividad fisiológica, por ejemplo, de la actividad sexual. En la unión ritual, el amor ya no es un acto erótico o un acto simplemente sexual, sino una especie de sacramento; exactamente como beber vino, en la experiencia tántrica, ya no es beber una bebida alcohólica, sino compartir un sacramento… Descubrí, pues, esa dimensión tan olvidada por los orientalistas, descubrí que la India ha conocido ciertas técnicas psicofisiológicas gracias a las cuales puede el hombre a la vez gozar de la vida y dominarla. La vida puede ser transfigurada mediante una experiencia sacramental. Este es el primer punto.


«La vida transfigurada», ¿es lo que llama en otro lugar «la existencia santificada»?


– Sí, en resumidas cuentas, viene a ser lo mismo. Se trata de ver que a través de esta técnica, y también a través de otras vías o métodos, es posible santificar de nuevo la vida, santificar de nuevo la naturaleza…


El segundo descubrimiento, la segunda enseñanza es el sentido del símbolo. En Rumania no me sentí atraído por la vida religiosa, las iglesias me parecían abarrotadas de iconos. Entiéndase bien que aquellos iconos no me parecían ídolos, pero… En la In dia, mientras vivía en una aldea bengalí, pude ver cómo las mujeres y las muchachas tocaban y engalanaban un lingam, un símbolo fálico o más exactamente un falo de piedra anatómicamente muy exacto. Al menos las mujeres casadas no podían ignorar su naturaleza, su función fisiológica. Así entreví la posibilidad de «ver» el símbolo en el lingam. El lingam era el misterio de la vida, de la creatividad de la fecundidad que se manifiesta a todos los niveles cósmicos. Esta epifanía de la vida era Siva, no el miembro que conocemos. Aquella posibilidad de sentirse religiosamente movido por la imagen v el símbolo me reveló todo un mundo de valores espirituales. Entonces me dije: es verdad que al contemplar un Icono, el creyente no percibe tan sólo la figura de una mujer que sostiene en los brazos un niño, sino que ve a la Virgen María, a la Madre de Dios, la Sophia., Este descubrimiento de la importancia del simbolismo religioso en las culturas tradicionales, puede imaginarse la importancia que tuvo en mi formación como historiador de las religiones.


En cuanto al tercer descubrimiento, podríamos caracterizarlo como «el descubrimiento del hombre neolítico». Poco antes de mi partida tuve la suerte de pasar algunas semanas en la India central, con ocasión de… una especie de cacería de cocodrilos, entre los aborígenes, los santali, que son prearios. Quedé impresionado al comprobar que la India tiene aún unas raíces muy profundas que se hunden no sólo en la herencia aria o dravídica, sino también en el suelo asiático, en la cultura aborigen. Era aquélla una civilización neolítica, basada en la agricultura, es decir en la religión y en la cultura que acompañaron al descubrimiento de la agricultura, concretamente la visión del mundo y de la naturaleza en cuanto círculo ininterrumpido de la vida, la muerte y la resurrección, ciclo especítico de la vegetación, pero que rige también la vida humana y constituye al mismo tiempo un modelo para la vida espiritual… De este modo llegué a entender la importancia de la cultura popular rumana y balcánica. Al igual que la cultura de la India, también se trata de uña cultura folklórica, basada en el misterio de la agricultura. Evidentemente, en Europa oriental hay unas expresiones cristianas; por ejemplo, se supone que el trigo nació de las gotas de la sangre de Cristo. Pero todos estos símbolos tienen un fondo muy arcaico, neolítico. En efecto, aún hace treinta años existía desde China a Portugal una unidad de base, la unidad solidaria de la agricultura, que tenía en la agricultura su respaldo seguro y que se apoyaba, por consiguiente, en el legado del Neolítico. Esta unidad de cultura fue para mí una revelación. Descubrí que aquí, en la misma Europa, las raíces son más profundas de lo que nosotros creíamos, más profundas que el mundo griego o romano o incluso mediterráneo, más profundas que el mundo del Próximo Oriente antiguo. Y estas raíces nos revelan la unidad fundamental no sólo de Europa, sino también de toda la ekumene que se extiende desde Portugal hasta China, desde Escandinavia hasta Ceylán.


Cuando se leen, por ejemplo, los primeros capítulos de su Historia de las creencias y de las ideas religiosas, se puede entreverla importancia que para su pensamiento, para su obra, tuvo esta revelación, el encuentro, más allá del hombre indio, con el hombre neolítico, el hombre «primitivo». ¿Podría precisar más en que grado fue ello importante?


– En la India descubrí aquello que más tarde llamaría yo la «religiosidad cósmica», es decir, la manifestación de lo sagrado a través de los objetos o de los ritmos cósmicos: un árbol, un manantial, la primavera. Esta religión, viva aún en la India, es la misma contra la que lucharon los profetas, y con razón, puesto que Israel era el depositario de una revelación religiosa distinta. El monoteísmo mosaico el conocimiento personal de un Dios que interviene en la historia y que no manifiesta su fuerza únicamente a través de los ritmos de la naturaleza, a través del cosmos, como los dioses de las religiones politeístas. Ya sabe que este tipo de religión cósmica al que damos el nombre de «politeísmo» o «paganismo» estaba muy desacreditado no sólo entre los teólogos, sino también entre ciertos historiadores de las religiones. Yo viví entre paganos, viví entre gentes que participaban de lo sagrado a través de sus dioses. Y sus dioses eran figuras o expresiones del misterio del universo, de esta fuente inagotable de creación, de vida y de bienaventuranza… A partir de ahí comprendí el interés que todo ello implicaba para la historia general de las religiones. En resumen, se trataba de descubrir la importancia y el valor espiritual de lo que llamamos el «paganismo».


Ya sabe que la época prelítica y el paleolítico duraron quizá dos millones de años. Es muy probable que la religión de aquella humanidad arcaica fuera análoga a la religión del cazador primitivo. Se establecían unas relaciones a la vez existenciales y religiosas entre cazador y la pieza a la que perseguía y trataba de abatir por una parte y con el «Señor de las fieras», divinidad que protegía tanto al cazador como a la caza, por otra. Por esta razón sin duda atribuía el cazador primitivo una gran importancia religiosa al hueso, al esqueleto y a la sangre… Luego, quizá hace doce o quince mil años, se produjo la invención de la agricultura, que aseguró e incrementó los recursos alimenticios del hombre, y por ello mismo hizo posible toda la evolución ulterior: aumento de la población, edificación de aldeas y luego ciudades, es decir la civilización urbana con todas las creaciones políticas del Próximo Oriente antiguo.


La invención de la agricultura, y no es ésta una de sus consecuencias menos importantes, hizo posibles ciertas experiencias religiosas. Por ejemplo, la relación que se estableció entre la fertilidad de la tierra y la fecundidad de la mujer. La Gran Diosa es la Tierra Madre. La mujer adquiere entonces una enorme importancia religiosa y a la vez económica, en virtud de su solidaridad mística con la tierra, que garantiza la fertilidad y, en consecuencia, la vida. Y, como le decía hace un momento, también gracias a la agricultura captó el hombre la idea del ciclo – nacimiento, vida, muerte, renacimiento – y supo valorar su propia existencia integrándola en el ciclo cósmico. El hombre neolítico comparó por vez primera la vida humana con la vida de una flor, de una planta; El cazador primitivo se sentía mágicamente vinculado al animal; ahora el hombre se hace místicamente solidario de la planta. La condición humana comparte el destino de la planta y, por ello mismo, se integra en un ciclo infinito de nacimientos, de muertes y de renacimientos… Entiéndase bien, las cosas son mucho más complicadas, pues se trata de un sistema religioso que integra todos los simbolismos de la fecundidad, de la muerte y del renacimiento: la Tierra Madre, la luna, la vegetación, la mujer, etc. Creo que este sistema contenía en germen las formas esenciales de todas las religiones que vendrían después.


Y aun podemos observar otra cosa: con la agricultura nace el sacrificio cruento. Para el hombre primitivo, el animal está ahí, en el mundo, es una realidad dada. La planta alimenticia, por el contrario, el grano no está dado, no existía ya desde el comienzo del mundo. Es el hombre el que mediante su trabajo y su magia crea una cosecha. Esto supone, con respecto al cazador, una enorme diferencia, ya que el hombre arcaico creía que no era posible crear nada sin el sacrificio cruento. Se trata de una concepción muy antigua, y casi universal, concretamente la creencia de que toda creación implica una transferencia mágica de la vida. Se proyecta, a través de un sacrificio cruento, la energía, la «vida» de la víctima sobre la obra que se pretende crear. Es curioso pensar en que cuando el cazador abatía su presa nunca hablaba de muerte. Algunas tribus siberianas piden perdón al oso, diciéndole: «No he sido yo el que te ha matado, sino mi vecino, el tungús o el ruso». En otros sitios se diría: «No he sido yo, ha sido el Señor de las Fieras el que nos ha dado permiso». Los cazadores no se reconocen responsables de la matanza. Entre los paleocultivadores, por el contrario, los mitos sobre el origen de las plantas alimenticias evocan a un ser sobrenatural que aceptó ser muerto para que de su cuerpo brotaran las plantas. De ahí que no fuera posible imaginar una creación sin sacrificio cruento. En efecto, los sacrificios cruentos, sobre todo humanos, están atestiguados únicamente entre los agricultores. Nunca entre los cazadores. En resumen, y esto es lo que importaba entender, a renglón seguido de este descubrimiento de la agricultura se revela todo un universo espiritual. Del mismo modo, con la metalurgia, se hace posible otro nuevo universo de valores espirituales. He pretendido comprender el mundo religioso del hombre arcaico. Por ejemplo, durante el Paleolítica, la relación entre el hombre y la planta no era en absoluto evidente. como tampoco lo era la importancia religiosa de la mujer. Una vez inventada la agricultura, la mujer pasa a ocupar un lugar importantísimo en la jerarquía religiosa.


– También llama la atención el hecho de que en los dos casos -la visión del hombre-planta y la institución de la muerte sa-grada- sea lo más importante la relación con la muerte, una relación determinada con la muerte. Queda igualmente claro que estos dos grandes ejes simbólicos pueden darse también en el mundo cristiano: grano que debe morir para renacer, muerte del cordero, pan y vino como cuerpo y sangre de la víctima sagrada. Su perspectiva del «hombre neolítico» da mucho que pensar… Sin embargo, como ya ha dicho, este descubrimiento no sirve únicamente para esclarecer el problema del «hombre religioso», sino que además ha permitido, mediante un largo rodeo, recuperar lo más cercano, lo familiar, la tradición rumana, por ejemplo. De no ser por todo esto, ¿le habría sido posible escribir ese texto que tanto me gusta sobre Brancusi? Brancusi, artista rumano, hombre moderno y padre de una determinada modernidad, y al mismo tiempo pastor en los Cárpatos. ¿Le habría sido posible comprender a Brancusi de la misma manera si no hubiera estado en contado, durante su estancia en la India, con la civilización original?


– Quizá no, en efecto. Acaba de resumir muy bien lo que pienso sobre este punto. Al captar la unidad profunda que existe entre la cultura aborigen india, la cultura de los Balcanes y la cultura rural de la Europa occidental, me encontraba como en mi ambiente. Al estudiar ciertas técnicas y ciertos mitos, me encontraba tan a gusto en Europa como en Asia. Nunca me sentí ante cosas «exóticas». Ante las tradiciones populares de la India, veía aparecer las mismas estructuras que en las tradiciones populares de Europa. Creo que esto me ayudó mucho a entender que Brancusi no copió las tradiciones del arte popular rumano. Por el contrario, se remontó hasta las mismas fuentes de la inspiración de los campesino rumanos o griegas y redescubrió esa visión extraordinaria de un hombre para quien la piedra existe existe de un modo, digamos, «hierofánico». Recuperó, desde dentro, el universo de los va-lores del hombre arcaico. Sí, la India me ayudó mucho a comprender la importancia, la autoctonía y al mismo tiempo la universalidad de la creación de Brancusi. Quien profundice de verdad hasta las fuentes, hasta las raíces que se hunden en el Neolítico, será muy rumano, muy francés y al mismo tiempo un hombre universal. Siempre me ha fascinado esta cuestión: ¿cómo recuperar la unidad fundamental, cuando no del género humano, al menos de una determinada civilización indivisa en el pasado de Europa? Brancusi logró recuperarla… Ya ve, con este descubrimiento y con este interrogante se cierra el círculo de mi formación en la India.

LA INDIA ETERNA

Ese interés cada día más vivo que sienten los occidentales, al parecer, por la India, por el yoga, ¿no le parece muchas veces un falso sucedáneo del absoluto?


– Aunque haya abusos, exageraciones, un exceso de publicidad, se trata de una experiencia importantísima. La concepción psicológica del yoga se anticipó a Freud y a nuestro descubrimiento del inconsciente. En efecto, los sabios y ascetas indios sintieron la necesidad de explorar las razones oscuras del espíritu; habían comprobado que los condicionamientos fisiológicos, sociales, culturales, religiosos… eran fáciles de delimitar y, en consecuencia, de dominar. Por el contrario, los grandes obstáculos para la vida ascética y contemplativa surgía de la actividad, del inconsciente, de los samskara y de los vasana, «impregnaciones», «residuos», «latencias» que constituyen lo que la psicología de las profundidades designa como «contenidos.», «estructuras» y «pulsiones» del inconsciente. Es muy fácil luchar contra las tentaciones mundanas, muy fácil renunciar a la vida familiar, a la sexualidad, a las comodidades, a la sociedad. Pero precisamente cuando uno se cree dueño de sí mismo, surgen de golpe los vasana y reaparece el «hombre condicionado» que somos cada cual. De ahí que el conocimiento de los sistemas de «condicionamiento» del hombre no podía ser para el yoga y para la espiritualidad india en general un fin en sí mismo. Lo importante no era conocer los sistemas de «condicionamiento», sino dominarlos. Se trabajaba sobre los contenidos del inconsciente para, «quemarlos». Pues, a diferencia del psicoanálisis, el yoga estima que es posible controlar las pulsiones del inconsciente.


Pero todo esto no constituye sino un aspecto. Hay otros. Es interesante, en efecto, conocer la técnica del yoga, pues no se trata de una mística, ni de una magia, una higiene o una pedagogía, sino de todo un sistema original y eficaz. Lo importante no es detener el propio corazón un momento -ya sabe que ello es posible- ni suspender el aliento durante algunos minutos. Lo que más interesa siempre es realizar una experiencia que permita conocer los límites del cuerpo humano.


Me parece, por tanto, evidente que ese interés por el yoga es importantísimo y que tendrá repercusiones y consecuencias felices. Entiéndame bien, esa literatura deprimente, esas obras de «vulgarización»…


Ya sé que en estos momentos no piensa en hombres como Allan Watts, al que también conoció…


– Sí, y yo diría que muy bien. Era un genio de la adivinación por lo que se refiere a ciertas tradiciones orientales. Y conocía perfectamente, de primera mano, su propia religión. Ya sabe que fue sacerdote episcopaliano (Iglesia de Inglaterra). Conocía bien el cristianismo occidental y el zen, y también podía entender otras muchas cosas. Yo lo admiraba mucho. Además poseía un don rarísimo: se expresaba en un lenguaje que no era pretencioso, que no correspondía a una vulgarización superficial y que al mismo tiempo resultaba accesible. Creo que Watts no abandonó de verdad el sacerdocio, sino que buscó otro camino para comunicar al hombre moderno lo que los hombres de otras épocas llamaban «Dios». Se convirtió en un maestro, en un verdadero guru para la generación de los hippies. No tuve con él amistad íntima, pero creo que era honrado, y además admiraba mucho su potencia de adivinación. A partir de algunos elementos, de algunos buenos libros, era capaz de presentar la esencia de una doctrina.


¿Qué pensaba Watts por su parte de los libros de Mircea Eliade?


– Me leía y me citaba. Nunca me reprochó el no ser más «personal» en mis libros. En efecto, entendió perfectamente que mi objetivo consistía únicamente en hacer inteligible al mundo moderno -lo mismo occidental que oriental, a la India lo mismo que a Tokio o a París- unas creaciones religiosas y filosóficas poco conocidas o mal comentadas. Para mí, el conocimiento de los valores religiosos tradicionales es el primer paso hacia una restauración religiosa. Mientras que un hombre como Watts, y otros como él, creían -y quizá con razón- que es posible dirigirse a las masas con algo que se parezca a un «mensaje» y hacer que se despierten, yo pensaba que nosotros -producto de un mundo moderno – estarnos «condenados» a recibir toda revelación a través de la cultura. Hay que recuperar las fuentes a través de las formas y las estructuras culturales. Estamos «condenados» a aprender y a revivir a la vida del espíritu mediante los libros. En la Europa moderna ya no hay enseñanza oral ni creatividad folklórica. Por ello pienso que el libro tiene una enorme importancia, no sólo cultural, sino también religiosa, espiritual.


Eso quiere decir que no es uno de esos profesores que queman los libros o que afectan hacerlo.


– ¡No, desde luego!


Sin embargo, junto al universitario, al escritor, está siempre despierto en su persona el ermitaño de Rishikesh, el contemplativo… Me remito a la cita que he recogido al comienzo de esta conversación sobre la India: «La segundad de que pase lo que pase, siempre habrá en el Himalaya una gruta que me espera». ¿Es que recuerda constantemente esa gruta?


– ¡Sí, siempre! Esa es mi gran esperanza.


¿Y qué haría allí? ¿Soñar, leer, escribir, qué otra cosa?


– Si la gruta existe todavía., y de seguro que existe; si no en Rishikesh, será en Lakshmanjula o en Bhadrinath, y puedo recuperarla… Una gruta del Himalaya es la libertad y la soledad. Creo que con eso basta: ser libre pero no estar aislado; se aísla uno tan sólo del mundo que acaba de abandonar, si es que se le abandona… Tuve sobre todo el sentimiento de la libertad, y creo que volveré a tenerlo.


Esta conversación sobre la India se acaba y justamente con la palabra libertad, que acaba de pronunciar. Esto me hace recordar una nota de su Diario, la del 26 de enero de 1961, que me llamó la atención: «Creo que mi interés por la filosofía y la ascesis hindúes se explica así: la India ha estado obsesionada por la libertad, la autonomía absoluta. Pero no de una manera ingenua, caprichosa, sino teniendo en cuenta los innumerables condicionamientos del hombre, estudiándolos objetivamente, experimentalmente (Yoga) y esforzándose por hallar el instrumento que permitiera abolirlos o trascenderlos. Aún más que el cristianismo, el espiritualismo hindú tiene el mérito de introducir la libertad en el cosmos. El modo de ser de un jivanmukta no está dado en el cosmos; por el contrario, en un mundo dominado por las leyes, la libertad absoluta es inimaginable. La India tiene el mérito de haber añadido una nueva dimensión al universo: la de la existencia libre».


– Sí, hoy volvería a decir eso mismo.


INTERMEDIO


– Sí, he tendido sueños que juzgo muy importantes para mí. Sueños «iniciáticos» en el sentido de que sólo más tarde comprendí su significación, pero entonces aprendí mucho y adquirí una cierta confianza. He sentido que no soy guiado, sino que recibo una ayuda, que estoy ayudado por mi propio yo.


¿Ha tenido la costumbre de anotar regularmente sus sueños?


– Sí, durante un verano que pasé en Ascona. Ya sabe que los famosos encuentros de Ascona, conocidos por el nombre de «Eranos», fueron organizados por Olga Froebe-Kapteyn, apasionada de la psicología de Jung. Ella misma me propuso esta experiencia. Tomé esas notas durante un mes, día por día, cada mañana. Pude darme cuenta de que aquellos sueños tenían verdaderamente una continuidad. Creo haber guardado el cuaderno en que anotaba también la fecha de cada sueño. Algunas veces conté esos sueños a los psicólogos y he anotado también sus interpretaciones.


¿Cree acaso que todo el que pretenda conocerse y perfeccionarse debe anotar sus sueños?


– No quiero juzgar. Pero creo que siempre resulta útil anotar, un sueño. Recuerdo que después de releer por casualidad un cuaderno de mi Diario en que había anotado un sueño diez años atrás, entendí que este sueño anunciaba algo con toda precisión, y que aquello se cumplió. Creo, por tanto, que es cosa buena anotar los sueños, no sólo para verificar ciertas cosas, sino también y sin duda para conocerse mejor.


En su caso, quizá no se trate de «premoniciones», sino de un conocimiento profundo.


– Creo que en esos sueños, que recuerdo muy bien con frecuencia, tenemos la autorrevelación del propio destino. Es el destino que se revela, en, el sentido de una existencia que se dirige hacia un fin preciso, una empresa, una obra que es necesario realizar… Se trata del destino profundo de cada cual, y también de los obstáculos con que cada cual tropezará. Se trata de decisiones graves, irreversibles, que es preciso tomar…


En dos de los sueños recogidos entre los fragmentos publicados de su Diario, el tema es la memoria. En uno había escondido y olvidado unos objetos preciosos, sintió la amenaza de perder la memoria y se arrodillaba ante su mujer, la única capaz de salvarle… Citaré las palabras en que relata el otro: «Dos ancianos que mueren cada cual por su lado solos. Con ellos desaparecía para siempre y sin dejar rastro, sin testigos, una historia admirable (que yo conocía). Terrible tristeza. Desesperación. Me retiré a una habitación contigua y recé. Me decía: si Dios no existe, todo ha terminado, todo es absurdo».


– He consignado también otros sueños, o al menos algunos episodios. Por ejemplo, aquél en que veía caer las estrellas y convertirse en panecillos. Yo los distribuía, diciendo: «¡Comed! Aún están calientes…». Es evidente que si recogí estos dos sueños en la selección de los Fragmentos fue porque me parecieron importantes. La pérdida de la memoria es algo que efectivamente me obsesiona. Yo poseía una memoria extraordinaria y ahora me doy cuenta de que ya no es lo mismo. También me ha obsesionado siempre la pérdida de la memoria como desaparición de un pasado, de una historia que sólo yo conocía.


El sueño de los dos ancianos… Si Dios no existe, todo es ceniza. Si no hay un absoluto que dé significación y valor a nuestra existencia, en este caso la existencia tampoco tiene sentido. No sé qué les ocurrirá a los filósofos que piensan de este modo; para mí, ello significaría no sólo la desesperación, sino aún más una especie de traición. Porque eso no es cierto, sé muy bien que no lo es. Si llegara a pensar que eso es cierto, la crisis sería tan profunda que, aparte de la desesperación personal, el mundo quedaría «roto», como decía Gabriel Marcel.


En esos sueños quizá se manifieste mi temor, mi terror ante la posibilidad de que llegue a desaparecer una herencia. Lo que ocurre a los dos ancianos puede ocurrirle también a Europa, con su herencia espiritual multimilenaria, puesto que las raíces de Europa se hunden en el Próximo Oriente antiguo. Esta herencia puede desaparecer. Y sería una pérdida no sólo para eso que llamamos Europa, sino también para todo el mundo. Por eso me aterrorizaba la desesperación de aquellos dos ancianos que morían aislados y sin transmitir nada. Es muy posible que nuestra herencia en vez de ser recibida y enriquecida por otras culturas, sea despreciada, ignorada e incluso destruida. Es notorio que las bombas atómicas pueden destruir las bibliotecas, los museos y hasta las ciudades… Pero una cierta ideología o algunas ideologías pueden suprimirla igualmente. Este sería tal vez el gran crimen contra el espíritu, pues sigo pensando que la cultura, incluso la cultura llamada profana, es una creación del espíritu.


Al evocar la herencia europea perdida, despreciada en una palabra, nos lleva a mirar nuestra cultura como una más de las que Europa ha saqueado, roto, cuya memoria ha tratado de conservar en su obra. En su Diario ha escrito páginas estremecedoras sobre este tema: ve nuestros países ocupados por unos pueblos que nada saben de lo que fueron nuestras culturas, nuestros libros.


– Sí, sería una tragedia, espiritual y cultural. Hemos saqueado otras culturas. Felizmente, hay otros occidentales que han descifrado las lenguas, conservado los mitos, guardado algunas obras maestras de arte. Siempre ha habido un puñado de orientalistas, de filósofos, de poetas que han salvado el sentido de ciertas tradiciones espirituales exóticas, extraeuropeas. Pero aun puedo imaginar una posibilidad terrible: la indiferencia; el desprecio absoluto hacia esa clase de valores. Puedo imaginarme una sociedad en que nadie se interesaría por una Europa destruida, olvidada, despreciada. Es una pesadilla, pero también una posibilidad.

Загрузка...